EL CRIMEN DE LA GUERRA

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JUAN BAUTISTA ALBERDI

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INDICE
Capítulo I. Derecho histórico de la guerra
I. Origen histórico del derecho de la guerra.
II. Naturaleza del crimen de la guerra.
III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho.
IV. Fundamento racional del derecho de la guerra.
V. La guerra como justicia penal.
VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales.
VII. Solución de los conflictos por el poder.

 

Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra
I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión.
II. Los poderes soberanos cometen crímenes.
III. Análisis del crimen de la guerra.
IV. La unidad de la justicia.
V. La guerra como justicia.
VI. La locura de la guerra.
VII. Barbarie esencial de la guerra.
VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones, no las resuelve.
IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz.
X. El derecho internacional.
XI. El derecho de la guerra.
XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra.
XIII. El duelo.
XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir.
XV. Peligros del derecho de la propia defensa.
XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés.

 

Capítulo III. Creadores del derecho de gentes
I. Lo que es derecho de gentes.
II. El comercio como influencia legislativa.
III. Influencia del comercio.
IV. La libertad como influencia unificadora.

 

Capítulo IV. Responsabilidades
I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra.
II. Glorificación de la guerra.
III. Sanción penal contra los individuos.
IV. Responsabilidad de los individuos.
V. Responsabilidad de los Estados.
VI. El establecimiento de la responsabilidad individual.
VII. Prueba de guerra.

 

Capítulo V. Efectos de la guerra
I. Pérdida de la libertad y la propiedad.
II. Simulación especiosa de riqueza.
III. Pérdida de población.
IV. Pérdidas indirectas.
V. Auxiliares de la guerra.
VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra.
VII. Supresión internacional de la libertad.
VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la
paz.
IX. Guerra y patriotismo.

 

Capítulo VI. Abolición de la guerra
I. La difusión de la cultura.
II. Influencias que obran contra la guerra.
III. Autodestructividad del mal.
IV. Cristianismo. -Comercio.
V. Ineficacia de la diplomacia.
VI. Emblemas de la guerra.
VII. La gloria.
VIII. Gloria pacífica.
IX. El mejor preservativo de la guerra.
X. Influencia de las relaciones exteriores.

 

Capítulo VII. El soldado de la paz
I. La paz es una educación.
II. Valor fundamental de la cultura.
III. La paz y la libertad.

 

Capítulo VIII. El soldado del porvenir
I. La publicidad de la sentencia.
II. La profesión de la guerra.
III. Análisis.
IV. La espada virgen.
V. El guardia nacional.
VI. El soldado de la ciencia.

 

Capítulo IX. Neutralidad
I. La sociedad universal.
II. Representación de la unidad.
III. La misma fuerza del sentimiento.
IV. El sentimentalismo universal.
V. Los neutrales.
VI. Neutralización de todos los Estados.
VII. Extraterritorialidad.

 

Capítulo X. Pueblo-mundo
I. Derechos internacionales del hombre.
II. Pueblo-mundo.
III. Pretendida influencia benéfica de la guerra.
IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad.
V. La organización del mundo.
VI. La organización natural.
VII. La naturaleza humana.
VIII. Analogía biológica.
IX. De tales leyes.
X. El derecho internacional.
XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común.
XII. Pasos hacia la unidad.
XIII. El mar como influencia.
XIV. El vapor y el comercio.
XV. El derecho internacional.
XVI. Inventores y descubridores.
XVII. Ingenieros.
XVIII. La ley precede a la conciencia de ella.
XIX. Asociación entre ciudadanos.
XX. La federación.
XXI. Unión continental.
XXII. El canal de Suez.

 

Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo
I. La independencia exterior.
II. Razones para la afición a la guerra.
III. San Martín y su acción.
IV. Carrera de San Martín.
V. Poesía.
VI. La guerra no logra dar la libertad.
VII. Liberalismo militarista.
VIII. El militarismo inconsistente.
IX. La guerra, esencialmente reaccionaria.
X. Libre comercio.

 

CAPÍTULO I
Derecho histórico de la guerra


I. Origen histórico del derecho de la guerra.
El crimen de la guerra . Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra , es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.
Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen , contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización. Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza y nuestra civilización.
El derecho de gentes romano , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero. Y como el extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo , todo su derecho externo era equivalente al derecho de la guerra . El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el extranjero.
Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina más fuerte que la ley.
Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su derecho civil : ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí mismos: la caridad en la casa. Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.
Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo (Pascal). Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se llama el maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo, las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del
género humano. La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud. Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho público o del gobierno de los pueblos. Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866 [1] Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck, digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano. El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano, que consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio, la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.
Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville, Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.
La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de gobierno. La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la fuerza de su espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente injusta.

II. Naturaleza del crimen de la guerra.
El crimen de la guerra es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra misma, la cual es un derecho , como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad, generalmente enorme, reside el crimen de la guerra. La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.
Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho. La guerra considerada como crimen, -el crimen de la guerra , -no puede ser objeto de un libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el capítulo del derecho penal internacional.
Pero ese capítulo es dominado por el libro en su principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de gentes por su base. El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o el derecho natural de las naciones, como de los individuos . Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen.
Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.
La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen, tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial, que reside toda en sus relaciones con la ley moral. La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra. El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen. Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la ley cristiana.
El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de Jesucristo. El evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados. El día que el Cristo ha dicho: presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada , la victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de principio.
El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la generosidad sublime y heroica. La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires; ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime abofeteado.
Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de la tierra: la paz y la libertad. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes, libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.
La razón porque sólo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la libertad de su semejante; es la libertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del otro. No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres. El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre. Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.
La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada viviente, donde ella vive en realidad. La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es cristiano. Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de generosidad, todos maquinalmente exclamamos: - ¡qué noble! ¡qué grande! -Ante un acto de venganza, decimos al contrario: - ¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! -Si la gloria y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe vencer su instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.
Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez. Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que, lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.  

III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho.
Toda la grande obra de Grocio ha tenido por objeto probar que no siempre la guerra es un crimen; y que es, al contrario, un derecho compatible con la moral de todos los tiempos y con la misma religión de Jesucristo. ¿En qué sentido es la guerra un derecho para Grocio? En el sentido de la guerra considerada como el derecho de propia defensa, a falta de tribunales; en el sentido del derecho penal que asiste al hombre para castigar al hombre que se hace culpable de un crimen en su daño; en el sentido de un modo de proceder o de acción en justicia, con que las naciones resuelven sus pleitos por la fuerza cuando no pueden hacerlo por la razón.
Era un progreso, en cierto modo, el ver la guerra de este aspecto; porque en su calidad de derecho, obedece a principios de justicia, que la fuerzan a guardar cierta línea para no degenerar en crimen y barbarie. Pero, lo que fue un progreso hará dos y medio siglos para Grocio, ha dejado de serlo bajo otros progresos, que han revelado la monstruosidad del pretendido derecho de la guerra en otro sentido fundamental.
Considerado el derecho de la guerra como la justicia penal del crimen de la guerra ; admitido que la guerra puede ser un derecho como puede ser un crimen, así como el homicidio es un acto de justicia o es un crimen según que lo ejecuta el juez o el asesino : ¿cuál es el juez encargado de discernir el caso en que la guerra es un derecho y no un crimen? ¿ Quién es ese juez? Ese juez es el mismo contendor o litigante. De modo que la guerra es una manera de administrar justicia en que cada parte interesada es la víctima, el fiscal, el testigo, el juez y el criminal al mismo tiempo.
En el estado de barbarie, es decir, en la ausencia total de todo orden social, este es el único medio posible de administrar justicia, es decir, que es la justicia de la barbarie, o más bien un expediente supletorio de la justicia civilizada.
Pero, en todo estado de civilización, esta manera de hacer justicia es calificada como crimen, perseguida y castigada como tal, aun en la hipótesis de que el culpable de ese delito (que se llama violencia o fuerza ) tenga derecho contra el culpable del crimen que motiva la guerra.
No es el empleo de la fuerza, en ese caso, lo que convierte la justicia en delito; el juez no emplea otro medio que la fuerza para hacer efectiva su justicia. Es el acto de constituirse en juez de su adversario, que la ley presume con razón un delito, porque es imposible que un hombre pueda hacerse justicia a sí mismo sin hacer injusticia a su adversario; tal es su naturaleza, y ese defecto es toda la razón de ser del orden social, de la ley social y del juez que juzga en nombre de la sociedad contra el pleito en que no tiene la menor parte inmediata y directa, y sólo así puede ser justo.
Si no hay más que un derecho, como no hay más que una gravitación, si el hombre aislado no tiene otro derecho que el hombre colectivo, ¿se concibe que lo que es un delito de hombre a hombre, pueda ser un derecho de pueblo a pueblo?
Toda nación puede tener igual derecho para obrar en justicia, cada una puede hacerlo con igual buena fe con que la hacen dos litigantes ante un juez, pero como la justicia es una, todo pleito envuelve una falta de una parte u otra; y de igual modo en toda guerra hay un crimen y un criminal que puede ser de robo u otro, y además dos culpables del delito de fuerza o violencia .

IV. Fundamento racional del derecho de la guerra.
La guerra no puede tener más que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia. En este sentido, el derecho de matar se funda en el derecho de vivir, y sólo en defensa de la vida se puede quitar la vida. En saliendo de ahí el homicidio es asesinato, sea de hombre a hombre, sea de nación a nación. El derecho de mil no pesa más que el derecho de uno solo en la balanza de la justicia; y mil derechos juntos no pueden hacer que lo que es crimen sea un acto legítimo.
Basta eso solo para que todo el que hace la guerra pretenda que la hace en su defensa. Nadie se confiesa agresor, lo mismo en las querellas individuales que en las de pueblo a pueblo [2] . Pero como los dos no pueden ser agresores, ni los dos defensores a la vez, uno debe ser necesariamente el agresor, el atentador, el iniciador de la guerra y por tanto el criminal . ¿Qué clase de agresión puede ser causa justificativa de un acto tan terrible como la guerra? Ninguna otra que la guerra misma. Sólo el peligro de perecer puede justificar el derecho de matar de un pueblo honesto. La guerra empieza a ser un crimen desde que su empleo excede la necesidad estricta de salvar la propia existencia. No es un derecho, sino como defensa. Considerada como agresión es atentado. Luego en toda guerra hay un criminal.
La defensa se convierte en agresión, el derecho en crimen, desde que el tamaño del mal hecho por la necesidad de la defensa excede del tamaño del mal hecho por vía de agresión no provocada. Hay o debe haber una escala proporcional de penas y delitos en el derecho internacional criminal, como la hay en el derecho criminal interno o doméstico.
Pero esa proporcionalidad será eternamente platónica Y nominal en el derecho de gentes, mientras el juez llamado a fijar el castigo que pertenece al delito sea la parte misma ofendida, para cuyo egoísmo es posible que no haya jamás un castigo condigno del ataque inferido a su amor propio, a su ambición, a su derecho mismo. Sólo así se explica que una Nación fuerte haga expiar por otra relativamente débil, lo que su vanidad quiere considerar como un ataque hecho a su dignidad , a su honor , a su rango , con la sangre de miles de sus ciudadanos o la pérdida de una parte de su territorio o de toda su independencia.

V. La guerra como justicia penal.
La guerra es un modo que usan las naciones de administrarse la justicia criminal unas a otras con esta particularidad, que en todo proceso cada parte es a la vez juez y reo, fiscal y acusado, es decir, el juez y el ladrón, el juez y el matador. Como la guerra no emplea sino castigos corporales y sangrientos, es claro que los hechos de su jurisdicción deben ser todos criminales. La guerra, entonces, viene a ser en el derecho internacional, el derecho criminal de las naciones.
En efecto, no toda guerra es crimen; ella es a la vez, según la intención, crimen y justicia, como el homicidio sin razón es asesinato, y el que hace el juez en la persona del asesino es justicia. Queda, es verdad, por saberse si la pena de muerte es legítima. Si es problemático el derecho de matar a un asesino ¿cómo no lo será el de matar a miles de soldados que hieren por orden de sus gobiernos? Es la guerra una justicia sin juez, hecha por las partes y, naturalmente, parcial y mal hecha. Más bien dicho, es una justicia administrada por los reos de modo que sus fallos se confunden con sus iniquidades y sus crímenes. Es una justicia que se confunde con la criminalidad.
Y esto es lo que recibe en muchos libros el nombre de una rama del derecho de gentes . Si las hienas y los tigres pudiesen reflexionar y hablar de nuestras cosas humanas como los salvajes, ellos reivindicarían para sí, aun de éstos mismos, el derecho de propiedad de nuestro sistema de enjuiciamiento criminal internacional. Lo singular es que los tigres no se comen unos a otros en sus discusiones, por vía de argumentación ni las hienas se hacen la guerra unas a otras, ni las víboras emplean entre sí mismas el veneno de que están armadas. Sólo el hombre, que se cree formado a imagen de Dios, es decir, el símbolo terrestre de la bondad absoluta, no se contenta con matar a los animales para comerlos; con quitarles la piel para proteger la que ya tienen sus pies y sus manos; con dejar sin lana a los carneros, para cubrir con ella la desnudez de su cuerpo; con quitar a los gusanos la seda que trabajan, para vestirse; a las abejas, la miel que elaboran para su sustento; a los pájaros, sus plumas; a las plantas, las flores que sirven a su regeneración; a las perlas y corales su existencia misteriosa para servir a la vanidad de la bella mitad del hombre sino que hace con su mismo semejante (a quien llama su hermano ), lo que no hace el tigre con el tigre, la hiena con la hiena, el oso con el oso: lo mata no para comerlo (lo cual sería una circunstancia atenuante) sino por darse el placer de no verlo vivir. Así, el antropófago es más excusable que el hombre civilizado en sus guerras y destrucción de mera vanidad y lujo.
Es curioso que para justificar esas venganzas haya prostituido su razón misma, en que se distingue de las bestias. Cuesta creer, en efecto, que se denomine ciencia del derecho de gentes la teoría y la doctrina de los crímenes de guerra. ¿Qué extraño es que Grocio, el verdadero creador del derecho de gentes moderno, haya desconocido el fundamento racional del derecho de la guerra? Kent, otro pensador de su talla, no lo ha encontrado más comprensible; y los que han sacado sus ideas de sus cerebros realmente humanos, como Cobden y los de su escuela, han visto en la guerra, no un derecho sino un crimen , es decir, la muerte del derecho.
Se habla de los progresos de la guerra por el lado de la humanidad. Lo más de ello es un sarcasmo. Esta humanidad se cree mejorada y transformada, porque en vez de quemar apuñala; en vez de matar con lanzas, mata con balas de fusil; en vez de matar lentamente, mata en un instante. La humanidad de la guerra en esta forma, recuerda la fábula del carnero y la liebre. - ¿En qué forma prefiere usted ser frita? - Es que no quiero ser frita de ningún modo. - Usted elude la cuestión: no se trata de dejar a usted viva, sino de saber la forma en que debe ser frita y comida.

VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales.
Uno de los motivos o de los pretextos más a la moda para las guerras de nuestro tiempo, es el interés o la necesidad de completarse territorialmente. Ningún Estado se considera completo, al revés de los hombres, que todos se creen perfectos. Y como la idea de lo que es completo o incompleto es puramente relativa, lo que es completo hoy día no tardará en dejar de serlo o parecerlo, siendo hoy motivo de estarse en paz lo que mañana será razón para ponerse en guerra.
De todos los pretextos de la guerra, es el más injusto y arbitrario. El se da la mano con el de la desigualdad de fortunas, invocado por los socialistas como motivo para reconstruir la sociedad civil, sobre la iniquidad de un nivel que suprima las variedades fecundas de la naturaleza humana. Lo singular es que los propagadores de ese socialismo internacional no son los estados más débiles y más pobres, sino al contrario, los más poderosos y extensos; lo que prueba que su ambición injusta es una variedad del anhelo ambicioso de ciertos imperios a la dominación universal o continental. En el socialismo de los individuos, la guerra viene de los desheredados; en el socialismo internacional del mundo, la perturbación viene de los más bien dotados. Lejos de servir de equilibrio, tales guerras tienen por objeto perturbarlo, en beneficio de los fuertes y en daño de los débiles. La iniquidad es el sello que distingue tales guerras.
Con otro nombre, ese ha sido y será el motivo principal y eterno de todas las guerras humanas: la ambición, el deseo instintivo del hombre de someter a su voluntad el mayor número posible de hombres, de territorio, de riqueza, de poder y autoridad.
Este deseo, fuente de perturbación, no puede encontrar su correctivo sino en sí mismo. Es preciso que él se estrelle en su semejante para que sepa moderarse, y es lo que sucede cuando el poder, es decir, la inteligencia, la voluntad y la acción dejan de ser el monopolio de uno o de pocos y se vuelve patrimonio de muchos o de los más. La justicia internacional, es decir, la independencia limitada por la independencia, empieza a ser reconocida y respetada por los Estados desde que muchos Estados coexisten a la vez.

VII. Solución de los conflictos por el poder.
Por lo general, en Sud-América la guerra no tiene más que un objeto y un fin, aunque lo cubran mil pretextos: es el interés de ocupar y poseer el poder. El poder es la expresión más algebraica y general de todos los goces y ventajas de la vida terrestre, y se diría que de la vida futura misma, al ver el ahínco con que lo pretende el gobierno de la Iglesia, es decir, de la grande asociación de las almas. Falta saber, ¿dónde y cuándo no ha sido ese el motivo motor y secreto de todas las guerras de los hombres?
El que pelea por límites, pelea por la mayor o menor extensión de su poder. El que pelea por la independencia nacional o provincial, pelea por ser poseedor del poder que retiene el extranjero. El que pelea por el establecimiento de un gobierno mejor que el que existe, pelea por tener parte en el nuevo gobierno. El que pelea por derechos y libertades, pelea por la extensión de su poder personal, porque el derecho es la facultad o poder de disponer de algún bien. El que pelea por la sucesión de un derecho soberano, pelea, naturalmente, en el interés de poseerlo en parte.
¿Qué es el poder en su sentido filosófico? -La extensión del yo , el ensanche y alcance de nuestra acción individual o colectiva en el mundo, que sirve de teatro a nuestra existencia. Y como cada hombre y cada grupo de hombres, busca el poder por una necesidad de su naturaleza, los conflictos son la consecuencia de esa identidad de miras; pero tras esa consecuencia, viene otra, que es la paz o solución de los conflictos por el respeto del derecho o ley natural por el cual el poder de cada uno es el límite del poder de su semejante.
Habrá conflictos mientras haya antagonismos de intereses y voluntades entre los seres semejantes; y los habrá mientras sus aspiraciones naturales tengan un objeto común e idéntico. Pero esos conflictos dejarán de existir por su solución natural, que reside en el respeto del derecho que protege a todos y a cada uno. Así, los conflictos no tendrán lugar sino para buscar y encontrar esa solución, en que consiste la paz, o concierto y armonía de todos los derechos semejantes.

CAPÍTULO II
NATURALEZA JURÍDICA DE LA GUERRA

I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión.
La Justicia y el Crimen están armados de una espada. Naturalmente, la espada es para herir y matar. Ambos matan. ¿Por qué la muerte que da la una es un acto de justicia, y la que da el otro es un crimen ? Porque la una es un acto de defensa y la otra es un acto de agresión : la una es la defensa del derecho; la otra es un ataque contra el derecho que protege a todos. Así, la muerte violenta de un hombre, es un bien o es un mal, es un acto de justicia o es un crimen, según el motivo y la mira que preside a su ejecución.
Lo que sucede entre la sociedad y un solo hombre, sucede entre una sociedad y otra sociedad, entre nación y nación. Toda guerra, como toda violencia sangrienta, es un crimen o es un acto de justicia, según la causa moral que la origina.

II. Los poderes soberanos cometen crímenes.
Se dice legal la muerte que hace el juez, porque mata en nombre de la ley que protege a la sociedad. Pero no todo lo que es legal es justo, y el juez mismo es un asesino cuando mata sin justicia. No basta ser juez para ser justo, ni hasta ser soberano, es decir, tener el derecho de castigar, para que el castigo deje de ser un crimen, si es injusto. Siendo la guerra un crimen que no puede ser cometido sino por un soberano, es decir, por el único que puede hacerla legalmente, se presume que toda guerra es legal, a causa de que toda guerra es hecha por el que hace la ley.
Pero como el que hace la ley no hace la justicia o el derecho, el soberano puede ser responsable de un crimen, cuando hace una ley que es la violación del derecho, lo mismo que el último culpable. Y es indudable que el derecho puede ser hollado por medio de una ley, como puede serlo por el puñal de un asesino. Luego el legislador, no por ser legislador está exento de ser un criminal, y la ley no por ser ley está exenta de ser un crimen, si con el nombre de ley ella es un acto atentatorio contra el derecho.
Así la guerra puede ser legal, en cuanto es hecha por el legislador, sin dejar de ser criminal en cuanto es hecha contra el derecho. De ahí viene que toda guerra es legal por ambas partes, si por ambas partes es hecha por los soberanos; pero como la justicia es una, ella ocupa en toda guerra el polo opuesto del crimen, es decir, que en toda guerra hay un criminal y un juez.
La guerra puede ser el único medio de hacerse justicia a falta de un juez; pero es un medio primitivo, salvaje y anti-civilizado, cuya desaparición es el primer paso de la civilización en la organización interior de cada Estado. Mientras él viva entre nación y nación, se puede decir que los Estados civilizados siguen siendo salvajes en su administración de justicia internacional.

III. Análisis del crimen de la guerra.
La guerra puede ser considerada a la vez como un crimen , si es hecha en violación del derecho; como un castigo penal de ese crimen, si es hecha en defensa del derecho, como un procedimiento desesperado en que cada litigante es juez y parte, y en que la fuerza triunfante recibe el nombre de justicia. El crimen de la guerra puede estar en su objeto cuando tiene por mira la conquista, la destrucción estéril, la mera venganza, la destrucción de la libertad o independencia de un Estado y la esclavitud de sus habitantes; en sus medios , cuando es hecho por la traición , el dolo , el incendio , el veneno , la corrupción , el soborno , es decir, por las armas del crimen ordinario, en vez de hacerse por la fuerza limpia, abierta, franca y leal; o en sus resultados y efectos , cuando la guerra, siendo justa en su origen, degenera en conquista, opresión y exterminio.

IV. La unidad de la justicia.
Si el derecho es uno, ¿puede la guerra, que es un crimen entre los particulares , ser un derecho entre las Naciones? La ley civil de todo país culto condena el acto de hacerse justicia a sí mismo. ¿Por qué? Porque el interés propio entiende siempre por justicia , lo que es iniquidad para el interés ajeno. Lo que es regla en el hombre individual, lo es en el hombre colectivo.
Decir que a falta de juez es lícito hacerse justicia a sí mismo, es como decir que a falta de juez cada uno tiene derecho de ser injusto. Todo el derecho de la guerra gira sobre esta regla insensata. Lo que se llama derecho de la guerra de nación a nación, es lo mismo que se llama crimen de la guerra de hombre a hombre.
No habrá paz ni justicia internacional, sino cuando se aplique a las naciones el derecho de los hombres. Toda nación, como todo hombre, comete violencia cuando persigue por vía de hecho aun lo mismo que le pertenece. Toda violencia envuelve presunción de injusticia y crimen. La violencia no tiene o no debe tener jamás razón; y toda guerra en cuanto violencia, debe ser presumida injusta y criminal, por la regla de que nadie puede ser juez y parte, sin ser injusto. La unidad del derecho es el santo remedio de la reforma del derecho internacional sobre sus cimientos naturales.

V. La guerra como justicia.
En el derecho internacional, no toda violencia es la guerra, como en el derecho privado no toda ejecución es una pena corporal. Hay ejecuciones civiles, como hay ejecuciones penales. Toda ejecución, es verdad, implica violencia. El juez civil que ejecuta al deudor civil, usa de la violencia, como el juez del crimen se sirve de ella cuando hace ahorcar al criminal.
Pero hay violencias que sólo se ejercen en las propiedades, y otras que sólo se ejercen en las personas. Las primeras constituyen, en derecho internacional, las represalias , los bloqueos , los rehenes , etc.; las segundas constituyen la guerra , es decir, la sangre.
La ejecución corporal por deudas, barbarie de otras edades, acaba de abolirse por la civilización en materia de derecho civil privado; ¿quedaría vigente la ejecución corporal por deudas, es decir, la guerra por deudas, en materia de derecho internacional? Si la una es la barbarie , ¿la otra sería la civilización? Las guerras por deudas son la pura barbarie.
Las guerras, por intereses materiales de orden territorial, marítimo o comercial, de que no depende o en que no está interesada la vida del Estado, son la barbarie pura. Ellas son la aplicación de penas sangrientas a la solución de pleitos internacionales realmente civiles o comerciales.
Las guerras por pretendidas ofensas hechas al honor nacional, son guerras de barbarie, porque de tales ofensas no puede nacer jamás la muerte del Estado.
El hombre no tiene derecho de matar al hombre, sino en defensa de su propia vida; y el derecho que no tiene el hombre, no lo tiene el Estado (que no es sino el hombre considerado en cierta posición). La guerra no es legítima sino como pena judicial de un crimen. Pero ¿puede un Estado hacerse culpable de un crimen?
No hay crimen donde no hay intención criminal. ¿Se concibe que veinte o treinta millones de seres humanos se concierten para perpetrar un crimen, a sabiendas y premeditadamente, contra otros veinte o treinta millones de seres humanos? La idea de un crimen nacional es absurda, imposible; aún en el caso imposible en que la nación se gobierne a sí misma como un solo hombre.

VI. La locura de la guerra.
La palabra guerra justa , envuelve un contrasentido salvaje; es lo mismo que decir, crimen justo, crimen santo, crimen legal. No puede haber guerra justa, porque no hay guerra juiciosa. La guerra es la pérdida temporal del juicio. Es la enajenación mental, especie de locura o monomanía, más o menos crítica o transitoria. Al menos es un hecho que, en el estado de guerra, nada hacen los hombres que no sea una locura, nada que no sea malo, feo, indigno del hombre bueno.
De una y otra parte, todo cuanto hacen los hombres en guerra para sostener su derecho, como llaman a su encono, a su egoísmo salvaje, es torpe, cruel, bárbaro . El hombre en guerra no merece la amistad del hombre en paz. La guerra, como el crimen, sabe suspender todo contacto social alrededor del que se hace culpable e ese crimen contra el género humano; como el que riñe obliga a las gentes honestas a apartar sus miradas del espectáculo inmoral de su violencia.
Guerra civilizada es un barbarismo equivalente al de barbarie civilizada . Excluir a los salvajes de la guerra internacional, es privar a la guerra de sus soldados naturales.

VII. Barbarie esencial de la guerra.
Para saber si los fines de una guerra son civilizados , no hay sino que ver cuáles son los medios de que la guerra se sirve para llegar a su fin. Lejos de ser cierto que el fin justifica los medios , son los medios los que justifican el fin, en la guerra todavía más que en la política. Cuando los medios son bárbaros y salvajes, es imposible admitir que la guerra pueda tener fines civilizados. Así, hasta en la guerra contra los salvajes, un pueblo civilizado no debe emplear medios que no sean dignos de él mismo, ya que no del salvaje.

VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones..., no las resuelve.
La guerra es una manera de solución, que se acerca más bien del azar, del juego y de la casualidad. Por eso se habla de la suerte de las armas , como de la suerte de los dados. Así considerada, es más inteligible como mera solución brutal o bestial. La guerra, según esto, da la razón al que tiene la suerte de vencer. Es la fortuna ciega de las armas elevada al rango del derecho.
Viene a ser la guerra, en tal caso, una manera de juego, en que, la suerte de las batallas decide de lo justo y de lo injusto. A ese doble título de juego y de bestialidad, la guerra es un oprobio de la especie humana y una negación completa de la civilización. La fuerza ciega y la fortuna sin ojos, no pueden resolver lo que la vista clara de la inteligencia no acierta a resolver.
Es verdad que esta vista clara pertenece sólo a la justicia, pues el interés y la pasión ciegan los ojos del que se erige en juez de su enemigo.
Para ser juez imparcial , es preciso no ser parte en la disputa: es decir, es preciso ser neutral .
Neutralidad e imparcialidad , son casi sinónimos: y en la lengua ordinaria, parcialidad es sinónimo de injusticia . Luego el juez único de los estados que combaten sobre un punto litigioso, es el mundo neutral. Y como no hay guerra que no redunde en perjuicio del mundo neutral, su competencia para juzgarla descansa sobre un doble título de imparcialidad y conveniencia: no conveniencia en que triunfe una parte más que otra, sino en que no pidan a la guerra la solución imposible de sus conflictos.
Pero si es verdad que la guerra empieza desde que falta el juez (lo cual quiere decir que la iniquidad se vuelve justicia en la ausencia del juez), la guerra será la justicia ordinaria de las naciones mientras ellas vivan sin un juez común y universal.
¿Dejará de existir ese juez mientras las naciones vivan independientes de toda autoridad común constituida expresamente por ellas? Yo creo que la falta de esa autoridad así constituida no impide la posibilidad de una opinión , es decir, de un juicio , de un fallo , emitido por la mayoría de las naciones, sobre el debate que divide a dos o más de ellas. Desde que esa opinión existe, o es posible, la ley internacional y la justicia pronunciada según ella, son posibles, porque entre las naciones, como entre los individuos, en la sociedad mundo como en la sociedad nación, la ley no es otra cosa que la expresión de la opinión general, y la mejor sentencia judicial es la que concuerda completamente con la conciencia pública.
La opinión del mundo ha dejado de ser un nombre y se ha vuelto un hecho posible y práctico desde que la prensa, la tribuna, la electricidad y el vapor, se han encargado de recoger los votos del mundo entero sobre todos los debates que lo afectan (como son todos aquellos en que corre sangre humana), facilitando su escrutinio imparcial y libre, y dándolo a conocer por las mil trompetas de la prensa libre.
Juzgar los crímenes es más que castigarlos, porque no es el castigo el que arruina al criminal, es la sentencia: el azote que nos da el cochero por inadvertencia, es un accidente de nada: el que nos da el juez, aunque sea más suave, nos arruina para toda la vida. El condenado por contumacia v. g., no escapa por eso a su destrucción moral.

IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz.
El derecho es uno para todo el género humano, en virtud de la unidad misma del género humano. La unidad del derecho, como ley jurídica del hombre: esta es la grande y simple base en que debe ser construido todo el edificio del derecho humano.
Dejemos de ver tantos derechos como actitudes y contactos tiene el hombre sobre la tierra; un derecho para el hombre como miembro de la familia ; otro derecho para el hombre como comerciante ; otro para el hombre como agricultor ; otro para el hombre político ; otro para dentro de casa , otro para los de fuera . Toda la confusión y la oscuridad, en la percepción de un derecho simple y claro como regla moral del hombre, viene de ese Olimpo o multitud de Dioses que no viven sino en la fantasía del legislador humano. Un solo Dios, un solo hombre como especie, un solo derecho como ley de la especie humana.
Esto interesa sobre todo a la faz del derecho denominado internacional , en cuanto regla las relaciones jurídicas del hombre de una nación con el hombre de otra nación; o lo que es lo mismo, de una nación o colección de hombres, con otra colección o nación diferente.
Entre un hombre y un Estado , no hay más que esta diferencia en cuanto al derecho: que el uno es el hombre aislado , el otro el hombre colectivo. Pero el derecho de una colección de hombres no es más ni menos que el de un hombre solo. Esta es la faz última y suprema del derecho que no se ha revelado al hombre sino mediante siglos de un progreso o maduramiento que le ha permitido adquirir la conciencia de su unidad e identidad universal como especie inteligente y libre. Lo que se llama derecho de gentes , es el derecho humano visto por su aspecto más general, más elevado, más interesante. Lo que parece excepción tiende a ser la regla general y definitiva, como las gentes , que para el pueblo romano eran los extranjeros , es decir, la excepción, lo accesorio, lo de menos, tienden hoy a ser el todo, lo principal, el mundo.
Si es extranjero para una nación todo hombre que no es de esa nación, el extranjero viene a ser el género humano en su totalidad, menos el puñado de hombres que tiene la modestia de creerse la parte principal del género humano. Sólo en la Roma, señora del mundo de su tiempo, ha podido no ser ridícula esa ilusión; pero ahora que hay tantas Romas como naciones, y que toda nación es Roma cuando menos en derecho y cultura, el extranjero significa el todo, el ciudadano es la excepción. El derecho humano es la regla común y general, el derecho nacional o civil, es la vanidad excepcional de esa regla.
El derecho internacional de la guerra, como el de la paz, no es, según esto, el derecho de los beligerantes; sino el derecho común y general del mundo no beligerante, con respecto a ese desorden que se llama la guerra y a esos culpables, que se llaman beligerantes: como el derecho penal ordinario no es el derecho de los delincuentes, sino el derecho de la sociedad contra los delincuentes que la ofenden en la persona de uno de sus miembros.
Si la soberanía del género humano no tiene un brazo y un poder constituido para ejercer y aplicar su derecho a los Estados culpables que la ofenden en la persona de uno de sus miembros, no por eso deja ella de ser una voluntad viva y palpitante, como la soberanía del pueblo ha existido como un derecho humano antes de que ningún pueblo la hubiese proclamado, constituido y ejercido por leyes expresas. En la esfera del pueblo-mundo, como ha sucedido en la de cada estado individual, la autoridad empezará a existir como opinión, como juicio, como fallo, antes de existir como coacción y poder material. Ya empieza a existir hoy mismo en esta forma la autoridad del género humano respecto de cada nación, y las naciones empiezan a reconocerla, desde que apelan a ella cada vez que necesitan merecer un buen concepto, una buena opinión, es decir, la absolución de alguna falta contra el derecho, en sus duelos singulares, en que consisten sus guerras.
El poder de excomunión, el poder de reprobación, el poder de execración, que no es el más pequeño, ha de preceder, en la constitución del pueblo-mundo, al de aplicar castigos corporales. Y aunque jamás llegue a constituirse este último, la eficacia del juicio universal, que ha de ser cada día más grande, ha de bastar para disminuir por el desprecio y la abominación la repetición del crimen de hacerse justicia a sí mismo a cañonazos, que acabará por hacerse incompatible con la dignidad y responsabilidad de conducta en que reside el verdadero poder de todo pueblo, como de todo hombre. Si el hombre ve el mundo a través de su patria; si ve su patria como el centro y cabeza del mundo, eso depende de su naturaleza finita y limitada.
También considera a todos los demás hombres de su país al través de su persona individual; y en cierto modo, Dios lo ha hecho centro del mundo que se despliega a su alrededor para mejor conservar su existencia. El hombre cree que la Tierra es el más grande de los planetas del universo, porque es el que está mas cerca de él, y su cercanía le ofusca y alucina sobre sus dimensiones y papel en el universo. Los astros del firmamento, que son todo, parecen a sus ojos chispas insignificantes. Ha necesitado de los ojos de Newton, para ver que la tierra es un punto. Por una causa semejante, con el derecho universal sucederá un poco lo que en la gravitación universal .

 

X. El derecho internacional.
El derecho de gentes no es más que el derecho civil del género humano . Se llama internacional , como podría llamarse interpersonal , según que el derecho, universal y único, como la gravitación, regla las relaciones de nación a nación o de persona a persona.
En derecho de gentes, como en derecho civil, se llama persona jurídica el hombre considerado en su estado. Pues bien, el hombre considerado colectivamente, formando un grupo con cierto número de hombres, constituye una persona que se llama nación . Así, la nación, como persona pública, no es más que el hombre considerado en cierto estado.
De aquí se sigue que el derecho que sirve de ley natural para reglar las relaciones de hombre a hombre en el seno de la nación, es idéntico y el mismo que regla las relaciones de nación a nación. Sin embargo de esto, los que ninguna duda abrigan de que el derecho existe como ley viva y natural de existencia entre hombre y hombre, dentro de un mismo Estado, consideran como una quimera la existencia de ese derecho como ley viva y natural de las relaciones de nación a nación, es decir, de grupo a grupo de hombres semejantes y hermanos por linaje y religión. La preponderancia absoluta y limitada, en un momento dado de la historia del pueblo que ha escrito el derecho conocido, es decir, el pueblo romano , ha contribuido a mantener esa preocupación por el prestigio monumental de su derecho escrito.
Pero la aparición y creación en la faz de la tierra de una multitud de naciones iguales en fuerza, civilización y poder, ha bastado para destruir por sí misma la estrecha idea que el pueblo romano concibió del derecho natural como regla civil de las relaciones de nación a nación. Sin embargo, aunque es admitida y reconocida la existencia de ese derecho, él no tiene la sanción coercitiva, que convierte en ley práctica y obligatoria dentro de cada Estado, el derecho natural del individuo y del ciudadano.
¿Qué le falta al derecho, en su papel de regla internacional, para tener la sanción y fuerza obligatoria que tiene el derecho en su forma y manifestación de ley nacional o internacional? Que exista un gobierno que lo escriba como ley, lo aplique como juez, y lo ejecute como soberano; y que ese gobierno sea universal, como el derecho mismo. Para que exista un gobierno internacional o común de todos los pueblos que forman la humanidad, ¿qué se necesita? Que la masa de las naciones que pueblan la tierra forme una misma y sola sociedad, y se constituya bajo una especie de federación como los Estados Unidos de la humanidad .
Esa sociedad está en formación, y toda la labor en que consiste el desarrollo histórico de los progresos humanos, no es otra cosa que la historia de ese trabajo gradual, de que está encargada la naturaleza perfectible del hombre. Los gobiernos, los sabios, los acontecimientos de la historia, son instrumentos providenciales de la construcción secular de ese grande edificio del pueblo-mundo, que acabará por constituirse sobre las mismas bases, según las mismas leyes fundamentales de la naturaleza moral del hombre, en que reposa la constitución de cada Estado separadamente.

XI. El derecho de la guerra.
El derecho de gentes visto como derecho interno y privado de la humanidad, se presta como el derecho interno de cada nación, a la gran división en derecho penal y derecho civil , según que tiene por objeto reglar las consecuencias jurídicas de un acto culpable, o de un acto lícito del hombre.
En lo internacional, el primero se llama derecho de la guerra , el otro es el derecho de la paz.
Así, el derecho internacional de la guerra , no es más que el derecho penal y criminal de la humanidad . Pero por la constitución que hoy tiene, más bien que un derecho a la pena, es un derecho al crimen, pues de diez casos, nueve veces la guerra es un crimen judiciario, en lugar de ser una pena judiciaria. A menudo la guerra es un crimen judiciario, que, como el duelo y la riña privada, tiene siempre dos culpables: el beligerante que ataca y el beligerante que se defiende.
Nada más fácil que demostrar esta verdad, con los principios más admitidos del derecho penal.
El juez, que a sabiendas juzga, condena y castiga a su enemigo personal, deja de ser juez, y no es más que un delincuente. El juez que a sabiendas, sirve por su fallo, su propio interés personal, su propio odio, su propia y personal venganza, en el fallo que fulmina contra su enemigo privado, no es un juez, es un criminal. Su decisión no es una sentencia, es un crimen; su castigo no es una pena, es un atentado; la muerte que ordena, no es una pena de muerte, es un asesinato judicial; él es un asesino, no un ministro de la vindicta pública. Su justicia, en una palabra, no es más que iniquidad y el verdadero enemigo de la sociedad es el encargado de defenderla.
Si el derecho penal de un pueblo, no tiene ni puede tener otros fundamentos jurídicos que el derecho penal del hombre; si la justicia es la medida del derecho, y no hay dos justicias en la tierra, ¿cómo puede ser derecho en una nación lo que es crimen en un hombre?
Pues bien: esta hipótesis monstruosa es el tipo de la organización que hoy tiene el llamado derecho penal de las naciones, o por otro nombre el derecho internacional de la guerra .
Lo que son condiciones del crimen jurídico en el derecho interno de cada país, son elementos esenciales en el derecho externo o internacional de los Estados. Es decir, que en el juicio o procedimiento penal de las naciones, son requisitos esenciales del singular derecho que el justiciable sea enemigo personal del juez, que el juez se defienda y juzgue su propio pleito personal, y que el objeto de la cuestión sea un interés particular y personal del juez y del reo.
En virtud de esta anomalía el hombre actual se presenta bajo dos faces: en lo interior de su patria es un ente civilizado y culto; fuera de sus fronteras, es un salvaje del desierto. La justicia para él expira en la frontera de su país. Lo que es justo al Norte de los Pirineos es injusto al Mediodía de esas montañas, según el dicho de Pascal. Lo que es legítimo entre un francés y un español, es crimen entre un francés y un francés.
Lo que hoy se llama civilización no es más que una semi-civilización o semi-barbarie; y el pueblo más culto es un pueblo semi-salvaje en su manera de ser errante, insumiso, sin ley ni gobierno. Es el punto vulnerable y frágil de la civilización actual. Sus representantes más adelantados no son más que pueblos semi-civilizados, en su manera internacional de existir que tiene por condición la guerra como su justicia ordinaria.

XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra.
El mal de la guerra no consiste en el empleo de la violencia, sino en que sea la parte interesada la que se encargue del uso de la violencia. Ya se sabe que no hay justicia que tenga que usar de la violencia para hacerse respetar y cumplir; pero la violencia que hace un juez, deja de ser un mal porque el juez no tiene o no debe tener interés directo y personal en ejercerla sin necesidad, ni exagerarla, ni torcerla en su aplicación jurídica.
Si todos los actos de que consta la guerra, por duros que se supongan, fuesen ejercidos contra el Estado culpable del crimen de la guerra o de otro crimen, por un tribunal internacional compuesto de jueces desinteresados en el proceso, la guerra dejaría de ser un mal, y sus durezas, al contrario, serían un medio de salud, como lo son para el Estado las penas aplicadas a los crímenes comunes.
Bien podréis mejorar, suavizar, civilizar la guerra cuanto queráis; mientras le dejéis su carácter actual, que consiste en la violencia puesta en manos de la parte ofendida, para que se haga juez criminal de su adversario, la guerra será la iniquidad y casi siempre el crimen contra el crimen.
No hay más que un medio de transformar la guerra en el sentido de su legalidad: es arrancar el ejercicio de sus violencias de entre las manos de sus beligerantes y entregarlo a la humanidad convertida en Corte soberana de justicia internacional y representada para ello por los Estados más civilizados de la tierra. Consiste en sustituir la violencia necesariamente injusta y culpable de la parte interesada, por la violencia presumida justa en razón del desinterés del juez; es colocar en lugar de la justicia injusta que se hace por sí mismo, la justicia justa, que sólo puede ser hecha por un tercero; la justicia temible del odio y del interés armado, por la justicia del juez que juzga sin odio y sin interés.

XIII. El duelo.
El que mata a un hombre armado y en estado de defenderse, no asesina. El asesinato implica la alevosía, la seguridad o irresponsabilidad del matador. Mata o muere en pelea. Pero la pelea, es decir, el homicidio mutuo, ¿no es por lo mismo un crimen y un crimen doble por decirlo así?
Abolido el duelo judicial entre los individuos, y calificado como un crimen, porque lo es en efecto, ¿puede ser conservado como derecho entre los Estados?
La guerra, en todo caso, como duelo judicial de dos Estados, es tan digna de abolición, como lo ha sido entre los individuos por las leyes esenciales del hombre en su manera de razonar y juzgar.

XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir.
Si la guerra moderna es hecha contra el gobierno del país y no contra el pueblo de ese país, ¿por qué no admitir también que la guerra es hecha por el gobierno y no por el pueblo del país en cuyo nombre se lleva la guerra a otro país?
La verdad es que la guerra moderna tiene lugar entre un Estado y un Estado, no entre los individuos de ambos Estados. Pero, como los Estados no obran en la guerra ni en la paz sino por el órgano de sus gobiernos, se puede decir que la guerra tiene lugar entre gobierno y gobierno, entre poder y poder, entre soberano y soberano: es la lucha armada de dos gobiernos obrando cada uno en nombre de su Estado respectivo.
Pero, si los gobiernos hallan cómodo hacerse representar en la pelea por los ejércitos, justo es que admitan el derecho de los Estados de hacerse representar en los hechos de la guerra por sus gobiernos respectivos. Colocar la guerra en este terreno, es reducir el círculo y alcance de sus efectos desastrosos.
Los pueblos democráticos, es decir, soberanos y dueños de sí mismos, deberían hacer lo que hacían los reyes soberanos del pasado: los reyes hacían pelear a sus pueblos, quedando en la paz de sus palacios. Los pueblos -reyes o soberanos, -deberían hacer pelear a sus gobiernos delegados, sin salir ellos de su actitud de amigos.
Es lo que hacían los galos primitivos, cuyo ejemplo de libertad, citado por Grocio, vale la pena de señalarse a la civilización de este siglo democrático.
"Si por azar sobreviene alguna diferencia entre sus reyes, todos ellos (los antiguos francos) se ponen en campaña, es verdad, en actitud de combatir y resolver la querella por las armas. Pero desde que los ejércitos se encuentran en presencia uno del otro, vuelven a la concordia, deponiendo sus armas; y persuaden a sus reyes de resolver la diferencia por las vías de la justicia; o, si no lo quieren, de combatir ellos mismos entre sí en combate singular y de terminar el negocio a sus propios riesgos y peligros, no juzgando que sea equitativo y bien hecho, o que convenga a las instituciones de la patria, el conmover o trastornar la prosperidad pública a causa de sus resentimientos particulares". [3] .

XV. Peligros del derecho de la propia defensa.
El derecho de defensa es muy legítimo sin duda; pero tiene el inconveniente de confundirse con el derecho de ofensa, siendo imposible que el interés propio no crea de buena fe que se defiende cuando en realidad ofende .
Distinguir la ofensa de la defensa , es, en resumen, todo el papel de la justicia humana.
Para ser capaz de percibir esa diferencia, se necesita no ser ni ofensor ni defensor ; es preciso ser neutral, y sólo el neutral puede ser juez capaz de discernir sin cegarse, quién es el ofensor y quién el defensor . Si dejáis a la parte el derecho de calificar su actitud como actitud defensiva, no tendréis sino defensores en los conflictos internacionales. Jamás tendréis un ofensor, porque nadie se confiesa tal. Si dais al uno el derecho de calificarse a sí mismo como defensor, ¿por qué no daréis ese mismo derecho al otro? Todos tendrán justicia, si todos son jueces de su causa.
Esto es lo que sucede actualmente.
Así, porque todas las guerras son legales , es decir, hechas por el legislador , se ha concluido que todas las guerras son justas , lo que es muy diferente. Porque todos los indignados tengan derecho de litigar, no es decir que todos tengan justicia en sus litigios.

XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés.
La guerra, en cierto modo, es un sistema o expediente de procedimiento o enjuiciamiento, en el que cada parte litigante tiene necesidad de ser su juez propio y juez de su adversario, a falta de un juez ajeno de interés en el debate. Todos los principios y leyes de la civilización sobre la guerra, tienen por objeto mantener al beligerante dentro de los límites del juez, es decir, en el empleo de la violencia, ni más ni menos que como la emplea el juez desinteresado en el conflicto.
El problema de la civilización es difícil, en cuanto se opone a la naturaleza y manera de ser natural del hombre; pero es de menor dificultad para el Estado, por ser una persona moral, quedar ajeno de la pasión en la gestión de su violencia inevitable y legítima, que lo es a un hombre individual, que se defiende a sí mismo y se juzga a sí mismo, cuando el odio y el interés lo divide de su semejante.
No es el uso de la violencia lo que constituye el mal de la guerra; el mal reside en que la violencia es usada con injusticia porque es administrada por el interés A empeñado en destruir el interés B. Sacad la violencia de entre las manos de la parte interesada en usarla en su favor exclusivo y colocadla en manos de la sociedad de las naciones, y la guerra asume entonces su carácter de mero derecho penal. Por mejor decir, la guerra deja de ser guerra, y se convierte en la acción coercitiva de la sociedad de las naciones, ejercida por los poderes delegatarios de ella para ese fin de orden universal contra el Estado que se hace culpable de la violación de ese orden.

CAPÍTULO III.
CREADORES DEL DERECHO DE GENTES

I. Lo que es el derecho de gentes.
El derecho internacional no es más que el derecho civil del género humano, y esta verdad es confirmada cada vez que se dice que toda guerra entre pueblos civilizados y cristianos, tiende a ser guerra civil. El derecho es uno y universal, como la gravitación; no hay más que un derecho, como no hay más que una atracción.
De sus varias aplicaciones recibe diversos nombres, y la apariencia de diversas clases de derecho. Se llama de gentes cuando regla las relaciones de las naciones, como se llama comercial cuando regla las relaciones de los comerciantes, o penal cuando regla los castigos correctivos de los crímenes y delitos. Por eso es que los objetos del derecho internacional son los mismos que los del derecho civil: personas , es decir, Estados , considerados en su condición soberana; cosas , es decir, territorios, mares, ríos, montañas, etc., considerados en sí mismos y en sus relaciones con los Estados que los adquieren, poseen y transfieren, es decir, tratados, convenios, cesiones, herencias, etc. Acciones , es decir, diplomacia y guerra , según que la acción es civil o penal .
La guerra , es el derecho penal y criminal de las naciones entre sí. Considerados bajo este aspecto, los principios que rigen sus prácticas son los mismos que sustentan el derecho penal de cada Estado. Bastará colocar en este terreno el derecho de gentes y sobre todo el crimen de la guerra , para colocar la criminalidad internacional o la guerra en el camino de transformación filantrópica y cristiana que la civilización ha traído en la legislación penal común de cada Estado. Aplicad al crimen de la guerra los principios del derecho común penal sobre la responsabilidad , sobre la complicidad , la intención , etc., y su castigo se hará tan seguro y eficaz como su repetición se hará menos frecuente.
Ante criminales coronados, investidos del poder de fabricar justicia , no es fácil convencerles de su crimen, ni mucho menos castigarlos. Aquí es donde surge la peculiaridad del derecho penal internacional: que es la falta de una autoridad universal que lo promulgue y sancione.
Encargados de hacer que lo que es justo sea fuerte, ellos han hecho que lo que es fuerte sea justo.
Pero las condiciones de la fuerza se modifican y alteran cada día, bajo los progresos que hace el género humano en su manera de ser. La fuerza se difunde y generaliza, con la difusión de la riqueza, de las luces, de la educación, del bienestar. Propagar la luz y la riqueza, es divulgar la fuerza, es desarmar a los soberanos del poder monopolista de hacer justicia con lo que es fuerza.
Desarmados de la fuerza los soberanos, no harán que lo que es fuerte sea justo; y cuando se hagan culpables del crimen de la guerra, la justicia del mundo los juzgará como al común de los criminales. No importa que no haya un tribunal internacional que les aplique un castigo por su crimen, con tal que haya una opinión universal que pronuncie la sentencia de su crimen. La sentencia en sí misma es el más alto y tremendo castigo. El asesino no es abominado por el castigo que ha sufrido, sino por la calificación de asesino que ha merecido y recibido.

II. El comercio como influencia legislativa.
No es Grocio, en cierto modo, el creador del derecho de gentes moderno; lo es el comercio. Grocio mismo es la obra del comercio, pues la Holanda, su país, ha contribuido, por su vocación comercial y marítima, a formar la vida internacional de los pueblos modernos como ningún otro país civilizado. El comercio, que es el gran pacificador del mundo después del cristianismo, es la industria internacional y universal por excelencia, pues no es otra cosa que el intercambio de los productos peculiares de los pueblos, que permite a cada uno ganar en ello su vida y vivir vida más confortable, más civilizada, más feliz.
Si queréis que el reino de la paz acelere su venida, dad toda la plenitud de sus poderes y libertades al pacificador universal. Cada tarifa, cada prohibición aduanera, cada requisito inquisitorial de la frontera, es una atadura puesta a los pies del pacificador; es un cimiento puesto a la guerra.
Las tarifas y las aduanas, impuestos que gravitan sobre la paz del mundo, son como otros tantos Pirineos que hacen de cada nación una España, como otras tantas murallas de la China que hacen de cada Estado un Celeste Imperio , en aislamiento. Todo lo que entorpece y paraliza la acción humanitaria y pacificadora del comercio, aleja el reino de la paz y mantiene a los pueblos en ese aislamiento del hombre primitivo que se llama estado de naturaleza . ¿Qué importa que las naciones lleguen a su más alto grado de civilización interior, si en su vida externa y general, que es la más importante, siguen viviendo en la condición de los salvajes mansos o medio civilizados?
A medida que el comercio unifica el mundo, las aduanas nacionales van quedando de la condición que eran las aduanas interiores o domésticas. Y como la unidad de cada nación culta se ha formado por la supresión de las aduanas provinciales, así la unidad del pueblo-mundo ha de venir tras la supresión de esas barreras fiscales, que despedazan la integridad del género humano en otros tantos campos rivales y enemigos. Si la guerra no existe sino porque falta un juez internacional, y si este juez falta sólo porque no existe unidad y cohesión entre los Estados que forman la cristiandad, la perpetuidad de la guerra será la consecuencia inevitable y lógica de todas las trabas que impiden al comercio apoyado en el cristianismo que hermana a las Naciones, hacer del mundo un solo país, por el vínculo de los intereses materiales más esenciales a la vida civilizada.
No son los autores del derecho internacional los que han de desenvolver el derecho internacional. Para desenvolver el derecho internacional como ciencia, para darle el imperio del mundo como ley, lo que importa es crear la materia internacional, la cosa internacional, la vida internacional, es decir, la unión de las Naciones en un vasto cuerpo social de tantas cabezas como Estados, gobernado por un pensamiento, por una opinión, por un juez universal y común. El derecho vendrá por sí mismo como ley de vida de ese cuerpo.
Lo demás, es querer establecer el equilibrio en un líquido, antes que el líquido exista. Vaciar el líquido en un tonel y equilibrarlo o nivelarlo, es todo uno.

III. Influencia del comercio.
Si Grocio no hubiese sido holandés, es decir, hijo del primer país comercial de su tiempo, no hubiera producido su libro del derecho de la guerra y de la paz, pues aunque lo compuso en Francia, lo produjo con gérmenes y elementos holandeses. Alberico Gentile, su predecesor, debió también a su origen italiano y a su domicilio en Inglaterra, sus inspiraciones sobre el derecho internacional, a causa del rol comercial de la Italia de su tiempo y de la Inglaterra de todas las edades, isleña y marítima por su geografía, como la Holanda. Por eso es que Inglaterra y Estados Unidos han producido los primeros libros contemporáneos del derecho internacional, porque esos pueblos, por su condición comercial, son como los correos y mensajeros de todas las naciones.
Prueba de ello es que Grocio, con su bagaje de máximas romanas y griegas, ha quedado atrás de los adelantos que el comercio creciente ha hecho hacer al mundo moderno a favor del vapor, del telégrafo eléctrico, de los descubrimientos geográficos, científicos e industriales, y sobre todo de los sentimientos cristianos que tienden a hermanar y emparentar más y más a las naciones entre sí. Se habla mucho y con abatimiento de los adelantos y conquistas del arte militar en el sentido de la destrucción; pero se olvida, que la paz hace conquistas y descubrimientos más poderosos en el sentido de asegurar y extender su imperio entre las naciones. Cada ferro-carril internacional vale dos tratados de comercio, porque el ferro-carril es el hecho , de que el tratado es la expresión . Cada empréstito extranjero, equivale a un tratado de neutralidad.
No hay congreso europeo que equivalga a una grande exposición universal, y la telegrafía eléctrica cambia la faz de la diplomacia, reuniendo a los soberanos del mundo en congreso permanente sin sacarlos de sus palacios, reunidos en un punto por la supresión del espacio. Cada restricción comercial que sucumbe, cada tarifa que desaparece, cada libertad que se levanta, cada frontera que se allana, son otras tantas conquistas que hace el derecho de gentes en el sentido de la paz, más eficazmente que por los mejores libros y doctrinas.
De todos los instrumentos de poder y mando de que se arma la paz, ninguno más poderoso que la libertad. Siendo la libertad la intervención del pueblo en la gestión de sus cosas, ella basta para que el pueblo no decrete jamás su propio exterminio.

IV. La libertad como influencia unificadora.
Cada escritor de derecho de gentes es a su pesar la expresión del país a que pertenece; y cada país tiene las ideas de su edad, de su condición, de su estado de civilización. El derecho de gentes moderno, es decir, la creencia y la idea de que la guerra carece de fundamento jurídico, ha surgido, naturalmente, de la cabeza de un hombre perteneciente a un país clásico del derecho y del deber, términos correlativos de un hecho de dos fases, pues el deber no es más que el derecho reconocido y respetado, y viceversa. La libre Holanda inspiró el derecho de gentes moderno, como había creado el gobierno libre y moderno. País comercial a la vez que libre, miró en el extranjero no un enemigo sino un colaborador de su grandeza propia, y al revés de los romanos, no tuvo para con las naciones extranjeras otro derecho aparte y diferente del que se aplicaba a sí mismo en su gobierno interior.
Ver en las otras naciones otras tantas ramas de la misma familia humana, era encontrar de un golpe el derecho internacional verdadero. Esto es lo que hizo Grocio inspirado en el cristianismo y la libertad. La Suiza, la Inglaterra, la Alemania, los Estados Unidos, han producido después por la misma razón los autores y los libros más humanos del derecho de gentes moderno; pero los países meridionales, que por su situación geográfica han vivido bajo las tradiciones del derecho romano, han producido guerreros en lugar de grandes libros de derecho internacional, y sus gobiernos militares han tratado al extranjero más o menos con el mismo derecho que a sus propios pueblos, es decir, con el derecho de la fuerza.
¿Cómo se explica que ni la Francia, ni la Italia hayan producido un autor célebre de derecho de gentes, habiendo producido tantos autores y tantos libros notables de derecho civil o privado?. Es que el derecho de gentes, no es más que el derecho público exterior, y en el mundo latino por excelencia, es decir, gobernado por las tradiciones imperiales y los papas, ha sido siempre más lícito estudiar la familia, la propiedad, la sociedad, que no el gobierno, la política y las cosas del Estado. Grocio, en su tiempo, no podía tener otro origen que la Holanda. Si el gobierno francés de entonces protegió sus trabajos, fue porque coincidían con sus intereses y miras exteriores del momento; pero la inspiración de sus doctrinas tenía por cuna la libertad de su propio país originario. Luis XIV protegía en Grocio, al desterrado por su enemiga Holanda; y por un engaño feliz, en odio al gobierno libre protegía la libertad en persona.
Las verdades de Grocio, como las de Adam Smith, se han quedado ahogadas por interés egoísta y dominante de los gobiernos, que han seguido dilapidando la sangre y la fortuna de las naciones que esos dos genios tutelares de la humanidad enseñaron a economizar y guardar. Grocio y Smith han enseñado, mejor que Vauban y Federico, el arte de robustecer el poder militar de las naciones: consiste simplemente en darles la paz a cuya sombra crecerán la riqueza, la población, la civilización, que son la fuerza y el vigor por excelencia.
Que el poder resulta del número en lo militar como en todo, lo prueba el hecho simple que un Estado de treinta millones de habitantes es más fuerte que otro de quince millones, en igualdad de condiciones. Luego la guerra, erigida en constitución política, es lo más propio que se puede imaginar para producir la debilidad de un estado, por estos dos medios infalibles: evitando los nacimientos y multiplicando las muertes. No dejar nacer y hacer morir a los habitantes, es despoblar el país, o retardar su población, y como un país no es fuerte por la tierra y las piedras de que se compone su suelo, sino por sus hombres, el medio natural de aumentar su poder, no es aumentar su suelo, sino aumentar el número de sus habitantes y la capacidad moral, material e intelectual de sus habitantes. Pero este es el arte militar de Adam Smith y de Grocio, no el de Vauban ni de Condé.
El poder militar de una nación reside todo entero en sus finanzas, pues como lo han dicho los mejores militares, el nervio de la guerra es el dinero, varilla mágica que levanta los ejércitos y las escuadras en el espacio de tiempo en que las hadas de la fábula construyen sus palacios. Pero las finanzas o la riqueza del gobierno es planta parásita de la riqueza nacional; la nación se hace rica y fuerte trabajando, no peleando, ahorrando su sangre y su oro por la paz que fecunda, no por la guerra que desangra, que despuebla, empobrece y esteriliza, hasta que trae, como su resultado, la conquista. La guerra, como el juego, acaba siempre por la ruina.
En cuanto al suelo mismo, el secreto de su ensanche es el vigor de la salud, y el bienestar interior como en el hombre es la razón de su corpulencia.

 

CAPÍTULO IV
RESPONSABILIDADES


I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra.
La guerra ha sido hecha casi siempre por procuración. Sus verdaderos y únicos autores, que han sido los jefes de las Naciones, se han hecho representar en la tarea poco agradable de pelear y morir [4] ; cuando han asistido a las batallas lo han hecho con todas las precauciones posibles para no exponerse a morir. Más bien han asistido para hacer pelear, que para pelear. Todos saben cuál es el lugar del generalísimo en las batallas. Por eso es tan raro que muera uno de ellos. Las guerras serían menos frecuentes si los que las hacen tuvieran que exponer su vida a sus resultados sangrientos. La irresponsabilidad directa y física es lo que las multiplica.
Pues bien: un medio simple de prevenir cuando menos su frecuencia, sería el de distribuir la responsabilidad moral de su perpetración entre los que las decretan y los que la ejecutan. Si la guerra es un crimen, el primer culpable de ese crimen es el soberano que la emprende. Y de todos los actores de que la guerra se compone, debe ser culpable, en recta administración de justicia internacional, el que, la manda hacer. Si esos actos son el homicidio, el incendio, el saqueo, el despojo, los jefes de las naciones en guerra deben ser declarados, cuando la guerra es reconocida como injusta, como verdaderos asesinos, incendiarios, ladrones, expoliadores, etc.; y si sus ejércitos los ponen al abrigo de todo castigo popular, nada debe abrigarlos contra el castigo de opinión infligido por la voz de la conciencia pública indignada y por los fallos de la historia, fundados en la moral única y sola, que regla todos los actos de la vida sin admitir dos especies de moral, una para los reyes, otra para los hombres; una que condena al asesino de un hombre y otra que absuelve el asesinato cuando la víctima, en vez de ser un hombre, es un millón de hombres.
La sanción del crimen de la guerra deja de existir para sus verdaderos autores par causa de esta distinción falaz que todo lo pierde en materia de justicia. La guerra se purificaría de mil prácticas que son el baldón de la humanidad, si el que la manda hacer fuese sujeto a los principios comunes de la complicidad, y hecho responsable de cada infamia, en el mismo grado que su perpetrador inmediato y subalterno. [5] .

