PROPUESTA ÉTICO-POLÍTICA DE HANNAH ARENDT

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Sissi Cano Cabildo

 Propuesta ético-política de Hannah Arendt
“La revolución social será moral o no será”
Peter Stenfield 

 

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Ante criterios autoritarios, neoliberales y hasta “posmodernos”, la perspectiva ético-política de Arendt bien puede confortar espíritus que aún añoren alguna filosofía esperanzadora que no caiga en utopías, algún discurso amable que no pierda consistencia, algún pensamiento frágil sin barrocas pretensiones. Presento, así, la reivindicación arendtiana de los conceptos de libertad, política, comprensión, philía, promesa y perdón como una alternativa esperanzadora de la ruta apocalíptica de la historia, que pareciera ineluctable.

Empezaré argumentando los conceptos arendtianos de libertad y política; luego, el de comprensión y philía y, por último, promesa y perdón.

 

1.1. Libertad y política

En sus obras La vida del Espíritu y ¿Qué es la Política? Arendt promueve el sentido positivo de la libertad para hacer viable la posibilidad de dignificar la política y, con esto, la misma condición humana.

Este reto de dignificar la política es logrado por nuestra autora a partir de la reivindicación de la política en su sentido aristotélico: como organización libre para atender intereses públicos; nada que ver con ese sentido tan común y desvirtuado de ver la política como una actividad maquiavélica o como el ejercicio autorreferencial y exclusivo del gobierno.

De manera que, si rescatamos este sentido de la política y si asumimos en nosotros la “posibilidad de cambio” o libertad positiva, entonces, estaremos más prestos a asumir la responsabilidad de construir nuestro futuro.

Ahora bien, hablaré de libertad positiva a la luz del enfoque que Berlin nos ofrece en su texto Cuatro ensayos sobre la libertad.  Según Berlin, a lo largo de la historia de la Filosofía se han dado dos sentidos fundamentales de este concepto: uno positivo y otro negativo.

            La libertad positiva corresponde al sentido estricto y profundamente filosófico de la libertad. Se caracteriza, básicamente, por ser una facultad metafísica de la autodeterminación, y, en este sentido, es una cualificación de la voluntad que, por su propia definición, es ilimitada y creativa. Habría que ver qué tan coherente, en su estructuración lingüística, resultaría hablar de libertad limitada... No obstante, la libertad negativa rescata un sentido más débil, pero funcional, para el discurso cotidiano y jurídico: sólo se refiere a la ausencia de coerción para realizar los deseos individuales, de donde entenderemos por qué es ya una cualificación de la acción y que, por eso mismo, aparecerá siempre limitada y determinada por la colectividad. Desde esta lógica, la contingencia del sujeto es posible si, y solo si, reconocemos la libertad positiva en el hombre, pues si el hombre puede cambiar cuando quiera no será porque esté determinado por el contexto, sino porque en él existe la facultad metafísica de la autodeterminación. Mientras que, desde una concepción necesaria, donde los actos humanos son ineluctables y determinados, hay margen para aceptar la libertad solamente en un sentido negativo y/o político.

Los primeros que logran sugerir esta idea de la contingencia y de la libertad positiva fueron los sofistas. Idea que retomarán después en la tragedia griega, en el epicureísmo y en el estoicismo. Pero que encontrará consistencia y sistematicidad hasta en la Filosofía Cristiana; después, será desarrollada por Escoto, Descartes, Kant, Nietzsche, Hegel, los existencialistas, Isaiah Berlin, Hartmann y Arendt, entre los más importantes.

     Ya la concepción necesaria y el sentido negativo de la libertad fue planteado por primera vez con la Filosofía Griega y  será desarrollado después, principalmente, por Spinoza y Hobbes.

Ahora bien, en sus textos de La vida del espíritu y La condición humana, Arendt subraya la contingencia de los actos humanos y, consecuentemente, destaca el sentido positivo de la libertad que le lleva a cuestionar concepciones necesarias como el determinismo histórico y el iusnaturalismo.

