HUMANISMO Y HUMANISMO CRISTIANO

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robertexto.com

Universidad Iberoamericana, México 15 – 17 de noviembre de 2000 

Dr. Michael Sievernich, S. J., Frankfurt, Alemania

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Diálogo: El humanismo a la luz de la fe

Diálogo III: Hacia un mundo mejor «en la justicia»: compasión y solidaridad

El Concilio Vaticano II vio el nuevo humanismo en «edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia» (in veritate et iustitia aedificemus mundum), para así cumplir con la responsabilidad por los hermanos y por la historia (GS 55). Nos limitamos aquí a la construcción de un mundo mejor «en la justicia» y preguntamos por las tareas distintivas del cristianismo en la época de la globalización. Éstas, dada la división sostenida y cada vez más dramática del mundo en ricos y pobres, bien podrían ser descritas en términos de «compasión» y «solidaridad». Empezamos una vez más con un personaje notable de los tiempos del humanismo clásico del Renacimiento.
Hace más de 500 años, en los comienzos de la modernidad, un hombre joven, de la edad estudiantil de 22 años, concibió un discurso – destinado a iniciar una nueva época, aunque nunca fue pronunciado – sobre la «dignidad del hombre» (De hominis dignitate). En forma programática describe en este discurso el nacimiento del Yo moderno concebido por el espíritu del Renacimiento. Este nacimiento marca el comienzo de la apertura global al mundo que, pocos años después, había de ser realizado geográficamente por Cristóbal Colón.
El joven que había escrito esta apoteosis del hombre forjador del mundo se llamaba Pico della Mirandola (1463-1494) y fue un humanista italiano del siglo XV. En forma de una fábula sobre la creación, describe Pico cómo Dios, el «sumo arquitecto», coloca al hombre en total libertad en el centro del mundo y lo capacita para perfeccionarse a sí mismo y para formar al mundo.
Pico le hace decir al «sumo constructor»: «Has de determinar tu naturaleza tú mismo, sin restricción alguna y sin estrechez, según tu propio y libre parecer». «Yo te he puesto en el centro del mundo para que de allí te sea más cómodo darte cuenta de cuanto hay en el mundo. No te hicimos ni celestial, ni terrenal, ni mortal, ni inmortal para que, como tu propio escultor libre y creador (plastes et fictor), te des a ti mismo la forma que prefieres. Puedes degenerar a lo bajo y animal (degenerare); pero también puedes regenerarte a lo alto y divino».
Esta posición central del hombre marca el principio de la modernidad. Todo el espacio del mundo se convierte en tarea; el hombre entra en el papel del formador del mundo. La globalización empieza y con ella se vislumbra el proyecto de la modernidad – pero también su ambivalencia.

 

La globalización como reto
La globalización se ha convertido en una palabra clave. Ningún eslogan configura como éste los discursos y los sentimientos del presente. Por un lado, conlleva expectativas y esperanzas, por el otro, angustias y temores. Los unos están visualizando la cooperación extendida por el mundo entero y el bienestar global en todos los continentes, mientras que otros temen la segregación social en todo el planeta y una cultura uniforme que nivele las demás culturas. Indiscutiblemente, la entrada al tercer milenio está acompañada ya por el aumento y la intensificación de las relaciones sociales que están convirtiendo al mundo en una «aldea global». El aumento y la intensificación de las interacciones transnacionales inserta cada vez más a los individuos y a las instituciones en una red compleja de mutuas dependencias. La referencia decisiva ya no son los diferentes estados nacionales, cuya soberanía disminuye, sino el mundo como un todo o, al menos, grandes regiones del mundo.


(1) Los rostros de la globalización.

