LA   EVOLUCIÓN   CREADORA

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HENRI BERGSON 
Premio Nobel 1927 

en  OBRAS ESCOGIDAS  -  ENSAYO   SOBRE   LOS   DATOS   INMEDIATOS   DE   LA   CONCIENCIA 

Traducción y prólogo de

JOSÉ ANTONIO  MIGUEZ

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid

La versión al castellano de las obras contenidas en el presente volumen se ha realizado sobre los textos franceses publicados por Les Presses Universitaires de France, de París, en la colección Bibliothéque de Philosophie Contemporaine, cuyos títulos originales son los siguientes: L'EVOLUTION  CRÉATRICE   (La evolución  creadora) 

 

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LA EVOLUCIÓN CREADORA
La traducción ha sido hecha sobre el texto de la edición N° 77, de la Bibliothéque de Philosophie contemporaine, Presses Universitaires de France, París, 1948. (N. del T.)

 

INTRODUCCIÓN

La historia de la evolución de la vida, por incompleta que todavía sea, nos deja entrever cómo se ha constituido la inteligencia por un progreso ininterrumpido, a lo largo de una línea que asciende, a través de la serie de los vertebrados, hasta el hombre. Ella nos muestra, en la facultad de comprender, un anexo de la facultad de actuar, una adaptación cada vez más precisa, cada vez más compleja y flexible, de la conciencia de los seres vivos a las condiciones de existencia que les son dadas. De ahí debería resultar esta consecuencia: que nuestra inteligencia, en el sentido restringido de la palabra, está destinada a asegurar la inserción perfecta de nuestro cuerpo en su medio, a representarse las relaciones de las cosas exteriores entre sí; en fin, a pensar la materia. Tal será, en efecto, una de las conclusiones del presente ensayo. Veremos que la inteligencia humana se siente en sí en tanto se la deja entre los objetos inertes, más especialmente entre los sólidos, donde nuestra acción encuentra su punto de apoyo y nuestra industria sus instrumentos de trabajo; que nuestros conceptos han sido formados a imagen de los sólidos, que nuestra lógica es sobre todo la lógica de los sólidos, que, por esto mismo, nuestra inteligencia triunfa en la geometría, donde se revela el parentesco del pensamiento lógico con la materia inerte, y donde la inteligencia no tiene más que seguir su movimiento natural, después del contacto más ligero posible con la experiencia, para ir de hallazgo en hallazgo con la certidumbre de que la experiencia marcha detrás de ella y de que le dará invariablemente la razón.

Pero de ahí debería resultar también que nuestro pen-samiento, en su forma puramente lógica, es incapaz de representarse la verdadera naturaleza de la vida, la significación profunda del movimiento evolutivo. Creado por la vida en circunstancias determinadas, para actuar sobre cosas determinadas, ¿cómo abrazaría él la vida, si no es más que una emanación o aspecto suyo? Depositado, en el curso de su ruta, por el movimiento evolutivo, ¿cómo podría aplicarse a lo largo del movimiento evolutivo mismo? Otro tanto valdría pretender que la parte iguala al todo, que el efecto puede reabsorber en él su causa, o que el canto rodado abandonado en la playa dibuja la forma de la ola que le ha traído hasta ella. De hecho, nos damos perfecta cuenta que ninguna de las categorías de nuestro pensamiento —unidad, multiplicidad, causalidad mecánica, finalidad inteligente, etc.—, se aplica exactamente a las cosas de la vida: ¿quién podrá decir dónde comienza y dónde termina la individualidad, si el ser vivo es uno o varios, si son las células las que se asocian en organismo o si es el organismo el que se disocia en células? En vano llevaremos el ser vivo a uno de estos cuadros. Todos los cuadros crujen. Son demasiado estrechos, sobre todo demasiado rígidos para lo que querríamos colocar en ellos. Nuestro razonamiento, tan seguro de sí cuando circula a través de las cosas inertes, se siente a disgusto sobre este nuevo terreno. Nos encontraríamos grandemente embarazados para citar un hallazgo biológico debido al razonamiento puro. Y, con más frecuencia, cuando la experiencia ha terminado por mostrarnos cómo la vida se las ingenia para obtener un cierto resultado, hallamos que su manera de operar es precisamente aquella en la que nunca habíamos pensado.

Sin embargo, la filosofía evolucionista extiende sin duda a las cosas de la vida los procedimientos de explicación que han tenido éxito para la materia bruta. Había comenzado por mostrarnos en la inteligencia un efecto local de la evolución, una luz, quizás accidental, que ilumina el vaivén de los seres vivos en el estrecho paso abierto a su acción: y he aquí que de pronto, olvidando lo que acaba de decirnos, hace de esta linterna manejada en el fondo de un subterráneo un sol que iluminará el mundo. Atrevidamente, procede con sólo las fuerzas del pensamiento conceptual a la reconstrucción ideal de todas las cosas, incluso de la vida. Es verdad que se encuentra en ruta con tan formidables dificultades, ve su lógica abocar aquí a tan extrañas contradicciones, que bien pronto renuncia a su ambición primera. Ya no es la realidad misma, dice, la que ella recompondrá, sino solamente una imitación de lo real, o mejor una imagen simbólica; la esencia de las cosas se nos escapa y se nos escapará siempre; nos movemos entre relaciones, de tal modo que lo absoluto no es nuestro resorte y nos detenemos ante lo incognoscible. Se trata verdaderamente, después de un insensato orgullo por parte de la inteligencia, de un exceso de humildad. Si la forma intelectual del ser vivo se ha modelado poco a poco sobre las acciones y reacciones recíprocas de ciertos cuerpos y de su contorno material, ¿cómo no iba a entregarnos algo de la esencia misma de la que están hechos los cuerpos? La acción no sabría moverse en lo irreal. De un espíritu nacido para especular o para soñar podría admitir que permanece exterior a la realidad, que la deforma y que la transforma, quizás incluso que la ha creado, como creamos las figuras de hombres y de animales que recorta nuestra imaginación en la nube que pasa. Pero una inteligencia tendida hacia la acción que se realizará y hacia la reacción que se seguirá de ella, que palpa su objeto para recibir de él en todo momento la impresión móvil, es una inteligencia que toca algo de lo absoluto. ¿Habríamos tenido jamás la idea de poner en duda este valor absoluto de nuestro conocimiento, si la filosofía no nos hubiese mostrado con qué contradicciones se encuentra, a qué dificultades aboca? Pero estas dificultades, estas contradicciones nacen de que aplicamos las formas habituales de nuestro pensamiento a objetos sobre los cuales no puede ejercerse nuestra habilidad, y para los cuales, por consiguiente, no están hechos nuestros cuadros. El conocimiento intelectual, en tanto se refiere a un cierto aspecto de la materia inerte, debe por el contrario presentarnos su impronta fiel, obtenida sobre este objeto particular. No se hace relativo más que si pretende representarnos la vida tal como ella es, es decir el clisador que ha tomado la impronta.

¿Es preciso, pues, renunciar a profundizar en la naturaleza de la vida? ¿Es preciso atenerse a la representación mecanicista que el entendimiento nos dará siempre, representación necesariamente artificial y simbólica, ya que estrecha la actividad total de la vida en forma de una cierta actividad humana, la cual no es más que una manifestación parcial y local de la vida, un efecto o un residuo de la operación vital?

Lo sería si la vida hubiese empleado todo lo que ella encierra de virtualidades psíquicas para hacer puros entendimientos, es decir, para preparar geómetras. Pero la línea de evolución que aboca en el hombre no es la única. Sobre otras rutas, divergentes, se han desarrollado otras formas de la conciencia, que no han sabido liberarse de las presiones exteriores ni concentrarse sobre sí mismas, como lo ha hecho la inteligencia humana, pero que no expresan menos, ellas también, algo de inmanente y de esencial en el movimiento evolutivo. Al aproximarlas unas a otras, al hacerlas fusionar en seguida con la inteligencia, no se obtendría esta vez una conciencia coextensiva a la vida, y capaz, al volverse bruscamente contra el impulso vital que siente detrás de sí, de obtener de él una visión íntegra, aunque sin duda evanescente?

Se dirá que, incluso así, no sobrepasamos nuestra inteligencia, ya que es con nuestra inteligencia, a través de nuestra inteligencia, como miramos todavía las demás formas de la conciencia. Y habría razón para decirlo, si fuésemos puras inteligencias, si no hubiese quedado alrededor de nuestro pensamiento conceptual y lógico una nebulosidad vaga, hecha de la sustancia misma a expensas de la cual se ha formado el núcleo luminoso al que denominamos inteligencia. Ahí residen ciertas potencias complementarias del entendimiento, potencias de las que no tenemos más que un sentimiento confuso cuando permanecemos encerrados en nosotros, pero que se iluminarán y se distinguirán cuando ellas mismas pongan manos a la obra, por decirlo así, en la evolución de la naturaleza. Aprenderán de esta manera qué esfuerzo tienen que hacer para intensificarse y para dilatarse en el sentimiento mismo de la vida.

Es decir, que la teoría del conocimiento y la teoría de la vida nos parecen inseparables una de otra. Una teoría de la vida que no se acompañe de una crítica del conocimiento está obligada a aceptar, al pie de la letra, los conceptos que el entendimiento pone a su disposición: no puede sino encerrar los hechos, de grado o por fuerza, en cuadros preexistentes que considera como definitivos. Obtiene así un simbolismo fácil, necesario incluso quizás a la ciencia positiva, pero no una visión directa de su objeto. Por otra parte, una teoría del conocimiento, que coloca de nuevo a la inteligencia en la evolución general de la vida, no nos enseñará ni cómo están constituidos los cuadros de la inteligencia, ni cómo podemos ampliarlos o sobrepasarlos. Es preciso que estas dos investigaciones, teoría del conocimiento y teoría de la vida, se reúnan, y, por un proceso circular, se empujen una a otra indefinidamente.

Así podrán resolver por un método más seguro, más cercano a la experiencia, los grandes problemas que presenta la filosofía. Porque, si tuviesen éxito en su empresa común, nos harían asistir a la formación de la inteligen- cia y, por ende, a la génesis de esta materia cuya configuración general dibuja nuestra inteligencia. Ahondarían hasta la raíz misma de la naturaleza y del espíritu. Sustituirían el falso evolucionismo de Spencer —que consiste en recortar la realidad actual, ya evolucionada, en pequeños trozos no menos evolucionados, luego en recomponerla con estos fragmentos y en darse así, de antemano, todo lo que se trata de explicar— por un evolucionismo verdadero, en el que la realidad sería seguida en su generación y su crecimiento.

Pero una filosofía de este género no se hará en un día. A diferencia de los sistemas propiamente dicho?, cada uno de los cuales fue obra de un hombre genial y se presentó como un bloque, que puede tomarse o dejarse, no podrá constituirse más que por el esfuerzo colectivo y progresivo de muchos pensadores, de muchos observadores también, completándose, corrigiéndose, enderezándose unos a otros. Pero tampoco el presente ensayo trata de resolver de una vez los problemas más importantes. Querría simplemente definir el método y hacer entrever, sobre algunos puntos esenciales, la posibilidad de aplicarlo.

El plan ha sido trazado por el objeto mismo. En un primer capítulo, ensayamos para el progreso evolutivo las dos prendas de confección de que dispone nuestro entendimiento: mecanicismo y finalidad 1; mostramos que no nos valen ni la una ni la otra, pero que una de las dos podría ser recortada, recosida, y, bajo esta nueva forma, sentar menos mal que la otra. Para sobrepasar el punto de vista del entendimiento, tratamos de reconstruir, en nuestro segundo capítulo, las grandes líneas de evolución que ha recorrido la vida al lado de la que llevaba a la inteligencia humana. La inteligencia se encuentra así colocada, nuevamente, en su causa generatriz, que trataría entonces de aprehender en sí misma y de seguir en su movimiento. Un esfuerzo de este género es el que intentamos —aunque de manera incompleta— en nuestro tercer capítulo. Una cuarta y última parte está destinada a mostrar cómo nuestro entendimiento mismo, sometiéndose a una cierta disciplina, podría preparar una filosofía que le sobrepase. Para esto, se haría necesaria una ojeada a la historia de los sistemas, al mismo tiempo que un análisis de las dos grandes ilusiones a las que se expone, desde que especula sobre la realidad en general el entendimiento humano.

 

1 La idea de considerar la vida como trascendente a la finalidad tanto como al mecanicismo está, por lo demás, lejos de ser una idea nueva. En particular, se la encontrará expuesta con profundidad en tres artículos de ch. dunan sobre Le probléme de la vie (Revue philosophique, 1892). En el desarrollo de esta idea hemos coincidi-do más de una vez con Dunan. Sin embargo, las consideraciones que presentamos sobre este punto, como sobre las cuestiones que a él se refieren, son las mismas que habíamos dado a conocer, hace ya tiempo, en nuestro Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Uno de los principales objetos de este Ensayo era, en efecto, mostrar que la vida psicológica no es ni unidad ni multiplicidad, que trasciende lo mecánico y lo inteligente, no teniendo sentido mecanicismo y finalidad sino allí donde hay "multiplicidad distinta", "espacialidad", y por consiguiente conjunción de partes preexistentes: "duración real" significa a la vez continuidad indivisible y creación. En el presente trabajo aplicamos estas mismas ideas a la vida en general, considerada ella misma, por otra parte, desde el punto de vista psicológico.


CAPITULO I

DE LA EVOLUCIÓN DE LA VIDA. MECANICISMO Y FINALIDAD

La existencia de que estamos más seguros y que mejor conocemos es indiscutiblemente la nuestra, porque de todos los demás objetos tenemos nociones que pueden considerarse como exteriores y superficiales, en tanto que nosotros nos percibimos a nosotros mismos interiormente, profundamente. ¿Qué constatamos entonces? ¿Cuál es, en este caso privilegiado, el sentido preciso de la palabra "existir"? Recordemos aquí, en dos palabras, las conclusiones de un trabajo anterior.

Me doy cuenta primero de que paso de un estado a otro. Tenga calor o frío, esté alegre o esté triste, trabaje o no haga nada, miro a lo que me rodea o pienso en otra cosa. Sensaciones, sentimientos, voliciones, representaciones, he aquí las modificaciones entre las que se reparte mi existencia y que la colorean alternativamente. Cambio, pues, sin cesar. Pero con esto no digo bastante. El cambio es más radical de lo que en primer lugar se creería.

Hablo, en efecto, de cada uno de mis estados como si formase un bloque. Digo ciertamente que cambio, pero el cambio me parece residir en el paso de un estado al siguiente: de cada estado, tomado aparte, deseo creer que permanece lo que es durante el tiempo que se produce. Sin embargo, un ligero esfuerzo de atención me revelaría que no hay afección, representación ni volición que no se modifique en todo momento; si un estado de alma cesase de variar, su duración cesaría de transcurrir. Tomemos el más estable de los estados internos, la percepción visual de un objeto exterior inmóvil. Aunque el objeto permanezca el mismo y yo lo mire del mismo lado, bajo el mismo ángulo, en el mismo día, la visión que tengo de él difiere de la que acabo de tener, pues se dará el caso de haber envejecido un instante. Mi memoria está ahí, introduciendo algo de este pasado en este presente. Mi es- tado de alma, al avanzar en la ruta del tiempo, se infla continuamente con la duración que lo engrosa y hace, por decirlo así una bola de nieve consigo mismo. Con más razón ocurre así con los estados más profundamente interiores —sensaciones, afecciones, deseos, etc.—, que no se corresponden, como una simple percepción visual, con un objeto exterior invariable. Pero es fácil no prestar atención a este cambio ininterrumpido, y no notarlo más que cuando engrosa lo bastante para imprimir al cuerpo una nueva actitud, y a la atención una dirección nueva. En este momento preciso nos encontramos con que hemos cambiado de estado. La verdad es que cambiamos sin cesar y que el estado mismo es ya un cambio.

Es decir que no hay diferencia esencial entre pasar de un estado a otro y persistir en el mismo estado. Si el estado que "permanece lo mismo" es más variado de lo que se cree, inversamente el paso de un estado a otro semeja más de lo que se imagina a un mismo estado que se prolonga; la transición es continua. Pero, precisamente porque cerramos los ojos a la incesante variación de cada estado psicológico, estamos obligados, cuando la variación llega a ser tan considerable que se impone a nuestra atención, a hablar como si un nuevo estado se hubiese yuxtapuesto al precedente. De éste suponemos que permanece invariable a su vez, y así consecutiva e indefinidamente. La aparente discontinuidad de la vida psicológica estriba, pues, en que nuestra atención se fija sobre ella por una serie de actos discontinuos: donde no hay más que una pendiente dulce, creemos percibir, siguiendo la línea rota de nuestros actos de atención, los peldaños de una escalera. Es verdad que nuestra vida psicológica está llena de imprevistos. Surgen mil incidentes que parecen dar un tajo sobre lo que precede y no referirse ya a lo que les sigue. Pero la discontinuidad de sus apariciones se destaca sobre la continuidad de un fondo en el cual se dibujan y al que dan la sinfonía los golpes de tambor que suenan de cuando en cuando. Nuestra atención se fija en ellos porque le interesan más, pero cada uno de ellos es llevado por la masa fluida de nuestra existencia psicológica entera. Cada uno de ellos no es más que el punto mejor iluminado de una zona móvil que comprende todo lo que sentimos, pensamos, queremos, todo lo que somos, en fin, en un momento dado. Es esta zona entera la que constituye, en realidad, nuestro estado. Ahora bien, de los estados así definidos puede decirse que no son elementos distintos. Se continúan unos a otros en un transcurso sin fin.

Pero como nuestra atención los ha distinguido y separado artificialmente, está obligada a reunirlos en seguida por un lazo artificial. Imagina así un yo amorfo, indiferente, inmutable, sobre el que desfilarían o se enhebrarían los estados psicológicos que ella ha erigido en entidades independientes. Donde hay una fluidez de matices fugaces que montan unos sobre otros, ella percibe colores vivos y, por decirlo así, sólidos, que se yuxtaponen como las perlas variadas de un collar: es forzoso suponer entonces un hilo, no menos sólido, que retendría conjuntamente las perlas. Pero si este sustrato incoloro es coloreado sin cesar por lo que le recubre, resulta para nosotros, en su indeterminación, como si no existiese. Ahora bien, no percibimos precisamente más que lo coloreado, es decir, estados psicológicos. A decir verdad, este "sustrato" no es una realidad; es, para nuestra conciencia, un simple signo destinado a recordarle sin cesar el carácter artificial de la operación por la que la atención yuxtapone un estado a un estado, allí donde hay una continuidad que se desarrolla. Si nuestra existencia se compusiese de estados separados de los que un "yo" impasible tuviese que realizar la síntesis, no habría para nosotros duración. Porque un yo que no cambia no dura, y un estado psicológico que permanece idéntico a sí mismo, en tanto no es reemplazado por el estado siguiente, no dura ya. Por más que, desde entonces, se alineen estos estados unos al lado de otros sobre el "yo" que los sostiene, jamás estos sólidos enfilados sobre lo sólido producirán esa duración que transcurre. La verdad es que se obtiene así una imitación artificial de la vida interior, un equivalente estático que se prestará mejor a las exigencias de la lógica y del lenguaje, precisamente porque se habrá eliminado de él el tiempo real. Pero en cuanto a la vida psicológica, tal como ella se desarrolla en los símbolos que la recubren, se percibe sin dificultad que es su trama misma.

No hay por lo demás trama más resistente ni más sustancial. Porque nuestra duración no es un instante que reemplaza a un instante: entonces, no habría nunca otra cosa que el presente, no habría prolongación del pasado en lo actual, ni evolución, ni duración concreta. La duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se dilata al avanzar. Desde el momento en que el pasado aumenta sin cesar, se conserva también indefinidamente. La memoria, como hemos tratado de probar 1, no es una facultad de clasificar recuerdos en el cajón de un armario o de inscribirlos en un registro. No hay registro ni cajón; no hay incluso aquí, hablando con propiedad, una facultad, porque una facultad se ejercita intermitentemente, cuando quiere o cuando puede, en tanto que el amontonamiento del pasado sobre el pasado se prosigue sin tregua. En realidad, el pasado se conserva por sí mismo, automáticamente. Todo entero, sin duda, nos sigue a cada instante: lo que hemos sentido, pensado, querido desde nuestra primera infancia, está ahí, pendiendo sobre el presente con el que va a unirse, ejercien- do presión contra la puerta de la conciencia que querría dejarlo fuera. El mecanismo cerebral está hecho precisamente para hacer refluir su casi totalidad en lo inconsciente y para no introducir en la conciencia más que lo que por naturaleza está destinado a iluminar la situación presente, a ayudar a la acción que se prepara, a dar, en fin, un trabajo útil. A lo más, recuerdos de lujo alcanzan a pasar de contrabando por la puerta entreabierta. Y ellos, mensajeros de lo inconsciente, nos advierten de lo que arrastramos detrás de nosotros sin saberlo. Pero incluso aunque no tuviésemos la idea distinta, sentiríamos vagamente que nuestro pasado nos permanece como presente. ¿Qué somos, en efecto, qué es nuestro carácter, sino la condensación de la historia que hemos vivido a partir de nuestro nacimiento, antes incluso de nacer, ya que traemos con nosotros disposiciones prenatales? Sin duda, no pensamos más que con una pequeña parte de nuestro pasado; pero es con nuestro pasado entero, comprendida en él nuestra curvatura original del alma, con el que deseamos, queremos y actuamos. Nuestro pasado se manifiesta pues íntegramente a nosotros por su impulso y en forma de tendencia, aunque solamente una débil parte se convierta en representación.

De esta supervivencia del pasado resulta la imposibilidad, para una conciencia, de atravesar dos veces el mismo estado. Aunque las circunstancias sean las mismas, ya no actúan sobre la misma persona, puesto que la toman en un nuevo momento de su historia. Nuestra personalidad, que se construye a cada momento con la experiencia acumulada, cambia sin cesar. Al cambiar, impide que un estado, aún idéntico a sí mismo en superficie, se repita en profundidad. Y por ello nuestra duración resulta irreversible. No podríamos revivir una parcela suya, porque sería preciso comenzar por borrar el recuerdo de todo lo que ha seguido. Podríamos, en rigor, borrar este recuerdo de nuestra inteligencia, pero no de nuestra voluntad.

Así, nuestra personalidad se desarrolla, crece, madura incesantemente. Cada uno de sus momentos es algo nuevo que se añade a lo anterior. Vayamos más lejos: no se trata solamente de algo nuevo, sino de algo imprevisible. Sin duda, mi estado actual se explica por lo que había en mí y por lo que actuaba sobre mí hace un poco. No encontraría otros elementos en el análisis. Pero una inteligencia, incluso sobrehumana, no hubiese podido prever la forma simple, indivisible, que da a estos elementos completamente abstractos su organización concreta. Porque prever consiste en proyectar en el porvenir lo que se ha percibido en el pasado, o en representarse para más tarde una nueva ensambladura, en otro orden, de los elementos ya percibidos. Pero lo que no se ha percibido nunca y lo que es al mismo tiempo simple, resulta necesariamente imprevisible. Ahora bien, tal es el caso de cada uno de nuestros estados, considerado como un momento de una historia que se desarrolla: es simple, y no puede haber sido percibido ya, puesto que concentra en su indivisibilidad todo lo percibido junto con lo que, además, le añade el presente. Es un momento original de una no menos original historia.

