EL AÑO DEL TSUNAMI

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Oscar Mateos

Febrero de 2006 

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El año 2005 ha sido bautizado por muchos como el año del tsunami. La muerte de casi 300.000 personas en los países bañados por el Océano Índico ha sido una tragedia con pocos precedentes en la historia reciente de la humanidad. Igualmente excepcional fue la respuesta ofrecida por el conjunto de la comunidad internacional: en pocas semanas recabó más de 10.000 millones de dólares en concepto de ayuda.

Aparte del tsunami, otras tragedias marcaron el año 2005. Recordemos el terremoto en Pakistán e India, donde 75.000 personas perdieron la vida. El paso del Huracán Stan por Guatemala dejó un reguero de unas 1.500 víctimas. No menos mortífero fue su homólogo, Katrina, por la costa sur de EEUU. Indonesia, China, Irán, Nigeria, Afganistán, Bangladesh, Vietnam, Haití o México, fueron igualmente otros de los escenarios donde la peor cara de la naturaleza se hizo presente. El trato de la opinión pública internacional, el tratamiento mediático e institucional que se ofrece de estos dramas humanitarios ha contribuido a reforzar determinados mitos que impiden comprender su esencia y magnitud, esto es, el verdadero papel que juegan las organizaciones humanitarias y los países donantes, o las consecuencias que esto supone para otros cotidianos y olvidados contextos de crisis. Creemos que ni los desastres naturales son siempre irremediables, ni Occidente es la mano caritativa y bondadosa dispuesta a asistir a los más necesitados, ni la ayuda es estrictamente desinteresada y altruista, ni los medios de comunicación se ciñen siempre a la realidad. Algunos elementos críticos pueden ayudarnos en el debate:

 

1. Las “catástrofes naturales” no son tan naturales

A diferencia de la lógica fatalista con la que se explicaban hace unas décadas la existencia de estos desastres, estamos cada vez más firmemente convencidos de que no tienen raíces solamente naturales sino también políticas: a menores capacidades (humanas, físicas o tecnológicas), mayor vulnerabilidad a padecer y hacer frente a una determinada tragedia. Lo atestigua el informe anual del Comité Internacional de la Cruz Roja, revelando que entre 1994 y 2004, cada desastre natural acontecido en un país considerado por el PNUD como de desarrollo humano medio o bajo provocó doce veces más víctimas mortales que uno acontecido en un país de desarrollo humano alto. Igualmente, la incidencia de procesos ambientales (como la deforestación o la desertificación), que habitualmente también tienen lugar en contextos de empobrecimiento, contribuyen fehacientemente a dicha vulnerabilidad.

 

2. “No es oro todo lo que reluce”

Si bien es cierto que la respuesta internacional a los efectos del tsunami no tiene precedentes, es importante desmitificar dos aspectos. En primer lugar, la ayuda entregada en materia de cooperación mundial, es muy inferior a la que los países empobrecidos transfieren al norte anualmente en concepto de servicio de la deuda externa. De este modo, mientras el Norte cada año destina 50.000 millones de dólares para su política de cooperación, el Sur se ve obligado a pagar 250.000 millones de dólares (esto es, cinco veces más) como consecuencia de los intereses generados por la deuda que el país en cuestión adquirió, muchas veces, bajo regímenes tiranos o dictatoriales que dedicaron buena parte de los préstamos a comprar armas o a su disfrute personal. En segundo lugar, esta ayuda, supuestamente desinteresada, en muchas ocasiones está condicionada a intereses políticos (se “recomienda” a los Gobiernos receptores llevar a cabo una u otra medida política en aras de poder recibir la ayuda) o económicos (se estipula una cláusula en la que el país receptor está obligado a comprar material del país emisor). El Gobierno español ha sido especialmente pródigo en este último aspecto mediante sus llamados y controvertidos “créditos FAD”, los cuales han supuesto el 80% del tipo de ayuda dispensada por España a otros países.

 

3. El concurso de la “solidaridad”

Si bien las famosas Organizaciones No Gubernamentales (ONG) han logrado trabajar eficazmente en los países afectados por la pobreza o el sufrimiento humano, y han conseguido convertir la cooperación y la solidaridad en una preocupación de muchos, éstas también han favorecido determinadas prácticas peligrosas que merece la pena apuntar. Primero, no son tan “No Gubernamentales” como su nombre indica, ya que muchas dependen y batallan por las migajas de la “caridad internacional” que reparten los Estados. Segundo, algunas contribuyen a difundir un sentido de la solidaridad totalmente simplificado y mercantilista, ofreciendo píldoras de satisfacción al opulento y poderoso Occidente y pervirtiendo el genuino significado de la solidaridad: “apadrine a un niño por un euro al día y le dará de comer”, “envíe un SMS para salvar a los mutilados de Sri Lanka”, “apoye la Gala de famosos comprometidos con la lepra en el mundo”. Por último, su acción puede también hacer empeorar la situación en los lugares donde intervienen: puede generar dependencia, contribuir a la perpetuación de regímenes dictatoriales, desincentivar la economía local, etc.