II. Glorificación de la guerra.
Considerada la guerra como un crimen, ningún soberano se ha confesado su autor; cuando se ha considerado como gloria y honor, todos se la han apropiado. La justicia les ha arrancado esta confesión de que debe tomar nota la conciencia justiciera de la humanidad. Una vez glorificado el crimen de la guerra, los señores de las naciones han hecho de su perpetración el tejido de su vida. De ahí resulta que la historia, constituida en biografía de los reyes, no ha sido otra cosa que la historia de la guerra. Y como si la pluma no bastase a la historia, la pintura ha sido llamada en su auxilio, y hemos tenido un nuevo documento justificativo del crimen que tiene por autores responsables a los jefes de las naciones.
La pintura histórica no nos ha representado otra cosa que batallas, sangre, muertos, sitios, asaltos, incendios, como la obra gloriosa y digna de memoria de los reyes, sus autores y ejecutores inmediatos. ¿Qué ha sido un museo de pintura histórica? Un hospital de sangre, una carnicería, en que no se ven sino cadáveres, agonizantes, heridos, ruinas y estragos de todo género. Tales imágenes han sido convertidas en objeto de recreo por la clemencia de los reyes.
Imaginad que, en vez de ser pintados, esos horrores fuesen reales y verdaderos, y que el paseante que los recorre en las galerías de un palacio, oyese las lamentaciones y los gemidos de los moribundos, sintiese el olor de la sangre y de los cadáveres, viese el suelo cubierto de manos, de piernas, de cráneos separados de sus cuerpos, ¿se daría por encantado de una revista de tal espectáculo? ¿Se sentiría penetrado de admiración, por los autores principales de esas atrocidades? ¿ No se creería más bien en los salones infectos y lúgubres de un hospital, que en las galerías de un palacio? ¿No se sentiría poseído de una horrible curiosidad por ver la cara del monstruo que había autorizado, o decretado, o consentido en tales horrores?
Sólo la costumbre y la consagración hecha de ese crimen por los depositarios supremos de la autoridad de las naciones, es decir, por sus autores mismos, han podido pervertir nuestro sentido moral, hasta hacernos ver esos cuadros no sólo sin horror, sino con una especie de placer y admiración.

III. Sanción penal contra los individuos.
Probablemente no llegará jamás el día en que la guerra desaparezca del todo de entre los hombres. No se conoce el grado de civilización, el estado religioso, el orden social, su condición, la raza por perfeccionada que esté, en que los conflictos sangrientos de hombre a hombre no presenten ejemplos. ¿Por qué no será lo mismo con los conflictos de nación a nación?
Pero indudablemente las guerras serán más raras a medida que la responsabilidad de sus efectos se hagan sentir en todos los que las promueven y suscitan. Mientras haya unos que las hacen y otros que las hacen hacer; mientras se mate y se muera por procuración, no se ve por qué motivo pueden llegar a ser menos frecuentes las guerras; pues aunque las causas de codicia, de ignorancia y de atraso que antes las motivaban, se hayan modificado o disminuido, quedan y quedarán siempre subsistentes las pasiones, la susceptibilidad, las vanidades que son siempre compatibles con todos los grados de civilización. Así es que toda la sanción penal que hace cuerdo al loco mismo, el castigo de la falta, no podrá ser capaz de contener a los que encienden con tanta facilidad las guerras sólo porque están seguros de la impunidad de los asesinatos, de los robos, de los incendios, de los estragos de todo género de que la guerra se compone.
Yo sé que no es fácil castigar a un asesino que dispone de un ejército de quinientos mil cómplices armados y victoriosos; pero si el castigo material no puede alcanzarlo por encima de sus bayonetas, para el castigo moral de la opinión pública no hay baluartes ni fortalezas que protejan al culpable; y los fallos de la opinión van allí donde van los juicios de la doctrina y de la ciencia que estudia lo justo y lo injusto en la conducta de las naciones y de sus gobiernos, como la luz cruza el espacio y el fluido magnético los cuerpos sólidos.
Fluido imponderable de un género aparte, para el cual no hay barrera ni obstáculo que no le sea tan accesible como a la electricidad y el calor, la opinión pública hiere al criminal en sus alturas mismas y las leyes de la naturaleza moral del hombre hacen el resto para el complemento de su ruina con el cadáver dejado en pie.
Nerón , Cómodo , Domiciano son asesinos declarados tales por el fallo del género humano, y condenados a la suerte de los asesinos aleves. Si ellos se levantaran de sus sepulcros y se presentasen ante las generaciones de esta época, serían despedazados como fieras por la venganza popular. Pues bien, este agente imponderable -la opinión - que antes necesitaba de siglos para concentrarse y producir su justiciera explosión, hoy se encuentra en el momento y en el punto en que la justicia hollada lo hace necesario, al favor de ese mecanismo de mil resortes producido por el genio de la civilización moderna y compuesto de esos conductores maravillosos, que se llaman la prensa, el ferrocarril, el buque a vapor, el telégrafo eléctrico, los bancos o el crédito, el comercio, la tolerancia, la libertad, la ciencia. Formado el rayo, falta saber sobre qué cabeza debe caer.

IV. Responsabilidad de los individuos.
"Decimos, pues, en primer lugar (habla Grocio, lib. III, cap. X, De la Guerra y la Paz ), que si la causa de la guerra es injusta, en el caso mismo en que fuese emprendida de una manera solemne (legal), todos los actos que nacen de ella son injustos, de una injusticia íntima; de suerte que aquellos que a sabiendas cometen tales actos, o cooperan a ellos, deben ser considerados como perteneciendo al número de los que no pueden llegar al reino celestial sin penitencia. Ahora bien, la verdadera penitencia exige absolutamente que aquel que ha causado perjuicio, sea matando, sea deteriorando los bienes, sea ejerciendo actos de pillaje, repare este mismo perjuicio".
"Ahora bien, están obligados a la restitución, según las reglas que hemos explicado de una manera general en otra parte, aquellos que han sido los autores de la guerra, sea por derecho de autoridad, sea por su consejo; se trata, bien entendido, de todas las cosas que siguen ordinariamente a la guerra; y aún de las consecuencias extraordinarias, si ellos han ordenado o aconsejado alguna cosa semejante, o si pudiendo impedirla, ellos no la han impedido. Es así que los generales son responsables de las cosas que se han hecho bajo su mando; y que los soldados que han concurrido a algún acto común, por ejemplo, el incendio de una ciudad, son responsables solidariamente".
Si este principio es aplicable a la responsabilidad civil de los males de la guerra, con doble razón lo es a la responsabilidad penal (cuando es posible hacerla efectiva) de la guerra, considerada como crimen. Vattel protesta contra esta doctrina de Grocio; pero es Grocio el juez de apelación de Vattel, no viceversa. Es una fortuna para nuestra tesis la autoridad de Grocio en su servicio.

V. Responsabilidad de los Estados.
Todo lo que distingue al soberano moderno del soberano de otra edad, es la responsabilidad . En esta parte el soberano se acerca de más en más a la condición de un Presidente de República, por la simple razón de que el soberano moderno es un soberano democrático , cuya soberanía no es suya propia, sino de la nación, que delega su ejercicio en una familia, sin abdicarlo. Esta familia, que es la familia o dinastía reinante, no es más que depositaria de un poder ajeno. Como tal depositaria, debe al depositante una cuenta continua de la gestión de su poder. Esta responsabilidad es toda la esencia del gobierno representativo, es decir, del verdadero gobierno libre y moderno. Si suprimís esta responsabilidad, convertís al depositario en propietario del poder soberano, es decir, en el rey absoluto de los siglos de barbarie y de violencia. El sistema, que quita la responsabilidad al soberano y la da a sus ministros, hace del soberano una ficción de tal, un simulacro de soberano, un mito, un símbolo de soberano, que reina pero no gobierna ; es decir, un soberano inútil, pues ya basta para ese papel la nación misma, que también reina sin gobernar.
Este sistema es la transacción del pasado con el presente en materia de gobierno. El gobierno moderno salido entero de la soberanía popular, tiende a suprimir ese simulacro inútil de comitente, que sólo sirve para eludir u oscurecer la responsabilidad, es decir, la obligación de todo mandatario de dar cuenta de la gestión de su mandato al comitente, que es uno, en materia de gobierno: la nación. Donde hay dos comitentes que reinan sin gobernar, el uno mediato, el otro inmediato, la responsabilidad se vuelve incierta, porque deja de ser cierto el comitente .
" Responsabilidad , palabra capital (dice Renán), y que encierra el secreto de casi todas las reformas morales de nuestro tiempo". A ese dominio pertenecen, en primera línea, las reformas políticas. Si en las cosas de la familia y de la sociedad civil la responsabilidad es base capital, ¿qué será en los asuntos de las naciones y de los imperios? Con sólo dar toda la responsabilidad de la guerra a los autores de la guerra, la repetición de este crimen de lesa humanidad se hará de más en más fenomenal. Pero la guerra es un acto de gobierno reputado como acto o prerrogativa del gobierno por todas las constituciones. Se declaran por el gobierno, se hacen por el gobierno, se concluyen por el gobierno. Luego la cabeza del gobierno responde de ella en primera línea. No porque su poder, es decir, la fuerza lo exima del castigo, lo excusa de la responsabilidad del crimen. La impunidad no es la absolución. El proceso no hace el crimen, y el verdadero castigo del criminal no consiste en sufrir la pena, sino en merecerla; no es la pena material lo que constituye la sanción, sino la sentencia. Es la sentencia, la que destruye al culpable, no la efusión de su sangre por un medio u otro. Pero la sentencia, para ser eficaz, debe fundarse en la ley. Que la ley universal, que la ley de todo el mundo, es decir, que la razón libre de las naciones, empiece a señalar como el autor del crimen de la guerra al que es cabeza del gobierno que lo ejecuta.
Es a la ciencia del gobierno exterior, es decir del derecho de gentes penal a quien toca investigar los principios y los medios de la legislación más capaces de poner a la familia de las naciones al abrigo del crimen de la guerra, que destruye su bienestar y retarda sus progresos.
Pero, de cierto, que si la ciencia y la ley admiten la existencia posible de criminales privilegiados y excepcionales, asesinos inviolables, ladrones irresponsables, bandidos reales e imperiales, todo el mecanismo del mundo político y moral viene por tierra. Los sabios y legisladores van más lejos que Dios mismo, que no ha tenido una sola ley que no tenga su sanción o castigo, que se produce naturalmente contra todo infractor sin excepción. Rico o pobre, rey o siervo, el que mete el dedo en el fuego, se quema. He ahí la justicia natural. Así está legislado el mundo físico y así lo está el mundo moral. Toda violación del orden natural, lleva consigo su castigo; todo violador o infractor es delincuente, y su delito podrá escapar al castigo del hombre, pero no al de Dios, aquí en la tierra, sin ir, más lejos. La sociedad no necesita infligirlo; le basta declarar el crimen y el criminal y darlos a conocer de todos. Es imposible llevar más lejos el remedio. El que mata a su semejante, se suicida; el que roba se expropia él mismo, a una condición, y es que todo el mundo sepa que un asesinato, un robo han sido cometidos y conozca al que ha cometido el robo y el asesinato. Con esto sólo, con tal que sea infalible, el criminal está castigado y perdido hasta que no se rehabilite por el bien.

VI. El establecimiento de la responsabilidad individual.
La responsabilidad penal será al fin el único medio eficaz de prevenir el crimen de la guerra, como lo es de todos los crímenes en general. Mientras los autores principales del crimen de la guerra gocen de inmunidad y privilegios para perpetrarlo en nombre de la justicia y de la ley, la guerra no tendrá ninguna razón para dejar de existir. Ella se repetirá eternamente como los actos lícitos de la vida ordinaria. Reducid la guerra al común de los crímenes y a los autores de ella al común de los criminales, y su repetición se hará tan excepcional y fenomenal, como la del asesinato o la del robo ordinario.
No sólo es posible la confusión del crimen de la guerra con el crimen del asesino y del ladrón, sino que es un escándalo inmoral el que esa confusión no exista: y esa escandalosa distinción es todo el origen presente de la guerra. No habría sino que aplicarle esta doctrina simple para verla desaparecer o disminuir.
El que manda asesinar y aprovecha del asesinato, es un asesino. El que autoriza el robo y medra del robo es un ladrón. El que ordena el incendio y el corso, es un bandido, es un pirata. Para los asesinos, los ladrones y los bandidos, es el cadalso, no el trono; es la infamia, no el honor ni la majestad del mando.

VII. Prueba de guerra.
Todo Estado que no puede dar diez pruebas auténticas de diez tentativas hechas para prevenir una guerra como el último medio de hacer respetar su derecho, debe ser responsable del crimen de la guerra ante la opinión del mundo civilizado, si quiere figurar en él como pueblo honesto y respetable.

CAPÍTULO V
EFECTOS DE LA GUERRA


I. Pérdida de la libertad y la propiedad.
El primer efecto de la guerra, -efecto infalible- es un cambio en la constitución interior del país, en detrimento de su libertad, es decir, de la participación del pueblo en el gobierno de sus cosas. Este resultado es grave pues desde que sus cosas dejen de ser conducidas por él mismo, sus cosas irán mal.
La guerra puede ser fértil en victorias, en adquisiciones de territorios, de preponderancia, de aliados sumisos y útiles; ella cuesta siempre la pérdida de su libertad al país que la convierte en hábito y costumbre. Y no puede dejar de convertirse en hábito permanente una vez comenzada, pues en lo interior como en lo exterior, la guerra vive de la guerra. Ella crea al soldado, la gloria del soldado, el héroe, el candidato, el ejército y el soberano.
Este soberano, que ha debido su ser a la espada, y que ha resuelto por ella todas las cuestiones que le han dado el poder, no dejará ese instrumento para gobernar a sus gobernados en cambio de la razón que de nada le ha servido.
Así todo país guerrero acaba por sufrir la suerte que él pensó infligir a sus enemigos por medio de la guerra. Su poder soberano no pasará a manos del extranjero, pero saldrá siempre de sus manos para quedar en las de esa especie de estado en el estado, en las de ese pueblo aparte y privilegiado que se llama el ejército . La soberanía nacional se personifica en la soberanía del ejército; y el ejército hace y mantiene los emperadores que el pueblo no puede evitar.
La guerra trae consigo la ciencia y el arte de la guerra, el soldado de profesión, el cuartel, el ejército, la disciplina; y, a la imagen de este mundo excepcional y privilegiado, se forma y amolda poco a poco la sociedad entera. Como en el ejército, la individualidad del hombre desaparece en la unidad de la masa, y el Estado viene a ser como el ejército, un ente orgánico, una unidad compuesta de unidades, que han pasado a ser las moléculas de ese grande y único cuerpo que se llama el Estado, cuya acción se ejerce por intermedio del ejército y cuya inteligencia se personaliza en la del soberano.
He ahí los efectos políticos de la guerra, según lo demuestra la historia de todos los países y el más simple sentido común. A la pérdida de la libertad, sigue la pérdida de la riqueza como efecto necesario de la guerra; y con sólo esto es ya responsable de los dos más grandes crímenes, que son: esclavizar y empobrecer a la nación, si estas calamidades son dos y no una sola.
La riqueza y la libertad son dos hechos que se suponen mutuamente. Ni puede nacer ni existir la riqueza donde falta la libertad, ni la libertad es comprensible sin la posesión de los medios de realizar su voluntad propia.
La libertad es una, pero tiene mil faces. De cada faz hace una libertad aparte nuestra facultad natural de abstraer. De la tiranía, que no es más que el polo negativo de la libertad, se puede decir otro tanto. Examinadlo bien: donde una libertad esencial del hombre está confiscada, es casi seguro que están confiscadas todas. Paralizad la libertad del pensamiento, que es la faz suprema y culminante de la libertad multíplice, y con sólo eso dejáis sin ejercicio la libertad de conciencia o religiosa, la libertad política, las libertades de industria, de comercio, de circulación, de asociación, de publicación, etc.
La riqueza deja de nacer donde estos tres modos del trabajo que son su fuente natural, -la agricultura , el comercio , la industria , -están paralizados o entorpecidos por las necesidades de un orden de cosas militar, y ese régimen no puede dejar de producir esa paralización en ellas, por estas razones bien sencillas.
La guerra quita a la agricultura, a la industria y al comercio sus mejores brazos, que son los más jóvenes y fuertes, y de productores y creadores de la riqueza, que esos hombres debían ser, se convierten, por las necesidades del orden militar, no en meros consumidores estériles, sino además en destructores de profesión, que viven del trabajo de los menos fuertes, como un pueblo conquistador vive de un pueblo conquistado. Cuando digo la guerra, digo el ejército, que no es más que la expresión de la guerra en reposo, lo cual no es equivalente a la paz. La paz armada es una campaña sin pólvora contra el país.
El soldado actual se diferencia del soldado romano en esto: que el soldado romano se hacía vestir, alimentar y alojar por el trabajo del extranjero sometido; mientras que el soldado moderno recibe ese socorro de la gran mayoría del pueblo de su propia nación convertida en tributario del ejército, es decir, de un puñado privilegiado de sus hijos: el menos digno de serlo, como sucede a menudo con toda aristocracia.
Es innegable que la nación trata al ejército mejor que a sí misma, pues le consagra los tres tercios del producto de su contribución nacional. Invoco el presupuesto de todas las naciones civilizadas: el gasto de guerra y marina, es decir, del ejército, absorbe las tres cuartas partes; el resto es para el culto, la educación, los trabajos de pública utilidad, el gobierno interior y la policía de seguridad, que no son sino un apéndice civil del ejército y de la guerra, como lo veremos ahora. No hablo de una nación, hablo de todas. No aludo a los Imperios, hablo también de las Repúblicas. No me contraigo a Europa; hago la historia de la América.
Sólo el Asia, el Africa y la América indígena, es decir, sólo los pueblos salvajes, son excepción de esta regla de los pueblos civilizados y cristianos.
Con cierta razón se ríen ellos de nuestra civilización; no porque adoremos la guerra que ellos adoran, sino porque los consideramos salvajes al mismo tiempo que nuestra civilización les copia su culto militar. Ellos al menos no se dicen hermanos e hijos de un Dios común. Los salvajes nos hacen justicia. Nada cautiva su predilección entre los imbéciles de nuestra civilización, como un arnés de guerra, un fusil, una espada, un uniforme. En ese punto son gentes civilizadas a nuestro modo.

II. Simulación especiosa de riqueza.
La riqueza, que a veces aparenta florecer bajo el orden militar de cosas, no es un desmentido de lo que dejamos dicho, sino una prueba más de su verdad.
Es que la riqueza, que es útil a la libertad, es indispensable a la guerra; ella tiene eso de semejante a la providencia, hace vivir a los señores y a los esclavos. Como equivalente del poder, la riqueza es un instrumento de la guerra que los reasume todos. Así, la guerra tiene su economía política peculiar y propia. Ella sabe poblar a su modo, instruir a su modo, producir a su modo, cultivar a su modo y comerciar a su modo. También tiene su modo peculiar de emplear la libertad. Como a la más fecunda de sus esclavas, la guerra emplea la libertad, a veces, para hacerla producir el dinero necesario al ejército y a sus campañas. Sólo en ese sentido es liberal el gobierno militar.
La economía política de la guerra, fomenta la riqueza de la nación en cuanto es necesaria a la vida del ejército, como el cultivador de flores parásitas cuida con esmero la vida de los árboles que las sustentan, no por el árbol sino por sus parásitos.
Por estas causas y por algunas otras eventuales, se han visto grandes propiedades al lado y en seguida de guerras terribles; y los partidarios de ella, como sistema, han concluido que la guerra era la causa de esas prosperidades. Porque las guerras no han podido estorbar la prosperidad nacida del poder vital de los pueblos, se ha concluido que ellas eran la causa de ese progreso. Los incendios, las pestes y los terremotos no han impedido que la humanidad prosiga sus progresos en la civilización; ¿debemos concluir de ahí que los incendios y las pestes han sido causa del progreso de los pueblos?

III. Pérdida de población.
Tras la pérdida de la libertad y de la riqueza, la guerra trae al país que se invetera en ella la pérdida de su población, es decir, su disminución, su apocamiento como nación importante. La extensión de la población, más que la del territorio, forma la magnitud de un Estado.
No es en los campos de batalla, no es en los hospitales de campaña donde la guerra hace sus más grandes bajas en el censo de la población; es en las emigraciones que el temor de la conscripción produce; es en las familias que dejan de formarse por causa de la dedicación a la guerra de la numerosa juventud más apta para el matrimonio; es en la desmoralización de las costumbres, que engendra el celibato forzado de millares de hombres jóvenes; es en las inmigraciones, que previene y estorba la perspectiva de sus estragos en la suerte del país en guerra; es en el olvido de todo espíritu de libertad que produce en la población el largo hábito de la obediencia automática del soldado. Entre el soldado disciplinado y el ciudadano libre hay la diferencia que entre el vagón y una locomotora: el uno es máquina que obedece, la otra es agente motor.
Este tercer crimen de la guerra - el despoblar la nación - es doblemente desastroso en los países nuevos de América, donde el acrecentamiento de su escasísima población es la condición fundamental de su progreso y desarrollo.
En todos los países que han vivido largos años bajo gobiernos militares en que la guerra extranjera es a menudo un expediente de gobierno interior, la población ha disminuido o quedado estacionaria. Ejemplos de ello son la España, la Francia y los más de los Estados de la América del Sud, el suelo del cesarismo sin corona. Si es verdad que la población se desarrolla en proporción de las subsistencias, la guerra, que siempre tiene por efecto inmediato y natural el disminuirlas, viene a ser por ese lado otra causa de paralización en el progreso de la población.
La guerra disminuye la población de los Estados, cegando los manantiales de la riqueza y del bienestar de sus habitantes, que no se multiplican espontáneamente sino al favor de esos beneficios fecundos. En una palabra, la guerra es al organismo general del Estado lo que la enfermedad al cuerpo humano: una causa de decrepitud y aniquilamiento general, pues no hay órgano ni función, que no se resienta de sus efectos letales. Y aunque haya guerras, como hay enfermedades, que ocasionalmente traen a la salud cambios excepcionalmente favorables, la regla general es que la guerra como la enfermedad, conducen al exterminio y a la muerte, no a la salud.
A nadie se oculta que muchas guerras, de las que registra la historia, han servido para producir en los destinos de más de una nación los cambios más favorables a su progreso y civilización, como más de un enfermo ha debido su salvación a una medicina fuerte y terrible; pero nadie deducirá de estos hechos, en cierto modo fenomenales como regla general de política y de tratamiento médico, que se deben suscitar guerras para aumentar la riqueza y la población del país, ni que se deba sangrar y purgar al que no está enfermo, para robustecerlo más de lo que está naturalmente.

IV. Pérdidas indirectas.
Los gastos del Estado en la ejecución de una guerra, forman la parte más pequeña de los estragos que ella opera en los capitales y en las fortunas de los particulares, directa o indirectamente. Estos estragos no se dejan ver con la misma claridad que los otros, porque no hay una contabilidad colectiva de las fortunas y propiedades privadas en que aparezca el saldo, al fin de la guerra. Pero evidentemente son los más considerables porque pesan sobre todo el capital de la Nación.
Se ven a veces grandes fortunas parciales que se forman en medio de la guerra, y tal vez a causa de ella; pero esas fortunas excepcionales, que sólo favorecen a pocos individuos y a una que otra localidad, no destruyen la regla de que la guerra es causa de empobrecimiento para la población en general.
Desde luego, el aumento de la deuda pública, por empréstitos o emisiones de fondos a interés, exigidos siempre por la guerra, disminuye el haber de los particulares, aumenta el monto de las contribuciones, y es indudable que una guerra pesa siempre sobre muchas generaciones, empobreciendo a los que viven y a los que no han nacido. Por grande que sea el mal que la guerra haga al enemigo, mayor es el mal que hace al país propio; pues el aumento de la deuda, quiere decir la disminución de haber de cada habitante, que, en lugar de pagar una contribución como diez, la paga como veinte para cubrir los intereses de la deuda, que originó la guerra.
No es necesario que la guerra estalle para producir sus efectos desastrosos. Su mera perspectiva, su simple nombre hace víctimas, pues paraliza los mercados, las industrias, las empresas, el comercio, y surgen las crisis, las quiebras, la miseria y el hambre.
Y no por ser lejana es menos desastrosa la guerra al país que la hace. La distancia, al contrario, alimenta los sacrificios que ella cuesta en hombres, dinero y tiempo; y aunque el dinero del país se gaste en los antípodas, no por eso el bolsillo del país deja de sentir su ausencia, y en cualquier latitud del globo que caiga la sangre del soldado, su familia no se libra del luto porque habite a tres mil leguas. En las guerras vecinas, se salvan los heridos; en las guerras lejanas, todo herido es un cadáver. Todo el que invade un país antípoda quema sus naves sin saberlo; y si no logra conquistar, es conquistado. Y así como no es preciso que la guerra estalle para producir desgracias, así después que ha pasado sigue castigando al país que la produjo, hasta en sus remotas generaciones, obligadas a expiar, con el dinero de su bolsillo y el pan de sus familias, el asesinato internacional que cometieron sus padres y abuelos.

V. Auxiliares de la guerra.
La guerra es un estado, un oficio, una profesión, que hace vivir a millones de hombres. Los militares forman su menor parte. La más numerosa y activa, la forman los industriales que fabrican las armas y máquinas de guerra, de mar y tierra, las municiones, los pertrechos; los que cultivan y enseñan la guerra como ciencia.
Abolir la guerra, es tocar al pan de todo ese mundo. Quien dice militares, alude a los soberanos que lo son casi todos, a una clase privilegiada y aristocrática de altos funcionarios, de gran influjo en el gobierno de las naciones, sobre todo de las Repúblicas; a glorias o vanaglorias, a títulos, a rangos de familias que tienen en la guerra su razón de ser.
La paz perpetua sería una plaga para todo ese mundo. Así Saint Pierre, su apóstol, fue echado de la Academia por su proyecto de paz perpetua, y Enrique IV fue echado de este mundo por el puñal de Ravaillac, la víspera de plantificar ese designio.
Como la guerra ocupa el poder y tiene el gobierno de los pueblos, ella es la ley del mundo; y la paz no puede tomarle su ascendiente sino por una reacción o revolución sin armas que constituye este problema casi insoluble: el de un ángel desarmado, que tiene que vencer y desarmar a Marte sin lucha ni sangre. Pero como la paz tiene por ejército a todo el mundo, y como todo el mundo es más que el ejército, la paz tiene al fin que salir victoriosa y tomar el gobierno del mundo, a medida que los pueblos ilustrándose y mejorándose, se apoderen de sus destinos y se gobiernen a sí mismos; es decir, a medida que se hagan más y más libres, como tiene que suceder por la ley natural de su ser progresista y perfectible.
Así, la libertad traerá la paz, porque la libertad y la paz son la regla, y la guerra es la excepción. El día que el pueblo se haga ejército y gobierno, la guerra dejará de existir, porque dejará de ser el monopolio industrial de una clase que la cultiva en su interés.

VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra.
No todas las operaciones de la guerra se hacen por los ejércitos y en los campos de batalla. Sin hablar de los bloqueos, de las interdicciones, de las embajadas, que se emplean para hostilizar al enemigo; sin hablar de la guerra de propaganda, de denigración y de injuria por la prensa y la palabra, dentro y fuera del país en guerra; hay la guerra de policía, la guerra de espionaje y delación, la guerra de intriga y de inquisición secreta, de persecución sorda y subterránea, en que se emplea un ejército numeroso de soldados ocultos, de todo sexo, de todo rango, de toda nacionalidad, que hacen más estragos en la sociedad beligerante que la metralla del cañón, y que cuesta más dinero que todo un cuerpo de ejército. Hay además, la guerra de maquinación, de soborno, de zapa y mina, de conspiración sorda, en que los millones de pesos constituyen la munición de guerra, y todo el móvil, toda el alma. Hay además, la guerra de desmoralización, de disolución, de desmembración, de descomposición social del país beligerante, que pudre las generaciones que quedan vivas, y cuya corrupción deja rara vez de alcanzar al corruptor mismo, es decir, al país y gobierno que emplean tales medios de guerra.
¿Qué se hace de este ejército subterráneo después de la campaña? Es más peligroso que el otro en sus destinos ulteriores. El soldado que ha hecho el papel de león, peleando a cara descubierta en el campo de batalla, vuelve a su hogar con su estima intacta, aunque sus manos vengan cubiertas de sangre. La convención ha sancionado el asesinato, cuando es hecho en grande escala y en nombre de la patria, es decir, con intención sana aunque equivocada.
Pero el que se ha encargado de desempeñar las funciones de la serpiente, de la araña venenosa, del reptil inmundo, ¿ qué papel digno y honesto puede hacer en la sociedad de su país, después de terminada la guerra? El derecho de la guerra , ha logrado sustraer del verdugo y de la execración pública al homicida que se sirve de un fusil o de un cañón en un campo de batalla, pero no ha logrado justificar al envenenador, al falsificador, al calumniador, al espión o ladrón del secreto privado, al corruptor, que siempre es cómplice del corrompido, al que usa llaves falsas, escaleras de cuerda, puñal envenenado.
La guerra que ha creado esa milicia, ha creado un remedio, que es una verdadera enfermedad. El arsénico, los venenos, pueden servir para dar salud; pero el cólera no es el remedio de la fiebre amarilla, ni el crimen puede ser remedio del crimen.
El regreso de ese ejército al seno de la nación que ha tenido la desgracia de emplearlo contra el enemigo, se convierte en el castigo de su crimen, pues rara vez deja de poner su táctica y sus armas al servicio de la guerra civil, en que la guerra extranjera se transforma casi siempre. Y cuando no existe la guerra, sirve para envenenar y corromper la paz misma, pues la sociedad, la familia, la administración pública, todo queda expuesto al alcance de su acción deletérea y corruptora. El país tiene que defenderse de tales defensores, empleando los medios con que se extinguen las víboras y los insectos venenosos, lo cual viene a ser una especie de homeopatía, o el ataque de los semejantes por sus semejantes ( simila similibus curantur ): un doble extracto del mal, que no es otra cosa que una doble calamidad.
Estos efectos de la guerra se hacen sentir principalmente en los pequeños Estados como los de Sud América, donde la insuficiencia de los medios militares obliga a los beligerantes a suplirlos por el uso de todas esas cobardías peculiares de la debilidad y de la pobreza, y que se hacen sentir con menos actividad en las guerras de la Europa.
La guerra de policía es una invención que se ha hecho conocer en el Río de la Plata por un partido que pretende representar la libertad, es decir, la antítesis de toda policía represiva Y perseguidora. Su nombre es un contrasentido. La guerra es un derecho internacional o de partidos interiores capaces de llegar a ser beligerantes.
¡Guerra de policía! Curioso barbarismo. La guerra es un proceder legitimado por el derecho de gentes: es un proceso irregular, en que cada combatiente, es juez y parte, actor y reo. Sólo entonces, cada parte es beligerante, y sólo hay guerra entre beligerantes, es decir, entre Estados soberanos y reconocidos , porque hacer la guerra lícita es practicar un acto de soberanía. Sólo el soberano legítimo, puede hacer legítima guerra. Dar el nombre de guerra al choque del juez con el reo ordinario, es hacer del ladrón común un beligerante, es decir, un soberano.
Es la consagración y dignificación del vandalaje, lejos de ser su represión. Ese es el resultado real, pero otro es el tenido en mira. ¿Cuál? Tratar al beligerante como al criminal privado, en cuanto a los medios de perseguirlo. La calificación no es mala en este sentido, pero a una condición, de ser recíproco su empleo a fin de que la justicia sea igual y completa en sus aplicaciones; pues si la guerra en favor del derecho de resistencia es un crimen ordinario, no lo es menos la guerra en favor del derecho de opresión, aunque el opresor se llame soberano.
Si el gobierno cree que todos sus medios son lícitos, porque representa el principio de autoridad , el ciudadano no es inferior en posición a ese respecto, pues representa el principio de libertad , más alto que el de autoridad. La autoridad es hecha para la libertad, y no la libertad para la autoridad. Si la libertad individual, que es el hombre, estuviese protegida por sí misma, la autoridad no tendría objeto ni razón de existir.
Así, en el conflicto de la autoridad con la libertad, es decir, del Estado con el individuo, el derecho de los medios es idéntico en extensión si no mayor al de la libertad. Así, toda constitución libre después de enunciar los poderes del gobierno, consagra este otro de los ciudadanos unidos que los iguala en nivel a todos aquellos, a saber: el de la resistencia o desobediencia.