Muchos relacionan la globalización exclusivamente con los cambios económicos. La globalización económica como locomotora del desarrollo global incluye, según los expertos, fenómenos tales como la globalización del comercio, es decir, el aumento dinámico del comercio a nivel mundial por medio de la apertura y desregulación de los mercados; la globalización de los mercados de capital, es decir, el entrelazamiento global de las finanzas, o las decisiones de inversión y ubicación de las empresas multinacionales. Estas globalizaciones no son un fenómeno natural, sino que son producto de decisiones políticas que las favorecieron, como los convenios de Bretton Woods (1944), la cooperación económica europea (OECD 1960) o la nueva reglamentación del comercio mundial (WTO World Trade Organisation de 1994 como sucesor del GATT 1947).
Sin embargo, la globalización tiene muchos rostros. No sólo se trata del flujo internacional de mercancía, del capital financiero móvil y de las empresas internacionales, sino también de otros fenómenos. Un elemento esencial es la telecomunicación, sobre todo la red internacional Internet que permite un intercambio de información y conocimiento de una intensidad y calidad nunca vistas. Hay, además, a causa de la reducción de los costos de transporte, la creciente movilidad de las personas que toma la forma del turismo masivo. Finalmente, la globalización tiene también una dimensión cultural, en cuanto se está globalizando simultáneamente la imagen de la civilización occidental con sus ideas y representaciones de valores (derechos humanos, democracia, pluralismo). A la creciente globalidad cultural pertenece el hecho de que en el mundo entero se escucha a Bach y Beethoven; se baila el tango y la salsa; se lee a Shakespeare y Dostoyevski; se estudia a Aritóteles y Kant; y se venera a Sócrates y Buda.
Tampoco hay que olvidar a otros actores globales como las grandes religiones, sobre todo la Iglesia católica con más de mil millones de miembros. Como la Iglesia es el «actor global» más antiguo representado y actuando en el globo entero, su misión espiritual y su larga experiencia histórica se traducen en una corresponsabilidad particular por la configuración humana de la globalización. Agréguense a este cuadro las Naciones Unidas como comunidad global de los pueblos, la ampliación del derecho internacional y el aumento de las cortes penales globalmente competentes (La Haya), las Organizaciones no Gubernamentales, los Juegos Olímpicos y Amnistía Internacional – para nombrar sólo algunos.


(2) La otra cara de la globalización.

Por pacífica y benéfica para todos que parezca esta cooperación global, los procesos de globalización tienen sus sombras. Entre ellas – de nuevo para nombrar sólo algunos factores – adquieren relieve las siguientes: (1) la movilidad de los refugiados, movimientos migratorios enormes causados por razones económicas (más de 100 millones de personas) o políticas. La movilidad del trabajo humano es obstaculizada por razones políticas, mientras que la movilidad deseada de bienes, servicios y capitales se facilita. (2) El Internet no sólo hace posible la difusión global del conocimiento, sino que fomenta la proliferación del racismo, de la pornografía y de la glorificación del poder y de la violencia.
El filósofo alemán Otfried Höffe (Tubinga) recuerda que la comunidad humana no es solamente una «comunidad de cooperación», sino también una «comunidad de violencia» y una «comunidad de miseria y sufrimiento» (Höffe 1999, 15-20). Con esto quiere subrayar, por un lado, que se está globalizando también la violencia – en la forma de dos guerras mundiales en el siglo XX y de cientos de guerras regionales, en parte con participación global (Afganistán, Iraq, Bosnia). Con la tecnología actual de los armamentos es factible generar destrucciones extensas en cualquier punto del globo y extender la guerra al espacio. También hay la criminalidad globalizada del comercio con drogas, armas y personas humanas, sin olvidar la globalización ecológica de los daños ambientales (planta nuclear de Chernobyl, agujero de ozono). Al hablar de la «comunidad de miseria y sufrimiento», Höffe recuerda el hambre y la pobreza, el subdesarrollo económico, político y cultural que quizá siempre ha existido, pero que es agudizado por el aislamiento de los procesos económicos y comunicativos de globalización.
Estos y otros fenómenos indican la necesidad de una acción global. Ante la violencia se necesita un orden global de derecho y paz; para la cooperación se necesitan condiciones básicas equitativas (democracia, estándares sociales mínimos, derechos humanos) y la situación de pobreza y hambre suscita preguntas por una justicia y solidaridad globales. En el transcurso de estos desarrollos habrá ganadores y perdedores, pero la Iglesia, en cuanto actor global y en razón de su misión de diaconía tiene la obligación de ayudar, en el espíritu del evangelio, a dar a la globalización un rostro humano y de verla desde la perspectiva de aquellos que carecen de lo necesario y que sufren. Según el Concilio Vaticano II, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1).