 

El retrato terminado se explica por la fisonomía del modelo, por la naturaleza del artista, por los colores disueltos sobre la paleta; pero, incluso con el conocimiento de lo que lo explica, nadie, ni aun el artista, hubiese podido prever con exactitud lo que sería el retrato, porque el predecirlo hubiese sido producirlo antes de haber sido hecho, hipótesis absurda que se destruye a sí misma. Otro tanto ocurre con los momentos de nuestra vida, de la que somos sus artesanos. Cada uno de ellos es una especie de creación. Y lo mismo que el talento del pintor se forma o se deforma, y en todo caso se modifica, bajo la influen-cia misma de las obras que produce, así cada uno de nuestros estados, al mismo tiempo que sale de nosotros, mo-difica nuestra persona, siendo como la forma nueva que acabamos de darnos. Hay, pues, razón para decir que lo que hacemos depende de lo que somos; pero debe aña-dirse que somos, en cierta medida, lo que hacemos y que nos creamos continuamente a nosotros mismos. Esta crea-ción de sí por sí es tanto más completa, por lo demás, cuanto mejor se razona sobre lo que se hace. Porque la razón no procede aquí como en geometría, en donde las premisas son dadas una vez por todas, impersonales, y donde se impone una conclusión impersonal. Aquí, por el contrario, las mismas razones podrán inspirar, a personas diferentes o a la misma persona en momentos diferentes, actos profundamente diferentes, aunque igualmente razonables. A decir verdad, no se trata de las mismas razones, puesto que no son las de la misma persona ni las del mismo momento. Por lo cual no se puede operar sobre ellas in abstracto, desde fuera, como en geometría, ni resolver a otro los problemas que la vida le impone. Cada uno habrá de resolverlos desde su interioridad, por su cuenta. Pero no tenemos por qué profundizar en este punto. Buscamos tan sólo qué sentido preciso da nuestra conciencia a la palabra "existir", y encontramos que, para un ser consciente, existir consiste en cambiar, cambiar madurando, madurar creándose indefinidamente a sí mismo. ¿Di-ríase otro tanto de la existencia en general?

Un objeto material, tomado al azar, presenta caracteres inversos a los que acabamos de enumerar. O permanece tal cual es, o, si cambia bajo la influencia de una fuerza exterior, nos representamos este cambio como un desplazamiento de partes que no cambian. Si estas partes cambiasen, las fragmentaríamos a su vez. Descenderemos así hasta las moléculas de que están hechos los fragmentos, hasta los átomos constitutivos de las moléculas, hasta los corpúsculos generadores de los átomos, hasta lo "imponderable" en el seno del cual se formaría el corpúsculo por un simple torbellino. Llevaremos, en fin, la división o el análisis tan lejos como sea preciso. Pero no nos detendremos sino ante lo inmutable.

Ahora bien, decimos que el objeto compuesto cambia por el desplazamiento de sus partes. Pero cuando una parte ha dejado su posición, nada le impide volver a recobrarla. Un grupo de elementos que ha pasado por un estado, puede pues, en todo momento, volver a él, si no por sí mismo, al menos por el efecto de una causa exterior que vuelve a ponerlo todo en su lugar. Esto equivale a decir que un estado del grupo podrá repetirse tan frecuentemente como se quiera y que, por consiguiente, el grupo no envejece, no tiene historia.

Así, nada se crea en él, ni forma ni materia. Lo que el grupo será está ya presente en lo que es, con tal que se comprenda en lo que es todos los puntos del universo con los que se le supone en relación. Una inteligencia sobrehumana calcularía, para no importa qué momento del tiempo, la posición de no importa qué punto del sistema en el espacio. Y como no hay nada más en la forma del todo que la disposición de las partes, las formas futuras del sistema son teóricamente visibles en su configuración presente.

Toda nuestra creencia en los objetos, todas nuestras operaciones con los sistemas que la ciencia aísla, descansan en efecto sobre la idea de que el tiempo no actúa sobre ellos. Hemos tocado algo de esto en un trabajo anterior. Volveremos de nuevo en el curso del presente estudio. Por el momento limitémonos a hacer notar que el tiempo abstracto t atribuido por la ciencia a un objeto material o a un sistema aislado, no consiste más que en un número determinado de simultaneidades, o más generalmente de correspondencias, y que este número permanece el mismo, sea cual sea la naturaleza de los intervalos que separan unas correspondencias de otras. Jamás se presenta la cuestión de estos intervalos cuando se habla de la materia bruta; o si se les toma en consideración, es para contar ahí con correspondencias nuevas, entre las cuales podrá pasar todavía todo lo que se quiera. El sentido común, que sólo se ocupa de los objetos separados, como también la ciencia, que no considera más que sistemas aislados, se coloca en los extremos de los intervalos y no a lo largo de los intervalos mismos. Por lo cual podríamos suponer que el flujo del tiempo tomó una rapidez infinita, que todo el pasado, el presente y el porvenir de los objetos materiales o de los sistemas aislados se hizo patente de una vez en el espacio: nada habría que cambiar ni en las fórmulas del sabio ni incluso en el lenguaje del sentido común. El número t significaría siempre lo mismo. Contaría todavía con el mismo número de correspondencias entre los estados de los objetos o de los sistemas y los puntos de la línea plenamente trazada que sería ahora "el curso del tiempo".

Sin embargo, la sucesión es un hecho indiscutible, incluso en el mundo material. Nuestros razonamientos sobre los sistemas aislados en vano implicarán que la historia pasada, presente y futura de cada uno de ellos sea explicable toda de una vez, como desplegada en abanico; esta historia se desenvuelve poco a poco, como si ocupase una duración análoga a la nuestra. Si deseo prepararme un vaso de agua azucarada, por más que haga, debo esperar a que el azúcar se disuelva. Este hecho sin importancia está lleno de enseñanzas. Pues el tiempo que tengo que esperar no es ya ese tiempo matemático que se aplicaría también a lo largo de la historia entera del mundo material, aun cuando se nos mostrase toda de una vez en el espacio. Coincide con mi impaciencia, es decir, con una cierta porción de mi duración, que no es prolongable ni reducible a voluntad. No se trata ya de algo pensado, sino de algo vivido, esto es, de una relación, de lo absoluto. ¿Y no equivale a decir que el vaso de agua, el azúcar, y el proceso de disolución del azúcar en el agua son sin duda abstracciones, y que el Todo en el que están recortados por mis sentidos y mi entendimiento progresa quizás a la manera de una conciencia?

Ciertamente, la operación por la cual la ciencia aísla y cierra un sistema no es una operación completamente artificial. Si no tuviese un fundamento objetivo, no se explicaría que estuviese indicada en ciertos casos, pero no en otros. Veremos que la materia tiene una tendencia a construir sistemas aislables, que pueden tratarse geométricamente. Incluso la definiremos por esta tendencia. Pero no se trata más que de una tendencia. La materia no va hasta el fin, y el aislamiento no es nunca completo. Si la ciencia va hasta el fin y aísla por completo, es para facilidad del estudio. Ella sobreentiende que el sistema, aislado, permanece sometido a ciertas influencias exteriores. Las da simplemente de lado, ya porque las encuentre demasiado débiles para despreciarlas, ya porque se reserve tenerlas en cuenta más tarde. No es menos verdad que estas influencias son como otros tantos hilos que enlazan el sistema a otro más amplio, éste a un tercero que engloba a los dos, y así en sucesión hasta llegar al sistema más objetivamente aislado y más independiente de todos: el sistema solar en su conjunto. Pero, aun aquí, el aislamiento no es absoluto. Nuestro sol irradia su calor y su luz más allá del planeta más lejano. Y, por otra parte, se mueve, y arrastra consigo los planetas y sus satélites, en una dirección determinada. El hilo que le ata al resto del universo es sin duda muy tenue. Sin embargo, a lo largo de este hilo se transmite, hasta la más pequeña parcela del mundo en que vivimos, la duración inmanente al todo del universo.

 

El universo dura. Cuanto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, más comprenderemos que duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo. Los sistemas delimitados por la ciencia no duran sino porque están indisolublemente ligados al resto del universo. Es verdad que en el universo mismo debemos distinguir, como diremos más adelante, dos movimientos opuestos, el uno de "descen- so", el otro de "subida". El primero no hace más que desenvolver un rollo ya preparado. Podría, en principio, realizarse de una manera casi instantánea, como ocurre a un resorte que se afloja. Pero el segundo, que corresponde a un trabajo interior de maduración o de creación, dura esencialmente, e impone su ritmo al primero, que es inseparable de él.

Nada impide, pues, atribuir a los sistemas que la ciencia aísla una duración y, por ello, una forma de existencia análoga a la nuestra, si se les reintegra al Todo. Pero es preciso efectuar esta reintegración. Y otro tanto diríamos, a fortiori, de los objetos delimitados por nuestra percepción. Los contornos distintos que atribuimos a un objeto, y que le confieren su individualidad, no son más que el dibujo de un cierto género de influencia que podríamos ejercer en un cierto punto del espacio: es el plano de nuestras acciones eventuales el devuelto a nuestros ojos, como por un espejo, cuando percibimos las superficies y las aristas de las cosas. Suprimid esta acción y por consiguiente las grandes rutas que ella frecuenta de antemano, por medio de la percepción, en la confusión de lo real, y la individualidad del cuerpo se reabsorbe en la universal interacción que es sin duda la realidad misma.

Ahora bien, hemos considerado objetos materiales tomados al azar. ¿Pero no hay objetos privilegiados? Decíamos que los cuerpos brutos son tallados en la trama de la naturaleza por una percepción cuyos cinceles siguen, en cierto modo, el punteado de las líneas sobre las que pasaría la acción. Pero el cuerpo que ejerce esta acción, el cuerpo que, antes de realizar acciones reales, proyecta ya sobre la materia el dibujo de sus acciones virtuales, el cuerpo que no tiene más que dirigir sus órganos sensoriales sobre el flujo de lo real para hacerlo cristalizar en formas definidas y crear así todos los demás cuerpos, el cuerpo vivo, en fin, ¿es un cuerpo como los demás?

Sin duda, consiste, él también, en una porción de extensión enlazada al resto de la extensión, solidaria del Todo, sometida a las mismas leyes físicas y químicas que gobiernan no importa qué porción de la materia. Pero en tanto que la subdivisión de la materia en cuerpos aislados es relativa a nuestra percepción; en tanto que la constitución de sistemas cerrados de puntos materiales es relativa a nuestra ciencia, el cuerpo vivo ha sido aislado y cerrado por la naturaleza misma. Se compone de partes heterogéneas que se completan unas a otras. Realiza funciones diversas que se implican unas a otras. Es un individuo, y de ningún otro objeto, incluso del cristal, puede decirse otro tanto, ya que un cristal no tiene ni heterogeneidad de partes ni diversidad de funciones. Sin duda, resulta difícil determinar, incluso en el mundo organizado, lo que es individuo y lo que no lo es. La dificultad ya es grande en el reino animal; se hace casi insuperable, cuando se trata de los vegetales. Esta dificultad reside, por lo demás, en causas profundas, sobre las que insistiremos más adelante. Se verá que la individualidad encierra una infinidad de grados y que en ninguna parte, ni siquiera en el hombre, se realiza plenamente. Pero esta no es una razón para rehusar ver ahí una propiedad característica de la vida. El biólogo que procede como geómetra, triunfa demasiado fácilmente sobre nuestra impotencia para dar de la individualidad una definición precisa y general. Una definición perfecta no se aplica más que a una realidad hecha; ahora bien, las propiedades vitales no están nunca enteramente realizadas, sino siempre en vía de realización: son menos estados que tendencias. Y una tendencia no obtiene todo lo que ella trata de alcanzar más que si no es contrariada por ninguna otra tendencia: ¿cómo podría presentarse este caso en el dominio de la vida, donde hay siempre, como mostraremos, implicación recíproca de tendencias antagónicas? En particular, en el caso de la individualidad, puede decirse que, si la tendencia a individualizarse está presente en todas partes en el mundo organizado, es combatida también en todas partes por la tendencia a reproducirse. Para que la individualidad fuese perfecta, sería preciso que no pudiese vivir separadamente ninguna parte aislada del organismo. Pero la reproducción se haría entonces imposible. ¿Qué es ésta, en efecto, sino la reconstrucción de un organismo nuevo con un fragmento separado del antiguo? La individualidad aloja su enemigo en ella. La necesidad misma que ella experimenta de perpetuarse en el tiempo la condena a no estar jamás completa en el espacio. Corresponde al biólogo hacer, en cada uno de los casos, la partición de las dos tendencias. En vano, pues, le pediremos una definición de la individualidad for-mulable una vez por todas y aplicable automáticamente. Pero con demasiada frecuencia se razona sobre las cosas de la vida como sobre las modalidades de la materia bruta. En ninguna parte la confusión es tan visible como en las discusiones sobre la individualidad. Se nos muestran los trozos de un Lumbriculus regenerando cada uno su cabeza y viviendo en adelante corno otros tantos individuos independientes, o una Hydra cuyos pedazos se convierten en otras tantas Hydras nuevas, o un huevo de erizo, cuyos fragmentos desarrollan embriones completos: ¿dónde estaba, pues, se nos preguntará, la individualidad del huevo, de la Hydra o del gusano? Pero de que ahora haya varias individualidades no se sigue que no haya habido antes una individualidad única. Reconozco que después de ver caer varios cajones de un mueble, no tenía derecho a decir que el mueble era todo de una pieza. Pero lo que no puede haber en el presente de este mueble más que en su pasado es que, si está hecho ahora de varias piezas heterogéneas, también lo estaba desde el momento de su fabricación. Más generalmente, los cuerpos no organizados, que son aquellos de los que tenemos necesidad para actuar y sobre los que hemos modelado nuestra manera de pensar, son regidos por esta ley simple: "el presente no contiene nada más que el pasado, y lo que se encuentra en el efecto estaba ya en su causa". Pero supongamos que el cuerpo organizado tenga por rasgo distintivo crecer y modificarse sin cesar, como testimonia por lo demás la observación más superficial; no habría nada sorprendente en que fuese uno primero y varios después. La reproducción de los organismos unicelulares consiste en esto mismo, en que el ser vivo se divide en dos mitades cada una de las cuales es un individuo completo. Es verdad que en los animales más complejos la naturaleza localiza en células llamadas sexuales, casi independientes, el poder de producir de nuevo el todo. Pero algo de este poder puede permanecer difuso en el resto del organismo, como lo prueban los hechos de regeneración, y se concibe que, en ciertos casos privilegiados, la facultad subsiste íntegra en estado latente y se manifiesta en la primera ocasión. A decir verdad, para que yo pueda hablar de individualidad, no es necesario que el organismo no pueda escindirse en fragmentos viables. Basta que este organismo haya presentado una cierta sistematización de partes antes de la fragmentación y que la misma sistematización tienda a reproducirse en los fragmentos una vez separados. Ahora bien, esto es justamente lo que observamos en el mundo organizado. Concluyamos, pues, diciendo que la individualidad no es nunca perfecta, que resulta difícil y a veces casi imposible precisar lo que es individuo y lo que no lo es, pero que la vida no deja de manifestar por ello una búsqueda de la individualidad y que tiende a constituir sistemas naturalmente aislados, naturalmente cerrados. Por ello, un ser vivo se distingue de todo lo que nuestra percepción o nuestra ciencia aísla o cierra artificialmente. Nos equivocaríamos si le comparásemos con un objeto. Si quisiéramos buscar en lo no organizado un término de comparación, deberíamos asimilar el organismo vivo antes bien a la totalidad del universo material y no a un objeto determinado. Es verdad que la comparación no nos servirla gran cosa, porque un ser vivo es un ser observable, en tanto que el todo del universo es construido o reconstruido por el pensamiento. Al menos nuestra atención sería solicitada en cuanto al carácter esencial de la organización. Como el universo en su conjunto, como cada ser consciente tomado aparte, el organismo que vive es algo que dura. Su pasado se prolonga todo entero en su presente, y ahí permanece actual y actuando. ¿Podría comprenderse de otro modo que atravesase fases bien reguladas, que cambiase de edad, en fin, que tuviese una historia? Si considero mi cuerpo en particular, encuentro que, semejante a mi conciencia, madura poco a poco desde la infancia a la vejez; como yo, envejece. Incluso madurez y vejez no son, hablando con propiedad, más que atributos de mi cuerpo; sólo metafóricamente doy el mismo nombre a los cambios correspondientes de mi persona consciente. Ahora, si paso de arriba abajo la escala de los seres vivos; si paso de uno de los más diferenciados a uno de los menos diferenciados; si paso del organismo pluricelular al organismo unicelular del infusorio, encuentro de nuevo, en esta simple célula, el mismo proceso de envejecimiento. El infusorio se agota al cabo de un cierto número de divisiones, y si se puede, modificando el medio 2, retardar el momento en que se hace necesario un rejuvenecimiento   por   conjugación,   no  sabríamos   retrotraerlo indefinidamente. Es verdad que entre estos dos extremos, en que el organismo está plenamente individualizado, encontraríamos una multitud de otros en que se marca menos la individualidad, y en los cuales, aunque haya sin duda envejecimiento en alguna parte, no sabríamos decir justamente lo que envejece. Una vez más, no existe ley biológica universal que se aplique enteramente, automáticamente, a no importa qué ser vivo. No hay más que direcciones en las que la vida lanza a las especies en general. Cada especie particular, en el acto mismo por el cual se constituye, afirma su independencia, sigue su capricho, se desvía más o menos de la línea, a veces incluso remonta la pendiente y parece volver la espalda a la dirección original. No habrá, dificultad en mostrarnos que un árbol no envejece, ya que sus ramas terminales son siempre jóvenes, siempre también capaces de engendrar, por trasplante, árboles nuevos. Pero en un organismo parecido —que es por lo demás una sociedad antes que un individuo—, algo envejece, aunque no sean más que las hojas y el interior del tronco. Y cada célula, considerada aparte, evoluciona de una manera determinada. Dondequiera que algo vive, hay, abierto en alguna parte, un registro en el que se inscribe el tiempo.

Esto no es otra cosa, se dirá, que una metáfora. Pero es esencial al mecanicismo, en efecto, tener por metafórica toda expresión que atribuye al tiempo una acción eficaz y una realidad propia. La observación inmediata nos muestra que el fondo mismo de nuestra existencia consciente es memoria, es decir, prolongación del pasado en el presente, es decir todavía, duración que actúa e irreversible. El razonamiento nos prueba que cuanto más nos alejamos de los objetos recortados y de los sistemas aislados por el sentido común y la ciencia, más nos las habernos con una realidad que cambia en bloque en sus disposiciones interiores, como si una memoria acumuladora del pasado hiciese imposible ahí la vuelta atrás. El instinto mecanicista del espíritu es más fuerte que el razonamiento, más fuerte que la observación inmediata. El metafísico que llevamos inconscientemente en nosotros, y cuya presencia se explica, como veremos más adelante, por el lugar mismo que ocupa el hombre en el conjunto de los seres vivos, tiene sus exigencias detenidas, sus explicaciones hechas, sus tesis irreductibles: todas se refieren a la negación de la duración concreta. Es preciso que el cambio se reduzca a un arreglo o desarreglo de las partes, que la irreversibilidad del tiempo sea una apariencia relativa a nuestra ignorancia, que la imposibilidad de la vuelta atrás no sea otra cosa que la impotencia del hombre para volver a poner las cosas en su lugar. Desde entonces, el envejecimiento no puede ser ya más que la adquisición progresiva o la pérdida gradual de ciertas sustancias, quizá las dos cosas a la vez. El tiempo tiene justamente tanta realidad para un ser vivo como para un reloj de arena, en el que el depósito de arriba se vacía en tanto que el de abajo se llena, y donde pueden ponerse las cosas en su punto dando vuelta al aparato.

Es verdad que no se está de acuerdo sobre lo que se gana ni sobre lo que se pierde entre el día del nacimiento y el de la muerte. Hay quienes piensan en el aumento continuo del volumen del protoplasma, a partir del nacimiento de la célula hasta su muerte 3. Más verosímil y más profunda es la teoría que hace descansar la disminución en la cantidad de sustancia nutritiva encerrada en el "medio interior" donde se renueva el organismo, y el aumento en la cantidad de sustancias residuales no excretadas que, al acumularse en el cuerpo, terminan por "encostrarlo 4 ". ¿Es preciso, no obstante, con un microbiólogo eminente, declarar insuficiente toda explicación del envejecimiento que no tiene en cuenta la fagocitosis 5 ? No estamos calificados para zanjar la cuestión. Pero el hecho de que las dos teorías estén de acuerdo en afirmar la constante acumulación o la pérdida constante de una cierta especie de materia, cuando, en la determinación de lo que se gana y de lo que se pierde, no tienen gran cosa de común, muestra suficientemente que el cuadro de la explicación ha sido suministrado a priori. Lo veremos mejor a medida que avancemos en nuestro estudio: no es fácil, cuando se piensa en el tiempo, escapar a la imagen del reloj de arena.

La causa del envejecimiento debe ser más profunda. Estimamos que hay continuidad ininterrumpida entre la evolución del embrión y la del organismo completo. El impulso en virtud del cual el ser vivo crece, se desarrolla y envejece, es el mismo que le ha hecho atravesar las fases de la vida embrionaria. El desarrollo del embrión es un perpetuo cambio de forma. El que quisiera tomar nota de todos sus aspectos sucesivos se perdería en un infinito, como ocurre cuando nos las habernos con una continuidad. De esta evolución prenatal es la vida la prolongación. Prueba de ello, que frecuentemente es imposible decir si nos encontramos ante un organismo que envejece o ante un embrión que continúa su evolución: tal es el caso de las larvas de insectos y de crustáceos, por ejemplo. Por otra parte, en un organismo como el nuestro, crisis del tipo de la pubertad o la menopausia, que entrañan la transformación completa del individuo, son de hecho comparables a los cambios que se realizan en el curso de la vida de las larvas o embrionaria; sin embargo, forman parte integrante de nuestro envejecimiento. Si se producen en una edad determinada, y en un tiempo que puede ser bastante corto, nadie sostendrá que sobrevienen entonces ex abrupto, desde fuera, simplemente porque se ha alcanzado una cierta edad, como la llamada a filas espera a quien ha cumplido los veinte años. Es evidente que un cambio como el de la pubertad se prepara en todo momento desde el nacimiento e incluso antes del nacimiento, y que el envejecimiento del ser vivo hasta esta crisis consiste, en parte al menos, en esta preparación gradual. En suma, lo que hay de propiamente vital en el envejecimiento es la continuación insensible, infinitamente dividida, del cambio de forma. Lo acompañan por lo demás, sin duda alguna, fenómenos de destrucción orgánica. A ellos se referirá una explicación mecanicista del envejecimiento. Observará los hechos de esclerosis, la acumulación gradual de las sustancias residuales, la hipertrofia creciente del protoplasma de la célula. Pero bajo estos efectos visibles se disimula una causa interior. La evolución del ser vivo, como la del embrión, implica un registro continuo de la duración, una persistencia del pasado en el presente y, por consiguiente, una apariencia al menos de memoria orgánica.

El estado presente de un cuerpo bruto depende exclusivamente de lo que le ocurría en el instante anterior. La posición de los puntos materiales de un sistema definido y aislado por la ciencia está determinada por la posición de estos mismos puntos en el momento inmediatamente anterior. En otros términos: las leyes que rigen la materia inorgánica se expresan, en principio, por ecuaciones diferenciales en las que el tiempo (en el sentido en que el matemático toma esta palabra) representaría el papel de variable independiente. ¿Ocurre lo mismo con las leyes de la vida? ¿El estado de un cuerpo vivo encuentra su explicación completa en e! estado inmediatamente anterior? Sí, si convenimos a priori en asimilar el cuerpo vivo a los otros cuerpos de la naturaleza, y en identificarle,  para las necesidades de la causa, con los sistemas artificiales sobre los que operan el químico, el físico y el astrónomo.

