CRIMINALES QUE NO SERAN JUZGADOS

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JAMES PETRAS
Profesor de Ética Política en la Universidad de Binghamton (Nueva York)

 

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Hay un tema que se ha quedado a medias y que es necesario que se resuelva de manera urgente en el comienzo del nuevo milenio: la cuestión de los crímenes de guerra. No me refiero al ya existente Tribunal de Crímenes de Guerra montado en Ginebra por las potencias de la OTAN en su propio beneficio a fin de justificar sus aspiraciones a la hegemonía mundial. Me refiero a un tribunal de crímenes de guerra organizado desde abajo, por los campesinos y los trabajadores que han padecido las grandes expoliaciones de este siglo. Lo que resulta más sorprendente de los grandes crímenes de guerra es cuán pocos de sus responsables han sido llevados a juicio en alguna ocasión. En realidad, uno de los aspectos más asombrosos consiste en el hecho de que la mayor parte de los más execrables criminales de guerra se han convertido en abogados y promotores de tribunales en contra de sus víctimas. Naturalmente, algunos criminales de guerra -en particular, personajes político-militares nazis y japoneses- fueron juzgados y condenados al término de la Segunda Guerra Mundial, pero muchos crímenes contra la humanidad han quedado sin castigo y, en determinados casos, completamente olvidados. La política tiene una ley: los crímenes sin castigo son crímenes que se repiten. No se trata de venganza o reconciliación, sino de reconocer que la impunidad estimula la reincidencia; que los criminales de guerra que asesinan a millones de personas estén sujetos a las leyes, al menos, exactamente igual que el homicida de una sola persona. Hablar de «reconciliación» equivale a crear un doble sistema legal, uno para los asesinos de masas que ocupan altos cargos y otro para asesinos que han actuado contra ciudadanos individuales. Hablar de reconciliación equivale a exonerar a los criminales de guerra y perpetuar sistemas de poder que pueden volver a darse y cometer así idénticos crímenes nefandos en el futuro.
Confundir la venganza con los procesos judiciales en los que se castigan los crímenes contra la humanidad equivale, en el mejor de los casos, a ignorancia bienintencionada y, en el peor, a una estratagema retórica de los cómplices intelectuales de los criminales de guerra.
Alguien podría oponer una objeción válida, la de que sería demasiado larga la lista de los criminales de guerra que se han librado de juicio, a fin de cuentas, prácticamente todos los líderes de las grandes potencias, del este y del oeste, implicados en actos inhumanos de gran alcance. El propósito del tribunal de crímenes de guerra no sería el de llevar a juicio a todos los líderes responsables, sino sólo a un amplio muestrario. Con que se juzgara a unos pocos de los criminales más destacados, se sentaría un precedente de cara al futuro, lo cual podría disuadir a los líderes militares y políticos de incurrir en comportamientos criminales. La primera sesión del tribunal de crímenes de guerra debería empezar por revisar el primer caso de genocidio del siglo XX: la matanza de más de un millón de armenios a cargo de los turcos y la negación y justificación que del genocidio han hecho todos los gobiernos turcos, incluido el actual. No es sorprendente que la impunidad turca en el pasado haya llevado a los crímenes de nuestros tiempos contra los kurdos.
En tiempos más recientes, las potencias de la OTAN han insistido en un tribunal de crímenes de guerra para algunos de los cómplices camboyanos de Pol Pot, bajo la acusación de delitos de genocidio. Se les acusa de haber asesinado o dejado morir de inanición a casi dos millones de personas. La segunda sesión del tribunal de crímenes de guerra debería llevar a juicio a Henry Kissinger, que fue consejero de seguridad nacional del presidente Nixon y responsable del asesinato o de la mutilación de centenares de miles de camboyanos antes del reinado de Pol Pot. La política de Kissinger destruyó las cosechas y forzó el éxodo de millones de campesinos hacia las ciudades. Cuando los Estados Unidos fueron derrotados, Kissinger apoyó una política que suprimió la ayuda económica y que dejó