LA RECUPERACIÓN CIUDADANA DE LOS MEDIOS

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Vías de participación y contrapeso crítico de los consumidores y usuarios ante los medios de comunicación de masas

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José Luis Dader

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 Consumir, consumismo y consumidores son palabras que tanto en el pensamiento sociológico como en la conversación popular despiertan a menudo ecos de pasividad, indiferencia o actuaciones irracionales y compulsivas. El trabajo prolongado y crecientemente profesionalizado de las asociaciones y movimientos de consumidores ha conseguido ir cambiando esa imagen hasta el punto de que las referencias a la sociedad de consumo o a la situación de los consumidores evocan cada vez más, en las sociedades más avanzadas, un entorno de públicos activos y reivindicativos, celosos en la vigilancia por la calidad de los productos y servicios que consumen y organizados como interlocutores responsables e inteligentes frente a los productores u ofertantes de los diferentes artículos y prestaciones. Queda un terreno, sin embargo, –el de la comunicación social suministrada a través de los medios de comunicación de masas–, donde la lectura de prensa, audiencia de radio o contemplación de televisión, y no digamos ya el consumo cinematográfico o discográfico–, sigue mayoritariamente configurado como un escenario en el que una minoría socialmente autista concibe, diseña y produce unos mensajes que son deglutidos-consumidos por la población general de manera pasiva y teledirigida, sin apenas posibilidad de intervención o reacción crítica ante los «paquetes» manufacturados y estandarizados que aquellos amos del mercado de la comunicación les suministran. Es éste el ámbito social donde las palabras consumidor y ciudadano resultan más distantes o en mutua contradicción, cuando paradójicamente, el objetivo originario de la prensa moderna, surgida a finales del siglo XVIII, no era otra que facilitar a los ciudadanos los instrumentos informativos necesarios para participar de la manera más intensa posible en el debate político y social.

A medida que la lógica industrial y comercial se fue apoderando de los procesos de selección y elaboración de información de actualidad, así como de los de creación de contenidos de divulgación y entretenimiento, el ciudadano que leía periódicos o que colaboraba activamente en ellos –se trataba de una prensa artesanal donde las aportaciones y cartas de los lectores ocupaban un espacio inusitado para la encorsetada prensa y boletines audiovisuales de hoy–, fue convirtiéndose en un simple «consumidor» silencioso y silenciado, según la acepción tradicional y devaluada de la palabra consumir.

Durante más de un siglo, los directores y responsables del producto periodístico y mediático han venido defendiéndose de estas acusaciones mediante el manido argumento de que los medios sólo ofrecen a su público lo que éste decididamente prefiere: la connivencia o cooperación con sus consumidores –dicen–, se refrenda todos los días en los kioskos o en los índices de audiencia; si un medio no respondiera a los gustos e intereses de sus clientes desaparecería y la libertad soberana de las gentes ante lo que les ofrecen los medios se demuestra de continuo mediante el cambio de compra de unos ejemplares de prensa por otros, o mediante el uso inexorable del mando a distancia o la rueda del dial. Tales argumentos en el ámbito de los restantes mercados de la sociedad de consumo hace mucho tiempo que incluso dejaron de escucharse y a nadie se le ocurre ya afirmar que el respeto y protección de los consumidores de jabones, latas de conserva o electrodomésticos están garantizados por el simple hecho de que en un mercado libre y plural, con un considerable número de marcas en competencia, aquélla que defraude, no aporte suficiente calidad o no se identifique fielmente con los gustos y demandas del público, está condenada al fracaso. Plantear semejantes posturas sería como decir que sobran las asociaciones de consumidores, el establecimiento de tribunales de arbitraje, el asesoramiento crítico y la asistencia jurídico-administrativa para reclamaciones en oficinas especializadas de información al consumidor y muchas otras iniciativas que van fraguando, por innecesarias ante la suprema suficiencia de la autorregulación del mercado.

Los «tribunales de arbitraje entre consumidores y productores», los «inspectores de consumo», los «consejos nacionales o sectoriales de consumo», las «etiquetas acreditativas de círculos de calidad y garantías»... son fórmulas que, con su debida adaptación a la realidad peculiar de la comunicación social servida a través de los medios de comunicación de masas, podrían y deberían introducirse en caso de aspirar a que las industrias de la información también verifiquen su sensibilidad y cercanía para con los consumidores/ciudadanos de una forma mucho más fluida e intensa de lo que permite el estereotipado y oligárquicamente regulado mecanismo de la medición de las ventas. No se puede afirmar tampoco que en este orden de cosas no existan ya en nuestra sociedad algunas iniciativas y fórmulas que posibilitan alguna tímida intervención activa de los ciudadanos frente a, o incluso en el seno de, los medios de comunicación públicos y privados. Sin olvidar las tradicionales aunque muy domesticadas plataformas de las «cartas al director», «teléfonos de quejas y sugerencias», la figura del «Defensor u Ombudsman de los lectores», o incluso la muy extendida fórmula de acceso en antena de los oyentes y telespectadores en diferentes programas y consultorios de radio y televisión, habría que destacar sobre todo, por representar actuaciones colectivas y no controladas por los propios profesionales y directivos de los medios, la constitución de algunas asociaciones de telespectadores y consumidores de medios de comunicación.

Pero ni estas asociaciones tienen más capacidad que la de percutir esporádica o ligeramente contra las decisiones de selección y producción informativa de los medios (expresando su opinión en distintos toros, emitiendo comunicados de crítica o reclamación cuyo eco masivo dependerá a su vez de la condescendencia que les quieran deparar los controladores o «aduaneros» de las grandes cadenas periodísticas), ni esas otras fórmulas antes citadas de intervención directa de la gente corriente en el mensaje mediáticamente difundido escapan al empaquetamiento raquítico y calculado y al sometimiento a la última voluntad de los profesionales y directivos que estructuran los espacios de información en los medios públicos o privados (para un repaso de alguna de estas vías, o de las quejas por su insuficiencia cfr. por ejemplo, Dader:1983– San Andrés: 1992; Bueno: 1997; Cantavella: 1997).

En el panorama de la comunicación social española de hoy, las asociaciones de telespectadores o de consumidores de medios pueden ser invitadas, en efecto, a un coloquio y expresar allí su desacuerdo por el abuso de contenidos publicitarios, o emitir una nota informativa que algunos diarios y revistas reproducirán en algún recuadro aislado»1; los lectores indignados por cualquier asunto pueden enviar sus cartas o hacer sus llamadas con la vaga esperanza de que esta vez el medio sí decida seleccionar la suya; pueden incluso solicitar la intervención M «Defensor de los lectores» en los escasos medios que han decidido habitual o temporalmente dotarse de esa figura; y hasta tal vez tengan la suerte de ser seleccionados como parte del público que en algunos espacios de discusión (a menudo sólo «debates basura»), algunas cadenas de televisión organizan con la intervención de unos representantes seleccionados del público general. Pero no nos engañemos: Ni los medios públicos ni los privados están obligados a contar con el concurso de las citadas asociaciones o insertar las críticas de ninguno de los ciudadanos comunicantes, pudiendo dedicar a unos y otros el más absoluto de los silencios en cuanto estimen que aquéllos se han pasado de la raya que los directivos de los medios marcan,– tampoco los medios españoles han respetado en su integridad por mucho tiempo la fórmula independiente del «ombudsman de la prensa» –que en su origen estadounidense implicaba la contratación para el cargo de una persona ajena al medio, de reconocido prestigio, elegida en ocasiones por los propios subscriptores y con plenos poderes para realizar crítica expresa y contundente de las actuaciones anómalas o deficientes del medio, por periodos determinados irremplazables e improrrogables (cfr. al efecto, Bertrand:1981; Mogavero:1982; Dader:1983; Larraya: 1986; Maruja Torres:1987; Soria:1988; Casillas:1998; Aznar:l999)–; finalmente, los participantes en esos programas de supuesta representación popular tienen que atravesar sucesivos «filtros` de los encargados de «producción» –siendo reclutados a menudo de entre colectivos y agrupaciones «amigas»–, para garantizar a los responsables del espacio que la pretendida espontaneidad y pluralidad de las voces que puedan llegar a escucharse se adecuan a la proporción de disparidad que a la dirección del medio le resulte soportable.

Sin embargo, el papel de vigilancia y exigencia de los consumidores de información y productos mediáticos puede ser mucho más intenso y elaborado, y por ende eficaz de cara a lograr una comunicación social más satisfactoria para los distintos tipos de público, con tal de aplicar fórmulas de garantía ya ensayadas o mantenidas con mayor o menor vigor en otros países pero que, de momento en el nuestro –con la excepción de la incipiente puesta en funcionamiento de algunas de estas vías en la Comunidad Autónoma de Cataluña (cfr. Aznar, 1999:213 y ss.)–, ni los grupos organizados de consumidores apenas son conscientes de su posibilidad, ni las instituciones públicas hacen nada por implantarlas ni menos aún los directivos y dueños de los medios de comunicación públicos o privados muestran el más mínimo síntoma de facilitar su desarrollo. En el texto que sigue se muestra una panorámica sintética de algunas de esas vías, diferenciando a su vez entre las que implicarían la participación autónoma de los ciudadanos en el control social de los medios, y las facilitadas o estimuladas por la propia sensibilidad e iniciativa de los profesionales de los medios en beneficio de cauces más abiertos y comprensivos para la colaboración y el acceso de la ciudadanía a la elaboración de mensajes, esforzándose además por ofrecer nuevos contenidos informativos de servicio y utilidad popular no restringidos al gusto o intereses de unas élites político-institucionales. Las opciones que a continuación se exponen no constituyen una panacea definitiva para los problemas de una comunicación social demasiado mercantilizada y dominada por criterios de fácil rentabilidad social y política, pero denotan al menos un avance en la exigencia de controles de calidad socioprofesional para este tipo de productos. Dicha preocupación, desgraciadamente, no suele percibirse en ninguna de las propuestas y programas de futuro de los grandes líderes de la comunicación de masas española (al margen de la ya comentada excepción, por otra parte muy reciente, que empieza a abrirse camino en Cataluña).

 

Los Consejos de Prensa y otros signos de enjuiciamiento social de la actividad de los medios

Los países nórdicos y anglosajones han disfrutado a lo largo del tiempo de una larga tradición en el funcionamiento de consejos locales, regionales o nacionales de prensa. Con diversas configuraciones, ámbitos de competencia y períodos de vigencia coinciden esencialmente en la idea de estar formados por un grupo de personas investidas de un prestigio social generalizado o dotadas de cierta autoridad moral ante los profesionales de la comunicación (como importantes periodistas jubilados, representantes destacados de asociaciones ciudadanas o culturales, profesores de Universidad sin intereses empresariales de ningún tipo, etc.). Este tipo de expertos independientes son reclutados por diversas vías para observar el funcionamiento de los medios de comunicación, escuchar las quejas o demandas de los ciudadanos ante cualquier tipo de actuación de los medios –tanto públicos como privados– y emitir sus correspondientes dictámenes de condena o aprobación total o parcial, sin más capacidad de sanción que la reprobación moral y la correspondiente publicidad del dictamen. En dichas sociedades siempre se ha preferido la facilitación de un autocontrol de los medios en materia de deontología profesional, pluralismo sociopolítico y estándares de calidad profesional, antes de tener que someter los posibles abusos del poder mediático al más duro correctivo de las sanciones jurídico-administrativas. Los consejos de prensa intervendrían en este contexto como una guía de prestigio que otorgaría por exclusión una etiqueta de calidad y excelencia profesional a aquellos profesionales y medios de comunicación que no sufrieran la crítica argumentada e independiente de estos «comités de notables». Sin embargo, una de las aspiraciones fundacionales con que proliferaron muchos de ellos a partir de los años 50 –que los propios ciudadanos contaran con representantes activos en el seno de los mismos–, nunca llegó a ser desarrollada y muchos de ellos acabaron desapareciendo o han mantenido una tenue función de presión crítica frente a los potenciales abusos de los medios2.

