GUERRA Y PAZ

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Jeff McMahan

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Peter Singer (ed.), Compendio de Ética

Adaptación: , 1998

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1. La ética y el uso de la violencia en la guerra
 

La reflexión de los responsables políticos sobre las cuestiones de la guerra y la paz, así como la de los intelectuales cuya labor tiene mucha influencia sobre la política, se estructura normalmente mediante un marco de supuestos sustancialmente amoral. Se piensa que los problemas son de naturaleza «práctica»: las opciones políticas se comparan exclusivamente en términos de sus consecuencias esperadas, y las consecuencias se evalúan únicamente en términos de su efecto sobre el interés nacional. Si en alguna ocasión se plantean cuestiones éticas, se presentan de forma tosca e hipersimplificada, adecuada para la manipulación de la opinión pública que -es interesante constatarlo- tiende a rechazar el amoralismo de las elites responsables de la política.

En este artículo voy a examinar brevemente la teoría en la que se basa la mayoría de las políticas de la seguridad nacional para pasar a continuación a considerar varias concepciones alternativas que insisten en que los principios éticos deben desempeñar un destacado papel en la formulación de estas políticas. Más tarde examinaré la justificación del recurso a la violencia y de la acción de matar en combate, y analizaré las razones de la tesis según la cual el uso permisible de la violencia en la guerra tiene sus límites. En la segunda parte del artículo analizaré las cuestiones éticas que plantea la práctica de la disuasión nuclear.
 
 1. El realismo

La teoría generalmente subyacente a la formulación de la política se denomina «realismo político». Según esta concepción las normas morales no son de aplicación a la conducta de los Estados, que en cambio deberían estar exclusivamente orientados por la atención al interés nacional. Esta posición se enfrenta a una objeción inmediata. Lo que se me permite hacer a mí como individuo, para proteger o fomentar mis intereses, tiene unos límites. Lo mismo puede decirse de usted. Así pues, ¿cómo puede ser que, uniéndonos y declarándonos constituidos en Estado, adquirimos el derecho a hacer cosas para proteger o fomentar nuestros intereses colectivos que ninguno de los dos solos tendríamos derecho a hacer? La formación del Estado puede crear nuevos derechos (como la creación de un club), pero todos ellos se derivan de los derechos que poseen los individuos independientemente de su pertenencia al Estado. De ahí que los derechos y prerrogativas de los Estados no puedan ir más allá que los de sus miembros individuales considerados colectivamente.

El realista puede intentar hacer frente a esta crítica de tres maneras. Puede suscribir el nihilismo moral, deduciendo la tesis de que las normas morales no son de aplicación a los Estados de la tesis más amplia de que las normas morales carecen de aplicación alguna, incluso a la conducta de los individuos (véanse los comentarios a esta posición en el artículo 35, «El realismo», y en el artículo 38, «El subjetivismo»). O bien puede argüir que la condición anárquica que estructura las relaciones entre los Estados es tal que deroga las exigencias de la moralidad que podrían aplicarse en otras condiciones. O bien, por último, puede afirmar que en la formación del Estado hay alguna peculiar alquimia que hace que éste sea más que un colectivo compuesto de individuos; que el Estado es un tipo de entidad superior y diferente que va más allá de las limitaciones aplicables a los individuos. Como voy a tener que hacer a menudo en este breve artículo, sólo puedo señalar los argumentos en vez de presentarlos y examinarlos detalladamente; pero estoy convencido de que ninguna de estas réplicas es defendible, y que el realismo, aunque muy influyente, es insostenible.

Dado que las políticas nacionales tienden a basarse en un razonamiento puramente prudencial, no debería ser sorprendente que por lo general las discusiones de la ética de guerra y la disuasión nuclear suscriban posiciones muy alejadas de las prácticas reales de los Estados. La reflexión ética minuciosa y concienzuda tiende a ser profundamente subversiva de las ideas establecidas sobre la guerra, la paz y la seguridad.
 
