INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL ESTUDIO DEL DERECHO ROMANO

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

M. Eugenio Lagrange

IMPRIMIR 

Presentación

El ensayo que aquí publicamos, Introducción histórica al estudio del Derecho Romano, de M. Eugenio Lagrange, posee las valiosas cualidades de ser breve, explícito y substancioso. Cualidades por desgracia en general ausentes en ensayos relativos al estudio del derecho romano. Pero, no obstante la marcada tendencia didáctica que a todas luces busca Lagrange, su ensayo contiene la insoslayable costumbre de todos los romanistas, esto es, el incluir a diestra y siniestra latinajos. Sabemos que entre los estudiosos del derecho romano era y sigue siendo, por lógica, muy necesario el conocimiento del latín; pero, tal requisito no es para nada indispensable en la actualidad, ni para el estudiante de derecho ni, mucho menos, para el lector común que simplemente por curiosidad se acerca a sumergirse muy de vez en vez, en textos como el que aquí presentamos.

Quizá lo que pudiera hablar a favor de Lagrange es que su obra fue muy importante entre mediados y finales del siglo XIX, época aquella en que el eruditismo constituía un elemento sine qua non de los sabios. Ese criterio quizá era el que hacía entendible esa maña de incluir latinajos, sin tener la certeza de que el lector iba a entenderlos, tal vez porque se pensaba o suponía que quien se aventuraba a leer ensayos de esta temática, por lógica no sólo debía de estar acostumbrado a toparse con largas citas en latín, sino incluso que estaba por completo familiarizado con el idioma propio de la aristocracia del conocimiento.

Sin embargo, a pesar de recurrir al latín con tanto exceso, el ensayo de M. E.Lagrange, en nuestra opinión es simplemente excelente. Constituye un positivo acercamiento al tema del derecho romano, no sólo para los estudiantes de la carrera de derecho sino, y he aquí lo importante, para el lector común quien, si es capaz de digerir con tranquilidad esos latinajos, muchísimo provecho podrá extraer de esta obra.

El ensayo, lo repetimos, es bastante dinámico y explicativo, con tal brevedad que despierta el interés del lector para profundizar, por cuenta propia, sobre uno u otro aspecto del desarrollo del derecho romano.

Para finalizar, señalaremos que en la captura y diagramación de la presente edición virtual, nos hemos basado en la segunda edición del Manual de Derecho Romano, de M. Eugenio Lagrange editado en Madrid en 1889, por la Librería de Victoriano Suárez. Hemos puesto todo lo que en nosotros ha estado para evitar errores en la captura (sobre todo en las citas en latín), sin embargo en caso de que algún error haya subsistido, pedimos adelantadas disculpas al lector.

Chantal López y Omar Cortés

 

Preámbulo

El derecho de un pueblo no se forma enteramente de un golpe, como salió Minerva, armada de punta en blanco, de la cabeza de Júpiter. Expresión y resultado de su civilización, se desarrolla y se modifica con ella. Sus transformaciones, sobre todo las que afectan al derecho civil y privado, se realizan por lo común lentamente, y aunque existen en germen, sólo se manifiestan y son fáciles de consignar en épocas determinadas.

Conforme a estas ideas y adoptando una división indicada por Gibbon y admitida por G. Hugo y Mackeldey, se ha dividido la historia del derecho romano en cuatro períodos, al fin de cada uno de los cuales se puede, echando una mirada retrospectiva, observar los cambios que han sobrevenido en la sociedad romana, y en consecuencia en su legislación.

 

El primero de estos períodos principía en la fundación de Roma y termina en las Doce Tablas (año de Roma 300; antes de J. C. 430).

El segundo concluye eu Cicerón (Roma 650; antes de J. C. 100).

El tercero en Alejandro Severo (Roma 1000; año 250 de la era vulgar).

El cuarto en Justiniano (Roma 1300; después de J. C. 530).

 

PERIODO PRIMERO

Primera parte

Desde la fundación de Roma hasta la Ley de las Doce Tablas

Desde el año 1 al 500 de Roma. 750 a 450 antes de Jesus Cristo.

 

SUMARIO

Patricios y plebeyos.
Las curias.
El Rey.
El Senado.
Comicios por Curias.
Cambios en la Constitutición.
Minores gentes.
División de la ciudad en nuevas tribus.
Institución del censo. Comicios por Centurias.
Notas.


Los orígenes de Roma se hallan aún muy obscuros, no obstante las investigaciones a que se han entregado Sigonio, Beaufort, Vico, Niebuhr y tantos otros sabios ilustres. Hanse formado muchos sistemas, pero todos se hallan necesariamente impregnados de un carácter conjetural, o de falta de crítica, que infunde desconfianza. M. Guerard ha emitido, hace algunos años, sobre este misterioso asunto, una teoría, que no solamente tiene el mérito de ser nueva, ingeniosa y completa, sino que tiene también la ventaja de hallarse en armonía con las tradiciones y de arrojar una viva luz sobre cierlos textos. A esta teoría, expuesta en el Ensayo sobre la historia del derecho privado de los romanos, vamos a tomar una parte de nuestra rápida ojeada sobre esta materia.

Cerca de las orillas del Tiber, y en esas célebres colinas en que la naturaleza ofrece a un tiempo mismo medios de vivir y de defensa, habíanse levantado dos pueblos o villas rivales. La una, situada en el Palatino, y cuyo nombre pelásgico Roma (1) parece anunciar que sus fundadores se correlacionaban por su origen, idioma y costumbres con los antiguos pueblos de la Grecia, hallábase habitada por una población agrícola y pastoril (los Siculos). La otra, edificada en el monte Quirinal, Quirium (villa de la lanza), estaba ocupada por una población belicosa, de raza sabalica, que vivía de la caza v de los frutos naturales.

La federación de estas dos villas, su reunión natural en una sola ciudad, es lo que forma el Estado romano propiamente dicho. Antes de llegar a este acontecimiento, digamos algunas palabras sobre la Constitución interior de la ciudad del Palatino.


Patricios y plebeyos.

Débil en un principio y aislado, sin tener el connubium con ninguno de sus vecinos, el pueblo de Roma empleó para poblarse y fortalecerse un medio puesto en uso por los fundadores de las ciudades antiguas: abrir un asilo. Esclavos, desterrados, hombres lanzados de su patria por temor a las penas o impulsados por el espíritu aventurero, habianse refugiado en torno del oppidum palatinum, formando en él un arrabal cuyo rápido e incesante acrecentamiento duplicó en breve la población primitiva. Esta agregación creó en la urbs romana dos partes distintas, la villa superior y la villa inferior, y en el pueblo dos tribus, dos órdenes. Al asilo se remonta el origen de la plebe y el principio de la aristocracia romana; y el asilo fue quien, atrayendo alrededor de Roma la hez de los pueblos vecinos, transformó en patricios sus pastores y sus labradores.

Los refugiados, en efecto, aunque recibidos como ciudadanos, y gozando por tal titulo de estos derechos, se hallaban colocados y bajo cierto respeto importante, en una condición inferior a la de los antiguos habitantes: no podian ejercer ningún cargo público. Las funciones administrativas, militares, sacerdotales, pertenecían exclusivamente a las antiguas familias (a los patres y a los patricii; v. p. 5), y ya veremos que la admisión de los plebeyos a estas funciones fue más adelante objeto de una prolongada lucha en la ciudad.

A esta diferencia en la condición política de los dos órdenes, circunstancias particulares habían agregado otras y graves diferencias en su condición civil y en su derecho privado.

Según M. Guerard, entre los plebeyos fue donde nació esa patria potestad tan extraña por su energía y por su duración, esa constitución de la familia que por confesión de los romanos daba a su derecho un carácter enteramente excepcional (2).

En las familias primitivas, en las familias patricias, el derecho privado se apoyaba en esas bases, por decirlo así, naturales: la igualdad de los esposos, la independencia de los hijos, salvo el derecho de autoridad y de tutela concedido al padre hasta la edad de la razón, la perpetuidad de los bienes, del nombre, de los sacra en las familias. El matrimonio, formado por el consentimiento de los esposos, era consagrado por uua ceremonia religiosa (confarreatio), según la cual la esposa era conducida a casa de su marido con una solemnidad que atestiguaba que entraba en ella como igual suya, y como debiendo partir con él el mando en la casa (ubi tu Gaius, ego Gaia). La mujer debía, sin duda, obediencia a su marido, pero una obediencia que nada tenía de servil: era uxor para él, mater para sus hijos; la bella expresión de Gordiano le convenía a maravilla: Socia rei humanae atque divinae. La dote que llevaba continuaba perteneciéndole, res uxorice; el marido sólo tenía su uso y sus frutos, debiendo restituirla a la disolución del matrimonio. El hijo tenía al nacer una personalidad que crecía y se fortificaba con él; la ley le colocaba durante cierto tiempo bajo la tutela de su padre; pero esta tutela, establecida en beneficio del mismo, tenía un término, porque llegaba un día en que salía de la autoridad paterna, y se hacía dueño de su casa; podía adquirir para sí; tenía autoridad sobre su mujer y sus propios hijos, y nunca podía ser para el padre objeto de tráfico y de venta. Con el objeto de conservar el padre los bienes en la familia, estaban las mujeres en perpetua tutela; el padre no podía disponer de sus bienes por acto testamentario y cambiar el orden de las sucesiones; no podía adoptar un hijo sino en virtud de una ley (in colatis comitiis). Así se perpetuaba la familia unida con un lazo de filiación que nada tiene de común con ese lazo de potestad que constituye la familia de los romanos según la Ley de las Doce Tablas.

Tal era el derecho primitivo de Roma: hallábase en armonía con el derecho de la mayor parte de las antiguas ciudades de Italia, con el derecho de los pueblos más antiguos de la Grecia (3), y había quedado como siendo el derecho de los patricios.

Mas no fue el de los plebeyos. Y la razón se encuentra en el origen histórico de las familias plebeyas.

Es imposible suponer que no haya nada cierto en lo que refiere la tradición sobre el rapto de las Sabinas. No hay duda que la poesía ha añadido mucho a este suceso, pero debe inquirirse en él la parte verdadera. En el antiguo asilo romano se habían refugiado individuos aislados, hombres, y no familias enteramente formadas. Una de las necesidades más úrgentes del nuevo pueblo fue, pues, tener mujeres. Mas, por una parte, estos plebeyos no tenían la pretensión de unirse con los antiguos habitantes, en quienes el espíritu de exclusivismo y de aristocracia se acrecentaba más y más, y que no hubieran querido dejar caer sus hijas en el fango del pueblo de Rómulo. Ya veremos que el matrimonio se hallaba todavía prohibido por la Ley de las Doce Tablas entre los patricios y los plebeyos. Además, el número de mujeres patricias no hubiera sido proporcionado al conjunto de la población entera. Por otra parte, la ciudad del Palatino no tenía, como hemos dicho, el connubium con ninguna de las naciones vecinas, puesto que según refiere la tradición fue pedido y rehusado. Hubo, pues, que recurrir a la violencia. Un rapto general durante juegos solemnes en medio de la villa, a una señal del rey es probablemente lo inventado por la poesía. Mas una vida de bandolerismo, incursiones repentinas, pequeñas victorias, robo de rebaños, de esclavos, de mujeres; las hermosas cautivas conducidas en carros sobre garbas de trigo, en medio de la expedición triunfante, he aquí verosímilmente la historia.

Estas mujeres arrancadas a sus ciudades, a sus familias y a quienes se unieron los refugiados, con desprecio del cOnnubium, por violencia, no fueron más que esclavas sometidas al dominio absoluto del señor, que podía venderlas, despedirlas, hacerlas perecer. Eran mancipia, como todo lo que se ha quitado al enemigo. Sus hijos sobrevivieron a su condición; estuvieron in mancipio, loco servorum. El derecho de propiedad qne tenía en ellos el padre, como sobre la madre, llegó a ser el origen de todas las instituciones que organizaron la familia plebeya. El matrimonio (4), la adopción, el testamento, se hicieron bajo la forma de una venta (mancipatio per aes et libram). El padre no obraba como padre, sino como propietario; vendía su hija al esposo, su hijo al adoptante, su patrimonio al heredero de su elección; su potestad, que abrazaba todos los derechos del dueño sobre el esclavo, se extendía sobre la vida entera de sus hijos y sobre su posteridad, cuando eran varones; no podía concluirse sino por la muerte o por acto de manumisión. Los hijos, la mujer, no tenían nada propio, perteneciendo todo al jefe de la familia; lo aportado por la mujer no era restituible sino en cuanto se había obligado a ello el marido por un contrato particular (ex stipulatu) y según los términos de su obligación.

