HACIA UNA CONCEPTUALIZACIÓN DEL VALOR I

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Adela Garzón Pérez
Jorge Garcés Ferrer
Universidad de Valencia

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PROBLEMÁTICA EN LA CONCEPCIÓN DEL VALOR

Es una tarea difícil y compleja introducirse en el tratamiento que la literatura científica ha dado a la problemática de los valores.  La dificultad comienza cuando se revisan los textos científicos y se comprueba que el término de valor, como tal, aparece raramente en las formulaciones generales sobre la acción social.
Si nos guiamos por esta primera impresión habría que estar de acuerdo con la creencia generalizada de que el tema de los valores no ha sido un concepto clave en las llamadas ciencias sociales, para comprender y explicar la complejidad que encierra la acción social, y en este sentido tendríamos que afirmar que los valores han tenido un tratamiento humano (Williams, 1977).
Esta primera impresión puede llegar a ser correcta si nos limitamos al aspecto más formal y terminológico del concepto de valores.  Un análisis que no se centre tanto en buscar la terminología y lenguaje tradicional de la concepción de los valores nos llevaría a modificar esa primera impresión: si bien es cierto que el tema de los valores como tal es esporádico e irregular en las ciencias sociales, no es menos cierto que la problemática recogida bajo tal término ha sido objeto de estudio e interés en la gran mayoría de las ciencias preocupadas por explicar el comportamiento individual y colectivo: el tema de la conducta orientativa y selectiva de individuos y grupos es una de las dimensiones del ser humano que ha sido planteada tanto por la Psicología como por la Sociología y la Antropología.
Ahora bien, es verdad que tal dimensión orientativa se ha enfocado desde conceptos muy distintos del de valor (p. ej., intereses o necesidades e incluso creencias en la Psicología, normas y costumbres en la Antropología, ideología en la Sociología, etc.). Sin embargo, el hecho de que se haya abordado desde una terminología diferente no valida la afirmación de que los valores no hayan sido tema de interés de las ciencias humanas, simplemente nos obliga a analizar los factores que propiciaron la dificultad de mantener el término de valores para plantear esa dimensión del ser humano.
La confusión que ha generado esta primera impresión se debe fundamentalmente al hecho de que la problemática encerrada en el concepto de valor se inició desde planteamientos filosóficos y especulativos: la Axiología de finales del siglo XIX, precisamente en un momento intelectual en el que empezaba a darse un perfil de aquellos conocimientos que podrían considerarse como científicos.  Ello obligó a las ciencias sociales a recoger dicha problemática y replantearla en términos, en un lenguaje y con un tratamiento que se adecuaran a las formulaciones y exigencias de lo que la época intelectual del momento entendía por conocimiento científico.
Así pues, en contraposición a la creencia transmitida de que los valores fueron olvidados, o al menos tratados muy esporádicamente por las ciencias humanas, intentaremos poner de manifiesto que la problemática de los valores ha sido continuamente objeto de estudio e interés de las ciencias sociales, y que son éstas las que han posibilitado su reinterpretación y operacionalización en unas coordenadas menos filosóficas, más antropomórficas y más empíricas.  Ese antropomorfismo y operacionalización ha permitido que el tema de los valores se integre a otros constructos creados por los científicos para proporcionar un modelo explicativo del comportamiento social.
Tal como señalábamos antes, son factores estrictamente académicos y de modas científicas los que han propiciado que la problemática de los valores se haya tratado desde conceptos y terminología diferentes.  Esto ha llevado a muchos científicos a intentar delimitar y definir conceptos similares al de valor (gran parte de la literatura ha estado obsesionada por encontrar atributos diferenciales entre valores y términos como los de normas, costumbres, motivos, actitudes, etc.) (Williams, 1977).  El problema no es tanto delimitar conceptos, lo cual no significa que no sea importante hacerlo, como el romper con la creencia generalizada de que la problemática de los valores ha estado ausente de la literatura del comportamiento humano.  El romper con esa posición heredada posibilitará ver cuál ha sido la conceptualización de los valores en las ciencias sociales y ayudará a perfilar una concepción adecuada al momento histórico, social y científico de nuestra época.
La problemática de los valores surge partir de los planteamientos filosófico de que existe algo más que la Realidad del Ser, de la Naturaleza, y la Realidad Psíquica o Naturaleza del Hombre.  Junto a la Filosofía del Ser y la Filosofía antropológica aparece un nuevo campo de especulación y pensamiento: es el mundo de lo ideal.
Este nuevo campo, aunque no es reductible ni al mundo físico ni al de las esencias de Platón, ni a la realidad psíquica, se intentó integrar por las diferentes orientaciones filosóficas a uno de los dominios ya establecidos: así, para unos (la axiología objetiva), el mundo de lo ideal, de lo deseable era un aspecto más, aunque diferencial, de la realidad física; para otros, como Scheler, pertenece al campo de las esencias, de las ideas, y, por último, para otros (como en el subjetivismo axiológico) es una dimensión del sujeto humano, una cualidad psicológica (Nadjer, 1975).
La incorporación de esta polémica al campo de las ciencias sociales se realizó desde posiciones muy diferentes, pero en el fondo recogieron, a su estilo, la problemática ya planteada por las orientaciones confrontadas de la Axiología.  Tal incorporación posibilitó romper con los viejos planteamientos, acercando la problemática de los valores a la característica esencial del ser humano: su capacidad de representar simbólicamente la realidad (física y social) y su afán de transformarla.  Los valores aparecen así como proyectos ideales de comportarse y existir que se adecúan a las coordenadas histórico-sociales y que a la vez las transcienden.
 