El más reconocido exponente de este modelo de estimulación de la responsabilidad social de la prensa –y de los medios en general–, fue durante mucho tiempo, como queda ampliado en la nota documental antes insertada, el denominado «British Press Council», que si bien entró en una grave crisis a finales de los años 80, en un momento en que los medios británicos y especialmente los denominados «tabloides» (prensa sensacionalista) parecían hacer caso omiso de las recriminaciones de dicho organismo, fue reestructurado, en 1991, y sigue vigente desde entonces bajo el nombre de «Press Complaints Commission» (PCC, traducible como «Comisión de Quejas sobre la Prensa»). Dicha Comisión se encarga de aplicar en sus dictámenes un código ético redactado y aceptado por la propia industria periodística y sigue interviniendo como mecanismo al menos de presión social contra los abusos por violación chismosa de la privacidad, falta de verificaciones de informaciones o quiebras del respeto a grupos sociales, étnicos o de cualquier otra entidad, que en cualquier momento puedan producir sensación de impotencia o indefensión de los ciudadanos ante el poder de los medios. Está constituida por 16 miembros de los que 9 proceden de instituciones sociales ajenas a los medios (funcionarios jubilados, jefes sindicales, arzobispos... ), mientras que 7 son directores de diarios nombrados por el sector periodístico, y si la mayoría considera culpable a un medio de actuación inadecuada, el medio inculpado se ve obligado a publicar con amplio despliegue y de inmediato el dictamen elaborado (cfr. Wakeham: 1998; Díaz de Tuesta: 1998, Aznar, 1999:207 y ss.).

Aunque como queda dicho, siempre ha sido muy moderada la capacidad de dichos consejos para presionar eficazmente a los medios en favor del máximo respeto y sensibilidad para con los derechos del público general, al menos en la sociedades donde se han implantado y mantenido con una vigencia más o menos intermitente, ello ha supuesto un relativo grado de sometimiento de las actuaciones de los medios a algún tipo de contrapeso social. En España se ha abierto una nueva expectativa en ese sentido con la creación en enero de 1997 del Consejo de la Información de Cataluña (CIC; cfr. Aznar, 1999:213 y ss), pero al margen de lo que dicha innovación pueda llegar a significar, no puede presentarse entre nosotros ninguna otra ilustración, hasta la fecha, de esa mínima posibilidad de reprobación solemne e institucionalizada, pues conviene aclarar que dicha línea de intervención social carece de sentido si se limita a la mera formulación y proclamación de determinados códigos de autocontrol y buena conducta profesional.

Diversas agrupaciones profesionales y empresas periodísticas españolas han formulado, en efecto, en diferentes ocasiones códigos de autocontrol y deontología –desde el muy citado en los últimos tiempos «Código Deontológico» del Colegio de Periodistas de Cataluña (Col·legi de Periodistes... 1992; Ramos, 1998) o el establecido al año siguiente con rango estatal por la Federación de Asociaciones de la Prensa (cfr. Ramos, 1996:102 y ss., y 1998), hasta la totalidad de los «Libros de Estilo» que las diferentes empresas periodísticas manejan y cuya pretensión idealista de autocontrol, además de cuestiones redaccionales suele apelar también a criterios de buen hacer profesional general, Ni siquiera se trata en sentido estricto del establecimiento de estos órganos o tribunales morales de autorregulación, en el seno de las propias asociaciones de periodistas o comunicadores, tal y como la Federación Española de Asociaciones de la Prensa se ha llegado a plantear en algunas de sus asambleas (cfr., por ejemplo, El Mundo, 27-V-96), sino de la posibilidad de que sea la confluencia de diferentes asociaciones y fundaciones ciudadanas la que establezca y sostenga este tipo de consejos, que si bien podrían contar con reconocidos expertos o profesionales, se configuraría y actuaría al margen de cualquier organización específica de los propios trabajadores o directivos de los medios, para evitar cualquier riesgo de corporativismo y devaluación de los intereses del público general; máxime cuando, como ocurre en España, se da la paradoja de que, al más rotundo estilo del sindicalismo vertical, nuestras asociaciones de la prensa admiten entre sus miembros, –como es el caso de la de Madrid con el Presidente de PRISA, Jesús Polanco–, a los dueños o principales propietarios de las empresas periodísticas (cfr. Quirós,1998:220). Difícilmente un subalterno del señor Polanco –el actual Presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Jesús de la Serna, es empleado de aquél–, facilitaría que una Comisión interna emitiera un comunicado de condena contra actuaciones de dicha empresa; como tampoco el actual Presidente de la Agencia EFE, Miguel Angel Gozalo, así mismo miembro de la comisión ejecutiva de la FAPE, permitiría una recriminación formal contra actuaciones de su propia responsabilidad en la agencia de noticias estatal.

A la vista de las anteriores objeciones habría que situar también el nacimiento del comentado Consejo de la Información de Cataluña (cfr. Aznar, 1999:213 y ss.) pues si bien es cierto que lo componen 8 miembros de prestigio y representación social frente a otros 7 integrantes procedentes de los propios medios, su financiación, orientación y sostenimiento organizativo aparece exclusivamente vinculado al Colegio de Periodistas de Cataluña, con el respaldo del Sindicato de Periodistas, centros universitarios de formación de comunicadores y el conjunto de las empresas periodísticas catalanas que suscribieron en diciembre de 1996 el protocolo para su constitución. Qué duda cabe qué esa es una puerta abierta a cierto tipo de exigencia institucional de responsabilidad social de los medios –moderado umbral que como queda también dicho, la mayoría de los consejos de prensa de otros países tampoco han sido capaces de superar, dando mayor autonomía y protagonismo a los propios grupos sociales y usuarios de los medios–. Pero la idea de los consejos de prensa (o de responsabilidad social de los medios de comunicación en general), podría ser llevada más lejos, con mayor protagonismo de las actuales asociaciones de consumidores, siendo exigida mediante el respaldo de las instituciones públicas, para constituirse como auténticos consejos sociales en los que los profesionales y empresas mediáticas no mantuvieran la iniciativa financiera y organizativa que rebaja la eficacia de tales plataformas –con el maquillaje de algunos prestigiosos líderes sociales– a más o menos voluntariosos órganos de autocontrol.

Las plataformas de diálogo y colaboración con la Administración existentes, como el Consejo Nacional de Consumidores y Usuarios, podían servir perfectamente para estimular la creación de dichos consejos independientes de forma que, sin pretender obstaculizar o impedir la puesta en marcha de otras iniciativas de autocontrol profesional o vigilancia social, el nuevo organismo auspiciado por las organizaciones de consumidores, mediante unos dictámenes rigurosos y beligerantes con los desmanes de cualquier grupo o personaje de los medios, pudiera al menos decirle a los medios de forma solemne que ni los ciudadanos carecen de criterios solventes para enjuiciar la calidad de los contenidos periodístico-comunicacionales (porque para ello se habrían dotado de reconocidos expertos), ni están dispuestos a seguir permaneciendo impasibles ante determinados incumplimientos legales manifiestos, irresponsabilidades éticas o la falta de mayor celo y control de calidad profesional que se traduce en difusión de datos erróneos, falta de contraste, selección sesgada y manipuladora de mensajes, desprecio informativo para problemas y grupos sociales inatendidos y un largo etcétera que salpica y desmerece el resto de la actuación profesional de nuestros medios.

Otra forma de realizar esa labor de enjuiciamiento moral o denuncia social sostenida frente a los abusos de¡ poder de informar concentrado en las casi exclusivas manos de la industria mediática ha consistido, también fuera de nuestras fronteras, en la puesta en marcha de espacios audiovisuales o de revistas de prensa dedicadas a informar y comentar los casos de conflicto entre los ciudadanos particulares y los medios, o toda la panoplia de deficiencias profesionales a las que se ha hecho alusión antes. La televisión británica en los años 80 mantuvo algún tiempo en antena, en esa línea, un programa de crítica profesional, cuya sola mención puede sonar a ciencia ficción en el entorno español: Durante media hora a la semana y en horario de gran audiencia, los periodistas del programa seleccionaban artículos y reportajes de diferentes medios –usualmente trabajos de la llamada prensa sensacionalista–, y los sometían ante las cámaras a una crítica furibunda y sin paliativos. Personalmente aún recuerdo el impacto sentido ante la imagen de un presentador blandiendo ante la cámara la portada de un «tabloide» y casi gritando «esto es pura basura». Es evidente que para que una televisión pública o privada pueda atreverse a realizar un programa de tales características tiene que gozar ella misma de una respetabilidad social inmejorable, que le haga inmune a cualquier acusación de caer en los mismos o peores vicios que los que critica. Aun así no debiera descartarse que también en este terreno las asociaciones de consumidores podrían interpelar a los poderes públicos para poner en marcha un programa de estas características en TVE, sufragado por la Administración a través del Instituto Nacional de Consumo –por ejemplo–, pero gestionado y realizado con total autonomía por expertos y profesionales de las propias organizaciones de consumidores.

Sin embargo, y por si una iniciativa como esa tardara demasiado tiempo en cuajar, cabe también fijarse en la publicación de algo semejante por vía impresa y gestión privada, al estilo de otras revistas para consumidores pero especializadas en este caso en medios de comunicación. Esa es precisamente la propuesta lanzada al mercado en Estados Unidos en junio de 1998, mediante una publicación mensual llamada «Brill's Content» («El contenido de Brill» nombre de un veterano reportero de los medios estadounidenses) y una tirada con vocación de masas: 150.000 ejemplares. Según recogía la prensa española en el momento del lanzamiento (Fresneda: 1998; Valenzuela: 1998), el objetivo de la nueva revista era someter al Cuarto Poder a una cura de humildad ante los ciudadanos, mediante el desvelamiento de las equivocaciones y chapucerías que a menudo se cometen en la trastienda del oficio sin que nunca lleguen a ser revelados: «Nunca pedimos perdón», decía el anuncio que durante varias semanas antes del lanzamiento circulaba en los tableros de los autobuses de Washington, y entre los reportajes del primer número incluía 1os 10 periodistas más perezosos de la Casa Blanca», las extorsiones de Holiwood a la prensa para promocionar sus películas, o los magnates que pagaron a los paparazzi para que persiguieran a Lady Di. Para lanzar esta publicación –y según los datos mencionados en las notas de prensa arriba citadas–, Steven Brill contaba con los 4.500 millones de pesetas que este periodista obtuvo por la venta de otra revista y un canal de televisión temática dedicados a información especializada en temas judiciales, más el apoyo financiero de uno de los principales empresarios de la televisión por cable. Transcurrido casi un año desde el lanzamiento de esta iniciativa, la revista sigue en el mercado e incluso está ya incorporada a las hemerotecas de algunas de las más prestigiosas escuelas de periodismo de aquel país. Pero al margen de tales detalles, lo relevante aquí es la llamada de atención sobre un tipo de iniciativa que las asociaciones de consumidores podrían poner en marcha mediante la creación de un proyecto conjunto y la exigencia a la Administración del respaldo institucional y económico necesarios para su consolidación y garantía de independencia.