 

Pero en astronomía, en física y en química, la proposición tiene un sentido bien determinado: significa que ciertos aspectos del presente, importantes para la ciencia, son calculables en función del pasado inmediato. Nada semejante en el dominio de la vida. Aquí el cálculo afecta, todo lo más, a ciertos fenómenos de destrucción orgánica. Por el contrario, de la creación orgánica, de los fenómenos evolutivos que constituyen propiamente la vida, no entrevemos incluso cómo podríamos someterlos a un tratamiento  matemático.  Se dirá que  esta impotencia  apoya en nuestra ignorancia. Pero puede también expresar que el momento actual de un cuerpo vivo no encuentra su razón de ser en el momento inmediatamente anterior y que es preciso unir a él todo el pasado del organismo, su herencia, en fin, el  conjunto de una historia muy larga. En realidad, es la segunda de estas hipótesis la que traduce el estado actual de las ciencias biológicas, e incluso su di-reccón. En cuanto a la idea de que el cuerpo vivo podría ser sometido por algún calculador sobrehumano al mismo tratamiento matemático que nuestro sistema solar, ha salido poco a poco de una cierta metafísica que ha tomado una forma más precisa a partir de los descubrimientos físicos de Galileo, pero que —como mostraremos— fue siempre la metafísica natural del espíritu humano. Su claridad aparente, nuestro impaciente deseo de encontrarla verdadera, la solicitud con que la aceptan sin prueba tantos excelentes espíritus, todas las seducciones en fin que ejerce sobre nuestro pensamiento, deberían ponernos en guardia contra ella. El atractivo que tiene para nosotros prueba lo suficiente que da satisfacción a una inclinación innata. Pero, como se verá más adelante, las tendencias intelectuales, hoy innatas, que la vida ha debido crear en el curso de su evolución, están hechas para otra cosa que para darnos una explicación de la vida.

Venimos a estrellarnos en la oposición a esta tendencia, queriendo distinguir entre un sistema artificial y un sistema natural, entre lo muerto y lo vivo. Hace que se experimente una análoga dificultad en pensar que lo orgánico dura y que lo inorgánico no dura. Pues qué, se dirá, al afirmar que el estado de un sistema artificial depende exclusivamente de su estado en el momento precedente, ¿no hacéis intervenir el tiempo, no ponéis el sistema en la duración? Y por otra parte, este pasado que, según vosotros, forma cuerpo con el momento actual del ser vivo, ¿no lo contrae todo entero la memoria orgánica en el momento inmediatamente anterior, que, desde entonces, se convierte en la causa única del estado presente? Hablar así es desconocer la diferencia capital que separa el tiempo concreto, a lo largo del cual se desarrolla un sistema real, y el tiempo abstracto que interviene en nuestras especulaciones sobre los sistemas artificiales. Cuando decimos que el estado de un sistema artificial depende de lo que él era en el momento inmediatamente anterior, ¿qué entendemos por ello? No hay, no puede haber ahí instante inmediatamente anterior a un instante, como no hay punto matemático contiguo a un punto matemático. El instante "inmediatamente anterior" es, en realidad, el enlazado al instante presente por el intervalo dt. Todo lo que queremos decir es, pues, que el estado presente del sistema es definido por ecuaciones en las que entran coeficientes tales como:

de  ,  dv  ,

dt     dt

es decir, en el fondo, velocidades presentes y aceleraciones presentes. Solamente hay pues cuestión del presente, de un presente que se toma, es verdad, con su tendencia. Y, de hecho, los sistemas sobre los que opera la ciencia están en un presente instantáneo que se renueva sin cesar, jamás en la duración real, concreta, en la que el pasado forma cuerpo con el presente. Cuando el matemático calcula el estado futuro de un sistema al cabo del tiempo t, nada le impide suponer que, de aquí ahí, el universo material se desvanece para reaparecer de pronto. Es sólo el momento t el que cuenta, algo que será un puro instante. Lo que ocurra en el intervalo, es decir, el tiempo real, no cuenta y no puede entrar en el cálculo. Y si el matemático declara colocarse en este intervalo, es siempre a un cierto punto, a un cierto momento, quiero decir, al extremo de un tiempo t' al que se transporta, por lo cual ya no se cuestiona entonces del intervalo que va hasta T'. Si divide el intervalo en partes infinitamente pequeñas por la consideración de la diferencial dt, expresa simplemente por ello que considerará aceleraciones y velocidad, es decir, números que anotan tendencias y que permiten calcular el estado de un sistema en un momento dado; pero siempre se trata de un momento dado, quiero decir, detenido, y no del tiempo que transcurre. En suma: el mundo sobre el que opera el matemático es un mundo que muere y renace a cada instante, el mismo en el que pensaba Descartes cuando hablaba de creación continuada. Pero, en el tiempo así concebido, ¿cómo representarse una evolución, es decir, el rasgo característico de la vida? La evolución implica una continuación real del pasado por el presente, una duración que es un lazo de unión. En otros términos: el conocimiento de un ser vivo o sistema natural es un conocimiento que apoya sobre el intervalo mismo de duración, en tanto que el conocimiento de un sistema artificial o matemático no apoya más que sobre su extremo. Continuidad del cambio, conservación del pasado en el presente, duración verdadera, he aquí los atributos que parece compartir el ser vivo con la conciencia. ¿Podemos ir más lejos y decir que la vida es invención como la actividad consciente, creación incesante como ella?

No entra en nuestro propósito enumerar aquí las pruebas del transformismo. Queremos solamente explicar en dos palabras por qué lo aceptaremos, en el presente trabajo, como una traducción suficientemente exacta y precisa de los hechos conocidos. La idea del transformismo está ya en germen en la clasificación natural de los seres organizados. El naturalista, en efecto, aproxima unos a otros los organismos que se parecen; luego, divide el grupo en subgrupos en el interior de los cuales la semejanza es todavía mayor, y así sucesivamente: todo a lo largo de la operación, los caracteres del grupo aparecen como temas generales sobre los cuales cada uno de los subgrupos ejecutaría sus variaciones particulares. Ahora bien, tal es precisamente la relación que encontramos, en el mundo animal y en el mundo vegetal, entre lo que engendra y lo que es engendrado: sobre el cañamazo que el antepasado transmite a sus descendientes, y que éstos poseen en común, cada uno pone su bordado original. Es verdad que las diferencias entre el descendiente y el ascendiente son ligeras, y que podemos preguntarnos si una misma materia viva presenta bastante plasticidad para revestir sucesivamente formas tan diferentes como las de un pez, de un reptil y de un pájaro. Pero a esta pregunta la observación responde de una manera perentoria. Nos muestra que, hasta un cierto período de su desarrollo, el embrión del pájaro apenas se distingue del embrión del reptil, y que el individuo desarrolla a través de la vida embrionaria en general una serie de transformaciones comparables a aquellas por las que se pasaría según el evolucionismo, de una especie a otra especie. Una sola célula, obtenida por la combinación de dos células macho y hembra, realiza este trabajo dividiéndose. Todos los días, a nuestros ojos, las formas más altas de la vida salen de una forma muy  elemental.  La  experiencia  establece,  pues,  que  lo más complejo ha podido salir de lo más simple por vía de evolución. Pero ¿ha salido efectivamente? La paleontología, a pesar de la insuficiencia de sus documentos, nos invita a creerlo, porque ahí donde ella vuelve a encontrar con alguna precisión el orden de sucesión de las especies,  este orden  es justamente el  que habrían hecho suponer consideraciones sacadas de la embriología y de la anatomía comparada, y cada nuevo descubrimiento paleontológico aporta al transformismo una nueva confirmación. Así, la prueba sacada de la observación pura y simple va siempre reforzándose, en tanto que, por otra parte, la experiencia descarta una a una las objeciones: de este modo, las curiosas experiencias de H. de Vries, por ejemplo, al mostrar que pueden producirse bruscamente y transformarse regularmente variaciones importantes, han hecho caer algunas de las más importantes dificultades que promovía la tesis. Ellas nos permiten abreviar mucho el tiempo que la evolución biológica parecía reclamar. Nos hacen también menos exigentes frente a la paleontología. De suerte que, en resumen, la hipótesis transformista aparece cada vez más como una expresión al menos aproximada de la verdad. No es demostrable rigurosamente; pero, por debajo de la certidumbre que da la demostración teórica o experimental, hay esta probabilidad indefinidamente creciente que suple la evidencia y que tiende a ella como a su límite: tal es el género de probabilidad que presenta el transformismo.

Admitamos, sin embargo, que el transformismo esté convicto de error. Supongamos que se llega a establecer, por inferencia o por experiencia, que las especies han nacido por un proceso discontinuo, del que no tenemos hoy idea alguna. ¿Se habría alcanzado la doctrina en lo que tiene de más interesante y, para nosotros, de más importante? La clasificación subsistiría sin duda en sus grandes líneas. Los datos actuales de la embriología subsistirían igualmente. La correspondencia entre la embriogenia y la anatomía comparada subsistiría también. Desde ese momento la biología podría y debería continuar estableciendo entre las formas vivas las mismas relaciones que supone hoy el transformismo, el mismo parentesco. Se trataría, es verdad, de un parentesco ideal y no ya de una filiación material. Pero, como los datos actuales de la paleontología subsistirían también, forzoso sería admitir todavía que es sucesivamente, y no simultáneamente, como han aparecido las formas entre las que se revela un parentesco ideal. Ahora bien, la teoría evolucionista, en lo que tiene de importante a los ojos del filósofo, no se pregunta más. Consiste sobre todo en constatar relaciones de parentesco ideal y en sostener que, allí donde hay esta relación de filiación, por así decir, lógica, entre las formas, hay también una relación de sucesión cronológica entre las especies en que estas formas se materializan. Esta doble tesis subsistiría en todo estado de causa. Y a partir de entonces sería preciso suponer también una evolución en alguna otra parte, ya en un Pensamiento creador en el que las ideas de las diversas especies se engendrarían unas a otras exactamente como quiere el transformismo que se hayan engendrado sobre la tierra las especies mismas, ya en un plano de organización vital inmanente a la naturaleza, que se explicitaría poco a poco, en el que las relaciones de filiación lógica y cronológica entre las formas puras serían precisamente las que el transformismo nos presenta corno relaciones de filiación real entre individuos vivos, ya en fin en alguna causa desconocida de la vida, que desenvolvería sus efectos como si los unos engendrasen a los otros. Simplemente, habríamos traspuesto la evolución. Se la habría hecho pasar de lo visible a lo invisible. Casi todo lo que el transformismo nos dice hoy se conservaría, a reserva de interpretarse de otra manera. ¿No es mejor, pues, atenerse a la letra del transformismo, tal como lo profesa la casi unanimidad de los sabios? Si se reserva la cuestión de saber en qué medida este evolucionismo describe los hechos y en qué medida los simboliza, no hay nada de inconciliable con las doctrinas que ha pretendido reemplazar, incluso con la de las creaciones separadas, a la que se le opone generalmente. Por lo cual estimamos que el lenguaje del transformismo se impone ahora a toda filosofía, como la afirmación dogmática del transformismo se impone a la ciencia.

Pero entonces no será preciso hablar ya de la vida en general como de una abstracción, o como de una simple rúbrica bajo la cual se inscribe a todos los seres vivos. En un cierto momento, en ciertos puntos del espacio, se engendró una corriente bien visible: corriente de vida que atravesando los cuerpos que ella ha organizado alternativamente, pasando de generación en generación, se ha dividido entre las especies y dispersado entre los individuos sin perder nada de su fuerza, intensificándose más a medida que avanzaba. Se sabe que, en la tesis de la "continuidad del plasma germinativo", sostenida por Weismann, los elementos sexuales del organismo generador transmitían directamente sus propiedades a los elementos sexuales del organismo engendrado. En esta forma extrema, la tesis ha parecido discutible, porque solamente en casos excepcionales se ven esbozarse las glándulas sexuales desde la segmentación del óvulo fecundado. Pero, si las células generatrices de los elementos sexuales no aparecen, en general, desde el comienzo de la vida embrionaria, no es menos verdad que ellas se forman siempre a expensas del tejido del embrión que no ha sufrido todavía diferenciación alguna funcional particular y cuyos células se componen de protoplasma no modificado 6. En otros términos: el poder genético del óvulo fecundado se debilita a medida que se reparte sobre la masa creciente de los tejidos del embrión; pero mientras se diluye así, concentra de nuevo algo de sí mismo sobre un cierto punto especial, sobre las células de donde nacerán los óvulos y los espermatozoides. Podría decirse pues que, si el plasma germinativo no es continuo, hay al menos continuidad de energía genética, que no se gasta más que durante algunos instantes, justo el tiempo de dar impulso a la vida embrionaria para recobrarse lo antes posible en nuevos elementos sexuales en los que, una vez más, esperará su momento. Considerada desde este punto de vista, la vida, aparece como una corriente que va de un germen a otro por intermedio de un organismo desarrollado. Todo pasa como si el organismo mismo no fuese más que una excrecencia, un brote que hace surgir el germen antiguo tratando de continuarse en un germen nuevo. Lo esencial es la continuidad del progreso que se prosigue indefinidamente, progreso invisible sobre el cual cada organismo visible cabalga durante el corto intervalo de tiempo que le es dado vivir.

 

Ahora bien, cuanto más fijemos la atención en esta continuidad de la vida, más veremos semejarse la evolución orgánica a la de una conciencia, en la que el pasado empuja contra el presente y hace brotar de él una forma nueva, inconmensurable con sus antecedentes. Que la aparición de una especie vegetal o animal sea debida a causas precisas, nadie lo pondrá en duda. Pero debemos entender por ello que, si se conociese después el detalle de sus causas, se llegaría a explicar por ellas la forma producida: preverla, en cambio, no estaría a nuestro alcance 7. ¿Diríase que podríamos preverla si se conociesen en todos sus detalles, las condiciones en que se producirá? Pero estas condiciones forman cuerpo con ella y no forman incluso más que una unidad con ella, siendo características del momento de su historia en que se encuentra entonces la vida: ¿cómo suponer conocida de antemano una situación que es única en su género, que no se ha producido todavía y que no se reproducirá jamás? No se prevé del porvenir más que lo que tiene semejanza con el pasado o lo que puede recomponerse con elementos semejantes a los del pasado. Tal es el caso de los hechos astronómicos, físicos, químicos, de todos los que forman parte de un sistema en el que se yuxtaponen simplemente elementos juzgados como inmutables, donde no se producen más que cambios de posición, donde no hay absurdo teórico en imaginar que las cosas sean restablecidas en su lugar, donde, por consiguiente, el mismo fenómeno total o al menos los mismos fenómenos elementales pueden repetirse. Pero de una situación original, que comunica algo de su originalidad a sus elementos, es decir, a las vistas parciales que tenemos de ella, ¿cómo podría figurársela dada antes de producirse 8  ? Todo lo que puede decirse es que se explica, una vez producida, por los elementos que descubre en ella el análisis. Pero lo que es verdad de la producción de una nueva especie lo es también de la de un nuevo individuo, y más generalmente de no importa qué fenómeno o forma viva. Porque si es preciso que la variación alcance una cierta importancia y una cierta generalidad para dar na- cimiento a una especie nueva, ha de producirse en todo momento, continua, insensible, en cada ser vivo. Y las mismas mutaciones bruscas de que se nos habla hoy, no son posibles evidentemente más que si se ha realizado un trabajo de incubación, o, mejor, de maduración, a través de una serie de generaciones que parecían no cambiar. En este sentido podría decirse de la vida, como de la conciencia, que a cada instante crea alguna cosa  9.

 Pero contra esta idea de la originalidad y de la impre-visibilidad absoluta de las formas se subleva nuestra inteligencia. Porque precisamente nuestra inteligencia, tal como la ha modelado la evolución de la vida, tiene por función esencial iluminar nuestra conducta, preparar nuestra acción sobre las cosas, prever para una situación dada los sucesos favorables o desfavorables que podrán seguirse de ella, Aísla pues instintivamente, en una situación, lo que se parece a lo ya conocido; busca lo mismo, a fin de poder aplicar su principio de que "lo mismo produce lo mismo". En esto consiste la previsión del porvenir para el sentido común. La ciencia lleva esta operación al más alto grado posible de exactitud y de precisión, pero no altera su carácter esencial. Como el conocimiento usual, la ciencia no retiene de las cosas más que el aspecto repetición. Si el todo es original, se las arregla para analizarlo en elementos o en aspectos que sean poco más o menos la reproducción del pasado. Ella no puede operar más que sobre lo que se considera ha de repetirse, es decir, sobre lo que se sustrae, por hipótesis, a la acción de la duración. Lo que hay de irreductible y de irreversible en los momentos sucesivos de una historia, eso se le escapa. Es preciso, para representarse esta irreductibilidad y esta irre-versibilidad, romper con hábitos científicos que responden a las exigencias fundamentales del pensamiento, hacer violencia al espíritu, remontar la pendiente natural de la inteligencia. Pero éste es precisamente el papel de la filosofía.

La vida evoluciona a nuestros ojos como una creación continua de imprevisible forma: siempre subsiste la idea de que forma, imprevisibilidad y continuidad, son puras apariencias, donde se reflejan otras tantas ignorancias. Lo que se presenta a los sentidos como una historia continua se descompondría, se nos dirá, en estados sucesivos. Lo que os da la impresión de un estado original se resuelve, en el análisis, en hechos elementales, cada uno de los cuales es la repetición de un hecho conocido. Lo que llamáis una forma imprevisible no es más que un arreglo nuevo de elementos antiguos. Las causas elementales cuyo conjunto ha determinado este arreglo son ellas mismas causas antiguas que se repiten adoptando un orden nuevo. El conocimiento de los elementos y de las causas elementales hubiese permitido dibujar de antemano la forma viva que es su suma y resultado. Después de haber resuelto el aspecto biológico de los fenómenos en factores fisico-quími-cos, saltaremos, en caso de necesidad, por encima de la física y de la química mismas: iremos de las masas a las moléculas, de las moléculas a los átomos, de los átomos a los corpúsculos, y será preciso que lleguemos, en fin, a algo que se puede tratar como una especie de sistema solar, astronómicamente. Si lo negáis, ponéis en duda el principio mismo del mecanicismo científico y declaráis arbitrariamente que la materia viva no está hecha de los mismos elementos que la otra. Responderemos que no ponemos en duda la identidad fundamental de la materia bruta y de la materia organizada. La única cuestión consiste en saber si los sistemas naturales que llamamos seres vivos deben ser asimilados a los sistemas artificiales que la ciencia recorta en la materia bruta, o si no deberían mejor ser comparados a este sistema natural que es el todo del universo. Acepto que la vida sea una especie de mecanismo. ¿Pero se trata del mecanismo de las partes artificialmente aislables en el todo del universo, o del mecanismo del todo real? El todo real podría ser muy bien, decíamos, una continuidad indivisible: los sistemas que recortamos en él no serían entonces, hablando con propiedad, partes; serían consideraciones parciales tomadas sobre el todo. Y con estas consideraciones parciales reunidas no obtendríais ni siquiera un comienzo de recomposición del conjunto, como tampoco multiplicando las fotografías de un objeto, bajo mil aspectos diversos, no podríais reproducir su materialidad. Así, en cuanto a la vida y a los fenómenos físico-químicos en los que se pretendiese resolverla. El análisis descubrirá sin duda en los procesos de creación orgánica un número creciente de fenómenos fisico-quími-cos. Y a ellos se atendrán los químicos y los físicos. Pero no se sigue de ahí que la química y la física deban darnos la clave de la vida.

Un elemento muy pequeño de una curva es casi una línea recta. Tanto más semejará a una línea recta cuanto más pequeño se le tome. En el límite, se dirá, según se quiera, que forma parte de una recta o de una curva. En cada uno de sus puntos, en efecto, la curva se confunde con su tangente. Así la "vitalidad" es tangente en no importa qué punto a las fuerzas físicas y químicas; pero estos puntos no son, en suma, más que las consideraciones de un espíritu que imagina detenciones en tales o cuales mo-mentos del movimiento generador de la curva. En realidad, la vida no está hecha de elementos físico-químicos, como una curva no está compuesta de líneas rectas.

De una manera general, el progreso más radical que una ciencia puede realizar consiste en hacer entrar los resultados ya adquiridos en un conjunto nuevo, con relación al cual se convierten en consideraciones instantáneas e inmóviles tomadas de tarde en tarde sobre la continuidad de un movimiento. Tal es, por ejemplo, la relación de la geometría de los modernos con la de los antiguos. Esta, puramente estática, operaba sobre las figuras una vez descritas; aquélla estudia la variación de una función, es decir, la continuidad del movimiento que describe la figura. Se puede, sin duda, con más rigor, eliminar de nuestros procedimientos matemáticos toda consideración de movimiento; no es menos verdad que la introducción del movimiento en la génesis de las figuras está en el origen de la matemática moderna. Estimamos que si la biología pudiese en alguna ocasión estrechar su objeto tan de cerca como estrecha la matemática el suyo, se convertiría, con relación a la físico-química de los cuerpos organizados, en lo que encontramos que es la matemática de los modernos con relación a la geometría antigua. Los desplazamientos completamente superficiales de masas y de moléculas, que la física y la química estudian, se convertirían, con relación a este movimiento vital que se produce en profundidad, que es transformación y no ya traslación, en lo que viene a ser la detención de un móvil con respecto al movimiento de este móvil en el espacio. Y, tanto como podamos presentirlo, el procedimiento por el cual se pasaría de la definición de una cierta acción vital al sistema de hechos fisico-químicos que implica, no ocurriría sin analogía con la operación por la que se va de la función a su derivada, de la ecuación de la curva (es decir de la ley del movimiento continuo por el cual la curva es engendrada) a la ecuación de la tangente que da su dirección instantánea. Una ciencia parecida sería una mecánica de la transformación, de la cual resultaría un caso particular nuestra mecánica de la traslación, como una simplificación, una proyección sobre el plano de la cantidad pura. Y lo mismo que existen una infinidad de funciones que tienen la misma diferencial, que difieren las unas de las otras por una constante, así, quizá, la integración de los elementos físico-químicos de una acción propiamente vital no determinaría esta acción más que en parte: otra parte se dejaría a la indeterminación Pero una tal integración puede todo lo más soñarse, y no pretendemos que el ensueño se convierta alguna vez en realidad. Solamente hemos querido, al desarrollar tanto como es posible determinada comparación, mostrar por donde se aproxima nuestra tesis al puro mecanicismo, y cómo se distingue de él.

Por lo demás, podrá llevarse bastante lejos la imitación de lo vivo por lo no organizado. No solamente la química opera síntesis orgánicas, sino que se llega a reproducir artificialmente el dibujo exterior de ciertos hechos de organización, tales como la división indirecta de la célula y la circulación protoplasmática. Se sabe que el protoplasma de la célula efectúa movimientos variados en el interior de su envoltura. Por otra parte, la división llamada indirecta de la célula se hace por operaciones de una complicación extrema, algunas de las cuales interesan el núcleo y otras el citoplasma. Estas últimas comienzan por el desdoblamiento del centrosoma, pequeño cuerpo esférico situado al lado del núcleo. Los dos centrosomas así obtenidos se alejan el uno del otro, atraen hacia ellos los trozos cortados y también desdoblados del filamento que componía esencialmente el núcleo primitivo y abocan a formar dos nuevos núcleos alrededor de los cuales se constituyen las dos nuevas células que sucederán a la primera. Ahora bien, se ha alcanzado a imitar, en sus grandes líneas y en su apariencia exterior al menos, algunas de estas operaciones. Si se pulveriza azúcar o sal de cocina y se añade aceite para observar al microscopio una gota de la mezcla, se percibe un magma de estructura alveolar cuya configuración semeja, según ciertos teóricos, al del protoplasma, y en el que se realizan en todo caso movimientos que recuerdan mucho los de la circulación protoplasmática 10. Si en un magma del mismo género se extrae el aire de un alvéolo, se ve dibujarse un cono de atracción análogo a los que se forman alrededor de los centrosomas para abocar a la división de un núcleo 11. Hasta los movimientos exteriores de un organismo unicelular, o al menos de una amiba, se cree poder explicarlos mecánicamente. Los desplazamientos de la amiba en una gota de agua serían comparables al vaivén de una areni- lla en una habitación en la que, abiertas puertas y ventanas, se hacen circular corrientes de aire. Su masa absorbe sin cesar ciertas materias solubles contenidas en el agua ambiente y devuelve otras; estos cambios continuos, semejantes a los que se efectúan entre dos recipientes separados por un tabique poroso, crearían alrededor del pequeño organismo un torbellino sin cesar cambiante. En cuanto a las prolongaciones temporales o pseudópodos que parece producir la amiba, serían menos enviados por ella que atraídos fuera de ella por una especie de aspiración o de succión del medio ambiente 12. Gradualmente, se extenderá este modo de explicación a los movimientos más complejos que ejecuta el infusorio mismo con sus pestañas vibrátiles, las cuales, por lo demás, no son otra cosa que pseudópodos consolidados.