VII. Supresión internacional de la libertad.
En la América del Sud cada República era una tribuna de libertad para la República vecina, y era el único modo como podía existir respetada la libertad política. La diplomacia de sus gobiernos empieza a encontrar el medio de quitar a la libertad este refugio en la celebración de tratados de extradición y de régimen postal. Pero, perseguir a los escritores y a los escritos de oposición liberal, en el país extranjero que les sirve de tribuna, es violar el derecho de gentes liberal, que los protege lejos de condenarlos. ¿Qué se hace para eludir este obstáculo? Se les persigue no como delincuentes políticos, sino como delincuentes ordinarios; se transforma el crimen de oposición, es decir, de libertad, en algún crimen de estafa o de asesinato, y aunque no se pruebe jamás, por la razón de que no existe, bastará exhibir piezas que justifiquen la extradición, para dar alcance a la persona del opositor político, y suprimirlo o enmudecerle en nombre de la justicia criminal ordinaria.
El crimen de esta diplomacia dolosa, tendrá el castigo que merece y que recibirá sin duda en servicio de la libertad misma, dando lugar a que los mismos signatarios de los tratados de extradición, sean extraídos del país extranjero de su refugio el día que la fuerza de las cosas los despoje del poder y los eche en la oposición liberal.

VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz.
No basta predicar la abolición de la guerra para fundar el reinado de la paz. Es preciso cuidar de no encenderla con la mejor intención de abolirla. Se puede atacar a la guerra de frente, y servirla por los flancos sin saberlo ni quererlo. Este peligro viene de nuestras pasiones y parcialidades naturales a todos los hombres, amigos y enemigos de la paz; y de nuestros hábitos sociales pertenecientes al orden fundado en la guerra, es decir, a la sociedad actual.
Los hábitos belicosos nos dominan de tal modo, que hasta para perseguir la guerra nos valemos de la guerra; ejemplo de ello es este concurso mismo provocado en honor y provecho de un vencedor de sus contendores o concurrentes literarios. Otro ejemplo puede ser el honor discernido al que firma un libro en que se hace la apología y la santificación de la guerra, por consideración a ese libro mismo. Si premiáis las apologías de la guerra, dais una prima al que se burla de vuestra propaganda pacífica.
Otro ejemplo puede ser el de la indiferencia con que se mira una guerra que sirve a nuestro partido, a nuestras esperanzas, a nuestras ambiciones. Toda la doctrina de la paz degenera en pura comedia si la guerra que sirve al engrandecimiento de la dinastía A, no nos causa el mismo horror que la que robustece a la dinastía B; si la guerra que sirve a la dilatación de nuestro país, no nos causa la misma repulsión que la que engrandece al país vecino. Cuenta lord Byron una especie probablemente humorística recogida en sus viajes a Italia: que el marqués de Beccaria, después de publicar su disertación sobre los delitos y las penas, en que aboga por la abolición de la pena capital, fue víctima de un robo que le hizo su doméstico, de su reloj de bolsillo, y que al descubrir al autor, exclamó involuntariamente: ¡que lo ahorquen!
Este cuento malicioso expresa cuando menos la realidad del escollo que dejamos señalado. Los abolicionistas de la pena de muerte aplicada a las naciones, debemos cuidar de no hacer lo que el marqués de Beccaria, el día que se pida la sangre de un pueblo que resiste con su espada lo que conviene a nuestro egoísmo. El verdadero medio de atacar la guerra que nos daña, es atacar la guerra que nos sirve.
Hay filántropos para quienes la guerra es un crimen, cuando ella sirve para aumentar el poder de una dinastía, la de Napoleón, por ejemplo; pero si la guerra sirve para aumentar el poder de una dinastía rival, la de Orleans, v. g., la guerra deja de ser crimen y se convierte en justicia criminal. La abolición de la guerra tiene que luchar con estas dificultades de nuestra flaqueza humana, pero no por eso dejará de realizarse un día.
Cuando se ofrecen premios al mejor libro que se escriba contra el crimen de la guerra, se emplea la guerra como medio de abolirla. Un certamen es un combate; y un premio, es una herida, hecha a los excluidos de él.
Cuando coronáis un libro que hace la apología de la guerra, dando al autor un asiento en la Academia de las ciencias morales y políticas, fomentáis la guerra sin perjuicio de vuestro amor a la paz. Luis XIV era más lógico echando a Saint Pierre de la Academia porque proponía la paz perpetua. ¡Qué de veces el amor a la paz no es más que un medio de hacer la oposición política a un gobierno militar! No basta sino que el poder pase a manos de los filántropos y que la guerra sea el medio de conservarlo o extenderlo, para que su doctrina general admita una excepción que la derogue enteramente.
Raro es el hombre que no está por la paz, pero es más raro el amigo de la paz, que no quiera una guerra previa. Así lo fue Enrique IV, y lo son Víctor Hugo y los filántropos del día. Enrique IV quería la paz perpetua, previa una guerra para abatir al Austria, y Víctor Hugo está por la paz universal, después de una guerra para destruir a Napoleón.

IX. Guerra y patriotismo.
No se puede modificar el alcance de los efectos de la guerra, sin modificar paralelamente el de los deberes del patriotismo. Para que la guerra deje de ver enemigos en los particulares del Estado enemigo, es indispensable que esos particulares se abstengan de secundar y pelear a la par del ejército de su país.

CAPÍTULO VI
ABOLICIÓN DE LA GUERRA


I. La difusión de la cultura.
¡Abolir la guerra ! Utopía. Es como abolir el crimen , como abolir la pena. La guerra como crimen, vivirá como el hombre; la guerra como pena de ese crimen, no será menos duradera que el hombre. ¿Qué hacer a su respecto? En calidad de pena, suavizarla según el nuevo derecho penal común; en calidad de crimen, prevenirlo como a lo común de los crímenes, por la educación del género humano.
Esta educación se hace por sí misma. La operan las cosas, la ayudan los libros y las doctrinas, la confirman las necesidades del hombre civilizado.
No será de resultas de la idea más o menos justa que se haga de la guerra, que ella se hará menos frecuente. El criminal ordinario no delinque por un error de su espíritu; en el modo de evitar el derecho criminal, las más veces sabe que es criminal; el ladrón sabe siempre que el robo es crimen y jamás roba porque piense que el robar es honesto. El crimen se impone a su conducta por una situación violenta y triste, por un vicio, por un odio.
Bastaría una situación opuesta para que el crimen dejase de ocurrir. El crimen de la guerra no difiere de los otros en su manera de producirse. Los soberanos se abstendrán de cometerlo, a medida que otra situación más feliz de las naciones les dé lo que su ambición pedía a las guerras; a medida que la economía política les dé lo que antes les daba la conquista, es decir, el robo internacional; a medida que el miedo al desprecio del mundo les haga abstenerse de hacer lo que es despreciable y ominoso.

II. Influencias que obran contra la guerra.
La guerra no será abolida del todo; pero llegará a ser menos frecuente, menos durable, menos general, menos cruel y desastrosa. Ya lo es hoy mismo en comparación de tiempos pasados, y no hay por qué dudar de que las causas que la han modificado hasta aquí, sigan obrando en lo venidero en el mismo sentido de mejora; como se han cambiado las penas, como los crímenes se han hecho menos frecuentes por los progresos de la civilización.
Ese cambio estaría lejos de realizarse si su ejecución estuviese encomendada a los guerreros, es decir, a los soberanos. Ellos, al contrario, están ocupados de fomentar las invenciones de máquinas y procederes de guerra más y más destructores.
No son la política ni la diplomacia las que han de sacar a los pueblos de su aislamiento para formar esa sociedad de pueblos que se llama el género humano. Serán los intereses Y las necesidades de la civilización de los pueblos mismos, como ha sucedido hasta aquí. Desde luego el comercio, industria esencialmente internacional que hace de más en más solidarios los intereses, el bienestar y la seguridad de las naciones. El comercio es el pacificador del mundo. Luego, las vías de comunicación y las comunicaciones que el comercio crea y necesita para su labor de asimilación.
Luego, la libertad, es decir, la intervención de cada Estado en la gestión de sus negocios y gobierno de sus destinos, que basta por sí sola para que los pueblos no decreten la efusión de su propia sangre y de sus propios caudales.
Pero sobre todo, el agente más poderoso de la paz, es la neutralidad , fenómeno moderno que no conocieron los antiguos. Cuando Roma era el mundo, no había neutrales si Roma entraba en guerra.

III. Autodestructividad del mal.
Se habla con cierto pavor por el porvenir del mundo, de los inventos de máquinas de destrucción que hace cada día el arte de la guerra; pero se olvida que la paz no es menos fértil en conquistas e invenciones que hacen de la guerra una eventualidad más y más imposible.
Con sus inventos la guerra se suicida en cierto modo, porque agrava su crimen y confirma su monstruosidad. Y es tal la fatalidad con que todas las fuerzas humanas trabajan en el sentido de hacer del género humano una vasta creación de pueblos, que hasta la guerra misma, queriendo contrariar ese resultado, le sirve a su pesar, acercando entre sí a los mismos pueblos que tratan de destruirse. Este hecho de la historia ha dado lugar a la doctrina que ha visto en la guerra un elemento de civilización, como podrían poseerlo también la peste, el incendio, el terremoto, que son causa ocasional de reconstrucciones nuevas, más bellas y perfectas que las obras desaparecidas.
En ese sentido negativo, la tiranía misma, la intolerancia, las preocupaciones del fanatismo, han contribuido al cruzamiento y enlace de las naciones, por las emigraciones y proscripciones a que han dado lugar. La tiranía de Carlos I de Inglaterra, tiene gran parte en la población y civilización de la América del Norte. La persecución de los Hugonotes ha dado un impulso a la industria inglesa. Ya hemos dicho que Alberto Gentile y Hugo Grocio no serían los autores del derecho de gentes moderno, sin el destierro que los sacó de Italia y Holanda para habitar lares extranjeros. La moderna política de unión entre la Inglaterra y la Francia no sería tal vez un hecho, hoy día, si largos años de emigración en Inglaterra no hubieran hecho de Napoleón III el más inglesado de todos los franceses.

IV. Cristianismo. Comercio.
Pero ¿qué causa pondrá principalmente fin a la repetición de los casos de guerra entre nación y nación? La misma que ha hecho cesar las riñas y peleas entre los particulares de un mismo Estado: el establecimiento de tribunales sustituidos a las partes para la decisión de sus diferencias. ¿Qué circunstancias han preparado y facilitado el establecimiento de los tribunales interiores de cada Estado? La consolidación del país en un cuerpo de Nación, bajo un gobierno común y central para todo él.
Este mismo será el camino que conduzca a la asociación de las naciones que forman el pueblo-mundo, en la adquisición de los tribunales que han de sustituir a las naciones beligerantes en la decisión de sus contiendas. Así, todo lo que conduzca a suprimir las distancias y barreras que estorban a los pueblos acercarse y formar un cuerpo de asociación general, tendrá por resultado disminuir la repetición de las guerras internacionales hasta extinguirlas o disminuirlas a lo menos.
Cread el pueblo internacional, o mejor dicho, dejadle nacer y crecer por sí mismo, en virtud de la ley que os hace crecer a vos mismo, y el derecho internacional, como ley viva, estará formado por sí mismo y con sólo eso. Cuando vaciáis un líquido en una fuente, no tenéis necesidad de ocuparos de su nivel: él mismo se cuida de eso y se nivela mejor que lo haría el primer geómetra. La humanidad es como ese líquido. Donde quiera que derraméis grandes porciones de ella, la veréis nivelarse por sí misma, según esa ley de gravitación moral que se llama el derecho. Antes de darse cuenta del derecho, ya el derecho la gobierna, como se para y camina el hombre en dos pies antes de tener idea de la dinámica.
Así, dejad que trabajen en el sentido de una organización internacional del género humano los siguientes elementos conducentes a esa organización espontánea: Primero. El cristianismo y su propagación, si no como dogma, al menos doctrina moral. El derecho no excluye a los mahometanos, ni a los hijos de Confucio; son ellos, al contrario, los que lo excluyen, pues es un hecho que son los pueblos cristianos los que han dado a conocer hasta hoy el
derecho internacional moderno. La moral cristiana no necesita más que una cosa para completar la conquista del mundo, en el sentido de su amalgama: que la desarméis de todo instrumento de violencia y le dejéis sus armas naturales, que son la libertad, la persuasión, la belleza. Un sacerdote de Jesucristo armado de cañones rayados y fusiles de Chassepot para imponer una ley que se impone por su propio encanto, es cuando menos un error que aleja al mundo de la constitución de su unidad. Para convencer al mundo de la belleza de la Venus del Capitolio, no han sido necesarias las penas del infierno y de la Inquisición; ni Maquiavelo ha tenido que seguir el menor invento a la tiranía para imponer a los ojos la belleza de la Venus de Médicis. Dad a leer el Evangelio a un hombre de sentido común; y si no corren de sus ojos esas dulces lágrimas que hace verter la más sublime acción, la más alta y noble poesía, decid que ese hombre no tiene alma o carece de un sentido, pues ni Rafael, ni el Ticiano, ni Miguel Angel, han dado a Jesús la belleza que tiene su doctrina por sí misma. Conquistando a los conquistadores del mundo, el cristianismo ha probado ser la moral de los hombres libres, pues los germanos han encontrado en él la expresión y la fórmula de sus instintos de libertad nativa.
Segundo. Después del cristianismo, que ha enseñado a los pueblos modernos a considerarse como una familia de hermanos, nacidos de un padre común, ningún elemento ha trabajado más activa y eficazmente en la unión del género humano como el comercio, que une a los pueblos en el interés común de alimentarse, de vestirse, de mejorarse, de defenderse del mal físico, de gozar, de vivir vida confortable y civilizada. El comercio, ha hecho sentir a los pueblos, antes que se den cuenta de ello, que la unión de todos ellos multiplica el poder y la importancia de cada uno por el número de sus contactos internacionales.
El comercio es el principal creador del derecho internacional, como constructor incomparable de la unidad y mancomunidad del género humano. El ha creado a Alberico Gentile y a Grocio, inspirados por la Inglaterra y la Holanda, los dos pueblos comerciales por excelencia, es decir, los dos pueblos más internacionales de la tierra por su rol de mensajeros y conductores de las Naciones. El derecho de gentes moderno, como hecho vivo y como ciencia, ha nacido en el siglo XVI, siglo de las empresas gigantescas del comercio, de los grandes descubrimientos geográficos, de los grandes viajes, de las grandes y colosales empresas de inmigración y de colonización de los pueblos civilizados de la Europa en los mundos desconocidos hasta entonces.
Esas conquistas del genio del hombre en el sentido de la concentración del género humano, han sido preparadas y servidas por otras tantas que han hecho en el dominio de las ciencias los Copérnico, Galileo, Newton, Colón, Vasco de Gama, etc. Poniendo al mundo en el camino de su consolidación por la acción de sus instituciones sociales y necesidades recíprocas, estas ciencias han preparado la materia viva, el hecho palpitante del derecho internacional, que es la organización del género humano en una vasta asociación de todos los pueblos que lo forman. El comercio, que ha realizado hasta hoy las inspiraciones del cristianismo y de la ciencia, será el que trabaje en lo futuro en el complemento o coronamiento de la civilización moderna, que no será más que una semi-civilización, mientras no exista un medio por el cual pueda la soberanía del género humano ejercer su intervención en el desenlace y arreglo de los conflictos parciales, dejados hoy a la pasión y a la arbitrariedad de cada parte interesada en desconocer y violar el derecho de su contraparte.
La ciencia del derecho hará mucho en este sentido; pero más hará el comercio, pues el mundo es gobernado, en sus grandes direcciones, más bien por los intereses que por las ideas.
Para completar su grande obra de unificación y pacificación del género humano, el comercio no necesita más que una cosa, como la religión cristiana: que se le deje el uso de su más completa y entera libertad. ¿Qué importa que su genio haya inspirado los inventos del ferrocarril, del buque a vapor, del telégrafo eléctrico, del cambio, del crédito, y que posea en estos instrumentos las armas capaces de concluir con la guerra, si le atáis las manos y le impedís emplearlos?
La libertad del vapor, la libertad de la electricidad, significan las libertades del comercio o de la vida internacional, como la libertad de la prensa, que es el ferrocarril del pensamiento, significa la libertad de las ideas. Cada tarifa prohibitiva o protectriz del atraso privilegiado, es un Pirineo, que hace de cada nación una España o una China, en aislamiento. Las tarifas de ese género superan a las montañas, en que no admiten túneles subterráneos.
Las tarifas sirven a la guerra mejor que las fortificaciones, porque estorban por sistema y pacíficamente la unión de las naciones en un todo común y solidario, capaz de una justicia internacional destinada a reemplazar la guerra, que es la justicia internacional que hoy existe. Cada ferrocarril internacional, por el contrario, vale diez tratados de comercio, como instrumento de unificación internacional; el telégrafo, suprimiendo el espacio, reúne a los soberanos en congreso permanente y universal sin sacarlos de sus palacios. Los tres cables trasatlánticos, son la derogación tácita de la doctrina de Monroe, mejor que hubieran podido estipularla tres congresos de ambos mundos.
Y si las tarifas son impenetrables al vapor, tanto peor para ellas, pues ese agente omnipotente se las llevará por delante enteras y de una pieza. Por los conductos de comunicación que abre el comercio entre Estado y Estado, y tras él, se precipitan las expediciones de las ciencias, las misiones de la religión, las grandes emigraciones de los pueblos y las masas de visitantes, que por placer, por curiosidad y para educarse, se envían unas a otras las naciones modernas; y la consolidación del género humano en su vasta unidad, recibe de la acción de esos elementos un desarrollo más y más acelerado.
Pero ninguna fuerza trabaja con igual eficacia en el sentido de esa labor de unificación, como la libertad de los pueblos, es decir, la participación de los pueblos en la gestión y gobierno de sus destinos propios.
La libertad es el instrumento mágico de unificación y pacificación de los Estados entre sí, porque un pueblo no necesita sino ser árbitro de sus destinos, para guardarse de verter su sangre y su fortuna en guerras producidas las más veces por la ambición criminal de los gobiernos. A medida que los pueblos son dueños de sí mismos, su primer movimiento es buscar la unión fraternal de los demás. Es fácil observar que los pueblos más libres son los que más viajan en el mundo, los que más salen de sus fronteras y se mezclan con los otros, los que más extranjeros reciben en su seno. Ejemplo de ello, la Holanda, la Inglaterra, los Estados Unidos, la Suiza, la Bélgica, la Alemania. El comercio y la navegación no son sino la forma económica de su libertad política; pero la más alta función de esta libertad en servicio de la paz, consiste en la abstención sistemática y normal de toda empresa de guerra contra otra nación.
Y como el progreso creciente de cada pueblo en el sentido de su civilización y mejoramiento, trae consigo como condición y resultado la intervención creciente del pueblo en la gestión de su gobierno, con los progresos de la libertad de cada país se operan paralelamente los que hace el género en la dirección de su organización en un cuerpo más o menos homogéneo, susceptible de recibir instituciones de carácter judiciario, por las cuales puede el mundo ejercer su soberanía en la decisión de los pleitos de sus miembros nacionales, que hoy se dirimen por la fuerza armada de cada litigante, como en pleno desierto y en plena barbarie.
Que ese progreso viene paso a paso, la historia de la civilización moderna lo demuestra; y la garantía de que acabará de llegar del todo, es que viene, no por la fuerza de los gobiernos, sino por la fuerza de las cosas contra la resistencia misma de los gobiernos. Hoy parece paradoja. ¿Quién en los siglos IX y X no hubiese llamado paradoja a la idea de que la Francia entera llegaría a tener un solo gobierno para los infinitos países y pueblos de que se componen su nación y su suelo?

V. Ineficacia de la diplomacia.
Sin duda que la diplomacia es preferible a la guerra como medio de resolver los conflictos internacionales, pero no es más capaz que la guerra de resolverlos en el sentido de la justicia, porque al fin la diplomacia no es más que la acción de las partes interesadas; acción pacífica, si se quiere, pero parcial siempre, como la guerra, en cuanto a acción de las partes interesadas. La diplomacia, como todos los medios amigables, puede ser una manera de prevenir los conflictos, pero no de resolverlos una vez producidos.
Es raro el conflicto que se resuelve por la simple voluntad de las partes en contienda. Es preciso que una tercera voluntad las decida a recibir la solución que, rara vez o nunca, agrada a la voluntad de las partes interesadas admitir. Esa tercera voluntad es la de la sociedad entera, y sólo porque es de toda ella tiene la fuerza necesaria de imponerse en nombre de la justicia, mejor interpretada por el que no es parte interesada en el conflicto. Si los más ven mejor la justicia que los menos, no es porque muchos ojos vean más que pocos ojos; sino porque los más son más capaces de imparcialidad y desinterés.
La diplomacia es un medio preferible a la guerra; pero ella, como la guerra, significa la ausencia de juez, la falta de autoridad común. Son las partes abandonadas a sí mismas; es una justicia que los litigantes se administran a sí propios; justicia imposible, por lo tanto, que casi siempre degenera en guerra para no llegar a otro resultado que el de matar la cuestión a cañonazos en vez de resolverla.
No hay solución amigable, como no hay sentencia o justicia de amigos. Donde hay amistad no hay conflicto, porque la amistad le impide nacer. Donde hay conflicto la amistad no existe, y por eso es que hay conflicto. El conflicto reside en las voluntades, más bien que en los derechos y en los intereses. La amistad y la justicia debían ser inseparables; en la realidad casi son inconciliables. La amistad que ve con los ojos de la justicia, no es amistad: es indiferencia. La justicia que ve con los ojos de la amistad, deja de ser justicia recta.
Renunciar su derecho, no es resolver el conflicto; es cortarlo en germen, es prevenirlo, impedir que nazca. La transacción, es la paz negociada antes que estalle la guerra. Apelar a un común amigo, es ya buscar un juez; un juez de paz o de conciliación, pero juez en cuanto parte desinteresada en el conflicto. Un juez que es juez porque la voluntad del justiciable quiere aceptar su fallo, no es un juez en realidad, porque es un juez sin autoridad coercitiva, propia y suya. Donde la fuerza del juez no puede imponerse a la fuerza de las partes en conflicto, la guerra es inevitable. Así, el arbitraje y los buenos oficios, son apenas el primer paso hacia la adquisición del juez internacional que busca la paz del mundo, que sólo hallará en una organización de la sociedad internacional del género humano.

VI. Emblemas de la guerra.
La guerra entra de tal modo en la complexión y contextura de la sociedad actual, que para suprimir la guerra sería preciso refundir la actual sociedad desde los cimientos. Esto es lo que se opera desde la aparición del cristianismo, frente a la sociedad de origen greco-romano, es decir, militar y guerrero.
La sociedad actual es la mezcla de los dos tipos: el de la guerra o pagano, el de la paz o cristiano. A esto se debe que el mismo cristianismo ha sido considerado como conciliable con la guerra, y la prueba viviente de esta extraña doctrina es que el Vicario del mismo Jesucristo en la tierra ciñe una espada, lleva una corona de Rey, es decir, de jefe temporal de un poder militar, tiene cañones, ejércitos, da batallas, las premia, las festeja, sin perjuicio del quinto mandato de la ley cristiana, que ordena no matar .
La ley de paz, o el cristianismo, ha santificado a muchos guerreros, que ocupan los altares católicos, tales como San Jorge, San Luis y tantos otros santos de espada. Pero esto ya es menos asombroso que un Vicario de Jesucristo armado de cañones rayados y de fusiles Chassepot , es decir, de las armas más destructoras que conoce el arte militar. La justicia es representada con una espada en la mano. La ciencia, por la figura mitológica de Pallas o Minerva, que viste un casco guerrero y lleva una lanza.
El gobierno civil y político es representado por diversos signos o instrumentos más o menos coercitivos, como la espada, el bastón, el cetro. Poder quiere decir sable , en el vocabulario del gobierno de los pueblos. El honor, es el orgullo del mérito que se prueba por las armas. El caballero es un hombre de espada, que sabe batirse y matar a su adversario. El ornamento del diplomático, es decir, del negociador de la paz de las naciones, es la espada.
La etiqueta de los reyes quiere que un caballero no se mezcle con las damas en los salones de la Corte sino armado de una espada. El bigote es el signo del guerrero, porque esconde la boca, que traiciona la dulzura del corazón. Nada más que la supresión del bigote sería ya una conquista en favor de la paz, porque la boca, como órgano telegráfico del corazón, habla más a los ojos que a los oídos. Naturalmente el bigote es de rigor en los tiempos y bajo los gobiernos militares; es un coquetismo de guerra; un signo de amable y elegante ferocidad.

VII. La gloria.
Una de las causas ocultas y no confesadas de la guerra, reside en las preocupaciones, en la vanidad, la idolatría por lo que se llama gloria. La gloria es el ruido entusiasta y simpático que se produce alrededor de un hombre. Pero hay gloria y gloria. La gloria en general es el honor de la victoria del hombre sobre el mal. Pero el mal es un hombre en las edades en que el hombre reviste de su personalidad todos los hechos y cosas naturales que se tocan con él. El hombre primitivo, como el niño, todo lo personaliza.
El mal es un individuo que se llama el diablo ; la parte, es una persona humana. Desde que se conocen las leyes naturales que gobiernan al hombre mismo, el mal deja de ser un hombre poco a poco. Es un hecho, que existe en la naturaleza. La guerra entonces cambia de objeto; es contra la naturaleza enemiga, no contra el hombre. La victoria cambia de objeto y de enemigos, y la gloria cambia de naturaleza.
La gloria de Newton, de Galileo, de Lavoisier, de Cristóbal Colón, de Fulton, de Stephenson, deja en la oscuridad la del bárbaro guerrero que ha brillado en la edad de tinieblas, cuando se creía que enterrar un hombre era matar el error, la ignorancia, la pobreza, el crimen, la epidemia. La guerra, como el crimen, puede seguir siendo productiva de lucro para el que la hace con éxito; pero no de gloria, si ella no deriva del triunfo de una idea, del hallazgo de una verdad, de un secreto natural fecundo en bienes para la humanidad.
Las armas de la idea son la lógica, la observación, la expresión elocuente, no la espada. De otro modo es la gloria un puro paganismo. Nos reímos de los dioses mitológicos de la antigüedad pagana y de los santos de los católicos; pero, ¿somos otra cosa que idólatras y paganos cuando tributamos culto a los grandes matadores de hombres, erigidos en semi-dioses por la enormidad de sus crímenes? ¿No nos parecemos a los salvajes de Africa que rinden culto a las serpientes como a divinidades, sólo porque son venenosas y mortales sus mordeduras?
Damos a los hombres el rango de principios ; a la verdad, le damos carne y huesos; y a estos simulacros sacrílegos y grotescos les alzamos altares sólo porque han osado ellos mismos dar a su espada el rango de la verdad y del derecho . Entrar en las vías de ese paganismo político es dejar sin su culto estimulante a las verdades que interesan al género humano en las personas gloriosas de sus descubridores.
La poesía, la pintura, la escultura pueden dar a esas grandes verdades, un cuerpo, una imagen digna de ellos; pero es un sacrilegio el reemplazarlas por los hombres en el tributo del culto que merecen. VIII. Gloria pacífica.
Los pueblos son los árbitros de la gloria; ellos la dispensan, no los reyes. La gloria no se hace por decretos: la gloria oficial es ridícula. La gloria popular, es la gloria por esencia. Luego los pueblos, con sólo el manejo de este talismán, tienen en su mano el gobierno de sus propios destinos. En faz de las estatuas con que los reyes glorifican a los cómplices de sus devastaciones, los pueblos tienen el derecho de erigir las estatuas de los gloriosos vencedores de la oscuridad, del espacio, del abismo de los mares, de la pobreza, de las fuerzas de la naturaleza puestas al servicio del hombre, como el calor, la electricidad, el gas, el vapor, el fuego, el agua, la tierra, el hierro, etc.
Los nobles héroes de la ciencia, en lugar de los bárbaros héroes del sable. Los que extienden, ayudan, realizan, significan la vida, no los que la suprimen so pretexto de servirla; los que cubren de alegría, de abundancia, de felicidad las naciones, no los que las incendian, destruyen, empobrecen, enlutan y sepultan.

IX. El mejor preservativo de la guerra.
No hay un preservativo más poderoso de la guerra, no hay un medio más radical de conseguir su supresión lenta y difícil, que la libertad. La libertad es y consiste en el gobierno del país por el país. Un gobierno libre en este sentido, no necesita ejércitos poderosos, ni siquiera de un ejercito débil, para sostenerse. Pero, no puede existir sin un ejército, el gobierno que no es ejercido por el país. Este gobierno, en rigor, es un poder usurpado al país, que no puede por lo tanto dejar de ser su antagonista ya que no su adversario. Para someter a este adversario, el gobierno necesita de un ejército fuerte y permanente como una institución fundamental.
Para ocultar esta función anti-nacional del ejército, para legitimar su existencia a los ojos del país, que lo forma con sus mejores hijos y con la mayor parte de su tesoro, se ocupa al ejército en guerras extranjeras, que no tienen a menudo más causa ni razón de ser que la de emplear el ejército, que es preciso mantener como instrumento de gobierno interior. Las guerras sobrevienen, porque existen ejércitos y escuadras; y los ejércitos y escuadras existen porque son indispensables y el único apoyo de los gobiernos que no son libres, es decir, del país por el país.
No hay prueba más completa que la que esta verdad recibe del testimonio uniforme y constante de la historia. Los países libres no tienen grandes ejércitos permanentes, porque no necesitan de ellos para ejercer sobre sí mismos su propia autoridad; y son los que viven en paz más permanente porque no necesitan guerras para ocupar ejércitos, que no tienen ni necesitan tener. Son ejemplos de esta verdad, la Inglaterra, los Estados Unidos, la Holanda, etc., y de la verdad contraria es una prueba histórica el ejemplo de todos los gobiernos tiránicos y despóticos, que viven constantemente en guerras suscitadas y sostenidas por sistema, para justificar dos misterios de política interior: la necesidad de mantener un fuerte ejército, que es toda la razón de su poder sobre el país; y un estado de crisis y de indisposición permanente que autorice el empleo de los medios excepcionales de formar y sostener el ejército y de suscitar las guerras que su empleo exterior hace necesarias.
Así, para llegar a la posesión y goce de una paz permanente, y suprimir, en cierto modo la guerra, el camino lógico y natural es la disminución y supresión de los ejércitos; y para llegar a suprimir los ejércitos, no hay otro medio que el establecimiento de la libertad del país entendida a la inglesa o la norteamericana, la cual consiste en el gobierno del país por el país; pues basta que el país tome en sus manos su propio gobierno, para que se guarde de prodigar su sangre y su oro en formar ejércitos para hacer guerras que se hacen siempre con la sangre y el oro del país, es decir, siempre en su pérdida y jamás en su ventaja.