 2. El pacifismo

Según la concepción realista, la guerra está justificada cuando sirve al interés nacional, e injustificada cuando va en contra del interés nacional. Los intereses de los demás Estados o naciones se consideran bastante irrelevantes, excepto de manera instrumental. Pero al igual que normalmente no se permite a los individuos ignorar los intereses de los demás, también se exige a los Estados dar alguna importancia a los intereses de otros Estados (o, más bien, a los intereses de las poblaciones de otros Estados). Sin embargo, no parece plausible suponer que se exige una perfecta imparcialidad a los Estados, es decir, dar tanta importancia a los intereses de las poblaciones de los otros Estados como a los de sus propios ciudadanos. En resumen, no parece apropiada ni una parcialidad absoluta ni una imparcialidad perfecta. Sigue siendo un problema no resuelto de la teoría moral determinar en qué condiciones y en qué medida tiene derecho un Estado a otorgar prioridad a sus propios intereses por encima de los de otros Estados o grupos nacionales (algunas formas de parcialidad nos parecen moralmente justificadas. Por ejemplo, a los padres no meramente se les permite sino que se les exige ser parciales, al menos en algunos sentidos, para con sus propios hijos. Pero otras formas de parcialidad, como favorecer los intereses de los miembros de la propia raza, son moralmente arbitrarias. Parece que el nacionalismo y el patriotismo son en algún sentido análogos a la lealtad familiar, pero en otros aspectos son análogos al racismo. Una investigación más profunda de estas analogías podría ayudar a esclarecer el problema de determinar el alcance y límites de la parcialidad nacional justificada).

La mayoría ('e las personas cree que la justificabilidad de la guerra depende no sólo de consideraciones relativas a las consecuencias reales o esperadas, sino también de lo que a menudo se denominan cuestiones de principio. De acuerdo con esta concepción, la rectitud o no de un acto puede estar en función, al menos en parte, de la naturaleza inherente del acto en sí, independientemente de cuáles sean sus consecuencias (véase el articulo 17, «La deontología contemporánea», y el articulo 19, «El consecuencialismo»). Algunas personas (denominadas «absolutistas») creen incluso que existen determinados tipos de actos que nunca pueden justificarse, simplemente por el tipo de actos de que se trata. Las personas que son absolutistas con respecto a los actos de la guerra se denominan pacifistas. Los pacifistas creen que nunca es permisible participar en la guerra. Si bien virtualmente todos creen que hay una firme presunción moral contra la violencia y la muerte que supone la guerra, los pacifistas difieren de la mayoría de nosotros por su creencia de que esta presunción no puede invalidarse, de que nunca puede superarse el desafío de proporcionar una justificación moral de la guerra.

Sin embargo, al igual que el realismo, el pacifismo es una posición difícil de mantener. Si bien no es impasible afirmar que la carga de la justificación recae en la persona que afirma que puede ser permisible entrar en guerra, la situación se invierte en el caso de determinados usos de la violencia en el ámbito individual. Si yo soy víctima de un ataque injusto y potencialmente mortal, la carga de la justificación no recae en quienes creen que yo tengo derecho a utilizar la violencia para defenderme sino en quienes lo negarían. Muchos pacifistas responderían que lo que rechazan es la guerra y no todos los usos de la violencia; de aquí que la autodefensa individual puede estar justificada aun cuando no lo esté la guerra. Sin embargo es dudoso que un rechazo absoluto de la guerra pueda basarse coherentemente en algo distinto a una prohibición absoluta de determinados tipos de actos que necesariamente se dan en la guerra -por ejemplo, la violencia y las matanzas intencionadas. Y cualquier prohibición de determinados tipos de actos que descarten la guerra en todos los casos casi sin duda descartará el uso de la violencia en la autodefensa individual. En realidad, la aceptación de los actos individuales de autodefensa puede implicar en sí la aceptación en principio de determinados tipos de guerra, pues determinadas guerras pueden consistir simplemente, por un lado, en el ejercicio colectivo de los derechos individuales de autodefensa.

 

3. La teoría de la guerra justa

Desde hace varios siglos se ha desarrollado una tradición de pensamiento sobre la ética de la guerra que intenta definir un terreno intermedio plausible entre el pacifismo y el realismo. La concepción resultante -conocida como la teoría de la guerra justa- defiende un uso de la violencia en la guerra que es paralelo tanto a la justificación del sentido común del uso de la violencia por los individuos y -quizás de manera mas significativa- a la justificación del sentido común del uso de la violencia por el Estado para la defensa nacional de los derechos. Igual que la violencia política nacional puede ser legítima siempre que pretenda servir fines justos y bien especificados y que esté regida y limitada por normas, también puede ser legítimo el uso de la violencia por el Estado contra las amenazas exteriores siempre que los fines sean justos y los medios sujetos a las limitaciones adecuadas.

La teoría de la guerra justa, que proporciona el mareo en el que se desarrollan la mayoría de los tratamientos actuales de la ética de la guerra, tiene dos componentes: una teoría de los fines y una teoría de los medios. La primera de éstas, conocida como la teoría del Ius ad bellum, define las condiciones en las que es permisible recurrir a la guerra. La segunda teoría, la del lus in bello, establece los límites de la conducta permisible en la guerra.