Sin embargo, estamos lejos de que los sabios se pongan de acuerdo entre sí sobre el valor de las explicaciones y de los esquemas de este género. Los químicos han hecho notar que no considerando incluso más que lo orgánico, y sin ir hasta lo organizado, la ciencia sólo ha reconstruido hasta aquí los residuos de la actividad vital; las sustancias propiamente activas, plásticas, permanecen refractarias a la síntesis. Uno de los más notables naturalistas de nuestro tiempo ha insistido sobre la oposición de los dos órdenes de fenómenos que se constata en los tejidos vivos, anagénesis de un lado y catagénesis del otro. El papel de las energías anagenéticas es el de elevar las energías inferiores a su propio nivel por la asimilación de las sustancias inorgánicas. Ellas construyen los tejidos. Por el contrario, el funcionamiento mismo de la vida (a excepción, sin embargo, de la asimilación, del crecimiento y de la reproducción) es de orden catagenético, descenso y no ascenso de energía. Solamente en estos hechos de orden catagenético se fija la físico-química, es decir, en suma, en lo muerto y no en lo vivo 13. Y es cierto que los hechos del primer género parecen refractarios al análisis físico-químico, incluso si no son, en el sentido propio de la palabra, anagenéticos. En cuanto a la imitación artificial del aspecto exterior del protoplasma, ¿debe concedérsele una real importancia teórica, cuando aún no se la ha fijado sobre la configuración física de esta sustancia? Todavía menos puede ponerse en cuestión recomponerlo químicamente. En fin, una explicación físico-química de los movimientos de la amiba, y con más razón de los movimientos de un infusorio, parece imposible a muchos de los que han observado de cerca estos organismos rudimentarios. Hasta en estas manifestaciones más humildes de la vida, perciben la huella de una actividad psicológica eficaz 14. Pero lo que resulta instructivo por encima de todo, es ver cómo el estudio profundo de los fenómenos histológicos nos echa por tierra, en lugar de afirmarla, la tendencia a explicarlo todo por la física y la química. Tal es la conclusión del libro verdaderamente admirable que el histólogo E. B. Wilson ha consagrado al desarrollo de la célula: "El estudio de la célula parece, en suma, más bien haber ensanchado que reducido la enorme laguna que separa del mundo inorgánico las formas, aun las más inferiores, de la vida 15. "

En resumen, los que no se ocupan más que de la actividad funcional del ser vivo son llevados a creer que la física y la química nos duran la clave de los procesos biológicos 16. Tienen que vérselas, en efecto, con fenómenos que se repiten sin cesar en el ser vivo, como en una retorta. Por ahí se explican en parte las tendencias mecanicistas de la fisiología. Por el contrario, aquellos cuya atención se concentra sobre la fina estructura de los tejidos vivos, sobre su génesis y su evolución, histólogos y embriólogos de una parte, naturalistas de otra, están en presencia de la retorta misma y no ya solamente de su contenido. Encuentran que esta retorta crea su propia forma a lo largo de una serie única de actos que constituyen una verdadera historia. En cambio, histólogos, embriólogos o naturalistas, están lejos de creer de tan buen grado como los fisiólogos en el carácter fisico-químico de las acciones vitales.

A decir verdad, ni una ni otra de las dos tesis, ni la que afirma ni la que niega la posibilidad de que se produzca alguna vez químicamente un organismo elemental, pueden invocar la autoridad de la experiencia. Ambas son inverificables: la primera, porque la ciencia no ha dado todavía un paso hacia la síntesis química de una sustancia viva; la segunda, porque no existe ningún medio concebible de probar experimentalmente la imposibilidad de un hecho. Pero hemos expuesto las razones teóricas que nos impiden asimilar el ser vivo, sistema cerrado por la naturaleza, a los sistemas que nuestra ciencia aísla. Estas razones tienen menos fuerza —lo reconocemos— cuando se trata de un organismo rudimentario como la amiba, que apenas evoluciona. Pero la adquieren en mayor grado si se considera un organismo más complejo, que realiza un ciclo regulado de transformaciones. Cuanto más le marca la duración su impronta al ser vivo, con más evidencia se distingue el organismo de un mecanismo puro y simple, sobre el cual resbala la duración sin penetrar en él. Y la demostración cobra más fuerza cuando recae sobre la evolución íntegra de la vida desde sus más humildes orígenes hasta sus formas actuales más altas, en tanto que esta evolución constituye, por la unidad y la continuidad de la materia animada que la soporta, una sola indivisible historia. Tampoco comprendemos que la hipótesis evolucionista pase, en general, por ser emparentada a la concepción mecanicista de la vida. De esta concepción mecanicista no pretendemos, sin duda, aportar una refutación matemática y definitiva. Pero la refutación que obtenemos de las consideraciones de la duración, y que es, a nuestro parecer, la única refutación posible, adquiere tanto más rigor y se hace tanto más probable cuanto más francamente nos coloquemos en la hipótesis evolucionista. Es preciso que insistamos sobre este punto. Pero indiquemos primero, en términos más claros, la concepción de la vida a la que nos encaminamos.

Las explicaciones mecanicistas, decíamos, son válidas para los sistemas que nuestro pensamiento separa artificialmente del todo. Pero del todo mismo y de los sistemas que, en este todo, se constituyen naturalmente a su imagen, no puede admitirse a priori que sean explicables mecánicamente, porque entonces el tiempo sería inútil e incluso irreal. La esencia de las explicaciones mecanicistas viene a consistir, en efecto, en considerar el porvenir y el pasado como calculables en función del presente, y pretender así que todo esté dado. En esta hipótesis, pasado, presente y porvenir serían visibles de una sola vez, para una inteligencia sobrehumana capaz de efectuar el cálculo. También los sabios que han creído en la universalidad y en la perfecta objetividad de las explicaciones mecánicas han hecho, consciente o inconscientemente, una hipótesis de este género. Laplace la formulaba ya con la mayor precisión: "Una inteligencia que, en un instante dado, conociese todas las fuerzas de que está animada la naturaleza y la situación respectiva de los seres que la componen, y fuese por lo demás lo suficientemente amplia corno para someter estos datos al análisis, abrazaría en la misma fórmula los movimientos de los mayores cuerpos del universo y los del más ligero átomo: nada sería incierto para ella, y tanto el porvenir como el pasado estarían presentes a sus ojos 17 ." Y Du Bois-Reymond: "Podemos imaginar el conocimiento de la naturaleza llegado a un punto en el que el proceso universal del mundo fuese representado por una fórmula matemática única, por un solo inmenso sistema de ecuaciones diferenciales simultáneas, de donde se extrajesen, en cada momento, la posición, la dirección y la velocidad de cada átomo del mundo l8 ." Huxley, por su parte, ha expresado, en una forma más concreta, la misma idea: "Si la proposición fundamental de la evolución es verdadera, a saber: que el mundo entero, animado e inanimado, es el resultado de la interacción mutua, según leyes definidas y fuerzas poseídas por las moléculas de que estaba compuesta la nebulosidad primitiva del universo, entonces no es menos cierto que el mundo actual descansa potencialmente en el vapor cósmico y que una inteligencia suficiente hubiese podido, conociendo las propiedades de las moléculas de este vapor, predecir, por ejemplo, el estado de la fauna de la Gran Bretaña en 1868, con tanta certidumbre como cuando se dice lo que ocurrirá al vapor de la respiración durante un frío día de invierno." En una doctrina tal, se habla aún del tiempo, se pronuncia esta palabra, pero apenas se piensa en ella. Porque el tiempo está ahí desprovisto de eficacia y, desde el momento que no hace nada, no es nada. El mecanicismo radical implica una metafísica en la que la totalidad de lo real es poseída en bloque, en la eternidad, y en la que la duración aparente de las cosas expresa simplemente la debilidad de un es-píritu que no puede conocerlo todo a la vez. Pero la duración es para nuestra conciencia cosa muy distinta, es decir, para lo que hay de más indiscutible en nuestra experiencia. Percibimos la duración como una corriente que no sabríamos remontar. Es el fondo de nuestro ser y, de ello nos damos perfecta cuenta, la sustancia misma de las cosas con las que estamos en comunicación. En vano se hace brillar ante nuestros ojos la perspectiva de una matemática universal; no podemos sacrificar la experiencia a las exigencias de un sistema. Por lo cual rechazamos el mecanicismo radical.

Pero el finalismo radical nos parece también inaceptable, y por la misma razón. La doctrina de la finalidad, en su forma extrema, tal como la encontramos en Leibniz por ejemplo, implica que las cosas y los seres no hacen más que realizar un programa ya trazado. Pero si no hay nada de imprevisto, ni invención ni creación en el universo, el tiempo se convierte en algo inútil. Como en la hipótesis mecanicista, se supone también aquí que todo está dado. El finalismo así entendido no es más que un mecanicismo al revés. Se inspira en el mismo postulado, con la sola diferencia de que, en la carrera de nuestras inteligencias finitas a lo largo de la sucesión completamente aparente de las cosas, pone delante de nosotros la luz con la que pretende guiarnos, en lugar de colocarla detrás. La atracción del futuro sustituye al impulso del pasado. Pero la sucesión no queda menos como una pura apariencia, como, por lo demás, la carrera misma. En la doctrina de Leibniz, el tiempo se reduce a una percepción confusa, relativa al punto de vista humano, y que se desvanecería, semejante a la niebla, para un espíritu colocado en el centro de las cosas.

Sin embargo, el finalismo no es, como el mecanicismo, una doctrina de líneas cerradas. Es tan flexible como se quiera. La filosofía mecanicista hay que tomarla o dejarla: hay que dejarla, si el más pequeño grano de arena manifiesta el más ligero rasgo de espontaneidad. Por el contrario, la doctrina de las causas finales jamás será refutada definitivamente. Si se aleja de ella una forma, tomará otra. Su principio, que es esencialmente psicológico, resulta ser muy flexible. Es tan vasto y ampliable, que cualquier cosa puede aceptarse de él desde el momento que se rechaza el mecanicismo puro. La tesis que expondremos en este libro participará, pues, necesariamente del finalismo en cierta medida. Por lo cual importa indicar con precisión lo que vamos a tomar y lo que vamos a dejar de él.

Digamos, por lo pronto, que nos parece que caminamos mal cuando atenuamos el finalismo leibniziano fraccionándolo hasta el infinito. Tal es, sin embargo, la dirección que ha tomado la doctrina de la finalidad. Nos damos perfecta cuenta que, aun siendo el universo en su conjunto la realización de un plan, no podremos mostrar esto de modo empírico. Nos damos cuenta también que, incluso ateniéndonos al mundo organizado, apenas es más fácil probar que todo sea en él armonía. Los hechos, interrogados, dirían asimismo lo contrario. La naturaleza pone a los seres vivos en lucha unos con otros. Nos presenta por todas partes el desorden al lado del orden, la regresión al lado del progreso. Pero lo que no puede afir- marse ni del conjunto de la materia ni del conjunto de la vida, ¿podría ser verdad de cada organismo tomado aparte? ¿No se señala ahí una admirable división del trabajo, una maravillosa solidaridad entre las partes, el orden perfecto en la complicación infinita? En este sentido, ¿no realiza cada ser vivo un plan inmanente a su sustancia? Esta tesis consiste, en el fondo, en romper en pedazos la antigua concepción de la finalidad. No se acepta, se pone incluso de buena gana en ridículo la idea de una finalidad externa., en virtud de la cual los seres vivos estarían coordinados unos a otros: es absurdo, se dice, suponer que la hierba haya sido hecha para la vaca, y el cordero para el lobo. Pero hay una finalidad interna: cada ser está hecho para sí mismo; todas sus partes se ponen de acuerdo para el mayor bien del conjunto y se organizan con inteligencia en vista de este fin. Tal es la concepción de la finalidad que ha sido clásica durante largo tiempo. El finalismo se ha reducido hasta el punto de no abrazar más de un ser vivo a la vez. Haciéndose más pequeño, pensaba sin duda ofrecer menos superficie a los golpes.

La verdad es que se exponía más. Por radical que pueda parecer nuestra tesis, la finalidad es externa o no es nada.

Consideremos en efecto el organismo más complejo y más armonioso. Todos los elementos, se nos dice, conspiran para el mayor bien del conjunto. Bien; pero no olvidemos que cada uno de los elementos puede ser él mismo, en ciertos casos, un organismo, y que al subordinar la existencia de este pequeño organismo a la vida del grande, aceptamos el principio de una finalidad externa. La concepción de una finalidad siempre interna se destruye de esta forma a sí misma. Un organismo está compuesto de tejidos cada uno de los cuales vive por su cuenta. Las células de que están hechos los tejidos tienen también una cierta independencia. En rigor, si la subordinación de todos los elementos del individuo mismo fuese completa, podría rehusarse ver en ellos organismos, reservar este nombre para el individuo y no hablar de finalidad interna. Pero todos sabemos que estos elementos pueden poseer una verdadera autonomía. Sin hablar de los fagocitos, que llevan su independencia hasta atacar al organismo que los alimenta, y sin hablar de las células germinales, que tienen su vida propia al lado de las células somáticas, basta mencionar los hechos de regeneración: aquí un elemento o un grupo de elementos manifiesta de pronto que, si en tiempo normal, se sujetase a no ocupar más que un pequeño lugar y a no realizar más que una función especial, podría hacer mucho más, podría incluso, en algún caso, considerarse como el equivalente del todo.

Ahí se encuentra la dificultad imprevista de las teorías vitalistas. No les reprocharemos, como se hace de ordinario, responder a la pregunta con la pregunta misma. Sin duda, el "principio vital" no explica gran cosa; pero al menos tiene la ventaja de ser una especie de cartelón puesto sobre nuestra ignorancia y que podrá recordárnosla en caso necesario 19, en tanto que el mecanicismo nos invita a olvidarla. Pero la verdad es que la posición del vitalismo se ha vuelto muy difícil por el hecho de que en la naturaleza no hay ni finalidad puramente interna ni individualidad absolutamente tajante. Los elementos organizados que entran en la composición del individuo tienen ellos mismos una cierta individualidad y reivindicarán cada uno su principio vital, si el individuo debe tener el suyo. Pero, por otra parte, el individuo mismo no es bastante independiente, no está bastante aislado del resto para que podamos concederle un "principio vital" propio.

 

El organismo de un vertebrado superior es el más individualizado de todos los organismos; sin embargo, si se observa que no es otra cosa que el desarrollo de un óvulo que formaba parte del cuerpo de la madre y de un espermatozoide que pertenecía al cuerpo del padre, que el huevo (es decir, el óvulo fecundado) es un verdadero lazo de unión entre los dos progenitores ya que es común a sus dos sustancias, llegamos a darnos cuenta que todo organismo individual, aun el del hombre, es un simple brote que ha crecido sobre el cuerpo combinado de sus padres. ¿Dónde comienza, dónde termina entonces el principio vital del individuo? Gradualmente, retrocederemos hasta los más lejanos antepasados; lo encontraremos solidario de cada uno de ellos, solidario de esta pequeña masa de gelatina protoplasmática que está sin duda en la raíz del árbol genealógico de la vida. Formando cuerpo, en cierta medida, con este antepasado primitivo, es igualmente solidario de todo lo que se ha separado de él por vía de descendencia divergente: en este sentido, puede decirse que permanece unido a la totalidad de los seres vivos por invisibles lazos. En vano pretenderemos reducir la finalidad a la individualidad del ser vivo. Si hay finalidad en el mundo de la vida, ella abraza la vida entera en una sola individualidad comprimida. Esta vida común a todos los seres vivos presenta, sin duda alguna, muchas incoherencias y muchas lagunas, y por otra parte no es tan matemáticamente una que no pueda dejar que cada ser vivo se individualice en cierta medida. No forma menos un solo todo; y es preciso optar entre la negación pura y simple de la finalidad y la hipótesis que coordina, no solamente las partes de un organismo al organismo mismo, sino también cada ser vivo al conjunto de los demás.

Por tanto, aun triturándola no haremos pasar más fácilmente la finalidad. Y, o la hipótesis de una finalidad inmanente a la vida debe ser rechazada en bloque, o debemos modificarla, creemos, en sentido muy distinto.

El error del finalismo radical, como por lo demás el del mecanicismo radical, consiste en llevar demasiado lejos la aplicación de ciertos conceptos naturales a nuestra inteligencia. Originalmente no pensamos más que para actuar. Y es en el molde de la acción donde se ha fundido nuestra inteligencia. La especulación es un lujo, en tanto que la acción es una necesidad. Ahora bien, para actuar, comenzamos por proponernos un fin; hacemos un plan, luego pasamos al detalle del mecanismo que lo realizará. Esta última operación sólo es posible si sabemos con qué podemos contar. Es preciso que hayamos extraído, de la naturaleza, similitudes que permiten anticipar el porvenir. Es preciso, pues, que hayamos aplicado, consciente o inconscientemente, la ley de causalidad. Por lo demás, cuanto mejor se dibuja en nuestro espíritu la idea de la causalidad eficiente, más toma ésta la forma de una causalidad mecánica. Esta última relación, a su vez, es tanto más matemática cuanto que expresa una más rigurosa necesidad. Por lo cual, no tenemos sino que seguir la pendiente de nuestro espíritu para devenir matemáticos. Pero, por otra parte, esta matemática natural no es más que el apoyo inconsciente de nuestro hábito consciente de encadenar las mismas causas a los mismos efectos; y este hábito mismo tiene por objeto ordinariamente guiar acciones inspiradas por intenciones o, lo que equivale a lo mismo, dirigir movimientos combinados a la vista de la ejecución de un modelo: nacemos artesanos lo mismo que podemos nacer geómetras, e incluso no somos geómetras porque somos artesanos. Así, la inteligencia humana, en tanto que habituada a las exigencias de la acción humana, es una inteligencia que procede a la vez por intención y por cálculo, por la coordinación de medios a un fin y por la representación de mecanismos en formas cada vez más geométricas. Ya nos figuremos la naturaleza como una inmensa máquina regida por leyes matemáticas, ya se vea en ella la realización de un plan, no se hace, en los dos casos, más que seguir hasta el fin dos tendencias del espíritu que se complementan la una a la otra y que tienen su origen en las mismas necesidades vitales.

Por ello, el finalismo radical está muy cerca del mecanicismo radical en la mayor parte de los puntos. A ambas doctrinas repugna ver en el curso de las cosas, o incluso simplemente en el desarrollo de la vida, una imprevisible creación de forma. El mecanicismo no toma en consideración de la realidad más que el aspecto semejanza o repetición. Está pues dominado por la ley de que no hay en la naturaleza otra cosa que lo mismo reproduciendo lo mismo. Cuanto más se desprende la geometría que contiene, menos puede admitir que algo se crea, como no se trate de la forma. Mientras somos geómetras, rechazamos pues lo imprevisible. Podríamos aceptarlo, seguramente, como artistas que somos, porque el arte vive de la creación e implica una creencia latente en la espontaneidad de la naturaleza. Pero el arte desinteresado es un lujo, como la pura especulación. Mucho antes de ser artistas, somos artesanos. Y toda fabricación, por rudimentaria que sea, descansa en similitudes y repeticiones, como la geometría natural que le sirve de punto de apoyo. Trabaja sobre modelos que se propone reproducir. Y cuando inventa, procede o se imagina proceder por un arreglo nuevo de elementos conocidos. Su principio consiste en que "es preciso lo mismo, para obtener lo mismo". En suma, la aplicación rigurosa del principio de causalidad, como la del principio de causalidad mecánica, conduce a la conclusión de que "todo está dado". Los dos principios dicen la misma cosa en sus dos lenguas, porque responden a la misma necesidad.

Por lo cual están de acuerdo también en hacer tabla rasa del tiempo. La duración real muerde las cosas y deja en ellas la señal de sus dientes. Si todo está en el tiempo, todo cambia interiormente, y la misma realidad concreta no se repite jamás. La repetición no es pues posible más que en lo abstracto: lo que se repite, es tal o cual aspecto que nuestros sentidos y sobre todo nuestra inteligencia han separado de la realidad, precisamente porque nuestra acción, sobre la cual está tendido todo el esfuerzo de nuestra inteligencia, no puede moverse más que entre repeticiones. Así, concentrada sobre lo que se repite, únicamente preocupada de soldar lo mismo a lo mismo, la inteligencia se aparta de la visión del tiempo. Siente repugnancia por lo que fluye y solidifica todo lo que ella toca. No pensamos el tiempo real. Pero lo vivimos, porque la vida desborda la inteligencia. El sentimiento que tenemos de nuestra evolución y de la evolución de todas las cosas en la pura duración está ahí, dibujando alrededor de la representación intelectual propiamente dicha una franja indecisa que va a perderse en la noche. Mecanicismo y fi-nalismo están de acuerdo en no tener en cuenta más que el núcleo luminoso que brilla en el centro. Olvidan que este núcleo se ha formado a expensas del resto por vía de condensación y que sería preciso servirse del todo, de lo fluido tanto o más que de lo condensado, para aprehender el movimiento interior de la vida.

A decir verdad, si la franja existe, incluso indistinta y descolorida, debe tener todavía más importancia para el filósofo que el núcleo luminoso que ella envuelve. Porque su presencia es la que nos permite afirmar que el núcleo es un núcleo, que la inteligencia completamente pura es una reducción, por condensación, de un poder más amplio. Y justamente porque esta vaga intuición no nos presta ayuda alguna para dirigir nuestra acción sobre las cosas —acción enteramente localizada en la superficie de lo real— puede presumirse que ella no se ejerce ya simplemente en superficie, sino en profundidad.

Desde el momento que salimos de los cuadros en que el mecanicismo y el finalismo radical encierran nuestro pensamiento, la realidad se nos aparece como un chorro ininterrumpido de novedades, cada una de las cuales tan pronto ha surgido para formar el presente como ha retrocedido ya al pasado: en este instante preciso cae bajo la mirada de la inteligencia, cuyos ojos están eternamente vueltos atrás. Tal es ya el caso de nuestra vida interior. Para cada uno de nuestros actos se encontrarán fácilmente antecedentes de los que aquél sería, en cierto modo, la resultante mecánica. Y se dirá también que cada acción es el cumplimiento de una intención. En este sentido, el mecanicismo y la finalidad se encuentran en todas partes, en la evolución de nuestra conducta. Pero, por poco que la acción interese el conjunto de nuestra persona y sea verdaderamente nuestra, no podrá ser prevista, aunque sus antecedentes la expliquen una vez realizada. Y una intención realizada, ella, realidad presente y nueva, difiere de la intención, que no podría ser más que un pro-yecto de comienzo o reajuste del pasado. Mecanicismo y finalismo no son pues, en este caso, más que consideraciones exteriores tomadas sobre nuestra conducta. Extraen de ella la intelectualidad. Pero nuestra conducta se desliza entre los dos y se extiende mucho más lejos. Esto no quiere decir, una vez más, que la acción libre sea una acción caprichosa, irrazonable. Conducirse por capricho consiste en oscilar mecánicamente entre dos o varios partidos ya hechos, y en fijarse, no obstante, en uno de los dos: esto no es haber madurado una situación interior, no es haber evolucionado; es, por paradójica que esta aserción pueda parecer, haber plegado la voluntad en la imitación del mecanismo de la inteligencia. Por el contrario, una conducta verdaderamente nuestra es la de una voluntad que no trata de remedar la inteligencia y que, permaneciendo ella misma en evolución, aboca por vía de maduración gradual a actos que la inteligencia podrá resolver indefinidamente en elementos inteligibles sin que los alcance jamás por completo: el acto libre es inconmensurable con la idea, y su "racionalidad" debe definirse por esta inconmensurabilidad misma, que permite encontrar en ella tanta inteligibilidad como se quiera. Tal es el carácter de nuestra evolución interior. Y tal es también, sin duda, el de la evolución de la vida.