X. Influencia de las relaciones exteriores.
Si el derecho interior, que organiza y rige al gobierno de un país, es de ordinario todo el secreto y razón de su política exterior, no es menos cierto que el derecho exterior o internacional es a menudo causa y razón de ser del derecho interno de un Estado. Por el derecho internacional, es decir, por las alianzas, se hacen servir los ejércitos del extranjero a la supresión de la libertad interior, o lo que es igual, a la confiscación del gobierno del país por el país; y cuando no los ejércitos del extranjero, al menos su cooperación política, su acción indirecta de carácter moral y fiscal, al mismo objeto.
Tal ha sido en tiempos no remotos el derecho internacional de los gobiernos absolutos y despóticos: su última página fue el tratado de la Santa Alianza. Pero el derecho de ese internacionalismo , de esa diplomacia de opresión y de ruina para la libertad interior, fueron los tratados españoles y portugueses de los tiempos de Carlos V, Felipe II y posteriores reyes absolutos, de España y Portugal, sobre todo en lo concerniente a sus colonias de América, guardadas por esa legislación como claustros o posesiones cerradas herméticamente y en estado de guerra frecuente para el acceso del extranjero.
Esos son los tratados internacionales que se han reunido y publicado recientemente (¡por un americano!) con el nombre de Tratados de los Estados de la América del Sud : los tratados españoles y portugueses, el derecho internacional de España y Portugal, de sus tiempos más atrasados y tenebrosos en materia de gobierno interior y exterior, los que un republicano (de Sud América, es verdad) ha reimpreso para utilidad y servicio de los gobiernos modernos de las Repúblicas de la América antes española.
Y algunos de estos gobiernos han costeado con gruesas sumas de su tesoro la exhumación de esos fósiles abominables y abominados, que la mano de la civilización moderna había enterrado en servicio de su causa. Naturalmente, el gobierno del Brasil es uno de ellos. [6]

CAPÍTULO VII
EL SOLDADO DE LA PAZ

I. La paz es una educación
La paz es una educación como la libertad, las condiciones del hombre de paz son las mismas que las del hombre de libertad. La primera de ellas es la mansedumbre, el respeto del hombre al hombre, la buena voluntad , es decir, la voluntad que cede, que transige, que perdona. No hay paz en la tierra sino para los hombres de buena voluntad. Es por eso que los pueblos más severamente cristianos, son los más pacíficos y los más libres: porque la paz, como la libertad, vive de transacciones.
Disputar su derecho, era el carácter del hombre antiguo; abdicarlo en los altares de la paz con su semejante, es el sello del hombre nuevo. No es cristiano, es decir, no es moderno, el hombre que no sabe ceder de su derecho, ser grande noble, generoso. No hay dos cristianismos: uno para los individuos, otro para las naciones. La nación, que no sabe ceder de su derecho en beneficio de otra nación, es incapaz de paz estable. No pertenece a la civilización moderna, es decir, a la cristiandad, por su moral práctica.
La ley de la antigua civilización era el derecho . Desde Jesucristo la civilización moderna tiene por regla fundamental, lo que es honesto , lo que es bueno . Ceder de su derecho internacional en provecho de otra nación, no es disminuirse, deteriorarse, empobrecerse. La grandeza del vecino, forma parte elemental e inviolable de la nuestra y la más alta economía política concuerda en este punto del modo más absoluto con las nociones de la
política cristiana, quiero decir, honesta, buena, grande.
Estas no son ideas místicas. La historia más real las confirma. Grecia y Roma, los países del derecho , hicieron de la guerra un sistema político; la Inglaterra, la Holanda, la América del Norte, países cristianos, son los primeros que han hecho de la paz un sistema político, una base de gobierno.

 

II. Valor fundamental de la cultura
Formad el hombre de paz, si queréis ver reinar la paz entre los hombres. La paz, como la libertad, como la autoridad, como la ley y toda institución humana, vive en el hombre y no en los textos escritos. Los textos son a la ley viva, lo que los retratos a las personas; a menudo la imagen de lo que ha muerto. La ley escrita es el retrato, la fotografía de la ley verdadera, que no vive en parte alguna cuando no vive en el hombre, es decir, en las costumbres y hábitos cotidianos del hombre; pero no vive en las costumbres del hombre lo que no vive en su voluntad, que es la fuerza impulsiva de los actos humanos.
Es preciso educar las voluntades si se quiere arraigar la paz de las naciones. La voluntad, doble fenómeno moral y físico, se educa por la moral religiosa o racional, y por afectos físicos que obran sobre la moral. Y como no hay moral que haya subordinado la paz a la buena voluntad tanto como la moral cristiana, se puede decir que la voluntad del hombre de paz es la voluntad del cristiano, es decir, la buena voluntad . La prueba de esta verdad nos rodea.
Llamamos bueno, no al hombre meramente justo, sino al hombre honesto, es decir, más que justo. Todo el cristianismo consiste, como moral, en la sustitución de la honestidad a la justicia. La justicia está armada de una espada; el derecho es duro, como el acero; la honestidad está desarmada, y con eso solo, su poder no reconoce resistencia: es suave y dócil como el vapor, y por eso es omnipotente como el vapor mismo, que debe todo su poder a su aptitud de contraerse. No debe ser fuerte lo que no es capaz de comprensión: ley de los dos mundos físico y moral.
La buena voluntad , que es la única predestinada a la paz, es la voluntad que cede, que perdona, que abdica su derecho, cuando su derecho lastima el bienestar de su prójimo. En moral como en economía, hacer el bien del prójimo, es hacer el propio bien. Presentad la otra mejilla al que os dé un bofetón , es una hermosa e inimitable figura de expresión que significa una verdad inmortal, a saber: ceded en vez de disputar: la paz vale todas las riquezas; la bondad vale diez veces la justicia. Cambiar el bien por el bien, es hazaña de que son capaces los tigres, las víboras, los animales más feroces. Dar flores al que nos insulta, regar el campo del que nos maldice, es cosa de que sólo es capaz el hombre, porque sólo él es capaz de imitar a Dios en ese punto.
Todo el hombre moderno, el hombre de Jesucristo , consiste en que su voluntad tiene por regla la bondad en lugar de la justicia. El que no es más que justo, es casi un hombre malo. Se pueden practicar todas las iniquidades sin sacar el pie de la justicia. Bondad es sinónimo de favor , concesión , beneficio , y nada puede dar el hombre generoso de más caro que su derecho.
La buena voluntad en que descansa la paz de hombre a hombre, es la base de la paz de Estado a Estado. La voluntad cristiana, es la ley común del hombre y del Estado que desean vivir en paz.

III. La paz y la libertad
Pero la paz es la fusión de todas las libertades necesarias, como el color blanco, que la simboliza, es la fusión de los colores prismáticos. Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra libertad a los hombres de buena voluntad: es una traducción de la palabra del Evangelio, que se presta a las aseveraciones de la política más alta y positiva. La paz significa el orden ; pero el orden no es orden sino cuando la libertad significa poder . Regla infalible de política: la voluntad que no está educada para la paz, no es capaz de libertad, ni de gobierno.
El poder y la libertad no son dos cosas, sino una misma cosa vista bajo dos aspectos. La libertad es el poder del gobernado , y el poder es la libertad del gobernante; es decir, que en el ciudadano el poder se llama libertad y en el gobierno la libertad se llama facultad o poder. Pero el poder , en cuanto libertad , no se nivela o distribuye de ese modo entre el gobernante y el gobernado, sino mediante esa buena voluntad que es el resorte de la paz y del orden; de esa voluntad buena y mansa que hace al gobernante más que justo, es decir, honesto, y al gobernado honesto, manso también, es decir, más que justo.
Así, el tipo del hombre libre es el hombre de paz y de orden; y el tipo del hombre de paz es el hombre de buena voluntad , es decir el bueno, el manso, el paciente, el noble. Sólo en los países libres he conocido este tipo del ciudadano manso, paciente y bueno; y en los Estados Unidos, más todavía que en Inglaterra y en Suiza. En todos los países sin libertad, he notado que cada hombre es un tirano.
Es lo que no quieren creer los hombres del tipo greco-romano: que el hombre de libertad, tiene más del carnero que del león, y que no es capaz de libertad sino porque es capaz de mansedumbre. Amansar al hombre, domar su voluntad animal, por decirlo así, es darle la aptitud de la libertad y de la paz, es decir del gobierno civilizado, que es el gobierno sin destrucción y sin guerra. Los cristianos del día no son guerreros sino porque todavía tienen más de romanos y de griegos, es decir, de paganos, que de germanos y cristianos.
La misión más bella del cristianismo no ha empezado; es la de ser el código civil de las naciones, la ley práctica de la conducta de todos los instantes. ¡Quién lo creyera! Después de mil ochocientos sesenta y nueve años el cristianismo es un mundo de oro, de luz y de esperanza que flota sobre la cabeza de la humanidad: una especie de platonismo celeste y divino, que no acaba de convertirse en realidad. El siglo de oro de la moral cristiana no ha pasado; todo el porvenir de la humanidad pertenece a esa moral divina que hace de la voluntad honesta y buena la única senda para llegar a ser libre, fuerte, estable y feliz. La paz está en el hombre, o no está en ninguna parte. Como toda institución humana, la paz no tiene existencia si no tiene vida, es decir, si no es un hábito del hombre, un modo de ser del hombre, un rasgo de su complexión moral.
En vano escribiréis la paz, para el hombre que no está amoldado en ese tipo por la obra de la educación; su paz escrita, será como su libertad escrita: la burla de su conducta real. Dejadme ver dos hombres, tomados a la casualidad, discutir un asunto vital para ellos, y os digo cuál es la constitución de su país.

 

Capítulo VIII
El soldado del porvenir


I. La publicidad de la sentencia
Si hay motivo para tener en menos el oficio de verdugo, no obstante su honesto fin de ejecutor de los fallos de la sociedad que se defiende contra el crimen, no hay razón para mirar de otro modo al soldado. El rol de los dos en el fondo es idéntico, y si alguna diferencia real existe, es en favor del verdugo; pues si es raro que en cien ejecuciones haya dos en que el verdugo no purgue a la sociedad de un asesino o de un bandido, más raro es todavía que en cien guerras haya dos en que el soldado mate con justicia al enemigo de su soberano. Si el rol del verdugo nos causa disgusto, es que la pena de muerte repugna a la naturaleza y excede siempre al crimen más grande por sus proporciones.
La sociedad rehabilita al asesino matándolo, es decir, matando como él, y de ello es un testimonio la simpatía pública que excita el ajusticiado. Para agrandar el error que el asesinato inspira, la sociedad debe dejar al asesino el monopolio de ese horror. De ese modo el homicidio y el asesinato serán idénticos y sinónimos. Dejar vivir al asesino es prolongar su castigo sin horrorizar a la sociedad.
La impunidad no existe en el orden moral de la naturaleza, sino cuando el criminal queda desconocido: aun entonces lleva en su alma la voz de ese juez del crimen que se llama la conciencia. Si el criminal es conocido Y declarado tal por la sociedad entera, su castigo está asegurado con eso solo. El será tan largo como su existencia ignominiosa y miserable, porque en todas partes se hallará recibido con el horror que inspiran los tigres y las serpientes.
En lo criminal como en lo político, la luz es el control de los controles. Asegurad al delito y al delincuente, al crimen y al criminal, toda la publicidad de que es capaz un acto humano, y no os ocupéis más de la pena material. La prensa, el telégrafo, la fotografía, la pintura, el mármol, todos los medios de publicidad deben ser aplicados a la sentencia del hombre y de la fisonomía del criminal; y las naciones se deben cambiar esos registros o protocolos del crimen, para no dejarle asilo ni medio alguno de impunidad. Que la penalidad humana tiende a esos destinos no hay la menor duda. Lo prueba ya la desaparición de muchos castigos horribles, que las generaciones pasadas consideraban como indispensables a la defensa del orden social. No por eso la criminalidad se ha multiplicado; al contrario, ella ha disminuido; y no hay por qué dudar, en vista de ese precedente, que la extinción absoluta de los castigos sangrientos en un porvenir más feliz de la humanidad, no sea seguida de una disminución casi absoluta de los crímenes capitales. Así, el tribunal, el juez que necesita el mundo y que ha de tener un día, mediante sus progresos indefinidos, no es el juez que castiga , sino el juez que juzga , el juez que condena , el juez que infama por su condenación, el juez que excomulga de la conciencia de los honestos , de los buenos , de los dignos , de los civilizados .
Eso basta para el castigo del crimen y de los criminales de la guerra, y para la pacificación gradual y progresiva del mundo. Ese juez se forma y constituye a medida que el mundo se consolida y centraliza por los mil brazos de la civilización moderna.

II. La profesión de la guerra
Soldado y guerrero no son sinónimos. El soldado, en su más noble y generoso rol, es el guardián de la paz, pues su instituto es mantener el orden, que es sinónimo de paz, no el desorden, que es sinónimo de guerra. El soldado es el auxiliar del juez, el brazo de la ley, el héroe de la paz, y Washington es su más cabal personificación moderna. Hacer de la guerra una profesión, una carrera de vivir, como la medicina, el derecho, etc., es una inmoralidad espantosa. Ningún militar sensato osaría que su profesión es la de matar hombres por mayor y en grande escala. Luego la guerra es la parte excepcional y extrema de la carrera del soldado, que naturalmente es más noble y brillante cuanto menos batallas cuenta. Si esto no fuese una verdad, la gloria del general Washington no sería más grande que la del general Bonaparte.
Hacer de la guerra la profesión y carrera del soldado, en una democracia, es convertir la guerra en estado permanente y normal del país. Ejemplo de esto, la democracia de las Repúblicas de Sud América. El soldado no tiene más que un pensamiento, que absorbe su vida: llegar a ser general; y como no se ganan los grados sino en los campos de batalla, la guerra viene a ser para toda una clase del Estado una manera de elevarse a los honores, al rango, a la riqueza; y si el rango y los grados elevados, productivos de grandes salarios, son un privilegio vitalicio del militar, la guerra viene a ser la reina de las industrias del país, pues no sólo produce rango y riquezas sino privilegios vitalicios de una verdadera aristocracia.
Así se explica que la guerra en Méjico, en el Perú, en el Plata, ha sido crónica en este siglo y en lugar de producir instituciones libres como ha blasonado tener por objeto, ha producido generales por centenares, es decir, otra aristocracia en lugar de la destruida por la revolución contra España.

III. Análisis
En la guerra, considerada como un crimen , los soldados y agentes que la ejecutan son cómplices del soberano que la ordena. [7] En la guerra considerada como un acto de justicia penal, el soldado ejecutor del castigo hace el papel de verdugo internacional. Su papel puede ser legal, útil, meritorio; pero no es más brillante que el del que ejecuta los fallos con que la justicia criminal ordinaria venga a la sociedad ultrajada. El verdugo no es más que el soldado de la ley penal ordinaria; y si los fallos que pone en obra son justos y útiles, no hay razón para que el verdugo no sea acreedor a los honores extremos con que los soberanos cubren los miembros ensangrentados de sus verdugos internacionales.
Asimilad la justicia criminal internacional a la justicia criminal ordinaria, y bastará eso sólo para que el papel del soldado ejecutor de los estragos de la guerra se equipare al del verdugo, si la guerra es legal y justa; o al del asesino y ladrón, por complicidad, si la guerra es un crimen; o al papel de las bestias de combate, si la guerra es un juego de azar, llamada a resolver, con los ojos vendados y con la punta de la espada, las cuestiones que no encuentren solución racional, ni juez que la dé.
Si el verdugo internacional merece condecoraciones y cruces, por su servicio de justicia, no las merece menos el verdugo, que ejecuta las decisiones de la justicia criminal ordinaria en defensa de la sociedad. Honrar al ejecutor en grande, y deshonrar al ejecutor en pequeño, es el colmo de la iniquidad: sólo el derecho de la guerra puede hacer tal injusticia. Ya el olfato de la democracia se apercibe con razón que el oro de las cruces es para cubrir la sangre, como los perfumes en los climas ecuatoriales para disimular la putrefacción.
Cada cruz es una matanza y un entierro de miles de hombres. Es el más condecorado el que ha quitado más vidas en la tierra.

IV. La espada virgen
El hombre de espada no tiene más que un modo de ilustrar su carrera terrible en lo futuro, y es el de no desnudarla jamás de la vaina. La espada virgen, que tanto ha dado que reír a la comedia, es la única digna de los honores del soldado del porvenir. Junto con la guerra, el hombre de guerra tiende a desaparecer con su oficio tétrico, ante los progresos de la santa y noble democracia armada, como el apóstol, de las armas de la luz.
Desde la aurora del derecho internacional moderno, ya se descubría bajo la pluma de Grocio , esta dirección futura de la carrera militar. Dedicando su Derecho de la Guerra a Luis XIII, le decía: -"Cuán bello, cuán glorioso, cuán dulce a nuestra conciencia, será el poder decir con confianza, cuando un día os llame Dios a su Reino: Esta espada que he recibido de vuestras manos para defender la justicia, yo os la devuelvo inmaculada de toda sangre temerariamente vertida, pura e inocente".
Como la espada de Damocles la de la democracia debe amenazar siempre y no herir jamás. Y si el honor de no haber quitado vida alguna fuese deslucido y poco glorioso al soldado de la civilización, quiere decir que no le queda otro que el que es muy justo conceder por un titulo opuesto al verdugo que más servicios ha hecho a la sociedad, decapitando centenares de asesinos.
Un síntoma del porvenir de la espada como carrera, es la decadencia creciente de su prestigio romano y feudal, en las Repúblicas y democracias modernas. Ya en América se regimentan los soldados, como los verdugos, en las cárceles y presidios, porque el oficio de matar y enterrar, aunque sea en nombre de la justicia, repugna a la dignidad humana.
Abolidas por la democracia, las distinciones y honores dejan de ser un recurso para cubrir con un exterior fascinador los pechos y brazos de los verdugos de las naciones basados en sangre humana.

V. El guardia nacional
Hay un soldado más noble y bello que el de la guerra: es el soldado de la paz. Yo diría que es el único soldado digno y glorioso. Si la bella ilusión querida de todos los nobles corazones, de la paz universal y perpetua, llegase a ser una realidad, la condición del soldado sería exactamente la del soldado de la paz.
Así, soldado no es sinónimo de guerrero . Los mismos romanos dividían la milicia en togada y armada . No es mi pensamiento que todo soldado se convierta en abogado; sino que el soldado no tenga más misión ni oficio que defender la paz. La misma guerra actual, para excusar su carácter feroz, protesta que su objeto es la paz. El soldado necesitaría de su espada para defender la neutralidad de su país, es decir, que el suelo sagrado en que ha nacido no sea manchado con sangre humana, ni profanado con el más desmedido o inconmensurable de los crímenes.
El día que dos pueblos que se dan el placer de entre destruirse, como dos bestias feroces, no encuentren sino malas caras y desprecio por todas partes entre el mundo honesto que los observa escandalizado, la guerra perderá su carácter escénico y vanidoso, que es uno de sus grandes estímulos. Como la sociedad civil se arma sólo por defenderse del asesino, del ladrón, del bandido doméstico, ella podría no dar otro destino a sus ejércitos que el que tienen sus guardias civiles, municipales, campestres, nacionales, etc.
La civilización política no habrá llegado a su término, sino cuando el soldado no ten
ga otro carácter que el de un guardia nacional de la humanidad . Los mejores ejércitos, los que han hecho más prodigios en la historia, son

los que se improvisan ante los supremos peligros y se componen de la masa entera del pueblo, jóvenes y viejos, mujeres y niños, sanos y enfermos. Ante la majestad de ese ejército sagrado, la iniquidad del crimen de la guerra de agresión no tiene excusa porque es seguro que un ejército así compuesto no será agredido jamás por otro de su misma composición.
La frontera es la expansión geográfica del derecho; límite sagrado de la patria, que el pie del soldado no debe traspasar ni para salir ni para entrar; pues el medio de que no lo viole el soldado de fuera, es que no lo
quebrante el soldado de casa. El soldado debe ser el guardián de la patria, es decir, de la casa, del hogar; y el mejor y más noble medio de defender el hogar sin ser sospechado de agredir con pretextos de defenderse, es no sacar el pie del suelo de la patria. Así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal, y tenido como tal sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno. Quedar en él, con cualquier pretexto, es conquistarlo. La frontera debe ser una barricada, si es verdad que toda guerra internacional tiende a ser considerada como una guerra civil . La barricada internacional es el remedio de los ejércitos internacionales, y el preservativo de las casernas y cuarteles.

VI. El soldado de la ciencia
Hoy mismo existen síntomas expresivos del carácter pacífico del soldado del porvenir. El soldado más inteligente de este siglo cuida de cubrir su rol terrible, con el exterior más humano, más blando, más caritativo, por decirlo así. Comparad un soldado del Oriente bárbaro, con un soldado del Occidente civilizado: el primero es feroz, en la realidad tanto como en la apariencia: el otro es manso, inofensivo, culto, en lo exterior al menos.
El uno representa el tigre, el otro se asemeja al león. En cuanto soldados, los dos representan, es verdad, la bravura animal de las bestias bravas. Pero desde que el soldado más culto y civilizado comprende que necesita ser y aparecer manso y pacífico para ser respetable y honorable por su profesión, fácil es prever la dirección en que tiende a transformarse la carrera militar, a medida que la civilización cristiana extiende y arraiga
sus dominios en el mundo. El soldado moderno, educado por la libertad, se hará cada día más dueño de no hacerse cómplice de la guerra que la conciencia condena. (Ved Grocio, t. 3, pág. 228).

Capítulo IX
Neutralidad

I. La sociedad universal
¿Quién representa hoy día la neutralidad ? La generalidad, la mayoría de las naciones que forman la sociedad-mundo. Los neutrales que en la antigüedad fueron nada, hoy lo son todo. Ellos forman el tercer estado del género humano, y ejercen o tienen la soberanía moral del mundo. ¿Qué objeto tiene la ley que mata al asesino de otro hombre? No es resucitar al muerto, ciertamente. Es el de impedir que el asesino repita su crimen en otro hombre vivo, y que su ejemplo sea imitado por otro hombre. Esos otros , que no son el asesino y la víctima , son los neutrales de su combate singular, es decir, todos los hombres que forman la sociedad extraña y ajena a ese combate.
Prescindir del neutral al tratar de la guerra, es prescindir del juez y del ofendido al tratar del crimen privado o público, es decir, de la sociedad insultada por el crimen y defendida por la pena del criminal. La parte ofendida en todo crimen es la sociedad, y esa es la razón porque la sociedad reclama el castigo del criminal en su defensa. En el derecho de la víctima, hollado, la sociedad ve una amenaza al derecho de todos los
demás miembros de la sociedad, es decir, de los neutrales , de los que no han tenido parte activa en el combate criminal, que sin embargo, los afecta.
Y así como nadie es neutral en la riña de dos hombres, ningún Estado lo es, en la guerra de dos naciones, en el sentido siguiente: que si no todos
son actores en la guerra, todos al menos sufren sus efectos morales y materiales. Luego la sociedad-mundo tiene un derecho derivado del interés de su conservación, si no para tomar parte en la guerra (lo cual sería contradictorio), al menos para hacer todo lo que está en su mano para desaprobarla, condenarla moralmente, castigarla por gestos, por actitudes, por toda clase de demostraciones antipáticas.
Cuando Roma era el mundo, no podía haber neutrales si Roma entraba en guerra.
Era su enemiga la nación que no era su aliada: estaba contra Roma el que no estaba con Roma. Y como fuera de Roma no había naciones , sino bárbaros , no podía existir derecho internacional donde sólo había una nación. Así, Roma llamaba derecho de gentes , es decir, derecho romano relativo a los extranjeros o bárbaros, a lo que se ha llamado derecho internacional desde que ha habido muchas naciones iguales en civilización y en fuerza, en lugar de una sola.
¿Quiénes son desde entonces los neutrales en toda guerra? Todo el mundo, es decir, los que no son beligerantes. Grocio, sin embargo, ha olvidado el todo por la parte, gobernado sin duda por el derecho romano, que prescindió de los neutros, por la sencilla razón de que no existían entonces, pues Roma era el mundo entero, y fuera de Roma no había sino esclavos , colonos y bárbaros . Con razón observa Wheaton que ni siquiera existe en la lengua de la legalidad romana la palabra latina que responda a la idea de neutralidad o

neutro.
La palabra h
a nacido con el hecho el día que la ciudad-mundo se ha visto reemplazada por el mundo compuesto de una masa innumerable de naciones iguales en poder y en derecho, como el hombre de que se componen. Los neutrales son entonces en la gran sociedad de la humanidad lo que es la mayoría nacional y soberana en la sociedad de cada Estado.
La neutralidad no sólo tiende a gobernar el mundo internacional, sino que penetra en el corazón de cada Estado, bajo la égida de la libertad de pensar, de opinar y escribir. A la localización de la guerra va a suceder la sub-localización de esta misma, en una función oficial de gobierno, que puede condenar y eludir todo ciudadano libre, no en interés del enemigo sino del propio país, no por traición, sino por lealtad viril e independiente.
Las nociones del patriotismo y la traición deben modificarse por el derecho de gentes humanitario, en vista de los destinos que han cabido a los creadores del derecho internacional moderno, todos ellos proscriptos y
acusados de traición por un patriotismo chauvin y antisocial. Alberico Gentile, Grocio, Bello, Lieber, Bluntschli, ciudadanos del mundo, como el Cristo y sus apóstoles, han encontrado el derecho internacional moderno en el suelo de la peregrinación y el destierro en que los echó la ingratitud estrecha de su patria local. Así, el patriotismo en el sentido griego y romano, es decir, chauvin , ha muerto por sus excesos. El ha creado el cosmopolitismo, es decir, el patriotismo universal y humano.

II. Representación de la unidad
Los romanos no conocían la palabra neutralidad , o la aptitud que esta palabra representa, y tenían razón, en cierto modo, porque no hay neutralidad ni neutrales ante dos o más naciones que se hacen la guerra. La solidaridad de intereses, la mancomunidad de destinos de todos los países que viven relacionados por el suelo o por los cambios de servicios, es tan grande, que ella excluye, por falta de verdad, la idea de que puede ser ajeno a la guerra de dos pueblos un tercer pueblo que vive en relación con ellos. Las personas pueden ser relativamente neutrales o ajenas a la contienda, los intereses no dejan nunca de ser beligerantes para las consecuencias dañinas de la guerra, por extranjera que ella sea y por ajena que parezca.
Pero don
de sufren los intereses de los hombres, ¿no sufren los hombres mismos? Toda la neutralidad se reduce a sufrir los efectos de la guerra como un beligerante indirecto, sin hacer activamente esa guerra por las armas. Si todos sufren los efectos de la guerra, -beligerantes y neutrales,- todos tienen igual derecho a intervenir en ella, para evitar sus efectos nocivos cuando menos. La intervención, en este caso, es la defensa propia, el primero de los derechos naturales del hombre colectivo.
Ellos eran el mundo. En sus guerras nadie era ni podía ser neutral. Lo que eran entonces los romanos, que así entendían y practicaban el derecho de gentes, está hoy representado por la totalidad de la Europa civilizada, no por tal o cual nación poderosa. Ese derecho existe no en algunos casos, sino en todos los casos de guerra, y los romanos tenían razón en mezclarse en todas las guerras de su
tiempo, porque ellos eran entonces la mayoría del mundo civilizado, y representaban el derecho de la sociedad humana en general.
Todo lo que hoy forma el mundo civilizado, en el viejo continente, -la Europa, el Asia y el Africa- formaba geográficamente el mundo de los romanos. No eran un pueblo: eran un mundo, el pueblo-mundo , que tiende a reconstruirse, en otra forma, sobre la base de la autonomía nacional de los numerosos pueblos independientes y separados que han sucedido al pueblo romano en la ocupación de sus antiguos dominios territoriales.
Los estados modernos, aunque independientes, forman un solo mundo por la solidaridad de los intereses que los relacionan y ligan indisolublemente. Esta solidaridad, que se agranda Y fortifica con los progresos de la civilización, excluye la idea de que un pueblo pueda ser neutral o ajeno del todo a la guerra en que dos o más pueblos de la gran sociedad humana hieren intereses que son de toda la comunidad dicha neutral, no solamente de los dos estados dichos beligerantes.

III. La misma fuerza del sentimiento
Los neutrales que no saben armarse para imponer la paz en su defensa, merecen perder la soberanía que no saben defender ni hacer respetar. Sólo la impotencia física puede ser su excusa; pero siendo ellos la mayoría de los pueblos de un continente, su impotencia nace de su aislamiento y desunión, es decir, de una falta de que son responsables ellos mismos ante la civilización común y ante el interés bien entendido de cada uno. La neutralidad que no es armada no es neutralidad, porque su debilidad la subyuga al beligerante a quien estorba. Pero como no hay arma capaz de sustituir a la unión en poder, la neutralidad será siempre una quimera si no es la actitud general y común del mundo entero, ligado o entendido a ese fin por un pacto tácito o expreso. El día que, la neutralidad se constituya, arme y organice de este modo, la paz del mundo dejará de ser una utopía. Esa liga, felizmente, esa organización vendrá por sí misma, como resultado espontáneo y lógico de la coexistencia de muchos estados ajenos a la razón local o parcial que pone en guerra a dos o más de ellos. Si esa asociación no ha existido en otros tiempos, es porque no existían los asociados de que debía formarse la liga. No había más que un estado; era Roma. Era el mundo romano. Cuando Roma hacía la guerra, había beligerantes, pero no neutrales; o más bien que una guerra, en el sentido actual de esta palabra, era el proceso y el castigo que el mundo romano infligía al pueblo extranjero que se hacía culpable de infidencia o agresión a su respecto.
Los neutrales dejarán de serlo a medida que adquieran el sentimiento de que son el mundo, y que la parte ofendida en toda guerra son ellos mismos,
es decir, la sociedad humana, como en cada estado lo es la sociedad del país, para toda riña armada y sangrienta entre dos o más de sus individuos. Lo que ha oscurecido hasta aquí el derecho del mundo neutral o no beligerante a ejercer una intervención judicial en toda contienda violenta en que el derecho universal es atacado, es el error de considerar el derecho de gentes como un derecho aparte y distinto del que protege la persona de cada hombre en la sociedad de cada país.
El derecho es uno y universal, como la gravitación. Cada cuerpo gravita según su forma y sustancia, pero todos gravitan según la misma ley. Del mismo modo todas las criaturas humanas obedecen en las relaciones recíprocas en que su naturaleza social las hace vivir a un mismo derecho, que no es sino la ley natural según la cual se producen y equilibran las facultades de que cada hombre está dotado para proveer a su existencia. El
derecho de cada hombre expira donde empieza el derecho de su semejante; y la justicia no es otra cosa que la medida común del derecho de cada hombre.
El mismo derecho sirve de ley natural al hombre individual que al hombre colectivo, a la p
ersona del hombre para con el hombre, y a la persona del Estado (que no es más que el hombre visto colectivamente) para con el Estado. En virtud de esa generalidad del derecho, todo acto en que un hombre lo quebranta en perjuicio de otro hombre, es un doble ultraje hecho al hombre ofendido y a la sociedad toda entera, que vive bajo el amparo del derecho ; y todo acto en que un estado lo quebranta en daño de otro estado, es igualmente un doble atentado contra este estado y contra la sociedad entera de las naciones, que vive bajo la custodia de ese mismo derecho.
De ahí, es la sociedad nacional la misma autoridad para intervenir en la represión de las violencias parciales en que es atropellado el derecho internacional o universal, que asiste a la sociedad en cada estado para intervenir en la represión de las violencias parciales, cometidas contra el derecho común en perjuicio inmediato y directo de un individuo. Es Grocio mismo, padre del derecho internacional moderno, el que enseña esta doctrina que alarma a los que sólo se preocupan de la independencia o
libertad exterior de los estados, sin atender a la institución de una autoridad común de todos ellos que debe servir de garantía a la independencia de cada uno.
Bien puede suceder (y es la
razón plausible de esa aberración) que esa autoridad, antes de ser liberal o protectriz de la libertad de cada estado, empiece por ser arbitraria y despótica, pero ¿existe sobre la tierra autoridad alguna, por justa y liberal que sea, que no haya empezado por ser despótica? El despotismo no es un derecho, no es un bien, es al contrario un mal, pero un mal que es como la condición inevitable y natural de todo poder humano, por legítimo que sea.
Si por el temor de ver disminuida la independencia de lo
s estados, se resiste a la institución de una autoridad común del mundo para todos ellos, la guerra y la violencia tendrán que ser la ley permanente de la humanidad, porque a falta de juez común, cada estado tendrá que hacerse justicia a sí mismo, lo que vale decir injusticia a su enemigo débil. Y para evitar el despotismo inofensivo de todos, cada uno estará expuesto al despotismo terrible de cada uno.