Las profundas diferencias que separaban, de esta suerte, a la familia patricia de la familia plebeya, fueron caracterizadas por denominaciones de que se enorgullecieron los patricios. La familia patricia fue llamada gens (raza, generación); los individuos que la componían ingenui, gentiles. La familia plebeya recobró el nombre de familia, que significa, propiamente hablando, patrimonio, propiedad (5). Los jefes de las familias plebeyas no son verdaderamente patres, sus hijos no son patricii (hijos de los patres); llámaseles patres familias, filii familias por un extraño maridaje de palabras (6).

La villa del Palatino, Roma, se hallaba, pues, dividida en dos tribus, en dos regiones, en dos órdenes muy distintos: los patricios y los plebeyos, los ciudadanos optimo jure, los ciudadanos non optimo jure, los de la ciudad y de los arrabales, la montaña y el llano, cuando a la segunda mitad del siglo VII, antes de la era vulgar, esta villa se alió con Quirium.

Preséntase generalmente esta reunión como efecto de un tratado. Después de haberse hecho la guerra, comprendieron las dos villas que estaba en su interés asociarse. Las dos tribus de Roma, el Palatino y su arrabal, debían reportar una gran fuerza de la incorporación de los belicosos Sabinos. Marte viene a auxiliar a los dos gemelos. Alimentados por la loba y el picus, crecieron y se desarrollaron rápidamente. Las dos poblaciones debían formar una sola con el nombre de Roma; cada ciudadano en particular continuaba llamándose romano; pero la universalidad de los ciudadanos debía designarse con el nombre de Quiriles. Así es que se encuentra en los antiguos textos del derecho público la expresión compleja populus romanus QUirilium, o populus romanus Quirilesque.

La incorporación de los Sabinos del Quirinal creaba en Roma una tercer tribu. He aquí cuál fue, según refiere Dionisio de Halicarnaso, la organización del nuevo Estado.


Las curias.

Después de haber dividido su pueblo eu tres tribus y las tribus en curias, Rómulo dividió el suelo el1 treinta porciones iguales y asignó una de estas porciones a cada curia. Del resto de las tierras, atribuyó al culto una parte conveniente y dejó lo demas al Estado.

Cada una de estas tres tribus tenía su nombre: los Ramnenses, los Ticienses y los Luceres. Cicerón (7) y Varrón (8), nos dan la etimología de estos tres nombres en términos que sirven para determinar su aplicación. Los Romnenses son los compañeros de Rómulo, los habitantes del oppidum palatínum, los fundadores y los patricios de Roma, Los Ticienses son las gentes de Tacio, los Sabinos establecidos en el Quirinal. Los Luceres son los compañeros de Lucumón, jefe de las gentes de origen etrusco, o latino, que fueron a dar su concurso a Rómulo y a asociarse a la fortuna de la tribu de los Palatinos; eran los habitantes del llano, la tribu subalterna, a quien Rómulo dió una parte en la distribución del territorio romano, y a quien admitió a votar en las asambleas generales del pueblo, pero que continuó siendo exeluída de los honores y las magistraturas públicas, de las que sólo participó más adelante y progresivamente.

La inferioridad relativa de la tercer tribu parece tan cierta como la igualdad de las otras dos, Los Ticienses tenían, en efecto, en la ciudad los mismos privilegios que los Ramnenses; eran también patricios.

Cada tribu se dividía en diez curias, cada una de las cuales se subdividía en diez decurias, Cada curia había recibido doscientas fanegas (jugera) de tierras limitadas (9) Y cultivadas. Hase observado que éste era un espacio apenas suficiente para alimentar a las familias entre quienes se hallaban repartidas estas tierras. Pero la mayor parte de las fortunas consistían entonces en ganados que pastaban en las tierras del dominio público, mediante un canon.


El Rey.

A la cabeza del Estado se encuentra un rey, vitalicio, jefe supremo de la religión, de la justicia y del ejército, presidente del Senado, con cuyo concurso gobierna. En memoria de la doble monarquía que existía en el Palatino y en el Quirinal antes de la reunión de las dos ciudades, y para expresar la igualdad de las dos tribus dominantes, se ponia siempre, al lado del trono del rey, otro trono vacío con un Cetro y una Corona. Estos dos tronos recordaban la asociación de los Ramnos y de los Ticios y su doble supremacía. El rey debía tomarse alternativamente de cada tribu patricia. Numa es Sabino; Tulio Hostilio es de la tribu de los Ramnos, etc.


El Senado.

Reunión de los principales padres, formando en torno del rey un poderoso consejo de administración; el Senado deliberaba sobre los asuntos públicos, sobre las proposiciones que había que someter a las curias. Compuesto de cien miembros, fue aumentado hasta doscientos cuando la incorporación de los Sabinos, y formaba veinte decurias que representaban las dos tribus privilegiadas. Los plebeyos permanecian excluídos del Senado y de todos los empleos públicos.


Comicios por curias.

Pero el poder supremo residía en la Asamblea de los ciudadanos (comítia). Cuando había que tomar una decisión importante, el rey, después de haber consultado al Senado, reunia las curias y les sometía una proposición (ferrem legem) (10) que una vez aprobada por el voto de los ciudadanos, tomaba el nombre de ley. En estas Asambleas, las tres tribus que componían la ciudad, repartidas cada una en diez curias, votaban aisladas unas de otras. La mayoría de la tribu se formaba por la mayoría de las curias, la mayoría del Estado se formaba por la mayoría de las tribus es decir; que cada raza o tribu tenía un voto sin que se tuviera en cuenta su fuerza numérica. De aquí resultaba que teniendo dos votos las dos tribus patricias, los Ramnos y los Ticios, mientras que la tribu plebeya sólo tenía uno, eran dueños de todas las decisiones (11).


Cambios en la Constitución.

La Constitución que acabamos de indicar subsistió sin alteración durante cerca de siglo y medio. En este intervalo, las dos tribus, las dos razas privilegiadas se habían mezclado y confundido. No había en la ciudad más que dos órdenes, dos elementos distintos y ya rivales, los patricios y los plebeyos. La plebe habia recibido un acrecentamiento considerable. Roma tenía siempre las puertas del asilo abiertas a todos los aventureros de Italia; pero acrecentaba sobre todo sus fuerzas por medio de la guerra. No había llegado aún a ese inmenso desarrollo que hizo más adelante derramar la exuberancia de su población en numerosas y remotas colonias; en el tiempo de que hablamos, tenía una política enteramente contraria, pues cuando había sometido una ciudad vecina, se llevaba a los vencidos y los incorporaba a la ciudad. Así fue como los habitantes de Anthemna, de Crustumino, de Alba, etc., acudieron por millares a aumentar la población romana y ocupar las colinas que rodean el Palatino y el Quirinal. Y la plebe se acrecentaba con estos nuevos ciudadanos, pues las tribus patricias abrían difícilmente sus filas tan sólo en favor de algunas familias distinguidas de las ciudades subyugadas. Así era que los extranjeros que se hacían romanos, pertenecían en general a la tribu excluída de los sacerdocios y de las magistraturas, a la tribu en que se hacían los matrimonios per ces et libram, en que los hIjos estaban in mancipio, a la tribu de los patresfamilias y de las familice (12).

Los patricios no estuvieron, pues, largo tiempo sin quedar en minoría en Roma, y el derecho privado de los plebeyos fue bien pronto el derecho de la inmensa mayoría de los Quirites. Este desarrollo del pueblo plebeyo ocasionó cambios en la Constitución política; los produjo también en la legislación civil, haciendo establecer en lo sucesivo el derecho privado plebeyo como el derecho general de la ciudad.


Minores gentes.

El primer cambio que experimentó la Constitución primitiva de Roma, consistió en la introducción de cien plebeyos en el Senado (13). Esta promoción, hecha por Tarquino el Antiguo con objeto de ganarse el ánimo de la multitud, no cambió, sin embargo, la condición de la plebe; y a unque se hacian patricios y troncos de casas ilustres cien plebeyos, no por eso el orden de que habían salido dejaha de estar menos excluido del Senado y de las magistraturas. Los nuevos senadores eran y continuaban siendo regidos, en cuanto a su estado de familia y a las consecuencias legales que ocasionaba, por el derecho privado plebeyo, Todos ellos eran necesariamente o patersfamilias o filiifamilias, y no podían ser patres. Este nombre, que no les permitía tomar el derecho privado, se les rehusó en el Senado. No se quiso llamarles patres; se les llamó conscripti, es decir, plebeyos inscritos con los patres para formar el Senado. Sus familias no eran gentes, sino famílice; y en fin, se les llamó minores gentes, en oposidón a las antiguas casas patricias, que tomaron entonces el nombre de majores gentes. La promoción de Tarquino, que fue seguida de otras muchas, acrecentó el ascendiente del derecho plebeyo, creándole un partido en el Senado y en las magistraturas.

Innovaciones mucbo más importantes se introdujeron por Servio Tulio, este protector de la plebe, según las leyendas romanas (14). Atribuyósele una tentativa para establecer la unidad del derecho privado, tentativa qne hubiera sido prematura, puesto que no se realizó sino hasta un siglo después, por la Ley de las Doce Tablas (15). Débesele una nueva división de la ciudad en tribus o cuarteles, y sobre todo la célebre institución de los comicios por centurias, que sustituyó al voto por razas o curias, el voto por clase de riquezas.


División de la ciudad en nuevas tribus.

El pueblo romano había ya adquirido sin duda un acrecentamiento que necesitaba nuevos cuadros para su conveniente organización. Es probable también que los extranjeros incorporados en la ciudad solicitasen distribuciones de tierras que les daban el carácter de franco-terratenientes, asegurándoles una propiedad verdadera y hereditaria (dominium) en vez de una simple possessio que podían haberles dado concesiones revocables sobre partículas del ager publicus (16). Servio hizo asignaciones de tierras desde luego en lo interior, y después, fuera del recinto de la ciudad, y aboliendo las antiguas tribus en que se habían clasificado los ciudadanos según su origen, distribuyó la ciudad en cuatro tribus urbanas, conforme a la situación de los diferentes cuarteles (Suburrana, Palatina, Collina y Esquilina), y creo en la campiña de Roma veintiséis tribus rústicas (17), lo que elevó a treinta el número de tribus o cuarteles en que se hallaban entonces repartidos los ciudadanos sin distinción de razas (18).


Institución del censo.- Comicios por centurias.

La organización de las centurias, cuyos pormenores no se conocen perfectamente, fue a un tiempo mismo una organización política y militar, fundada con la idea de conferir el poder y las armas, que son el medio de conservarlo, en proporción de las fortunas.

Los ciudadanos se dividieron en cinco clases, según el orden de sus fortunas consignadas en el censo. Así, pues, se llamó census las listas o el cuadro del empadronamiento extendido cada cinco años, y en el cual cada padre de familia fue obligado a hacer inscribir a todos los miembros de su familia y sus bienes de todas clases (19).

La primera clase comprendió los ciudadanos que poseían 100.000 ases; la segunda los que poseían 75.000; la tercera los que tenían 50.000; la cuarta los que disfrutaban 25.000, y la quinta los que poseían 11.000 ases. Algunos historiadores han hecho una sexta clase de los ciudadanos que tenían menos de 11.000 ases; pero se cree que es un error, pues estos proletarios no entraron en las clases, y formaron solamente algunas centurias fuera de clase para los operarios necesarios al ejército y para los hombres destinados a la sustitución.

Después fueron divididas las clases en centurias, pero de un modo desigual, teniendo cada clase un número de centurias proporcionado a la masa de bienes que representaba con relación al total de la fortuna imponible; de suerte que la primera clase, aunque la menos numerosa, comprendía por sí sola tantas centurias como todas las demás juntas.