 

Pobreza globalizada
La pobreza tan extendida representa un problema social global y su superación es uno de los retos más grandes y uno por el que la comunidad global no se ha ocupado suficientemente. Según cálculos recientes del Banco Mundial, aproximadamente un mil cuatrocientos millones de personas viven actualmente en «miseria extrema». Estas personas deben sobrevivir con menos de un dólar diario, lo que significa que no disponen de los recursos necesarios (ingresos para la compra de bienes y el acceso a bienes tales como sistemas de salud y educación) para satisfacer sus necesidades básicas y para llevar su vida en condiciones dignas. Las manifestaciones de la «miseria extrema» son hambre, desnutrición y enfermedad sin servicios médicos, la existencia en asentamientos higiénicamente inaceptables, falta o escasez de acceso a la educación (analfabetismo) y falta de trabajo o trabajo mal pagado. A este cuadro se agrega la falta de posibilidades para la participación política y cultural. La mayoría de las personas en esta categoría son mujeres.
En un mundo cada vez más globalizado, no sólo es una obligación moral tomar medidas contra la pobreza y actuar para atenuar y eliminar los contrastes sociales, sino que es imperativo para salvaguardar los intereses de las grandes naciones industrializadas. La cumbre mundial para el desarrollo social (Copenhague 1995) se ocupó de la problemática de la pobreza y designó la concentración creciente de riqueza y pobreza como inaceptable. Sin embargo, es evidente que en la última década la ayuda oficial al desarrollo no ha crecido sino disminuido. Los países líderes de la Organización de Cooperación para el Desarrollo Económico (OCDE), que antaño se habían comprometido a destinar el 0.7 por ciento de su producto interno bruto (PIB) a la ayuda al desarrollo, reúnen hoy un escaso 0.2 por ciento para los pobres. El hecho es que la mayoría de los países pobres son incapaces de liberarse del yugo de la pobreza sin ayuda extranjera. También para los países prósperos, la relación con los pobres en todos los continentes se está convirtiendo en una pregunta decisiva. El presidente americano John F. Kennedy anticipó en 1961 lo siguiente: «Si una sociedad libre no es capaz de ayudar a los muchos pobres, tampoco será capaz de salvar a los pocos ricos» (The Presidents speak, p. 270).


 (1) La Iglesia ante la pobreza.

Es cierto que a la religión no le compete la solución de los problemas económicos y sociales, y por eso tampoco a la Iglesia en cuanto cristianismo organizado. Estas tareas les corresponden a la política de los estados nacionales y a las organizaciones de estados. Sin embargo, también la Iglesia tiene una corresponsabilidad distintiva. ¿Cuál contribución puede y debe asumir la Iglesia de acuerdo a la comprensión que tiene de sí misma?
 La obligación particular ante los pobres está bíblicamente fundada y marca cual programa el principio del ministerio de Jesús. En su primera predicación, Jesús recoge las palabras mesiánicas de Isaías (Is 61,1s.) diciendo: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido.

Me ha enviado a anunciar a los pobres la  Buena Nueva,a proclamar  la  liberación de loscautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad 

a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18s.). 

La idea de que el ungido del Señor, el Mesías, el Cristo, viene a ayudar a los pobres y necesitados es profundizada en el discurso de Mateo sobre el «Juicio final»: el Hijo de hombre se identifica con los que tienen hambre y sed, con los extranjeros y enfermos, los desnudos y encarcelados y dice que aquello que se hace a uno de los más pequeños, se le hace a él (Mt 25,31-46). El cuidado de los marginados forma parte irrenunciable del seguimiento de Jesús.
El núcleo místico del encuentro con Cristo en el pobre ha configurado a la Iglesia y su actuación caritativa en la diaconía durante 2 milenios. Sin embargo, en el siglo XX, el siglo de la pobreza globalizada, también la preocupación por los pobres había de globalizarse. Esta globalización tuvo lugar en el Concilio, en el que la Iglesia por primera vez llegó a ser «Iglesia global», en cuanto a su representación personal y a su método.
La dirección fue indicada por el Papa Juan XXIII, ahora beatificado, que planteó que la Iglesia había de convertirse en una Iglesia para todos, particularmente en una «Iglesia de los pobres» (Chiesa dei poveri). El Concilio Vaticano II ha recogido esta inspiración hacia dentro y hacia fuera. El recuerdo de Cristo que «realizó la obra de redención en pobreza y persecución» exige a la Iglesia que reconozca «en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente» (Lumen gentium n. 8). Además, los cristianos han de hacerse conscientes de que «es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos»; es deber de todo el pueblo de Dios venir en ayuda de los pobres, «no sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios» (Gaudium et spes n. 88, cf. también n. 42 y 69). En la «justicia y el amor, sobre todo respecto del necesitado» (Gaudium et spes, n. 21) ve el Concilio incluso un remedio contra el ateísmo. El simbolismo del amor a los pobres, por consiguiente, forma parte de la autocomprensión teológica íntima de la Iglesia.