IV. El sentimentalismo universal
Uno de los elementos contrarios a la guerra, en cuanto sirven a la constitución de una soberanía universal llamada a reemplazarla en la decisión de los conflictos parciales de los pueblos, es, pues, el desarrollo de más en más creciente de esa tercera entidad que se llama los neutrales ; esa otra actitud, diferente del estado de guerra , la cual se llama neutralidad , y envuelve esencialmente la segunda condición del juez, que es la imparcialidad . Los neutrales , que son aquellos que no se ingieren ni participan de la guerra, son los jueces naturales de los beligerantes por tres razones principales: Primera: porque no son parte en el conflicto. Segunda: porque son capaces, a causa de su ingerencia en la guerra, de la imparcialidad que no puede tener el beligerante. Tercera: porque los neutrales representan y son la sociedad entera del género humano, depositaria de la soberanía judicial del mundo, mientras que los beligerantes, son dos entes aislados y solitarios, que sólo representan el desorden y la violación escandalosa del derecho internacional o universal.
El derecho soberano del mundo neutral se hace cada día más evidente, por la apelación instintiva que hacen a él, los mismos estados que pretenden resolver sus pleitos por la guerra. Ellos dudan de la justicia de sus medios de solución, cuando apelan al juez competente. Así, el desarrollo del derecho o la autoridad de los neutros, significa la
reducción y disminución del derecho pretendido de los beligerantes, y si no significa eso, no significa nada. Ese doble movimiento inverso, es un progreso de civilización política.
El poder de los neutros, se desarrolla por sí mismo, porque no es más que la difusión y la propagación del poder en los pueblos, que hasta aquí han vivido impotentes y despreciados de los fuertes, y la difusión del poder no es más que la propagación y vulgarización de la riqueza, de la inteligencia, de la educación, de la cultura, que los pueblos más adelantados trasmiten a los otros, para las necesidades mismas de su propia existencia civilizada. La idea de la neutralidad supone la de la guerra . Si no hubiese beligerantes , no habría neutrales . Pero este aspecto de la guerra, visto
desde el punto del que no participa de ella, es ya un progreso, porque ya es mucho que haya quien pueda ser un espectador de la guerra sin estar forzado a tomar en ella una parte.
La existencia de esa tercera entidad se ha hecho posible desde que el poder ha dejado de ser el monopolio de un pueblo solo. Y la producción o aparición de esa entidad pacífica en faz de dos entidades en guerra, ha puesto a la humanidad en el camino que conduce al hallazgo de un juez imparcial para la decisión de las cuestiones que no pueden ser resueltas con justicia por la fuerza brutal de las partes interesadas. Multiplicad el número de los neutrales y su importancia respectiva y dais fuerza con eso sólo a la tercera entidad, que un día será el juez competente y exclusivo de los beligerantes, porque esa tercera entidad neutral no es otra cosa que el mundo entero, menos dos o tres de sus miembros constitutivos.
Generalizar la neutralidad, es localizar la guerra, es decir, aislarla en su monstruosidad escandalosa, y reducirla poco a poco a avergonzarse de ella misma en presencia del mundo digno y tranquilo, que la contempla horrorizado desde el terreno honroso del derecho universal. Los neutrales son la regla, es decir, la expresión de la ley o del derecho, que es la regla, los beligerantes son o representan la excepción a la regla, es decir, el desvío y salida de la regla. El mundo debe ser gobernado por la regla, no por la excepción; por los neutrales, no por los beligerantes.
Cuando los neutrales hayan llegado a ser todo el mundo, la idea de neutralidad dará risa, como daría risa hoy día el oír llamar neutral a todo el pueblo de que se compone un Estado, considerado en su actitud de no participación en la riña ocurrida entre dos de sus individuos.

V. Los neutrales
Así, la justicia de la guerra, es atribución exclusiva del neutral, es decir, del que no es beligerante ni parte directamente interesada en el debate. Y como no hay guerra que pueda ser universal, como toda guerra, de ordinario, es un duelo singular de dos o tres Estados, se sigue que el neutral a ese debate, no es ni más ni menos que todo el género humano. Así, lo que se toma como extensión creciente del derecho de los neutros, no es más que el desarrollo del derecho del mundo no beligerante a ser juez de los debates locales de sus miembros. El mundo no es neutral sino en cuanto deja de ser beligerante en un encuentro dado, como el Estado es neutral porque es ajeno al choque singular de los individuos de su seno.
Pero la neutralidad no es sino guerra, si se la considera como la indiferencia o el desinterés absoluto, pues así como el Estado hace suyo, porque lo es, el interés y el castigo de todo crimen privado, la sociedad del género humano o los neutros, son los realmente interesados y competentes para intervenir en la defensa del derecho violado contra ella misma en la persona de uno de sus miembros. Sin duda que es un progreso el desarrollo del derecho de los neutros comparado con el tiempo en que la neutralidad o imparcialidad era imposible, cuando Roma que era el mundo, poniéndose en guerra con un enemigo, no dejaba a su lado un solo espectador desinteresado en la lucha.

Pero la neutralidad es un progreso relativo que no tarda en convertirse en un atraso relativo. Sin faltar a su deber y abdicar su derecho, el mundo no puede ser neutral en una guerra que lo daña aunque no sea beligerante. La neutralidad es el egoísmo, es la complicidad, cuando por ella abdica el mundo su derecho de impedir y resistir un choque violento y arbitrario en que el derecho general de la humanidad es vulnerado de una y otra parte.
¿Qué se diría de un juez, que ante el encu
entro culpable de dos hombres, se declarara neutral y les dejase despedazarse? Que se hacía cómplice del delito ante la sociedad ofendida y traicionada por él. Que el mundo no posea los medios de ejercer su soberanía judicial contra los Estados que se hacen culpables del crimen de la guerra, no quita eso que le asista ese derecho soberano, y ya es poco, en el sentido de la adquisición de esos medios, el reconocimiento del derecho del mundo a ponerlos en ejercicio, como en la historia del derecho interno de cada Estado, el reconocimiento del principio de la soberanía popular ha precedido a la toma de posesión y ejercicio de esa soberanía.
Así el desarrollo del derecho de autoridad de los neutros, es decir, del mundo entero, menos uno o dos estados en guerra, es el principio de la formación de un juez universal, con la imparcialidad esencial de todo juez para regular y decidir las contiendas entregadas hoy a la fuerza propia y personal de cada contendor interesado. La neutralidad representa la civilización internacional, como única depositaria de la justicia del mundo.

VI. Neutralización de todos los Estados
Si en tiempo de los romanos la idea de un Estado esencialmente neutral por sistema, como en la Suiza , la Bélgica , los Principados Unidos, hubiera dado que reír, por absurda, ¿por qué no llegaría un día en que lo que hoy es excepción, viniese a ser la regla de vida normal de todos los Estados? ¿Por qué sus territorios no serían todos neutralizados, a punto de no dejar a la guerra un palmo de tierra en el mundo en que poner su pie? Tal sería el resultado que produciría en la condición de los pueblos la abolición de la guerra. Un pueblo neutralizado, es como un pueblo internacional, patria en cierto modo de todo hombre de paz. Esos son los pueblos llamados a formar la sociedad internacional o el pueblo-mundo, a su imagen de ellos.
El rey de los belgas, Leopoldo I, no debió a su carácter todo su rol de juez de paz de los pueblos, sino a la condición neutral de su país. No quedaría otro rol a los soberanos todos del mundo el día que fuese neutralizada la tierra. Como hay pueblos internacionales, también hay hombres internacionales; y son éstos los que han formado o formulado el derecho internacional moderno.

VII. Extraterritorialidad
La extraterritorialidad, o el beneficio por el cual cada Estado se considera incompetente para ser juez de los representantes de otro Estado, en el caso mismo de tenerlos en su territorio, podría verse como la premisa de una gran consecuencia lógica, a saber: que si el Estado A, no tiene jurisdicción sobre el Estado B, aun dentro de su territorio de A, menos puede tenerla dentro del territorio de B, el que ni en su suelo propio tiene su jurisdicción sobre el representante del Estado extranjero, menos puede tener una jurisdicción absoluta en el suelo del extranjero, no sólo sobre el representante, sino sobre el Estado mismo que él representa. Lo contrario, da lugar a este absurdo ridículo: que el mismo que renuncia su jurisdicción sobre el soberano extraño que habita en casa, cuando están en paz, se arma de una jurisdicción de su hechura, la más absoluta, para juzgar al soberano extranjero en su territorio extranjero, el día que la paz deja de existir entre uno y otro.
Un derecho que
existe o deja de existir, según el buen humor del que pretende poseerlo, no es un derecho sino un despotismo. Entre el privilegio de extraterritorialidad que un Estado concede a otro Estado extranjero, dentro de su propio suelo, y el privilegio que ese primer Estado se concede a sí mismo de entrar en el suelo extranjero de su ex-amigo y manejarse en él como en su propio territorio, el día que está enojado, lo justo sería renunciar a los dos privilegios y reducirse al simple respeto del derecho, que asegura a cada Estado la inviolabilidad de su territorio por el otro Estado, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, exactamente como según el derecho civil común, la casa de un ciudadano es inviolable para otro ciudadano, en el caso mismo en que este último abunde del derecho de quejarse.
Si la libertad individual es paradoja cuando el hogar no es inviolable, la
libertad individual o independencia del Estado es un sofisma si su territorio deja de ser inviolable. Sólo el mundo, en su interés general, tiene el derecho de allanar esa inviolabilidad, en el caso excepcional de un crimen que le autorice a buscar su defensa o su seguridad por ese requisito extremo y calamitoso.

CAPÍTULO X
PUEBLO-MUNDO

I. Derechos internacionales del hombre
Las personas favoritas del derecho internacional son los Estados, pero como éstos se componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho internacional. Son miembros de la humanidad, como sociedad, no solamente los Estados, sino los individuos de que los Estados se componen. En último análisis el hombre individual es la unidad elemental de toda sociedad humana, y todo derecho, por colectivo y general que sea, se resuelve al fin en último término en un derecho del hombre.
El derecho internacional, según esto, es un derecho del hombre, como lo es
del Estado, y si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo mismo que del Estado, tanto puede invocar su protección el hombre individual, como puede invocarlo el Estado, de que es miembro el hombre. Quien dice invocar el derecho internacional, dice pedir la intervención de la sociedad internacional o del mundo, que tiene por ley de existencia ese derecho, en defensa del derecho atropellado. Así, cuando uno o muchos individuos de un Estado son atropellados en sus derechos internacionales, es decir, de miembros de la sociedad de la humanidad, aunque sea por el gobierno de su país, ellos pueden, invocando el derecho internacional, pedir al mundo que lo haga respetar en sus personas, aunque sea contra el gobierno de su país.
La intervención que piden, no la piden en nombre del Estado: sólo el gobierno es órgano para hablar en nombre del Estado. La piden en su nombre
propio, por el derecho internacional que los protege en sus garantías de libertad, vida, seguridad, igualdad, etc. Así se explica el derecho del mundo a intervenir por la abolición de la esclavitud civil, crimen cometido contra la humanidad. Y como la esclavitud política no es más que una variedad de la confiscación de la libertad del hombre, llegará día en que también ella sea causa de intervención, según el derecho internacional, en favor de la víctima de la tiranía de los gobiernos criminales.
Se han celebrado alianzas de intervención en favor de los poderes que se han llamado alianzas santas , ¿por qué no se celebrarían con el objeto de sostener las libertades del hombre y colocarlas bajo la custodia del mundo
civilizado de que es miembro? La musa de la libertad ha tenido la intuición de estos principios cuando Beranger ha saludado la santa alianza de los pueblos .

II. Pueblo-mundo
La idea de que puede haber dos justicias, una que regla las relaciones del romano con el romano, y otra que regla las relaciones jurídicas del romano con el griego u otro extranjero, ha dado lugar a la confusión que existe en la rama del derecho que ha venido a ser con los progresos de la humanidad la más importante de todas, por ser la que regla las relaciones jurídicas de las naciones entre sí, dentro de esa sociedad universal que se llama el mundo civilizado. Todo se aclara y simplifica ante la idea de un derecho único y universal. ¿Cuál es, en efecto, el eterno objeto del derecho por dondequiera que se considere? El hombre siempre el hombre. Ya se considere el hombre ante su semejante aislado e individualmente, ya se considere en masa o colectivamente, el derecho es el mismo, y sus objetos son los mismos. Así, Grocio dice con razón que tantas cuantas son las fuentes de procesos entre los hombres, tantas son las causas de guerra entre los pueblos o colecciones de hombres, y el cuadro de las acciones o medios de hacer valer su derecho en materia civil , coincide del todo con el de las acciones internacionales en materia de derecho de gentes .
En efecto, todas las acciones internacionales tienen por objeto defender la personalidad del estado y sus dominios y derechos cara a cara del estado extranjero, reivindicar y recuperar lo que es propio del estado o se le debe, y castigar al estado extranjero que se hace culpable de una infamia contra la patria. La peculiaridad de lo que se llama el derecho de gentes , reside especialmente en estos dos grandes hechos: 1º Que el hombre individual es representado por la sociedad de que es miembro, constituida en persona política, a la faz de su semejante constituido en la misma situación: 2º Que por resultado de la independencia absoluta de esa persona política llamada el Estado, no hay código ni juez para la decisión de los conflictos ocurridos entre Estado y Estado, y cada Estado es a la vez justiciable, juez, abogado, alguacil y verdugo.
Como no basta que una Nación reclame pacífica y puramente en nombre de la razón que cree tener, lo que es suyo, para que su razón sea escuchada por el que tiene interés en no escucharla, o cree con buena fe lo contrario; como no basta que un estado carezca de razón en el despojo o agravio que hace a otro estado, para que lo devuelva, por sólo un razonamiento, la fuerza ejercida por el estado que en todo pleito de individuo a individuo hace prevalecer la razón de uno contra el error del otro, viene a ser también el único resorte para hacer cumplir el derecho de una Nación desconocido por otra. Pero entre individuo e individuo, el estado es el juez que hace valer esa fuerza, y ese juez imparcial falta en la sociedad de estado y estado, porque los pueblos viven en lo que se llama estado de naturaleza , es decir, aislados e independientes respecto de toda autoridad común y suprema a la de cada uno.
A falta de ese juez común, que debería serlo por analogía ese estado-mundo
que se llama el género humano, cada estado es abogado, soldado y juez de su propio pleito, por el empleo de la fuerza decisoria. Basta esto sólo para ver que la fuerza propia tiene que ser la última razón decisoria de los pleitos internacionales, es decir, la guerra en que se resumen todas las acciones del derecho de gentes , tanto civiles como penales. Y que esa manera de administrar justicia no sólo tiene este defecto de degenerar en la guerra que mata la cuestión en vez de resolverla, sino que no es ni merece el nombre de justicia un procedimiento en que cada litigante es parte , testigo , juez y verdugo . Esa justicia entre hombre y hombre se llama crimen ; ¿ cómo sería un derecho entre nación y nación?
Mientras dure esa
situación de cosas, la civilización puede jactarse de haber resuelto mil problemas sociales injustos, menos el más importante de todos, que es el de la justicia internacional. Y como no se divisa el día en que los soberanos consientan en ser súbditos de un poder universal, el único medio de escapar a esa justicia extraña, que se confunde con el crimen, es no pleitear jamás. Y para inspirar horror a esa justicia de las fieras y de los salvajes, indigna del hombre, se debe calificar toda guerra, en cuanto defensa de sí mismo, como un crimen contra la humanidad.
Lo que la razón no resuelve por la discusión, no puede ser resuelto por la espada. Lejos de ser la última razón del derecho, la espada es la primera razón del crimen. Toda defensa de sí mismo es presumida crimen, en tanto que no se prueba lo contrario, porque es contra la naturaleza humana que el hombre pueda ser a la vez parte interesada y juez imparcial de su enemigo. La guerra debe ser considerada como un crimen por regla general, un derecho por excepción rarísima. Yo prefiero la definición de Cicerón a la de Grocio, por más humana. La guerra , dice el primero es una contienda que se resuelve por la fuerza animal . Grocio cree que la guerra es el estado en que el hombre se sirve de esa lógica, no la acción de usarla.
Es mejor admitir que la guerra es una acción fugaz y efímera, como los arranques súbitos o impremeditados, que la violencia ejercida contra nosotros del mismo modo nos arranca. Considerada como un derecho excepcional de la propia defensa , no puede tener otro carácter. Considerada como crimen , es decir, como es de ordinario, no puede ser admitida como un estado o situación regular y normal, porque el asesinato,
el robo, el incendio, no pueden ser erigidos en sistema durable ni por un instante. Considerada como defensa suprema de sí mismo, sólo debe ser admitida como un accidente, un hecho aislado y fugaz, como es por su naturaleza todo asalto criminal capaz de motivarla.
En una palabra, si la guerra como crimen no puede ser un estado durable de
cosas, tampoco puede serlo la guerra considerada como justicia o como castigo. Toda guerra que se prolonga más que el atentado que le sirve de motivo o pretexto, degenera en crimen y debe ser presumida tal.

 

III. Pretendida influencia benéfica de la guerra
La guerra considerada como pena jurídica del crimen de la guerra, ha podido hacer creer en la acción de su influencia benéfica en la educación y en la mejora del género humano, en virtud de la influencia semejante que se atribuye a la penalidad ordinaria en la educación interior del país. Pero esa acción es dudosa, en este caso, porque el penado las más de las veces no es el criminal sino el débil. Bien puede el débil estar lleno de justicia; si combate con el criminal poderoso, será vencido y castigado, sin ser por eso culpable. Una justicia penal en que el juez y el verdugo son la parte misma interesada, es monstruosa, y no puede ser propia sino para depravar y destruir toda noción de justicia y de moralidad, lejos de ser apta para educar al género humano en la práctica de lo que es bueno y honesto.
Si la pena, es decir, la aplicación de la guerra como castigo de la guerra
o de otra injuria, fuese pronunciada por el mundo imparcial, la presunción de justicia acompañaría a la de la imparcialidad presumible en el mundo neutral. Pero una pena aplicada por el interés, por el odio, por la ambición, por la envidia, no puede dejar de ser inicua, o cuando menos desproporcionada e injusta en esta desproporción. De donde se infiere que la guerra, considerada por su mejor lado, que es el de justicia penal, es incapaz radicalmente de producir la mejora y civilización del género humano.
¿Qué de más absurdo, por otra parte, que el pretender que el exterminio en
masa de millones de hombres útiles, la devastación de las ciudades y de los campos, el incendio, la ruina, el engaño, el fraude, la profanación, puedan ser medios de educar y mejorar la especie humana? Toda justicia hecha por la parte, toda defensa de sí mismo, es presumida crimen hasta que no se pruebe lo contrario; y esta regla de derecho penal es aplicable sobre todo a la guerra. La guerra más bien fundada y justificada por la parte, envuelve la presunción del crimen, en cuanto es la parte agraviada la que se hace justicia a sí misma.
Así, la regla de que en toda guerra ambas partes tienen razón , debe ceder
a esta otra: que los dos beligerantes son culpables , hasta que el pueblo-mundo , único juez competente para pronunciar el fallo, no lo haya pronunciado en vista de la evidencia y de su convicción de gran jurado de las naciones. Así como la ley de cada Estado condena como culpables a todos los individuos que riñen y dañan entre sí, no sólo porque haciéndose jueces de sí mismos eluden la autoridad a que deben someter su contestación, sino porque la pretendida justicia hecha a sí mismo, encubre casi siempre la iniquidad hecha al contendor, así la ley internacional, fundada en idéntico principio, debe condenar a todos los Estados que para dirimir una cuestión de interés o de honor acuden a sus propias armas para destruirse mutuamente.
Y así como la sociedad venga en la víctima de un crimen un ultraje hecho a toda ella en la persona del ofendido, la sociedad-mundo tiene el derecho de considerar y condenar como un ultraje hecho al derecho de cada Estado el que es hecho a un Estado en particular.

IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad
Una nación que no está constituida en Estado, es decir, un pueblo que vive sin autoridades comunes, representa el mundo de Hobbes , la guerra de todos contra todos. Cada hombre es su propio juez y el juez de su adversario. La guerra es su enjuiciamiento civil y criminal, su doble código de procedimientos. Es el estado de perfecta barbarie erigido en institución permanente hasta que cese por la aparición y presencia de las autoridades comunes encargadas de dirimir y regular las diferencias de las partes. Esas autoridades no presiden a la formación del Estado, sino que la acompañan, y se puede decir que su instalación constituye cabalmente la formación de una Nación en estado regular.
Lo que sucede a este respecto en la historia de cada estado, tiene que suceder en la formación de esa especie de estado conjunto de estados que ha de acabar por ser la confederación del género humano. Con la formación espontánea de esa asociación, y como elemento y condición de ella, han de aparecer instituciones internacionales encargadas de decidir y reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo-unido, las diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes interesadas en servirse del daño ajeno. Así como el establecimiento de los tribunales ha puesto fin en cada Estado
a las peleas y conflictos armados con que sus habitantes discutían y dirimían sus pleitos en la edad salvaje, así el establecimiento inevitable y necesario de un modo regular de justicia internacional, hará desaparecer la guerra, que se define hoy día: un pleito decidido por la fuerza del pleiteante más fuerte en poder o en astucia.
Los pleitos de las naciones no serán dirimidos con justicia, sino cuando los decida su magistrado y juez neutral, la humanidad, es decir, el mundo de los neutrales, la masa de los Estados ajenos a la contienda que debe ser prevenida o juzgada y decidida. Grocio , mejor que nadie, ha previsto el advenimiento de esa institución por estas palabras: "...Il serait utile, il serait même en quelque façon nécessaire qu'il y ait certaines assemblées des puissances chrétiennes, oú les différends des
unes seraient terminées par celles qui n'auraient pas d'intérêt dans l'affaire, et oú même on prendrait des mesures pour forcer les parties á recevoir la paix a des conditions équitables" [8] .

V. La organización del mundo
Si hay un pueblo que esté llamado a realizar perpetuamente el gobierno de sí mismo ( self government ), es ese pueblo compuesto de pueblos que se llama sociedad de las naciones. Es más verosímil que cada nación acabe por gobernarse en sus negocios propios, como se gobierna el pueblo-mundo , es decir, sin autoridades comunes, que no el que la humanidad llegue a constituirse una autoridad universal a imagen de la de cada nación.
Pero la ausencia de una autoridad común no implica la ausencia de una ley común, ni la ausencia de una ley significa la ausencia de un gobierno: prueba de ello es la nación misma del gobierno de sí propio , es decir, gobierno sin autoridad; y de la practicabilidad de este modo de gobiernos es la mejor prueba el de las naciones que se gobiernan a sí mismas por el derecho llamado internacional en sus negocios continentales. El derecho se revela y prolonga por sí mismo a todas las existencias que comprenden que él es una condición de salud común; y cuando no lo comprenden, lo practican sin comprenderlo, por el instinto de la propia conservación.
Será pues un pueblo que vivirá perpetuamente sin gobierno, en el sentido que esta palabra gobierno tiene dentro de cada nación. La sociedad de las Naciones no se regirá por otra regla, que la que preside a una reunión de particulares en sociedad privada: cada uno se tiene en su deber por mero respeto a la opinión de todos.
Así, lejos de ser el gobierno interior el polo de imitación a que marcha la sociedad de las Naciones, es esta sociedad el modelo de imitación a que
marcha el interno.
La ausencia del gobierno, según esto, no quiere decir la ausencia de la ley. La ley existe sin necesidad de que ningún legislador la haya dado. Basta que una vez, cualquiera la haya señalado y dado a
conocer a los demás como ley natural de la universal sociedad; es decir, como la condición esencial de su existencia, según la cual pueden todos los miembros de la familia humana marchar en armonía, en progreso, en paz y en libertad.
Los órganos libre
s de esa ley de vida común y general, que preside naturalmente al mundo de las naciones como la ley de gravitación que preside al mundo físico, son los autores de lo que se llama el derecho de gentes . Su autoridad es la que tienen los libros en que se consignan las reglas de urbanidad y buena sociedad entre particulares. Grocio, por ejemplo, es el lord Chesterfield de las naciones. Los tratados no son más que la consagración escrita y expresa entre varias naciones, de esas reglas preexistentes por sí mismas y consignadas en los libros de la ciencia moral que estudian los principios de buena conducta según los cuales pueden vivir relacionadas las naciones sin dañarse mutuamente.
Cuando una reunión se compone de gentes bien educadas, el orden se conserva sin ninguna especie de autoridad; cuando se compone de todo el mundo, la cosa es diferente.
Queda por saber, según esto, si la armonía entre las naciones será la misma cuando la sociedad se componga de esos seres bien educados que se llaman gobiernos monárquicos, que cuando se formen indistintamente de todo
el mundo sin distinción de rango ni educación.
¿Serán las democracias del porvenir más capaces de orden y tranquilidad internacional que lo son las monarquías del pasado? ¿La agitación que
en lo interior produce la vida libre será conciliable con la paz inalterable en lo exterior? Los Estados Unidos , rodeados de pueblos monárquicos en América, no pueden resolver esta cuestión por la autoridad de su ejemplo, porque no sabemos si la paz exterior en que han vivido es un mérito de ellos, o pertenece a la cordura de sus vecinos.
Las democracias de la América del Sud no han repetido al pie de la letra el cuadro pacífico de una sociedad privada compuesta de caballeros bien educados.

VI. La organización natural
Para que las naciones formen un pueblo y se gobiernen por leyes comunes, no es necesario que se constituyan en confederación, ni tengan autoridades comunes a la imagen de las de cada Estado. Esa sociedad existe ya, por la ley natural que ha creado la de cada nación. Cada día se hace más estrecha por el poder mismo de la necesidad que las naciones tienen de estrecharse para ser cada una más rica, más feliz, más fuerte, más libre. A medida que el espacio desaparece bajo el poder milagroso del vapor y de la electricidad; que el bienestar de los pueblos se hace solidario por la obra de ese agente internacional que se llama comercio, que anuda, encadena y traba los intereses unos con otros mejor que lo haría toda la diplomacia del mundo, las naciones se encuentran acercadas una de otra, como formando un solo país. [9]
Cada ferrocarril internacional equivale a diez alianzas; cada empréstito extranjero, es una frontera suprimida. Los tres cables atlánticos han suprimido y enterrado la doctrina de Monroe sin el menor protocolo. La prensa, es decir, esta luz que se arrojan unas a otras las naciones, sobre todo lo que interesa a sus destinos de cada día, y sin cuyo auxilio toda nación pierde su derrotero y deja de saber dónde está y a dónde va; la prensa, alumbrada por la libertad, es decir, por la ingerencia de los pueblos en la gestión de sus destinos, hace posible la formación de una opinión internacional y general, que suple al gobierno que falta al pueblo-mundo.
El ojo de ese juez que todo lo ve y todo lo juzga sin temor, porque nadie es más fuerte que todo el mundo, es causa de que los crímenes de un soberano se hagan cada día menos practicables. ¿Cómo se forma un poder general? Multiplicando los poderes locales. Para hacerse una , la Francia ha dividido sus provincias en departamentos. ¿Cómo hacer para multiplicar los poderes locales (que son las naciones) del pueblo-mundo? ¿Dividiéndolos como los departamentos? No: al revés; aumentando el número de las grandes naciones por la aglomeración de las pequeñas, que parece ser la tendencia natural de la humanidad en estas edades civilizadas. Cuando en lugar de cinco grandes Estados haya veinte, el poder de cada uno será mejor. Luego las grandes aglomeraciones no son contrarias a la constitución de la sociedad internacional en un poder de más en más democrático.

VII. La naturaleza humana
La gran faz de la democracia moderna, es la democracia internacional , el advenimiento del mundo al gobierno del mundo, la soberanía del pueblo-mundo , como garantía de la soberanía nacional . Si ese rey de los reyes, si ese soberano de los soberanos, no ejerce todavía su soberanía, no por eso deja de tenerla y de ser esa soberanía la suprema y más alta de las soberanías de la tierra.
Si el hecho de que no la ejerce hoy por un poder organizado, fuese razón para negar que el mundo es el soberano de los soberanos, no habría hoy mismo soberanía alguna nacional admisible, porque en ninguna nación existe

hasta aquí sino nominalmente lo que se llama soberanía del pueblo. Pero la prueba de que es un hecho, aunque no constituido todavía, es que los soberanos actuales, cada vez que quieren justificar su conducta hacia otros Estados, apelan instintivamente a ese juez supremo de las naciones que se llama el género humano, pueblo-mundo.
Ese pueblo y su soberanía se elaboran y constituyen por sí mismos, en virtud de las leyes naturales que presiden el desarrollo individual y colectivo del hombre y a su naturaleza indefinidamente perfectible. El principio natural que ha creado cada nación, es el mismo que hará nacer
y formarse esa última y suprema nación compuesta de naciones, que es el corolario, complemento y garantía del edificio de cada nación, como el de cada nación lo es del de sus provincias, departamentos, comunas, familias y ciudades.
La idea de la patria, no excluye la de un pueblo-mundo, la del género humano formando una sola sociedad superior y complementaria de las demás. La patria , al contrario, es conciliable con la existencia del pueblo multíplice compuesto de patrias nacionales, como la individualidad del hombre es compatible con la existencia del Estado de que es miembro. La independencia nacional será en el pueblo mundo la libertad del ciudadano-Nación , como la libertad individual , es la independencia de cada hombre, dentro del Estado de que es miembro. Cada hombre hoy mismo tiene varias patrias que lejos de contradecirse, se apoyan y sostienen.
Desde luego la provincia o localidad de su nacimiento o de su domicilio, después la Nación de que la provincia es parte integrante, después el continente en que está la Nación, y por fin el mundo de que el continente es parte. Así, a medida que el hombre se desenvuelve y se hace más capaz de generalización, se apercibe de que su patria completa y definitiva, digna de él es la tierra en toda su redondez, y que en los dominios del hombre definitivo jamás se pone el sol.

VIII. Analogía biológica
Que las naciones tienden o gravitan hacia la formación de una sola y grande nación universal, es lo que la historia no escrita de los hechos que todos ven, no deja lugar a dudas. La ley que los conduce en esa dirección, es la ley natural que ha formado las sociedades diversas que hoy existen, que serán otras tantas unidades constitutivas del conjunto o agregado de todas ellas en un vasto cuerpo internacional, comprensivo de la parte civilizada de la especie humana. Pertenecer a ese agregado, ser unidad de su organismo, será prenda y condición de la civilización de cada sociedad. Esa ley común a todos los seres vivientes y orgánicos, no será otra que la

evolución , por la cual explican los naturalistas la formación, la estructura u organización y las funciones de todo cuerpo orgánico.
Si la denominaci
ón de cuerpo dada a un Estado, si la palabra, cuerpo social , lejos de ser una mera figura de retórica, expresa la realidad de un hecho natural, según los biologistas y sociologistas modernos, no hay razón para no considerar el conjunto de las naciones como un cuerpo único, cuyos órganos son las naciones consideradas separadamente. Ese cuerpo no existe ya formado, pero existe al menos la prueba de que tiende a formarse, por la misma ley que ha formado cada una de las sociedades actuales que han de ser unidades constitutivas de él.
Si la biología ha servido a los sociólogos para explicar por la ley natural de la evolución, la creación, estructura y funciones del ente vital llamado sociedad , ¿por qué no serviría también para explicar esa entidad de la misma casta, que se puede denominar la sociedad de las Naciones ? La aplicación de la biología, al estudio de la sociología internacional, será una nueva faz, llena de luz, de la ciencia del derecho de gentes. ¿Cuál será la condición vital de ese grande organismo de la sociedad o mundo internacional? Como en la composición de todo ente orgánico: la separación de sus partes para trabajos o funciones especiales, y la dependencia mutua, para el cambio recíproco de sus productos.
La división del trabajo , de que depende la vida y el progreso del trabajo, no es aplicable únicamente a la industria y al comercio, lo es igualmente a todos los elementos de la sociedad, como ley natural que es todo organismo viviente, pues hay una división fisiológica del trabajo en la constitución de todo ser viviente organizado según un tipo superior, como lo observa Milne Edwards . No hay organización, sino embrión, masa informe, cuando no hay separación de partes entre las que pertenecen a un conjunto por la especialidad y diversidad de sus funciones: ni la hay tampoco cuando no hay dependencia mutua de esas partes para el cambio del producto de su labor respectiva en
la obra de su vida común.
El cuerpo humano no sería un cuerpo orgánico, si sus órganos no fue
sen variados y diferentes en su labor común, y dependientes a la vez unos de otros para su alimentación y desarrollo. A cada órgano corresponde su función y su labor especial, -es decir, su esfera, su papel, su dominio y jurisdicción en el organismo,- a todos su dependencia mutua por el cambio y para el cambio de lo que cada uno elabora, por lo que cada uno necesita para vivir.
Ese es el modelo de toda organización individual, o social, o internacional. El que ha organizado ese modelo, es el autor de todos los organismos constituidos según su plan. Ese es el autor y ejecutor de esa ley que se llama la evolución natural, de que son producto los cuerpos sociales de toda escala, como los individuos de toda especie. Es ahí donde el derecho de gentes debe buscar el verdadero origen, la verdadera noción y esfera de la independencia de cada nación, así como el origen, naturaleza y límite de la dependencia mutua de cada nación ; la primera, para lo que es producir mucho, bien y mejor, la segunda, para lo que es cambiar lo que cada una ha producido al favor de su separación o independencia, para lo que cada una necesita de las otras para satisfacer su necesidad de vivir bien.
La separación o nacionalidad en Estado independiente y la unión o dependencia que la civilización o ley internacional impone a cada nación respecto de las otras, esa dependencia y esa independencia, dejan de ser legítimas desde que dejan de ser orgánicas y vitales al organismo del ente
social llamado mundo civilizado. El aislamiento absoluto de una sociedad, es una amputación hecha al mundo social. Matar un órgano, es dañar a todo el organismo, cuando no exponerlo a su destrucción si el órgano es capital. La dependencia ilimitada es la destrucción, es la muerte del organismo encontrada por el camino opuesto, porque es la destrucción del separatismo o división del trabajo que permite multiplicar las especies de productos en la escala infinita en que los demanda la perfectibilidad indefinida del hombre. Para cambiar sus servicios y los productos de su especialidad, las unidades sociales del gran cuerpo internacional necesitan comunicarse mutuamente con la presteza, facilidad y seguridad, con que se auxilian los órganos de un mismo cuerpo orgánico. Esos medios auxiliares de comunicación o de unidad y de vitalidad común, por mejor decirlo, son el libre cambio , los ferrocarriles, las líneas de vapores o puentes marítimos entre Estado y Estado, los telégrafos, las postas, las monedas, las ideas, las creencias, las artes, todo, en fin, lo que tiende a hacer más solidaria la existencia colectiva del hombre perfeccionado en esa sociedad llamada a constituirse con los seres que forman la especie humana.