DIMENSIONES EN LA CONCEPTUALIZACIÓN DEL VALOR

Harold Lee (1 947) señalaba que la tarea de la Ética es similar a la de las ciencias naturales, excepto que mientras estas últimas se relacionan con el orden de los fenómenos naturales, la Ética debe explicar el orden moral y su relación con la comprensión de la conducta.
En este mismo sentido, podemos partir del supuesto de que la Axiología, como ciencia o estudio de los valores en general (morales, sociales, estéticos, etc.), guarda relación con la naturaleza y función de los mismos en el complejo contexto de la actuación humana relacionada tanto con el mundo físico como social.
No obstante, la relación de los valores con la actuación humana ha sido una reciente aportación fundamentalmente de las ciencias sociales, tales como Antropología, Sociología, Psicología, al estudio filosófico (desde la Axiología) de los valores.  Esta disciplina filosófica, al menos en sus comienzos, se centró primordialmente en descubrir el estatus ontológico y la naturaleza del valor: la distinción entre el ser y el valer de la Filosofía de mitad del siglo XIX, la identificación del valor con el mundo, con la realidad física, o bien con el mundo de las ideas, conceptos, o con el mundo o actividad psicológica es un ejemplo de la preocupación de la Axiología por proporcionar un estatus determinado, dentro del contexto de la Filosofía occidental, al tema de los valores.  Esa identificación inicial del valor o, mejor dicho, la identificación de la naturaleza del valor con las dimensiones de saberes filosóficos desarrollados, es decir, la Filosofía de la Naturaleza (el valor como realidad objetiva), el mundo de las esencias, de lo ideal (el valor como realidad trascendental), y el mundo de la psique o el mundo espiritual (el valor como fenómeno psicológico) nos pone de manifiesto la complejidad del mundo de los valores, y la dificultad de llegar a una concepción de los mismos.  Los valores se han ido confundiendo o identificando sucesivamente con el mundo de la realidad objetiva, donde el valor se identifica a bienes, con el mundo de las ideas, en el que adquiere una identidad trascendental y absoluta, y con la realidad psicológica, identificándose con estados psicológicos (agrado, interés, deseo, etc.).
Esta preocupación de la Axiología por llegar a determinar la naturaleza de los propios valores se mantuvo hasta que la dificultad de integrar las posiciones contrapuestas (tesis subjetivistas frente a las objetivistas) llevó a los teóricos a dar un giro a tal problemática, reinterpretando el tema de la naturaleza en el problema metodológico de cómo estudiar los valores (Dewey, 1946): se pasó del tema de la naturaleza del valor al de la captación del mismo.
Por otro lado, es necesario señalar que el concepto de valor fue muy tardíamente recogido o asimilado por las llamadas ciencias sociales: los valores, tanto en la Sociología, al menos en algunos de sus desarrollos de finales del XIX, como en la Psicología positiva, eran considerados como un concepto excesivamente mentalista y poco empírico, de tal modo que era difícil incorporarlos como tales sin perder el rigor científico exigido a las teorías científicas: se introdujo bajo términos diferentes incorporando su problemática, aunque en dimensiones más objetivables, en las ciencias sociales, tanto en Sociología como en Psicología, y se ha empezado a desarrollar un cuerpo teórico y metodológico que permite definir, aislar y llegar a predecir los valores establecer relaciones entre éstos y la actuación humana, ya sea individual (Psicología), social (Sociología) o colectiva (Antropología).
Para entender el desarrollo y problemática actual del tema de los valores en el contexto de las ciencias sociales es necesario que revisemos los planteamientos iniciales que surgieron dentro del marco de la Axiología.  No es nuestra intención realizar un análisis histórico de los desarrollos de las diferentes orientaciones axiológicas, sino que nuestro principal interés es lograr entresacar de dichas orientaciones aquellas formulaciones que tengan sentido para encuadrar las posiciones teóricas de las ciencias sociales, y de la Psicología Social en especial, relacionadas n el concepto de valor.  En este sentido, co
nos parece que una forma de conseguirlo es describir un conjunto de dimensiones, de ejes, por supuesto no independientes totalmente, que representan la complejidad conceptual que se ha desarrollado en torno al tema de los valores, así como la postura de autores y orientaciones más representativas.  Tales dimensiones las formulamos de modo bipolar porque ello nos permite poner mejor de manifiesto las grandes dicotomías que han estado siempre presentes en la concepción de los valores.