Fuera de las clases compuestas de ciudadanos destinados a formar la infantería (20) se encontraba el orden de los caballeros (ordo equester), que se desarrolló en lo sucesivo como un orden intermedio entre los patricios y los plebeyos. En un principio, no se hacía el servicio de la caballería sino por los patricios, pues suponía cierta fortuna, porque el equipo militar, más caro para la caballería que para la infantería, estaba entonces a cargo de los ciudadanos, suministrando el Estado solamente el caballo (equites equo publico). Antes de Servio, sólo había seis ccnturias de caballería compuestas de jóvenes pertenecientes a las mejores familias del patriciado. El rey reformador creó doce nuevas, tomadas de las familias plebeyas mas distinguidas por su fortuna y consideración (21). Las diez y ocho centurias de caballería fueron asimiladas en los comicios a las centurias de primera clase y votaron con ellas.

Finalmente se añadió, como hemos indicado, a las centurias de las clases algunas centurias adicionales, donde se hizo entrar como músicos operarios o sustitutos, a los accensi, cuyo censo era Inferior a 11 000, los proletarii y los capite censi, que no poseyendo nada, no tenían en el censo más que un nombre sin propiedad (22).

La nación, organizada de esta suerte en centurias, fue la que convocó Servio Tulio en los nuevos comicios (comitia centuriata), los cuales tuvieron sus reglas particulares, y fueron celebrados, consultándose a los augures, no en el Foro como los comicios por curias sino en el campo de Marte, fuera del recinto de la ciudad.

Como en las reuniones de los ciudadanos, cualesquiera que fuesen, comicios por curias, comicios por centurias, comicios por tribus, los sufragios individuales no formaban jamás directamente la mayoría en pro o en contra de la proposición puesta en deliberación, sino que concurrían solamente a formar el voto de la curia, de la centuria, de la tribu a que pertenecía cada uno, resultó de aquí que cuando los comicios se reunieron por centurias, los ricos, que tenían mucho mayor número de centurias, tenían también, aunque menos numerosos, mayor número de votos que los pobres. El equilibrio de esta combinación era tal, según refiere Cicerón, que suponiendo la primera clase en oposición, sobre un proyecto de ley, con todas las demás, las centurias de los caballeros hacían inclinar la balanza del lado a que éstas la impulsaban.

Los comicios por centurias quitaron el poder legislativo a las curias, sin que, no obstante, se abolieran los comicios por curias. Por un fenómeno que se refiere al respeto de los romanos por sus tradiciones, cuando no convenía ya una institución al estado presente de la civilización, se creaba a su lado una institución nueva que la sustituía, sin que fuera abrogada expresamente la antigua. Así fue como el voto de las leyes, los juicios en materia criminal, el nombramiento de los magistrados pasaron a los comicios centuriados, sin que dejaran de existir los comicios curiados, al menos en el nombre; pero se ve caer a éstos en desuso y circunscribirse más y más su uso. Por medio de ellos hacen aún determinar los pontífices sobre materias religiosas; estos comicios se convocan también dos veces al año para las solemnidades de las abrogaciones y de los testamentos (véase el lib. 1, tít. XI; lib. II, tít. X); pero estos comicios no son más que un simulacro; las curias son representadas por treinta lictores, en presencia de los cuales verifican los pontífices los slmbolos y los actos de su ministerio.

El ascendiente de los comicios centuriados fue, por lo demás, eclipsado por el de los comicios por tribus (comitia tributa), nuevas asambleas donde se votó por cuarteles, sin tener en cuenta ni la raza ni la fortuna, formando todos los ciudadanos de una misma localidad parte de una misma tribu, donde por consiguiente perteneció a la masa plebeya una preponderancia absoluta.


Notas

(1) Varias son las opiniones emitidas sobre el origen del nombre de Roma. La más generalmcnte adoptada es la que lo hace derivar de Ruma, que entre los antiguos romanos significaba teta.

(2) Quod jUs propirium civium romanorum est; fere enim nonnulli alii sUnt homines qui talem in filios suos habent potestatem qualem nos habemus. Gayo, l, § 55, 108.

(3) También era el derecho de las antiguas razas germánicas, según el dicho de Tácito. Y es verdad, en efecto, que, entre los germanos, el poder del jefe de la familia (el mundium), poder de guarda y de protección, tenia las mayores correlaciones con el que creemos haber pertenecido, en un principio, al jefe de la familia patricia en Roma.

(4) El matrimonio per ces et lbram, el matrimonio plebeyo no estaba consagrado por ninguna ceremonia religiosa: iba acompañado de una especie de drama tosco, que representaba un rapto, y que tenía por objeto, sin duda, consignar el derecho que adquiría el marido en adelante, recordando las violencias que fundaron en Roma la familia plebeya.

(5) Primitivamente también la familia no comprendía más que a los esclavos, porque familia viene de famulus, que en latín significa esclavo, o de famel, que tenía en lengua osca la misma significación.

(6) Este dualismo del derecho privado primitivo ha dejado, como se verá en el curso de esta obra, rasgos numerosos y característicos en todas las materias del derecho posterior. Verase que existen por todas partes, para los matrimonios, para las adopciones, para las emancipaciones, para los testamentos, etc., dos modos legales y paralelos, que refiriéndose a ideas y tradiciones manifiestamente diferentes, no pueden en verdad explicarse sino por la diversidad de instituciones que reglan en su origen a la familia patricia y a la familia plebeya. (V. el lib. II, tít. X.).

(7) Populumque et suo et Titii nomine, et Lucomonis qui Romuli socius in Sabino praelio occiderat, in tribus tres, curiasque triginta descripserat. (Romulus, Cic. de Rep., lib. II, § 8.).

(8) Ager Romanus primum divisus in partes tres, a quo tribus appellata Titientium, Ramnium, Lucerum; nominatae, ut ait Ennius, Titienses a Tatio, Ramnenses a ROmulo, Luceres, ut Junios, a Lucumone. (Varr., de lingna latina, lib. V, 55).

(9) Auri limitati o asignati, así se llamaban las tierras que a consecuencia de una asignación o división, verificada según ciertos ritos, llegaban a ser propiedades privadas. Llamábase agri occupatorii o arcifinale.s, los campos que permanecían propiedad del Estado.

(10) Ferre legem, no significa dar una ley, sino proponerla al pueblo; lo cual se expresaba también por rogare legem, a causa de la fórmula Rogo vos, Quirites, ut velitis, jubeatis; de suerte del que había hecho pasar una ley, pertulit legem.

(11) Según Niebuhr, esa opinión está admitida por muchos criticos modernos, los patricios votaban solos en los comicios por curias; los plebeyos repartidos en tres tribus, pero solamente como relacionados por los lazos de la clientela con las familias patricias, no tenian voz deliberativa en estas Asambleas, en las que eran representados por el jefe de la gens a que pertenecían. Tal vez era así antes de crearse una tribu inferior; pero la admisión de los Lucere al voto de las curias, nos parece marcar la entrada de los plebeyos en los comicios, y explicar c6mo se ve, desde los primeros tiempos de Roma, a todos los ciudadanos tomar parte en el nombramiento de los reyes.

(12) Como el derecho privado de la plebe, potestad marital, patria potestad, estado de familia, derecho sobre las sucesiones, era particular a Roma y desconocido a todos los pueblos de Italia; como las acciones judiciales se hallaban por otra parte somotidas a solemnidades especiales y minuciosas, era una necesidad para los extranjeros que se hacían ciudadanos elegir un patrono entre los antiguos habitantes; estos patronos se tomaban de orden patricio, que, ocupando las magistraturas, había creado el derecho plebeyo, y lo aplicaba diariamente. Su principal deber era dar a conocer a sus clientes el derecho que debían seguir. Así el estudio del derecho fue siempre honorífico en Roma, y los patricios se vanagloriaban de ser jurisconsultos.

(13) El Senado, que no era hasta entonces más que de doscientos miembros, se compuso en adelante de trescientos.

(14) En general, si se exceptúa Tarquino el Soberbio, que fue instrumento de una reacción oligárquica, los reyes comprendieron que todas las esperanzas del porvenir descansaban en los plebeyos, que componían, en proporción siempre creciente, la parte más importante del ejército (la infantería).

(15) Las reformas que Servio hizo en el derecho privado no tuvieron por objeto hacer desaparecer enteramente la diversidad de costumbres que regían la gens patricia y la familia plebeya, sino solamente templar las consecuencias que tenía para los plebeyos la legislación sobre las deudas de que vamos a hablar, y establecer entre los dos órdenes cierta, igualdad relativamente a las obligaciones que nacían de los contratos y de los delitos: leges de contractibus a Tullio latas quce humanace et populares videbantur, Den. V, 2. Estas leyes no estuvieron en vigor más que bajo su reinado, pues las abolió Turquino el Soberbio. La promesa de su restablecimiento fue uno de los medios que emplearon los primeros cónsules de la República para hacer al pueblo favorable a la revolución que derribó la monarquía.

(16) En derecho, el dominio del Estado es imprescriptible. No hay más que una asignación o limitación de tierras hechas con ritos purticulares, que puede crear una propiedad privada, separándola del ager pUblicos. Las concesiones obtenidas con carga de cánones no constituyen, pues, una verdadera propiedad (dominium), sino un simple uso, una simple posesión (possessio, ussus) revocable o precario, al menos con respecto al Estado, porque respecto de los terceros, esta posesión fue garontida más adelante por el derecho pretorio, y llegó a ser una especie de propiedad.

(17) Extra urbem in regiones 26 agros viritim liberis attribuit. Nonio Mareelo, I, v. Viritim.

(18) El número de tribus se elevó más adelante a treinta y cinco. Esta creación de nuevas tribus no alteraba en nada la antigua organización de las curias, que permanecieron concentradas en Roma; y los comitia curiata celebrados en el foro bajo el imperio de ciertos ritos sacerdotales, conservaron su carácter primitivo y enteramente municipal. Pero no pudiendo votar los ciudadanos de las tribus rurales en los comicios de las curias, se trató de buscar un nuevo modo de asamblea nacional. Tal fue verdaderamente el origen de los comicios por centurias.

(19) Para reconocer a los ciudadanos que se hallaban en estado de llevar las armas, se distinguía en el cuadro del censo a los jóvenes de los ancianos (senioresque a juvenibus divisit, dice Cicerón). Los jóvenes menores de 17 años no figuraban en él sino para designar su número. Los esclavos no estaban indicados en el mismo sino por su cuota entre las cosas muebles de sus dueños. Ya veremos que fue un medio de manumitirlos hacerles inscribir nominalmente en el censo, lo cual era la consignación del derecho de ciudad.

(20) Las centurias de la primera clase estaban completamente armadas, teniendo para la defensiva un escudo ovalado, un casco, una coraza y manoplas de bronce. Las centurias de la segunda clase, en vez del escudo ovalado, llevaban uno cuadrado, y no llevaban coraza, etc. La cuarta clase no iba armada sino de hondas y piedras.

(21) El rey fue, y después los cónsules, y finalmente los censores, los que nOmbraron a los caballeros. Pero era necesario, para ser admitido en el orden, pagar un censo que se aproximaba mucho al de la segunda clase.

(22) Propiamente hablando, los proletarii; eran los que poseían menos de 500 ases y más de 375; pero en una acepción más extensa, se llamaban proletaríos, no solamente los que poseían esta pobre fortuna, sino también los capite censi, que no tenían nada o casí nada. Llamábanse assidui, de asses dare, los que teniendo más de 1.500 ases, pagaban un impuesto que variaba según la clase a que pertenecían. Los proletarios estaban exentos del impuesto y del servicio militar. Mario fue el primero que, en una época en que se disolvió la antigua constitución, alistó a los proletarios en las legiones romanas.

 

PERIODO PRIMERO

Segunda parte

Desde la fundación de Roma hasta la Ley de las Doce Tablas

Desde el año 1 al 500 de Roma. 750 a 450 antes de Jesus Cristo.

 

SUMARIO

Jueces plebeyos.
Los Cónsules.
El Rey.
Las leyes Valiriae.
Leyes sobre las deudas.
Tribunos plebeyos.
Ley de las Doce Tablas.
Actos legítimos.
Días fastos o nefastos.
Derecho sagrado.
Cultura del derecho durante este periodo.
Notas.