IX. De tales leyes
Esas leyes naturales de la sociedad universal deben ser estudiadas, no para sancionarse por los gobiernos, sino para no contrariar su sanción que ya tienen de la naturaleza.
Que los hombres las creen o las desechen, no quitará eso que existan y se cumplan. Las sociedades no han sido creadas por
los gobiernos. Local, nacional o universal, toda sociedad es el producto de una evolución o creación de la misma naturaleza orgánica, cualquiera que sea su forma. Los gobiernos mismos son el producto de esa ley, lejos de ser sus padres. Ellos son parte y condición natural del organismo social.
De mil modos puede ser contrariada en su juego y mecanismo la ley de la evolución natural, pero ninguno más frecuente y desastroso que el de la política prohibitiva en general, y el de la política proteccionista en particular. El proteccionismo desconoce el papel orgánico de la nación en la construcción o estructura de la sociedad universal de las naciones. Pretendiendo convertir en un ser completo el Estado que es un órgano del gran cuerpo internacional, hace lo que el fisiologista que pretendiese emancipar a la cabeza, respecto del corazón, en lo tocante a la producción

de la sangre; y que para realizar esta independencia empezase por cortar los canales o arterias por donde la cabeza recibía la sangre que le enviaba el corazón, para en seguida dotar a la cabeza de un corazón suyo y especial. No tendría tiempo de realizar este último prodigio, después de realizado el anterior, es decir, de cortada la cabeza, porque la muerte sería la consecuencia de esa medida proteccionista, no sólo para la cabeza, sino también para el corazón, es decir, para todo el cuerpo organizado a que antes pertenecía. Un cuerpo orgánico es un Estado , en que cada órgano es un ciudadano , es decir, un miembro, una unidad constitutiva del conjunto social, llamado cuerpo orgánico .

X. El derecho internacional
El derecho de gentes no será otra cosa que el desorden y la iniquidad constituidos en organización permanente del género humano, en tanto que repose en otras bases que las del derecho interno de cada Estado. Pero la organización del derecho interno de un Estado es el resultado de la existencia de ese Estado, es decir, de una sociedad de hombres gobernados por una legislación y un gobierno común, que son su obra. Es preciso que las naciones de que se compone la humanidad formen una especie de sociedad o de unidad, para que su unión se haga capaz de una legislación y de un gobierno más o menos común.
Esta obra está en vías de constituirse por la fuerza de las cosas, bajo la
acción de los progresos y mejoramientos de la especie humana que se operan en toda la extensión de la tierra que le sirve de morada común. Este movimiento de unificación o consolidación del género humano, en los distintos continentes de que se compone el planeta que le sirve de patria común, forma una faz de la vida de la humanidad, y basta esto sólo para que ella se desenvuelva y progrese por sí misma, como ley esencial de su vitalidad.
El derecho internacional y sus progresos, no son la causa productora del movimiento humano hacia la unidad general, sino la condición inseparable de ese movimiento y su resultado natural y espontáneo. Lo que a este respecto ha sucedido en el desarrollo de cada estado, sucede
también en el de ese pueblo que tiende a formarse de todas las naciones conocidas. Las sociedades todas preceden en su formación a la del derecho considerado como ciencia y como legislación; lo cual constituye uno de los últimos mejoramientos, destinados a garantirlo y fijar el legado de la tradición viva.
La vida y la sociedad internacional deben preceder naturalmente al desarrollo del derecho internacional como legislación y como ciencia. Todo lo que propenda a aproximar y a unir las naciones entre sí moral, intelectual y materialmente, sirve a la constitución del derecho de gentes
o interior del género humano, sobre el pie de eficacia y de imparcialidad en que descansa el derecho interno de cada estado; por la razón de que tiende a formar y constituir de todas las naciones una grande y universal asociación susceptible de leyes y de gobierno más o menos común. Sin duda que a medida que se extiende toda asociación, se hace menos capaz de centralismo, o los centros, por decirlo así, se multiplican. Pero la descentralización no es inconciliable con la unidad, y lejos de eso se completa mutuamente con el orden social, como en el organismo animal en que cada órgano tiene dos vidas, una suya y local, otra general.


XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común
El día que las naciones formen una especie de sociedad se verá producirse por ese hecho mismo y en virtud de la misma ley que ha hecho nacer la autoridad en cada estado, una autoridad más o menos universal, encargada de formular y aplicar la ley natural que preside el desarrollo de esa asociación de estados. Y aunque ese gobierno del género humano, o de su porción más civilizada, no llegue a constituirse jamás como el de un estado dividido en los tres poderes conocidos, no por eso dejará de producirse en otra forma adecuada al modo de ser de esa sociedad aparte. No se verán tal vez los Estados Unidos de la Europa , ni mucho menos los Estados Unidos del mundo, constituidos a ejemplo de los Estados Unidos de América ; porque las naciones de la Europa no son fragmentos de un mismo pueblo que habla un mismo idioma, practica un mismo gobierno, tiene una misma legislación y un mismo origen y pasado histórico, como les sucede a los Estados Unidos de América.
No será la España una especie de Pensilvania, ni la Italia un Michigan, ni
la Francia una New York, ni el Portugal un Massachusetts, ni la Rusia un Tennessee, etc. Pero no por eso Europa será incapaz de cierta unidad que facilite el establecimiento de cierta autoridad que releve a cada estado del papel imposible y odioso de hacerse justicia a sí mismo, asumiendo a la vez los tres papeles contradictores e imposibles de parte litigante, juez, testigo, y verdugo de su enemigo personal. El que la constitución de una autoridad imparcial, que juzgue en nombre del mundo ajeno a la disputa de dos estados, presente dificultades cuya solución no se divisa, no es razón para erigir en derecho regular y permanente, lo que no es más que la negación del derecho o su violación escandalosa y criminal.
Si la guerra es un derecho, su ejercicio no puede ser dejado sin absurdo a
la parte interesada en abusar de él. Como castigo penal de un crimen, como defensa de un derecho atropellado, como medio de reparación de un daño inferido, como garantía preventiva de un daño inminente, la guerra debe ser ejercida por la sociedad del género humano, no por la parte interesada, si ha de ser admitida como un derecho internacional. No hay derecho respetado donde no hay justicia que le sirva de medida; ni justicia donde no hay juez; ni juez donde falta la imparcialidad; ni puede haber imparcialidad donde no hay desinterés inmediato y directo en el conflicto.

XII. Pasos hacia la unidad
Son desde ahora mismo grandes pasos conducentes y preparatorios de la unión del género humano (que no dejará jamás de ser una unidad multíplice), y de la formación de autoridades que ejerzan su soberanía judicial en la decisión de las contiendas parciales de sus miembros, que hoy se definen por la fuerza material de los contendientes, los siguientes:
Primero: la formación de grandes unidades continentales, que serán como las secciones del poder central del mundo. Las divisiones de la Tierra, que sirve de patria común del género humano, en grandes y apartados continentes, determinan ya esa manera de constituir la autoridad del mundo
en varias y vastas circunscripciones, humanitarias o internacionales. Es natural cuando menos que esas grandes uniones continentales o seccionales precedan en su formación a la constitución de un poder humano central como ha precedido la unidad de cada nación a la del todo universal que se ve venir en lo futuro desde la época en que Grocio concibió el derecho internacional como el derecho de la humanidad considerada en su vasto conjunto.
A la idea del mundo-unido o del pueblo-mundo ha de preceder la idea de la unión europea o los Estados Unidos de Europa , la unión del mundo americano , o cosa semejante a una división interna y doméstica, diremos así, del vasto conjunto del género humano en secciones continentales, coincidiendo con las demarcaciones que dividen la Tierra que sirve de patria común del género humano. Ese desarrollo natural del mundo se deja prever desde ahora por estas palabras que acusan instintivamente la intuición de ese futuro más que probable: tales como las de Estados Unidos de Europa, Imperio o Monarquía continental, Unión del mundo americano , etc. Otro paso en el sentido de la centralización del mundo para el gobierno de
sus intereses, es la celebración de congresos continentales, como los que se han reunido en Europa y en América a principios de este siglo. Es verdad que de un congreso a la instalación de un poder común, hay gran distancia; pero es un hecho, que ningún poder central existe en América o Europa, de carácter nacional, que no haya comenzado y sido precedido de congregaciones de representantes u órganos de diversas regiones tendientes a buscar y encontrar un centro de unión permanente. A esos Congresos o Parlamentos internacionales se deben los tratados generales que han servido hasta aquí como de ley fundamental o constitución internacional de la Europa y de ambas Américas.
Esos Congresos existen ya de hecho, de un modo permanente, aunque indirecto, en los diversos cuerpos diplomáticos , que se encuentran instalados y formados alrededor de cada uno de los grandes gobiernos del mundo. Sin formar ni constituir cuerpos, esa congregación accidental de representantes de los varios Estados del mundo , ha recibido instintivamente el nombre de cuerpo , que ha de acabar por asumir en nombre de la necesidad de dar al mundo autoridades permanentes para el arraigo y decisión regular, pacífica, civilizada, de sus conflictos naturales que hoy se cortan sin decidirse ni resolverse, a cañonazos.
Esos cuerpos diplomáticos o internacionales representan al mundo entero unido en cada nación para tratar negocios de Estado a Estado.
A menudo se forman de su seno conferencias o especie de Congresos que resuelven o previenen conflictos capaces de ensangrentarse. El día que los miembros soberanos de esos cuerpos internacionales recibieran dobles credenciales, para la corte de su residencia común y para unos con otros respectivamente, esas cooperaciones podrían asumir, según las circunstancias, el rango de Cortes de Justicia internacionales ,
llamadas a fallar en nombre del interés o del derecho interpretado por la mayoría de las naciones, los conflictos parciales que amenazan la tranquilidad de todas ellas, o los respetos debidos al derecho que a todas ellas protege.

XIII. El mar como influencia
Otro instrumento de la unidad del género humano, es la mar, con los ríos navegables que desaguan en ella. "La mer c'est le marché du monde" ha dicho Theodoret. El mar que representa los dos tercios de nuestro planeta, es el terreno común del género humano.
El es libre en su conjunto y en sus detalles, es decir, en sus mares accesorios y mediterráneos y en los ríos navegables, que son como sus ramos mediterráneos. Las trabas que por siglos han entorpecido su libertad, han alejado el reino de la paz, manteniendo a las Naciones en el aislamiento anticivilizado que las hace no tener el gobierno común previsto por los genios de Grocio, Rousseau, Kant, Bentham, etc., etc.
El mar une los dos mundos lejos de separarlos. La geografía y los descubrimientos recientes de que ha sido objeto, ha completado la de la tierra y hecho del mar la patria favorita y común de todas las naciones. Cubierto de los tesoros del mundo, que representan las propiedades que moviliza el comercio, él reclama en su superficie el imperio del derecho que protege la propiedad privada en tierra firme. La supresión del corso, es una media garantía que, dejando en pie el derecho de apresamiento, ha suprimido la piratería autorizada de los particulares, conservando la de los gobiernos.

XIV. El vapor y el comercio
Dividido por el mar , decían los antiguos porque no eran navegantes. Unido por el mar , es la solución de los modernos, porque el mar es un puente que une sus orillas, para pueblos navegantes, como los modernos.
El vapor no sólo ha suprimido la tierra como espacio, sino el mar. Como el
pájaro, el hombre se ha emancipado de la tierra y del agua, para cruzar el espacio casi en alas del aire. El vapor une los pueblos porque une los territorios y los países. El vapor es el brazo del cristianismo. El uno hace de la tierra una sola y común mansión del género humano; el otro proclama una sola familia de hermanos todo lo que el vapor amontona.
El comercio mod
erno, con las formas de su crédito, con su prodigiosa letra que cambia los capitales de nación a nación sin sacarlos de su plaza; con sus Bancos; sus empréstitos internacionales; sus monedas universales, como el oro y la plata; que con sus pesos y medidas tiende a la misma uniformidad que las cifras de la aritmética y del cálculo; con sus canales y ferrocarriles, sus telégrafos, sus postas, sus libertades nuevas, sus tratados, sus cónsules, es el auxiliar material más poderoso de que dispongan, en servicio de la unión y de la unidad del género humano, la religión y la ciencia, que hacen de todos los pueblos una misma familia de hermanos habitando un planeta que les sirve de morada común.

XV. El derecho internacional
EL derecho internacional será una palabra vana mientras no exista una autoridad internacional capaz de convertir ese derecho en ley y de hacer de esta ley un hecho vivo y palpitante. Será lo que sería el código civil de un Estado que careciese absolutamente de gobierno y de autoridades civiles: un catecismo de moral o de religión; lo que es el código de la civilidad o buenas maneras actualmente: ley que uno sigue o desconoce a su

albedrío. Cada casa, cada familia, cada hombre tendrían que vivir armados para hacerse respetar en sus derechos de propiedad, vida, libertad, etc.
Así, el problema del derecho internacional no consiste en investigar sus principios y preceptos, sino en encontrar la autoridad que los promulgue y
los haga observar como ley. Pero tal autoridad no existirá ni podrá jamás existir, mientras no exista una asociación que de todas las naciones unidas forme una especie de grande Estado complejo tan vasto como la humanidad, o cuando menos como los continentes en que se divide la tierra que sirve de morada común al género humano. La autoridad y la asociación son dos hechos de que el primero es producto lógico y natural del otro. Una sociedad puede existir sin gobierno, aunque malísimamente; pero un gobierno no puede existir ni bien ni mal sin sociedad o nación. Dada una sociedad compuesta de todas las naciones, la autoridad surgirá de ese hecho por sí misma, como la condición natural e inevitable de su existencia, derivada de la necesidad de fijar y hacer cumplir el derecho, que es la ley de vida de toda asociación humana.
La cuestión es saber si la sociedad de las naciones existe hoy día, aunque
no sea sino de un modo embrionario; o si esa sociedad falta del todo. Y antes de esta cuestión, esta otra: las naciones en que se distribuye el género humano ¿pueden formar un solo cuerpo al través del espacio, que las separa unas de otras hasta hacer de ellas meros puntos perdidos en el espacio inmenso de nuestro planeta? El espacio, que separa entre sí mismos a los pueblos que componen el imperio ruso, es mucho mayor que el que separa a los Estados de que se forma la Europa Occidental; y si los primeros no son obstáculos para que exista la unidad política de la Rusia, ¿por qué lo sería para la unidad internacional de los Estados europeos?
Una prueba de que la sociedad de las naciones civilizadas puede existir y constituir una especie de unión compleja, es que en realidad existe ya aunque de una manera incompleta. No dirá nadie que la relación jurídica y social de un francés respecto de un inglés, es la del hombre en el estado de pura naturaleza, es decir, la de un salvaje de la Pampa, respecto de otro de la Araucania. Ellos están ligados por un cuerpo tan numeroso de principios, de intereses, de costumbres y leyes, que forman todo un código; o lo que es lo mismo, todo un orden político y social de ser considerado como un solo cuerpo compuesto de dos cuerpos. Lo que digo de un inglés y un francés, lo aplico
a los individuos de todas las naciones de la Europa.
Esta sociedad de sociedades no está
formada, pero está en formación y acabará por ser un hecho más o menos acabado, pero más completo que lo ha sido antes de ahora, por la acción de una ley natural que impele a todos los pueblos en el sentido de esa última faz de su vida social y colectiva, cuyo primer grado es la familia y cuyo último término es la humanidad. La misma ciencia del derecho internacional, lejos de ser la cuna y origen de esa unidad de las naciones, es un resultado y síntoma de ello. Las naciones no se han acercado y unido entre sí mismas, por los consejos de Alberico Gentile o de Hugo Grocio sino por el imperio de sus intereses recíprocos y los impulsos instintivos de su razón y de su raza esencialmente social.
Las luces de la ciencia han podido concurrir al logro creciente de ese resultado, pero más que la ciencia del derecho internacional propiamente dicho, han contribuido los que en otras ciencias físicas y morales han encontrado el medio de acercar a los pueblos entre sí mismos hasta formar la grande asociación, que constituye el mundo civilizado . Son estos obreros de la unidad del género humano, los verdaderos padres y creadores del derecho internacional, más bien que no lo son los sabios y publicistas ocupados en escribir la ley ya existente y viva, según la cual
se produce y alimenta la existencia de toda asociación de hombres.

XVI. Inventores y descubridores
Para dar una idea de esta falange de obreros indirectos del derecho internacional, como obreros directos que son de la unidad del género humano, citaremos y pondremos antes que los Alberico Gentile , los Grocio y Cía.: -Al descubridor ignoto de la Brújula; -A Cristóbal Colón , descubridor del nuevo mundo; - Vasco de Gama , descubridor del camino naval, que une al Oriente con el Occidente; - Gutenberg , el descubridor de la imprenta, que es el ferrocarril del pensamiento; - Fulton , el inventor del buque a vapor; - Stephenson , el inventor de la locomotora que simboliza todo el valor del ferrocarril; -El teniente Mauren , creador de la geografía de la mar, esta parte de la tierra en que todas las naciones son compatriotas y copropietarias; - Hughes Morse , por cuyos aparatos telegráficos todos los pueblos del globo están presentes en un punto; - Lesseps , el nuevo Vasco de Gama, que reúne el mérito de haber creado a las puertas de la Europa el camino de Oriente que el otro descubrió en un extremo del Africa. - Codben , el destructor de las aduanas, más aislantes que las Cordilleras y los Istmos. Estos y los de la falange tendrán más parte que los autores de derecho internacional en la formación del pueblo-mundo , que ha de producir la autoridad o gobierno universal, sin el cual no es la ley de las naciones más eficaz que cualquiera otra ley de Dios o religión por santa y bella que sea.

XVII. Ingenieros
Después del comercio y de los comerciantes, el derecho de gentes no tiene obreros ni apóstoles más eficaces ni activos que los ingenieros civiles y los ingenieros militares. Los dos gobiernan y dirigen las fuerzas naturales en servicio y satisfacción de las necesidades del hombre; pero el ingeniero civil es la regla, el militar es la excepción, como la guerra es excepción del estado natural de paz. El ingeniero hace los caminos, los puentes, los canales, los puertos, los muelles, los buques, las máquinas, que reglan los procederes industriales para producir las riquezas que las naciones cambian entre sí al favor de las instancias, abreviadas y facilitadas por los ingenieros.
La religión cristiana debe más al ingeniero que al sacerdote su propagación al través de la tierra, porque él acerca y une materialmente a
los hombres en la hermandad que el cristianismo establece moralmente.
El ingeniero es el soldado de la naturaleza; el oficial natural, que tiene a su cargo el mando de esos soldados formados por Dios mismo, que representan esas fuerzas eternamente activas y militantes, que se llaman el vapor, la electricidad, el gas, la gravitación, el viento, el agua, el calor, el nivel.
Esos son los que hacen de todas las naciones una sola Nación, dividida en secciones nacionales, autónomas, sin dejar de ser integrantes del pueblo-mundo. Mientras los guerreros no hacen más que retardar el acaecimiento de ese evento salvador del genio humano, los ingenieros hacen por su realización más que los más célebres guerreros que la historia recuerde . Vendrá un día en que los nombres de Colón, Fulton, Watt, Stephenson, Brind, Arkwnight, Newton, etc., harán olvidar los nombres de Alejandro, de
César y Napoleón. Los guerreros han propendido a la unión del género humano por la espada y la sangre, es decir, por el sacrificio de unos a otros; los ingenieros han servido a la realización de ese fin, por el aumento de las comodidades y de los goces, por el desarrollo de la riqueza, del bienestar y de la población.

XVIII. La ley precede a la conciencia de ella
No es el todo escribir el derecho de gentes y darlo a conocer. Con sólo eso no se extingue la iniquidad en la vida práctica de las naciones. En derecho internacional como en toda especie de derecho, la cuestión principal no es conocerlo, sino practicarlo como hábito y costumbre: tal vez sin conocerlo.
Desde que el derecho llega a ser la manera de obrar, la conducta habitual de un hombre para con otro hombre, o de un estado para con otro estado, la
autoridad o gobierno común de esos hombres o de esos estados, está constituida en cierto modo y en el mejor modo. Su derecho común es un hecho vivaz aunque no sea un texto ni un libro, y ese modo de existir es ya una manera de gobierno. Como esta manera de gobierno que consiste en la práctica instintiva del derecho es una necesidad de cada hombre y de cada Estado, él se produce, constituye y rige por sí mismo, antes de discutirse y de escribirse.
Cuando la discusión y la escrituración vienen más tarde, ya él existe por la acción misma de la naturaleza, pues el derecho es la ley natural según la cual muchos seres libres coexisten juntos no sólo sin dañarse, sino para fortificarse por el hecho de su misma asociación o coexistencia unida. El gobierno común de las naciones existe ya en esa forma hasta un cierto grado, desde que el respeto de los unos para los otros en su derecho respectivo, empieza a serles un hábito de vida práctica, una regla de conducta. Lo que falta a ese gobierno (que es su forma aparente y material, es decir, su código escrito a su personal), es lo de menos para el interés de
su existencia.
Pero esta falta o deficiencia no quita que el gobierno internacional exista en la mejor forma, es
decir, como hábito y costumbre, como una segunda naturaleza, producida por la necesidad de vivir seguros a favor del mutuo respeto. Que ese gobierno existe embrionario, informe y falto de una constitución regular, no quita que en cierto modo exista y que esté en camino de perfeccionarse. Nadie admitirá que las naciones cultas vivan la vida que hoy llevan, en el estado dicho de naturaleza, es decir, en el estado de barbarie, y que un francés , no sea hoy más que un indio pampa para con un inglés .

XIX. Asociación entre ciudadanos
Puede ser que el gobierno internacional del pueblo-mundo no llegue a existir jamás de otro modo sobre la tierra; y que lejos de constituirse a imagen y semejanza del gobierno interior de cada estado, sea el de cada estado el que tenga que modelarse y constituirse a semejanza del gobierno del mundo, dechado perfecto del self government , pues cada estado se maneja y gobierna por sí mismo. Es decir que en vez de esperar que cada Estado se haga súbdito de un Estado universal, es más fácil que cada hombre se erija en Potencia o Estado doméstico dentro de su país y respecto de sus conciudadanos.
Pero así como es inconcebible, la hipótesis de una libertad individual sin
la existencia del Estado que le sirva de protección y garantía, tampoco es comprensible la hipótesis de una nación perfectamente independiente, sin la existencia de una sociedad más general, que le sirva de protección y garantía moral cuando menos, contra toda violencia hecha a su existencia independiente Y soberana.

XX. La federación
La idea de buscar la paz y la seguridad a cada nación en la asociación de todas por el estilo en que están ligados los individuos que forman cada Estado, ha surgido en las cabezas más capaces de sentir esta dirección natural en que marcha por su propio instinto de conservación y mejora la familia humana, que forma hoy el mundo civilizado. Esa idea ha tenido por sostenedores y partidarios convencidos, a: Grocio; Enrique IV; Sully; Abate de Saint Pierre, J. J. Rousseau; Jeremías Bentham; Kant; Fichte. Todos los más célebres publicistas del día.Tenida un día por utopía, hoy es considerada como natural, tan posible y obvia, como la idea de la sociedad nacional según la cual los hombres existen reunidos en cuerpo de nación.
Se ha criticado el proyecto de paz perpetua de Pierre, porque proponía por
su artículo tercero que cada nación renunciase al empleo de las armas para hacerse justicia a sí misma, y por el artículo cuarto que se compeliese por las armas al estado recalcitrante en caso de la inejecución del pacto internacional general. Pero, ¿qué otra cosa han hecho los hombres, que se encuentran reunidos en el seno de cada nación? Cada individuo ha renunciado a las vías de hecho para dirimir sus querellas privadas, al entrar en sociedad, y han establecido que la fuerza colectivamente sería empleada para compeler a cumplirla en caso de inejecución de aquella renuncia, al individuo que se aparta de ella. La guerra no es un mal como violencia, sino porque la violencia es de ordinario injusta cuando es hecha por la parte contendora, en lugar de serlo por un juez imparcial, pero el juez no deja de ser justo, útil, bueno porque use de la fuerza para hacer cumplir su fallo.
La guerra de todos contra uno es el único medio de prevenir la guerra de uno contra otro, sea porque se trate de Estados o de individuos. La fuerza no es presumida justa, sino cuando es empleada por el desinterés, y sólo es presumible su desinterés completo en la totalidad del cuerpo del estado, que se encarga de resolver una diferencia entre dos
o más de sus miembros. Hasta aquí el derecho internacional ha sido el mayor obstáculo de sí mismo, el derecho internacional convencional o positivo, ha sido más bien un obstáculo del derecho internacional natural. La razón de ello es que los convenios no han pasado entre las naciones, sino entre sus gobiernos, divididos entre sí por celos, rivalidades y antagonismos de poder y de ambición.
Sus convenciones o tratados han tenido por objeto consagrar y garantir esas divisiones, lejos de suprimirlas. Ese ha sido el sentido y carácter dominante de los tratados de límites o de fronteras, de comercio o de tarifas aduaneras, etc. Estos tratados, lejos de hacer del mundo un todo, han tenido por objeto dividir el género humano en tantos mundos como naciones. Pero lo que ese derecho inter-gubernamental más bien que internacional, ha

procurado dividir, en provecho del poder de cada gobierno y perjuicio del poder del mundo unido, ha marchado hacia la centralización y unión por la obra del comercio, de la industria y de la ciencia, tanto como por el instinto de sociabilidad de que está dotada la familia humana.
Un nuevo derecho de gentes derogatorio y reaccionario del pasado, ha sido la consecuencia natural del cambio, por el cual las naciones caminan a tomar en sus manos la gestión de sus destinos políticos, antes de ahora manejados por sus gobiernos absolutos.
El nuevo derecho por ser realmente internacional , es decir, estipulado entre nación y nación, será centralista y unionista, como el antiguo era separatista, porque los pueblos tienen tanto interés en formar un solo cuerpo de sociedad, como los gobiernos absolutos tenían en que formaran divisiones infinitas e incoherentes. Dentro o fuera de los Estados no se ha formado jamás, una unión que no haya sido obra de los pueblos contra la
resistencia de los gobiernos, por la razón sencilla de que toda unión envuelve la supresión de uno o más gobiernos, y ningún gobierno desea desaparecer, ni total ni parcialmente.
La ley de unión que arrastra al mundo a tomar una forma que haga posible la existencia de un poder encargado de administrar la justicia internacional, dejada hoy al interés de cada Estado, no llegará ciertamente a producir la supresión de los gobiernos unidos que hoy existen, pero traerá la disminución de su poder, en el interés del poder general y común, que se compondrá de las funciones internacionales, de que
se desprenden los otros, como los poderes de Provincias se han visto disminuidos el día de la formación del poder central o nacional en el interior de cada Estado.
La subordinación o limitación del poder soberano de cada Nación a la soberanía suprema del género humano, será el más alto término de la civilización política del mundo, que hasta hoy está lejos de existir en igual grado que existe en el gobierno interior de los países civilizados.
La civilización política del mundo tiende a disminuir de más en más la soberanía de cada nación y a convertirla de más en más en un poder interior y doméstico respecto del gran poder del mundo todo, organizado en
una vasta asociación, destinada a garantizar la existencia de cada soberanía nacional, en compensación de la pérdida que en gran necesidad les hace sufrir.
Por mejor decir, no hay tal pérdida, pues lo que parece tal no es más que un cambio de modo de ejercer un poder que guarda siempre su integridad inherente y específica, diremos así.
La grande asociación de que los Estados se hacen miembros interiores y subalternos, no hace más que garantizar y asegurarles el poder, que parece
disminuirles. Como entre las libertades de los individuos, la independencia de cada Estado tiene por límite la independencia de los otros.

XXI. Unión continental
Antes de que el mundo llegue a formar una sola y vasta asociación, lo natural será que se organice en otras tantas y grandes secciones unitarias, como continentes. Ya se habla de los Estados Unidos de la Europa , al mismo tiempo que en el otro lado del Atlántico se habla de la Unión Americana . Estas ideas no significan sino la forma más práctica o practicable de la centralización internacional del género humano que empieza a existir en las ideas, porque ya está relativamente en los hechos, por la obra de los impulsos instintivos de la humanidad civilizada.
¿ Civilizada , no es equivalente de asociada , unida , ligada entre sí?
No sólo los continentes, sino las creencias religiosas y las razas serán los elementos que determinen las grandes divisiones geográficas de la humanidad, en las grandes secciones internacionales de que acabamos de hablar.
Así la cristiandad formará un mundo parcial o gran cuerpo internacional, otro sería formado por los pueblos mahometanos, otros por los que profesan
la religión de la India. La comunidad de opinión , en que reside la ley, requiere, para constituirse, la comunidad de idioma, de origen histórico, de usos y creencias.

XXII. El canal de Suez
Todo lo que empuja y ayuda al mundo en el sentido de su unión y centralismo, concurre a la creación de un juez internacional. Así, la apertura del Canal de Suez, que une los países de Oriente a los del Mediterráneo, sirve a la institución de la justicia del mundo mejor que todos los tratados de derecho internacional; y el diplomático Lesseps que ha promovido y llevado a cabo esa obra, ha hecho más por el derecho internacional que todo un congreso de Reyes. Los emperadores se han acercado y unido bajo la influencia de su obra de unificación internacional.