La dimensión subjetividad/objetividad del valor

Esta es una primera dimensión en la que pueden situarse las diferentes concepciones del valor.  En ella se sitúa uno de los primeros problemas o eje central en torno al cual se han ido desarrollando teorías Y orientaciones axiológicas, y que más tarde han servido de apoyo para planteamientos formulamos ya desde las ciencias sociales.
Los términos subjetivo-objetivo hacen referencia a dos concepciones diferentes del valor: en primer lugar, como una realidad psicológica, es decir, como fenómeno que no tiene existencia fuera del sujeto que valora.  Esta identificación del valor con el sujeto es una de las tesis centrales de las posiciones subjetivas de la historia del estudio de los valores.  En contraposición, las tesis objetivas mantienen que el valor tiene una realidad y existencia independiente del sujeto que valora: los valores son realidades objetivas que no pueden identificarse ni con el sujeto ni con la valoración que éste realiza.  El pensar que el valor no tiene entidad propia es lo mismo que decir, a otros niveles, que la percepción y el objeto percibido son lo mismo.
Las orientaciones subjetivas del valor son, en definitiva, interpretaciones psicologicistas en la medida que presuponen que el valor depende y se fundamenta en el sujeto que valora: así, desde estas pos¡ciones teóricas, el valor se ha identificado con algún hecho o estado psicológico.  Lo que ha diferenciado a unas teorías de otras ha sido simplemente el tipo de actividad psicológica que se ha argumentado para explicar la naturaleza del valor.  El supuesto central de estas teorías es el mismo: el valor es una realidad psicológica, una vivencia.  En contraposición, la orientación objetiva, en su afán de rechazar las tesis subjetivas, ha identificado el valor con los objetos en los que él mismo se manifiesta: se identificó el valor con los depositarios, con la realidad física a través de la cual el sujeto es capaz de extrapolar o inferir los valores.  De ahí que mucha de la literatura señale que un modo de entender los valores ha sido el identificarlos con los bienes: valor y bienes serían lo mismo.
Dentro de esta concepción objetiva del valor, los teóricos de esta tendencia han procurado diferenciar el valor de lo que se ha llamado tradicionalmente cualidades primarias que definen a un objeto: la belleza de un cuadro es una cualidad de éste, pero una cualidad no en el sentido de característica definitorio de tal objeto, puesto que ni el cuadro ni el valor de belleza desaparecen si le quitamos la belleza, sino una cualidad en el sentido de que tiene la capacidad de causar determinados estados, reacciones en el sujeto que lo percibe.  Es decir, el valor no es una cualidad primaria de un objeto, puesto que no define la naturaleza del mismo (un cuadro será un cuadro al margen de su belleza), pero sí son cualidades (algunos las han denominado terciarias y otros, como Frondlzl, 1968, cualidades estructurales).  Para los objetivistas el valor no es una cualidad primaria, puesto que es algo más que un rasgo o atributo constituyente de un objeto real, ni tampoco es una cualidad secundaria, puesto que trasciende la vivencia de un objeto.  Es una cualidad «potencial» del objeto que se deriva de la totalidad, de la globalidad de las propiedades de un objeto, y como tal cualidad potencia¡ tiene identidad propia al margen del objeto y el sujeto que valora.
Siguiendo la línea de exposición de ir contraponiendo alternativamente las formulaciones de los enfoques subjetivos y objetivos, en conclusión se puede decir que la interpretación de la primera es que el valor es una construcción del sujeto; algo que se añade a los objetos ya sean físicos o sociales, y que eso que se añade depende fundamentalmente de las características del sujeto, y de sus vivencias psicológicas.  En la segunda orientación, los objetivistas mantienen la tesis de la existencia real, objetiva y autónoma del valor en sí; este es un aspecto de la realidad que se le impone al sujeto.
En esta línea, la dimensión que hemos denominado de subjetivismo-objetivismo podría interpretarse también según los términos externo versus interno: es decir, el valor como algo dado, algo que está en el ambiente o contexto, o bien el valor como una construcción del sujeto.
Las actuales interpretaciones de la Psicología Cognitiva se situarían en este polo de construccionismo: el valor sería un aspecto elaborado, ideado por el sujeto Para entender, codificar y representar el mundo (Garzón, 1984).  Ahora bien, dejaremos para más adelante el problema del tipo de actividad psicológica con la que se ha asimilado el concepto de valor.
Al margen de estos rasgos generales que diferencian los polos de la dimensión subjetiva-objetiva, se pueden describir una serie de características ya específicas del concepto de valor en las que dichos polos se diferencian o contraponen.
Dentro del contexto de las orientaciones subjetivas, las teorías o enfoques más clásicos, y que arrancan desde la misma polémica entre Meinong y Ehrenfeis (Orestano, 1947), se caracterizan por tres aspectos centrales: en primer lugar, se establece una identificación entre valor y valoración.  Para las interpretaciones subjetivas sólo tiene sentido aquello que es construido y elaborado por el sujeto.  El valor sólo existe en la medida en que hay un sujeto que es capaz de elaborar.  Es decir, que los valores no pueden darse fuera del marco de la actividad valorativa del sujeto.
Una consecuencia de esta equivalencia entre el valor y el acto valorativo es que ambos son producto del sujeto.  En segundo lugar, el valor aparece, pues, como una cualidad que se refleja en los objetos, en la realidad exterior, pero tiene su origen y fundamento último en el sujeto.  La tercera y última característica central es que, al menos en las primeras interpretaciones subjetivas del valor, esa cualidad del sujeto se identifica con un determinado tipo de realidad psicológica; el valor se identifica con determinados estados psicológicos: para unos será el agrado, mientras que para otros será el deseo o el interés, pero, en definitiva, todos enmarcan el valor dentro de la misma realidad psicológica: la vida emotiva.
El valor en cuanto afirmación de un estado de ánimo supone que éste está fundamentado en una reacción psicológica : de ahí que los subjetivistas mantengan la idea de que valoramos un objeto porque lo deseamos, o un objeto de valor es aquello que nos interesa, o nos agrada.  Así, Ayer (1950) plantea que el valor que expresa un sujeto no nos dice nada sobre el objeto de valoración, sino que más bien es la expresión de un estado de ánimo del sujeto.  En la misma línea, R. Carnap (1935) interpreta que el valor, al igual que la norma, es simplemente una expresión de un deseo, y ni uno ni otro suponen proposiciones de verdad o falsedad.  Con el Positivismo se agudiza la tesis subjetiva de que el valor es un hecho psicológico que carece de información sobre el objeto de valor, y, por tanto, de elementos proposicionales de verdad o falsedad.
Frente a estas características y rasgos de los enfoques subjetivos del valor, las tesis u orientaciones objetivas rechazaron el psicologicismo y el empirismo que fundamentó las formulaciones de las primeras.  Las tesis objetivas se apartaron de esos dos pilares y se fundamentaron ante todo en la fenomenología, por un lado, y en las tesis racionalistas, por otro (un ejemplo representativo es el concepto scheleriano de intuición emocional).
Por otra parte, frente a la idea subjetivista de que los valores existen sólo en la medida en que pueden ser captados por un sujeto, el objetivismo axiológico, y fundamentalmente el scheleriano, se va a fundamentar en la independencia del valor, tanto del sujeto que valora (distinguen entre valor y valoración) como del objeto en que dicho valor se manifiesta.  El valor se conceptúa como «cualidad a prior¡», sin referente empírico, que no puede identificarse ni con las propiedades de los objetos a través de los cuales se manifiesta, ni con el sujeto que percibe y capta tal cualidad a priori.
Relacionado y como consecuencia de lo anterior, en los enfoques objetivos del valor se establece una clara diferenciación entre valor y valoración: esta última hace referencia a la forma y manera en que el sujeto puede llegar a percibir el valor.  La valoración implica o presupone un sujeto (individual o colectivo) cuya actividad le lleva a captar esta cualidad a priori; sin embargo, el valor no implica ni presupone la existencia de un sujeto, puesto que él trasciende: el valor existe aun cuando el sujeto no lo capte.

Algunas interpretaciones situaciónistas han intentado superar el bloqueo en que estas dos orientaciones enfrentadas situaron el problema de la conceptualización del valor.  Las tesis situacionistas lo que han hecho es abandonar o relegar el tema de la objetividad y subjetividad del valor para plantear que no puede hablarse, ni resolver esa dicotomía, sin tener en cuenta otros aspectos importantes que están caracterizando el tema de los valores.  Sostienen que no puede hablarse del valor, sino que hay que hablar de los valores.  Estas tesis situacionistas plantean:
1.      Los estados psicológicos, el sujeto de valoración, son una condición necesaria, pero no suficiente ni la única.  El valor es el producto de una interrelación

de un sujeto que valora y un objeto de valoración.  En ese sentido, no puede conceptualizarse bajo los términos de uno de los dos elementos que lo definen.
2.      Los valores tienen una dimensión espacio-temporal:son relativos, puesto que sus dos puntos de partida (objeto y sujeto) no son ni estables ni homogéneos.  El valor, en este sentido, depende de las condiciones específicas y materiales (sociales, históricas, físicas o estructurales) en que se produzca esa relación entre sujeto y objeto.  Esta dimensión dinámica es necesario tenerla en cuenta a la hora de conceptualizar el valor.
Por otro lado, esa relación dinámica entre el sujeto y el objeto es la que plantea a la vez que en unos valores pesará más la realidad objetiva, mientras que en otros pesará más la actividad psicológica, de tal modo que es erróneo adoptar una posición absoluta en la que el valor se defina de modo objetivo o subjetivo.

Es claro que el valor que se le da a una pieza musical puede descansar en juicios subjetivos valorativos, pero el valor de un acto criminal no puede reducirse al agrado que nos proporcione dicho hecho: existe una realidad objetiva (física, social, cultural) que está determinando el juicio valorativo.