Jueces plebeyos.

Atribúyese a Servio Tulio la creación de una judicatura plebeya, que Niebuhr cree ser el tribunal de los centumviros, y al que se ve más adelante ocupar un lugar importante en la organización judicial.

Esto nos conduce a indicar el carácter especial que presentan en Roma las antiguas instituciones judiciales, y que se ha conservado, a pesar de ciertas modificaciones, hasta bajo los emperadores cristianos. El magistrado investido de la jurisdicción (el rey, y después de él los cónsules, y luego los pretores), no pronunciaba él mismo las sentencias ni procedía a la comprobación de todos los hechos relativos a las controversias privadas, pues se hubiera hallado en la imposibilidad de hacerlo, sobre todo cuando las relaciones de los ciudadanos hubieron tomado cierto desarrollo. Cuando las partes le habían expuesto el objeto de sus debates, determinaban cual era, teniendo en cuenta las reglas del derecho sobre la materia, el punto verdaderamente litigioso, y precisando la cuestión que había de resolver, remitía el examen de esta cuestión de hechos, que había que probar y apreciar, a uno o muchos jueces o jurados (judex, arbiter) que tenían orden de condenar o absolver al demandado, según que la cuestión se hubiera resuelto afirmativa o negativamente (1). Estos jueces, pues, constituídos especialmente para el negocio que se les defería, y que se llamahan jueces privados o jurados (judex privatus, judices jurati), eran tomados exclusivamente entre los senadores. Pero, desde una época muy remota, se ve que en ciertas causas, especialmente en las que tenían relación con las cuestiones de Estado, los derechos de familia y de sucesión, el magistrado remitía a las partes ante un colegio de jueces, cuyo número llegó próximamente a ciento, y que se llamó tribunal de los centumviros. Este tribunal era una especie de jurado permanente. Los centumviros eran nombrados por las tribus (2) para un año; residían en el Foro, y se dividían en muchas secciones. Esta relación de los centumviros con las tribus que representaban en la administración de justicia, y la lanza enhiesta ante el tribunal, como símbolo del dominio y de la soberanía (centumviralis hasta), asignan a la institución de los centumviros un origen ciertamente muy antiguo y que se enlaza verosímilmente con las innovaciones de Servio. Aunque los centumviros hayan debido ser verosímilmente elegidos desde luego entre los patricios, que eran los únicos versados, al principio, en el conocimiento del derecho, su institución no fue menos plebeya, al menos por el principio de la elección.

Las instituciones políticas de Servio Tulio, por prudentes y justas que parezcan, estuvieron por espacio de cerca de medio siglo paralizadas por la resistencia y la irritación de los patricios; pero fueron vueltas a poner en vigor después de la expulsión de los Tarquinos cuando las disensiones intestinas de los patricios permitieron a la plebe hacerse pagar con algunas concesiones el concurso o la inacción de que hicieron uso las familias celosas del poder para derrocar la monarquía.


Los Cónsules.

Después de la expulsión de los Tarquinos, dos cónsules, magistrados anuales elegidos primeramente entre sólo los patricios y nombrados como los reyes en los comicios, sucedieron al poder real; poder que comprendía el mando de los ejércitos, la administración propiamente dícha y el poder judicial, los cuales no estaban ni estuvieron nunca en Roma distinguidos y separados como entre nosotros.

A la cabeza de la jerarquíá sacerdotal fue colocado un gran pontífice.

Aunque la potestad consular fuera en la apariencia tan ilimitada como la de los reyes, la poca duración de esta nueva magistratura; la responsabilidad que podía alcanzar a los cónsules al salir de sus funciones; su cargo, que daba a cada uno de ellos el derecho de paralizar con su oposición las empresas de su colega (3), debían necesariamente restringir la autoridad de los cónsules en beneficio de la influencia del Senado. En el fondo, la caída de la monarquía fue una revolución aristocrática. Libre de la potestad rival y moderadora de los reyes, el patriciado tomó bajo la República una parte más lata en la administración y una preponderancia que no tardó en llegar a ser tiránica y egoísta. Entonces fue cuando estallaron entre los dos órdenes esas querellas sin cesar renacientes y esos tumultos, a consecuencia de los cuales obtuvieron los plebeyos sucesivamente durante este primer período las leyes Valeriae sobre la apelación al pueblo (provocatio, años de Roma 245, 305 y 453), las leyes sobre las deudas, la institución y la inviolabilidad de sus tribunos (año 260), muchas leyes agrarias, la ley Tarpeia, determinando el máximum de las multas (año 300), y finalmente, la célebre legislaciOn de las Doce Tablas (años 303 y 304). Vamos a dar algunos pormenores sobre estas leyes.


Las leyes Valerirae.

El imperium que conferían los comicios a los reyes, y despues de ellos a los cónsules, les daba un poder absoluto, y por consiguiente, el derecho de imponer penas corporales y la de muerte a todos los ciudadanos. La primera ley Valeria, dada por las centurias a proposición del cónsul Valerío Publícola, fue una garantía que llegó a ser necesaria a los plebeyos contra el abuso de este temible poder; por ella se proclamaba el derecho de todo ciudadano de apelar a los comicios de la decisión del magistrado que le hubiera condenado a muerte o azotado con varas (4).

Esta ley, que consiguieron eludir los patricios, mientras no se aseguró su ejecución por la institución y la intervención de los tribunos, fue renovada por otras dos leyes dadas a proposición de los cónsules que pertenecían, como Publícola, a la familia Valeria. El derecho de apelación era un privilegio adherido a la cualidad de ciudadano romano, y no se aplicaba a los extranjeros, sobre los cuales continuaron los cónsules teniendo derecho de vida y muerte; no podía invocarse por los ciudadanos mismos, sino en un radio de una milla en torno de Roma; pasada esta frontera sagrada, el ímperium del cónsul recobraba su carácter absoluto en vista de las necesidades de la disciplina militar.

Aunque las leyes Valeriae no hubieran derogado expresamente la jurisdicción criminal de los cónsules; produjeron indirectamente esta abrogación, y el magistrado quiso más llevar directamente el negocio al pueblo y constituirse acusador, que comprometer su autoridad con una condena que podia dejar sin efeclo la apelación del condenado. Se comisionó, pues, al pueblo, como siendo el único que tenía el poder judicial en las cuestiones capitales (5).


Leyes sobre las deudas.

Las guerras habían producido el doble resultado de enriquecer a los patricios, aumentando el dominio público, cuyas mejores partes se atribuían éstos, dispensándose con frecuencia de pagar el canon y de empobrecer gran número de plebeyos, que para soportar el peso del servicio militar se habían visto obligados a contraer empréstitos onerosos.

La tasa del interés no se hallaba entonces limitada por la ley. El prestamista podía dar en prenda, no solamente sus bienes, sino su persona misma y la de los suyos, por medio de una venta ficticia (nexum, nec-suum). Si no pagaba al vencimiento, podía ser adjudicado (addictus) por el magistrado a su acreedor y reducido a servidumbre (manus injectio). Pues bien, los patricios abusaban de la dureza de estas leyes hasta el punto que Tito Livio, a pesar de sus preocupaciones antiplebeyas, refiere que cada casa patricia se habia convertido en una cárcel, en la que, a cada sesión del magistrado, se veía arrastrar a acreedores cargados de cadenas, y cuando estas violencias encontraban alguna resistencia, multas arbitrarias arruinaban a los que, cediendo a un movimiento de compasión, intentaban arrancar a los desgraciados deudores a los malos tratos que sufrían.

Este estado de cosas ocasionó el primer amotinamiento y el retiro de la plebe al Monte Sagrado. Para apaciguar esta sedición, fue necesario hacer concesiones. Perdonose las deudas a los insolventes, y todos los que habían sido adjudicados a sus acreedores desde cierto tiempo fueron puestos en libertad. Por lo demas, esto no fue sólo un sacrificio momentáneo; conservóse para el porvenir la legislación sobre las deudas; no se comprendía entonces en Roma que la persona del deudor no fuese prenda del acreedor. El nexum y la manus injectio se encuentran aún en la ley de las Doce Tablas.


Tribunos plebeyos.

La garantía más fuerte que obtuvieron los plebeyos fue, sin contradicción, la institución y la inviolabilidad de sus tribunos; inviolabilidad que, poniendo a éstos al abrigo de toda violencia, tenía tal carácter, que quien atentaba a su persona era puesto fuera de la ley y podía ser muerto sin que el matador incurriera en pena alguna. Creado con el Único objeto de tener una protección contra el abuso del poder consular y de sostener la ley Valeria, que garantizaba contra la arbitrariedad la vida de los plebeyos, el tribunado no tardó en adquirir una importancia imprevista. En el espíritu primitivo de su institución, los tribunos, defensores de las libertades del orden plebeyo, no tenían más que un derecho de oposición (el veto), a las decisiones de los cónsules y del Senado (intercedere); pero invadieron poco a poco el poder supremo, convocando al pueblo por tribus, y poniendo en deliberación ante estas asambleas, a las cuales se guardaban bien de concurrir los patricios, y que fueron, por esto, asambleas enteramente plebeyas, decisiones (plebiscita) que sólo obligaron desde luego a los plebeyos. pero que concluyeron por imponerse a todos los ciudadanos y llegaron a ser verdaderos actos legislativos (V. Plebiscitos). Uno de los derechos más peligrosos que se arrogaron también los tribunos, fue el de llevar ante las tribus a los cónsules y otros magistrados al finalizar su magistratura, para hacerles condenar a multas arbitranas como culpables de malversación y de atentado a los derechos del pueblo. De dos que era el número de los tribunos fue aumentando a diez. El veto de uno solo de ellos bastaba para destruir la oposición y los actos de sus colegas; esto era una garantía contra su potestad, puesto que era necesaria la unidad de miras en los diez tribunos para qne los obstáculos que creaban a la acción de los cónsules y del Senado pudieran sostenerse y obligar a éstos a entrar en la política que convenía al tribunado.


Leyes agrarias.

Es preciso guardarse bien de considerar las leyes agrarias como habiendo atentado a la propiedad privada de los ciudadanos, pues sería dar prueba de la más completa ignorancia de la Constitución y de las costumbres romanas. Las leyes agrarias sólo tenían por objeto el ager publicus, bien ordenasen una de esas asignaciones de tierras que hacían entrar el suelo, limitándolo, en la clase de propiedades privadas; bien determinasen, como hicieron las célebres leyes de Licinio y de Graco, un máximum de extensión a la posesión que cada ciudadano podía obtener sobre el ager publicus, con la carga de los cánones ordinarios. Ya hemos dicho que el goce concedido con la carga de un foro o canon súbre tierras del dominio público, no constituía en contra del Estado una verdadera propiedad. El Estado tenia siempre el derecho de quitar o retirar sus tierras a los tenedores. Y así sucedió algunas veces. Por eso en 298 se retiró a los patricios el monte Aventino, de que gozaban con la carga de un canon, para dividirlo entre los plebeyos y hacer así de él propiedades privadas. En cuanto al dominio del ciudadano, estaba protegido por la consagración religiosa que resultaba de la limitación, y atentar a ella hubiera sido no sólo una violación de los derechos civiles, sino un verdadero sacrilegio.


Ley de las Doce Tablas.