CAPÍTULO XI
LA GUERRA O EL CESARISMO EN EL NUEVO MUNDO

I. La independencia exterior
Ninguna de las causas ordinarias de la guerra en Europa, existe en la América del Sud. Las diez y seis Repúblicas que la pueblan, hablan la misma lengua, son la misma raza, profesan la misma religión, tienen la misma forma de gobierno, el mismo sistema de pesas y medidas, la misma legislación civil, las mismas costumbres, y cada una posee cincuenta veces más territorio que el que necesita.
A pesar de esa rara y feliz uniformidad, la América del Sud es la tierra clásica de la guerra, en tal grado que ha llegado a ser allí el estado normal, una especie de forma de gobierno, asimilada de tal modo con todas las fases de su vida actual, que a nadie ocurre allí que la guerra puede ser un crimen.
Le faltaba un libro en que se le enseñe que la guerra es la civilización, y acaba de adquirirlo, coronado y sancionado en cierto modo por los cuidados de los amigos de la paz en París. El abate Saint Pierre fue arrojado de la Academia porque predicó la paz perpetua; Calvo ha entrado en la Academia por su apología de la guerra.
Y sin embargo, si hay en la tierra un lugar donde sea un crimen, es en la América del Sud; desde luego, porque sus condiciones de homogeneidad le quitan a la guerra toda razón de ser, y en seguida porque la guerra se opone de frente a la satisfacción de la necesidad de ese continente desierto, que es la de poblarse como la América del Norte, con las inmigraciones de la Europa civilizada, que no van a donde hay guerra. La guerra debe allí a una causa especial su falso prestigio, y es que el grande hecho de civilización que Sud América ha realizado en este siglo, es la revolución y la guerra de su independencia. Aunque la independencia tenga otras causas naturales, que son bien conocidas, la guerra se lleva ese honor, que lisonjea e interesa a los pueblos de Sud América.
La guerra que tuvo por objeto la conquista de la libertad exterior , es decir, de la independencia y autonomía del pueblo americano respecto de la
Europa, ha degenerado en lo que más tarde ha tenido por objeto, o por pretexto, la conquista de la libertad interior . Pero como estas dos libertades no se conquistan por los mismos medios, buscar el establecimiento de la libertad interior por la guerra, en lugar de buscarlo por la paz, es como obligar a la tierra a que produzca trigo a fuerza de agitarla y revolverla continuamente, es decir, a fuerza de impedir que ella lo produzca.
La guerra pudo producir la destrucción material del gobierno español en América, en un corto período: esto se concibe. Pero jamás podría tener igual eficacia en la creación de un gobierno libre, porque el gobierno libre, es el país mismo gobernándose a sí mismo; y el gobierno de sí mismo
es una educación, es un hábito, es toda una vida de aprendizaje libre.
La guerra civil permanente ha producido allá su resultado natural, la desaparición de la libertad interior, y en los más agitad
os de esos países, la casi desaparición de su libertad exterior, es decir, su independencia.
No hay más que dos Estados que hayan logrado establecer su libertad interior y son los que la han buscado y obtenido al favor de la paz excepcional de que han gozado desde su independencia. Chile y el Brasil han probado en la América del Sud lo que la América del Norte nos demuestra hace sesenta años: que la paz es la causa principal de su grande
libertad, y que ambas son la causa de su gran prosperidad.

II. Razones para la afición a la guerra
Cuando la libertad no es pretexto de la guerra, lo es la gloria, el honor nacional . Como Sud América no ha contribuido a la obra de la civilización general sino por el trabajo de la guerra de su independencia, la única gloria que
allí existe es la gloria militar, los únicos grandes hombres son grandes guerreros.
Ninguna invención como la de Franklin, como la de Fulton, como la del telégrafo eléctrico y tantas otras que el mundo civilizado debe a la América del Norte, ha ilustrado hasta aquí a la América del Sud. Ni en las
ciencias físicas, ni en las conquistas de la industria, ni en ramo alguno de los conocimientos humanos, conoce el mundo una gloria sudamericana que se pueda llamar universal.
Todo el cír
culo de sus grandes hombres se reduce al de sus grandes militares del tiempo de la guerra de la independencia. Chile tal vez fuera una excepción, si él mismo no diese a sus guerreros las estatuas y honores que apenas ha consagrado hasta aquí a sus grandes ciudadanos, más acreedores a sus respetos que sus grandes militares; pues la independencia americana es más bien el producto de la civilización general de este siglo, que del azar de dos o tres batallas.
Nada puede servir más eficazmente a los inter
eses de la paz de Sud América, que la destrucción de esos falsos ídolos militares, por el estudio y divulgación de la historia verdadera de la independencia de Sud América, hecho del punto de vista de las causas generales y naturales que la han producido.
Lo que ha sido el producto lógico y natural de las necesidades e intereses
de la civilización, ha sido adjudicado a cierto número de hombres por el paganismo ignorante de los pueblos, que no ve más que la mano de los hombres donde no hay sino la mano de Dios, es decir, del progreso natural de las cosas; por la vanidad nacional y por el egoísmo de las familias de los supuestos héroes, suplantadas, en nombre de la gloria, a las familias aristocráticas derrocadas en nombre de la democracia.
Para cierta manera de hacer la historia, la América del Sud vegetaría hasta hoy en poder de España, si la casualidad no hubiese hecho que nazcan
un Belgrano, un San Martín, un Bolívar, etc.
Si estos guerreros han arrancado la América al poder español, a sus a
ntagonistas vencidos debe España atribuir su pérdida; pero no lo hace. La España, que sabe mejor que nadie a quién debe la pérdida de América, se guarda bien de atribuirla a Tristán, a Pezuela, a Osorio, a Laserna, a Olañeta, elevados por su gratitud al sacrificio de sus servicios impotentes desempeñados en las derrotas de Maipú , Tucumán , Ayacucho , etc., a los más altos rangos.
La breva cayó cuando estaba madura y porque estuvo madura, como dijo Saavedra, el jefe militar de la revolución de Mayo, en Buenos Aires, que no quiso proclamar la caducidad de los Borbones hasta que no supo que habían caducado en España por la mano de Napoleón. Toda la filosofía de la historia de la independencia de Sud América, está formulada en esas palabras del general Saavedra.

III. San Martín y su acción
Lo que no hubiese hecho San Martín, lo habría hecho Bolívar; a falta de un Bolívar, habría habido un Sucre; a falta de un Sucre, un Córdoba, etc. Cuando un brazo es necesario para la ejecución de una ley de mejoramiento y progreso, la fecundidad de la humanidad lo sugiere no importa con qué nombre.
No dar a los grandes principios, a los soberanos intereses, a las causas generales y naturales de progreso, que gobiernan y rigen el mundo hacia lo
mejor, el papel natural que la ceguedad de un paganismo estrecho les quita para darlo a ciertos hombres, es erigir a los hombres al rango de causas y de principios, es desconocer y perder de vista las bases incontrastables en que descansa el progreso humano y que deben ser las bases firmes e invencibles de su fe.

IV. Carrera de San Martín
Es imposible establecer que la guerra es un crimen, y al mismo tiempo santificar a los guerreros, autores o instrumentos de ese crimen; como es imposible deificar a los guerreros, sin santificar la guerra virtualmente.

No pretendo que un soldado debe ser tenido por criminal, a causa de que la guerra es un crimen. Bien sabemos que a menudo es una víctima, cuando mata lo mismo que cuando muere. Su posición a menudo es la del ejecutor de altas obras : como quiera que la justicia penal sea administrada, el verdugo es culpable en medio de su desgracia. Casi siempre el oficial está en el caso del soldado. Pero a medida que se eleva su rango, su responsabilidad no es la misma en el crimen o en la justicia de la guerra.
Para estimar la guerra en su valor, nada como estudiar a los guerreros. Lejos de ser un crimen, la guerra de la independencia de Sud América, fue un grande acto de justicia por parte de ese país. Pero esa ju
sticia se obró por un movimiento general de la opinión de América, por las necesidades instintivas de la civilización, por la acción espontánea de los acontecimientos gobernados por leyes que presiden al progreso humano, más bien que por la acción y la iniciativa de ningún guerrero. Su honor pertenece a la América entera, que supo entender su época y seguirla.
Ensayemos la verificación de esta verdad en el estudio de la primera gloria argentina, estando al testimonio de las estatuas, que son el culto que la posteridad de los pueblos tributa a sus grandes servidores .Ese país ha hecho de un soldado, la primera de sus glorias. Un soldado puede merecerla como Washington; pero la gloria de Washington no es la de la guerra; es la de la libertad. Un pueblo en que cada nuevo ciudadano se fundiese en el molde de Washington, no sería un pueblo de soldados, sino un pueblo de grandes ciudadanos, de verdaderos modelos de patriotismo. Pero San Martín, ¿puede ser el tipo de los patriotas que la República Argentina necesita para ser un país igual a los Estados Unidos?
Este punto interesa a la educación de las generaciones jóvenes y la gran cuestión de la paz continua y frecuente, ya que no perpetua. San Martín, nacido en el Río de la Plata, recibió su educación en España, metrópoli de aquel país, entonces su colonia. Dedicado a la carrera militar, sirvió diez y ocho años a la causa de la monarquía absoluta, bajo
los Borbones, y peleó en su defensa contra las campañas de propaganda liberal de la revolución francesa de 1789. En 1812, dos años después que estalló la revolución de Mayo de 1810, en el Río de la Plata, San Martín siguió la idea que le inspiró, no su amor al suelo de su origen, sino al consejo de un general inglés, de los que deseaban la emancipación de Sud América para las necesidades del comercio británico. Trasladado al Plata, entró en su ejército patriota con su grado español de sargento mayor. Su primer trabajo político fue la promoción de una Logia o sociedad secreta , que ya no podía tener objeto a los dos años de hecha la revolución de libertad, que se podía predicar, servir y difundir a la luz del día y a cara descubierta. A la formación de la Logia sucedió, un cambio de gobierno contra los autores de la revolución patriótica, que fueron reemplazados por los patriotas de la Logia, naturalmente. De ese gobierno recibió San Martín su grado de general y el mando del ejército patriota, destinado a libertar las provincias argentinas del alto Perú, ocupadas por los españoles. Llegado a Tucumán, San Martín no halló prudente atacar de faz a los ejércitos españoles, que acababan de derrotar al general Belgrano en el territorio argentino del Norte, de que seguían poseedores.
San Martín concibió el plan prudente de atacarlos por retaguardia, es decir, por Lima, dirigiéndose por Chile, que en ese momento (1813) estaba libre de los españoles. Para preparar su ejército, San Martín se hizo nombrar gobernador de Mendoza, provincia vecina de Chile, y se dirigía a tomar posesión de su mando, cuando los españoles restauraron su autoridad en Chile. Era una nueva contrariedad para la campaña de retaguardia, que los patriotas de Chile, refugiados en suelo argentino, contribuyeron grandemente a remover. A la cabeza de un pequeño ejército aliado de chilenos y argentinos San Martín cruzó los Andes , sorprendió y batió a los españoles en Chacabuco el 12 de Febrero de 1817. Regresado al Plata, en vez de perseguir hasta concluir a los españoles en el Sud, al año siguiente, después de muchos contrastes, tuvo que dar una segunda batalla en Maipú , el 5 de Abril de 1818, a la cabeza de ocho mil hombres, de la que no se repusieron los realistas. Esa batalla es el gran título de la gloria de San Martín. Ella libertaba a Chile, pero dejaba siempre a los españoles en posesión de las provincias argentinas del Norte. Toda la misión de San Martín era libertar esta parte del suelo de su país de sus dominadores españoles. Para eso iba al Perú; Chile para él era el camino del Perú, el Perú era su camino para las provincias argentinas del Desaguadero, objetivo único de su campaña. A la cabeza de una expedición aliada, San Martín en 1821 entró en Lima, que se pronunció contra los españoles y le recibió sin lucha, como libertador. En vez de seguir su campaña militar hasta libertar el suelo argentino, que ocupaban todavía los españoles, San Martín aceptó el gobierno civil y político del Perú, y se puso a gobernar ese país, que no era el suyo. Como los españoles ocupaban el Sud del Perú, San Martín quiso agrandar el país de su mando, por la anexión del Ecuador, que por su parte apetecía Bolívar para componer la República de Colombia. Esta emulación, ajena de la guerra, esterilizó su entrevista de Guayaquil, durante la cual fue derrocado Monteagudo, en quien había delegado su gobierno Lima, por una revolución popular, ante la cual San Martín, desencantado, abdicó no sólo el gobierno
del Perú sino el mando del ejército aliado; dejó la campaña a la mitad y a las provincias argentinas del Norte en poder de los españoles, hasta que Bolívar las libertó en Ayacucho, en 1825, con cuyo motivo dejaron de ser argentinas para componer la república de Bolivia. Al cabo de diez años (la mitad casi del tiempo que dio al servicio de España), San Martín dejó la América en 1822, y vino a Europa, donde vivió bajo el poder de los Borbones, que no pudo destruir en su país, hasta que murió en 1850, emigrado a tres mil leguas de su país. ¿Qué hizo de su espada de Chacabuco y Maipú antes de morir? La dejó por testamento al general Rosas, por sus resistencias a la Europa liberal, en que él había preferido vivir y morir, y donde está hoy día su legatario el general Rosas junto con su legado de la espada de San Martín, que no lo ha librado de ser derrocado y desterrado por sus compatriotas y vecinos, no por la Europa, que hoy hospeda a San Martín, a Rosas y a la espada que echó a los europeos de Chile.
Es dudoso que Plutarco hubiera comprendido entre los ilustres modelos al guerrero propuesto a la juventud argentina como un tipo glorioso de imitación. Yo creo que el Dr. Moreno, haciendo abrir el comercio de Buenos Aires a la
Inglaterra en 1809 con las doctrinas de Adam Smith en sus manos, y Rivadavia promoviendo la inmigración de la Europa en el Plata, la libertad religiosa, los tratados de libre comercio y la educación popular, han merecido mejor que no importa cuál soldado, las estatuas que están lejos de tener.
Yo no altero la verdad de la historia por amor a la paz, y los que me hallen severo respecto
de San Martín, no pensarían lo mismo si estudiaran a este hombre célebre en los libros de Gervinus, profesor de Heidelberg, o en las confidencias del actual Presidente de la República Argentina [10] . La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución, más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación de San Martín no es el medio de elevar a las generaciones jóvenes de la República Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad americana.

V. Poesía
A la poesía de las estatuas se añade la poesía de los versos, como estímulo de los gustos por la guerra y la carrera militar, en Sud América.
Toda la poesía de la guerra, toda la literatura argentina, es la expresión de su historia militar. La Lira Argentina , repertorio de sus poesías populares más queridas, se compone de cantos a los héroes y a las batallas de la independencia. Le ha bastado fundirse en el molde de la poesía española, eterna epopeya militar. Pero lo peor de todo es que en esta pasión de guerra, lo más es prosa, y que en esta prosa no es todo entusiasmo de patria. El árbol de la libertad, en América, no es un arbusto destinado a ornar los jardines. Es como el árbol del pan, que da frutos, así como da flores. Y los frutos son más preciosos que sus flores, para el cultivador de espada especialmente.
Un joven abraza la carrera de San Martín para ser un segundo San Martín. Pero como la independencia no se conquista todos los días, después de conquistada y reconocida una vez, se emprenden guerras de libertad interior que producen, si no la gloria, al menos el grado militar de San Martín. El grado de General, es el pan y el rango asegurados para toda la vida. Al son de los cantos contra el crimen de los privilegios y de los poderes vitalicios, los Generales (aun los poetas generales), se avienen sin dificultad con su empleo vitalicio de General, y lo disfrutan modestamente en plena república.
El fierro de la espada excede en fecundidad al del arado, en este sentido, que no sólo da honor y plata, sino que da el gobierno. Por la regla de que ser libre es tener parte en el gobierno, los generales buscan el gobierno nada más que por el noble anhelo de ser libres. Pero este modo de ser libres no tiene más que un inconveniente y es que es incompatible con la libertad del adversario. Es la libertad del partido que gobierna, fundada en la opresión del partido que obedece: o por mejor decir, es la guerra en disponibilidad, que sólo espera la ocasión para tomar el mando de la situación. El gobierno de un partido no es un gobierno entero; es la mitad de un gobierno, que representa la mitad del país. Cada uno de sus actos, es la mitad de un acto, es decir, la mitad de una ley, la mitad de un decreto, la mitad de una sentencia, y toda su autoridad no es más que una mitad de la autoridad verdadera, que sólo merece un medio respeto y una media obediencia, porque sólo expresa la mitad del derecho y la mitad de la justicia.
Los liberales de espada no suben al poder de un salto: eso tendría el aire de un asalto. Suben por la escala majestuosa de la gloria. Ganan la gloria en las batallas, y la gloria, agradecida, les da el gobierno, que es la libertad de hacer del vencido lo que quieran. Si la poesía es como la lanza de Aquiles, a ella le tocará curar por la comedia el mal que ha producido por el lirismo. La poesía de la paz necesita un Cervantes de la América del Sud, para purgarla por la risa, de la raza de Quijotes Y Sanchos, que lejos de crear la libertad a fuerza de violencia, es decir, por la tiranía de la espada, no hace más que precipitar esa parte del mundo en la barbarie, despoblándola de sus habitantes europeos, espantando la inmigración, y dando por resultado un caudal tiránico en vez de una sola libertad: tiranías de la paz y de la más terrible especie, que son las que se cubren con bellos colores de libertad, para oprimir con más eficacia.
No hay guerra en Sud América, que no invoque por motivo los grandes intereses de la civilización; ni despotismo que no invoque la más santa libertad. La dictadura de Rosas se apoyaba en la libertad del continente americano. Quiroga devastaba y cubría de sangre el suelo argentino en nombre de la libertad, y fue víctima de su idea de proclamar una Constitución, según la crónica viva de ese país, confirmada en ese punto por una carta en que el defensor de la libertad del continente americano probó al defensor de la libertad del pueblo argentino , que el país no estaba en estado de constituirse, es decir, de ser libre (porque constituir un país no es más que entregarle la gestión de sus destinos políticos).

VI. La guerra no logra dar la libertad
Esos dos soldados de la libertad, según la fórmula de Washington, y su reinado militar de veinte años, han sido destruidos por otros libertadores de espada en nombre de la libertad, que han pretendido servir mejor que sus predecesores, sin cambiar de método, es decir, siempre por la espada y por la guerra. Uno de ellos ha hecho tres campañas, que han terminado por tres batallas decisivas: Caseros , Cepeda , Pavón . Las tres han sido dadas por la libertad naturalmente. Sin perjuicio de esta mira, que no es un hecho todavía, las tres batallas han producido al autor estos servicios: la primera le ha dado la Presidencia de la República, la segunda una fortuna colosal, y la tercera la seguridad de esa fortuna. No pretendo que esta haya sido su mira; digo que este ha sido el resultado.
Si esto no fuese verdad, la República no hubiese premiado con la Presidencia, el servicio del que la ha libertado en 1861 de su libertador de 1852.
Este otro, que es el vencedor de Pavón, ha servido a la libertad de su país (que todavía se hace esperar) por diez campañas y diez batallas, dentro y fuera de su suelo, contra propios y extranjeros. La República ha perdido, en la última de esas campañas que lleva ya cinco años, veinte mil hombres, sesenta millones de pesos fuertes, su reputación de salubridad (confirmada por su nombre de Buenos Aires ), por la adquisición del cólera asiático, sus archivos incendiados dos veces por casualidad , toda la riqueza de algunas provincias; pero su autor conserva su vida, ha recibido un premio popular de cien mil francos, y una condecoración ducal del emperador su aliado.
En cuanto a la libertad de la República, servida por esa guerra, oigamos a su autor mismo sobre lo que ha ganado; ningún testimonio menos sospechoso... Descendido de la presidencia, hoy se ocupa de delatar al gobierno de su sucesor como la tiranía más sangrienta que haya sufrido el país desde que existe.
Y sin embargo, todos saben que su sucesor sigue su mismo método, pues prosigue su campaña de libertad, que según él, es la misma de San Martín y Alvear contra los Borbones y los Braganzas, (aunque es un Borbón emparentado en Braganza el que dirige la bandera de Mayo por el sendero de la gloria argentina ). Lo que podemos decir, por nuestra parte, es que la libertad que los presidentes Mitre y Sarmiento han servido por la guerra contra el Paraguay, cuesta a la República Argentina, diez veces más sangre y diez veces más dinero que le costó toda la guerra de su independencia contra España; y que si esta guerra produjo la independencia del país respecto de la corona de España, la otra está produciendo la enfeudación de la República a la corona del Brasil.
En cuanto a la libertad interior nacida de esas campañas, su medida entera y exacta, reside en este simple hecho: el autor de estas líneas es acusado de traición por el gobierno de su país, por los escritos en que ha condenado esa guerra y ha probado que no puede tener otro resultado que el de desarmar a la República de su aliado natural y servir al engrandecimiento de su antagonista tradicional, que es el imperio del Brasil, único refugio de la esclavitud civil en América.
El autor se ve desterrado por los liberales de su país y por el crimen de que son cuerpo de delito sus libros; por haber defendido la libertad de América en el derecho desconocido a una de las Repúblicas, por un imperio mal conformado, que necesita destruir y suceder a sus vecinos más bien dotados que él, a unos como aliados y a otros como enemigos. Para las Repúblicas de Sud América tan hostil es el odio como la amistad del imperio portugués de origen y raza.
Si no fuese que ellas son buscadas y arrastradas por el imperio a la alianza que las convierte en su feudo, lejos de buscar ellas al imperio, se diría que están más atrasadas que los indios que ocupan sus desiertos. Pero es la verdad que el Brasil las arrastra cuando parece que es impelido por ellas y que ellas ceden cuando parecen impulsar y solicitar. Obediente a la corriente de los hechos, Mitre no ha podido no buscar al Brasil.

VII. Liberalismo militarista
La guerra de propaganda liberal es uno de los legados degenerados de la guerra de la independencia. La comunidad de enemigo y de objeto que distinguió la guerra por la cual todos los pueblos de Sud América trabajaban contra su dominador común, el poder español, ha dejado la costumbre a cada Estado de creer que su causa es la de América en toda guerra con un poder europeo, y que es la vieja causa de la libertad la que sostiene contra su vecino sea cual fuere. Como guerras sin objeto real y verdadero, que sólo invocan grandes ideas de otro tiempo para enmascarar motivos egoístas y culpables, las guerras de propaganda son en Sud América, más que en otra parte, contrarias al derecho de gentes y constituyen, un verdadero crimen contra la civilización del nuevo mundo, que no es a ninguno de sus nuevos estados en particular a quien toca el rol de civilizar a sus iguales, sino al viejo mundo culto, dejado en contacto libre y estrecho con todas y cada una de las secciones de Sud América.

VIII. El militarismo inconsistente
Los liberales de Sud América quieren a la vez dos cosas que se excluyen entre sí: la gloria y la libertad . Casi siempre la una es el premio de la otra. La gloria a menudo cuesta el sacrificio de la libertad, lejos de ser capaz de producirla. La gloria militar, que es la gloria por excelencia, es la exaltación de un hombre al rango de soberano de los otros, por obra del entusiasmo nacional, es decir, de la pasión más capaz de cegar la vista, que es la de la vanidad nacional. El castigo providencial de todo país que amasa su gloria con la ruina de su adversario, es la pérdida de su propia libertad, es decir, la traslación de su gobierno propio a manos del héroe que le ha servido su vanidad.
Si la revolución de Sud América ha tenido por objeto la libertad, es decir, el gobierno del país por el país, y no por el ejército, nada puede perjudicar más al objeto de la revolución, que la gloria militar, privilegio del ejército y del poder de la espada en que el pueblo no tiene parte alguna.
El gobierno de la gloria, el poder de la victoria, es el gobierno sin el país, es decir, el gobierno sin la libertad, porque todo gobierno del país sin el concurso del país, es la negación de toda libertad, en el sentido que esta palabra tiene en Inglaterra, en Estados Unidos, en Bélgica, en Suiza.
Así, el atraso, la barbarie, la opresión están representadas en Sud América por la espada y por el elemento militar, que a su vez representa la guerra civil convertida en industria, en oficio de vivir, en orden permanente y normal (si el caos puede ser normal).

IX. La guerra, esencialmente reaccionaria
La guerra en Sud América, sea cual fuere su objeto y pretexto; la guerra en sí misma es, por sus efectos reales y prácticos, la anti-revolución, la reacción, la vuelta a un estado de cosas peor que el antiguo régimen colonial: es decir, un crimen de lesa América y lesa civilización. La guerra permanente cruza de este modo los objetos tenidos en mira por la revolución de América a saber:
Ella estorba la constitución de un gobierno patrio, pues su objeto constante es cabalmente destruido tan pronto como existe con la mira de ejercerlo, y mantiene al país en anarquía, es decir, en la peor guerra: la de todos contra todos.
La guerra disminuye el número de la población indígena o nacional, y estorba el aumento de la población extranjera por inmigraciones de pobladores civilizados: no se puede hacer a Sud América un crimen más desastroso. Despoblarla es entregarla al conquistador extranjero. La guerra es la muerte de la agricultura y del comercio y su resultado en Sud América es el empobrecimiento y la miseria de sus pueblos; es decir, fuente de miseria, de pobreza y debilidad.
La guerra aumenta la deuda pública, y sus intereses crecientes obligan al país a pagar contribuciones enormes que no dejan nacer la riqueza y el progreso del país.
La guerra engendra la dictadura y el gobierno militar creando un estado de cosas anormal y excepcional incompatible con toda clase de libertad política. La ley marcial convertida en ley permanente es el entierro de toda libertad.
La guerra compromete la independencia del Estado inveterado en sus estragos, porque lo debilita y precipita en alianzas de vasallaje y de ruina, con poderes interesados en destruirlo.
La guerra absorbe el presupuesto de gastos, deja a la educación y a la industria sin cuidados, los trabajos y empresas desamparados, y todo el tesoro público convertido en beneficio permanente de una aristocracia especial compuesta de patriotas, de liberales y de propagandistas de civilización por oficio y estado.
La guerra constituida en estado permanente y nacional del país, pone en ridículo la república, hace de esta forma de gobierno el escarnio del mundo.
En una palabra, la guerra civil o semi-civil, que existe en Sud América erigida en institución permanente y manera normal de existir, es la antítesis y el reverso de la guerra de su independencia y de su revolución contra España.
Ella es tan baja por su objeto, tan desastrosa por sus efectos, tan retrógrada y embrutecedora por sus consecuencias necesarias, como la guerra de la independencia fue grande, noble, gloriosa por sus motivos, miras y resultados. Los héroes de la guerra civil son monstruosos y abominables pigmeos lejos de ser rivales de Bolívar, de Sucre, de Belgrano y San Martín.

X. Libre comercio
¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella una necesidad de vida o muerte? Dejad que las naciones dependan unas de otras para su subsistencia, comodidad y grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad completa dejada al comercio o cambio de sus productos y ventajas respectivas. La paz internacional de ese modo será para ellas, el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y el aire de cada día.
Esa dependencia mutua y recíproca, por el noble vínculo de los intereses, que deja intacta la soberanía de cada uno, no solamente aleja la guerra porque es destructora para todos, sino que también hace de todas las naciones una especie de nación universal, unificando y consolidando sus intereses, y facilita por este medio la institución de un poder internacional, destinado a reemplazar el triste recurso de la defensa propia en el juicio y decisión de los conflictos internacionales: recurso que en vez de suplir a la justicia, se acerca y confunde a menudo con el crimen.
¿Creéis que haya inconveniente en que una nación dependa de otra para la satisfacción de las necesidades de su vida civilizada? ¿Por qué razón? Porque en caso de guerra y de incomunicación, cada país debe poder encontrar en su seno todo lo que necesita. Es hacer de la hipótesis de una eventualidad de barbarie, cada día más rara, una especie de ley natural permanente del hombre civilizado. Es como si el planeta que habitamos se considerase defectuoso porque recibe de un astro extranjero, el sol, la luz y el calor que produce la vegetación y la vida animal de que se mantiene el mundo animado, que anima su superficie.
Por fortuna la libertad de los cambios está en las necesidades de la vida humana, y se impondrá como ley natural de las naciones a pesar de todas las preocupaciones y errores. La industria de una nación que pide al gobierno protección contra la industria de otra nación que la hostiliza por su mera superioridad, saca al gobierno de su rol, y da ella misma una prueba de cobardía vergonzosa. El gobierno no ha sido instituido para el bien especial de este o de aquel oficio; sino para el bien del Estado todo entero. El gobierno no es el patrón y protector de los comerciantes o de los marinos, o de los fabricantes; es el mero guardián de las leyes, que protegen a todos por igual en el goce de su derecho de vivir barato, más precioso que el producir y vender caro.
Limitar o restringir la entrada de los bellos productos de fuera, para dar precio a los productos inferiores de casa, es como poner trabas a la entrada en el país de las bonitas mujeres extranjeras, para que se casen mejor las mujeres feas; es impedir que entren los rubios y los blancos, porque los mulatos, que forman el fondo de la nación, serán excluidos por las mujeres, a causa de su inferioridad. Teméis los estragos sin sangre de la concurrencia comercial e industrial, y no teméis las batallas sangrientas de la guerra. Un país que ha vencido al extranjero en los campos de batalla, y que pide a su gobierno que proteja su inepcia e incapacidad por el brazo de la fuerza contra la sombra que le da el brillo del extranjero, prueba una pusilanimidad inexplicable y vergonzosa.
Si es gloria vencer al extranjero por la espada mayor es vencerlo por el talento, porque lo primero es común a las bestias, lo segundo es peculiar al hombre.

FIN

 

Notas
1. Estas páginas fueron escritas en los primeros días de 1870, poco antes de la guerra franco-prusiana. Por lo que hace a esta última véase más adelante las notas encabezadas con el título de la "Guerra Moderna", en la edición citada.
2. Al oír a los beligerantes se diría que todos se defienden y ninguno ataca, en cuyo caso los gobiernos vendrían a ser en blandura más semejantes al cordero, que al tigre. Sin embargo, ninguno quiere ser simbolizado por un cordero o una paloma: y todos se hacen representar en sus escudos por el león, el águila, el gallo, el toro, animales bravos y agresores. Esos símbolos son en sí mismos una instrucción.
3. Grocio, libro II, cap. XXIII.
4. La prueba de esto es que nadie va a la guerra por gusto. El soldado va por fuerza. ¿Qué es la conscripción, si no? Y donde la conscripción del Estado falta, existe la conscripción de la necesidad, la pobreza que "fuerza al voluntario". El día que la contribución de sangre se vote por el pueblo pobre, que la paga, su presupuesto de efusión, es decir, la guerra, será más rara. Pero votar su contribución es ser libre. A medida que los pueblos se pertenezcan a sí mismos, es decir, se gobiernen por sí, sean libres, irán menos a la guerra. (Ejemplos: Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica, etc.).
5. Ved "Grocio" lib. III, cap. X. "De la Paz y de la guerra".
6. Véase sobre esto la doctrina del art. 48 y su nota del "Derecho internacional codificado de Bluntschli" que dice: "Los Estados Unidos de la América del Norte no están de pleno derecho obligados por los tratados concluídos por los reyes de Inglaterra con los Estados extranjeros, en la época en que las colonias de América del Norte hacían aún parte del imperio británico."
7. Ved Grocio, tom. 3, pág. 228, párr. III.
8. Livre II, chap. XXIII. "Le droit de la paix et de la guerre".
9. The diversity of nationals institutions shows little sign of yielding to Mr. Tennyson's ideal of the "federation of the world", governed by a general: "Parliament of man"; but the nations are slowly securing some of the benefits of a common government. The intermitent but certain extension of free trade is the most important step to wards that solidarity of civilization wich the Roman Empire once realized. - "The Times", 7 September 1874.
10. "San Martín -nos escribía Sarmiento en 1852- fue una víctima, pero su expatriación fue una expiación. Sus violencias, pero sobre todo la sombra de Manuel Rodríguez, se levantaron contra él y lo anonadaron... "Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó al tirano por lo que Ud. ha dicho, por el sentimiento de repulsión al extranjero. . . ."Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico, seamos justos, pero dejemos de ser panegiristas de cuanta maldad se ha cometido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ."Una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación nuestra. . .

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