(2) La opción por los pobres.

La opción por los pobres fue entendida sobre todo por los obispos latinoamericanos cuando, en el ejercicio de su ministerio, recogieron el tema de la pobreza. El documento de Medellín (1968) distingue tres elementos del concepto de pobreza válidos todavía hoy: la pobreza como carencia de los bienes de este mundo, que debe ser denunciada (dimensión profética); la pobreza como postura fundamental espiritual de apertura a Dios (dimensión espiritual); la pobreza como compromiso solidario de la Iglesia (dimensión pastoral), en el que ésta se compromete a participar ella misma en la lucha por superar la pobreza (Medellín n. 14,4.5).
En Puebla (1979), el episcopado comprobó «como el más devastador y humillante flagelo, la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos» (n. 29) y pidió reconocer en los rostros concretos de los pobres los «rasgos sufrientes de Cristo» (n. 31-39). Los obispos afirman, por un lado, «la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral» (n. 1134) y, por otro, subrayan «el potencial evangelizador de los pobres» (n. 1147). También el documento de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (1992) vuelve a tomar la opción por los pobres a la que nadie puede sustraerse. También aquí, el fundamento de la opción es el descubrimiento del rostro de Cristo en el rostro de los pobres que sufren. «En la fe encontramos los rostros desfigurados por el hambre ...; los rostros desilusionados por los políticos ...; los rostros angustiados de los menores abandonados ...; los rostros sufridos de las mujeres humilladas y postergadas; los rostros cansados de los migrantes ...» (n. 178).
En su magisterio social, Juan Pablo II ha hablado una y otra vez de la opción por los pobres y de su importancia para la Iglesia global. En su Encíclica social «Sollicitudo rei socialis» (1987) recalca que la «opción o amor preferencial por los pobres» presente en la tradición de la Iglesia tiene que ver tanto con los asuntos de la vida diaria como con las obligaciones sociales, políticas y económicas a nivel nacional e internacional (n. 42, 57). La Encíclica Centesimus annus (1991), publicada para conmemorar el centenario de la primera Encíclica social Rerum novarum (1891), plantea la opción en términos que, más allá de la pobreza material, abarcan la pobreza cultural y religiosa y la pobreza de las víctimas del consumismo (n. 57).
La «opción por los pobres» se ha convertido en una expresión programática que ha tenido su trayectoria también en las iglesias locales de otros países. Los obispos católicos de los Estados Unidos han dado a la opción por los pobres un lugar central en su carta pastoral «Justicia económica para todos» (1986): la obligación ética particular respecto de los pobres no se limita a los pobres en el propio país (n. 170-215), sino que abarca a los pobres del Tercer Mundo (n. 252), y la política exterior de los Estados Unidos no está exenta de este criterio (n. 260). También la carta social común de las iglesias católicas y protestantes de Alemania Para un futuro en solidaridad y justicia (1997) habla de una «opción por los pobres, débiles y marginados» (n. 105ss.).
Con la opción por los pobres , entonces, ha tenido lugar, a nivel de la Iglesia global, un cambio de perspectivas que el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez ha llamado «la irrupción de los pobres» en la Iglesia y en la sociedad. Gutiérrez entiende esta irrupción como la irrupción de Dios en nuestras vidas y como camino hacia el Dios de Jesucristo (Gutiérrez 1990, 15).

 

Compasión y solidaridad
La interrelación entre la cuestión de los pobres y la cuestión de Dios es típica para la reflexión teológica en América Latina. Pienso en Bartolomé de las Casas, quien habló de los indios como «cristos flagelados», o bien en los «pueblos crucificados», como los llaman Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Pero esta manera de ver las cosas es también típica para la teología europea de Johann Baptist Metz, por ejemplo, que resume bajo el concepto de «compasión» el programa global del cristianismo en la época del pluralismo de las religiones y culturas.


 (1) La compasión como programa mundial.