Para esto, Arendt recurre al argumento, que ya había sido planteado por San Pablo, de que la libertad se asume a partir de la “posibilidad de cambio”, facultad que no tienen los demás animales, que siempre estarán determinados por la naturaleza. La libertad humana, por el contrario, está garantizada básicamente por la capacidad de decir sí o no a lo que venga dado de afuera. Cito del texto de Crisis de la República: “Sin la libertad mental para afirmar o negar la existencia, para decir sí o no, no sería posible acción alguna, y la acción es, desde luego, la verdadera materia prima de la política”[1]

     Y al reconocer la libertad positiva (aunque Arendt nunca habla de libertad positiva literalmente), resulta congruente que acabe reconociendo la creatividad humana. Sólo que aquí, hay un aspecto importante: que, más allá de los efectos éticos y estéticos de la creatividad humana, nuestra filósofa subraya los efectos políticos de la creatividad, y esto lo desarrolla en su concepto de “natalidad” en la acción política. Explicaré ahora este concepto arendtiano de “natalidad”.

     Así como los griegos identificaban a los hombres como “mortales”, Arendt prefiere el adjetivo de “natales” no porque niegue la finitud de nuestra condición humana, sino porque considera más relevante el hecho de que en cada nacimiento humano nace también una nueva forma de vivir.

       Cito de Los orígenes del totalitarismo: “El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del hombre; políticamente, se identifica con la libertad del hombre. Este comienzo es garantizado por cada nacimiento humano; este comienzo es, desde luego, cada hombre”[2].

     Ahora bien, ya el sentido negativo de la libertad aparece en el concepto arendtiano de liberación, como lo deja ver en su obra Sobre la Revolución, donde menciona que “los frutos de la liberación son las libertades negativas -ausencia de coerción, la posesión del poder de locomoción, el derecho de reunión, de petición, y ser libres del miedo y de la pobreza- no constituyen el contenido real de la libertad, la cual consiste en la participación en los asuntos públicos o en la admisión en la esfera pública”[3].

     Con esta cita, quiero explicar por qué, para Arendt, la lucha por la liberación o por amplios márgenes de libertad negativa no conduce necesariamente al ejercicio de la libertad política; y así es cómo, históricamente, hemos visto altos niveles de participación pública en medio de restricciones severas y, a la inversa, poco ejercicio de la libertad política en personas que gozan de altos márgenes de libertades jurídicas y sociales.

     Quiero decir, pues, que Arendt prefiere reivindicar la libertad positiva y ciertos valores éticos para exhortar a la participación pública y a no quedarse cruzado de brazos responsabilizando al gobierno, a la historia o a quién más...

     Para nuestra autora, la libertad política significa el derecho de participar en el gobierno, o no significa nada.

     Además, desde esta perspectiva neoaristotélica, libertad y poder se implican mutuamente. Si el concepto arendtiano de “poder” se fundamenta en la idea griega dynamis que significa capacidad humana de actuar en concierto, y la libertad política significa participación pública, es evidente que estos dos conceptos se actualizan bicondicionalmente.

     Esto es, que el poder se alcanza con la unión, pues la fuerza decisional de mayorías organizadas puede tener más alcance que cualquier forma de dictadura o de violencia. De ahí que existan países pequeños que aventajen a grandes naciones.

Como se ve, la libertad política y el poder nacen “entre” los hombres; no corresponden, entonces, a formas de vida atomizada o aislada; en este sentido, son una responsabilidad pública.

Para esto, Arendt clasifica las formas de vida activa en: labor, fabricación y acción. La labor corresponde a la actividad ligada a las necesidades vitales del cuerpo humano, produce bienes de consumo y puede realizarse sin la presencia del otro; ya la fabricación se caracteriza porque produce bienes artificiales de uso; y la acción sería ya la actividad propiamente política.

Y como lo mencioné al inicio, Arendt rescata el sentido aristotélico de la política, que no significaba –como lo han hecho ver algunas traducciones- la ubicación física de cualquier ciudad-estado o una forma específica de gobierno. La idea griega de la polis tampoco correspondía precisamente a lo social, puesto que, para Platón y Aristóteles, lo natural y gregario se nos impone por necesidades de la vida biológica, mientras que la política era considerada como una forma de vida estrictamente humana, solamente superada por la actividad teorética. El estatus más bajo lo tenía el idiotés: el que no tenía intereses públicos o universales, solamente particulares.

La propuesta arendtiana invita, pues, a rescatar la idea de la política como participación pública y a que nos reconozcamos como entes libres, que podemos autodeterminarnos para poder atrevernos a creer que la posibilidad de mejorar la realidad pública depende de lo que estemos dispuestos a construir.