Los Consejos Superiores de representación social y respaldo parlamentario para la supervisión de los Medios Audiovisuales

El 13 de noviembre de 1995, el Boletín Oficial de las Cortes sección del Senado, publicaba la «Propuesta de la Comisión Especial Televisivos, para la Creación de un Consejo Superior de los Medios completaba así un largo proceso de reflexión y recopilación de experiencias desarrolladas y aplicadas en diversos países europeos, además de otros como Estados Unidos, Canadá o Australia, que una comisión de estudio de la Cámara Alta española había iniciado dos años antes (cfr, Costa:1995), mediante meses de con los principales especialistas, productores y profesionales de tele sociales afectados por la incidencia de la violencia en televisión, población infantil o los abusos de la publicidad. Tras aquellas c contando ya con un dossier de conclusiones preliminares, la citada Con encargó a dos profesores españoles de Ciencias de la Comunicación sendas propuestas constituyentes del Consejo Superior del Audiovisual 1995; Núñez Ladeveze, 1995) que fueron debatidas, con la participación de un amplio abanico de profesores de Universidad, representantes de asociaciones y de los diversos colectivos, en el seno de unas Jornadas convocadas por el propio Senado, en las que además se pasó revista a las características Consejos del Audiovisual ya existentes en diversos países corno Gran Bélgica o Italia (cfr. B.O. Cortes Generales: 1995; J. Padres: 1955, a) y b)).

La propuesta acordada en el Senado, responde a la iniciativa de las instituciones de la Unión Europea por lograr que todos sus Estados miembros se do de control social, para velar principalmente por el cumplimiento de la Comisión Europea en materia de política audiovisual y para plasmar de forma institucional que la protección de una serie de derechos y valores comunicación social de naturaleza audiovisual sean garantizado mediante un cuerpo social de vigilancia de entidad distinta administrativa o la mera representatividad de los partidos políticos p papel de dicho organismo sería además complementario y diferenciado de la convencional regulación jurídico administrativa, ya que muchos d actitudes que se trataría de impulsar no necesariamente habrán obligatoriedades de tipo legal. Se trataría así de constituir una ni intervención social ante la producción mediática consumida por los ciudadanos, ya que estaría a mitad de camino entre el control estatal (en algunos países el tiene competencias de adjudicación o retirada de licencias de emisión) de las empresas y sus profesionales (participarían en el mismo desde esta procedencia a delegados de asociaciones y movimientos ciudad del tipo de intervenciones que estos organismos pueden llegar a tener, recientemente la noticia de que la «Independent Television Commission», creada en 1990 por el gobierno británico y constituida por 10 miembros renovados cada cinco años, había impuesto una multa de 500 millones de pesetas a una productora de televisión por emitir un reportaje falso, habiendo barajado incluso la posibilidad de retirar la licencia a la emisora de televisión responsable (cfr. Ferrer: 1998).

En el caso de la propuesta finalmente presentada en España por la Comisión Especial y aprobada por unanimidad de todos los grupos políticos, se establecía que la «autoridad independiente» solicitada con carácter estatal (y sin inconveniente de creación de organismos similares de ámbito autonómico), ejercería funciones de asesoramiento y vigilancia respecto a los contenidos de la programación televisiva en particular y de cualquier cuestión que pueda incidir en la estructura o funcionamiento del sistema audiovisual español en su conjunto. El organismo recomendado constaría de un mínimo de siete y un máximo de once miembros, elegidos mediante una mayoría de dos tercios de las Cámaras (la mitad por el Senado y la otra mitad por el Congreso), para un período no coincidente con el de una legislatura exacta (se recomendaba seis años) y la posibilidad de reelección limitada a un máximo de dos períodos completos. Los elegibles para dichos puestos habrían de tener una personalidad acreditada en el campo audiovisual, bien fuera por una trayectoria académico-investigadora o bien por su experiencia profesional de cualquier tipo en el seno del mismo. Al efecto de evitar conflictos de intereses, se establecía la dedicación exclusiva al Consejo y la incompatibilidad de permanencia en empresas relacionadas con el sector de la comunicación, junto con exigencia de establecimiento de normas precisas sobre compatibilidad profesional posterior al abandono del puesto. Respecto a sus competencias, éstas atenderían principalmente al cumplimiento de la legislación vigente sobre la materia y denuncia ante las autoridades administrativas o el Fiscal de las infracciones advertidas, mediaciones arbitrales, conminación de rectificación a los anunciantes de emisiones ¡lícitas, plataforma de recogida de demandas y quejas de los telespectadores o audiencias y fomento de la producción propia nacional y los valores de pluralidad y objetividad informativas en el caso del sistema público de televisión (Cfr. Senado, 1995).

Entre las criticas más inmediatas que cabe expresar frente a la referida propuesta, me permito señalar en primer lugar la imprecisa utilización que se hace a lo largo de todo el texto aprobado de la palabra «audiovisual», ya que si bien en ocasiones parece referida al conjunto de los medios audiovisuales, en el marco de las competencias concretas sólo se habla de televisión y telespectadores, por lo que ofrece la impresión de que la actividad radiofónica quedaría al margen de la intervención del nuevo organismo. En segundo lugar, la participación activa de las asociaciones de consumidores y movimientos sociales ciudadanos habría quedado una vez más eliminada, tanto del proceso votación en la elección de miembros como de la posibilidad de ser elegido para el Consejo. A pesar de que durante las audiencias y jornadas organizadas por la Comisión Especial, fueron convocados los representantes de diversas organizaciones de este tipo, a la hora de la verdad, los partidos políticos venían a reducir el control y participación en el nuevo organismo a una negociación bilateral entre ellos mismos y el mundo académico-profesional de la comunicación. Los ciudadanos de a pie eran privados una vez más tanto de voz como de voto.

Pero al margen de tales deficiencias que aún podrían subsanarse hay que añadir en tono pesimista que, en el momento de culminarse la mencionada iniciativa del Senado, España era uno de los escasos miembros de la Unión Europea que todavía carecía de un organismo de estas características (cfr. por ejemplo Jongen, 1990) y, desgraciadamente, transcurridos más de tres años desde entonces, el Consejo Español de lo Audiovisual sigue sin haberse puesto en marcha. Probablemente, el hecho de que pocos meses después de presentarse la propuesta de la Cámara Alta se celebraran elecciones generales con el posterior cambio de poder gubernamental y de composición personal de las propias Cortes, ha influido para que la llamada específica del Senado a la constitución inmediata del citado Consejo de lo Audiovisual haya quedado demorada sin visos de una inminente incentivación. A lo largo del último año, noticias esporádicas han puesto de manifiesto algunas iniciativas o declaraciones de parlamentarios a favor de rescatar del olvido la mencionada propuesta, pero una vez comprobada la escasa diligencia de la clase política por activarla, convendría insistir en que las organizaciones de consumidores podrían de nuevo promover campañas de concienciación ciudadana y presión ante la Administración para desbloquear el citado abandono.

Sobre este particular, por cierto, la Comunidad Autónoma de Cataluña ha vuelto a dar muestras de mayor diligencia que los poderes del Estado, al haber creado el Parlamento catalán (Ley 8/1996 de 5 de julio) el Consell de l'Audiovisual de Catalunya, en el que el Departamento de Presidencia de la Generalitat, el Parlamento Autónomo y la Federación de municipios de la Autonomía se reparten igualitariamente el nombramiento de los 13 miembros de que consta el nuevo organismo (cfr. Aznar, 1999:219).

 

Los movimientos autocríticos de los profesionales del periodismo para mejorar la involucración de los ciudadanos en la comunicación social servida por los medios

Pero, si bien los propios ciudadanos podrían intensificar mucho más sus demandas y estrategias para someter la producción mediática a un control social equiparable al ya existente en el resto de los ámbitos del consumo, es interesante saber que en las últimas décadas se han ido configurando una serie de movimientos e innovaciones organizadas entre ciertos sectores de profesionales de la comunicación y el periodismo, que son muy críticos con los procesos rutinarios y convencionales de selección y tratamiento de la actualidad y resultan lo suficientemente imaginativos y realistas como para poner en práctica nuevas vías de procesar información de interés general con mayor receptividad para con las preocupaciones cotidianas y necesidades de los ciudadanos de a pie.

Una vez más, como en tantos otros ámbitos, ese criticismo regeneracionista, ha ido gestándose bastante lejos de nuestras fronteras, sin que nuestros profesionales o incluso los especialistas de las Facultades y Escuelas de Periodismo y Comunicación de España hayan llegado todavía a prestarles una atención amplia y sostenida. La sola mención de algunas de las estrategias o enfoques profesionales que a continuación se enumeran resultan poco menos que esoterismo para muchos de nuestros profesionales, por lo que la noticia al menos de los mismos, puede ser otra forma de facilitar herramientas críticas a los más conscientes y activos movimientos de consumidores. Podrían despertarse así unos objetivos mucho más concretos de reivindicación de la genérica pretensión de cauces de participación y diversidad informativa –cuando menos en los medios públicos–, que permitan volver a integrar el binomio ahora escindido de consumidor y ciudadano en materia comunicativa. Se trata de saber que existen alternativas como el «periodismo de precisión», «de servicio, «de información movilizadora`, Ve anticipación, estratégico o de soluciones, de «periodismo cívico o público» finalmente, que con mayor o menor profusión vienen ensayándose en diversos países (también en ocasiones en España, aunque si llegar aquí a cuajar en movimientos plenamente conscientes y organizados), que van poniendo en evidencia por todas partes, que ni los consumidores ni muchas veces los propios profesionales se sienten satisfechos con la información estereotipada y de elemental «usar y tira? que suele dominar la producción mediática contemporánea (para una panorámica de conjunto sobre algunos de estos movimientos y propuestas, cfr. por ejemplo, Bertrand:1991, 1992-a, y 1992-1).