No fue solamente con el objeto de sustituir a usos introducidos, a un derecho puramente consuetudiuario, una legislación escrita, que por su precisión dejara menos arbitrariedad a los cónsules en el ejercicio de sus funciones judiciales, para lo que se pidió por los plebeyos la redacción de las leyes (scribendis legibus). Fue especialmente con el objeto de establecer la unidad del derecho privado, de sustituir el derecho de las gentes y el de las familiae por una legislación común a los dos órdenes. He aquí por qué esta demanda experimentó tanta resistencia de parte de los patricios. El año de Roma 293, el tribuno Terentilio llevó a la asamblea de los tribunos la proposición de nombrar diez magistrados investidos de todos los poderes públicos, y encargados de redactar y someter a la sanción de las asambleas nacionales una colección de leyes, una especie de Código. Esta proposición, adoptada con entusiasmo por las tribus plebeyas, fue desechada por el Senado; pero reproducida con perseverancia por los sucesores de Terentilio, fue nueve años después aceptada por los patricios. Los historiadores refieren, y el hecho no parece de ningún modo inverosimil a Niebuhr, que se envió a la Grecia una diputación para estudiar alli, no ya las leyes de Solón, sino las leyes posteriores y la Constitución política de Atenas, donde la fusión, o por lo menos la conciliación de los (vocablos en griego que no podemos reproducir aquí), los patricios y los plebeyos de esta comarca, había dado a esta ciudad un poder y un esplendor verdaderamente desconocidos en Roma. Al regreso de los diputados, los decemviros fueron nombrados en fin (6) y redactaron, rodeándose de toda clase de luces, un proyecto que fue aprobado por el Senado Y votado por las centurias bajo los más felices auspicios (R. 305) (7). Estas leyes fueron grabadas en diez tablas de bronce y expuestas en el Foro, para que todo el mundo pudiera siempre enterarse de ellas. Al año siguiente nuevos decemviros (porque los poderes de estos magistrados eran anuales como los de los cÓnsules a quienes habían reemplazado) hicieron también aprobar una ley suplementaria, que fue grabada en dos nuevas tablas (R 304). Así se completó esta legislación que, bajo el nombre de Ley de las Doce Tablas o ley decemviral, adquirió, a pesar de la violenta caída del gobierno de sus autores, una gran autoridad, y permaneció, hasta la caída del imperio, la base, si no del derecho público, al menos del derecho civil y criminal de los romanos (8).

Su principal objeto fue, como hemos dicho, menos dar a Roma leyes escritas, que establecer la unidad del derecho privado entre los dos órdenes. Esto explica el laconismo de la mayor parte de estas disposiciones, que se contentan con autorizar, a veces con una sola palabra, tal o cual uso, tal o cual institución, sin darle ningún desarrollo, y refiriéndose, por consiguiente, al derecho consuetudinario, el cual se conservaba siempre que no era formalmente abrogado o inconciliable con la ley escrita.

Los autores de la ley de las Doce Tablas tuvieron, pues, que conciliar la costumbre plebeya con la costumbre patricia. Pero sobre los puntos en que no era posible la transacción, fue necesario optar por una de las dos costumbres. En esta lucha, el derecho plebeyo, que era el de la inmensa mayoría de los ciudadanos, debió triunfar necesariamente. Por eso la ley de las Doce Tablas hizo prevalecer por todas partes en Roma la patria potestad de los plebeyos, y con ella las instituciones y los derechos que eran su consecuencia lógica; como el matrimonio, la adopción y el testamento per aes et libram, la repartición de la sucesión entre los individuos sometidos a la potestad del difunto intestado (9). Según esta ley, en efecto, todos los hijos legítimos caen en el dominio dcl cabeza de familia, cualquiera que sea la posición de la madre en la casa del marido, cualquiera que sea la forma de matrimonio que haya unido a los esposos, porque se ha conservado el matrimonio por confarreacción. Muchas dignidades sacerdotales, como la de flamín, no podían pertenecer sino a ciudadanos nacidos de padres confarreados (Gayo, c. 1, 112). Pero como el nuevo derecho rechazaba de la sucesión paterna a los que no se hallaban sometidos a la potestad del difunto, la mujer, a quien la emancipación o las funciones sacerdotales habían libertado de la patria potestad, y que, por consiguiente, no tenía ya derecho a la sucesión de su padre, tuvo con frecuencia interés en entrar bajo la potestad y en la familia de su marido para adquirir en ella derechos hereditarios; permitióse, en su consecuencia, a los esposos que se casaban por confarreacción, agregar a esta antigua solemnidad un pacto especial (conventio in manum), cuyo efecto era colocar a la mujer en la familia de su marido, donde era asimilada a un hijo, como la mujer casada, pee aes et libram. Además, cuando la confarreacción era pura y simple, cuando no iba acompañada de la conventio in manum, la mujer caía en la potestad del marido por el usus, por la posesión, después de habitar un año en la casa del marido, a menos que hubiera ella interrumpido esta especie de prescripción pasando tres noches fuera del domicilio conyugal (Gayo, c. 1, 111).

Por lo demás, el poder, el derecho de propíedad que el jefe de familia, el paterfamilias, tenía sobre las diversas personas que componían su familia, esclavos, mujer, hijos, y que en un principio era igualmente absoluto sobre todas, había recibido algunas modificaciones, algunos temperamentos, con relación a algunas de estas personas. Así, presenta variedades en la ley de las Doce Tablas. Esta ley, en efecto, distingue en la mano del paterfamilias tres poderes diferentes: 1. la potestas o potestas dominica, poder sobre los esclavos verdaderamente ilimitado, que hacía del esclavo la cosa del dueño, y daba a éste el derecho de vida y muerte; 2. la patria potestas, poder sobre el hijo de familia, que las costumbres han diferenciado ya de la potestad sobre los esclavos, pero que da también al padre de familia el derecho de exponer a su hijo, de matarle si es deforme, de venderlo, el derecho de imponerle como juez doméstico las penas que quiera, y aun la de muerte; 3. la manus, poder que obtenía el marido en ciertos casos sobre su mujer, y que asimilaba a ésta casi a un hijo de famil!a; 4. el mancipium, poder adquirido por compra (por la mancipatio), solemnidad usada para la adquisición de la propiedad de una persona libre que ha sido vendida por su padre de familia, poder que no asimilando al individuo in mancipio a un esclavo sino respecto del derecho privado le dejaba no solamente la cualidad de hombre libre, sino la de ciudadano, y tenía, por consiguiente, menos extensión que la potestad dominica propiamente dicha. Las personas sometidas a la potestad del padre de familia no pueden tener nada propio, y todo cuanto adquieren es para el padre de familia, que es el que tiene la propiedad de todo. In domo dominium habet, dice Ulpiano.


Actos legítímos.

Solamente en las sociedades avanzadas es donde, sirviendo la escritura para probarlo todo, se abandonan las formas simbólicas, las manifestaciones dramáticas de que hacen uso los pueblos poco civilizados para solemnizar los contratos o los hechos cuyo recuerdo quieren que se conserve. Así, en los primeros siglos de la historia romana, el uso de los actos escritos es casi desconocido. La propiedad se transmite por medio de las solemnidades de la mancipatio o de la cessio in jure. El préstamo se contrae por el nexum. El poder del marido sobre la mujer se adquiere por los ritos religiosos de la confarreacción o por la coemptión, especie de compra solemne, de emancipación. Los testamentos y adopciones se hacen en presencia de los pontifices, ante una asamblea del pueblo (in calates comitiis) o por el uso de la emancipación (per aes et libram). Estas diversas solemnidades se llaman actos legítimos. Para dar una idea exacta de ellos, referiremos aquí, según Gayo, 1, 119, en qué consistía la emancipación, este antiguo y primordial procedimiento, del que se han derivado el nexum, la coemption, el testamento per aes et libram, que no son más que especies de emancipación, de ventas simuladas (10).

Las formalidades de la emancipación indican que se introdujo en una época en que no existía aún la moneda acuñada, valuándose el metal al peso (11). Verificábase la ceremonia en presencia de cinco testigos ciudadanos romanos, que representaban probablemente las cinco clases de Servio Tulio; otro sexto, el libripens, tenia la balanza. El precio de la compra se figuraba con un trozo de metal, y más adelante con una pieza de moneda. El comprador tomando la cosa, o algún símbolo de la cosa objeto de la emancipación, pronunciaba estas palabras solemnes: hug ego hominem- si se trataba de un esclavo,- ex jure quiritium meum esse aio isque mihi emptus est hoc ere eneaque libra; después tocaba la balanza con la pieza de moneda, y la daba al vendedor, que la aceptaba como precio de venta.


Acciones de la ley.

Procédese también por solemnidades del mismo género, llamadas legis actiones, para hacerse administrar justicia. Estas formas simbólicas son por sí mismas el primer progreso, habiendo reemplazado con simulacros las violencias reales que han fundado en Roma la propiedad quiritaria, el derecho del vencedor; la varilla ha reemplazado a la lanza, festuca hastae loco, dice Gayo, IV, § 16. Este jurisconsulto nos ha conservado las cuatro acciones que la ley de las Doce Tablas permitía emplear en casos determinados: 1. El sacramentum, especie de desafio judicial, a consecuencia del cual el que perdía su causa perdía también una suma depositada como prenda o arra en manos del Pontífice, y consagrada a los gastos de los sacrificios (12). 2. La judicis postulatio, petición de un juez que se refiere verosímilmente a la división del proceso en dos partes: la una perteneciente al magistrado, la preparación del asunto y la solución del punto de derecho (jurisdictio); la otra, remitida a un ciudadano designado para juez por el magistrado, el exámen de los hechos y el pronunciamiento de la sentencia (judicium). 3. La manus injectio, embargo corporal de que hemos hablardo ya, y por el cual el acreedor, reconocido tal por una sentencia, se apoderaba de su deudor, y a no ser que diera caución, le llevaba a encarcelarlo en su casa y le cargaba de cadenas. Después de haber guardado a su prisionero por espacio de sesenta días, y después de haberlo conducido, en este intervalo, tres veces ante el magistrado en un día de mercado (tribus nundinis), proclamando el montante de la deuda y el nombre del deudor, si nadie se presentaba a responder de la deuda, el acreedor, propietario de su deudor, podía matarlo o venderlo al extranjero (Trans Tiberim. Aul. Gell., XX, 1). 4. La pignoris captio, embargo en prenda de un objeto perteneciente al deudor.

Independientemente de los hechos y ademanes que constituían la forma general del sacramentum o de la judicis postulatio, las acciones de la ley comprendían palabras que variaban según la naturaleza de la controversla, pero que debian referirse rigorosamente a los terminos de la ley de las Doce Tablas (verbis legum acomodatae). Gayo da el ejemplo de un litigante que perdió su pleito porque, tratandose de cepas de viña, había empleado la expresión vites, en vez de la palabra genérica arbores, de que se había servido la ley de las Doce Tablas, y que debía reproducirse sacramentalmente en la acción de la ley.


Dias fastos o nefastos.

Solamente en los dias fastos (dies fasti) era permitido obrar según la ley (lege agere) y administrar justicia. Los procedimientos hechos los dias nefastos (dies nefasti) no tenian valor alguno. Acrecentándose de continuo los negocios judiciales, permitieron los pontífices consagrarles algunas horas de ciertos días nefastos (dies intercisi). Esta distinción de los días se refería al culto, y esta es la ocasión de indicar la grande importancia del culto en la sociedad romana.


Derecho sagrado.

Hase podido juzgar la importancia que tenía en Roma la teocracia por la dotación reservada al culto cuando la división de las tierras por Rómulo, dotación que fue renovada en lo sucesivo cuando la creación de cada colonia. El culto, en efecto, se mezcla en tOdo: interviene en todos los actos de la vida pÚblica y privada. Hay en él reglas teológicas y ceremonias religiosas, no solamente para la celebración del culto público (sacra publica) y privado o de familia (sacra privata), sino para declarar la guerra, para concluir un tratado de alianza, para hacer una asignación de tierras, etc., y las hay para consagrar un campo, para sepultura o a los dioses; las hay para los matrimonios, las adopciones, los testamentos. El conjunto de estas reglas constituye el derecho sagrado o pontificio (jus sacrum, jus pontificium), que, según Cicerón, ocupaba un lugar notable en la ley de las Doce Tablas. Su tradición se confiaba a diversos órdenes de sacerdotes entre los cuales se distingue:

1.- Los pontifices, que pronunciaban ellos mismos en su colegio o hacían pronunciar en las asambleas especiales del pueblo (in calatis comitiis), sobre todo lo concerniente a las materias religiosas (13);

2.- Los augures, encargados de los auspicios;

3.- Los feciales, que cumplian las formalidades religiosas de que iban acompañadas las declaraciones de guerra, firmaban los tratados de paz y velaban por su observancia; los flamines y las vestales. Las dignidades sacerdotales, que no eran, por lo demás, incompatibles en su mayor parte con la aptitud para las demás funciones públicas, eran muy solicitadas. Conferíanse por vida, y pertenecían exclusivamente a los patricios, que hallaron en la influencia supersticiosa que ejercían el medio más poderoso de sostener su preeminencia.