Ahora, resta distinguir un aspecto muy importante: ¿qué motivos llevan a la participación pública?, y saber, entonces, qué valores habría que fomentar en los ciudadanos para una reestructuración de la política.

 

1.2. Comprensión y philia en la política

No será el ansia de dominio a lo que invitará Arendt, sino que, por utópico que parezca y sin caer en sentimentalismos baratos, reivindicará la importancia de la comprensión y el valor de la "philía" como principal impulsor de una auténtica actividad política. Y para esto, parte de una crítica severa al ensimismamiento.

Arendt misma reconocía que, a partir de la muerte de su padre,  se había encerrado en una constante introspección que la llevaron a un punto casi patológico de vulnerabilidad. Con esta actitud entró en la Universidad. Ni el ejemplo dado por Jaspers de compromiso con la razón práctica, la llevaron a interesarse en las cuestiones políticas. Lo que le interesaba era la Teología, sobretodo, desde la perspectiva de Kierkegaard.

Años más tarde, Arendt se encontrará con la filosofía, pero también con su primer amor: Heidegger. Fue su profesor universitario cuando ella solo iba a cumplir los dieciocho años, mientras que él ya se acercaba a los cuarenta. Sintió por él lo que, en Las sombras, llamó una "indeclinable devoción a un solo ser". Pero lo que la alejó de él no fue precisamente su condición de casado, sino su afiliación al partido nazi.

Este será un elemento detonante para que Arendt considerara que el conocimiento no siempre garantiza el desarrollo de la comprensión, ni una participación política digna y justa. Además de que, para 1932, el pensamiento de Arendt ya tenía matices políticos; tal vez, porque también pesaron el hecho de ser hija de una mujer social-demócrata y de haberse casado con un hombre de izquierda, Günther Stern.

En alguna ocasión, Arendt diría de la filosofía heideggeriana que era un discurso altamente intelectual y abstracto, pero "sin amor y, en consecuencia, carente de un estilo amable".

A nuestra filósofa y a algunos otros, nos seduce más la invitación de Novalis de que "el mundo tiene que ser romantizado". Hay que acabar con el objetivo frío y arrogante de reducir la Filosofía a una elitista arquitectura semántica que redunda en la abstracción y descuida el compromiso con la sensibilidad humana.

La ausencia de emociones ni causa ni promueve la racionalidad. La objetividad y ecuanimidad ante la tragedia inaguantable pueden ser aterradoras. Lo contrario de lo emocional no es lo racional -sea cual fuere el sentido que le demos a este término-, sino la incapacidad de dejarse conmover, que suele ser un fenómeno patológico, o bien el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento.

Cuando Arendt asistió al juicio de Eichmann en Jerusalén, se impresionó de la superficialidad del acusado, de su actitud común y corriente. En ningún momento, los que participaron en las atrocidades de los campos de concentración y del régimen nazi mostraron un tipo de personalidad al estilo de los "malos" del cine; eran gente que acostumbraba a llevarle flores a la novia, a rezar por las noches, etc. Ni tampoco mostraban algún placer sádico u orgullo por haber tenido en sus manos a tanta gente. Pero lo que sí dejaron ver claramente es que nunca reflexionaron seriamente sobre lo que hicieron, pues esto no les conmovía lo suficiente.

De estos hechos, Arendt comenta que tanto el extremo pecado como el mal voluntariamente deseado son muy raros, incluso, más raros que las buenas acciones. Aunque, por supuesto, esto no anula los efectos de la maldad. Las leyes y todas las instituciones duraderas se arruinan no sólo por la embestida de la maldad elemental, sino también por el impacto de la inocencia bruta.

¿A qué nos lleva la insensibilidad?, ¿a qué conduce la incapacidad de sufrir por el dolor ajeno? Arendt afirmará que la objetividad fría y aristocrática no se halla en el principio de la comprensión. Hay que disponerse a dejarse afectar por la felicidad o por la desgracia representadas en las generaciones venideras.

Para Arendt, el don de un corazón comprensivo es la facultad de la imaginación. Si cada persona, en cuanto única y distinta, es extranjera en el mundo, sólo mediante la imaginación podemos acercarnos al "otro" emocional y epistemológicamente; comunicarnos, así, de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio. "Sin este tipo de imaginación que, en realidad, es la comprensión no seríamos capaces de orientarnos en el mundo. Somos contemporáneos sólo hasta donde llega nuestra comprensión"[4].