 

El «periodismo de precisión»

Esta propuesta de nueva metodología en la elaboración de no idea de que los datos estadísticos y cuantificados que, o bien existen archivos de instituciones públicas o privadas, o bien se pueden elabore periodistas mediante el recuento y medición de rasgos formales inapelables constituyen el filón más impresionante de información de interés público y utilidad imaginarse. Mientras el periodismo convencional persigue obtener declaraciones de los protagonistas o representantes más célebres o reconocidos de la actualidad, junto con la narración de los acontecimientos directamente observables de mayor (catástrofes, tumultos, ruedas de prensa, representaciones simbólicas), precisión entiende que la acumulación más significativa y «precisa» de duerme a menudo oculta en archivos y listados de datos que nadie se de verificar o contrastar. Asimismo esta perspectiva periodística otorga la atención preferente a los colectivos anónimos y los procesos sociales en t mediante la inspección y descripción de las cifras de distribución y recogen–, en lugar de limitarse a observar y entrevistar a individuo actuaciones o declaraciones pueden resultar muy impactantes o pintorescas pero que nada nos dicen sobre la tendencia general y más habitual de los gran población: Una narración desgarradora, por ejemplo, sobre un preso e de semana que asalta una gasolinera y viola a dos adolescentes, no aclara nada, y puede que hasta distorsione, sobre la realidad de los programas de rehabilitación carcelaria, efectividad y seguridad de las concesiones de estos permisos, etc.

El periodismo de precisión requiere un esfuerzo suple profesionales por imaginar qué tipo de datos podrán describir mejor realidad social. Obligará a aquéllos a tomar la iniciativa, en lugar de e fuentes oficiales o el desencadenamiento fortuito de unos hechos reclame la presencia inexcusable y urgente de los informadores. Implicará además una formación técnica en aspectos estadísticos e informáticos sin los cuales el profesional n( comprender, ni de divulgar después de manera fidedigna, lo que esos cuantificados con rigor realmente significan. Pero cuando dicho esfuerzo se asume y la complejidad de los números es desentrañada ante la vista de los c adquieren un conocimiento impagable y poco común sobre cuál es la verdadera situación de los servicios sociales que la Administración realiza, la evolución de los problemas que la comunidad de manera cotidiana afronta y un largo etcétera. Por todo ello, si el ejercicio del «periodismo de precisión» puede sonar en principio a fórmula excesivamente intelectual y sólo asequible a élites demasiado frías y alejadas del público común, a la hora de la verdad –y siempre que la divulgación de resultados se adapte a niveles populares o sencillos de comprensión–, presta un servicio de inestimable valor a los ciudadanos de a pie para no dejarse engañar o fascinar por las simples declaraciones ampulosas de los sujetos más estelares de la vida social (para un conocimiento de detalle del «periodismo de precisión, cfr. Meyer: ed. 1993; Dader: 1997). No en balde y tal vez sin ser conscientes de ello, quienes de manera más persistente y sistemática vienen practicando una de las variantes de este tipo de estrategia informativa son las revistas de consumidores con sus estudios comparativos de calidad y rendimiento de productos y servicios, que despliegan en tablas numéricas y en gráficos el mejor asesoramiento que un consumidor reflexivo pueda desear para ejercitar sus opciones de compra.


El «Periodismo de servicio» y el de «información movilizadora»

Tal y como ha quedado definido, el «periodismo de precisión» podría interpretarse como una variante técnicamente más sofisticada de un enfoque mucho más amplio y de múltiples opciones temáticas y metodológicas que recibe el nombre de «periodismo de servicio». La idea central de esta perspectiva consiste en ofrecer a los lectores y audiencias de los medios un tipo de informaciones y contenidos de orientación esencialmente práctica y encaminada a facilitar a los ciudadanos o consumidores los datos concretos con los que resolver las cuestiones cotidianas más variadas; desde conocer los trámites que hay que resolver para abrir un negocio o las gestiones requeridas para regularizar la situación de un inmigrante, a cómo montar y cuidar en casa un pequeño acuario de peces tropicales. En palabras de Metzler (ed. 1986), uno de sus teóricos contemporáneos más reconocidos, y según subscribe su principal divulgadora en España, Pilar Diezhandino (1993, 1994) el «periodismo de servicio» se ocupa de la información que la gente puede usar en sus vidas diarias. La información que significa mayor atención a cómo las noticias afectarán individualmente a sus receptores y cómo éstos pueden utilizarla para hacer frente a un problema, prevenirlo o resolverlo3.

El elemento de separación o contraste que este tipo de periodismo sostiene frente al que podríamos llamar convencional 0 de Producción mayoritaria, radica en el esfuerzo consciente del primero por alejar sus puntos de interés de exclusiva que el periodismo de corte convencional concede a la implicación política institucional o a los acontecimientos relacionados con las élites político-sociales y las celebridades de la vida pública –ya sean éstas del mundo del poder social o del espectáculo–. El «periodismo de servicio» entiende p lo que la gente corriente siente –aunque no llegue a manifestarlo–, cuando tiene delante un periódico o capta un programa de radio o televisión es que todo aquello que le cuentan puede sorprenderle o entretenerle un rato, pero en último extremo le resulta algo completamente ajeno a sus necesidades informativas vitales cambio, esa misma persona estaría tal vez más dispuesta a dedicar a los medios una parte mayor de su tiempo (mejorando así los índices de lectura de prensa y de audiencia), si pudiera esperar mayor cantidad de pequeñas y mejores informaciones prácticas acerca de infinidad de cuestiones que necesita saber para gestionar a diario sus diversas preocupaciones concretas (desde información de horarios de medios de transporte, cotizaciones de bolsa, estado de las carreteras, etc.).

Se podría replicar inmediatamente que todas esas informaciones de utilidad práctica son tan antiguas como el propio periodismo y todos los ejemplos citados y muchos más (carteleras de cine, programación televisiva, anuncios por palabras, actos culturales previstos para el día, noticia de las defunciones y nacimientos, etc.) ocupan buena parte de las páginas de los periódicos locales y nacionales, de los programas, de radio y, ya en menor medida, de las emisiones de televisión. Habría en efecto que admitir de antemano que los medios de información periodística (como campo más acotado dentro de los medios de comunicación de masas) siempre han ofrecido una doble orientación en sus contenidos: información de interés político social general, por una parte, e información práctica y de servicios para solventar necesidades inmediatas individuales para el desenvolvimiento personal cotidiano.

Ante esa observación, los promotores de esta corriente advierten enseguida, como hace Diezhandino (1993:123), que no debiera confundirse el periodismo de servicio con otro más tradicional de servicios; si bien el segundo formaría parte o supondría un primer nivel del primero. Dicha autora aclara, en efecto, que si bien la información práctica sobre usos y servicios tangibles y de aprovechamiento inmediato están incluidos en su campo de atención, «el servicio, en singular, es más abstracto, complejo y abarcador. Puede incluir servicios pero no se limita a ellos. Una información servible, aprovechable. utilizable, provechosa. puede ser tangible o no, material o inmaterial...». Los rasgos anteriores permiten presentar al «periodismo de servicio» como un movimiento regenerador y crítico (si bien sus primeras formulaciones y actuaciones estratégicas organizadas datan de finales del siglo =, como han reconstruido detenidamente los especialistas citados), por el que, sin negar todo ese espacio ya existente en los medios convencionales para ese tipo de «servicios informativos», pasa a reivindicar como mínimo tres cosas:

1) Mayor calidad, extensión y dignificación profesional para esas secciones que a menudo son consideradas como «residuales» o «pies forzados», despreciando el hecho de que muchos ciudadanos en realidad sólo compran el periódico o conectan con un determinado medio audiovisual para consultar algunas de esas informaciones «de servicios». 2) Que la galería de datos de servicio práctico que un medio informativo podría ofrecer a su público no se agota con las secciones fijas antes mencionadas, por lo que ese público podría sentirse mucho más satisfecho en caso de poder localizar otros espacios, con carácter permanente o coyuntural, que le ayudaran a resolver muchas otras cuestiones perentorias que no se limitan a un simple listado, de horarios (desde consejos para realizar la declaración de la renta, información sobre precios orientativos de los restaurantes locales y un largo etcétera) y 3) y fundamental: Que el concepto de información de servicio no debe estar reñido ni disociado del de información de actualidad y relevancia general. En este último aspecto se trata de plantear que la percepción tradicional del periodismo y la comunicación de masas parece trazar una línea divisoria radical entre los contenidos que pertenecen al ámbito de la «gran información» (ya sea ésta de contenido serio o de entretenimiento) y la «pequeña información» que es presentada explícitamente separada y hasta situada, por lo general, en la parte final o residual de periódicos, revistas y programación audiovisual. Frente a esa tendencia clásica, el «periodismo de servicio» reivindica también una fusión o coordinación con la información de actualidad general, de manera que la noticia o reportaje que explica una serie de circunstancias de gran relevancia general (como los destrozos causados por un terremoto o el procesamiento de un expresidente de gobierno) podría ir acompañada de cuadros de complemento donde se detallen, desde los números de cuentas corrientes en los que cabe hacer donaciones de ayuda a los damnificados, síntesis del proceso a seguir para solicitar la adopción de niños desamparados por la catástrofe, etc. –para el primer ejemplo–, hasta teléfonos de contacto o gestiones a realizar para el caso de estar interesados en personarse en el procesamiento citado arte de la acción popular.

En este punto surge la vinculación entre el «periodismo de servicio» y el de «información movilizadora», ya que ésta consistiría en la presentación de cualquier tipo de dato práctico explícito que permite al público realizar él mismo actuaciones directas. James Lemert (1981), quién mejor acuñó y desarrolló teóricamente este concepto denunciaba que la mayor parte de las noticias y reportajes redactadas al estilo tradicional precisamente prescinden –y a menudo de manera consciente y premeditada–, de cualquier referencia concreta que pudiera permitir a los ciudadanos pasar a la acción tras enterarse de unos hechos. En realidad, señalaba este autor, (ed. castellano: 107) «las prácticas tradicionales periodísticas desalientan la participación en el marco de la influencia» (es decir, en el terreno real de la acción social posible de los individuos). Si se informa, por ejemplo, de un conflicto vecinal por supuesta deficiencia de unos departamentos del Ayuntamiento, el ciudadano que lee la información encontraría de utilidad que se le diera la dirección y teléfonos del Ayuntamiento donde poder presentar sus reclamaciones, o la de los líderes vecinales con los que ponerse en contacto para aportar su apoyo o manifestar su discrepancia –en caso de ver la situación en sentido adverso a éstos–.

El propio Lemert advierte que la larga tradición según la cual el profesionalismo de los periodistas se manifestaría precisamente en su alejamiento de cualquier forma de implicación o toma de partido ante los hechos que se cuentan, ha sido siempre contraria a facilitar que su trabajo fuera visto como una forma de agitación social, facilitando a los ciudadanos vías concretas de intervención tras la recepción de noticias. En consecuencia, la mayor parte de las informaciones de actualidad tienden a omitir los números de teléfono de los despachos oficiales en los que se podrían expresar unas reclamaciones, el detalle de las gestiones concretas a realizar para presentar un proyecto de iniciativa legislativa popular, los horarios de atención al público y requisitos adicionales de contacto del Defensor del Pueblo o de sus equivalentes regionales y locales, y un largo etcétera. Buena parte de las informaciones de actualidad general que ofrecen los medios son susceptibles de ser enfrentadas a preguntas concretas para que los ciudadanos interesados puedan localizar e identificar recursos sociales e institucionales con los que ser algo más que meros espectadores desmotivados y lejanos que se limitan a leer o escuchar el resumen de los conflictos y circunstancias de los vecinos de su propio barrio como si estuvieran contemplando un cómic japonés sobre «Las MI y Una Noche? Efectivamente con ese tipo tradicional de informaciones el relator-periodista podrá dejar bien a salvo su condición de mero testigo aséptico, pero el consumidor de noticias no pasará de realizar un acto de simple consumo estético –placentero o masoquista según las características de lo vicariamente contemplado–, pero completamente desvinculado de su propia actividad como ciudadano. Como recalca Lemert, sin información movilizadora muchos asuntos de interés práctico para los ciudadanos no pueden ser rectificados por éstos: «Infinidad de automovilistas pasando todos los días cerca de una gran fábrica generadora de grandes dosis de humos contaminantes, (... ) si los viajeros supieran al menos el nombre de la fábrica –a la cual casi nunca se menciona por su nombre en los medios informativos– se sentirían más capaces de quejarse de ella (... ) El nombre y ubicación de la fábrica constituyen un tipo de información movilizadora» (Lemert, ed. cast: 121-122).