Cultura del derecho durante este período.

El derecho, durante el primer período, no merece aún el nombre de ciencia. La jurisprudencia consiste principalmente en el conocimiento de las diversas acciones de la ley y de los días fastos, conocimiento muy poco divulgado (14), y que los pontífices y los patricios se guardan bien de popularizar, porque es para ellos un medio de tener bajo su dependencia a los plebeyos, obligados a consultarles, bien sobre la época en que sería permitido ocuparse de tal o cual negocio judicial, bien sobre los ademanes y expresiones solemnes o sacramentales de que debía hacerse uso en el procedimiento.

Dionisio de Halicarnaso y Pomponio hablan de un jurisconsulto llamado Papirio, que floreció en tiempo de Tarquino el Soberbio, y a quien atribuyen una colección de leyes votadas bajo los reyes en los comicios por curias y por centurias (leyes curiatae et centuriatae). El trabajo de Papirio se llama Jus civile papirianum, quedando apenas de él algunos fragmentos muy dudosos.


Notas

(1) De aquí la distinción entre la jurisdictio que pertenecía a los mngistrados y el judicium que pertenecía al juez. Véase también sobre esta distinción y sobre el procedimiento por jurados en materia civil, lo que decimos en el titulo de las acciones.

(2) Había tres por cada tribu. Cuando las tribus fueron aumentadas hasta el número de treinta y cinco, hubo ciento cinco jueces en el tribunal de los centumviros. V. Festo, v. centumviralia judicia.

(3) Uno de los caracteres notables de las magistraturas romanas, es que cada magistrado es omnipotente, en el sentido de que puede obrar sin el concurso de sus colegas, salvo el derecho de oponerse éstos. Si hay dos cónsules, no es para que no puedan proceder ambos más que de concierto, sino para que el uno pueda contener al otro, ne potestas solitudine corrumpatur.

(4) Ne qUis magistratus civem romanum adVersus provocationem necaret, neve verberaret, Cic., de Rep. II, 53; Cic. de Rep., II, 31, y Séneca, Epist. 108, dicen que el derecho de apelación existia ya bajo los rcyes, Niebuhr piensa que no existia entonces sino para los patricios. Otros autores suponen que no existia en tiempo de los reyes sino por excepción y solamente cuando se había pronunciado la condena, no por el rey, sino por los delegados, dUumviri.

(5) El pueblo, por lo demás, no ejercía siempre por si mismo la jurisdicción criminal. Los comicios delegaban por lo común sus poderes a ciudadanos llamados quaestores, que estaban encargados de presidir estos negocios criminales (qui capitalibus rèbus praessent), de dirigir la instrucción y de dar la sentencia en nombre del pueblo. Hacia el fin de la República, estas comisiones criminales se hicieron permanentes, es decir, anuales, en vez de ser nombradas para cada asunto, y tomaron el nombre de quaestores perpetua. Véanse los pormenores que damos sobre la organización de la justicia criminal entre los romanos en el titulo De los Juicios públicos, lib, LX, tit. XVIII.

(6) San Isidoro de Sevilla, escritor del siglo VII, nos ha transmitido los nombres de los diez redactores de la Ley de las Doce Tablas; éstos son: A. P. Sabino, T. D. Gemecio, P. S. Vaticano, L. V. Cicurnio, C. J. Tulio, A. Manilio, P. S. Camerino, Sp. P. Albo, P. LI. Pulvilio y T. R. Vaticano.

(7) La misión de tres miembros del Senado romano a Grecia para estudiar y aplicar a Roma la legislación de este pueblo, principió a ser combatida por Vico a principios del último siglo, habiendo sido revocada en duda por críticos y jurisconsultos modernos, entre los que se encuentra el Sr. Gómez de la Serna, quien en su Introducción histórica al estudio del derecho Romano, se decide a seguir este parecer. Sin embargo, esta cuestión no se halla snficientemente aclarada hasta el día; y como quiera que sea, no puede negarse la influencia de las leyes griegas en las disposiciones de la ley de las Doce Tablas, a pesar del carácter tan profundamente original del Derecho romano, siendo además natural que los romanos, en su anhelo por establecer la unidad del derecho privado entre el orden de los patricios y el de los plebeyos, estudiaran las leyes de aquel pueblo, padre de las artes y de la civilización, que tan admirablemente trató de conseguir este objeto respecto de los griegos. Puede consultarse sobre este punto el artículo escrito por M. de Roulez en la Revista enciclopédica belga, tomo 1, y la extensa disertación de M, Lelievre, premiada por la Universidad de Lovaina en 1826.

(8) Sólo nos resta de la ley de las Doce Tablas, fragmentos esparcidos en los Pandectas de Justiniano, y en lo que poseemos de las obras de Gayo, Ulpiano, de Cicerón, de Festo y de algunos historiadores. Muchos autores, entre otros Godofredo y Pothier, y en nuestros días MM. Haubold, Dirksen y Zeil, han hecho investigaciones más o menos felices para restablecer el texto primitivo en su conjunto. M. Giraud ha puesto a continuación de su Introducción histórica una colección do los fragmentos de la ley de las Doce Tablas con una paráfrasis en latín propiamente dicho.

(9) No obstante, las instituciones del derecho privado patricio no desaparecen enteramente. La adopción, el testamento calatis comitiis son conservadas por respeto a las antiguas tradiciones, pero se modifican sus efectos en el sentido de ser asimiladas a las de la adopción y del testamento per aes et libram, (V. lib. I, tít. XI, y lib. I, tít. X, Véase también el tít. II, lib, III).

(10) Tomáronse las formas de la venta para constituir una prenda, para hacer salir a la mujer de la familia de su padre y hacerla entrar en la de su marido, para instituir un heredero. Estos préstamos, hechos a la forma para crear cosas nuevas y enteramente distintas, son frecuentes. Por medio de ellos se han verificado muchos progresos en el derecho civil, y por ellos se revela, sobre todo, el genio inventivo de los jurisconsultos romanos.

(11) En tiempo de Servio Tulio fue cuando se imprimió al as un sello que representaba una cabeza de ganado, nota pecundum, de dondo vino la palabra pecunia. Anteriormente se hacía uso del aes rudo. El as era un trozo de bronce o de cobre que pesaba la libra romana de doce onzas.

(12) En las instancias en reivindicación, este desafio era precedido de un breve drama o combate simbólico, que referimos aquí, según Gayo: El demandante, teniendo en la mano una varita, tomaba el objeto litigioso, o un fragmento del objeto cuando no era de naturaleza propia para trasladarse ante el magistrado, y pronunciando las palabras siguientes: Hunc ego hominem (si se trataba de un esclavo), exjure quiritium meum esse aio secundum suam causam sicut dixi. Ecce tibi vindictam imposui. Y al mismo tiempo ponía la varita sobre el esclavo. E1 adversario pronunciaba las mismas palabras sacramentales y ejecutaba los mismos movimientos. A lo cual intervenla el magistrado, diciendo: Mittite ambo hominem. Después el demandante, dirigiéndose a su adversario: Postulo an dicas que ex causa vindicaveris; y cuando éste había respondido: Jus peragi sicut vindictam imposui, las partes se provocaban a depositar el sacramentum. Obsérvese que a esta antigua fórmula del procedimiento se refiere la palabra vindicatio, que expresa la reclamación de una cosa o de un derecho real. La vindicatio, de donde hemos tomado la palabra reivindicación, es literalmente la reclamación por la varita o lanza simbólica, vindicta.- Ya veremos que se refieren también a esta forma de proceder las manumisiones por la vindicta, las adopciones, las traslaciones de propiedad hechas por medio del magistrado (injure cessio), que no eran más que reivindicaciones simuladas.

(13) Cicerón recurrió a la jurisdicción de los pontífices para hacer declarar que un terreno, que había sido consagrado a los dioses durante su destierro, no lo había sido legalmente, y podía ser reivindicado. Orat. pro domo sua. Las sentencias (decreta) del colegio de los pontifices, formaban una especie de jurisprudencia canónica.

(14) La intercalación que hacían los pontífices, cada dos años, de un mes entero, cuya prolongación variaba de 22 a 23 días, daba el cálculo del calendario, bastante dificil entre los romanos. Por una parte, si se observa que los patricios ocupaban las funciones a que pertenecía la jurisdictio; que eran frecuentemente designados para juzgar; que tenian que defender, no solamente sus derechos, sino los de sus clientes; que tenían hacia largo tiempo la inteligencia. práctica de la mayor parte de los usos y de los derechos nueva y lacónicamente formulados en la ley de las Doce Tablas, se comprenderá que debieron ser, aun durante una gran parte del segundo período, los únicos versados en la ciencia naciente y todavla misteriosa del derecho.

 

PERIODO SEGUNDO

Desde la Ley de las Doce Tablas hasta Cicerón

Del año 300 al año 650 de Roma. 450 a 100 antes de Jesus Cristo.

 

SUMARIO

Fuentes u orígenes del derecho durante este periódo.
Las leyes.
Los plebiscitos.
Los Senado-Consultos.
La costumbre.
Los edictos de los magistrados.
Respuestas o doctrinas de los prudentes.
Supresión de las acciones de la ley.
Notas.


En el interior, continúa el progreso democrático. Es curioso observar la hábil política de los patricios que, defendiendo palmo a palmo todas sus posiciones, se esfuerzan en conservar, aunque sólo sea por medio de distinciones puramente nominales, la tradición de su superioridad. No queriendo, desde luego, conceder el acceso del consulado a los plebeyos, carecieron algún tiempo de cónsules, haciendo ejercer sus funciones por tribunos militares, menos considerados y menos poderosos, porque eran en mayor número. Cuando se estableció el consulado, lo desmembraron creando la censum (R. 311), la pretura (R. 387) y la edilidad mayor (1). Pero estos esfuerzos impotentes no detuvieron la decadencia necesaria del patriciado.

Al fin de este periodo los plebeyos, que forman la gran parte de la nación han conquistado la admisión a todos los empleos publicos, comprendiendo en ellos las dignidades sacerdotales. Por medio de estas admisiones, han penetrado en gran numero en el Senado; de suerte que los patricios, eclipsados como cuerpo pOlítico, no componen ni aun la parte mas Importante ni más numerosa de la nobleza; no forman en el Estado más que familias aisladas, sin otra influencia que la que tiene la ilustración de la raza y el recuerdo de los gloriosos servicios hechos a la República por sus antepasados.

En el exterior se multiplican las conquistas. Roma, que ha encontrado un poder notable en el desarrollo de su Constitución interior, en la organización de una numerosa clase media, resultado de las leyes agrarias, por las que Licinio Stolo y L. Sexto han hecho admitir a la plebe a la partición del ager publicus, reduciendo a un máximum la extensión de las tierras del dominio público que cada uno podía poseer, Roma extiende su dominación sobre toda la italia, y la sostiene con el establecimiento de sus numerosas colonias y con la alianza de las ciudades sometidas (municipia). En breve también las legiones romanas, acrecentadas por los contingentes aliados, se derraman más allá de la Italia y arrojan en las provincias los fundamentos del imperio más vasto que jamás fue dado poseer a un pueblo.

Con estas conquistas vinieron las riquezas, el lujo, los extranjeros, la civilización. Todo esto debió hacer perder al carácter de los romanos algo de su color primitivo, y una tintura más general eclipsó su originalidad. El derecho experimentó también esta tendencia necesaria. Como las costumbres de que es expresión, debió desprenderse de las formas simbólicas, perder su rigor primitivo y humanizarse. El hecho jurídico más notable de esta época es el nacimiento en Roma de un derecho aplicable a los extranjeros. del jus gentium, que se ve elevarse al lado del derecho de las Doce Tablas, del derecho nacional (jus civile), tan notable por la solemnidad de sus formas y el rigor de sus principios. Las relaciones siempre crecientes que enlazaban a los romanos y a los extranjeros (peregrini), hicieron buscar en la eqUidad natural, en los usos que se encontraban en todos los pueblos cultos, los principios que debieron servir para determinar las relaciones que se establecían en Roma, ya de romano a extranjero, ya de extranjero a extranjero. Tal es el origen de este derecho de ggntes, que fue puesto en Roma misma bajo la dirección de un magistrado especial (praetor peregrinus) y que no tardo en ejercer una gran influencia sobre el derecho de los romanos entre sí; sobre el jus civile, que veremos aproximarse insensiblemente al jus gentium, y en lo sucesivo, confuudirse, por decirlo así, con él.