Desde la perspectiva griega, la política se consideraba como una actividad desinteresada. Ni la labor, ni el trabajo eran auténticamente humanos, puesto que servían a lo necesario y útil. La expresión "Economía Política" habría sido para el pensamiento griego una contradicción de términos, pues cualquier cosa en relación con la supervivencia de la especie no era política; se trataba de un asunto familiar, "administración doméstica colectiva". La familia era el ámbito de lo privado, mientras que sólo en lo público se desarrollaba lo político.

Arendt intenta rescatar de los griegos este compromiso con lo público, este nivel de maduración ética propia de los que superan el exclusivo interés por uno mismo (gr. idiótes: los que no se interesaban por lo público, sólo por lo particular) o el egocentrismo (en términos freudianos). "Con la urgencia tensa de los que tienen en su mente la historia del mundo, dejaba de lado a quienes sólo pensaban en sí mismos"[5].

Con esta cita, también, quiero cuestionar la crítica que hace Toni Negri a nuestra autora judeo-alemana en cuanto afirma que "Arendt desdeña a Rousseau como teórico de la compasión (...). Ataca con ferocidad la categoría de la piedad y de la compasión como funciones devastadoras de la formación de la ideología de la cuestión social"[6].

Para aclarar esta crítica, primero, habría que analizar la distinción que hace Arendt entre piedad, compasión y solidaridad en el segundo capítulo de su texto Sobre la Revolución. Según nuestra autora, la piedad es un sentimiento pervertido de la compasión, que existe funcionalmente por la desgracia de los otros; la compasión ya es, más bien, la disposición estética de compartir pasiones (gr. pathos); mientras que la solidaridad es un principio que puede inspirar y guiar la acción, en cuanto participa de la razón y, por lo tanto, de la generalidad, capaz de deliberar por los intereses no sólo de los oprimidos, sino de toda la comunidad, sin sentimentalismos que respondan a intereses particulares.

Sostengo, así, que, si algo criticaba Arendt, además del totalitarismo, era el ensimismamiento y el egoísmo, no precisamente a la piedad o a la compasión. En el peor de los casos, la gente que tiene piedad o capacidad de sufrir por el dolor ajeno se interesa por resolver necesidades inmediatas de algunas personas, con lo que, finalmente, no transgrede algún derecho humano fundamental. Mientras que la insensibilidad por el "otro", sí, resulta peligrosamente aterradora, hecho mismo que explica la frescura de los nazis.

Tampoco es que la responsabilidad a la que debemos enfrentarnos nazca de un ideal absoluto de perfección humana. Arendt nunca propuso una esencia universal del "hombre", sino, más bien, un lazo universal "entre los hombres". Y creyó encontrar este lazo universal en el concepto agustiniano de amor al mundo. Pero, para  San Agustín, el amor verdadero no aspira a lo presente y mudable, sino a lo eterno y verdadero. El deseo de la vida eterna, el justo objeto del deseo, es llamado por San Agustín, caritas, mientras que el deseo erróneo de objetos perecederos es llamado cupiditas. Y fue este aspecto lo que le preocupó a Arendt, pues no encontraba la forma de que el principio cristiano de la no mundanidad pudiera ser adecuado para conducir a la gente. Su preocupación tardía por los espacios públicos no pudo enraizarse en la Filosofía Cristiana, sino en el pensamiento griego, una vez más.

Arendt se queda con el concepto aristotélico de la amistad, nada que ver con la dicotomía amigo-enemigo de Carl Schmitt.  En su texto Crisis de la República menciona, por ejemplo, cómo, en la historia de las revoluciones, nunca fueron los oprimidos y los degradados quienes mostraron el camino, sino quienes no estaban oprimidos ni degradados, pero no podían soportar que otros lo estuvieran.

A diferencia del amor filial de los padres o el amor de pareja, por lo intensamente privados que son, acaban eximiendo compromisos comunitarios, y hasta están dispuestos a corromperse y a hacer cualquier daño con tal de que la persona amada no sufra.