La exigencia de información movilizadora se revela pues como una opción bien concreta de facilitar al público una aplicabilidad y utilidad inmediata en la información de actualidad social y política que los medios difunden a diario.

 

Periodismos de «anticipación», «estratégico o de perspectiva» y de «soluciones»

Otra de las fórmulas propuestas para luchar contra un periodismo concebido como simple objeto de consumo intrascendente es la defendida y puesta en práctica a finales de los años ochenta por un periodista suizo y hasta entonces director del más prestigioso diario de su país, el «Journal de Genève», quien abandonando su antigua y cómoda posición, puso en circulación una revista bimestral, «Le Temps Strategique», comprometida con esta nueva visión alternativa del periodismo.

Claude Monnier (1988:50) criticaba que el mensaje periodístico, originalmente concebido para un público con motivaciones socioculturales, se había transformado «en un producto destinado a consumidores –y no precisamente a consumidores de ideas, sino a consumidores de televisión, de chalets en el campo, curas de adelgazamiento y relojes digitales». Expresaba así en su máxima exacerbación la contraposición denunciada al principio de este artículo entre ciudadano y consumidor, pues entendía este periodista que ambos términos se refieren a aspectos vitales a menudo incompatibles. Reivindicando sin embargo la posibilidad de un consumidor crítico e inteligente, que por serlo adquiere auténtica categoría de ciudadano, el giro en el trabajo periodístico que propone Monnier se presenta como una significativa opción para lograrlo:

Lo que él ha llamado periodismo «estratégico», «de perspectiva» o «de anticipación», según diferentes momentos de su exposición, consistiría en comprometerse a explicar las tendencias de largo recorrido y la esencia global de los procesos sociales y políticos, en lugar de limitarse a la rutinaria exposición de las anécdotas o los detalles particulares que se acumulan a diario en las informaciones difundidas por los medios, sin que el público ni los profesionales sean capaces de entresacar clave orientativa alguna sobre el significado profundo de la evolución de los acontecimientos. Se trataría, por el contrario, de elaborar reportajes y análisis en profundidad destinados a indagar y conectar las causas más profundas y remotas de los conflictos y procesos sociales y políticos, con vistas a apuntar las consecuencias y evoluciones que cabria esperar a largo plazo. «Este periodismo estratégico –escribía Monnier, 1988:54–, (... ) debe tener la ambición, a mi juicio, de proporcionar a los lectores los medios para entender lo que les pasa y lo que le pasa al mundo y percibir el sentido genérico de los acontecimientos particulares (... ) La función del periodista estratégico se parece a la del navegante, que en pleno océano, cuando la tempestad sacude la nave como una paja en el viento y todo el mundo a bordo está mareado, determina la posición del barco, traza la ruta a seguir y piensa en el puerto seguro, aunque se halle a muchos días de distancia».

Un periodismo de tales Pretensiones no sólo resulta arriesgado por las dosis adicionales de perspicacia intelectual y vasta cultura relacional que exigiría a sus practicantes. También requiere un tipo de medios más sosegados –semanarios o revistas de periodicidad como mínimo mensual, que también podrían ser audiovisuales– y públicos menos ansiosos por la «rabiosa actualidad» y más interesados en percibir el bosque en lugar de la fácil fascinación de algunos árboles aislados que se superponen unos a otros a una velocidad relampagueante. Pero se enfrenta además al riesgo de convertir el periodismo explicativo o interpretativo en un mesianismo de dictámenes y recetas que, a parte de su paternalismo intelectual y potencialidad manipuladora, el paso no demasiado largo del tiempo podría revelar de una equivocación patética (como cuando todos los analistas internacionales seguían hablando de la irreductible pugna entre el capitalismo occidental y el bloque soviético y éste se derrumbaba poco después como un azucarillo). Sin embargo, cuando el atrevimiento por apuntar explicaciones sólidas se aúna con la humildad intelectual, la flexibilidad cultura¡ y el riguroso ejercicio de la coordinación de datos significativos, los resultados obtenibles pueden deparar a los ciudadanos informaciones de apoyo mucho más atractivas y útiles que la monótona sucesión diaria de declaraciones, comunicados y anecdotarios.

Esa fue, desde luego la apuesta asumida por la revista «Le Temps Strateguique», a medio camino entre la colección de unos cuantos reportajes en profundidad, con sus correspondientes columnas y recuadros de documentación y explicación complementaria, y la recopilación de ensayos semiacadémicos –pero de estilo muy sencillo y divulgativo–, sobre un tema o problema monográfico. Algo parecido a la revista suiza es la propuesta de la publicación cuatrimestral española «Política Exterior», –con unos doce años ya de vida–, dedicada como su nombre indica a cuestiones internacionales, más vendida por subscripción o en librerías que en kioskos de prensa y claramente destinada a un público minoritario y muy especializado (diplomáticos, estudiantes de relaciones internacionales, etc.). Si el caso suizo rozaba ya las fronteras del periodismo por su condensación de la fórmula y su alta periodicidad, el ejemplo español podría incluso ya considerarse casi al margen de lo propiamente periodístico (salvo en su dedicación a una de las preocupaciones clásicas de éste: la actualidad internacional), puesto que los autores de los artículos en este caso resultan ser, casi exclusivamente, expertos de organizaciones internacionales, académicos o altos funcionarios. La idea original de Monnier y su «Le Temps Strateguique» era que este tipo de descripción y análisis de la actualidad fuera realizado desde la perspectiva periodística y por profesionales de la misma, si bien, eso s~ rodeados de cuantos colaboradores y documentación de expertos fuera necesaria para tratar los temas desde el conocimiento vasto y profundo y no simplemente desde las impresiones apresuradas y los estereotipos populares que suelen consistir la parte principal del bagaje intelectual de buena parte de los periodistas convencionales.

Aun así, el loable esfuerzo desplegado por Monnier y su equipo –del que en este momento quien esto escribe no tiene constancia de su continuidad–, habría de chocar siempre con la limitación de un público minoritario por el alto coste del producto, y una gran fragilidad empresarial derivada de lo anterior. Una opción menos radical aunque igual de exigente en su elaboración sería la de preparar páginas especiales o documentales audiovisuales extraordinarios difundidos cada cierto tiempo en los periódicos y cadenas audiovisuales tradicionales. Sin embargo, dado que los autores de estos reportajes no suelen disponer de la exigente formación intelectual requerida, buena parte de lo que bajo tales etiquetas aparece de tarde en tarde en los medios no pasa de ser reportajes recopilatorios de similar enfoque impresionista, y elemental acumulación desorientada de declaraciones y observaciones dispersas.

Por el contrario, y sin abandonar el objetivo central del enfoque estratégico o de perspectiva, resulta muy prometedor para el acercamiento a un público general y para la implicación de los movimientos populares de consumidores, la nueva corriente que comienza a prosperar en algunos espacios de todo tipo de medios estadounidenses, desde los más célebres, como el boletín de noticias de la «ABC» con Peter Jennings al «Los Angeles Times» hasta las revistas más intelectuales o de corte minoritario, y que ha recibido el nombre de «periodismo de soluciones» (cfr. Benesch: 1998).

La nueva orientación en auge –y que el tiempo dirá si se consolida–, parte también de la base de que las noticias convencionales servidas por los medios sólo posibilitan la contemplación asombrada u horrorizada de las audiencias, pero en cualquier caso no ayudan a éstas ni a resolver sus problemas ni a intervenir en la solución de los del resto de la sociedad. Frente a tal situación de estancamiento informativo y pasividad social los promotores del «periodismo de solucione? buscan contar las alternativas que funcionan o han demostrado en algún lugar quebrar positivamente los estados de fatalidad aparentemente irresoluble; desde qué se puede hacer para luchar individual y colectivamente contra la obesidad (como imponer incrementos fiscales a los fabricantes de alimentos que utilicen grasas baratas perjudiciales), a programas de integración social de expresidiarios mediante la constitución entre ellos de una cooperativa de restaurantes y cadena de tiendas de diverso tipo institucionalmente subvencionadas (por citar sólo un par de ejemplos reales ilustrativos, del referido artículo de Susan Benesch).

Este «periodismo de solucione? se plantea, en palabras d representantes, proporcionar al público «ayuda» y «esperanza», en sumido en el pesimismo o la perplejidad habitual que tras la típica frase de «así está el mundo y así se lo hemos contado», suele quedar después de una sobre guerras, corrupción política, sucesos violentos y conflictividad institucional, suavizado si acaso por el relato de algunas gestas deportivas y algunas imágenes de anécdotas amables o detalles del mundo del espectáculo. Esta otra forma de enfrentarse a la actualidad pretende por el contrario abandonar la machacona errores, las faltas, los fracasos o los desastres de los países o sus sociedades, intentando en cambio informar de las iniciativas puestas en práctica con éxito, e i para solventar todo tipo de problemas. Los profesionales que empiezan a proliferar en esta dirección consideran que si a la gente corriente le llega información de este tipo, muchos estarán dispuestos a imitar en su barrio o en su entorno el tipo de soluciones que otros practican, recuperando otra vez, aunque por distinta vía, la idea ya enunciada del «periodismo de servicio».

Los partidarios del «periodismo de soluciones» son conscientes del riesgo de caer en una información ñoña y almibarada, al tiempo que intrascendente –«como una especie de abuelitas que ayudan a bajar gatitos de los árboles», escribe Benesch (1998:38), Asimismo, una información de recetarios simplistas y carentes de rigor podría incitar a la gente a actuaciones personales o colectivas descabelladas. Por ello insisten en que sus reportajes no están exentos de dureza crítica ni de una comprobación minuciosa de cuantas más y más complejas evidencias puedan incorporar a sus informaciones. Pero además de eso ironizan acerca de que muchos periodistas convencionales no sienten el menor malestar cuando se equivocan en sus informaciones sobre desastres y supuestas actuaciones ¡lícitas, causando a veces un tremendo daño a los implicados, y, por el contrario, sienten pavor ante la posibilidad de equivocarse mostrando un exceso de optimismo y confianza a favor de cualquier síntoma esperanzador. Por encima de tales peligros –y aplicando las garantías necesarias para evitarlos–, periodistas como Jay Walijasper, de la revista «The Nation», declaran que es importante transmitirle a la gente la sensación de que todo eso que aparece en los medios no siempre será lejano o intrascendente.