Por lo demás, la condición de los extranjeros no era, con mucho, la misma. En Italia, antes de la guerra social, los habitantes de los municipios y de las colonias (2) estaban en posiciones muy diversas.

Unos gozaban simplemente del derecho de gentes, y no tenían ni el derecho de aliarse a las familias romanas, ni la capacidad de adquirir el dominio quiritario; eran verdaderos extranjeros, peregrini. Otros más favorecidos, tales como los latinos, habían obtenido el commercium, que les hacía capaces de ser propietarios jure Quiritium, de hacer todos los actos que se referían a la conservación o a la enajenación de este dominio, tales como la emancipación (3), la cessio in jure, el nexum, la vindicatio y el testamento per aes et libram, el cual, haciéndose en la forma de la emancipación, era considerado como un medio de adquisición comprendido en el commercium. El connubium o el derecho de unión legítima que llevaba consigo la patria potestad, la agnación y la sucesión ab intestato, la cual no era, en el sistema de las Doce Tablas, más que la consecuencia de la agnación. Entre estos extranjeros privilegiados y los verdaderos ciudadanos, no había más que una distinción política (civitas absque suffragio). Concedíase, no obstante, los derechos políticos, el derecho de sufragio y de aptitud a las funciones públicas, a los magistrados de las ciudades latinas al salir de sus funciones; éste era un medio de absorber las superioridades locales. Pero aconteció con los cuasi-ciudadanos de las colonias y de los municipios, lo que había acontecido con los plebeyos respecto de los patricios. Cansáronse de servir a Roma en las legiones auxiliares, de soportar todas las cargas de la guerra sin tener parte en los beneficios de la victoria, y de ser excluidos de los derechos políticos por celos de una ciudad cuya grandeza habían hecho. Subleváronse, pues, siendo el resultado de esta guerra social hacerles atribuir, por las leyes Julia y Plautia (R. 662, 663), la plenitud de los derechos de ciudadano. Roma, señora de Italia, no es en adelante más que la capital. Pero las distinciones que había borrado la guerra social en Italia se extendieron a las provincias. Concedióse a algunas de ellas el jus latinitatis, es decir, que sus habitantes tuvieran una condición análoga a la de los antiguos habitantes del Lacio; su territorio fue algunas veces asimilado al de Italia (juz italicum), es decir, que gozaban de los privilegios reservados en un principio a las tierras de la Italia. (V. lit. III, lib. l). Hubo también municipios o colonias que obtuvieron la ciudadanía romana. Otras permanecieron en la condición ordinaria de los peregrini. Otras, finalmente, las dedilicias, fueron, a causa de su resistencia, tratadas más duramente. Por lo demás, con el tiempo, cada pueblo vencido recibió una posición distinta que fijó un Senado-Consulto especial, conocido con el nombre de lex provilnciae (4).


Fuentes u orígenes de derecho durante este periodo.

Las fuentes del derecho, que durante el primer periodo se reduclan a dos, las leyes votadas en los comicios y los usos o la costumbre, se multiplicaron durante el segundo. Cuéntanse tres respecto del derecho escrito: las leyes, los plebiscitos y los Senado-Consultos; y tres que se refieren al derecho no escrito o consuetudinario: los usos o la costumbre, los edictos de los magistrados y las doctrinas de los Jurisconsultos o prudentes. Vamos a dar algunas explicaciones sobre cada una de estas fuentes.


Las leyes.

Llámase leyes propiamente dichas las resoluciones votadas por todo el pueblo (populus), es decir, por los patricios y los plebeyos reunidos en los comicios por centurias. El Senado concurre a formar esta legislación. teniendo la iniciativa en ella. Sólo con su consentimiento puede un magistrado del orden senatorial, un cónsul, un dictador o un pretor, dirigir peticiones a las centurias. Pero el voto de las centurias no necesita, como en otro tiempo, que se confirme por las curias patricias. Así lo ha decidido una de las leyes del dictador Publicio Philon (R, 416). Entre las leyes de este período, puede observarse la ley Canulcia de connubiis (R. 309), por la que se abolió la disposición de las Doce Tablas, que prohibía el matrimonio entre los patricios y los plebeyos; la ley Petilia (R. 428), que abolió el nexum en cuanto a las personas, para que no subsistiera más que la hipoteca de los bienes, y que, dejando al acreedor el derecho de llevar al addictus a la cárcel, prohibió cargarle de cadenas, a no ser que hubiera sido condenado por un crimen; y finalmente, las leyes Valería, Publilia y Hortensia, de que vamos a tratar.


Los plebiscitos.

Vamos a ver por qué grados han llegado, según Niebuhr, las asambleas plebyas (plebs) al poder supremo. En un principio, las deliberaciones dé las tribus (plebiscito) no interesaban ni obligaban más que a los plebeyos. En 305, la ley Valeria hizo con ellas una rama del poder legislativo, asimilándolas a las resoluciones de las centurias, lo cual subordinaba su validez a la aprobación del Senado y a la confirmación de las curias. En 416 la ley Publilia les dispensó de la confirmación de las curias, dejándolas solamente sometldas a la aprobación del Senado. Finalmente, medio siglo más adelante se suprimió el mismo veto del Senado por la ley Hortensia (n. 465) (5). Los plebiscitos, que llegan a ser obligatorios por sí mismos para todos los ciudadanos, toman el nombre de leyes, y se hacen el manantial más abundante del derecho escrito. Casi todas las disposiciones legislativas, refiriéndose al derecho privado, en este período, son plebiscitos. Así la ley Aquilia, a la cual han consagrado un título las Instituciones (lib. IV, tít. III), la ley Furia sobre los testamentos, la ley Atilia sobre la tutela. etc., son plebiscitos y no leyes propiamente dichas; es decir, que han sido votadas por las tribus plebeyas y no por centurias (6).


Los Senado-Consultos.

Teófilo, en sus paráfrasis de las Instituciones (lib. I, tít. II. § 5), dice expresamente, que los plebeyos dieron fuerza de ley a los Senado-Consultos precisamente en la misma época en que el Senado por su parte reconocía la validez de los plebiscitos, es decir, en el tiempo de Hortensio. Esta aserción se hallaba justificada por un pasaje de Cicerón (top. V.), que pone los Senado-Consultos en el número de las fuentes de derecho. Há lugar a suponer, no obstante, que los Senado-Consultos en esta época se referían más bien a la administración que al derecho civil. En el tercer período fue de otra suerte: los Senado-Consultos llegaron a ser, bajo el imperio, la fuente más abundante del derecho civil.


La costumbre.

Hay usos o costumbres que se han introducido por los edictos de los pretores; hay otros que se atribuyen a las doctrinas de los jurisconsultos; los hay, en fin, que han sido transmitidos de generaciones en generaciones, sin que pueda determinarse su origen. Tales son aquellos antiguos usos o costumhres que se ven frecuentemente designados con el nombre de jus moribus o more majorum introductum, o por las palabras apud nos receptum est.


Los edictos de los magistrados.

El poder judicial, que en su origen, y en cuanto a los negocios civiles, pertenecía a los reyes, había pasado a los cónsules; pero, como ya hemos dicho, desde el año 389 de Roma la administración de justicia fue desmembrada del consulado y devuelta a un magistrado particular llamado pretor. En un principio sólo había un pretor, que no era competente sino cuando ambos litigantes eran ciudadanos romanos. Pero, como hemos dicho también, el número siempre creciente de extranjeros que afluían a Roma, hizo crear otro pretor para decidir las controversias de los extranjeros entre sí, o de los romanos con los extranjeros. Llamósele praetor peregrinus en oposición al pretor urbanus, cuya jurisdicción sólo se extendía a los romanos. Su cargo, como todas las dignidades de esta epoca, a excepción de la censura, era anual.

Los pretores tuvieron en breve una inmensa influencia en el desarrollo del derecho privado. Conforme se venficaban en las costumbres las variaciones que hemos indicado, se iba formando el jus gentium al lado del jus civile, demasiado rlguroso, sobrado duro para la nueva civilización, se comprendía la necesidad de adoptar nuevas reglas más conformes con la eqUidad. Pero era tal el respeto que inspiraba la legislación de las Doce Tablas, rodeada del prestigio de la antiguedad y de la nacionalidad, que se qUizo más bien eludir sus disposiciones y dejar de seguirlas en la practica, que tocar a su texto, en cierto modo sagrado. A la existencia, pues, de esta práctica, de estas reglas nuevas que se introducian al lado de la ley de las Doce Tablas, debe hacerse ascender el uso, la necesidad en que se vieron los pretores de determinar, por medio de edictos, los principios según los cuales administrarían justicia. Estas ordenanzas se publicaban (in tabulas, in albo) al entrar en sus funciones el pretor. Como no eran más que actos emanados de los magistrados y no actos legislativos, espiraban al fin del año con el poder de su autor, y el magistrado que seguía, podía modificar, aumentar, abrogar lo que había ordenado su predecesor. Sin embargo, muchas veces adoptaba la mayor parte de los extremos del edicto precedente, habiendo habido, en efecto, disposiciones de utilidad tan reconocida, que se transmitieron anualmente como regla, sin ser posible su derogación. Compréndese todas las ventajas de semejante institución, que permitía seguir paso a paso todos los progresos de la civilización. Si se habia introducido una innovación por un pretor, la experiencia de un año la hacía conservar o desechar al año siguiente, siendo así poco de temer el peligro de innovaciones temerarias, no solamente porque no habrían durado más de un año, sino porque el temor de sublevar la opinión pública y de exponerse a la intervención de los tribunos, alejaba a los pretores de la idea de chocar arbitrariamente contra las costumbres, y de trastornar sin razón el derecho existente. Así los pretores fundaron su vanagloria en perfeccionar el derecho más bien que en alterarlo; conserváronle sin violencia al nivel de las necesidades reales de la sociedad, ya auxiliando el desarrollo del derecho civil, ya llenando sus claros; ya suavizando su rigor; adjuvandi, supplendi vel corrigendi juris civilis gratia propter utilitatem publicam, dice Papiniano (lib, VII, § I D,. lib. I, tit. I) hablando del objeto y del resultado del derecho pretorio.

El edicto no tardó en comprender todas las materias del derecho privado, y fue tal su perfeccionamiento, que ya en tiempo de Cicerón se despreciaba el estudio del texto original de la ley de las Doce Tablas para estudiar, casi exclusivamente el derecho pretorio: Ex praetoris edicto ut plerique nunc in hauriendam juris disciplinam (De leg., 4, 5).

En cuanto a los medios ingeniosos y sutiles que emplearon los pretores para modificar el jus civile, sin derogarlo abiertamente, sería difícil y prematuro exponerlos aquí; pero se encontrarán en el curso de nuestro examen. Así, veremos al derecho pretorio conceder acciones útiles a los que en ciertos casos no las hubieran tenido conforme al derecho civil; conceder excepciones a los que hubieran sido condenados, si se hubiera dado pura y simplemente la acción, según el derecho de las Doce Tablas. Así también veremos conceder, no ya la herencia o el dominio quiritario, que no pueden atribuirse sino por la ley, sino la simple posesión (bonorum possessio, in bonis habere), y crear de esta suerte una especie de propiedad que, sometida a garantías especiales, a reglas particulares de transmisiones más sencillas que la mancipatio o la cessio in jure, más generales, más equitativas que las que rigen la verdadera propiedad civil, prevalecerá en la práctica y modificará de hecho el derecho de sucesión y de propiedad.

Conviene, no obstante, observar desde ahora, que por efecto del sistema de procedimiento entonces en uso, fue por lo que pudieron los pretores, sin tener precisamente el poder legislativo, ejercer tal influencia en las diversas partes del derecho privado. Sabido es que, conforme a la división ordinaria del proceso en dos partes (jurisdictio-judicium), el pretor daba al ciudadano a quien elegía por juez, el mandato, la orden de absolver o condenar, conforme a tal o cual circunstauncia de que debía el juez cerciorarse. Para modificar el derecho antiguo, no tuvo que hacer, pues, el pretor, más que subordinar la decisión del juez a la comprobación de un hecho, de una circunstancia distinta de la que, según la ley de las Doce Tablas, hubiera determinado el derecho de las partes. Así se eludía la ley sin abrogarla, lo cual se explicará con más extensión en el título De las acciones.