 

Sustantividad versus potencialidad

Dentro del marco de la definición del valor como una realidad psicológica, y fundamentalmente a raíz de la polémica entre Meinong y Ehrenfels, se sitúa esta nueva dimensión que hemos denominado como sustantividad versus potencialidad y que hace referencia a la concepción del valor como algo concreto, real (es decir, algo sustantivo) o como un estado ideal que conseguir (el valor como algo que puede ser aunque aún no lo sea).  Dicha concepción del valor se conoce comúnmente con el término del valor como algo deseable.  Es decir, si el valor tiene solamente relación con lo concreto y lo real (aquello que nos agrada, desea o interesa en un momento dado) o si se puede a la vez relacionar con algo que, aunque no tenga existencia en un momento dado, llegaría a interesarnos, agradarnos o lo desearíamos.  Es decir, el valor como una concepción abstracta que supera los límites de la existencia concreta o real.
En las primeras interpretaciones subjetivas se rechaza la diferenciación entre lo deseable (concepción abstracta, lo potencial o posible) de lo deseado (realidad o sustantividad).  Esta problemática del valor como algo sustantivo o algo potencial tiene su origen en las primeras formulaciones que hizo Meinong sobre el valor, en las que mantenía una relación directa entre valoración y juicio existencias: sólo puede valorarse aquello que existe, es decir, que puede producir un efecto o reacción en el sujeto que valora.  Posteriormente, en su polémica con Ehrenfels modificará sus interpretaciones iniciales planteando que el valor de un objeto está en función de la capacidad de activar el sentimiento del sujeto no sólo por su existencia, sino también por la posibilidad de la misma.
En los desarrollos axiológicos del siglo XX se produce una ruptura entre el valor y los juicios valorativos existenciales en la medida en que el subjetivismo va a mantener que el valor no es la expresión de un estado de ánimo, de un sentimiento del sujeto, ni la afirmación de que posee dicho estado de ánimo: se rompe, pues, con la identificación del valor con lo real, y se sitúa en el marco de la posibilidad, de lo potencial al margen de que se dé o no realmente.
La controversia entre lo deseado y lo deseable de los primeros desarrollos axiológicos se puede interpretar como un rasgo definitorio de la conceptualización del valor, en el que se planteaba si el valor se sitúa en unas coordenadas específicas y concretas, o si, por el contrario, puede concebirse como una abstracción, un mundo de lo posible y lo deseable: una anticipación de un estado de hechos.  Desde luego, analizando las concepciones actuales del valor en el contexto de las ciencias sociales, es claro que ha primado la concepción del valor como representación (ya sea emotiva, conductual o cognitiva) potencial de un conjunto de estados y hechos.

 

Emocional versus racional

Una tercera dimensión en la que podemos situar la conceptualización del valor tiene también su origen en los inicios de la propia Axiología y dentro del marco de la captación de los valores.  Ante la situación que se produce en el enfrentamiento entre las tendencias objetivas y subjetivas, se reformula la problemática conceptual planteándose la cuestión de cómo un sujeto puede llegar a percibir y conocer los valores.  El tema de la captación del valor puede formularse en términos actuales mediante los conceptos psicológicos de la naturaleza emocional versus la racional del valor.  Es conocida la disyuntiva emoción-cognición que ha estado siempre presente en los estudios psicológicos de la naturaleza humana, y que se manifiesta, como en otras muchas áreas, en las formulaciones del concepto de valor.  De hecho, las primeras interpretaciones psicológicas del valor, como las de Maslow, Fromm, Allport y Vernon, son interpretaciones emocionales-motivacionales; el valor aparece como una fuerza emocional, primitiva, no elaborada, y que sirve para el cumplimiento de un conjunto de necesidades inherentes a la naturaleza humana.
Posteriores interpretaciones desde posiciones cercanas a la llamada Psicología Cognitiva (Rokeach, Wyer, etc.) abandonan esa idea de que el valor es una fuerza motivacional y se reinterpreta como una estructura representativa que permite al sujeto ordenar y entender tanto el mundo físico como el social.
Esta dimensión emocional versus racional puede reinterpretarse como una dimensión fundamentalmente psicológica, que nos permite interpretar el problema axiológico originario: la captación del valor.
Se puede, en este sentido, recorrer el desarrollo de la axiología analizando las soluciones que desde las diferentes tendencias y orientaciones se han dado al problema de la naturaleza emocional o racional del valor.
Dentro del marco de las orientaciones objetivas axiológicas, nos encontramos con posiciones contrapuestas que van desde los planteamientos racionalistas de Kant o Hartman (para quienes el valor sólo puede conocerse a través del intelecto, de la razón) hasta los planteamientos schelerianos, en los que se rechaza el racionalismo apriorístico kantiano y se plantea un apriorismo emocional; el valor sólo es conocido por el sujeto a través de la vida emocional y sentimental.
Así pues, mientras que la gran mayoría de las interpretaciones subjetivas han identificado o situado el valor en la esfera de lo irracional, de lo emotivo, identificando aquél con emociones diferentes (agrado en Meinong, deseo en Ehrenfels, interés en Perry, etc.), las interpretaciones objetivas se han bifurcado en dos tendencias: una, el modo kantiano que sitúa el valor en el mundo del «apriorismo racional», en el intelecto, en el campo de lo simbólico, lo abstracto.  Una segunda tendencia que sigue las formulaciones schelerianas, según las cuales el valor no puede identificarse ni con la vivencia o estado emocional, ni con el mundo de las ideas: el valor sólo es conocido por el sujeto a través de una intuición emocional en la que se establece una relación (intencionalidad) entre el sujeto y el objeto de valor.
Esta dimensión de emocional versus racional no debe verse necesariamente como independiente de la dimensión subjetividad-objetividad de la conceptualización del valor, sino más bien todo lo contrario, puesto que, por un lado, puede darse una relación entre lo subjetivo y emocional, y entre lo objetivo y lo racional, y, por otro, hay que tener en cuenta que precisamente el tema de la naturaleza emocional o racional de los valores arranca del problema axiológico de la captación del valor que surge en un momento determinado: cuando la polémica sobre la naturaleza del valor se reinterpreta de modo metodológico, en el sentido de que se relega el problema conceptual de qué es un valor, para plantearse el de cómo se perciben y conocen los valores.  La forma o modo de captar el valor es un aspecto del planteamiento metodológico del valor que puede aportar nueva información sobre la naturaleza del mismo.
Sin embargo, tal interpretación metodológica del concepto de valor solamente ha servido para poner de manifiesto de nuevo la oposición o contraposición de las tesis subjetivas y objetivas.  Así, desde las orientaciones más psicologistas y empiristas (el subjetivismo), se entendió que sólo desde lo experiencia¡ podría conocerse el valor, mientras que desde los enfoques más racionalistas se planteó que la experiencia es independiente de la captación del valor, el cual sólo puede conocerse por la vía intelectual, racional.  Los elementos cognitivos, racionales han primado en la tesis objetivista excluyendo cualquier elemento o dimensión experiencias.
Aunque es cierto, tal y como hemos dicho con anterioridad, que las tesis subjetivistas han identificado, en su gran mayoría, el valor con un hecho psíquico, emocional, no es menos cierto que en los primeros desarrollos de la axiología subjetiva (Meinong, Ehrenfels) se combinaban tanto la dimensión racional como la emocional, aunque primaba fundamentalmente esta última.
El elemento racional estaba implícito en estas interpretaciones subjetivas en el sentido de que cualquier estado emocional presuponía la presencia de un juicio valorativo existencias que implicaba la verdad o falsedad de tal estado emocional.  Por un lado, se daba la vivencia de un estado o hecho psicológico, y, por otro, se afirmaba o negaba la existencia de dicho estado.
Así, tanto Meinong como Ehrenfels, al margen de su discrepancia en cuanto al tipo de vivencia emotiva con la que identificaban el valor (agrado en el primero y deseo en el segundo), parten del supuesto de que en toda valoración hay un juicio que afirma o niega la existencia de algo.  Es precisamente a partir de tal juicio existencial del que surge el valor como estado subjetivo sentimental.  En lo que no están de acuerdo es en el tipo de estado emocional que constituye el valor.
Sólo después, con el desarrollo de la tradición empírica inglesa y del nominalismo axiológico (Perry, Ayer, etc.), se restringe a lo experiencia¡ las interpretaciones subjetivas del valor.  Perry (1954) va a conceptualizar el interés como fundamento del valor, haciendo solamente referencia a la expresión de un estado anímico, un hecho psíquico emotivo que conlleva cierta disposición actitudinal hacia el objeto de valor, pero que carece de cualquier elemento representativo de dicho objeto.  Con Perry se establece una relación entre lo experiencias y lo conductual, haciéndose más compleja la dimensión emocional-racional, en la medida en que intenta fundamentar e 1 valor en una dimensión afectivo-conductual .
Sin embargo, con la aparición del nominalismo axiológico y las tesis más radicales del positivismo, la concepción empirista y psicológica del valor va más allá de las primeras formulaciones de Meinong v Ehrenfels, agudizando el aspecto meramente emotivo y experiencias del valor v rechazando cualquier dimensión intelectual. racional, de dicha experiencia.  La distinción de las primeras formulaciones subjetivistas entre el juicio existencias y la vivencia de un estado psicológico como elementos configuradores de la naturaleza del valor queda restringida al último elemento: el valor no tiene ningún carácter representativo ni simbólico, simplemente es la expresión de un estado vivencias v emotivo.  Tal será la actitud de autores como Carnap (1935) o el mismo Aver (1950).  Con este último, la axiología subjetivista alcanza un punto álgido al plantear que el valor no tiene ninguna función representativa del objeto de valor, y ni siquiera dice algo sobre el sujeto que valora, simplemente es expresión de un estado de ánimo, de un estado emotivo.  En esta misma línea se sitúa la ética de B. Russell (1935) al señalar que ésta es el intento de dar significación universal a los deseos personales.  Para Russell, el valor como expresión de deseos personales no posee ningún elemento racional o cognoscitivo.