 

Nuestra razón, incurablemente presuntuosa, se imagina poseer por derecho de nacimiento o por derecho de conquista, innatos o aprendidos, todos los elementos esenciales del conocimiento de la verdad. Incluso cuando declara no conocer el objeto que se le presenta, cree que su ignorancia afecta solamente a la cuestión de saber cuál es la categoría antigua que conviene al objeto nuevo. ¿En qué cajón presto a abrirse le haremos entrar? ¿Con qué prenda ya cortada vamos a vestirle? ¿Es esto, o aquello, u otra cosa? Y "esto", "aquello" y "otra cosa" son siempre para nosotros lo ya concebido, lo ya conocido. La idea que podríamos tener de crear de una vez, para un objeto nuevo, un nuevo concepto, quizás un nuevo método de pensar, nos repugna profundamente. La historia de la filosofía está sin embargo a nuestra disposición y nos muestra el eterno conflicto de los sistemas, la imposibilidad de hacer entrar definitivamente lo real en estas prendas de confección que son nuestros conceptos ya hechos, la necesidad de trabajar a medida. Antes que llegar a este extremo, nuestra razón desea mejor anunciar una vez por todas, con orgullosa modestia, que no conocerá más que lo relativo y que lo absoluto no es su móvil: esta declaración preliminar le permite aplicar sin escrúpulo su método habitual de pensar y, bajo el pretexto de que no toca a lo absoluto, zanjar en absoluto sobre todas las cosas. Platón fue el primero que erigió la teoría de que conocer lo real consiste en encontrar su Idea, es decir, hacerle entrar en un cuadro preexistente que estaría ya a nuestra disposición, como si poseyésemos implícitamente la ciencia universal. Pero esta creencia es natural a la inteligencia humana, siempre preocupada por saber bajo qué antigua rúbrica catalogará no importa qué objeto nuevo, y podría decirse, en cierto sentido, que nacemos ya platónicos.

En ninguna parte se hace tan patente y manifiesta la impotencia de este método como en las teorías de la vida. Si, al evolucionar en la dirección de los vertebrados en general, del hombre y de la inteligencia en particular, la vida ha tenido que abandonar en su camino muchos elementos incompatibles con este modo particular de organización y confiarlos, como mostraremos, a otras líneas de desarrollo, deberemos volver a buscar y fundir con la inteligencia propiamente dicha la totalidad de estos elementos, para aprehender la verdadera naturaleza de la actividad vital. Nos veremos ayudados entonces, sin duda, por la franja de representación confusa que envuelve nuestra representación distinta, quiero decir, intelectual: ¿qué puede ser esta franja inútil, en efecto, sino la parte del principio que evoluciona, que no se ha amoldado a la forma especial de nuestra organización y que ha pasado de contrabando? Ahí, pues, deberemos ir a buscar indicaciones para dilatar la forma intelectual de nuestro pensamiento; hasta ahí llevaremos el impulso necesario para alzarnos sobre nosotros mismos. Representarse el conjunto de la vida no puede consistir en combinar entre sí ideas simples depositadas en nosotros por la vida misma en el curso de su evolución: ¿cómo podría equivaler la parte al todo, el contenido al continente, un residuo de la operación vital a la operación misma? Tal es, sin embargo, nuestra ilusión cuando definimos la evolución de la vida por "el paso de lo homogéneo a lo heterogéneo" o por cualquier otro concepto obtenido al componer entre sí fragmentos de inteligencia. Nos colocamos en uno de los puntos de conclusión de la evolución, el principal sin duda, pero no el único; en este punto incluso no tomamos todo lo que se encuentra ahí, porque no retenemos de la inteligencia más que uno o dos de los conceptos en que ella se expresa: ¡Y es esta parte de una parte la que declaramos representativa del todo, de algo incluso que desborda el todo consolidado, quiero decir, del movimiento evolutivo del que este "todo" no es más que la fase actual! La verdad es que esto no sería demasiado, no sería bastante aquí tomar la inteligencia entera. Sería preciso todavía aproximar a ella lo que encontramos en cada uno de los otros puntos término de la evolución. Y sería preciso considerar estos elementos diversos y divergentes como otros tantos resúmenes que son, o al menos fueron, en la forma más humilde, complementos unos de otros. Solamente entonces presentiríamos la naturaleza real del movimiento evolutivo; no haríamos más que presentirla, porque no tendríamos que habérnoslas más que con lo evolucionado, que es un resultado, y no con la evolución misma, es decir, con el acto por el cual se obtiene el resultado.

 

Tal es la filosofía de la vida a la que nos encaminamos. Pretende sobrepasar a la vez el mecanicismo y el finalismo; pero, como anunciamos al principio, se aproxima a la segunda doctrina más que a la primera. No será inútil insistir sobre este punto, y mostrar en términos más precisos por donde tiene semejanza con el finalismo y por donde difiere de él.

Como el finalismo radical, aunque en una forma más vaga, ella nos representará el mundo organizado como un conjunto armonioso. Pero esta armonía está lejos de ser tan perfecta como se dice. Admite disonancias, porque cada especie, cada individuo incluso, no retiene del impulso global de la vida más que una parte y tiende a utilizar esta energía en su interés propio; en esto consiste la adaptación. La especie y el individuo no piensan más que en sí mismos, de donde surge un conflicto posible con las demás formas de la vida. La armonía no existe, pues, de hecho; existe, antes bien, en derecho: quiero decir con ello que el impulso original es un impulso común y que, cuanto más alto remonta, más aparecen las tendencias diversas como complementarias unas de otras. Así ocurre con el viento, que al precipitarse en una encrucijada se divide en corrientes de aire divergentes, que no son todas más que un solo y mismo soplo. La armonía, o mejor el "complemento", no se revela sino grosso modo en las tendencias antes que en los estados. Sobre todo (y en este punto el finalismo se ha equivocado gravemente), la ar-monía se encontrará mejor hacia atrás que hacia adelante. Descansa en una identidad de impulso y no en una aspiración común. En vano querríamos asignar a la vida un fin, en el sentido humano de la palabra. Hablar de un fin es pensar en un modelo preexistente al que sólo falta realizarse. Es, pues, suponer, en el fondo, que todo está dado, que el porvenir podría leerse en el presente. Es creer que la vida, en su movimiento y en su integridad, procede como nuestra inteligencia, que no es más que una consideración inmóvil y fragmentaria tomada sobre ella, y que se coloca siempre naturalmente fuera del tiempo. La vida progresa y dura. Sin duda, se podrá siempre, echando una ojeada sobre el camino recorrido, señalar la dirección, anotarla en términos psicológicos y hablar como si hubiese habido prosecución de un fin. Así hablaremos nosotros. Pero en cuanto al camino por recorrer, el espíritu humano nada tiene que decir, porque el camino será creado a medida del acto que lo recorra, no siendo más que la dirección de este acto mismo. La evolución debe, pues, implicar en todo momento una interpretación psicológica, que es, desde nuestro punto de vista, la mejor explicación, aunque esta explicación no tiene valor ni incluso significación más que en el sentido retroactivo. Jamás la interpretación finalista, tal como nosotros la expondremos, deberá ser tomada por una anticipación del futuro. Es una cierta visión del pasado a la luz del presente. En suma, la concepción clásica de la finalidad postula, a la vez, demasiado y demasiado poco. Es demasiado amplia y demasiado estrecha. Al explicar la vida por la inteligencia, restringe excesivamente la significación de la vida; la inteligencia, al menos como lo encontramos en nosotros, ha sido formada por la evolución en el curso de su trayectoria; está recortada en algo más amplio, o mejor: no es más que la proyección necesariamente plana de una realidad que tiene relieve y profundidad. Esta realidad más comprensiva es la que el finalismo verdadero debería reconstruir, o mejor abrazar, tanto como fuese posible, en una visión simple. Pero, por otra parte, justamente porque desborda la inteligencia, facultad de enlazar lo mismo a lo mismo, de percibir y también de producir repeticiones, esta realidad es sin duda creadora, es decir, productora de efectos en los que se dilata y se sobrepasa a sí misma: estos efectos no estaban dados en ella de antemano, y por consiguiente no podía tomarlos por fines, aunque una vez producidos encierren una interpretación racional, como la del objeto fabricado que ha realizado un modelo. Esto es, la teoría de las causas finales no va lo bastante lejos cuando se limita a poner la inteligencia en la naturaleza, y va demasiado lejos cuando supone una preexistencia del futuro en el presente, en forma de idea. La segunda tesis, que peca por exceso, es, por lo demás, la consecuencia de la primera, que peca por defecto. Es preciso sustituir la inteligencia propiamente dicha por la realidad más comprensiva, de la cual la inteligencia no es más que su reducción. El futuro se aparecerá entonces como dilatando el presente. No estaba, pues, contenido en el presente en forma de fin representado. Y sin embargo, una vez realizado, explicará el presente tanto como el presente le explica, e incluso más; deberá ser considerado como un fin tanto o más que como un resultado. Nuestra inteligencia tiene derecho a considerarlo abstractamente desde su punto de vista habitual, al ser ella misma una abstracción operada sobre la causa de donde él emana.

Es verdad que la causa parece entonces inaprensible. Ya la teoría finalista de la vida escapa a toda verificación precisa. ¿Qué será, diremos, si vamos más lejos que ella en una de sus direcciones? Henos aquí vueltos, en efecto, después de una digresión necesaria, a la pregunta que tenemos por esencial: ¿puede probarse por los hechos la insuficiencia del mecanicismo? Anunciábamos que si esta demostración es posible, lo es a condición de que nos coloquemos francamente en la hipótesis evolucionista. Ha llegado el momento de establecer que si el mecanicismo no basta para darnos cuenta de la evolución, el medio de probar esta insuficiencia no consiste en detenerse en la concepción clásica de la finalidad, y todavía menos en reducirla o atenuarla, sino, por el contrario, en ir más lejos que ella.

Indiquemos por lo pronto el principio de nuestra demostración. Decíamos que la vida, desde sus orígenes, es la continuación de un solo y mismo impulso que se ha repartido entre líneas de evolución divergentes. Algo se ha agrandado, algo se ha desarrollado por una serie de adiciones que han sido otras tantas creaciones. Es este mismo desarrollo el que ha llevado a disociarse tendencias que no podían aumentar más allá de un cierto punto sin devenir incompatibles entre sí. En rigor, nada impediría imaginar un individuo único, en el cual, como consecuencia de transformaciones repartidas en miles de siglos, se hubiese efectuado la evolución de la vida. O también, a falta de un individuo único, podría suponerse una pluralidad de individuos sucediéndose en una serie unilineal. En los dos casos la evolución no habría tenido, si podemos expresarnos así, más que una sola dimensión. Pero la evolución se ha producido en realidad por intermedio de mi-llones de individuos sobre líneas divergentes, cada una de las cuales abocaba a una encrucijada de donde partían nuevos caminos, y así sucesiva e indefinidamente. Si nuestra hipótesis tiene algún fundamento, si las causas esenciales que trabajan a lo largo de estos diversos caminos son de naturaleza psicológica, deben conservar algo de común a despecho de la divergencia de sus efectos, como camaradas separados durante largo tiempo guardan también los mismos recuerdos de la infancia. Han debido de producirse bifurcaciones, abrirse vías laterales en las que los elementos disociados se desarrollaban de una manera independiente; y no menos se continúa el movimiento de las partes por el impulso primitivo del todo. Algo del todo debe, pues, subsistir en las partes. Y este elemento común podrá hacerse sensible a los ojos de una cierta manera, quizá por la presencia de órganos idénticos en organismos muy diferentes. Supongamos, por un instante, que el mecanicismo sea la verdad: la evolución se habrá producido por una serie de accidentes que se añaden unos a otros, conservándose cada accidente nuevo por selección si es ventajoso a esta suma de accidentes ventajosos anteriores que representa la forma actual del ser vivo. ¿Y qué casualidad no ha debido darse para que, por dos series completamente diferentes de accidentes que se adicionan, dos evoluciones completamente diferentes aboquen a resultados similares? Cuanto más diverjan dos líneas de evolución, menos probabilidades habrá para que influencias accidentales exteriores o variaciones accidentales internas hayan determinado consigo la construcción de aparatos idénticos, sobre todo si no había indicación alguna de estos aparatos en el momento en que se ha producido la bifurcación. Esta similitud sería natural, por el contrario, en una hipótesis como la nuestra: deberíamos volver a encontrar, hasta en los últimos arroyuelos, algo del impulso recibido en la fuente. El puro mecanicismo sería pues refutable, y la finalidad, en el sentido especial que nosotros le damos, demostrable por cierto lado, si se pudiese establecer que la vida fabrica ciertos aparatos idénticos por medios diferentes, sobre líneas de evolución divergentes. La fuerza de la prueba sería por lo demás proporcional al grado de ale-jamiento de las líneas de evolución escogidas y al grado de complejidad de las estructuras similares que se encontrase en ellas.

 

Se alegará que la similitud de estructura es debida a la identidad de las condiciones generales en que ha evolucionado la vida. Estas condiciones exteriores durables habrían impreso la misma dirección a las fuerzas constructoras de tal o cual aparato, no obstante la diversidad de las influencias exteriores pasajeras y de las variaciones accidentales internas. No ignoramos, en efecto, el papel que juega el concepto de adaptación en la ciencia contemporánea. Ciertamente, los biólogos no han hecho de él el mismo uso. Para algunos, las condiciones exteriores son capaces de causar directamente la variación de los organismos en un sentido definido, por las modificaciones físico-químicas que ellas determinan en la sustancia viva: tal es la hipótesis de Eimer, por ejemplo. Para otros, más fieles al espíritu del darwinismo, la influencia de las condiciones no se ejerce más que de una manera indirecta, favoreciendo, en la concurrencia vital, a aquellos representantes de una especie que el azar del nacimiento ha adaptado mejor al medio. En otros términos, unos atribuyen a las condiciones exteriores una influencia positiva y otros una acción negativa: en la primera hipótesis, esta causa suscitaría variaciones; en la segunda, no haría sino eliminarlas. Pero en los dos casos está encargada de determinar un ajuste preciso del organismo a sus condiciones de existencia. Por esta adaptación común se intentará explicar sin duda mecánicamente las similitudes de estructura de las que creemos podría extraerse el argumento más indiscutible contra el mecanicismo. Por lo cual debemos indicar a continuación grosso modo, antes de pasar al detalle, por qué nos parecen insuficientes las explicaciones que se obtuviesen aquí de la "adaptación".

Señalemos, en primer lugar, que de las dos hipótesis que acabamos de formular, la segunda es la única que no se presta al equívoco. La idea darwiniana de una adaptación que se efectuase por la eliminación automática de los inadaptados, es una idea simple y clara. En cambio, y justamente porque atribuye a la causa exterior, directora de la evolución, una influencia completamente negativa, deja ya de mostrarnos el desarrollo progresivo y rectilíneo de aparatos complejos como los que vamos a examinar. ¿Qué será, cuando ella quiera explicar la identidad de estructura de órganos extraordinariamente complicada sobre líneas de evolución divergentes? Una variación accidental, por mínima que sea, implica la acción de una multitud de pequeñas causas físicas y químicas. Una acumulación de variaciones accidentales, como la que es necesaria para producir una estructura complicada, exige el concurso de un número por decirlo así infinito de causas infinitesimales. ¿Cómo estas causas, completamente accidentales, podrían reaparecer ellas mismas, y en el mismo orden, sobre puntos diferentes del espacio y del tiempo? Nadie lo sostendrá, y el darwinista mismo se limitará sin duda a decir que de efectos idénticos pueden salir causas diferentes, y que más de un camino conduce al mismo lugar. Pero no seamos víctimas de una metáfora. El lugar al que se llega no dibuja la forma del camino que se ha tomado para llegar a él, mientras que una estructura orgánica es la acumulación misma de las pequeñas diferencias que la evolución ha debido atravesar para alcanzarla. Concurrencia vital y selección natural no pueden prestarnos ayuda para resolver esta parte del problema, porque no nos ocupamos aquí de lo que ha desaparecido, sino que miramos simplemente a lo que se ha conservado. Ahora bien, vemos que, sobre líneas de evolución independientes, se han dibujado estructuras idénticas por una acumulación gradual de efectos que se han añadido unos a otros. ¿Cómo suponer que causas accidentales, que se presentan en un orden accidental, hayan abocado varias veces al mismo resultado, siendo las causas infinitamente numerosas y el efecto infinitamente complicado?

El principio del mecanicismo es que "las mismas causas producen los mismos efectos". Este principio no implica siempre, es verdad, que los mismos efectos tengan las mismas causas; entraña, sin embargo, esta consecuencia en el caso particular en que las causas permanecen visibles en el efecto que producen y son sus elementos constitutivos. Que dos caminantes que han partido de puntos diferentes y han divagado por el campo según su capricho terminen por encontrarse, esto no tiene nada de extraordinario. Pero que al caminar así dibujen curvas idénticas, que pueden superponerse exactamente las unas a las otras, esto es de hecho inverosímil. La inverosimilitud será por lo demás tanto mayor cuantos más complicados rodeos presenten los caminos recorridos por una y otra parte. Y se convertirá en imposibilidad, si los zigzags de los dos caminantes son de una complejidad infinita. Ahora bien, ¿qué es esta complicación de zigzags al lado de la de un órgano en el que están dispuestas en un cierto orden millares de células diferentes, cada una de las cuales es una especie de organismo?

Pasemos pues a la segunda hipótesis, y veamos cómo resolvería el problema. La adaptación no consistirá ya simplemente en la eliminación de los inadaptados. Será debida a la influencia positiva de las condiciones exterior res que han modelado el organismo en su forma propia. Justamente por la similitud de la causa se explicará esta vez la similitud de los efectos. Estaremos, en apariencia, en el puro mecanicismo. Pero observemos más de cerca. Vamos a ver que la explicación es completamente verbal, que somos todavía víctimas de las palabras, y que el artificio de la solución consiste en tomar el término "adaptación", al mismo tiempo, en dos sentidos plenamente diferentes.

Si vierto en un mismo vaso, alternativamente, agua y vino, los dos líquidos tomarán en él la misma forma y la similitud de forma residirá en la identidad de adaptación del contenido al continente. Adaptación significa entonces inserción mecánica. Y es que la forma a !a que se adapta la materia estaba ya completamente hecha y ha impuesto a la materia su propia configuración. Pero cuando se habla de la adaptación de un organismo a las condiciones en las que debe vivir, ¿dónde está la forma preexistente que espera su materia? Las condiciones no son un molde en el que se insertará la vida y donde recibirá su forma: cuando se razona así, somos víctimas de una metáfora. No hay todavía forma, y es a la vida a la que corresponde crearse por sí misma una forma apropiada a las condiciones que le son dadas. Será preciso que saque partido de estas condiciones, que neutralice sus inconvenientes y que utilice sus ventajas, en fin, que responda a las acciones ex-teriores por la construcción de una máquina que no tiene semejanza alguna con ellas. Adaptarse no consistirá aquí en repetir, sino en replicar, lo cual es muy diferente. Si todavía hay adaptación, será en el sentido en que podría decirse de la solución de un problema de geometría, por ejemplo, que se adapta a las condiciones del enunciado. Deseo ciertamente que la adaptación así entendida expli-que el por qué procesos evolutivos diferentes abocan a formas semejantes; el mismo problema llama en efecto a la misma solución. Pero será preciso entonces hacer in-tervenir, como para la solución de un problema de geometría, una actividad inteligente o al menos una causa que se conduzca de la misma manera. Volveremos a introducir la finalidad, y una finalidad demasiado cargada esta vez de elementos antropomórficos. En una palabra, si la adaptación de que se habla es pasiva, simple repetición en relieve de lo que las condiciones dan en profundidad, no construirá nada de lo que se quiere que construya; y si se la declara activa, capaz de responder por una solución calculada al problema que le plantean las condiciones, se va más lejos que nosotros, demasiado lejos según nosotros, en la dirección que primeramente indicábamos. Pero la verdad es que se pasa subrepticiamente de uno de estos dos sentidos al otro, y que nos refugiamos en el primero cuantas veces vamos a ser cogidos en flagrante delito de finalismo con el empleo del segundo. El segundo sirve verdaderamente a la práctica corriente de la ciencia, pero es el primero el que le suministra con frecuencia su filosofía. Nos expresamos en cada caso particular corno si el proceso de adaptación fuese un esfuerzo del organismo para construir una máquina capaz de obtener de las condiciones exteriores el mejor partido posible: luego hablamos de la adaptación en general como si fuese la impronta misma de las circunstancias, recibida pasivamente por una materia indiferente.

 

Pero lleguemos a los ejemplos. Sería desde luego interesante instituir aquí una comparación general entre las plantas y los animales. ¿Cómo no han de impresionarnos los progresos paralelos que se han realizado, de una y otra parte, en el sentido de la sexualidad? No solamente la fecundación misma es idéntica en las plantas superiores a la de los animales —ya que consiste, en uno y otro caso, en la unión de dos semi-núcleos que diferían por sus propiedades y su estructura antes de su aproximación, y que se convierten, poco después, en equivalentes el uno del otro—, sino que la preparación de los elementos sexuales se prosigue por las dos partes en condiciones semejantes: consiste esencialmente en la reducción del número de los cromosomas y en la repulsa de una cierta cantidad de sustancia cromática 20. Sin embargo, vegetales y animales han evolucionado sobre líneas independientes, favorecidos por circunstancias desemejantes, contrariados por obstáculos diferentes. He aquí dos grandes series que han caminado de manera divergente. A lo largo de cada una de ellas, millares de millares de causas se han reunido conjuntamente para determinar la evolución morfológica y funcional. Y sin embargo, estas causas infinitamente complicadas se han sumado, de una y otra parte, en un mismo efecto. De este efecto apenas osaremos decir, por lo demás, que sea un fenómeno de "adaptación": ¿cómo hablar de adaptación, cómo hacer un llamamiento a la presión de las circunstancias exteriores, cuando la utilidad misma de la generación sexual no es más que aparente, ya que se ha podido interpretarla en los sentidos más diversos, y espíritus excelsos ven en la sexualidad de la planta, cuando menos, un lujo del que habría podido privarse la naturaleza? 21 Pero no queremos hacer hincapié en hechos tan discutidos. La ambigüedad del término "adaptación", la necesidad de sobrepasar a la vez el punto de vista de la causalidad mecánica y el de la finalidad antropomórfica, aparecerán más claramente con ejemplos más simples. En todo tiempo, la doctrina de la finalidad ha sacado partido de la estructura maravillosa de los órganos de los sentidos para asimilar el trabajo de la naturaleza al de un obrero inteligente. Como, por lo demás, estos órganos se encuentran, en estado rudimentario, en los animales inferiores, y como la naturaleza nos ofrece todos los intermedios entre la mancha pigmentaria de los organismos más simples y el ojo infinitamente complicado de los vertebrados, se podrá también hacer intervenir aquí el juego completamente mecánico de la selección natural que determina una perfección creciente. En fin, si hay un caso en el que nos parece que tenemos derecho a invocar la adaptación, ese caso es éste. Porque sobre el papel y la significación de la generación sexual, sobre la relación que la enlaza a las condiciones en que ella se realiza, puede discutirse; pero la relación del ojo a la luz es manifiesta, y cuando se habla aquí de adaptación debe saberse lo que se quiere decir. Si, pues, pudiésemos mostrar, en este caso privilegiado, la insuficiencia de los principios invocados de una y otra parte, nuestra demostración alcanzaría en seguida un grado bastante alto de generalidad.