En 1997, Metz, uno de los más inspirados teólogos católicos de las últimas décadas, introdujo el concepto de «compasión» para ex-presar la «sensibilidad al sufrimiento» del mensaje cristiano. Para él, este concepto es la palabra clave para el programa ético mundial del cristianismo en la época de la globalización. A sus ojos, la «compasión» es la herencia bíblica al espíritu europeo, tal como la curiosidad es la herencia griega y la mentalidad jurídica la herencia romana. Según esto, la compasión, la ciencia y el derecho han marcado la cultura occidental (Metz, 2000).
Si la importancia de este concepto ha de consistir en la capacidad de percibir el sufrimiento ajeno, queda identificado un presupuesto para todas las formas de solidaridad social, para una futura política de la paz y para la mutua comprensión de las culturas y religiones. ¿Cuánto sufrimiento podría ser evitado si se actuara según el imperativo de la compasión y si nos acordáramos no sólo del propio sufrimiento, sino del sufrimiento ajeno, del sufrimiento de los demás, incluso del de los enemigos? Una ética global no se basa en un consenso mínimo entre las culturas y las religiones, sino que el universalismo ético podría más bien tener su fundamento en el reconocimiento de una autoridad que pueda ser invocada en todas las grandes religiones y culturas. Para Metz, ésta consiste en el «reconocimiento de la autoridad de los que sufren». Dado que todas las religiones conocen una mística del sufrimiento, es posible que aquí se establezca una coalición para el fomento de la compasión y que surja una oposición común a las causas del sufrimiento injusto e inocente en este mundo.
Metz cuestiona críticamente la proclamación de la Iglesia preguntando si no ha divorciado demasiado su discurso sobre Dios, de la memoria humana del sufrimiento. Pregunta si la crisis actual de la Iglesia no tiene que ver con el hecho de que se anuncia a Dios «de espaldas a la historia del sufrimiento». ¿No sería cierto que al hablar de Dios se separa la autoridad de Dios de la autoridad de los que sufren, y esto aunque Jesús mismo, en la famosa parábola del juicio final (Mt 25), entendió la historia de la humanidad como sometida a la autoridad de los que sufren?
Por eso, el discurso sobre Dios en la tradición bíblica puede ser universalizado sólo pasando por la cuestión del sufrimiento, es decir, por medio de la memoria de la pasión, la memoria del sufrimiento de los otros. En términos bíblicos, el discurso sobre Dios se interrumpe al preguntar por la teodicea, es decir, al preguntar por el sufrimiento en la creación buena de Dios. También la mirada de Jesús no se dirigía en primer lugar a los pecadores, sino a los que sufrían – a los cojos o poseídos, los ciegos o paralíticos a quienes curaba –. En Jesús, la sensibilidad al sufrimiento de los demás era la expresión más fuerte de aquel amor que la parábola del «Buen Samaritano» (Lc 10,25-37) ha inculcado para siempre a nuestra memoria cultural. Nos convertimos en prójimo al acercarnos al que sufre. En este modo de la compasión se unen el amor al prójimo y el amor a Dios (cf. Mt 22,37-40), y el discurso sobre Dios se hace sensible al sufrimiento. Una semejante compasión estuvo presente en los principios de la teología latinoamericana, dado que, en el siglo XVI, Bartolomé de las Casas, el gran obispo de Chiapas (San Cristóbal de las Casas deriva su nombre de él) nombró como motivo decisivo la «compasión con los pueblos inocentes» de las Américas. Lo mismo se encuentra en Vasco de Quiroga.


(2) Solidaridad con los otros.