"El amor, por su naturaleza intrínseca, no es de este mundo, y por esta razón, más que por su infrecuencia, no es sólo apolítico, sino antipolítico; quizá, la más poderosa de todas las fuerzas humanas antipolíticas"[7].

Finalmente, es necesario valorar que su propuesta de la política y de la philía no se redujo a ser solamente un discurso intelectual y emotivo, sino que realmente lo llevó a la práctica; siempre tuvo una participación política constante. Decía que “los pesimistas son cobardes, pero los optimistas estúpidos”[8]... Mencionaré sólo algunas de sus actividades más importantes: trabajó para organizaciones sionistas, fue secretaria ejecutiva del Aliyah de la Juventud, escribió para el periódico judío-alemán de N.Y. Aufbau, participó en la campaña de Judah Magnes en pro de un Estado binacional en Palestina, cubrió el proceso de Eichmann para el New Yorker y participó en una emisión de televisión donde polemiza la política del Vaticano hacia el Tercer Reich, además de múltiples cursos y conferencias que impartió en varias de las mejores universidades.

 

1.3.  Libertad, promesa y justicia en la política

 Arendt propone conjugar la libertad y la justicia en la política siempre que el conjunto de individuos ejerza su libertad positiva para estar en disposición de cumplir sus respectivas promesas y  posibilitar, así, criterios contractualistas de justicia, que en seguida analizaré.

Considero que, a lo largo de la historia de la Filosofía, el concepto de justicia ha tenido dos virajes importantes:

a) Primero, la Justicia como el cumplimiento de la función específica de cada ser mediante el respeto a la ley (humana, natural y/o divina).   Así, por ejemplo, los griegos vieron a la justicia como la virtud que preside el ordenamiento en un todo armónico y equilibrado tanto de las sociedades humanas como del cosmos.

Y de aquí, quiero dejar ver cómo este concepto de justicia implica una jerarquización, supeditación que acaba justificando la desigualdad social y de oportunidades. No es gratuito que los filósofos griegos acabaran justificando la esclavitud.

 Nótese que este concepto de justicia tampoco garantiza el ejercicio de la libertad positiva, puesto que no considerará justo que a los hombres se les permita ser lo que quieran, sino lo que deban ser. Aunque esta idea pudiera contener cierto realismo si recordamos, de Nietzsche, que "hay hombres a los que  no debes dar la mano, sino la pata"...[9].

No obstante, considero que el aspecto débil de ver a la justicia como el cumplimiento de la función específica de cada ser consiste en saber cuál es dicha función sin caer en arbitrariedades o en intereses personalísimos o de clase.

Kelsen ha acusado a esta definición de tautológica, precisamente por no tener indicación alguna de lo que es lo suyo y, en realidad, solamente prescribir conformarse a una ley o regla que establezca, para el caso, lo que cada uno espera.

b) Ya el segundo concepto de Justicia, como el cumplimiento de un pacto, se lo debemos a Hobbes, noción  que posteriormente desarrollarán Locke, Rousseau y John Rawls, principalmente,

Nótese que desde este concepto de justicia, sí se garantiza la libertad, puesto que el contenido de cada pacto sólo dependerá de los pactantes en cuestión, les guste o no a los demás.

Ahora bien, de este concepto contractualista de justicia, Arendt no infiere la justificación de cualquier trasgresión al derecho, porque bien es posible la concordancia entre el "querer" y el "deber", de manera que es posible el cumplimiento de normas previamente establecidas sin que se minimice la facultad creativa de hacer promesas.

Desde esta lógica, cabe entonces la posibilidad de reformar la ley, si es que esto es resultado de un acuerdo consensual. Recordemos que los conceptos arendtianos de la libertad y acción en ningún sentido nos llevan a la resignación.

En este sentido, también, es que podemos decir que solamente los hombres libres son soberanos, porque sólo se obedecen a sí mismos. Toni Negri, por ejemplo, se refiere al soberano como aquel que puede suspender la ley. Desde la perspectiva nietzscheana, la acción de suspender, lejos de ser definida en términos negativos, funda la posibilidad de lo positivo. Cuanto más se muestra decisión en la negatividad, tanto más se abre, radicalmente, un número de posibilidades fundadoras, innovadoras, lingüísticas y constitucionales. Con esto, el acto constitutivo se abre positivamente, y es sobre esta profundidad creativa y extensiva a la que se refiere Arendt.