sin comida a millones de personas en las ciudades. Los crímenes de guerra de Kissinger son idénticos o más graves que los de Pol Pot. Cuatro millones de vietnamitas murieron durante la ocupación y el bombardeo norteamericanos de Vietnam. Ni un solo alto cargo norteamericano ha sido llevado a juicio jamás. Robert MacNamara era secretario de Defensa (y con posterioridad, presidente del Banco Mundial) y fue el autor intelectual de la estrategia militar norteamericana: tácticas de contrainsurgencia acabaron con la vida de cientos de miles de campesinos; millones de ellos fueron confinados en campos de concentración. La guerra de Washington contra Vietnam, uno de los mayores crímenes de guerra del siglo, ha quedado impune y el resultado ha sido que los mismos que la perpetraron quedaron en libertad para reincidir en su comportamiento criminal: intervenir en Chile para instalar una dictadura militar; invadir Panamá, Granada, Somalia e Irak; bombardear Yugoslavia y Afganistán.
La impunidad es la luz verde del semáforo de los crímenes de guerra futuros.
La tercera sesión del tribunal de crímenes de guerra debería ocuparse de los crímenes contra los pueblos centroamericanos. Más de 325.000 personas han sido asesinadas por ejércitos y regímenes mercenarios de Guatemala, Nicaragua y El Salvador con el respaldo de los Estados Unidos. Los más destacados responsables de esta política fueron el ex presidente Ronald Reagan, su secretario de Estado, John Kirkpatrick, su subsecretario de Asuntos Latinoamericanos, Elliot Abrams, y el general Ríos Mont, el dictador guatemalteco. Debería invitarse al juicio, en calidad de testigos de cargo, a las víctimas, entre ellos, los indios mayas que sobrevivieron a la destrucción material de 400 aldeas.
La cuarta sesión del tribunal de crímenes de guerra debería dedicarse a crímenes de guerra contemporáneos; para empezar, Irak, donde más de un millón de personas ha muerto a consecuencia de los bombardeos de la OTAN y de un asedio económico que se ha prolongado durante casi una década. El juicio debería incluir al ex primer ministro inglés John Major, al ex presidente George Bush y al general Swartzkopf, comandante en jefe de las operaciones militares. Debería invitarse al juicio al actual coordinador de las Naciones Unidas, Hans Von Sponeck, y a su predecesor, Denis Halliday, para que testificaran acerca de la destrucción que el boicot ha provocado. Washington y Londres presionaron a Halliday para que presentara la dimisión y exigen ahora la de Von Sponeck por decir la verdad y por sacar a la luz esos crímenes contra la humanidad.
La quinta sesión del tribunal de crímenes de guerra debería tratar sobre los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia, que han causado la muerte o el destierro de centenares de miles de personas, han provocado el mayor desastre ecológico de la reciente historia de la Europa central y han destruido la infraestructura básica que permitía la supervivencia de millones de serbios. Deberían comparecer en el juicio como responsables principales el presidente estadounidense Bill Clinton y el primer ministro británico Tony Blair, por crímenes cometidos durante y después de los bombardeos terroristas: durante los bombardeos, por destruir los fundamentos económicos de la existencia de millones de serbios; después de los bombardeos, por instalar en el poder en Kosovo a un grupo terrorista (los asesinos del ELK, Ejército de Liberación de Kosovo), lo que ha culminado en el asesinato y el destierro de 200.000 serbios, gitanos y otros grupos.

Dada la naturaleza de las cosas, este tribunal no tendría capacidad para llevar a juicio a estos criminales de guerra, mucho menos aún para imponerles su castigo. Los criminales de guerra victoriosos siempre juzgan y condenan a sus víctimas. Sin embargo, un enjuiciamiento moral y una audiencia de la opinión pública servirían de recordatorio de que existen dos tipos de justicia: la justicia de las potencias imperiales y la justicia de los pueblos perseguidos. El tribunal serviría para despertar la memoria colectiva ante la propaganda incansable de los medios de comunicación que convierte a los verdugos en víctimas y a las víctimas en verdugos.

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