Cuando la compasión, en cuanto sensibilidad al sufrimiento, conduce a la actuación, se convierte en solidaridad. Empieza con el reconocimiento de que todos los hombres son vulnerables y están expuestos al sufrimiento y de que pueden y deben ayudarse mutuamente, sea individualmente, sea como comunidades o pueblos. En el sentido de la pedagogía ignaciana, la solidaridad significa jugarse la vida como «hombres y mujeres para los demás» (Pedro Arrupe), que se comprometen para una mayor justicia y se preocupan por los pobres.
Ante el hecho de que «todos estamos en el mismo barco», la solidaridad es una actitud y mentalidad del individuo que capacita a la persona para ponerse al servicio de los demás o de una comunidad, es decir, ser para los demás. Además, la solidaridad es un principio social que se refiere al deber de asistir a otros para asegurar la oportunidad de cada uno de desarrollarse y al deber de asegurar la construcción de una sociedad justa. La solidaridad es una categoría de responsabilidad mutua, para que todos los hombres puedan llegar a ser sujetos y seguir siéndolo.
La solidaridad está ordenada hacia la persona y, por consiguiente, está fundada en la común dignidad de todos los que tienen rostro humano. En este sentido, la solidaridad tiene validez universal y no tolera ninguna exclusividad. La medida de todos los sistemas ha de ser su servicio al desarrollo de la persona humana, a su respeto y su dignidad. Los derechos humanos son explicitaciones de este principio de personalidad, y son derechos individuales de libertad, derechos de exigencia social y derechos políticos de participación. En el contexto de la globalización, la solidaridad exige la igualdad original de todos los hombres como creaturas de Dios. Ésta es la razón por la que exige también el reconocimiento de que «los bienes de la creación están destinados a todos» (Sollicitudo rei socialis, n. 39).
Al mismo tiempo, la solidaridad está ordenada hacia la subsidiaridad, según la cual no es lícito rechazar del individuo y de las comunidades pequeñas lo que pueden contribuir por iniciativa propia (Quatragesimo anno, n. 79). La subsidiaridad, que vale a escala grande y pequeña, significa que la responsabilidad propia y la asistencia tienen la prioridad, a la vez que exige el desmantelamiento de los sistemas centralistas, autoritarios y paternalistas. La Unión Europea está organizada según este principio (Contrato de Maastricht 1992, art. 3b). Será necesario organizar a solidaridad en forma subsidiaria.
Finalmente, hay que subrayar con Johann Baptist Metz que la solidaridad no se extiende solamente a los contemporáneos. Vale también «hacia atrás», es decir, es solidaridad de memoria con los muertos; y vale «hacia adelante», es decir, es solidaridad de responsabilidad por las generaciones futuras (Metz 1977, 70-74, 204-211).
Junto con el servicio de reconciliación y con el saber orientador, la compasión y la solidaridad forman el núcleo de un humanismo cristiano capaz de contribuir a la formación y humanización de los procesos de globalización. En el fondo se trata de la globalización de la «responsabilidad» cristiana como de una doble «respuesta» a los retos de nuestro tiempo y al reto con el que Dios nos confronta aquí y ahora.

 

Bibiliorafía:
Brieskorn, N. (Hg.), Globale Solidarität - Die verschiedenen Kulturen und die Eine Welt, Stuttgart 1997.

Cordier, P. M.: Jean Pic del la Mirandole ou la figure plus pure de l’humanisme chrétien, Paris 1957 (De dignitate hominis pp. 121-191)

Die vielen Gesichter der Globalisierung. Perspektiven einer menschengerechten Weltordnung, hg. von der Wissenschaftlichen Arbeitsgruppe für weltkirchliche Aufgaben der Deutschen Bischofskonferenz, Bonn 1999. Span. Version “Las muchas caras de la globalización” .

Für eine Zukunft in Solidarität und Gerechtigkeit. Wort des Rates der Evangelischen Kirche in Deutschland und der Deutschen Bischofskonferenz zur wirtschaftlichen und sozialen Lage in Deutschland, Bonn 1997.

Gutiérrez, G.: Teología de la liberación. Perspectivas. Con una nueva introducción Mirar lejos, Lima 71990 (Erste Auflage 1971).

Höffe, O.: Demokratie im Zeitalter der Globalisierung, München 1999.

Hünermann, P. / Scannone, J. C. (ed.): América Latina y la doctrina social de la Iglesia. Diálogo latinoamericano-alemán, 5 Bde., Buenos Aires 1993. (Tom. 1: Reflexiones metodológicas sobre la doctrina social de la Iglesia; tom 2: Identitad cultural y modernización; tom. 3: Pobreza y desarrollo integral; tom. 4: Democracia: Derechos humanos y orden político; tom. 5: Trabajo y capital: perfiles de un nuevo orden económico y social).

International Labour Office (ILO): New approaches to poverty analysis and policy, 3 Bde., Genf 1995.

Las Casas, Bartolomé de: Brevísima relación de la destrucción de las Indias, in: Obras completas 10, ed. R. Hernández / L. Galmés, 23-88, Madrid 1992.

Metz, J. B. et alii (Hg.): Compassion. Weltprogramm des Christentums. Soziale Verantwortung lernen, Freiburg Basel Wien 2000.

Metz, J. B.: Glaube in Geschichte und Gesellschaft. Studien zu einer praktischen Fundamentaltheologie, Mainz 1977.

Nell-Breuning, Oswald von: Baugesetze der Gesellschaft. Solidarität und Subsidiarität, Freiburg 1990 (Erstausgabe 1968).

The Presidents speak. The Inaugural Addresses of the American Presidents from Washington to Kennedy, annoted by D. Newton Lott, New York 1961.

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