Consideremos el ejemplo sobre el cual han insistido siempre los abogados de la finalidad: la estructura de un ojo como el del ser humano. No han tenido dificultad en mostrar que, en este aparato tan complicado, todos los elementos están maravillosamente coordinados unos a otros. Para que la visión se produzca, dice el autor de un libro muy conocido sobre las "Causas finales", es preciso "que la esclerótica se haga transparente en un punto de su superficie, a fin de permitir que la atraviesen los rayos luminosos. ..; es preciso que la córnea se corresponda precisamente con la abertura misma de la órbita del ojo...; es preciso que detrás de esta abertura transparente se encuentren medios convergentes...; es preciso que en el extremo de la cámara negra se encuentre la retina.. .22 ; es preciso que, perpendicularmente a la retina, una cantidad innumerable de conos transparentes que no dejan llegar a la membrana nerviosa más que la luz dirigida sigan el sentido de su eje 23 , etc., etc." A lo cual se ha respondido invitando al defensor de las causas finales a colocarse en la hipótesis evolucionista. Todo parece maravilloso, en efecto, si se considera un ojo como el nuestro, en el que millares de elementos están coordinados a la unidad de la función. Pero sería preciso tomar la función en su origen, en el infusorio, cuando se reduce a la simple impresionabilidad (casi puramente química) de una mancha pigmentaria a la luz. Esta función, que no era más que un hecho accidental al principio, ha podido —ya directamente, por un mecanismo desconocido, ya indirectamente, por el solo efecto de las ventajas que procuraba al ser vivo y de la presa que ofrecía así a la selección natural—, ocasionar una complicación ligera del órgano, la cual habrá arrastrado consigo un perfeccionamiento de la función. De este modo, por una serie indefinida de acciones y de reacciones entre la función y el órgano, y sin hacer intervenir una causa extra-mecánica, se explicaría la formación progresiva de un ojo tan bien combinado como el nuestro.

La cuestión es difícil de zanjar, en efecto, si se la presenta de pronto entre la función y el órgano, como lo hacía la doctrina de la finalidad, como lo hace el mecanicismo mismo. Porque órgano y función son dos términos heterogéneos entre sí, que se condicionan tan bien el uno al otro que es imposible decir a priori si, en el enunciado de su relación, es mejor comenzar por el primero, como lo quiere el mecanicismo, o por el segundo, como lo exi-giría la tesis de la finalidad. Mas la discusión tomaría otro giro, creemos, si se comparase primero entre sí dos términos de la misma naturaleza, un órgano a un órgano y no ya un órgano a su función. Esta vez, podríamos encaminarnos poco a poco a una solución cada vez más plausible. Y tendríamos más probabilidades de alcanzarla cuanto más resueltamente nos colocásemos en la hipótesis evolucionista.

He aquí, al lado del ojo de un vertebrado, el de un 23   molusco como la venera. Hay en uno y otro las mismas partes esenciales, compuestas de elementos análogos. El ojo de la venera presenta una retina, una córnea, un cristalino de estructura celular como el nuestro. Se señala en ella hasta esta inversión particular de los elementos re-tinianos, que no se encuentra, en general, en la retina de los invertebrados. Ahora bien, se discute sin duda sobre el origen de los moluscos; pero, sea cual sea la opinión a la que nos adhiramos, estaremos de acuerdo en que moluscos y vertebrados se han separado de su tronco común antes de la aparición de un ojo tan complejo como el de la venera. ¿De dónde proviene entonces la analogía de estructura?

 

Interroguemos sobre este punto, alternativamente, los dos sistemas opuestos de explicación evolucionista, la hipótesis de variaciones puramente accidentales, y la de una variación dirigida en un sentido definido bajo la influencia de las condiciones exteriores.

En cuanto a la primera, se sabe que se presenta hoy bajo dos formas bastante diferentes. Darwin hablaba de variaciones muy ligeras, que se adicionarían entre sí por efecto de la selección natural. No ignoraba los hechos de variación brusca; pero estos "sports", como él los llamaba, no daban, según él, más que monstruosidades incapaces de perpetuarse, por lo cual nos presentaba la génesis de las especies por medio de una acumulación de variaciones insensibles 24. Tal es también la opinión de muchos naturalistas. Pero tiende, sin embargo, a ceder el lugar a la idea opuesta: es de una vez, por la aparición simultánea de varios caracteres nuevos, bastante diferentes de los antiguos, como se constituiría una especie nueva. Esta última hipótesis, ya lanzada por diversos autores, sobre todo por Bateson en un libro notable 25, ha tomado una significación profunda y adquirido gran fuerza a partir de las bellas experiencias de Hugo de Vries. Este botánico, operando sobre la Oenothera lamarckiana, ha obtenido, al cabo de algunas generaciones, un cierto número de nuevas especies. La teoría que él concluye de sus experiencias es del más alto interés. Las especies pasarían por períodos alternativos de estabilidad y de transformación. Cuando llega el período de "mutabilidad", producirán formas inesperadas 26. No nos atreveremos a tomar partido entre esta hipótesis y la de las variaciones insensibles. Queremos mostrar simplemente que, pequeñas o grandes, las variaciones invocadas son incapaces, si son accidentales, de darnos a conocer una similitud de estructura como la que señalábamos.

Aceptemos, en efecto, la tesis darwinista de las variaciones insensibles. Supongamos pequeñas diferencias debidas al azar y que van siempre adicionándose. No debe olvidarse que todas las partes de un organismo están necesariamente coordinadas unas a otras. Poco me importa que la función sea el efecto o la causa del órgano: hay, de todos modos, un punto indiscutible, y es que el órgano no prestará servicio y no ofrecerá campo a la selección más que en el caso de que funcione. En el caso de que la fina estructura de la retina se desarrolle y se complique, este progreso, en lugar de favorecer la visión, sin duda la trastornará, si los centros visuales no se desarrollan al mismo tiempo, al igual que las diversas partes del órgano visual mismo. Si las variaciones son accidentales, es bien evidente que no se entenderán entre sí para producirse en todas las partes del órgano a la vez, de tal manera que éste continúe cumpliendo su función. Darwin lo ha comprendido bien, y ésta es una de las razones por la que supone la variación insensible 27. La diferencia que surge accidentalmente sobre un punto del aparato visual, si es muy ligera no producirá el funcionamiento del órgano; y, desde entonces, esta primera variación accidental puede esperar, en cierto modo, que variaciones complementarias vengan a añadirse y llevar la visión a un grado de perfección superior. Bien; pero si la variación insensible no obstaculiza el funcionamiento del ojo, no le presta servicio en tanto que las variaciones complementarias no se hayan producido: entonces ¿cómo se conservaría por efecto de la selección? De grado o por fuerza, razonaremos como si la pequeña variación fuese un compás de espera impuesto por el organismo y reservado para una construcción ulterior. Esta hipótesis, tan poco conforme con los principios de Darwin, parece ya difícil de evitar cuando se considera un órgano que se ha desarrollado sobre una sola gran línea de evolución, el ojo de los vertebrados por ejemplo. Pero se impondrá de modo absoluto si se señala la similitud de estructura del ojo de los vertebrados y el de los moluscos. ¿Cómo suponer, en efecto, que las mis- mas pequeñas variaciones, en número incalculable, se hayan producido en el mismo orden sobre dos líneas de evolución independientes, si eran puramente accidentales? ¿Y cómo se han conservado por selección y acumuladas por una y otra parte, las mismas en el mismo orden, cuando cada una de ellas, tornada separadamente, no prestaba ninguna utilidad?

Pasemos, pues, a la hipótesis de las variaciones bruscas y veamos si podrá resolver el problema. Atenúa, sin duda, la dificultad sobre este punto. En cambio, la agrava mucho en otro. Si por medio de un número relativamente débil de saltos bruscos, el ojo de los moluscos se ha elevado, como el de los vertebrados, hasta su forma actual, tengo menos dificultad para comprender la similitud de los dos órganos que si se compusiese de un número incalculable de semejanzas infinitesimales sucesivamente adquiridas: en los dos casos es el azar el que opera; pero no se le pide, en el segundo, el milagro que debería realizar en el primero. No solamente el número de semejanzas que tengo que adicionar se restringe, sino que comprendo mejor que cada una de ellas se haya conservado para añadirse a las otras, porque la variación elemental es bastante considerable, esta vez, para asegurar una ventaja al ser vivo y prestarse así al juego de la selección. Aunque he aquí que entonces se presenta otro problema no menos importante: ¿cómo todas las partes del aparato visual al modificarse de pronto quedan tan bien coordinadas entre sí que el ojo continúa ejerciendo su función? Porque la variación aislada de una parte va a volver la visión imposible, desde el momento en que esta variación no es ya infinitesimal. Es preciso ahora que todas cambien a la vez y que cada una consulte a las otras. Deseo ciertamente que una multitud de variaciones no coordinadas entre sí hayan surgido en individuos menos felices, que la selección natural los haya eliminado, y que, únicamente la combinación viable, es decir, capaz de conservar y de mejorar la visión, haya sobrevivido. También es preciso que esta combinación se haya producido. Y suponiendo que el azar haya concedido por una vez este favor, ¿cómo admitir que lo repita en el curso de la historia de una especie, de manera que suscite, cada vez, complicaciones nuevas, maravillosamente reguladas unas sobre otras, situadas en la prolongación de las com-plicaciones anteriores? ¿Cómo suponer sobre todo que, por una serie de simples "accidentes", estas variaciones bruscas se hayan producido de la misma manera, en el mismo orden, implicando cada vez un acuerdo perfecto de elementos cada vez más numerosos y complejos, a lo largo de dos líneas de evolución independientes?

 

Se invocará, es verdad, la ley de correlación, como hacía ya el mismo Darwin 28. Se alegará que un cambio no está localizado en un punto único del organismo, que se da sobre otros puntos su repercusión necesaria. Los ejemplos citados por Darwin han quedado como clásicos: los gatos blancos que tienen los ojos azules son generalmente sordos, los perros desprovistos de pelo tienen la dentición imperfecta, etc. Bien; pero no juguemos ahora con el sentido de la palabra "correlación". Una cosa es un conjunto de cambios solidarios, y otra muy distinta un sistema de cambios complementarios, es decir, coordinados unos a otros de manera que mantengan e incluso perfeccionen el funcionamiento de un órgano en condiciones más complicadas. Que una anomalía del sistema capilar se acompañe de una anomalía de la dentición, no exige aquí un principio de explicación especial: pelos y dientes son formaciones similares 29, y la misma alteración química del germen que dificulta la formación de los pelos debe sin duda obstaculizar la de los dientes. Probablemente a causas del mismo género es preciso atribuir la sordera de los gatos blancos con ojos azules. En estos diversos ejemplos, los cambios "correlativos" no son más que cambios solidarios (sin contar que se trata en realidad de lesiones, quiero decir, de disminuciones o supresiones de algo y no de adiciones, lo que es muy diferente). Pero cuando se nos habla de cambios "correlativos" que sobrevienen de una vez en las diversas partes del ojo, la palabra está tomada en un sentido completamente nuevo: se trata esta vez de un conjunto de cambios, no solamente simultáneos, no solamente enlazados entre sí por una comunidad de origen, sino también coordinados entre sí de tal manera que el órgano continúa cumpliendo la misma función simple, e incluso la cum-plirá mejor. Que una modificación del germen que influye en la formación de la retina obre al mismo tiempo también sobre la de la córnea, iris, cristalino, centros visuales, etc., lo concedo, aunque se trate aquí de formaciones heterogéneas en tal grado como no lo son sin duda los pelos y los dientes. Pero que todas estas variaciones simultáneas se produzcan en el sentido de un perfeccionamiento o incluso simplemente de una conservación de la visión, esto es lo que no puedo admitir en la hipótesis de la variación brusca, a menos que se haga intervenir un principio misterioso cuyo papel sería el de velar por los intereses de la función: pero esto equivaldría a renunciar a la idea de una variación "accidental". En realidad, estos dos sentidos de la palabra "correlación" se interfieren con frecuencia conjuntamente en el espíritu del biólogo, como los del término "adaptación". Y la confusión es casi legítima en botánica, ahí precisamente donde la teoría de la formación de las especies por variación brusca descansa en la base experimental más sólida. En los vegetales, en efecto, la función está lejos de encontrarse ligada a la forma tan estrechamente como en el animal. Diferencias morfológicas profundas, como un cambio en la forma de las hojas, no ejercen influencia apreciable en el ejercicio de la función, y no exigen, por consiguiente, todo un sistema de modificaciones complementarias para que la planta permanezca viable. Pero no ocurre lo mismo en el animal, sobre todo si se considera un órgano como el ojo, de una estructura muy compleja a la vez que de un funcionamiento muy delicado. En vano trataríamos aquí de identificar juntamente variaciones simplemente solidarias y variaciones que son, por otra parte, complementarias. Los dos sentidos de la palabra "correlación" deben ser distinguidos con cuidado: se cometería un verdadero paralogismo adoptando uno de los dos en las premisas del razonamiento y el otro en la conclusión. Y, sin embargo, es lo que se hace cuando se invoca el principio de correlación en las explicaciones de detalle para dar cuenta de las variaciones complementarias, para hablar seguidamente de la correlación en general como si no fuese más que un conjunto cualquiera de variaciones provocado por una variación cualquiera del germen. Se comienza por utilizar la idea de correlación en la ciencia corriente como podría hacerlo un defensor de la finalidad; se dice que se trata simplemente de una manera fácil de expresarse, que habrá que corregir y que se volverá al mecanicismo puro cuando se explique la naturaleza de los principios y se pase de la ciencia a la filosofía. En efecto, se vuelve entonces al mecanicismo; pero es a condición de tomar la palabra "correlación" en un sentido nuevo, esta vez impropia para el detalle de las explicaciones.

En resumen, si las variaciones accidentales que determinan la evolución son variaciones insensibles, será preciso acudir a un buen genio —el genio de la especie futura— para conservar y adicionar estas variaciones, porque no es la selección la que se encargará de ello. Si, por otra parte, las variaciones accidentales son bruscas, la antigua función no continuará ejerciéndose, o una función nueva no la reemplazará, más que si todos los cambios sobrevenidos conjuntamente se completan para el cumplimiento de un mismo acto: será preciso también recurrir al buen genio, esta vez para obtener la convergencia de los cambios simultáneos, como hace un momento para asegurar la continuidad de dirección de las variaciones sucesivas. Ni en un caso ni en otro, el desarrollo paralelo de estructuras complejas idénticas sobre líneas de evolución independientes podrá residir en una simple acumulación de variaciones accidentales. Llegamos pues a la segunda de las dos grandes hipótesis que debíamos examinar. Supongamos que las variaciones sean debidas, no ya a causas accidentales e internas, sino a la influencia directa de las condiciones exteriores. Veamos cómo nos las arreglaríamos para dar cuenta de la similitud de estructura del ojo en series independientes desde el punto de vista filo-genético.

 

Si moluscos y vertebrados han evolucionado separadamente, unos y otros han quedado expuestos a la influencia de la luz. Y la luz es una causa física que engendra efectos determinados. Actuando de una manera continua, ha podido producir una variación continua en una dirección constante. Sin duda, es inverosímil que el ojo de los vertebrados y el de los moluscos se hayan constituido por una serie de variaciones debidas al simple azar. Admitiendo que la luz intervenga entonces como instrumento de selección, para no dejar subsistir más que las variaciones útiles, no hay ninguna probabilidad para que este juego de azar, incluso así vigilado desde fuera, aboque, en los dos casos, a la misma yuxtaposición de elementos coordinados de la misma manera. Pero no ocurriría lo mismo, en la hipótesis de que la luz actuase directamente sobre la materia organizada para modificar su estructura y adaptarla, en cierto modo, a su propia forma. La similitud de los dos efectos se explicaría esta vez simplemente por la identidad de la causa. El ojo cada vez más complicado sería algo así como la impronta cada vez más profunda de la luz sobre una materia que, al estar organizada, posee una aptitud sui genera para recibirla.

¿Pero puede compararse una estructura orgánica a una impronta? Hemos señalado ya la ambigüedad del término "adaptación". Una cosa es la complicación gradual de una forma que se inserta cada vez mejor en el molde de las condiciones exteriores, y otra cosa también la estructura cada vez más complicada de un instrumento que obtiene de estas condiciones un partido cada vez más ventajoso. En el primer caso, la materia se limita a recibir una impronta; pero en el segundo reacciona activamente y resuelve un problema. De estos dos sentidos de la palabra, es el segundo evidentemente el que se utiliza cuando se dice que el ojo se ha adaptado cada vez mejor a la influencia de la luz. Pero se pasa más o menos inconscientemente del segundo sentido al primero, y una biología puramente mecanicista se esforzará en llevar a coincidir juntamente la adaptación pasiva de una materia inerte, que sufre la influencia del medio, y la adaptación activa de un organismo, que obtiene de esta influencia un partido apropiado. Reconocemos, por lo demás, que la naturaleza misma parece invitar a nuestro espíritu a confundir los dos géneros de adaptación, porque ella comienza de ordinario por una adaptación pasiva allí donde debe construir más tarde un mecanismo que reaccionará activamente. Así, en el caso que nos ocupa, es indiscutible que el primer rudimento del ojo se encuentra en la mancha pigmentaria de los organismos inferiores: esta mancha ha podido producirse muy bien físicamente por la acción misma de la luz, y se observa una multitud de intermediarios entre la simple mancha pigmentaria y un ojo complicado como el de los vertebrados. Pero de que se pase gradualmente de una cosa a otra, no se sigue que las dos cosas sean de la misma naturaleza. De que un orador adopte primero las pasiones de su auditorio para llegar en seguida a hacerse dueño de ellas, no se concluirá que seguir sea lo mismo que dirigir. Ahora bien, la materia viva parece no tener otro medio de sacar partido de las circunstancias que adaptarse primero pasivamente a ellas: allí donde debe tomar la dirección de un movimiento, comienza por adoptarlo. La vida procede por insinuación. Bien se hará en mostrarnos todos los intermediarios entre una mancha pigmentaria y un ojo; con todo, habrá entre ambos la misma distancia que entre una fotografía y un aparato fotográfico. La fotografía se ha flexionado sin duda, poco a poco, en el sentido de un aparato fotográfico; ¿pero es la luz tan sólo, como fuerza física, la que hubiese podido provocar esta flexión y convertir una impresión dejada por ella en una máquina capaz de utilizarla?

Se alegará que hacemos intervenir equivocadamente consideraciones de utilidad, que el ojo no está hecho para ver pero que vemos porque tenemos ojos, que el órgano es lo que es y que la "utilidad" es una palabra con la cual designamos los efectos funcionales de la estructura. Pero cuando digo que el ojo "saca partido" de la luz, no entiendo solamente por ello que el ojo es capaz de ver; hago alusión a las relaciones muy precisas que existen entre este órgano y el aparato de locomoción. La retina de los vertebrados se prolonga en un nervio óptico que se continúa él mismo por centros cerebrales enlazados a mecanismos motores. Nuestro ojo saca partido de la luz porque nos permite utilizar por movimientos de reacción los objetos que vemos como ventajosos, evitando los que vemos como perjudiciales. Ahora bien, no habrá dificultad en mostrarme que si la luz ha producido físicamente una mancha pigmentaria, puede determinar físicamente también los movimientos de ciertos organismos: los infusorios pestañosos, por ejemplo, reaccionan a la luz. Nadie sostendrá, sin embargo, que la influencia de la luz haya causado físicamente la formación de un sistema nervioso, de un sistema muscular, de un sistema óseo, cosas todas que están en continuidad con el aparato de la visión en los vertebrados. A decir verdad, ya cuando se habla de la formación gradual del ojo, y con más razón cuando se refiere el ojo a lo que es inseparable de él, se hace intervenir algo más que la acción directa de la luz. Se atribuye implícitamente a la materia organizada una cierta capacidad sui generis, el misterioso poder de montar máquinas muy complicadas para sacar partido de la excitación simple cuya influencia recibe.

De esto es precisamente de lo que se desea prescindir. Quiérese que la física y la química nos den la clave de todo. La obra capital de Eimer es instructiva a este respecto. Se sabe qué penetrante esfuerzo ha hecho este biólogo para demostrar que la transformación se opera, por efecto de una influencia continua del exterior sobre el interior, en un sentido bien definido, y no, como quería Darwin, por variaciones accidentales. Su tesis descansa en observaciones del más alto interés, cuyo punto de partida ha sido e! estudio de la marcha seguida por la variación de la coloración de la piel en ciertos lagartos. Por otra parte, las experiencias ya antiguas de Dorfmeister muestran que una misma crisálida, según que se la someta al frío o al calor, da nacimiento a mariposas bastante diferentes, consideradas durante largo tiempo como especies diferentes, Vanessa levana, y Vanessa prorsa: una temperatura intermedia produce una forma intermedia. Podrían aproximarse a estos hechos las transformaciones importantes que se observan en un pequeño crustáceo, Anemia salina, cuando aumenta o disminuye la salinidad del agua en que vive 30. En estas diversas experiencias, el agente exterior parece comportarse como una causa de transformación. Pero ¿en qué sentido es preciso entender aquí la palabra causa? Sin emprender un análisis exhaustivo de la idea de causalidad, haremos notar simplemente que se confunden de ordinario tres sentidos de este término que son completamente diferentes. Una causa puede obrar por impulso, por desarticulación o por desenvolvimiento. La bola de billar que se lanza contra otra bola determina su movimiento por impulso. La chispa que provoca la explosión de la pólvora, obra por desarticulación. La acción gradual del resorte que hace dar vueltas al fonógrafo desenvuelve la melodía inscrita en el cilindro: si tengo la melodía que se toca por un efecto y la acción del resorte por su causa, diré que la causa procede aquí por desenvolvimiento. Lo que distingue es-tos tres casos el uno del otro, es la mayor o menor solidaridad entre la causa y el efecto. En el primero, la cantidad y la cualidad del efecto varían con la cantidad y la cualidad de la causa. En el segundo, ni la cualidad ni la cantidad del efecto varían con la cualidad y la cantidad de la causa: el efecto es invariable. En el tercero, en fin, la cantidad del efecto depende de la cantidad de la causa, pero !a causa no influye en la cualidad del efecto; es más, por la acción del resorte, el cilindro dará vueltas durante tanto más tiempo, cuanto más larga sea la porción que yo oiga de la melodía, pero la naturaleza de la melodía oída o de la porción que no oigo, no depende de la acción del resorte. En realidad, sólo en el primer caso la causa explica su efecto; en los otros dos, el efecto es dado más o menos de antemano y el antecedente que se invoca es —en grados diversos, es verdad— la ocasión antes que la causa. Ahora bien, ¿se toma en el primer sentido la palabra causa cuando se dice que la salinidad del agua es causa de las transformaciones de la Anemia, o que el grado de temperatura determina el color y los dibujos de las alas que tomará una crisálida al convertirse en mariposa? Evidentemente, no: la causalidad tiene aquí un sentido intermedio entre los de desenvolvimiento y desarticulación. Así lo ha entendido, por lo demás, Eimer mismo, cuando habla del carácter "ca-leidoscópico" de la variación 31, o cuando dice que la variación de la materia organizada se opera en un sentido definido como, en direcciones definidas, cristaliza la materia inorgánica 32. Que éste sea un proceso puramente fisico-químico es lo que podemos conceder, en rigor, cuando se trata de cambios en la coloración de la piel. Pero si se extiende este modo de explicación al caso de la formación gradual del ojo de los vertebrados, por ejemplo, será preciso suponer que la físico-química del organismo es tal, aquí, que la influencia de la luz le ha hecho construir una serie progresiva de aparatos visuales, todos en extremo complejos, todos no obstante capaces de ver, y de ver cada vez mejor 33. ¿Qué más podría decir, para caracterizar esta físico-química especial, el partidario más resuelto de la doctrina de la finalidad? ¿Y no se hará todavía más difícil la posición de una filosofía mecanicista cuando se le señale que el ojo de un molusco no puede tener la misma composición química que el de un vertebrado, que la sustancia orgánica que ha evolucionado hacia la primera de las dos formas no ha podido ser químicamente idéntica a la que ha tomado la otra dirección, y que, sin embargo, bajo la influencia de la luz es el mismo órgano el que se ha construido en los dos casos?