Autores como Hans Joas, Bordieu, Elías, Foucault y Giddens sostienen, por ejemplo, que la capacidad creativa de la acción implica que los acuerdos alcanzados entre individuos o colectivos no es la meta final de una interacción comunicativa. Se trata sólo de consensos momentáneos, históricos como el hombre, sujetos, por lo tanto, a una continua revisión por los involucrados. La meta no es, entonces, el consenso normativo, sino la acción social colectiva orientada a una superación creativa de los problemas políticos.       

Pero, pese a la condición histórica de los acuerdos, Arendt se da cuenta de que la efectividad del cumplimiento de un pacto depende, fundamentalmente, de que los individuos cumplan sus promesas. Una vez más, sostengo que la condición axiológica de los ciudadanos será lo que posibilite mejores alcances de justicia política.

En un mundo corrupto y competitivo, las promesas siempre inspiran desconfianza; y más que en la facticidad histórica, muy pocas veces se han respetado los pactos. ¿Tendrá razón Hobbes al decir que los pactos, sin espada, son pura palabrería?, ¿cómo invitar, entonces, al cumplimiento de las promesas?...

Rawls prefiere hablar (con la prudencia y realismo que da el conocimiento) de condiciones hipotéticas para el cumplimiento de la justicia. Dice que será necesario que los pactantes sean racionales, desinteresados y que estén en condiciones de igualdad para que el concepto contractualista de justicia sea aplicable.

Arendt confía en el reconocimiento de la libertad en uno mismo para que, así, nos responsabilicemos del cumplimiento de nuestras propias promesas. Mientras que, desde una perspectiva necesaria del sujeto, el cumplimiento de una promesa dependería de muchos otros condicionamientos contextuales.

Para sugerir esta idea poderosa, Arendt rescata un bello pasaje de la Biblia: Abraham, el hombre de Ur, quien muestra tal apasionamiento en pactar alianzas que parece haber salido de su país con el único fin de comprobar el poder de la mutua promesa en el desierto del mundo hasta que, finalmente, el propio Dios aceptó una alianza con él...

"El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas (...) sin estar obligados a cumplir las promesas, estaríamos condenados a vagar sin dirección fija"[10].

Si no cumpliéramos las promesas, no seríamos nunca capaces de lograr el grado de identidad y continuidad que conjuntamente producen la "persona" acerca de la cual se puede contar una historia. En el discurso arendtiano, un cuerpo político que es resultado del pacto se convierte en verdadera fuente de poder para todo individuo; de otra manera, tendríamos subordinación, pero no "capacidad de acción" o poder.

 

1.4. Libertad y perdón en la política

¿Y qué debemos hacer ante el incumplimiento de un pacto? ¿El Derecho Penal debe tener la respuesta, Arendt no lo niega. Pero ¿cómo debemos interpretar estas situaciones en lo personal?

Arendt diría que, a través del perdón, podemos protegernos del  resentimiento, de una memoria pesada por la amargura y la sed de venganza (que tanto han afectado la historia política).

Ciertamente, nadie puede cambiar el pasado, ni provocarse una amnesia total para evitar los malos recuerdos y "decorar" el inconsciente, que ya fue construído en un pasado irreversible. Luego, entonces, ¿cómo podríamos evitar recuerdos masoquistas para poder concentrarnos en proyectos de vida más sanos? Nietzsche respondería que mediante la voluntad de poder; Arendt reivindicará, del Cristianismo, el perdón.

Nietzsche deriva todos los males humanos de la supuesta impotencia de no-poder querer hacia atrás: castigamos porque no podemos deshacer lo hecho y queda la sed de dominar a otros; de ahí, el resentimiento y la sed de venganza.

Según nuestra filósofa, la incapacidad para deshacer lo que se ha hecho va ligada a una casi completa imposibilidad de tener un conocimiento confiable de los motivos. ¿Para qué atormentarse, entonces, por lo que ya fue y, más aún, por lo que no sabemos a ciencia cierta por qué fue?, ¿qué tan inteligente es que la mayoría de los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable?  

Para Arendt, "la posible redención del predicamento de irreversibilidad es la facultad de perdonar (...) sin ser perdonados, seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias"[11].