Ambas teorías son demasiado complejas para explicarlas aquí, siquiera resumidamente. No obstante, hemos de considerar algunas de sus disposiciones más importantes. El elemento principal de la teoría del ius ad bellum, por ejemplo, es la exigencia de que la guerra debe librarse por una causa justa. Si bien los teóricos de la guerra justa son virtualmente unánimes en su convicción de que la autodefensa nacional puede proporcionar una causa justa para la guerra, hay pocas coincidencias a partir de aquí. Otros candidatos para la causa justa incluyen la defensa de otro Estado contra una agresión exterior injusta, la recuperación de derechos (es decir, la recuperación de lo que puede haberse perdido cuando no se resistió a una anterior agresión injusta, o cuando la resistencia anterior terminó en derrota) la defensa de los derechos humanos fundamentales en otro Estado contra el abuso del gobierno y el castigo de los agresores injustos.

Si como he afirmado, los derechos de los Estados derivan y no pueden ir más allá de los derechos de los individuos que conforman el Estado, el derecho de autodefensa nacional estará compuesto por los derechos de autodefensa individual de los ciudadanos. El Estado no es más que el instrumento mediante el cual sus miembros individuales ejercen colectivamente sus derechos individuales de autodefensa de manera coordinada. Por ello, los límites de lo que el Estado puede hacer en la autodefensa nacional están fijados por lo que los ciudadanos individuales pueden hacer permisiblemente para defenderse.

La teoría del ius in bello consta de tres requisitos: 1) El requisito de la fuerza mínima: la cantidad de violencia utilizada en cualquier ocasión no debe exceder la necesaria para alcanzar el fin propuesto. 2) El requisito de proporcionalidad: las malas consecuencias esperadas de un acto de guerra no deben superar, o ser mayores que sus esperadas consecuencias buenas. 3) El requisito de la discriminación: sólo debe aplicarse la fuerza contra las personas que constituyen legítimos objetivos de ataque.
  

4. El requisito de discriminación

Cada uno de estos requisitos plantea formidables problemas de interpretación. Pensemos por ejemplo en el requisito de discriminación. ¿Qué determina el que una persona sea objetivo legítimo o ilegítimo de la violencia en la guerra? A menudo se afirma que la distinción entre quiénes son y quiénes no son objetivos legítimos coincide con la distinción entre combatientes y no combatientes. O con la distinción entre moralmente inocentes y moralmente culpables. Por supuesto estas últimas distinciones tienen contenido moral: la inocencia moral supone la falta de responsabilidad frente al castigo y, al menos según determinadas teorías, la inhibición a combatir supone una falta de responsabilidad de cara a la violencia de autodefensa. Pero hemos de establecer de manera más directa la relevancia de estas nociones para la permisibilidad de atacar a determinados tipos de personas. ¿Qué es lo que tienen determinados tipos de personas que les confiere una inmunidad moral al ataque?

Nuestras creencias sobre la discriminación están principalmente en función de 1) nuestra teoría de por qué la violencia y el matar son normalmente malos y 2) de nuestra teoría sobre cómo en ocasiones puede estar justificada la violencia y la acción de matar. Esta última nos dice no sólo qué tipos de agravio pueden justificar el recurso a la violencia, sino también cómo pueden estar expuestas al ataque determinadas personas por su vinculación de determinada manera con el agravio en cuestión. En resumen, es nuestra teoría de cómo puede justificarse la violencia la que nos dice qué personas son responsables y cuáles son inocentes -inocentes en el sentido genérico de no estar vinculadas con el agravio que proporciona la justificación para participar en una guerra de manera que les expone a un ataque (por ejemplo, si la justificación del uso de la violencia es la autodefensa, nuestra teoría de la autodefensa nos dirá quién es responsable y puede ser objeto de ataque). Nuestra teoría de por qué la violencia es normalmente mala nos indica entonces la forma precisa en que la distinción entre los inocentes y los responsables sirve para limitar la violencia permisible.

La teoría del ius ad bellum proporciona una justificación de la violencia y de la acción de matar propias de la guerra. El requisito de discriminación constituye así en parte un corolario de la teoría del ius ad bellum. Esto contradice la idea estándar de que el ius ad bellum y el ius in bello son lógicamente independientes (Walzer, 1977, pág. 21). Según la noción estándar, los soldados que combaten por una causa justa y los que combaten por una causa injusta están permitidos a utilizar la violencia con las mismas limitaciones. De acuerdo con la concepción que he esbozado, esto es erróneo. Los soldados que combaten por una causa justa están justificados a utilizar la violencia dentro de ciertos límites. Pero los soldados que combaten por una causa injusta no están moralmente justificados a utilizar la violencia, ni siquiera contra los combatientes enemigos, al servicio de los objetivos bélicos de su país. Pues nadie tiene un derecho de utilizar la violencia como medio para alcanzar fines inmorales. Por supuesto si -como suele suceder- la participación de un soldado en una guerra injusta es el resultado de una mezcla de engaño, adoctrinamiento y coerción, su acción indebida puede excusarse en alguna medida e incluso puede justificarse su uso de la violencia para los fines de la autodefensa individual. Pero sigue en pie que la gama de objetivos legítimos es más estrecha para el soldado que combate por una causa injusta que para el soldado que combate por una causa justa (McMahan, 1991).