Dimensión universal/relatividad del valor

Un cuarto aspecto o problemática implicada en el concepto de valor hace referencia a su carácter universal.  Los términos universal versus relativo guardan relación con una nueva característica del valor: su estabilidad y consistencia, tanto en el espacio como en el tiempo.  Es una característica témporo-espacial.
El rasgo universal y absoluto del valor es una característica coherente y relacionada con las interpretaciones objetivas de los valores en la medida en que conceptúan que éstos son entidades independientes que tienen existencia al margen tanto del sujeto que valora como del objeto de valor.  El rasgo de universalidad del valor se relaciona, pues, con su carácter ¡limitado, absoluto e independiente; es decir que no tiene restricción alguna.  Este carácter universal del valor implica su inmutabilidad, en el sentido de que no cambia, no está condicionado por ningún hecho.
En este sentido, las interpretaciones objetivas del valor rechazan tanto el relativismo psicológico como el relativismo histórico.  El relativismo psicológico de los valores está relacionado con las tesis subjetivas del valor y plantea que los valores están condicionados por el desarrollo y las circunstancias de la actividad psicológica de los individuos.  El valor carece de universalidad, puesto que su propio estatus depende del sujeto que valora: los valores tienen existencia en relación con la organización psicológica del hombre.  El relativismo histórico identifica el valor con los hechos o fenómenos reales en el que se manifiesta.  El valor aparece en esta tesis condicionado por los factores sociales y culturales, Scheler (1948) ha criticado el relativismo histórico planteando que pretende derivar los valores de los bienes reales, considerando a los primeros como producto y resultado de avatares @t@ ricos.
Para Scheler, tal error se debe a que algunas interpretaciones objetivas del valor han identificado a éste con los bienes y han transferido el carácter viable, los cambios reales de los bienes, a la naturaleza del valor.
Desde las interpretaciones situacionistas (Frondlzi, 1968) se aboga por un relativismo de los valores al entender que la relación sujeto-objeto se configura el valor se produce dentro de unas coordenadas históricas, sociales y culturales: el concepto de valor depende de las condiciones materiales en que se produce la relación entre el sujeto que valora y el objeto de valor.  De otro modo, los valores sólo tienen sentido en una situación específica y concreta.
Esta dimensión o carácter universal versus relativo de los valores tampoco es independiente de las dimensiones anteriores que ya hemos formulado.  De hecho existe cierta relación entre las tesis subjetivistas del valor y la concepción relativa de éste, así como las interpretaciones objetivas parecen relacionarse más con una concepción universal y absoluta de los valores.