 

Cuanto más se reflexione en esto, más se verá cuán contraria es a los principios invocados por la filosofía mecanicista esta producción del mismo efecto por dos acumulaciones diversas de un número enorme de pequeñas causas. Hemos concentrado todo el esfuerzo de nuestra discusión en un ejemplo sacado de la filogénesis. Pero la ontogénesis nos habría suministrado hechos no menos probatorios. En todo momento, a nuestros ojos, la naturaleza aboca a resultados idénticos, en especies algunas veces vecinas unas de otras, por procesos embriogénicos completamente diferentes. Las observaciones de hetero-blastia se han multiplicado en estos últimos años 34, y ha sido preciso renunciar a la teoría casi clásica de la especificidad de las hojas embrionarias. Para atenernos una vez más a nuestra comparación entre el ojo de los vertebrados y el de los moluscos, haremos señalar que la retina de los vertebrados se ha producido por una expansión que emite el esbozo de cerebro en el joven embrión. Es un verdadero centro nervioso el que seria llevado hacia la periferia. Por el contrario, en los moluscos la retina deriva del ectodermo directamente, y no indirectamente por intermedio del encéfalo embrionario. Son pues procesos evolutivos diferentes los que abocan, en el hombre y en la venera, al desenvolvimiento de una misma retina. Pero, sin llegar incluso a comparar entre sí dos organismos tan alejados uno de otro, se alcanzaría una conclusión idéntica estudiando, en un solo y mismo organismo, ciertos hechos muy curiosos de regeneración. Si se extirpa el cristalino de un tritón, se asiste a la regeneración del cristalino por el iris 35. Ahora bien, el cristalino primitivo se había constituido a expensas del ectodermo, mientras el iris es de origen mesodérmico. Aún más: si a la Salamandra maculata se la priva del cristalino respetando el iris, por la parte superior del iris se produce también la regeneración del cristalino; pero si se suprime esta parte superior del iris, la regeneración se esboza en la capa interior o retiniana de la región restante 36. Así, partes diferentemente situadas, diferentemente constituidas, que realizan en tiempo normal funciones diferentes, son capaces de cumplir los mismos fines y de fabricar, cuando es necesario, las mismas piezas de la máquina. Tenemos aquí ciertamente un mismo efecto obtenido por combinaciones diversas de causas.

De grado o por fuerza, debemos referirnos a un prin-cipio interno de dirección para obtener esta convergencia de efectos. La posibilidad de tal convergencia no aparece ni en la tesis darwinista, y sobre todo neo-darwinista, de las variaciones accidentales insensibles, ni en la hipótesis de las variaciones accidentales bruscas, ni aun en la teoría que asigna direcciones definidas a la evolución de los diversos órganos por una especie de composición mecánica entre las fuerzas exteriores y las fuerzas internas. Vayamos, pues, a la única de las formas actuales del evolucionismo que nos queda todavía por explicar, el neo-lamarckismo.

Se sabe que Lamarck atribuía al ser vivo la facultad de variar por el uso o no uso de sus órganos, y también de transmitir la variación así adquirida a sus descendientes. A una doctrina del mismo género se adhieren hoy cierto número de biólogos. La variación que aboca a producir una especie nueva no sería una variación accidental inherente al germen mismo. No estaría tampoco regulada por un determinismo sui generis, que desenvolvería caracteres determinados en un sentido determinado, independientemente de toda preocupación de utilidad. Nacería del esfuerzo mismo del ser vivo por adaptarse a las condiciones en que debe vivir. Este esfuerzo podría, por lo demás, no ser más que el ejercicio mecánico de ciertos órganos, mecánicamente provocado por la presión de las circunstancias exteriores. Pero podría también implicar conciencia y voluntad, y es en este último sentido como parece entenderlo uno de los representantes más eminentes de la doctrina, el naturalista americano Cope 37. El neo-lamarckismo es, pues, de todas las formas actuales del evolucionismo, la única capaz de admitir un principio interno y psicológico de desenvolvimiento, aunque no recurra necesariamente a él. Y es también únicamente el evolucionismo el que parece darnos cuenta de la formación de órganos complicados idénticos sobre líneas independientes de desenvolvimiento. Se concibe, en efecto, que el mismo esfuerzo por sacar partido de las mismas circunstancias aboque al mismo resultado, sobre todo si el problema planteado por las circunstancias exteriores es de los que no admiten más que una solución. Queda por saber si el término "esfuerzo" no debe tomarse entonces en un sentido más profundo, más psicológico todavía de lo que lo supone ningún neo-lamarckiano.

Una cosa es, en efecto, una simple variación de magnitud, y otra cosa un cambio de forma. Que un órgano pueda robustecerse y crecer por el ejercicio, nadie lo pondrá en duda. Pero hay mucha distancia de esto al desenvolvimiento progresivo de un ojo como el de los moluscos y el de los vertebrados. Si se atribuye este efecto a la prolongación de la influencia de la luz pasivamente recibida, se recae en la tesis que acabamos de criticar. Si, por el contrario, es una actividad interna la que se invoca, entonces se trata de cosa muy distinta de lo que de ordinario llamamos un esfuerzo, porque el esfuerzo nunca ha producido ante nosotros la menor complicación de un órgano, y, no obstante, ha sido preciso un número enorme de estas complicaciones, admirablemente coordinadas entre sí, para pasar de la mancha pigmentaria del infusorio al ojo del vertebrado. Admitamos, sin embargo, esta concepción del proceso evolutivo para los animales: ¿cómo extenderla al mundo de las plantas? Aquí las va-riaciones de forma no parecen implicar ni entrañar siempre cambios funcionales y, si la causa de la variación es de orden psicológico, resulta difícil llamarla todavía esfuerzo, a menos de ampliar singularmente el sentido de la palabra. La verdad es que debe ahondarse en el esfuerzo mismo y buscar una causa más profunda. Sobre todo, si deseamos llegar a una causa de variaciones regularmente hereditarias. No entraremos aquí en el detalle de las controversias relativas a la transmisibilidad de los caracteres adquiridos; todavía menos querríamos tomar partido claramente en una cuestión que no es de nuestra competencia. Pero no podemos, sin embargo, desinteresarnos completamente de ella. En ninguna parte se hace sentir mejor la imposibilidad para los filósofos de atenerse hoy a vagas generalidades, la obligación para ellos de seguir a los sabios en el detalle de las experiencias y de discutir con éstos sus resultados. Si Spencer hubiese comenzado por plantearse la cuestión de la herencia de los caracteres adquiridos, su evolucionismo habría tomado sin duda otra forma. Si (como nos parece más probable) un hábito contraído por el individuo no se transmitiese a sus descendientes más que en casos muy excepcionales, toda la psicología de Spencer tendría que rehacerse y se vendría abajo una buena parte de su filosofía. Digamos por tanto cómo nos parece plantearse el problema y en qué sentido nos parece también que debería tratarse de resolverlo.

 

Después de haber sido afirmada como un dogma la transmisibilidad de los caracteres adquiridos, ha sido negada no menos dogmáticamente, por razones obtenidas a priori de la supuesta naturaleza de las células germinales. Se sabe cómo ha sido llevado Weissman, por su hipótesis de la continuidad del plasma germinativo, a considerar las células germinales —óvulos y espermatozoides— poco menos que independientes de las células somáticas. Par-tiendo de ahí, se ha pretendido, y muchos pretenden aún, que la transmisión hereditaria de un carácter adquirido sería una cosa inconcebible. Pero si por azar la experiencia mostrase que los caracteres adquiridos son transmisibles, probaría, por esto mismo, que el plasma germinativo no es tan independiente como se dice del medio somático, y la transmisibilidad de los caracteres adquiridos se convertiría ipso facto en concebible: lo que equivale a decir que lo concebible e inconcebible nada tienen que ver en tal asunto y que la cuestión asienta únicamente en la experiencia. Pero aquí comienza precisamente la dificultad. Los caracteres adquiridos de que se habla son, con frecuencia, hábitos o efectos del hábito. Y es raro que en la base de un hábito contraído no haya una aptitud natural. De suerte que podemos preguntarnos siempre si lo que se transmite es el hábito adquirido por el soma del individuo o es antes bien una aptitud natural anterior al hábito contraído: esta aptitud habría quedado como inherente al germen que el individuo lleva en sí, como era ya inherente al individuo y, por consiguiente, a su germen. Así, nada prueba que el topo se haya vuelto ciego por hacer contraído el hábito de vivir bajo tierra: quizá porque sus ojos estaban en camino de atrofiarse es por lo que el topo ha tenido que condenarse a la vida subterránea 38. En este caso, la tendencia a perder la vista se habría transmitido de germen en germen sin que nada se hubiese adquirido ni perdido por el soma del topo mismo. Del hecho de que el hijo de un maestro de esgrima se haya convertido, mucho más rápidamente que su padre, en un esgrimidor excelente, no puede obtenerse la conclusión de que el hábito del padre se haya transmitido al hijo, porque ciertas disposiciones naturales en vía de aumento han podido pasar del germen productor del padre al germen productor del hijo, agrandarse en ruta por efecto del impulso primitivo y asegurar al hijo una agilidad mayor que la del padre, sin que éste se preocupase, por decirlo así, de lo que el padre hacía. Lo mismo ocurre en muchos ejemplos sacados de la domesticación progresiva de los animales. Resulta difícil saber si es el hábito contraído el que se transmite o si no se tratará, antes bien, de una cierta tendencia natural, la misma que ha hecho elegir para la domesticación tal o cual especie particular o determinados representantes suyos. A decir verdad, cuando eliminamos todos los casos dudosos, todos los hechos susceptibles de varias interpretaciones, apenas quedan, como ejemplos absolutamente indiscutibles de particularidades adquiridas y transmitidas, más que las famosas experiencias de Brown-Séquard, repetidas y confirmadas por lo demás por diversos fisiólogos 39. Seccionando en cobayas la médula espinal o el nervio ciático, Brown-Séquard determinaba un estado epiléptico que las cobayas transmitían a sus descendientes. Lesiones de este mismo nervio ciático, del cuerpo restiforme, etc., provocaban en la cobaya trastornos variados, que su progenie podía heredar, a veces en una forma bastante diferente: exoftalmia, pérdida de los dedos del pie, etc. Mas no está demostrado que en estos diversos casos de transmisión hereditaria haya habido influencia verdadera del soma del animal sobre su germen. Ya Weissman objetaba que la operación de Brown-Séquard había podido introducir en el cuerpo de la cobaya ciertos microbios especiales, que encontrarían su medio de nutrición en los tejidos nerviosos y que transmitirían la enfermedad al penetrar en los elementos sexuales 40. Esta operación ha sido desechada por el mismo Brown-Séquard 41, pero podría hacerse otra, más plausible. Resulta, en efecto, de las experiencias de Voisin y Peron, que los accesos de epilepsia son seguidos de la eliminación de un cuerpo tóxico, capaz de producir en los animales, por inyección, accidentes convulsivos 42. Quizá los trastornos tróficos, consecutivos a las lesiones nerviosas que Brown-Séquard provocaba, se traducen precisamente por la formación de este veneno convulsivo. En este caso, la toxina pasaría de la cobaya a su espermatozoide o a su óvulo, y determinaría en el desenvolvimiento del embrión un trastorno general que, sin embargo, podría no dar efectos visibles más que sobre tal o cual punto particular del organismo una vez evolucionado. Las cosas pasarían aquí como en las experiencias de Charrin, Delamare y Moussu. Cobayas en gestación, a las que se lesionaba el hígado o el riñón, transmitían esta lesión a su progenie, simplemente porque el destrozo del órgano de la madre había engendrado "citotoxinas" específicas, las cuales actuaban sobre el órgano homólogo del feto 43. Es verdad que en estas experiencias, como por lo demás en una observación anterior de los mismos fisiólogos 44, es el feto ya formado el influido por las toxinas. Pero otras investigaciones de Charrin han abocado a mostrar que el mismo efecto puede ser producido, por un mecanismo análogo, sobre los espermatozoides y los óvulos 45. En suma, la herencia de una particularidad adquirida podría explicarse, en las experiencias de Brown-Séquard, por una intoxicación del germen. La lesión, por muy localizada que parezca, se transmitiría por el mismo proceso que la tara alcohólica, por ejemplo. ¿Pero no ocurriría lo mismo con toda particularidad adquirida que se hace hereditaria? Hay un punto, en efecto, en el cual están de acuerdo los que afirman y los que niegan la transmisibilidad de los caracteres adquiridos: en que ciertas influencias, como la del alcohol, pueden ejercerse a la vez sobre el ser vivo y sobre el plasma germinativo que hay en él. En caso parecido, hay una tara, y todo pasa como si el soma del padre hubiese actuado sobre su germen, aunque en realidad germen y soma hayan sufrido simplemente, uno y otro, la acción de una misma causa. Con este planteamiento, admitimos que el soma pueda influir el germen, como se cree cuando se tienen los caracteres adquiridos por transmisibles. La hipótesis más natural ¿no es la de suponer que las cosas pasarán en este segundo caso como en el primero, y que el efecto directo de esta in-fluencia del soma será una alteración general del plasma germinativo? Si ocurriese así, sería por excepción, y en cierto modo por accidente, como la modificación del descendiente vendría a ser la misma que la del padre. Igual que en la herencia de la tara alcohólica: pues ésta pasa sin duda del padre a los hijos, pero puede adoptar en cada uno de éstos una forma diferente y no semejar en modo alguno a la del padre. Llamemos C al cambio sobrevenido en el plasma, que puede ser positivo o negativo, es decir, representar o la ganancia o la pérdida de ciertas sustancias. El efecto no reproducirá exactamente su causa, la modificación del germen provocada por una cierta modificación de una cierta parte del soma no determinará la misma modificación de la misma parte del nuevo organismo en vía de formación, más que si todas las otras partes nacientes de éste gozan con relación a C de una especie de inmunidad: la misma parte será entonces modificada en el nuevo organismo, porque la formación de esta parte será la única que se encuentra sensible a la nueva influencia; aun podrá ser modificada en otro sentido como no lo era la parte correspondiente del organismo generador.

 

Propondríamos, pues, introducir una distinción entre la herencia de separación y la del carácter. Un individuo que adquiere un carácter nuevo se aleja, por ello de la forma que tenía y que habrían reproducido, al desarrollarse, los gérmenes o, con más frecuencia, los semigér-menes que hay en él. Si esta modificación no entraña la producción de sustancias capaces de modificar el germen, o una alteración general de la nutrición susceptible de privarle de algunos de sus elementos, no tendrá ningún efecto sobre la descendencia del individuo. Es lo que ocurre frecuentemente. Pero si, por el contrario, produce algún efecto, lo es por intermedio de un cambio químico que habrá determinado en el plasma germinativo: este cambio químico podrá, por excepción, traer la modificación original al organismo que el germen va a desarrollar, pero hay tantas o más probabilidades de que ocurra otra cosa. En este último caso, el organismo engendrado quizá se alejará del tipo normal tanto como el organismo generador, pero se alejará de manera diferente. Habrá heredado la separación y no el carácter. En general, pues, los hábitos contraídos por un individuo no tienen ninguna repercusión sobre su descendencia; y cuando la tienen, la modificación sobrevenida en los descendientes puede no tener ninguna semejanza visible con la modificación original. Tal es al menos la hipótesis que nos parece más verosímil. En todo caso, hasta que se pruebe lo contrario, y en tanto no se hayan verificado las experiencias decisivas reclamadas por un biólogo eminente 46, debemos atenernos a los resultados actuales de la observación. Ahora bien, poniendo las cosas en el mejor de los casos para la tesis de la transmisibilidad de los caracteres adquiridos, suponiendo que el pretendido carácter adquirido no sea, en la mayor parte de las ocasiones, el desarrollo más o menos tardío de un carácter innato, los hechos nos muestran que la transmisión hereditaria es la excepción y no la regla. ¿Cómo esperar de ella que desarrolle un órgano como el ojo? Cuando se piensa en el número enorme de variaciones, todas dirigidas en el mismo sentido, que es preciso suponer acumuladas unas sobre otras para pasar de la mancha pigmentaria del infusorio al ojo del molusco y del vertebrado, se pregunta uno cómo la herencia, tal como la observamos, ha podido determinar este gran número de diferencias, suponiendo que los esfuerzos individuales hubiesen podido producir a cada una de ellas en particular. Es decir, que el neo-lamarckismo, al igual que las otras formas del evolucionismo, no nos parece capaz de resolver el problema.

Al someter así las diversas formas actuales del evolucionismo a una prueba común, al mostrar que vienen todas a encontrarse con una misma irremontable dificultad, no tenemos la intención, en absoluto, de echárnoslas a la espalda. Cada una de ellas, por el contrario, apoyada sobre un número considerable de hechos, debe ser verdadera a su manera. Cada una de ellas debe corresponder a un cierto punto de vista sobre el proceso de evolución. Quizá sea necesario, por lo demás, que una teoría se mantenga exclusivamente en un punto de vista particular para que sea científica, es decir, para que dé a las investigaciones de detalle una dirección precisa. Pero la realidad sobre la que cada una de estas teorías toma una visión parcial debe sobrepasarlas a todas. Y esta realidad es el objeto propio de la filosofía, la cual no está sujeta a la precisión de la ciencia, puesto que ella no apunta hacia ninguna aplicación. Indiquemos pues, en dos palabras, lo que cada una de las tres grandes formas actuales del evolucionismo nos parece aportar de positivo a la solución del problema, lo que cada una de ellas da de lado, y sobre qué punto, a nuestro entender, sería preciso hacer converger este triple esfuerzo para obtener una idea más comprensiva, aunque por lo mismo más vaga, del proceso evolutivo.

Los neo-darwinistas tienen razón probablemente, creemos, cuando enseñan que las causas esenciales de variación son las diferencias inherentes al germen de que el individuo es portador, y no las marchas de este individuo en el curso de su carrera. Donde encontramos dificultad en segur a estos biólogos es cuando tienen las diferencias inherentes al germen por puramente accidentales e individuales. Podemos pensar mejor que son el desarrollo de un impulso que pasa de germen a germen a través de los individuos, que no son por consiguiente puros accidentes, y que podrían muy bien aparecer al mismo tiempo, en la misma forma, en todos los representantes de una misma especie o al menos en un cierto número de ellos. Ya, por lo demás, la teoría de las mutaciones modifica profundamente el darwinismo en este punto. Dice que en un momento dado, después de transcurrido un largo período, la especie entera es presa de una tendencia al cambio. Por tanto, la tendencia a cambiar no es accidental. Accidental, es verdad, sería el cambio mismo, si la mutación actúa, como lo quiere De Vries, en sentidos diferentes en los diferentes representantes de la especie. Pero, primeramente, será preciso ver si la teoría se confirma en muchas otras especies vegetales (De Vries no la ha verificado más que sobre la Oenothera lamarckiana 47), y entonces no es imposible, como explicaremos más adelante, que la parte de azar sea mayor en la variación de las plantas que en la de los animales, porque, en el mundo vegetal, la función no depende tan estrechamente de la forma. Sea lo que sea, los neo-darwinianos se encuentran en camino de admitir que los períodos de mutación están determinados. El sentido de la mutación podría pues darse también, al menos en los animales, y en la medida que tendremos que indicar.

Se abocaría así a una hipótesis como la de Eimer, según la cual las variaciones de los diferentes caracteres deberían proseguirse, de generación en generación, en sentidos definidos. Esta hipótesis nos parece plausible, en los límites en que la encierra el mismo Eimer. Ciertamente, la evolución del mundo orgánico no debe ser predeterminada en su conjunto. Pretendemos, por el contrario, que la espontaneidad de la vida se manifiesta ahí por una continua creación de formas que se suceden a otras formas. Pero esta indeterminación no puede ser completa: debe dejar a la determinación una cierta parte.

 

Un órgano como el ojo, por ejemplo, se habría constituido precisamente por una variación continua en un sentido definido. Incluso, no vemos cómo podría explicarse de otro modo la similitud de estructura del ojo en especies que no tienen la misma historia. Pero nos separamos de Eimer allí donde pretende que combinaciones de causas físicas y químicas basten para asegurar el resultado. Hemos tratado por el contrario de establecer, con el ejemplo preciso del ojo, que, si hay aquí "ortogénesis", es que interviene una causa psicológica.

Y precisamente a una causa de orden psicológico han recurrido ciertos neo-lamarckianos. Ahí se encuentra, a nuestro juicio, uno de los puntos más sólidos del neo-lamarckismo. Pero si esta causa no es más que el esfuerzo consciente del individuo, no podrá operar más que en un número bastante reducido de casos; intervendrá todo lo más en el animal y no en el mundo vegetal. En el animal mismo no actuará más que sobre los puntos directa o indirectamente sometidos a la influencia de la voluntad. Incluso donde actúe, no se ve cómo podría obtener un cambio tan profundo cual es un aumento de complicación: a lo sumo sería concebible si los caracteres adquiridos se transmitiesen regularmente, de manera que se adicionasen entre sí; pero esta transmisión parece ser la excepción antes que la regla. Un cambio hereditario es de sentido definido, y va acumulándose y componiéndose consigo mismo de manera que construye una máquina cada vez más complicada, debiendo sin duda referirse a una especie de esfuerzo, pero a un esfuerzo de profundidad distinta a la del esfuerzo individual, con otra independencia de las circunstancias, común a la mayor parte de los representantes de una misma especie, inherente a los gérmenes que llevan consigo antes que a su sola sustancia, asegurado con esto para transmitirse a sus descendientes.

Volvemos así, por un largo rodeo, a la idea de la que partíamos, la de un impulso original de la vida, que pasa de una generación de gérmenes a la generación siguiente por intermedio de los organismos desarrollados que forman el lazo de unión entre los gérmenes. Este impulso, al conservarse en las líneas de evolución entre las que se divide, es la causa profunda de las variaciones, al menos de las que se transmiten regularmente y se adicionan y crean especies nuevas. En general, cuando las especies han comenzado a divergir a partir de un tronco común, acentúan su divergencia a medida que progresan en su evolución. Sin embargo, en puntos definidos, podrán y deberán incluso evolucionar idénticamente si se acepta la hipótesis de un impulso común. Es lo que nos queda por mostrar de una manera más precisa con respecto al ejemplo mismo que hemos escogido, la formación del ojo en los moluscos y en los vertebrados. La idea de un "impulso original" podrá por lo demás hacerse así más clara.

Dos puntos son igualmente sorprendentes en un órgano como el ojo: la complicación de la estructura y la simplicidad del funcionamiento. El ojo se compone de partes distintas, tales como la esclerótica, la córnea, la retina, el cristalino, etc. El detalle de cada una de estas partes llegaría hasta el infinito. Para no hablar más que de la retina, sabemos que comprende tres capas superpuestas de elementos nerviosos —células multipolares, células bipolares, células visuales—, cada una de las cuales tiene su individualidad y constituye sin duda un organismo muy complicado: y eso que no se trata aquí más que de un esquema simplificado de la fina estructura de esta membrana. La máquina que es el ojo está pues compuesta de una infinidad de máquinas, todas de una complicación extrema. Sin embargo, la visión es un hecho simple. La visión tiene lugar desde el momento que se abre el ojo. Precisamente porque el funcionamiento es simple, la más ligera distracción de la naturaleza en la construcción de la máquina infinitamente complicada hubiese hecho imposible la visión. Este contraste entre la complicación del órgano y la unidad de la función desconcierta el espíritu.

Una teoría mecanicista será aquella que nos haga asistir a la construcción gradual de la máquina bajo la influencia de las circunstancias exteriores, interviniendo directamente por una acción sobre los tejidos o indirectamente por la selección de los mejor adaptados. Pero cualquier forma que tome esta tesis, suponiendo que tenga algún valor para el detalle de las partes, no arroja luz alguna sobre su correlación.

Surge entonces la doctrina de la finalidad. Dice que las partes han sido reunidas con arreglo a un plan pre- concebido, en vista de un fin. En este sentido asimila el trabajo de la naturaleza al del obrero, que procede también por reunión de partes para la realización de una idea o para la imitación de un modelo. El mecanicismo reprochará por tanto, y con razón, al finalismo su carácter antropomórfico. Pero no se da cuenta que él mismo procede según este método, simplemente desfigurándolo. Sin duda, ha hecho tabla rasa del fin perseguido o del modelo ideal. Pero él también quiere que la naturaleza trabaje como el obrero humano, reuniendo partes. Una simple ojeada que hubiese echado sobre el desenvolvimiento de un embrión le mostraría, sin embargo, que la vida obra de manera muy diferente. No procede por asociación y adición de elementos, sino por disociación y desdobla-miento.