En el discurso arendtiano, a partir del perdón, se confía en la libertad humana porque se confía en que el hombre puede cambiar de opinión y comenzar otra vez. Sólo mediante esta mutua exoneración de lo que han hecho, los hombres siguen siendo agentes libres; sólo por la constante determinación de cambiar de opinión y comenzar otra vez, se les confía un poder tan grande como es el de iniciar algo nuevo.

Vaya, pues, con la reivindicación arendtiana de la comprensión, libertad, philía, promesa y perdón, una propuesta esperanzadora para construir una verdadera política solidaria. Alguien dijo, alguna vez, “cuando todos estén muertos, el gran juego estará terminado, no antes”...

 

Conclusión

Hace tiempo que vengo sosteniendo que hay dos formas de asumir la filosofía: con fragilidad o con arrogancia.

Arendt deviene en un pensamiento frágil, y así es como perfila una filosofía aguda y esperanzadora. Esto se puede notar, principalmente, en sus conceptos de libertad y política.

Arendt sostiene una concepción contingente del sujeto político y por eso es que cuestiona el determinismo histórico y el iusnaturalismo. Para nuestra autora, el ser humano tiene la posibilidad de cambiar cuando quiera gracias a que cuenta con la facultad de la libertad (que, en términos de Berlin, corresponde a la libertad positiva).

Y por esa libertad es que el ser humano no sólo puede autodeterminarse, sino también ser creativo. Sólo que, con nuestra filósofa subraya los efectos políticos de la creatividad misma, como lo hace al hablar de la "natalidad" en la acción política.

Además, el concepto arendtiano de libertad política resulta de un interesante ejercicio ecléctico que vuelve compatibles el sentido positivo de la libertad con la idea griega de la política, de donde obtiene un concepto que exhorta emotivamente a la participación pública. Y esto se deja ver en cuanto que la libertad política ya no será concebida como un efecto necesario de la liberación; el hombre ya no debe esperar a que estén dadas las libertades negativas para que sea posible la participación pública, porque será en el ejercicio de la libertad positiva que pueda crear espacios políticos. Nuestra autora considera que no debemos esperar a que las formas de gobierno sean honestas o a que la cultura política sea democrática para interesarnos en lo público.

De hecho, Arendt anula los conceptos maquiavélicos o autorreferenciales de la política a partir de la reivindicación de la idea griega de la polis, de donde propone a la política como participación libre en los asuntos públicos.

Por otra parte, la exhortación arendtiana a la acción política aparece mediatizada por valores éticos que no atentan contra la libertad. No hay que olvidar que Arendt rechaza cualquier forma de imposición; de ahí su severa crítica al totalitarismo.

Finalmente, quiero subrayar que Arendt asume una visión integral de la condición humana: tanto, que ve en las facultades humanas (libertad y lenguaje), en la disposición estética (gr. aisthesis: sensibilidad) de la comprensión y en los valores éticos de la philía, de la promesa y del perdón los elementos que habrán de condicionar la acción política. 

En un mundo como el nuestro, donde el egoísmo y la corrupción son tan evidentes, bien vendría seguir a Arendt y asumir la "fe" en nuestra libertad. Reconocer en nosotros la libertad como posibilidad de cambio nos puede exhortar hacia la clásica vinculación estética-ética-política.

 

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Bibliografía complementaria:

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ZOLO, Danilo, La democracia difícil, Alianza editorial, México, 1994.

   

Notas

[1] ARENDT, H., Crisis de la República, Taurus, Madrid, 1973, p.13.

[2] ARENDT, H., Orígenes del totalitarismo, t.3., Alianza, Madrid, 1987., p.580.

[3] ARENDT, H:, Sobre la Revolución, Alianza, Madrid, 1988, p.33.

[4] ARENDT, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1995, p.46.

[5] YOUNG-BRUEHL, op. cit., p.11.

[6] NEGRI, Toni, El poder constituyente, Libertarias Prodhufi, Madrid, 1994, p.37.

[7] YOUNG-BRUEHL, op. cit., p.345.

[8] Ibid., p.85.

[9] NIETZSCHE, F., Así hablaba Zaratustra, Porrúa, México, 1983, p.33.

[10] ARENDT, H., La vida del espíritu, op. cit., p.256-7.

[11]ARENDT, H., La vida del espíritu, Centro de estudios constitucionales, Madrid, 1984, pp.256-7.

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