 

4. El sufrimiento hecho espectáculo

Cuenta el periodista estadounidense Edward Behr cómo, en 1962, durante la primera Guerra Civil del Congo, llegó a ver al reportero de una televisión preguntando a gritos en un campamento de monjas belgas que habían sido violadas: “¿Hay alguien aquí que haya sido violada y hable inglés?”. Esta macabra anécdota ilustra la dinámica muchas veces utilizada por los medios de comunicación en el tratamiento de las crisis y de los conflictos. Suelen perseguir la espectacularidad de la noticia y de la imagen reforzando una lógica inmediatista que elude un análisis profundo y estructural del contexto en cuestión. Así, los medios de comunicación de masas actuales, carentes de independencia y sujetos a la dictadura del beneficio y del interés empresarial, determinan lo que es y lo que no es noticia, condenando al ostracismo a numerosos contextos cotidianos de sufrimiento.

 

5. Crisis humanitarias de primera, segunda y tercera

Basta con hacer la prueba: preguntar a cualquier ciudadano medianamente informado cuántas guerras cree que hay actualmente en el mundo. Muchos no sabrán citar más que dos: la guerra de Iraq y el conflicto de Palestina-Israel. En el mejor de los casos, se acordará de Colombia, e incluso de Chechenia, pero obviará el cotidiano derramamiento de sangre que tiene lugar en Sudán, Costa de Marfil, Somalia, República Democrática del Congo (conflicto que según Naciones Unidas deja más de mil muertos diarios, un tsunami cada diez meses), Uganda, Burundi, Argelia, Nepal, Filipinas o Sri Lanka, entre otros. Es el fruto de la funesta lógica mediática, de la “tiranía de la comunicación” como Ignacio Ramonet la califica, de la escasa o desapercibida existencia de información alternativa o de la alarmante connivencia de la opinión pública. Póngase el acento donde se quiera. El caso es que existen contextos de crisis (¡y personas!) “de primera”, “de segunda”, e incluso “de tercera”, hecho que acaba teniendo una plasmación evidente en la conducta de los países donantes y de sus opiniones públicas. Si no, ¿cómo se explica que en 2005 la crisis del haya concentrado buena parte de la ayuda humanitaria global en detrimento del drama diario que sufren muchos congoleses? ¿O por qué no se produjo la misma movilización internacional tras el terremoto de Pakistán que tras el de Indonesia?

 

La otra cara de la moneda

Difícil ejercicio, sin embargo, el de intentar descubrir la otra cara de la moneda, aquella que revela los intereses políticos, económicos o geoestratégicos que se esconden en una u otra conducta. Es la que convierte en exquisitamente racional un panorama, el de las catástrofes naturales, que se presenta como mero fruto de la fatalidad, unido a una solidaria y desinteresada respuesta internacional. Esa “vuelta de tuerca” es imprescindible para entender el sustrato de lo que habitualmente (e intermitentemente) nos desconcierta, desasosiega y escandaliza. Si no, ¿cuántas veces somos víctimas del desánimo ante un mundo que no logramos comprender, que se nos hace cada vez más ininteligible e inabarcable, ante el que creemos no poder aportar ni siquiera nuestro grano de arena? Un primer paso, pues, será el de denunciar a unos Gobiernos que realmente no “ayudan ni cooperan”, sino que maquiavélicamente persiguen sus intereses y necesidades, priorizando la guerra en detrimento de la paz. Valga lo siguiente como dato para el escándalo colectivo: mientras en el mundo se hablaba de solidaridad ante el drama del tsunami, el año 2005 también presenciaba otro acontecimiento histórico al alcanzarse un gasto militar superior al billón de dólares (con b de burro), cifra equivalente a los niveles de la oxidada Guerra Fría y muy inferior a los 6.000 millones de dólares destinados a educación básica a nivel global, o a los 9.000 millones para agua y sanidad o incluso a los 13.000 para salud y alimentación básica. Sobran las palabras. Un segundo acto de fe tiene que ver con el de promover otra manera de presentar la realidad, más rigurosa, no condicionada a intereses de ningún tipo, que aborde las causas de fondo de cualquier tragedia, que se fundamente en la dignidad de todos los pueblos y personas. Esta nueva manera de presentar la realidad ha de ser acompañada de una nueva manera de leer la realidad que cuente con el compromiso individual de estar constante y contrastadamente informados, y de resucitar del olvido los conflictos que ya no son noticia. Y una tercera que no última propuesta: desenmascarar el dañino sentido de solidaridad que algunos comercializan, ese que nos hace respirar tranquilos a cambio de unos euros, mientras una parte del mundo sigue muriéndose de hambre, eso sí, con nuestra conciencia bien tranquila. Todo un ejercicio político, el de lograr ser conscientes de nuestra responsabilidad y de nuestro colosal poder e influencia –como personas, como ciudadanos, ¡como consumidores!– sobre muchos de nuestros cotidianos e invisibles tsunamis.

 

© Cristianisme i Justícia - Roger de Llúria 13 - 08010 Barcelona
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Marzo 2006.

 

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