El requisito de discriminación se ha cuestionado de diversas maneras. En ocasiones se afirma, por ejemplo, que tan pronto se declara un Estado de guerra, se suspenden todos los requisitos morales, al menos para la parte en guerra cuya causa es justa (esta es una variante extrema de la tesis de que el ius ad bellum y el ius in bello están relacionados lógicamente). Sin embargo si los derechos de los Estados derivan y por lo tanto no pueden superar a los derechos de los individuos, esta concepción tiene que ser falsa, pues siempre existen unos límites a lo que los individuos tienen moralmente derecho a hacer incluso cuando persiguen fines moralmente justos. Aparte de las doctrinas de la responsabilidad colectiva que afirman que las guerras se libran entre Estados en conjunto, por lo que nadie perteneciente a una de las partes puede reclamar el derecho a la inmunidad al ataque, el principal desafío del requisito de discriminación procede de la concepción según la cual, al menos en algunos casos, la consideración de las consecuencias es más importante que las cuestiones de principio. Según una concepción semejante, si bien atacar a un inocente (en nuestro sentido genérico) normalmente es algo malo, puede ser permisible en circunstancias en las que las consecuencias probables de abstenerse de hacerlo serían considerablemente peores que las consecuencias de atacar (Walzer, 1977, cap. 16). Una concepción más radical es la de que la conducción de la guerra debe regirse totalmente por la consideración de las consecuencias. Según esta concepción, sencillamente no existe una clase de personas que gozan de una inmunidad moral general a los ataques bélicos.

Sin embargo, quienes afirman que lo único que importa son las consecuencias no tienen por qué considerar irrelevante la cuestión de la inocencia. Pueden distinguir entre inocencia y no-inocencia en términos de si una persona ha hecho o no algo que le expone a un ataque. Y pueden creer de forma coherente que, en igualdad de circunstancias, es un resultado peor matar a una persona inocente que matar a una persona no inocente. No obstante, suscriben la concepción de que puede haber casos en los que es permisible o incluso moralmente exigible atacar y matar a inocentes -por ejemplo, cuando esto es necesario para evitar un número aún mayor de muertes de inocentes.

Estas personas -a las que designaremos con el término algo equívoco de «consecuencialistas»- pueden argüir del siguiente modo: «la maldad de matar puede explicarse en términos de los efectos de esta acción sobre la víctima. Está en función tanto del daño a la pérdida de los bienes futuros de la vida de la víctima como del daño que supone la violación de su autonomía. Pero el requisito de discriminación, en su acepción tradicional, presupone que la maldad de matar no pueda explicarse de este modo. Según el requisito de discriminación, la maldad de la acción de matar es al menos en parte inherente a la naturaleza del acto en sí. Sin embargo, esto no significa que el requisito de discriminación implique que el acto de matar en sí sea un evento o suceso malo. No hay por qué considerar necesariamente la acción de matar como algo más horrible, en cuanto suceso, que una muerte por accidente (así, podemos creer que la razón de evitar matar a un inocente no es más fuerte que la razón para evitar la muerte por accidente de una persona inocente). Pero si es malo matar en razón de la naturaleza del acto, pero no en razón de la naturaleza del acto considerado como suceso, la maldad del matar tiene que tener algo que ver con la naturaleza de las relaciones entre el agente, su acción y las consecuencias de ésta.

Sin embargo, esto no desplaza el foco de interés moral de la víctima de la acción de matar hacia el agente, distorsionando con ello nuestra comprensión de la ética de aquella acción. Matar es malo por lo que hace a la víctima, y no por algún hecho sobre la forma en que el agente está relacionado con su acción con la muerte de la víctima. (Compárese con la defensa que hace Philip Pettit de fomentar los valores, en vez de respetarlos, en el artículo 19, «El consecuencialismo».)