Colectivo versus individual

Por último, otra dimensión que nos parece de interés a la hora de llegar a formular una concepción del valor es la que relaciona este concepto con el carácter individual o colectivo del mismo.  Ha sido una amplia tradición dentro tanto de la Axiología como de la propia Psicología el identificar los fenómenos psicológicos con el sujeto individual.  En este sentido, tanto en las interpretaciones subjetivas como en las objetivas, aunque de modo y a niveles distintos, se presupone que el valor es ante todo un fenómeno de conciencia individual.
También en las primeras interpretaciones psicológicas del valor se ha mantenido esta relación entre el valor y lo individual: de igual forma, en la concepción de Allport-Vernon y en las de una Psicología de corte humanista como pueden ser las de Maslow (1959) y el mismo Fromm (1959), el valor aparece dentro del contexto individual como un sistema motivacional que sirve ante todo para la autorrealización del sujeto humano (Maslow, Allport) para el logro de una identidad personal (Fromm).
Quizá, una de las mayores aportaciones de las ciencias sociales, y fundamentalmente de la Antropología, la Sociología y la Psicología Social, ha sido la interpretación del valor, dentro del marco de la cultura, como un elemento colectivo que configura un determinado modo de vida, concepción del mundo y orientación conductual.  De hecho, el término de «orientaciones de valor» hace referencia al valor como un elemento cultural que proporciona a los miembros de dicha cultura un esquema conceptual de lo que es correcto, ideal y preferible en el espectro posible de la actuación humana.  Tales esquemas orientativos son transmitidos y conservados socialmente y se incorporan a nivel individual a través de los procesos de socialización y bajo los términos de creencias, actitudes, etc.
Desde estudios antropológicos (Kluckhohn, 1949, 1961; Parsons, 1951) se han analizado los valores diferenciales que predominan en distintas culturas, poniendo de manifiesto tanto el fundamento social y colectivo de los esquemas orientativos de acción como su naturaleza y carácter relativo, en la medida en que como elementos constituyentes de la cultura estén sujetos a las variaciones históricas de la estructura y la organización social.
Precisamente, han sido los estudios antropológicos, y más tarde la Sociología, los que han posibilitado que el concepto del valor se enmarcara en el contexto de la cultura, poniendo de manifiesto su dimensión fundamentalmente ideal: el valor se sitúa en el mundo de lo ideal, y en este sentido no es identificable con acontecimientos, objetos o individuos concretos y específicos.  El valor, no obstante, se inscribe dentro de un marco de realidad en la medida en que, como «algo ideal, posible y deseable», exige unas pautas conductuales, una orientación de la acción social específica que se convierte en acciones y sucesos concretos.  Precisamente en este sentido el sociólogo Durkheim (1 91 1) afirmaba que los valores poseen la misma objetividad que las cosas.
En esta misma línea, Lee (1 959) analiza las formas en que los marcos colectivos y culturales condicionan la experiencia individual de los valores o los sistemas culturales-normativos de diferentes culturas primitivas de Nueva Guinea.

 

Polaridad y jerarquía de los valores

Uno de los aspectos o dimensiones centrales y definitorios en la conceptualización del valor que es aceptado, aunque con matices diferenciales, por la mayoría de las tendencias axiológicas y de las ciencias sociales es su carácter preferencial.  El valor es ante todo una actividad o proceso preferencial, de elección.  Sin embargo, existen diferentes puntos de vista en cuanto a definir en qué consiste la dimensión preferencial del valor.  Así, mientras que para unos va a ser fundamentalmente un acto voluntario (de elección) con un referente empírico (algunas tesis subjetivas y las teorías del relativismo cultural, las orientaciones de la psicología humanista, etc.), para otros, como el objetivismo scheleriano, el carácter preferencial del valor es, ante todo, un acto de conocimiento que no supone ningún acto de elección, puesto que no tiene ningún fundamento empírico, ni ninguna relación con la elección preferencial del sujeto que valora.  Para Scheler, el preferir es un tipo especial de conocimiento que se obtiene a través de la intuición emocional.  Para este autor, el carácter preferencial y jerárquico de los valores es una característica interna, inherente a la propia naturaleza de los valores, y en ese sentido es ajeno a cualquier tipo de experiencia o acto de elección.
Por el contrario, las tesis que se oponen a la definición objetiva del valor plantean que el carácter preferencial de los valores es fundamentalmente un hecho psicológico que se manifiesta en la conducta orientativa de los sujetos, y, como tal conducta de elección, puede variar, según las circunstancias, de unos sujetos a otros y de unas culturas y sociedades a otras.
A pesar de esta conceptualización diferencial de lo que constituye el acto preferencial del valor, en lo que sí están de acuerdo las diferentes tendencias teóricas es que tal preferencia se produce en un marco que podríamos denominar de «monismo binario», en el sentido de que el preferir hace referencia a una unidad o ente que se manifiesta a través de opuestos o contrarios; es la idea de «polaridad del valor».  Es decir, la manifestación de valores positivos y negativos.  En el fondo, tal polaridad no es más que la traducción de las variaciones que existen en la valoración del mundo de los hechos físicos y de los sociales.  Tales variaciones en el pensamiento occidental se ha tendido a expresarías de modo dicotómico y opuesto: a la verdad se opone la falsedad; a la libertad, la esclavitud.  Así, lo que en una sociedad resulta bello, en otra puede ser valorado del modo opuesto.  Son estas variaciones preferenciales las que se han conceptuado de modo bipolar, pero en el fondo hacen referencia al mismo hecho: el preferir.
El carácter preferencial de los valores ha llevado al mismo tiempo a plantear la existencia de un orden o estructura jerárquica de los mismos: el ordenamiento de unos valores implica otras dos características que es necesario tener en cuenta a la hora de construir una Teoría de los Valores: por un lado, el hecho de que más que valores aislados e independientes lo que existe es una constelación de los mismos.  Es precisamente al orden y las relaciones de dicho conjunto de valores a lo que se ha denominado tradicionalmente sistema u orientación de valores.  Una Teoría de los Valores debe explicar las relaciones existentes entre los valores que configuran dicho sistema.  Por otro lado, en la medida en que los valores son preferencias, es obligado formular tanto el orden en que tales preferencias se producen como los tipos de valores que deben incluirse para un modelo completo de Teoría de los Valores.
Los estudios descriptivos y comparativos de sistemas de los valores se han realizado fundamentalmente desde las llamadas ciencias sociales, y en concreto desde la Sociología y la Antropología (Kluckhohn, Parsons).  Desde tales estudios han surgido algunas cuestiones interesantes para la conceptualización de los valores: aspectos relacionados con el hecho de hasta qué punto se puede decir que cada cultura o grupo colectivo posee un sistema de valores característico, o si, por el contrario, puede decirse que los valores son universales y las diferencias se relacionan más con el ordenamiento o jerarquía de los mismos dentro del sistema de valores.  En definitiva, si las variaciones interculturales son más variaciones de forma (jerarquía) que de contenido.  Otro aspecto es la relación que los sistemas de valores tienen con las pautas de actuación de los sujetos o culturas.  Teóricamente, se refieren más a lo que se espera, a los proyectos, a lo que es deseable, pero de algún modo deben guiar y orientan las acciones humanas.  El problema que surge es ver cómo y cuánto, y para los científicos sociales es aún más importante encontrar índices o criterios que permitan establecer y conocer dicha relación.
De cualquier modo, lo que es cierto es que los modelos descriptivos y comparativos de los sistemas de valores han propiciado no sólo la codificación y registro de una gran cantidad de datos sobre las diferencias culturales en su orientación de valor, sino que además han posibilitado la operacionalización de los valores, rompiendo así con el tratamiento especulativo y filosófico de los mismos.
Lógicamente, los intentos de operacionalizar la concepción de los valores implican una reorientación de la definición, la teoría y los métodos.  De otro modo, surge el problema de los criterios para determinar que una jerarquía de valores está en función del tipo de concepción del valor de la que se parta: así, en la medida en que los valores se sitúen en el plano de lo ideal, de lo deseable, y no en el de los datos empíricos, concretos, el criterio no podrá ser meramente el de las conductas observables; por el contrario, si se conceptúa el valor o se sitúa en el plano de lo empírico, el valor se identifica con los criterios de valoración, y, por tanto, con juicios de valor explícitos v de las inferencias conductuales relacionadas con los valores.  Así pues, está abierta la problemática de si es más adecuado partir de métodos deductivos (presuponen el establecimiento apriorístico de un sistema de valores) o de métodos inductivos (los valores se determinan por las preferencias conductuales de los sujetos o culturas) que posibilitan la conceptualización de los valores a partir de los datos reales, empíricos, que recogen los modelos descriptivos y comparativos de los valores.