La pretensión de que estas reorientaciones del periodismo ejerzan una función de previsión o anticipación admite a su vez una variante de concepción muy simple pero escasa presencia en nuestros medios (salvo en algunas realizaciones del ya mencionado «periodismo de precisión»), que consistiría en elaborar reportajes sobre cuestiones de potencial conflictividad social cuando todavía no son noticia; es decir, se intuye que el estado de ciertas infraestructuras, el cumplimiento de ciertos requisitos legales o el funcionamiento de ciertos servicios, tal vez no es el adecuado, a pesar de que ningún organismo o hipotético grupo de afectados pudiera estar llamando ya la atención sobre el asunto. El enfoque anticipatorio consistiría en este caso en que el periodista invirtiera su habitual actitud reactiva ante lo que instituciones, individuos o el propio curso de los acontecimientos ya desencadenados en situaciones críticas o catastróficas, suelen poner delante de su vista. Se trataría por el contrario de que el periodista tomará la iniciativa –a riesgo de nuevo de importunar los manuales de clasicismo profesional en los que se excomulga cualquier apariencia de beligerancia o implicación personal–, y decidiera no esperar a que sea demasiado tarde como para que haya estallado en todo su escándalo la noticia de una corrupción administrativa o un suceso desastroso por acumulación crónica de negligencias haya culminado con una serie de muertos.

Tal y como hace varios años tuve ocasión de plantear en otro escrito (Dader: 1982), es necesario e inevitable que el periodismo denuncie a diario las negligencias y errores que han podido provocar el último accidente industrial o desastre de gestión con sus correspondientes secuelas de afectados e impactantes reacciones de dolor o de rabia. Pero la crónica negra de hechos tan luctuosos como la explosión de un camión cargado de gas propileno que abrasó en cuestión de segundos a 200 personas en el camping de «Los Alfaques» en 1978, el incendio del Hotel «Corona de Aragón» en 1979 con sus 89 muertos, o la triste sucesión de fallecidos por el envenenamiento por «aceite de colza» a partir de 1981 (por limitarme a recordar los analizados en el referido artículo) no tendría inexorablemente que limitarse a contar y criticar el último ejemplo de incompetencia culpable en espera del siguiente. Algunos medios o todos de vez en cuando, al menos, podrían practicar, por el contrario, un periodismo de fiscalización previa de posibles focos de futuros accidentes.

Es habitual que, cuando se desata la tragedia, el periodismo y los ciudadanos miren de inmediato a su alrededor buscando –y encontrando–, la normativa incumplida, la administración negligente o la falta de regulación de una actividad susceptible de afectar la salud o la integridad de las personas (en el momento de redactar estas líneas la muerte de una automovilista en una calle de Madrid, aplastada por el desprendimiento de una cornisa, saca a la luz que el edificio del Teatro Calderón causante de la desgracia, además de otras deficiencias carecía desde los años 60 de la correspondiente licencia de actividad y disponía de una instalación eléctrica que no había sido modificada desde su construcción ¡en 191V). En consonancia con lo ya expresado desde opciones críticas anteriores cabe preguntarse de qué le sirve a los afectados la narración periodística de lo ocurrido. Algunos responderán que el conocimiento de lo sucedido ayudará a que las autoridades y los ciudadanos tomen conciencia e incrementen su sensibilidad para evitar que vuelva a repetirse nada semejante. Sin embargo es posible asumir otra actitud mucho más útil, consistente en la prevención informativa cuando los focos de riesgo aun no constituyen noticia. ¿Cuántos hoteles de cada ciudad tienen en perfecto estado sus extintores o no estarán decorados con moquetas de demostrada toxicidad en caso de incendio? ¿Cuántos establecimientos de gran concentración de público cumplen las pertinentes normativas de insonorización, limpieza de ventilación o restantes garantías de sus infraestructuras?

Hay toda una larga batería de reportajes que proponer a nuestros periodistas, ~ sobre todo para esos períodos vacacionales en los que las habituales fuentes institucionales desaparecen y los profesionales de la información dicen que apenas hay noticias relevantes–, y que pocas veces aquéllos se atreven a emprender por culpa de esa nefasta rutina según la cual el periodista debe esperar a «tener una percha» en los asuntos ya de actualidad o una fuente externa que le permita actuar de relator no involucrado. Sabido es que muchas organizaciones y empresas se sentirán indignadas ante la sola pretensión de unos periodistas-agoreros empeñados en revisar –»sin venir a cuento»– el estado y garantías de mantenimiento de un gran número de servicios e infraestructuras de manejo cotidiano. La sola idea de atreverse a inspeccionar si todo funciona correctamente será contemplada como una espuria intención de perjudicar a los fiscalizados (como si la positiva intención de preservar a los usuarios no fuera verosímil en un mundo de segundas y maléficas intenciones).

Tal vez por el tipo de razones apuntadas –más otras de pereza mental y mejor adaptabilidad a las rutinas de seguimiento de lo que la actualidad vomita por sí sola sin requerir estímulos adicionales–, el periodismo convencional no suele realizar con asiduidad ese tipo de fiscalización anticipatoria. Pero sin negar que de vez en cuando, los medios de información general acogen en sus páginas trabajos de este tipo, han sido precisamente las revistas de las organizaciones de consumidores y usuarios las que de forma más habitual se han dedicado a idear, elaborar y dar a conocer diferentes tipos de estudios comparativos que inspeccionan mediante pruebas técnicas objetivas –según una de las líneas propugnadas por el «periodismo de precisión»–, el grado de calidad o rendimiento, así como de deficiencias de funcionamiento de diferentes bienes y servicios. La labor informativa de las revistas especializadas en consumo resulta sin duda de gran utilidad en este terreno, pero su propia actividad podría llevar a muchos practicantes y seguidores del «gran periodismo» a extraer dos conclusiones claramente rebatibles: En primer lugar que puesto que tales revistas ya se encargan de realizar dicha tarea de análisis especializado, resultaría innecesario que los diarios y boletines de información general hubieran también de ocuparse de organizar y elaborar ese tipo seguimientos. En segundo lugar, y como consecuencia de la anterior, que no toda información de utilidad social compete al periodismo y a los medios de comunicación de masas, debiendo éstos concentrarse en la descripción de los grandes asuntos políticos y socioeconómicos y dejar esos otros terrenos de la inspección anticipatoria o indagatoria a los grupos directamente interesados en el conocimiento especializado y no masivo.

Considero rebatibles tales conclusiones por lo que tienen de –restricción de la comunicación social de gran circulación al elitista e incluso políticamente superfluo mundo de las declaraciones oficiales y las actuaciones de los protagonistas reconocidos de la vida pública. Pero además de eso, porque suponen el abandono de una rica veta de investigación periodística que, no sólo es capaz de contribuir de manera directa a la mejora de las condiciones de vida de la gente corriente, sino que además puede levantar cuestiones de gran trascendencia institucional –con todo tipo de derivaciones para el periodismo de batallas políticas–, en caso de ser llevadas al foco de máxima atención mediática.

Un ejemplo muy ilustrativo de dicha potencialidad es el suministrado en el primer trimestre del año 1998 por una investigación y divulgación informativa llevada relativamente a medias entre un redactor del diario «El País» (Miguel González) y la Organización de Consumidores y Usuarios sobre la demostración del fraude generalizado en los dispositivos de medición del combustible en las gasolineras, inicialmente detectado en la Comunidad de Madrid y luego también observado en toda España: El lunes 12 de enero esa organización hacía público un estudio realizado por sus propios técnicos y limitado a una muestra de gasolineras de Madrid y alrededores por el que se demostraba que en bastantes de ellas –y especialmente la casi totalidad de las pertenecientes a una misma empresa familiar– utilizaban contadores trucados que expedían menor cantidad de combustible de la reflejada ante la vista de los consumidores. El escándalo fue monumental y a lo largo de varios meses las páginas y boletines audiovisuales de máxima audiencia fueron desgranando con extensión y cobertura preferente los sucesivos episodios que fueron involucrando a inspectores de los organismos oficiales que previamente avisaban de su visita a las gasolineras que habían de revisar, los parlamentos y gobiernos regionales que protagonizaron duras batallas para dirimir responsabilidades, las actuaciones judiciales y un largo etcétera que ha supuesto una transformación radical de los sistemas de seguridad de medición en los contadores de combustible y en los procesos de inspección de todo el sector (cfr. entre otros, Miguel González: 1998, a y b).

Sólo lo ya narrado hasta aquí debiera ser prueba suficiente de cómo la investigación y acción informativa de anticipación de una asociación de consumidores puede en ocasiones merecer un «pulitzer» periodístico si aquí se concedieran premios semejantes. Pero otros datos adicionales ponen de manifiesto que cuando el periodismo convencional intenta entrar en terrenos de la repercusión social e institucional que el caso demostró luego tener, su falta de reflejos y de asignación de recursos a la simple tarea de comprobación de campo con un recipiente homologado (aunque encubierto)y toda la capacidad de iniciativa y esfuerzo de investigación personal desarrollado por un periodista particular (en este caso Miguel González) se ve limitado por la falta de reflejos de esa organización periodística convencional y te incapacita para obtener por sí sólo y en exclusiva una de las noticias de mayor cantidad de cobertura informativa de todo un año. Efectivamente lo sucedido en este caso es que un periodista de un diario nacional había recibido revelaciones suficientemente fiables sobre el fraude de gasolina, especialmente intenso en los surtidores de una determinada empresa. Pero al no poder montar por sí mismo, o con la ayuda de su periódico, la operación de comprobación empírica con la que obtener pruebas irrefutables del fraude, hubo de recurrir a la citada organización de consumidores para llevar a cabo una tarea de «periodismo de precisión» que desde luego ninguno de los medios estadounidenses habituados ya a esta línea de trabajo hubiera dejado escapar de su pleno control.

Así lo venían a reconocer de manera velada los responsables de la mencionada organización cuando en una «tribuna» también publicada en el diario «El País» declaraban «Cuando la OCU se plantea realizar esta tarea, lo hace saliéndose de su método habitual de trabajo (es decir, haciendo suya una iniciativa ya en marcha)» (Múgica/Del Real: 1998) y poco tiempo después una explicación no firmada de la revista de la propia organización, ratificaba: «La OCU tenía en la mano una información con garantías suficientes facilitada por un periodista, en el sentido de que esos errores se venían produciendo y que, además, se podían estar dando en el grupo de empresas Villanueva. (...) Con esta información y con el fin de comprobar si se trataba de un error más generalizado, la OCU realizó una selección al azar de 21 gasolineras de Madrid y su entorno... « (Compra Maestra, 1998).