El defensor del requisito de discriminación puede replicar que nuestras intuiciones morales favorecen el argumento sobre la maldad de la acción de matar centrado en el agente en vez de el centrado en la víctima. Considérese el siguiente ejemplo tomado del ámbito de la ética y la guerra. La mayoría de las personas distinguen entre terrorismo, que es malo, y los actos legítimos de guerra. Pero ¿qué es el terrorismo? En la medida en que este término tenga algún sentido descriptivo, se refiere al uso intencionado de la violencia, para fines políticos, contra personas inocentes en nuestro sentido genérico, normalmente al objeto de influir en la conducta de otra persona o grupo de personas. En resumen, el terrorismo consiste en la violación del requisito de discriminación. Así, si mantenemos nuestra condena inequívoca del terrorismo, tendremos que aceptar una explicación de la maldad de la acción de matar centrada en el agente. Pues lo que encontramos especialmente repugnante en el terrorismo no es simplemente que supone causar un daño a inocentes. Muchos actos de guerra legítimos también perjudican previsiblemente a los inocentes. Lo que distingue el terrorismo de los actos bélicos legítimos es más bien que el terrorismo aspira a dañar o matar a inocentes, mientras que los actos de guerra legítimos, cuando dañan a inocentes, lo hacen no intencionadamente. Así pues la diferencia entre terrorismo y actos bélicos legítimos no es una diferencia de consecuencias esperadas. Se trata más bien de una diferencia en la naturaleza inherente de ambos tipos de actos, definidos por sus intenciones respectivas (la distinción entre intención y previsión se examina en el artículo 17, «La deontología contemporánea», y en el artículo 25, «La eutanasia»).

La cuestión de si lo único que importa son las consecuencias figura entre los problemas más profundos de la teoría ética. Esta cuestión se aborda en otras partes de esta obra, en los artículos antes citados, y no podemos resolverla aquí. Sin embargo, quizás vale la pena señalar que los consecuencialistas no suscriben necesariamente la idea de que el terrorismo no sea peor de lo que por lo general se consideran los actos bélicos ordinarios que previsiblemente dañan a inocentes. Pues una concepción alternativa, igualmente compatible con el consecuencialismo, es la de que los actos bélicos ordinarios que dañan a inocentes son tan censurables como normalmente lo es el terrorismo.
  

2. La ética y el armamento nuclear

 

Las cuestiones éticas que plantea el armamento nuclear pueden dividirse en dos grupos: cuestiones relativas al uso real de armamento nuclear en la guerra y cuestiones relativas a la posesión de armas nucleares para fines disuasorios. Normalmente el primer tipo de cuestiones se responden por referencia a las exigencias del ius in bello. ¿Podría satisfacer el uso de armas nucleares los requisitos de discriminación y proporcionalidad? A la mayoría de (aunque en modo alguno a todos) los teóricos morales les parece que hay algunos usos posibles del armamento nuclear que no violarían ninguno de ambos requisitos. Sin embargo, en su práctica real, la disuasión ha supuesto siempre amenazas de utilizar el armamento nuclear para la destrucción intencionada de poblaciones civiles, y esto violaría claramente el requisito de discriminación y casi sin duda también el de proporcionalidad (Finnis y cols., 1987, cap. 1). Este hecho plantea cuestiones fundamentales sobre la moralidad de la disuasión nuclear: ¿depende la disuasión de amenazas de utilizar armamento nuclear de manera inmoral? Si es así, ¿qué implica esto sobre la moralidad de la disuasión?

Aquí se plantean tanto cuestiones morales como estratégicas. Supongamos que conocemos que usos posibles de las armas nucleares serían moralmente aceptables. Tendríamos que preguntarnos entonces si estos usos son suficientemente amplios para que la amenaza de utilizar el armamento nuclear sólo de aquella manera pudiese disuadir efectivamente cualesquiera amenazas que considerásemos necesario disuadir. Esta es una cuestión de teoría estratégica. Dado que todas las políticas reales de disuasión han supuesto amenazas explícitas de destruir poblaciones civiles, y también el hecho de que en la comunidad estratégica no se ha desafiado de manera sólida la necesidad de estas amenazas, es razonable sacar la conclusión de que entre los estrategas hay un amplio consenso en que una disuasión viable y efectiva exige amenazas de uso del armamento nuclear de forma condenable por los requisitos del ius in bello.
  

1. El argumento de las malas intenciones

Si suponemos que la disuasión depende de amenazas de utilizar armamento nuclear de manera moralmente indebida, nos enfrentamos a un problema que ha suscitado una considerable discusión en la literatura sobre la ética de la disuasión. Pues al parecer, para ser creíbles, las amenazas de disuasión nuclear deben ser sinceras -es decir, deben estar respaldadas por una intención (recibir expresión institucional en los planes y preparativos complejos de disparo de armamento nuclear) de llevarlas a cabo en el caso de que sean objeto de desafío-; de aquí que la disuasión supone una intención condicional de utilizar armamento nuclear de una manera inmoral. Además, si aceptamos el principio de que es malo intentar hacer lo que sería malo hacer (habitualmente conocido como el «principio de ~s malas intenciones»), de ello se sigue que la disuasión es mala.