Tanto un método como otro se apoyan implícitamente en concepciones diferenciales de los valores.  Muchos autores (Nader, Durkheim, p. ej.) han formulado esta distinción conceptual del valor en términos de la diferenciación entre valor y juicio de valor.  Mientras que el primer término se sitúa en el plano de lo que es deseable, al margen de si es real o no (juicios de realidad de Durkheim), el segundo se sitúa en el plano de lo real, lo empírico y concreto: el juicio de valor presupone la adhesión a un "ideal", a lo "deseable".
Estas distinciones guardan relación con la problemática que hemos ido señalando entre las llamadas interpretaciones objetivas y subjetivas de la Axiología: mientras que para las primeras existe una diferencia entre el valor y el juicio de valor (éstos son expresión del primero, pero no se identifican con él), para las segundas no es posible tal distinción, puesto que sólo aquello que es susceptible de captación tiene una entidad real.  Teniendo en cuenta estas diferencias de concepción, es lógico que desde posiciones teóricas cercanas al objetivismo se plantee que para construir un sistema de valores es necesario basarse en la naturaleza de los valores y no en los juicios de valor: es decir, en la captación de los valores.  Por el contrario, para las tesis subjetivas no es posible llegar a construir un sistema de valores si no es partiendo de los juicios o captación de los mismos.  La jerarquía de valores sólo puede establecerse empíricamente a partir de los juicios de valor en cuanto que éstos son la expresión y manifestación de los valores.
Dentro de la primera tendencia que hemos señalado, la de partir de la idea de que la jerarquía de valores es independiente de los juicios de valoración, puede señalarse como máximo representante el pensamiento de Scheler.  En su concepción objetiva del valor, Scheler plantea que la jerarquía de valores está dada apriorísticamente por medio de lo que denominó intuición emocional.  La superioridad de unos valores sobre otros no es un problema experiencias, sino de captación apriorística.  Sin embargo, pese a sus formulaciones, Scheler se vio obligado a establecer una serie de criterios en relación a los cuales puede llegarse a conocer el orden jerárquico de un sistema de valores.  Tales criterios no son empíricos, no tienen relación alguna con el proceso factual de elección o preferencias del sujeto que valora, sino que son manifestación de algunos de los elementos o características definitorias y esenciales del valor.
El primer criterio es el de la durabilidad.  Se refiere al carácter estable y permanente que poseen los valores; su dimensión atemporal y no situacional.  Un valor es superior a otro en función de esa ausencia de variabilidad e inestabilidad temporal y espacial.
La divisibilidad es el segundo criterio, y guarda relación con el carácter unitario, no fragmentado de un valor.  De otro modo, cuanto más compartido esté un valor es más divisible entre los diferentes objetos en los que se manifiesta y, por tanto, tiene menor importancia dentro del conjunto de valores.  Ahora bien, Scheler introduce con este criterio una cierta contradicción en su concepción de los valores en la medida en que la divisibilidad hace referencia al número de sujetos y objetos en que un valor se manifiesta, con lo cual está presuponiendo, al menos en parte, un criterio empírico y no apriorístico.
La fundamentación es otro criterio.  Los valores que dan origen a otros son los que Scheler denomina valores supremos, y se sitúan en los niveles superiores del sistema de valores.  Tal criterio hace referencia a la dimensión central que unos valores tienen frente a otros: los más centrales son aquellos que fundamentan a otros.  Por ejemplo, en un sistema de valores puede pensarse que el valor de libertad está fundamentado en el de igualdad: éste sería superior al primero.
Un cuarto criterio que establece es el de la profundidad de satisfacción.  La profundidad está relacionada con la realización o cumplimiento de un valor.  Cuanto más alto y supremo es un valor más satisfacción produce.  Aunque Scheler trata de dejar claro que la profundidad de satisfacción no tiene nada que ver con la experiencia y la preferencia específica del sujeto que valora de algún modo sí guarda relación con la experiencia subjetiva: siendo esto así nos encontramos de nuevo con otro criterio que supone una contrapartida a los supuestos apriorísticos de la naturaleza de los valores, en la medida en que este criterio puede verse como fundamentado en la experiencia.
El último criterio, el de la relatividad, se refiere al grado en que un valor se percibe como más próximo al valor central o supremo y que para Scheler es el valor religioso.
A partir de estos criterios, Scheler establece una clasificación de los valores en la que en los niveles más inferiores se sitúan los valores más sensibles (lo agradable y lo desagradable), a los que corresponden los estados efectivos.  En segundo lugar están los llamados valores vitales: modalidades del sentimiento vital y que no pueden confundirse con los estados efectivos; ejemplos son la salud, la enfermedad, etc.  Por encima se sitúan los valores espirituales, dentro de los que cabe distinguir: lo bello y lo feo, los valores de lo justo y lo injusto, y, por último, los del conocimiento de la verdad.  El nivel superior, el de los valores supremos, corresponde a los espirituales o religiosos, en los que se fundamentan todos los demás.  La concepción teológico que Scheler sostiene de los valores le obliga a rechazar cualquier conceptualización que defienda la autonomía de unos valores frente a otros, o la diferenciación e independencia de conjuntos de valores.  Para Scheler todos los valores tienen su origen y fundamento en uno supremo: el religioso.
Desde una interpretación más psicológica y social de los valores, autores como Parsons y Kluckhohn han realizado una clasificación menos especulativa del sistema de valores.  Tanto para uno como para otro, los valores son fundamentalmente opciones entre posibles maneras de actuar que son manifestación de la jerarquía en la concepción del mundo que un sujeto o colectividad tiene.  A la vez, ambos autores son exponente de una tendencia moderna de entender los valores de modo universal, en el sentido de que las diferencias individuales y colectivas en el sistema de valores son fundamentalmente diferencias en el grado de preferencia.  Del mismo modo, ambos sostienen que el orden jerárquico de un sistema de valores debe ser determinado empíricamente a través de las acciones preferenciales de la persona y no de modo racional-apriorístico.
Para Kluckhohn (1961) la concepción ideal de la existencia humana puede categorizarse en cinco opciones centrales:

1.      La concepción sobre la naturaleza humana, que puede definirse en términos de buena-mala, permanente-variable.
2.      La concepción sobre la relación del hombre con la naturaleza es una segunda categoría que puede resumiese en una elección de relación entre sumisión, equilibrio o control.
3.      La concepción del tiempo: es una dimensión temporal que supone una valoración del momento presente o bien del pasado o el futuro.
4.      La cuarta categoría hace referencia a opciones relacionadas con los tipos de actividad humana y que supone las siguientes elecciones: liberalización de deseos y necesidad: o de autocontrol, o bien de producción o actividad eficaz y productiva.
5.      La concepción en las relaciones interpersonales:        el sujeto humano tiene que elegir entre relaciones de linealidad (relación vinculante con antepasados y descendientes), de colateralidad (entre iguales) o de individualismo.

Como puede verse, cada una de las categorías se relaciona con la concepción y representación del mundo que el hombre tiene en sus diferentes aspectos: físicos, temporales, personales y sociales.  Cada aspecto o categoría presupone la elección de soluciones que son, en definitiva, modos de acercarse las personas a su medio físico y social.  El conjunto de opciones o preferencias determina la concepción ideal o sistema de valores que un sujeto o un colectivo posee.  A partir de este esquema inicial, Kluckhohn elaboró un cuestionario mucho más completo, que le permitió estudiar los esquemas conceptuales-preferenciales de diferentes culturas americanas (indios navajos, indios zunis, mormones, tejanos, etc.).
En el esquema descriptivo de la concepción del mundo o sistema de valores de Parsons (1951) se recogen algunos de los contenidos de las categorías del modelo de Kluckhohn, aunque él parte de un enfoque diferente.  Para Parsons los valores son características de la acción humana, en cuanto que esta última presupone la elección de determinadas opciones. entre un conjunto de dilemas que configuran la existencia humana.  Parsons reduce dichos dilemas u opciones a cinco grandes categorías que conllevan la elección entre alternativas opuestas e irreconciliables.  Tales dilemas se manifiestan en cualquier tipo de acción humana, y, en terminología de Parsons, se denominan «configuración de variables».  Dichas variables son los sistemas alternativos de elección que adquieren un significado dentro del marco cultural u orientación de valor.  Por otro lado, pueden analizarse en cuatro niveles en los que se puede describir la actividad humana: biológico, psicológico, social y cultural.
El primer dilema o conjunto de variables es el de la activación del impulso y la disciplina.  Las opciones suponen elegir por una primacía de la liberalización de los deseos y las necesidades: la obtención de gratificación inmediata (opción de afectividad) o bien la alternativa opuesta, que presupone la preferencia por la inhibición de la expresión de sentimientos, por el autocontrol afectivo (opción de neutralidad afectiva).  Este dilema guarda estrecha relación con la cuarta categoría señalada por Kluckhohn y que se refiere precisamente a los diferentes tipos de actividad humana.  Este dilema de afectividad-neutralidad afectiva tiene distintos significados cuando se analiza en el plano de lo cultural (supone patrones normativos de manifestación), en el psicológico o de personalidad (guardaría relación con el sistema de necesidad-disposición del actor y su gratificación o no inmediata), y, por último, se traduciría en el plano de lo social en la «expectativa de rol».
El segundo es el dilema de interés privado e interés colectivo.  Presupone la existencia de conflictos o contraposición entre los intereses individuales y los colectivos.  Implica dos elecciones alternativas: la primacía en la orientación de la acción por todo aquello que beneficie intereses individuales o, en contraposición, las acciones orientadas o guiadas por los beneficios e intereses colectivos.
La trascendencia versus inmanencia es el tercer tipo de opción o dilema existencial: en cualquier situación los actores pueden interpretar las acciones y objetos sociales desde una perspectiva general y global olvidando los objetos y situaciones particulares (es la dimensión de universalismo), o, por el contrario, pueden interpretarlas a partir de los objetos singulares y específicos (es la dimensión de particularismo).
La cuarta opción está relacionada con la modalidad de los objetos.  Presupone dos opciones diferenciales: valorar los hechos por lo que son, o bien valorarlos por sus resultados o productos.  El dilema se resuelve dando primacía ya a los aspectos cualitativos (del ser), ya a los aspectos de producción, de realizaciones.
Por último, el quinto dilema es el de la significación del objeto: supone la opción de globalismo frente a especificidad y hace referencia al modo de conceptualizar los hechos y las situaciones sociales: bien desde un solo conjunto de aspectos, bien desde una pluralidad de aspectos y dimensiones.  Es la dimensión de globalismo/especificidad.
En resumen, mientras que las tres primeras opciones guardan relación con el propio sistema valorativo de orientación, los dilemas cuarto y quinto suponen opciones en el modo de relacionarse los actores sociales con los objetos y las situaciones.  Para Parsons, estos cinco dilemas, con sus alternativas opuestas y su significación en los cuatro planos o niveles de análisis de la acción social, resumen la complejidad de los sistemas orientativos del sujeto humano.
El esquema descriptivo de Parsons guarda relación con algunos desarrollos posteriores o elaboraciones de cuestionarios para analizar los diferentes niveles de sistemas conceptuales y su relación con una dimensión actitudinal, en el sentido de modo de relacionarse con el entorno.  El TIB de Harvey (1961) es un ejemplo de estas analogías: podría estudiarse la relación de algunos niveles señalados por Harvey (el nivel IV o de independencia y el nivel 1, denominado de realismo primitivo) y algunos de los dilemas de Parsons: por ejemplo, el de la dimensión de un¡versalismo-particularismo y el de globalismo especificidad.  Una alta relación entre ellos podría ser un índice de la traducción y transformación que la problemática de los valores ha tenido en el contexto de las ciencias sociales.  Por otro lado, existen ciertas relaciones entre estas categorías u opciones planteadas por Parsons y los planteamientos de Kluckhohn:

1.      Los dos reducen la complejidad de los sistemas de valor a unas grandes categorías que resumen la problemática de la acción humana.
2.      Parecen basarse en la concepción de¡ valor como, fundamentalmente, un marco de interpretación y comprensión del mundo que conlleva una dimensión evaluativa y preferencial: unos hablan de opciones y otros de dilemas.
3.      El valor aparece, pues, como fenómeno empírico de preferencias.

continúa

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