Trabajos como el relatado muestran en toda su intensidad los beneficios para la gente corriente de esta estrategia considerada ya como plenamente periodística y no sólo como una actividad informativa colateral. Pero el aprovechamiento de la misma no tiene tampoco por qué circunscribirse a las temáticas de garantías de bienes y servicios, sino que resulta igualmente echada en falta en el campo de la alta política por quienes entienden que el seguimiento periodístico de aquélla no debiera quedar reducido al informe posterior sobre acontecimientos ya irremediables. Como escribía Robert Entman (19894-5) «la visión convencional señala que la denuncia periodística de escándalos como la Guerra del Vietnam o el Watergate demuestra el vigor de la prensa independiente y su papel de vigilancia. Pero la misión de la prensa independiente debiera ser el prevenir, el evitar que las autoridades pudieran perjudicar a la sociedad y dañarse a sí mismas. No se trata de dejarles ahora que lleven el país al desastre y hacerles pagar luego por ello. Es cierto que el periodismo realizó una inspección retrospectiva en muchos de esos casos, lo cual es mejor que nada, pero es bastante menos de lo que los ideales del papel democrático del periodismo independiente suponen (... ) En la mayoría de esas situaciones el periodismo falló a la hora de investigar los signos nacientes de que algo empezaba a corromperse».

 

Periodismo «cívico» o «público»

Precisamente ese mismo sentimiento de malestar acerca del servicio que las informaciones periodísticas realmente aportan al ciudadano para su participación consciente y responsable en la vida democrática, está en el origen del movimiento que pone punto final a la panorámica de estrategias alternativas aquí reunidas: el «periodismo cívico», «público» o «comunitario». tal y como diferentes promotores y profesionales le han ido denominando (cfr. Rosen y Merrit: 1994; Merritt: 1995; Charity: 1995; Black: 1997; entre otros).

La reflexión autocrítica de muchos periodistas estadounidenses, descontentos por igual con el oficialismo y asepsia displicente del profesionalismo rutinario y con el mercantilismo y sensacionalismo del «infoentretenimiento», había ido madurando en tomo a las reflexiones de las escuelas de periodismo o mediante libros como el ya citado de Robert Entman («Democracy without Cilizens») o el considerado por muchos aldabonazo directo del periodismo cívico: el libro del experto en sondeos y estudios de opinión pública, Daniel Yankelovich, titulado «Coming to Public Judgment: Making Democraey Work in a Complex World» (1991). Una de las ideas centrales de este último ensayo es que la deliberación razonable no puede florecer en el actual clima social en el que los gurús televisivos (o radiofónicos) se chillan unos a otros, los políticos se lanzan fango entre ellos y cada oponente pinta a su adversario como estúpido, venal o movido por intereses inconfesables. En dicho libro y en el pensamiento que a partir de otros similares se desarrolla, se vuelve a poner de manifiesto la vieja conexión ilustrada entre madurez política e información amplia y profunda suministrada por los periodistas. Por ello, una serie de profesionales de los medios dispersos por todo el país empiezan a preguntarse cómo podría el periodismo contribuir mejor a que los ciudadanos adopten decisiones inteligentes sobre los asuntos públicos, suministrándoles además los instrumentos de apoyo necesarios para intentar resolverlos.

El catalizador definitivo de un movimiento profesional organizado, a partir de esas preocupaciones, se produce en 1992, cuando una fundación dedicada a estimular ideas renovadoras sobre la democracia (la Kettering Foundation, de Ohio) invitó a Jay Rosen, Davis Merritt y algunos otros periodistas que ya habían expresado opiniones críticas en la dirección comentada, a celebrar un encuentro de partida desde el que empezar a dar formar a un proyecto con viabilidad de implantación en las redacciones de trabajo.

A partir de ahí, el movimiento se ha ido extendiendo con rapidez y notable éxito entre los profesionales norteamericanos, instalándose sobre todo en los medios de cobertura local, –por las características específicas que enseguida serán expuestas, pero teniendo también presencia y reconocimiento en otros medios de cobertura regional o nacional. Los planteamientos o definiciones centrales de esta nueva orientación coinciden también con el llamado «periodismo de solucione? en «ayudar a la gente a encontrar soluciones a sus problemas» (cfr. Stecle: 1995), pero a diferencia de esa otra corriente paralela, pone el énfasis en acercarse primero a los ciudadanos para averiguar qué es lo que de verdad les preocupa o por lo que se sienten realmente concernidos. En palabras de otro periodista, citado por el autor antes señalado, «se trata de informar en los medios del repertorio de temas que están en la agenda de la gente, lo que no necesariamente coincide con la agenda de temas que está en la mente de los periodistas».

Para lograrlo, los periodistas cívicos o públicos consideran vital el desarrollo de estrategias que permitan escuchar ampliamente a los miembros de la comunidad. La participación de lectores, oyentes y espectadores en los programas y páginas de los medios es una vía obviamente fomentada, pero pretendiendo ir mucho más allá M socorrido y manido recurso de las llamadas de la audiencia o las cartas de los lectores. Las encuestas acercan de las preferencias y opiniones de la audiencia sobre diferentes temas son otro recurso, pero también se le considera estereotipado e insuficiente para conocer a fondo la forma de pensar de los distintos grupos e individuos de la comunidad, procurando además implicarlos en el seguimiento y análisis de los temas que irá presentando el medio de comunicación. Para dar el salto definitivo hacia una comunicación fluida de los profesionales de los medios con los ciudadanos de su comunidad, superando el rígido y mercantilizado circuito de emisores/vendedores de un producto-usuarios/consumidores de un objeto envasado, el periodismo cívico propone la organización constante de mesas de debate y grupos de discusión, en la sede del propio periódico o emisora de radiotelevisión, o en los centros vecinales de los barrios, para debatir ampliamente con los individuos corrientes o con los líderes de grupos afectados, los diferentes aspectos de los temas que se convierten en centro de noticia o suscitan la polémica.

Si por ejemplo, un barrio ha sufrido un asalto en una escuela, la filosofía del periodismo cívico implica no limitarse a dar la noticia, con todo tipo de aspectos emocionales y de impacto, de las peripecias del suceso, el número de heridos o de muertos y las reacciones dramáticas de los afectados momentos después de los hechos. De lo que se trata es de intentar profundizar en las causas o factores que intervienen en la proliferación de la violencia, las condiciones de vida y de funcionamiento de las instituciones en la zona afectada, etc. Y para ello, se pretende, no visitar el barrio sólo en el momento crítico de unos hechos, desapareciendo de allí hasta la próxima ocasión en que vuelva a ser noticia, sino fomentar la creación de lazos entre la propia comunidad y de ésta con los responsables de las instituciones y de todos ellos con su medio de comunicación más cercano, constituido en punto de encuentro y divulgador posterior de los resultados y evolución de dichos encuentros.

Para el periodismo cívico o público, uno de los síntomas de la destrucción del sentimiento de ciudadanía es la apatía que la gente común siente por igual ante las instituciones públicas y ante los medios de comunicación: tiende a considerar a unos y a otros como entidades distantes con las que sólo cabe esporádicamente entrar en contacto –para resolver una gestión o para entretenerse un rato contemplando un espectáculo lejano, aunque trate exactamente de las mismas dificultades que padece quien contempla–. En sentido inverso esta corriente lamenta que para el periodista tradicional, la gente y la comunidad de ciudadanos no son más que la materia prima sobre la que él trabaja pero que, como aquel fotógrafo que sólo se ocupaba de obtener las mejores imágenes posibles de una niña agonizando de hambruna, desconecta de la misma en cuanto termina su jornada laboral. En contraposición a ello los partidarios de este otro periodismo consideran que el profesional de los medios ha de sentirse ante todo ciudadano –un ciudadano privilegiado con la oportunidad de hacer llegar su voz a todas partes– y como ciudadano ha de serlo «a tiempo completo; no puede dejar de serlo por horas o de forma intermitente.

Todo este cúmulo de objetivos y valores se intentan poner en práctica de la manera más práctica posible. Sin quebrar las necesarias rutinas de un trabajo profesional sometido a las lógicas de una industria y un mercado, entienden que el conjunto de la redacción de un medio puede experimentar una saludable reorientación introduciendo cuñas o aspectos de periodismo cívico en su quehacer cotidiano y en el seno de todas las secciones. Una vez establecido que lo único fundamental consiste en mantener un seguimiento de continuidad para los temas que más preocupan al público, manteniendo para ello abiertos y estimulados los cauces más intensos y ricos posibles de contacto, serán la oportunidad del momento y las características específicas de cada tema las que deberán guiar la imaginación profesional para dar entrada a la participación de la audiencia y para demostrarle a ésta que su periódico o emisora trabaja a su lado para reunir datos o poner en marchar proyectos de reforma social. Entre los proyectos concretos de este tipo llevados a cabo en estos últimos años por diferentes periódicos estadounidenses, pueden citarse, por ejemplo, los debates ciudadanos organizados por el medio correspondiente, antes del inicio de una campaña electoral, para recoger las preguntas y las quejas de los residentes en la zona y utilizarlas luego como preguntas que los periodistas transmitían a los candidatos ~o llegaban a hacer campaña al lugar. En otros casos, proyectos de reformas municipales de muy variado signo han sido sometidas por el medio a la discusión y contra propuestas de los residentes y afectados, utilizando diversas fórmulas –como grupos de discusión, envío de propuestas al periódico publicadas en una página especial a lo largo de varias semanas, etc.–, con las que se ha logrado que las autoridades revisaran sus planteamientos iniciales y acogieran una parte importante de las iniciativas ciudadanas espoleadas desde el medio.

Como síntesis final de las profundas revisiones que este periodismo alternativo quiere introducir, merece la pena citar las diferencias que Arthur Charity (1995:10) enumera entre la mentalidad del periodista convencional y el periodista cívico:

EL PERIODISTA CONVENCIONAL: 1) Cree que la tradición de la profesión es perfecta; de mejorar algo sería la práctica, 2) Experimentar tiene el peligro de cruzar la barrera ética, de caer en el sesgo, en la pérdida de rigor profesional estandarizado; además suena a moda pasajera, 3) Los medios y la vida pública ofrecen suficientes oportunidades de participación. Si la gente no los usa o sólo se queja es su problema, 4) Dar noticias es una profesión; los periodistas escriben periódicos, los lectores, no. Proponer a la gente que juzgue qué es noticia es una estupidez, pura demagogia, 5) Sería maravilloso que la vida pública fuera más plena e intensa. Pero queda fuera del papel del periodista el conseguir eso. Y hasta resultaría peligroso que éste creyera tener esta misión.

EL PERIODISTA CÍVICO: 1) Cree que algo de fondo tendrá que cambiar, porque el periodismo actual no funciona, 2) Ante eso, la experimentación y la creatividad son vitales. Las viejas rutinas, sagradas para muchos, han de moverse. Sin negar que el cambio debe mantener una guía ética, 3) Tal vez los ciudadanos deseen participar con más inteligencia en la vida pública, pero encuentran demasiados obstáculos en su camino, 4) Los ciudadanos merecen un papel más relevante en los propios periódicos y éstos no tienen tampoco por qué caer en la «pura estupidez», pero deben reorientarse hacia lo que preocupa a la gente, 5) Es preciso revitalizar la vida pública y el periodismo tiene la obligación de contribuir a ello.