Este argumento, que podemos denominar el «argumento de las malas intenciones», ha tenido una enorme influencia, especialmente en los círculos teológicos donde se acepta en general que el carácter moral de un acto está determinado principalmente por la intención que define su naturaleza inherente (ha sido defendido, por ejemplo, en Finnis y cols., 1987). Sin embargo, los críticos han cuestionado las tres premisas del argumento. Algunos han intentado probar la tesis de que la disuasión podría basarse suficientemente en amenazas sinceras de utilización de armamento nuclear sólo de una manera moralmente permisible. Por ejemplo, estos críticos han propuesto estrategias de disuasión que renuncian a toda intención de dañar a inocentes y en cambio amenazan con la destrucción de los efectivos militares (véase, por ejemplo, Ramsey, 1968). A menudo estas propuestas apelan a la idea de que la disuasión estaría garantizada en parte por el hecho de que los adversarios potenciales nunca podrían tener la confianza total en que era sincera nuestra renuncia a los usos inmorales (Kenny, 1985). Sin embargo, estas sensatas estrategias han sido criticadas vigorosamente en razón de que incluso la mayoría de los usos del armamento nuclear contra fines puramente militares violaría el requisito de proporcionalidad, bien directamente o bien por sus inmediatos efectos secundarios sobre la población civil o indirectamente por el riesgo de escalada a niveles de violencia que serían directamente desproporcionados. Otros críticos del argumento de las malas intenciones han afirmado, sin mucha convicción, que la disuasión se basa o podría basarse en amenazas que de hecho son un bluff, con lo que la disuasión no tiene que suponer malas intenciones (véase el ensayo de Hare en Cohen y Lee, 1986). Otros autores o han rechazado el principio de las malas intenciones o bien afirmado que no es de aplicación o es anulado en los casos en que la formación de una intención supuestamente mala evitaría probablemente unas consecuencias desastrosas, como creen muchos que sucedería con las intenciones necesarias para la práctica de la disuasión (Kavka, 1987, caps. 1 y 2).

Esta última concepción parece tener el apoyo de la moralidad del sentido común. Si existe una objeción moral a la disuasión que no está totalmente basada en la consideración de las consecuencias, no es que la disuasión suponga que la gente tiene malas intenciones (que, en cualquier caso, no son nuestras intenciones, pues nosotros, en calidad de ciudadanos ordinarios, no podemos controlar el uso de las armas nucleares y por eso no podemos tener intenciones respecto a su uso). La objeción a la disuasión es, más bien, que supone un riesgo serio de que algún día podemos implicarnos, por la acción de aquéllos a quienes elegimos para aplicar la política, en una violencia terrorista de escala desconocida al cumplir nuestras amenazas disuasorias. Además, al arriesgarnos a esta fechoría futura, actualmente imponemos de manera deliberada un riesgo de muerte y daño a millones de personas inocentes a fin de reducir los riesgos a que nos enfrentamos nosotros. Si creemos que las consecuencias no es todo lo que importa (e incluso quizás si creemos que silo es), entonces estos hechos afines sobre la disuasión establecen una fuerte presunción moral contra ella.

Algunas personas creen que la presunción contraria a la disuasión es absoluta -es decir, que no puede invalidarse mediante consideraciones compensatorias. A menudo, estas personas pretenden defender su posición apelando al principio cristiano tradicional de que no se puede hacer un mal que pueda reportar un bien -por ejemplo, para evitar que otros cometan un mal mayor. Sin embargo, la mayoría de nosotros creemos que la objeción a la disuasión puede invalidarse en principio por consideraciones relativas a las consecuencias (o quizás por algún otro deber compensatorio, como el deber del Estado de proteger a sus ciudadanos). La presunción contra la disuasión podría invalidarse si las consecuencias esperadas de abandonar la disuasión serían mucho peores que las de seguir practicándola. Por ello incluso si creemos que las consecuencias no es todo lo que importa, a menos que seamos absolutistas no seremos capaces de evitar el examen de la disuasión a la luz de sus consecuencias esperadas.
  

2. La disuasión y las consecuencias

La sabiduría convencional quiere que las consecuencias esperadas de abandonar la disuasión serían de hecho considerablemente peores que las de seguir practicándola. Sin embargo, esta concepción está lejos de ser obvia. Para comprender por qué, puede ser útil introducir un sentido técnico del término «guerra». Según se utiliza ordinariamente el término, un ataque al cual no existe una respuesta militar puede considerarse una guerra. Pero para los fines de nuestra discusión, convengamos en que una guerra debe suponer ataques de cada uno de dos lados contra el otro. El término «conflicto» puede aludir bien a un ataque o a una guerra en este sentido.