Es preciso, pues, superar uno y otro puntos de vista, el del mecanicismo y el del finalismo, los cuales no son, en el fondo, más que puntos de vista a que ha sido conducido el espíritu humano por el espectáculo del trabajo del hombre. ¿Pero en qué sentido superarlos? Decíamos que de descomposición en descomposición, cuando se analiza la estructura de un órgano, se va hasta el infinito, aunque el funcionamiento del todo sea cosa simple. Este contraste entre la complicación infinita del órgano y la simplicidad extrema de la función es precisamente lo que debería abrirnos los ojos.

En general, cuando un mismo objeto aparece de un lado como simple y de otro como indefinidamente compuesto, los dos aspectos están lejos de tener la misma importancia, o mejor, el mismo grado de realidad. La simplicidad pertenece entonces al objeto mismo, y la complicación infinita se debe a las vistas parciales que tomamos del objeto dando vueltas alrededor de él, a los símbolos yuxtapuestos por medio de los cuales nuestros sentidos o nuestra inteligencia nos lo representan, más generalmente a los elementos de orden diferente con los cuales tratamos de imitarlo artificialmente, pero con los cuales también permanece inconmensurable al ser de distinta naturaleza que ellos. Un artista genial ha pintado una figura en la tela. Podremos imitar su cuadro con mosaicos multicolores. Y reproduciremos tanto mejor las curvas y los matices del modelo cuanto más pequeños sean esos mosaicos, más numerosos y más variados de tono. Pero sería necesaria una infinidad de elementos infinitamente pequeños, que presentasen una infinidad de matices, para obtener la exacta equivalencia de esta fi- gura que el artista ha concebido como una cosa simple, que ha querido transportar totalmente a la tela y que está tanto más acabada cuanto mejor aparece como la proyección de una intuición indivisible. Ahora, supongamos que nuestros ojos están hechos de tal manera que tengan que ver en la obra del maestro un efecto del mosaico. O supongamos que nuestra inteligencia no pueda explicarse la aparición de la figura sobre la tela de otro modo que por un trabajo de mosaico. Podríamos entonces hablar simplemente de una reunión de pequeños mosaicos y nos encontraríamos en la hipótesis mecanicista. Pero podríamos añadir que ha sido preciso, además de esa materialidad reunida, un plan sobre el cual trabajase el obrero: entonces nos expresaríamos en el lenguaje del finalismo. Pero ni en uno ni en otro caso alcanzaríamos el proceso real, porque no ha habido mosaicos reunidos. Es el cuadro, quiero decir el acto simple proyectado en la tela, el que, por el solo hecho de entrar en nuestra percepción, se ha descompuesto él mismo a nuestros ojos en mil pequeños mosaicos que presentan, en tanto que recompuestos, un admirable arreglo. Así el ojo, con su maravillosa complicación de estructura, podría no ser más que el acto simple de la visión, en tanto que se divide para nosotros en un mosaico de células, cuyo orden nos parece maravilloso una vez que nos hemos representado el todo como una reunión.

Si levanto la mano de A a B, este movimiento se me aparece a la vez bajo dos aspecto?. Sentido desde dentro, es un acto simple, indivisible. Percibido desde fuera, es el recorrido de una determinada curva AB. En esta línea distinguiré tantas posiciones como quiera, y la línea misma podrá ser definida como una cierta coordinación de estas posiciones entre sí. Pero las posiciones en número infinito, y el orden que enlaza las posiciones unas a otras, han salido automáticamente del acto indivisible por el cual mi mano ha ido de A a B. El mecanicismo consistirá aquí en no ver más que las posiciones. El finalismo tendría en cuenta su orden. Pero tanto el mecanicismo como el finalismo pasarían, uno y otro, al lado del movimiento, que es la realidad misma. En cierto sentido, el movimiento es más que las posiciones y su orden, porque basta que se dé, en su simplicidad indivisible, para que la infinidad de las posiciones sucesivas así como su orden sean dados a la vez, con algo además que no es ni orden ni posición sino lo esencial: la movilidad. Pero, en otro sentido, el movimiento es menos que la serie de las posiciones con el orden que las enlaza; porque para disponer puntos en un cierto orden es preciso primero representarse el orden y luego realizarlo con puntos, es preciso un trabajo de reunión y se necesita también inteligencia, en tanto que el movimiento simple de la mano no contiene nada de todo esto. No es inteligente, en el sentido humano de la palabra, y no es una reunión, porque no está hecho de elementos. Lo mismo, en lo que respecta a la relación del ojo con la visión. Hay, en la visión, más que las células componentes del ojo y que su coordinación recíproca: en este sentido, ni el mecanicismo ni el finalismo van tan lejos como sería preciso. Pero, en otro sentido, mecanicismo y finalismo van demasiado lejos uno y otro, puesto que atribuyen a la naturaleza el más formidable de los trabajos de Hércules al pretender que ella ha alzado hasta el acto simple de la visión una infinidad de elementos infinitamente complicados, cuando la naturaleza ha tenido tanta facilidad en hacer un ojo como yo en levantar la mano. Su acto simple se ha dividido automáticamente en una infinidad de elementos que encontraremos coordinados a una misma idea, al igual que el movimiento de mi mano ha dejado caer fuera de sí una infinidad de puntos que satisfacen una misma ecuación.

Pero esto es lo que nos resulta muy difícil comprender, porque acostumbramos a representarnos la organización como una fabricación. Una cosa es, sin embargo, fabricar, y otra organizar. La primera operación es propia del hombre. Consiste en reunir partes de materia talladas de tal manera que se las puede insertar unas en otras y obtener de ellas una acción común. Se las dispone, por decirlo así, alrededor de la acción que es ya su centro ideal. La fabricación va pues de la periferia al centro o, como dirían los filósofos, de lo múltiple a lo uno. Por el contrario, el trabajo de organización va del centro a la periferia. Comienza en un punto que es casi un punto matemático, y se propaga alrededor de este punto por ondas concéntricas que van siempre ampliándose. El trabajo de fabricación es tanto más eficaz cuanto mayor sea la cantidad de materia de que disponga. Procede por concentración y compresión. Por el contrario, el acto de organización tiene algo de explosivo: en el momento de partir tiene un mínimo de materia, como si las fuerzas organizadoras no entrasen en el espacio sino a disgusto. El espermatozoide, que pone en movimiento el proceso evolutivo de la vida embrionaria, es una de las más pequeñas células del organismo; y, sin embargo, no es más que una débil porción del espermatozoide la que realmente toma parte en la operación.

 

No se trata aquí sino de diferencias superficiales. Creemos que al ahondar en ellas se encontrarían diferencias más profundas.

La obra fabricada dibuja la forma del trabajo de fabricación. Entiendo por ello que el fabricante encuentra exactamente en su producto lo que él ha puesto. Si quiere hacer una máquina, recortará las piezas una a una y luego las reunirá: la máquina hecha dejará ver las piezas y su reunión. El conjunto que resulta representa aquí el conjunto del trabajo, y a cada parte del trabajo corresponde una parte del resultado.

Ahora bien, reconozco que la ciencia positiva puede y debe proceder como si la organización fuese un trabajo del mismo género. Sólo con esta condición tendrá poder sobre los cuerpos organizados. Su objeto no es, en efecto, revelarnos el fondo de las cosas, sino suministrarnos el mejor medio de actuar sobre ellas. Sin embargo, la física y la química son ciencias ya avanzadas, y la materia viva no se presta a nuestra acción sino en la medida en que podemos tratarla por los procedimientos de nuestra física y de nuestra química. La organización no podrá pues estudiarse científicamente más que si el cuerpo organizado ha sido asimilado primero a una máquina. Las células serán las piezas de la máquina, el organismo será su reunión. Y los trabajos elementales que han organizado las partes estarán considerados como los elementos reales del trabajo que ha organizado el todo. He ahí el punto de vista de la ciencia. Muy distinto, a nuestro entender, es el de la filosofía.

Para nosotros, el todo de una máquina organizada representa, en rigor, el todo del trabajo organizador (aunque no sea más que aproximadamente), pero las partes de la máquina no corresponden a partes del trabajo, porque la materialidad de esta máquina no representa ya un conjunto de medios empleados, sino un conjunto de obstáculos vencidos: es una negación antes que una realidad positiva. Así, como hemos mostrado en un estudio anterior, la visión es una potencia que alcanzaría, en de-recho, una infinidad de cosas inaccesibles a nuestra mirada. Pero una visión tal no se prolongaría en acción; convendría a un fantasma, mas no a un ser vivo. La visión de un ser vivo es una visión eficaz, limitada a los objetos sobre los que puede actuar: es una visión canalizada, y el aparato visual simboliza simplemente el trabajo de canalización. Desde ese momento la creación del aparato visual no se explica ya por la reunión de sus elementos anatómicos, como la perforación de un canal no se explicaría por la tierra que se ha amontonado en sus márgenes. La tesis mecanicista consistiría en decir que la tierra ha sido traída carreta a carreta; el finalismo añadiría que la tierra no ha sido depositada al azar y que los carreteros han seguido un plan. Pero mecanicismo y finalismo se equivocarían por completo, puesto que el canal ha sido hecho de otra manera.

Precisamente, comparábamos el procedimiento por el cual la naturaleza construye un ojo al acto simple por el cual levantamos la mano. Pero hemos supuesto que la mano no encontraba ninguna resistencia. Imaginemos que en lugar de moverse en el aire, mi mano tenga que atravesar limaduras de hierro que se comprimen y resisten a medida que avanzo. Al llegar a un determinado momento, mi mano habrá consumido su esfuerzo y, justamente entonces, las limaduras se habrán yuxtapuesto y coordinado en una forma determinada, la misma de la mano y de la parte del brazo que se detiene. Ahora supongamos que la mano y el brazo permanecen invisibles. Los espectadores tratarán de encontrar en las limaduras mismas y en fuerzas interiores la razón de su forma. Unos referirán la posición a interacciones que se ejercen por esas mismas limaduras: los mecanicistas por ejemplo. Otros querrán que un plan de conjunto haya presidido el detalle de estas acciones elementales: serán los finalistas. Pero la verdad es que hay, simplemente, un acto indivisible, el de la mano que atraviesa la limadura: el inagotable detalle del movimiento, así como el orden de su disposición final, expresa de manera negativa, en cierto modo, este movimiento indivisible, que es la forma global de una resistencia y no una síntesis de acciones positivas elementales. Por ello, si se da el nombre de "efecto" a esa disposición y el de "causa" al movimiento de la mano, podrá decirse, en rigor, que el todo del efecto se explica por el todo de la causa, pero hay partes de la causa que no corresponderán de ningún modo a partes del efecto. En otros términos: ni el mecanicismo ni el finalismo tendrán aquí su verdadero lugar, y deberemos recurrir a un modo de explicación sui generis. Ahora bien, en la hipótesis que proponemos, la relación de la visión al aparato visual sería poco más o menos la de la mano a la limadura de hierro que la dibuja, canaliza y limita su movimiento.

Cuanto más considerable es el esfuerzo de la mano, más se introduce en el interior de la limadura. Pero cualquiera que sea el punto en el que se detenga, instantánea y automáticamente se equilibran esas limaduras y se coordinan entre sí. Lo mismo ocurre con la visión y su órgano. A medida que el acto indivisible que constituye la visión avanza más o menos, la materialidad del órgano quedará formada de un número más o menos considerable de elementos coordinados entre sí, pero el orden será necesariamente completo y perfecto. No podría ser parcial, porque, por esta vez, el proceso real que lo origina no tiene partes. De lo cual no se ocupan ni el mecanicismo ni el finalismo, y nosotros tampoco tomamos en consideración cuando nos sorprendemos de la maravillosa estructura de un instrumento como el ojo. En el fondo de nuestra sorpresa hay siempre la idea de que solamente una parte de este orden habría podido realizarse, y que su realización completa es una especie de gracia. Esta gracia los finalistas la dispensan de una vez por la causa final; los mecanicistas, en cambio, pretenden obtenerla poco a poco por efecto de la selección natural; pero unos y otros ven en este orden algo positivo, y en su causa, por consiguiente, algo fraccionable, que exige todos los grados posibles de acabamiento. En realidad, la causa es más o menos intensa, pero no puede producir su efecto sino en conjunto y de una manera acabada. Según vaya más o menos lejos en el sentido de la visión, nos dará las simples manchas pigmentarias de un organismo inferior o el ojo rudimentario de una sérpula, o el ojo ya diferen-ciado del alciope, o el ojo maravillosamente perfeccionado de un pájaro; pero todos estos órganos, de complicación muy desigual, presentarán necesariamente igual coordinación. Por ello, dos especies animales podrán estar muy alejadas una de otra; pero, por lejos que haya ido en una y otra la marcha de la visión, ambas tendrán el mismo órgano visual, ya que la forma del órgano no hace más que expresar la medida en la que ha sido obtenido el ejercicio de la función.

Pero, hablando de una marcha de la visión, ¿no volvemos a la antigua concepción de la finalidad? Ocurriría así, sin duda, si esta marcha exigiese la representación, consciente o inconsciente, de un fin que alcanzar. Pero la verdad es que se efectúa en virtud del impulso original de la vida, y está implicada en este movimiento mismo, por lo cual se la encuentra en líneas de evolución independientes. Si ahora se nos preguntase por qué y cómo está implicada, responderíamos que la vida es, ante todo, una tendencia a actuar sobre la materia bruta. El sentido de esta acción no está sin duda predeterminado: de ahí la imprevisible variedad de las formas que la vida, al evolucionar, siembra en su camino. Pero esta acción presenta siempre, en un grado más o menos elevado, el carácter de la contingencia; implica al menos un rudimento de elección. Ahora bien, una elección supone la representación anticipada de varias acciones posibles. Es preciso, pues, que haya posibilidades de acción que se dibujen para el ser vivo antes de la acción misma. La percepción visual no es otra cosa 48 : los contornos visibles del cuerpo son el dibujo de nuestra acción eventual sobre ellos. La visión se encontrará, pues, en grados diferentes, en los animales más diversos, y se manifestará con la misma complejidad de estructura dondequiera que haya alcanzado el mismo grado de intensidad.

Hemos insistido en estas similitudes de estructura en general, con el ejemplo del ojo en particular, porque teníamos que definir nuestra actitud frente al mecanicismo de una parte y el finalismo de otra. Nos queda ahora describirla en sí misma con más precisión. Y es lo que vamos a hacer considerando los resultados divergentes de la evolución, no ya en lo que presentan de análogo, sino en lo que tienen de mutuamente complementario.

 

Notas

1   Materia y memoria, cap. II y III.

2    Calkins, Studies on the life history of Protozoa (Arch. f. Ent-wickelungsmechanik, vol. XV, 1903, págs. 139-186).

3     Sedgwick   minot,   On   certain   phenomena   of   growing   old (Proc.   of   the   American   Assoc,   for   the  advancement   of   science, 39 asamblea, Salem, 1891, págs. 271-288).

4     Le   dantec,   L'individualité   et   l'erreur   individualiste,   París, 1905, pág. 84 y ss.

5    Metchnikoff, La dégénérescence sénile (Année biologique, III, 1897, pág. 249 y ss.). Cf. del mismo autor: La nature humaine, París, 1903, pág. 312 y ss.

6    Roule, L'embryologie genérale, París, 1893, pág. 319.

7   La irreversibilidad de la serie de los seres vivos ha sido puesta al descubierto por baldwin, Development and evolution. New York, 1902, en particular pág. 327.

8  Hemos insistido sobre este punto en nuestro Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia.

9   En su excelente libro sobre Le génie dans l'art, Séailles desarrolla esta doble tesis de que el arte prolonga la naturaleza y de que la vida es creación. Aceptamos de buen grado la segunda fórmula; ¿pero es preciso entender por creación, como lo hace el autor, una síntesis de elementos? Allí donde los elementos preexisten, la síntesis que se haga está virtualmente dada, no siendo más que uno de los arreglos posibles: este arreglo hubiera podido percibirlo de antemano, entre todos los posibles que lo rodeasen, una inteligencia sobrehumana. Pero nosotros estimamos, por el contrario, que en el dominio de la vida los elementos no tienen existencia real y separada. Son como puntos de vista múltiples del espíritu sobre un proceso indivisible. Y por ello hay contingencia radical en el progreso, inconmensurabilidad entre lo que precede y lo que sigue, en fin, duración.

10   Bütschli, Untersuchungen über mikroskopische Schäume und das Protoplasma, Leipzig, 1892, 1a parte.

11    Rhumbler,  Versuch einer mechanischen Erklärung der indirckten Zell-und Kerntheilung (Roux's Archiv., 1896).

12    Berthold,  Studien über Protoplasmamechanik, Leipzig,  1886, pág. 102. Cf. la explicación propuesta por le dantec, Théorie nouvelle de la vie, París, 1896, pág. 60.

13   Cope,   The  primary  factors   of  organic  evolución,   Chicago, 1896, págs. 475-484.

14    aupas, Étude des Infusoires ciliés  (Arch. de zoologie experiméntale,  1883), págs. 47, 491, 518, 549 en particular. P. vignon, Recherches  de  cytologie  genérale  sur  les  épithéliums,   París,   1902, pág. 655.  Un estudio profundo de  los movimientos del  infusorio y una crítica  muy  penetrante de la  idea de tropismo,  ha sido  hecha en  estos últimos  tiempos  por jennings,  Contributions  to  the study of the behaviour of lower organisms, Washington, 19C4. El "tipo de conducta"  de  estos  organismos  inferiores,  tal  como  lo  ha  definidoJennings  (págs. 237-252), es indiscutiblemente de orden psicológico.

15 "The study of the cell has on the whole seemed to widen rather than to narrow the enormous gap that separates even the lowest forms of life from the inorganic world." (E. B. wilson, The cell in development and inheritance, New York, 1897, pág. 330.)

16   Dastre, La vie et la mort, pág. 43.

17    Laplace, Introduction a la théorie analytique des probabilités (Oeuvres completes, vol. VII, París, 1886, pág. VI).

18   Du bois-reymond,  Ueber die Grenzen des  Naturerkennens. Leipzig, 1892.

19   Dos partidos pueden tomarse en el neo-vitalismo contemporáneo: de un lado, podemos adherirnos a la afirmación de que el mecanicismo puro es insuficiente, afirmación que toma gran autoridad cuando emana de un sabio como Driesch o Reinke, por ejemplo; y de otro, a las hipótesis de que este vitalismo se superpone al mecanicismo ("entelequias" de Driesch, "dominantes" de Reinke, etcétera). De estos dos partidos, el primero resulta indiscutiblemente el más interesante. Véanse los hermosos estudios de driesch: Vis Lokalisation morphogenetischer Vorgänge, Leipzig, 1889; Die orga-nischen Regulationen, Leipzig, 1901; Narurbegriffe und Natururteile, Leipzig, 1904; Der Vitalismus als Geschichte und als Lehre, Leipzig, 1905, y de reinke: Die Welt als That. Berlín. 1899; Einleintung in die theoretische Biologie, Berlín, 1901; Philosophie der Botanik, Leipzig, 1905.

20    P. guérin, Les connaissances actuelles sur la fécondation chez les Phanérogames, París, 1904, págs. 144-148. Cf. delaoe, L'Hérédité, 2a edición, 1903, pág. 140 y ss.

21    Möbius,  Beiträge  zur  Lehre  von der Fortpflanzung der Gewächse, Jena, 1897, págs. 203-206 en particular. Cf. hartog, Sur les phénoménes   de  reproduction   (Année  biologique,   1895,   págs.   707-709).

22  Paul Janet, Les causes finales, París, 1876, pág. 83.

23  Ibid., pág. 80.

24 Darwin, Origine des especes, trad. Barbier, París, 1887, página 46.

25 Bateson, Materials for the study of variation, Londres, 1894, sobre todo pág. 567 y se. Cf. scott, Variations and mutations (Amer-icnn Journal of Science, noviembre 1894).

26 De Vries, Die Mutationstheorie, Leipzic;, 1901-1903. Cf. Species and varieties, Chicago, 1905. Se ha juzgado esta teoría bastante estrecha, pero la idea de mutación o de variación brusca ha ocupado, sin embargo, un lugar en la ciencia.

27   Darwin, Origine des especes, trad. Barbier, pág. 198.

28   Origine des especes, págs. 11 y 12.

29  Sobre esta homología de los pelos y los dientes, véase brandt, ueber  eine  mutmassliche Homologie der Haare und Zähne (Biol. Centralblatt, vol. XVIII, 1898), sobre todo pág. 262 y ss.

30  Por otra parte, de las últimas observaciones parece resultar que la transformación de la Artemia es un fenómeno más complicado de lo que se había creído en un principio. Véanse, a este respecto, samter y heymons, Die Variation bei Artemia salina (An-hang zu den Abhandlungen der k. preussischen Akad. der Wissen-schaften, 1902).

31    Eimer. Orthogenesis der Schmetterlinge, Leipzig,  1897, página 24. Cf. Die Entstehung der Arten, pág. 53.

32    Eimer, Die Entstehung der Arten, Jena, 1888, pág. 25.

33    Eimer, ibid., pág. 165 y ss.

34     Salensky,   Heteroblastie   (Proc.   of  the   fourth   international Congress of Zoology, Londres, 1899, págs. 111-118). Salensky ha creado esta palabra para designar los casos en que se forman en los mismos  puntos,  en  animales  emparentados,  órganos  equivalentes  cuyo origen embriológico es, sin embargo, diferente.

35     Wolff,   Die  Regeneration  der  Urodelenlinse   (Arch.  f.  Erttuiickelun^tmcchanik, I, 1895. pág. 380 y ss.).

36     Fischel, Ueber die Regeneration der Linse (Anal. Anzeiger, XIV, 1898, págs. 373-380).

37   Cope, The origin of the fittest, 1887; The primary factors of organic evolution, 1896.

38     Cuénot,  La nouvelle  théorie  transformiste  (Revue genérale des sciences, 1894). Cf. morgan, Evolution and adaptation, Londres, 1903, pág. 357.

39     Brown-séquard,  Nouvelles  recherches  sur  l'épilepsie  due á certaines lésions de la moelle épiniére et des nerfs rachidiens (Arch. de physiologie, vol. II, 1869, págs. 211, 422 y 497).

40    Weissman, Aufsätze über Vererbung,  Jena,  1892,  págs.  376-378, y también  Vorträge über Descendenztheorie, Jena,  1902, t. II, pág. 76.

41    Browx-séquard,  Hérédité d'une affection  due a una cause accidentelle (Arch. de Physiologie, 1892, pág. 686 y ss.).

42    Voisin y peron, Recherches sur la toxité urinaire chez les épihptiques (Archives de neurologie, vol. XXIV, 1892, y XXV, 1893). Cf. la obra de voisin, L'épilepsie, París, 1897, págs. 125-133.

43    Charrin,  Delamare  y  Moussu,  Transmisión  experiméntale aux descendants de lésions développées chez les ascendants  (C. R. de l'Ac. des sciences, vol. CXXXV, pág. 191). Cf. morgan, Evolution and adaptation, pág. 257, y Delage, L'hérédité, 2a edición, pág. 388.

44    Charrin y Delamare, Hérédité cellulaire (C. R. de l'Ac. des sciences, vol. CXXXIII, 1901, págs. 69-71).

45    Charrin, L'hérédité pathologique (Revue genérale des scien-ces, 15 enero 1896).

46   Giard, Controverses transformistes, París, 1904, pág. 147.

47   No obstante, algunos hechos análogos se han señalado siempre en el mundo vegetal. Véase blarinohem, La notion d'espèces et la théorie de la mutation (Année psychologique, vol. XII, 1906, página 95 y ss.), y de vries, Species and Varieties, pág. 655.

48  Véase, a este respecto, Materia y memoria, cap. I.

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