El periodismo cívico ha levantado en los últimos años en Estados Unidos una amplia polémica (lo que a diferencia de países como España permite cuando menos decir que la profesión en su conjunto reflexiona de manera muy activa acerca de qué innovaciones sobre el sentido de la profesión cabe establecer), y de la misma forma que es fácil encontrar en sus trabajos periodísticos ejemplos de la citada propuesta, también se publican ataques furibundos contra él. Algunos como Hal Crowther (1997) le acusan de arrastrar demagógicamente a los medios a llenar sus espacios con «el balbuceo informe de excéntricos solitarios» y de negar el precioso espacio de unas cuantas líneas más por el que luchan los periodistas para poder contar con un poco más de detalle los asuntos verdaderamente decisivos de la vida pública, para entregar generosamente páginas y páginas para que la gente corriente las inunde con sus tópicos y conocimientos elementales sobre los problemas políticos y sociales. A este respecto será útil puntualizar que toda innovación tiene sus riesgos y sus exageraciones extremas y que, como ha advertido Philip Meyer (1996), el «periodismo público» o «cívico» podrá degenerar en una forma de adulación populista y carente de rigor informativo, o por el contrario ayudar con profesionalidad a incrementar la reflexión y el conocimiento que los ciudadanos puedan alcanzar de los asuntos de mayor relevancia social, política y económica. Para conseguir lo segundo hará falta que los mecanismos introducidos para escuchar mejor y vincular más a los ciudadanos con las plataformas de información y opinión que son los medios, se implanten sin renunciar a la información profunda y rigurosa elaborada por los propios profesionales, o la defensa de los análisis críticos y rigurosos elaborados por estos últimos. Pero hacer un periodismo de orientación profesional tradicional –mejorando también sus niveles de minuciosidad y ecuanimidad. no tiene por qué estar reñido, en beneficio de esa misma ecuanimidad, con mostrar mayor sensibilidad hacia el punto de vista y los procesos de preocupación y razonamiento cotidiano de los públicos a los que dicen querer servir los medios.

Por otra parte, una prueba bien elocuente de que la aportación del público no siempre es insensata o demagógica, ni que la perspectiva de los llamados profesionales resulta siempre más sobresaliente o imprescindible, la aportaba Thomas Patterson en su libro de 1993, «Out of Order». (cfr. Charity, 1995:33), mediante el simple ejercicio de comparar el tipo de preguntas que los periodistas realizaban en una rueda de prensa al presidente Bush sobre su campaña electoral y las que ciudadanos anónimos dirigían en la misma fecha al candidato Clinton mediante llamadas al programa de televisión de Larry King. Lo primero se supone que es enfoque profesional, lo segundo esa nefasta invasión popular del territorio de los expertos:

PREGUNTAS DE LOS PERIODISTAS A BUSH: 1) Ross Perot le acusa de esconderse frente a él, ¿estaría dispuesto a sostener un debate con él y con Clinton?, 2) ¿Considera aceptable que Perot pueda utilizar su enorme fortuna y sus gastos sin límite para alcanzar la presidencia?, 3) Usted dice que ha fallado en conseguir que se entendiera su mensaje, pero ¿no indican las encuestas un rechazo al propio mensaje?, 4) ¿No viene a indicar la tendencia de las encuestas que el pueblo americano esta buscando una alternativa frente a usted?, 5) Usted cuenta ahora con el apoyo de Pat Buchanan, ¿no será Perot el heredero del voto anti-Bush?, 6) ¿Comparte usted la idea de que Perot es alguien que si no logra que se actúe a su manera, abandona y se va a su casa?, 7) Si como parece, la Conferencia sobre el Medio Ambiente en Río le va a dispensar un recibimiento hostil, ¿por qué va a acudir?

PREGUNTAS DE LA GENTE A CLINTON: 1) ¿Cuál es su opinión sobre el acuerdo comercial con Méjico, 2) ¿Por qué no ha mantenido usted un encuentro con los directores de periódico de las comunidades negras y por qué no ha hablado usted con miembros de esas comunidades?, 3) ¿Daría usted dinero a Rusia?, 4) ¿Eliminaría los préstamos a Israel?, 5) ¿Cómo haría para lograr que nuestra economía resulte más competitiva, 6) ¿Ha cambiado su estrategia de campaña al acudir a progr. amas de preguntas y respuestas?, 7) ¿Qué rasgos buscaría usted en un candidato a miembro del Tribunal Supremo?

Un ejemplo aislado no puede nunca servir para construir una explicación general, pero es evidente que en ocasiones como la descrita, las preguntas surgidas desde la gente corriente pueden demostrar un sentido político mucho más profundo y pertinente que las estrategias y las escaramuzas maquiavélicas que muchas veces obsesionan a los periodistas haciéndoles olvidar la sencilla globalidad de los aspectos más esenciales del juicio político y social.

 

Una batería de operaciones para un ciudadano más exigente

La serie de alternativas al periodismo convencional expuestas hasta. aquí pretende mostrar al ciudadano en general y a los movimientos de consumidores y usuarios en particular que, además de los mecanismos de control social o reclamación ante los medios también descritos en la primera parte, el producto periodístico que se adquiere en nuestras sociedades avanzadas no tiene por qué estar restringido a un único y monocorde patrón, en el que el cliente sólo puede optar por comprarlo o dejarlo. Es fácil y usual decir que en periodismo está todo inventado, o que no existen distintos tipos de periodismo según una galería de adjetivos; sino tan sólo buen o mal periodismo. Sin embargo, el elenco de posibilidades mostradas –y que a su vez pueden luego ser combinadas y aplicadas de manera complementaria con las más tradicionales–, puede servir para alertar al consumidor de información mediática sobre qué otros servicios informativos podría empezar a exigir a los medios de comunicación de masas.

Lamentablemente nuestros profesionales no están a veces en condiciones de ofrecer otro tipo de productos periodísticos porque, a diferencia de otras sociedades de las que aquí queda reflejo, se han formado en una tradición excesivamente unívoca y convencional. Algunos de los movimientos mencionados en las páginas precedentes suenan algo en nuestras redacciones e incluso algunos periodistas intentar aplicar algunas de sus propuestas, pero por todo un conjunto de factores, que no es objeto de este artículo analizar, los profesionales y sus empresas no han configurado hasta la fecha movimientos profesionales organizados que asuman de manera decidida algunas de las reformas aludidas. Sin embargo, también en este terreno el público y las asociaciones de consumidores y usuarios tienen mucho que aportar. Los medios suelen decir que se dedican a dar lo que sus clientes les piden y su coartada es perfecta –Y el círculo, perfectamente vicioso–, porque si los públicos no conciben más alternativa que la estereotipada y rutinaria ración mediática que reciben a diario, sólo estarán en condiciones de comprar o pedir lo mismo de siempre, para comodidad de quienes todos los días rellenan el mismo formato con las nuevas anécdotas o hechos fortuitos que se ajustan a ese molde predeterminado.

En la medida en que las alternativas aquí descritas no son un invento o un etéreo deseo idealizado, sino que vienen respaldadas por ejemplos reales y prácticos, aplicados en una gran diversidad de medios y países, es posible que unos ciudadanos provistos de esta información empiecen a organizarse –mediante consejos de prensa, organismos públicos de participación, o sus propias revistas o espacios de radiotelevisión-–, para exigir y practicar diferentes formas de devolver al ciudadano su protagonismo en los medios; no sólo como el protagonista a veces desgraciado de unos hechos noticiosos, sino como el interlocutor respetado que es escuchado y tiene reservado un hueco para colaborar activamente en la dinamización de una comunicación social con garantías más estrictas de calidad profesional y mayor intensidad de participación democrática.

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Profesor Titular de Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (Dpto. Periodismo III) e imparte las materias de «Comunicación Política» y «Periodismo de Precisión». Anteriormente ha sido profesor Titular de Opinión Pública (Area de Sociología) en la mísma Facultad y en las de Ciencias Sociales de la Uníversidad de Salamanca (Licenciatura de Comunicación Audiovisual), Ciencias de la Información de la U. Pontificia de Salanunca (como profesor invitado) y en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. Ha sido también delegado de la World Association for Public Opinión Research (WAPOR) ante el Comité Internacional de Ciencias Sociales (ISSC) de la Unesco (1994-96), Ford Foundation Fellow and Visiting-Scholar en The Annenberg School. of Conimunications de la University of Pemisylvania. Desde su doctorado en Ciencias de la Infonnación (1980) ha ido desarrollando su especíalización en efectos políticos de los medios, tratamiento periodístico de encuestas, influencia mediática en la opinión pública y periodismo de precisión, entre otras, a través de diversos libros y publicaciones. Entre ellos: Periodismo y pseudocomunicación política (1983), Opinión pública y comunicación política (1990. Coautor con Mulloz Alonso, Monzón y Rospir), El periodista ante el espacio público (1992), Periodismo de precisión. La vía socioinformática de descubrir noticias (1997) y Tratado de comunicación política. Parte I (1998).


 

Notas

1 Estas asociaciones de consumidores de información y comunicación social han ido adquiriendo en algunos países auténtico rango de movimientos sociales con fuerte protagonismo y capacidad de presión mediante sus propias publicaciones o comunicados de amplio eco, tal y como describe Hugo Aznar (1999:190 y ss.). Pero el caso español, también descrito por el mismo autor en su reciente repaso de la situación, se sitúa aún muy lejos de tales grados de respaldo ciudadano y poder de atención.

2 Como información de síntesis sobre estos consejos puede merecer la pena recordar que el primer precedente que suele citarse es el Consejo de Prensa Sueco, de 1916. En Gran Bretaña y tras la recomendación a finales de los 40 formulada por una Comisión Parlamentaria, se crea el British Press Council en 1953, surgiendo una institución similar en Alemania Federal en 1956. En Estados Unidos se crean instancias locales de este tipo a finales de los años 60, llegando a constituirse el «National News Council» en 1973, que desapareció en 1984 sin haber contado nunca con demasiada popularidad ni con suficiente respaldo por parte de los principales medios. Por su parte, el citado consejo británico, tras una etapa de escasa incidencia social, fue reestructurado a fondo en 1991, con la formulación inclusive de un código de ética profesional de referencia para todos los medios del Reino Unido, y pasó a denominarse desde entonces hasta la fecha «Press Complaints Commission». La impresión compartida por los diferentes especialistas que han estudiado el funcionamiento de estas instituciones es que nunca han llegado a tener la capacidad de control u orientación ético-profesional que sus impulsores soñaron y el público general requería (cfr. al respecto, Hamon y Bertrand, 1977; Bertrand: 1977, 1981, 1991, 1992a,1992-b; Soria:1988; Bel Mallén:1991; Morgan:1991; Riclistad:1991; Merrill et al:ed. 1992; Echeverri: 1994; Ramos: 1996, y especialmente la exhaustiva revisión que sobre los Consejos de Prensa, «Ombudsmen» y otras figuras de participación social en los medios, acaba de publicar Hugo Aznar: 1999).

3 Otras definiciones muy utilizadas son por ejemplo la de B. Scott (1988): «infonnación útil, divulgada en el momento y medio adecuados. de forma comprensible y pensada para su uso inmediato por la audiencia». 0 esta otra de Diezhandino (1994:89): «Aquella información (... ) que no se limita a informar sobre sino para; que se impone la exigencia de ser útil en la vida personal del receptor, psicológica o materialmente (...). La información cuya meta deja de ser ofrecer datos circunscritos al acontecimiento, para ofrecer requestas y orientación».

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