El objetivo principal de una política de disuasión nuclear es evitar la pérdida o compromiso de la soberanía e independencia política de un Estado, principalmente evitando los ataques contra el Estado (pues es mediante estos ataques como es más probable que el Estado vea comprometida su independencia). Pero la disuasión es sólo un medio de reducir el riesgo del ataque. La definición de los medios mejores para evitar el ataque depende de cuáles sean las causas probables de ataque. Pues la prevención de un ataque exige eliminar la causa, y un ataque tiene varias causas posibles. Por ejemplo, si la amenaza de ataque deriva de la posibilidad de un acto de agresión calculado que pretende alcanzar un fin político, entonces hay que aspirar a disuadir del ataque, bien aumentando los costes y riesgos para el atacante o mostrando una capacidad defensiva tan robusta como para convencer a los agresores potenciales de que seria fútil un ataque (aquí y en otros lugares parto del supuesto de que el ataque sería injusto). Por otra parte, si la amenaza de ataque surge porque parece probable que un adversario potencial golpee prioritariamente a consecuencia del miedo a ser atacado primero, entonces pretender fortalecer la disuasión puede ser contraproducente. Pues el problema puede estar en nuestra propia postura disuasoria. En cambio lo que es necesario es tomar la iniciativa para asegurar al adversario potencial que nuestras intenciones no son agresivas (el reconocimiento de que los preparativos militares pueden provocar un ataque en vez de disuadirlo ha suscitado propuestas, principalmente en Europa occidental, de reestructurar las fuerzas no nucleares de tal modo que no pudiesen ser utilizadas, por razones físicas, para operaciones ofensivas). Hay otras causas posibles de ataque que una política de disuasión puede ser considerablemente impotente para eliminar -por ejemplo, el ataque accidental, o inadvertido, a consecuencia de una u otra forma de equívoco. Como en el caso del ataque prioritario, la práctica de la disuasión puede exacerbar incluso el riesgo de ataque así originado.

La disuasión no sólo no es el único medio de intentar evitar la guerra, sino que la prevención de la guerra no es la única meta de una política de seguridad. Otra meta importante es, por ejemplo, reducir los costes esperados (incluidos los costes para personas situadas fuera del propio Estado) de cualquier conflicto que pueda tener lugar. Sin embargo, hay un antagonismo entre esta meta y la meta de disuadir el ataque. La disuasión opera elevando los costes esperados de un potencial atacante a consecuencia del ataque. Pues cuanto más probable sea que un ataque desencadenase una guerra costosa para el atacante (en igualdad de condiciones), más reacio será éste a atacar. Mientras que cuanto menores sean los costes esperados del ataque, más seguro y racional le parecerá a un Estado recurrir al ataque como medio de conseguir sus fines. Pero un Estado que practica la disuasión no puede elevar los costes de una agresión para el atacante sin elevar los Costes para todas las partes. Así pues, hay que hacer una transacción entre las dos metas de reducir la probabilidad del ataque y reducir la magnitud del daño que ambas partes tienen probabilidad de sufrir en caso de conflicto. La disuasión resuelve esta transacción dando más importancia al objetivo de evitar el ataque.

Por ello es errónea la idea común de que la disuasión disminuye el riesgo de guerra nuclear, a menos que por guerra nuclear se entienda simplemente un ataque nuclear unilateral. De hecho, la práctica de la disuasión por un Estado aumenta la probabilidad de una guerra nuclear a gran escala con relación a lo que sucedería de otro modo. Amenazando con la guerra nuclear como sanción por un ataque, un Estado manipula el riesgo de guerra nuclear como medio para evitar el ataque.

Es importante tener presente que la transacción entre la probabilidad de un ataque y los costes del conflicto no ha de realizarse sólo sobre la base de criterios prudenciales o de autointerés. De producirse la guerra entre grandes potencias, los efectos recaerían sobre poblaciones de todo el mundo. Pensemos, por ejemplo, sobre la situación en Europa. Los responsables de la defensa de la Europa occidental se interesan por unir el destino de los Estados Unidos con el de Europa ordenando las cosas de manera que cualquier ataque a la Europa occidental tendrá una alta probabilidad de escalar a una guerra nuclear mundial. Estos teóricos desean que los soviéticos crean que no podrían librar una guerra limitada al territorio europeo, sino que si alguna vez desencadenan una guerra en Europa se implicarían con ello en una guerra nuclear estratégica con los Estados Unidos. Estos creen que esta perspectiva de una guerra nuclear a gran escala que implique a la ex Unión Soviética proporcionará la disuasión más eficaz del ataque soviético. Pero repárese en que lo que aumenta la disuasión del ataque convencional es la creación deliberada de una guerra nuclear a gran escala (así, el riesgo de ataque convencional es mayor cuanto más estables sean las relaciones de disuasión nuclear reciprocas; mientras que el riesgo de ataque convencional es menor cuanto mayor sea el riego de escalada a la guerra nuclear. La elección entre un riesgo inferior de ataque convencional y menores costes esperados en caso de ataque es un ejemplo del tipo de transacción antes señalado).

Lo importante aquí es que la práctica de la disuasión en Europa pone al mundo entero en riesgo en aras de la seguridad de la Europa occidental. Sin duda, los riesgos para personas inocentes que viven fuera del bloque soviético no son intencionados. Así en este sentido no son diferentes de los riesgos que imponen los Estados Unidos a la población inocente de la ex Unión Soviética. No obstante, la creación voluntaria de estos riesgos es profundamente injusta. Para comprobarlo sólo tenemos que atender a lo que pensamos sobre el problema de la proliferación nuclear. Pensemos en el conflicto entre Israel y los diversos países árabes. El resultado de este conflicto tiene una enorme importancia para ambos grupos. No puede considerarse un asunto trivial. Sin embargo, consideraríamos monstruoso que los diversos Estados de la región consiguiesen grandes arsenales nucleares, poniendo así en peligro la vida en todo el mundo, la existencia misma de las generaciones futuras, en aras de sus intereses e inquietudes partidistas. Pero si estaría justificada nuestra indignación ante el hecho de arriesgarnos de este modo, la población del mundo en peligro por la política de las potencias nucleares ¡actuales tiene el mismo derecho a condenar las prácticas que les exponen injustamente a este riesgo.

Volvamos ahora a la cuestión de si puede justificarse la disuasión en razón de sus consecuencias esperadas. Mientras que la concepción convencional es que cualquier presunción moral contra la disuasión puede ser de rogada por el superior valor de la disuasión para evitar la catástrofe, parece que, por el contrario, la consideración de las consecuencias previstas constituye aún una presunción adicional en contra de la disuasión. El argumento en favor de esta tesis puede enunciarse, simplificando mucho, del siguiente modo. Supongamos que contemplamos dos políticas posibles, definidas ampliamente, de los Estados Unidos y sus aliados -a saber, la disuasión y la defensa no nuclear- y los dos resultados más destacados de los posiblemente desastrosos -a saber, la dominación soviética y una guerra nuclear a gran escala. Parece claro que la guerra nuclear sería un resultado peor que la dominación soviética, incluso si tenemos en cuenta sólo los intereses de los Estados Unidos y sus aliados, dejando a un lado los del bloque Soviético, los de los países neutrales y los de las generaciones venideras. Además, la disuasión supone un mayor riesgo de guerra nuclear a gran escala de lo que supone la defensa no nuclear. De ello se sigue que la disuasión supone un mayor riesgo de resultado peor. Así, el defensor de la disuasión tiene la responsabilidad de demostrar que este hecho queda superado por otras consideraciones.

Algunos defensores de la disuasión han intentado hacerlo afirmando que la defensa no nuclear tiene un riesgo de desastre general mayor. El argumento es que la probabilidad de dominación mediante una política de defensa no nuclear es considerablemente mayor que la probabilidad de guerra nuclear a gran escala con la disuasión, mientras que la probabilidad de dominación mediante la disuasión es o bien más baja o aproximadamente igual a la de una guerra nuclear a gran escala mediante una política de defensa no nuclear. Supongamos que estas tesis son verdaderas, como bien puede ser. Queda todavía un dilema. ¿Hemos de optar por una menor probabilidad de alguna catástrofe a costa de una mayor probabilidad de la catástrofe peor, o hemos de aspirar a minimizar la probabilidad de la catástrofe peor a costa de aceptar una mayor probabilidad general de alguna catástrofe? En resumen, nos enfrentamos al tipo de transacción antes identificada entre minimizar la probabilidad de la catástrofe y minimizar magnitud probable de la catástrofe (Kavka, 1987, caps. 3 y 6; y McMahan, 1989).

Dada la naturaleza de los Estados y de la sociedad internacional, ninguna política relativa a los problemas de la guerra, la paz y la seguridad carece de graves riesgos. Sin embargo, puede ser moralmente diferente si los riesgos asociados a nuestra política son riesgos que principalmente decidimos aceptar o si son principalmente riesgos que imponemos a los demás. Si creemos que existe una objeción de principio a imponer riesgos a los inocentes para reducir los riesgos para nosotros, entonces habrá una presunción moral en contra de la disuasión. Y si existe semejante presunción, no será fácil darle la vuelta. Pues, como hemos visto, no sólo no es obvio que el abandono de la disuasión tendría consecuencias considerablemente peores que las de seguir practicándola; ni siquiera está claro que el abandono de la disuasión tendría en absoluto peores consecuencias.

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