Pretores particulares, después procónsules y propretores, gobernaron las provincias. Sus funciones jurídicas diferían poco de las de los pretores de Roma. El edicto publicado por ellos se llamaba edictum provinciae, en oposición al edictum pretoris de los dos pretores de Roma.

El edicto o la parte del edicto por la que el pretor conservaba las doctrinas de su predecesor, era designado con el nombre de edictum tralatitium; lIamábase edictum novum al edicto o la parte del edicto en que se hacían notar innovaciones. A veces se pone en oposición con el edicto ordinario, que debía durar tanto tiempo como las funciones del pretor (edictum perpetuum, annuum), una especie de edictos llamados edicta repentina, motivados por circunstancias particulares, pro ut res incidit; pero esto es un error. Estos edictos no tenían un carácter general; eran simplemente providencias dadas en ciertos procesos sobre asuntos particulares, de los que nos suministran ejemplos la ley 68, 70 D. de judiciis, y la L. 8. C. Quom, et quando jud. Los pretores no eran los unicos magistrados investidos del derecho de publicar un edicto al entrar a ejercer su cargo. El mismo derecho existía en favor de los ediles curules. Pero su edicto no se aplicaba más que a ciertos ramos de la administración, particularmente a la policía de los mercados. El Digesto contiene un título especlal sobre el edicto de los ediles (De aedilitio edicto).

El derecho introducido por los edictos de los pretores y de los ediles recibió el nombre de derecho honorario, porque sus autores honores gerebant (7).


Respuestas o doctrinas de los prudentes.

La ley de las Doce Tablas se hallaba concebida con un laconismo obscuro para muchos. Por otra parte, las acciones instituidas por esta ley eran poco numerosas, y sólo se aplicaban a cierto número de negocios en relación con la poca extensión que tenían en un principio las relaciones privadas de los ciudadanos. Los pretores no fueron los únicos que se ocuparon de suplir esta insuficiencia. Antes de ellos, y a su alrededor, simples particulares se dedicaron a explicar, a desarrollar el derecho por medio del raciocinio y de la analogía y a crear nuevas acciones, imitando las de la ley de las Doce Tablas. Ya hemos visto que esta ocupación debió quedar por largo tiempo exclusivamente reservada a los patricios, a quienes aseguraba una grande influencia en los negocios. Pero, en 449, contribuyó un acontecimiento a popularizar este grande estudio. Cneo Flavio, secretario de Apio Claudio Ceco, patricio acreditado como jurisconsulto, publicó un Calendario con la indicación de los días fastos o nefastos, y un formulario de todas las acciones de la ley entonces en uso. Su colección, que tomó el nombre de Jus Flavianum, abria a los plebeyos la entrada de una ciencia aún misteriosa, y mereció tal popularidad a su autor que fue sucesivamente nombrado tribuno y edil curul.

Desde entonces, ciudadanos distinguidos de las dos órdenes se dedicaron al estudio del derecho. Tiberio Coruncanio, el primer plebeyo que llegó a la dignidad de gran pontífice, introdujo el uso de responder públicamente a todos los que acudían a consultarle, bien sobre sus derechos, bien sobre el modo de intentar o de rechazar una acción. Habiendo dejado imitadores, nació de aquí una clase de sabios, jurisconsulti, jurisperiti, prudentes, que dieron consultas públicas sobre el derecho (responsa prudentum) y se hicieron los defensores de las partes en el foro (disputatio fori). Estos prudentes emitieron doctrinas que, acreditándose, tomaron el nombre de jus receptum, sententiae receptae, y también de jus civile (8), y constituyeron una parte Importante del derecho privado.

Entre los jurisconsultos de este tiempo se distingue Sexto Elio, que, según Pomponio (H. J., 7-38), compuso algunas acciones nuevas para casos en que faltaban, y que publicó una obra llamada Tripartita, por contener:

1° las Doce Tablas;

2° la interpretación de las doctrinas acreditadas;

3° las acciones, es decir, casi todo el conjunto del derecho privado de esta época, porque el derecho pretorio no tenía aún la importancia que adqnirió después, y que hizo del edicto un objeto de estudios y de doctrinas nuevas. Debe citarse también entre los jurisconsultos de este período a Catón el Antiguo, que escribió Commentarii juris civilis y Responsae; Catón el hijo, el autor de la famosa regla catoniana, a la que se ha dedicado un título en el Digesto (I. XXXIV, t. VII); Publio y Mucio Scaevola; Manilio, a quien se atribuye las acciones manilias usadas en materia de venta; Hostilio, que compuso fórmulas en materia de testamentos.


Supresión de las acciones de la ley.

El primer efecto de la divulgación de las acciones de la ley y del uso de las consultas públicas, fue favorecer la extinción de las relaciones de clientela, puesto que desde entonces no hubo necesidad de ser cliente de un ciudadano para ir á pedirle consejos. Otro resultado fue introducir con la luz la crítica en el derecho, y particularmente en este procedimiento, considerado hasta entonces como algo sagrado. Las acciones de la ley, con sus dramas simbólicos y sus términos sacramentales, concluyeron por parecer sutiles y sin utilidad alguna. Un plebiscito, que se cree ser de 520, la ley Aebucia las suprimió, al menos, en cuanto no las conservó sino en los procesos que se formaban para ante los centumviros. Sustituyóseles el procedimiento formular, llamado así porque el acto característico de este procedimiento consiste en la fórmula entregada por el magistrado para constituir un juez y proponerle la cuestión que ha de resolver. Destinadas a determinar con precisión las facultades del juez o del jurado, compusiéronse cuidadosamente las fórmulas, siendo anunciadas anticipadamente en el Album del pretor. La elección de la fórmula era muy importante; de suerte que sobre este punto y sobre cuál era la fórmula que se había de pedir en tal ó cual circnnstancia, era sobre el que se consultaba principalmente a los jurisconsultos.


Notas

(1) Existían ya dos magistrados plebeyos con el nombre de ediles. Habian sido instituidos en favor de la plebe, en la época en que fueron declarados inviolables los tribunos de la plebe. Estos magistrados fueron reducidos a funciones subalternas. Así los nuevos ediles tmaron el nombre de ediles mayores o ediles curules. A ellos pertenecía la alta policía, el cuidado de velar por la conservación de los monumentos públicos, el aprovisionamiento de la ciudad y la seguridad pública.

(2) Las ciudades italianas, colonias o municipios, tenían cada cual una organización independiente muy semejante a la de Roma, es decir, sus asambleas públicas, su Senado o cuerpo municipal con el nombre de curie, sus magistrados duumviri, quatuorviri, tomados entre los decuriones o miembros de la curia.

(3) Ulpiano dice, t. XIV, 4: Mancipatio locum habet inter cives romanos et latinos, colonarios latinosque junianos, cosque peregrinos quibus commercium datum est.

(4) Ya veremos, además, que en el periodo siguiente se concedió el titulo de ciudadanos a todos los de provincias, como se hizo en este periodo a todos los italianos.

(5) Como más de una teorla de Niebuhr, esta interpretación de las leyes dadas para asegurar la fuerza obligatoria de los plebiscitos, sólo es conjetural. A juzgar por los pasajes de Tito Livio, de Plinio y de Cicerón, que se refieren a las leyes Valeria, Publilia y Hortensia, De plebiscitis, estas leyes parecen haberse dado en términos casi idénticos, lo cual puede hacer pensar que así como la ley Valeria, sobre la apelación al pueblo, las leyes que atribuían el poder supremo a las asambleas de las tribus, fueron eludidas largo tiempo por los patricios, siendo necesario que se revocaran. Lo cierto es que hasta después de la ley Hortensia no se disputó la fuerza obligatoria de los plebiscitos. Un hecho que puede dar a entender la sumisión de los patricios a las decisiones de las tribus, es que en 449, para dar a los ciudadanos ricos y considerados una influencia en los comicios por tribus, el censor Fabio clasificó a estos ciudadanos en las tribus rústicas, que eran, como se sabe, más numerosas, y no dejó en las tribus urbanas más que al pueblo bajo, que quedó reducido de esta suerte a cuatro votos sobre treinta a treinta y cinco. Esta medida censorial, que mereció a su autor el nombre de Maximus, libró algún tiempo a la República de las perturbaciones de que se hallaba amenazada por la preponderancia absoluta que tomaban las asambleas plebeyas.

(6) Los plebiscitos tomaban ordinariamente el nombre del tribuno que los había propuesto, como las leyes propiamente diehas el del cónsul o del dictador que las habla llevado a las centurias.

(7) Los romanos distinguían dos especies de funciones públicas: las unas daban lugar a ciertas señales exteriores de dignidad (honores), que no obtenían las otras (munera). El consulado, la pretura, la censura, la edilidad mayor eran honores que daban derecho a los lictores a la silla curul y a las imágenes (imagines majorum). Estas imágenes eran estatuas de cera (In ceram propagabantur figurae. Plinio, Hist., lib. XXXV, c. II), expuestas en el primer patio de la casa, en el atrio (imagines in atrio exponunt. Séneca, De Benef., lib. III, c. XXVIII), y que colocadas por orden de generación, se llevaban procesionalmente en los funerales de los descendientes. Por el número de imágenes se juzgaba de la antigüedad y de la ilustración de la raza. Véase la Historia de la clase noble, de M. Granier de Cassagnac, p.18.

(8) Este origen del derecho, dice Pomponio, no tiene un nombre particular, como las leyes, los plebiscitos, los Senado-consultos; distinguesele con el nombre genérico de jus civile (H. J., § 5). La razón consiste sin duda en que no siendo las doctrinas de los prudentes más que el desenvolvimiento de la ley, se identificaban e incorporaban con ella. Y aquí es oportuno hacer notar, que no siempre tiene el mismo significado el jus civil. En oposición al derecho natural o de gentes, significa el derecho propio de una nación, particularmente el Derecho civil romano: en un sentido menos extenso, abraza toda la parte del Derecho romano que no es el derecho honorario; finalmente, en sentido más estricto, designa el derecho que proviene de la doctrina de los prudentes.

 

PERIODO TERCERO

Desde Cicerón hasta Alejandro Severo

Del año 100 antes de Jesus Cristo hasta el año 250 después de Jesus Cristo.

 

SUMARIO

Influencia del gobierno imperial en el derecho público.
Derecho privado.
Leyes o plebiscitos.
Senado-Consultos.
Constituciones de los emperadores.
Edictos de los pretores.
Respuestas de los prudentes.
Cultura de la ciencia del derecho.
De las dos escuelas Sabiniana y Proculeyana.
Notas.


Roma, en medio de estos triunfos, llevaba en su seno gérmenes de anarquía. Las clases medias, cuyo libre desenvolvimiento había dado impulso a su poder, desaparecían para no dejar ya lugar en la sociedad más que a riquezas desmesuradas o a una pobreza corrompida. A medida que se había sometido a los diversos pueblos de la Italia se había aSignado, vendido o arrendado a los colonos o dejado a los antiguos habitantes, que se habían hecho aliados, la parte cultivada del suelo. En cuanto al exceso de las tierras, que constituían inmensas extensiones que roturar, bosques, pastos, se había concedido su posesión. se las había infeudado mediante cánones anuales (la décima parte de los granos, la quinta de los frutos) a los que querían cultivarlas. Los ricos, en posesión de su administración por el Senado. donde nadie era admitido que no figurase en el censo por una suma determinada, los ricos habían obtenido una parte considerable de las tierras infeudadas. No era esto todo: habíanse apropiado las heredades de sus vecinos pobres, bien fuera por compra, bien a consecnencia de violencias o procedimientos judiciales. Detentadores de vastos dominios, habían reemplazado por do quiera el cultivo por medio de los hombres libres por el de los esclavos, mucho menos oneroso porque no tenía la carga del servicio militar. De aquí había resultado que los ricos habían llegado a ser desmesuradamente ricos, y que los esclavos se habían multiplicado rápidamente en Italia, mientras que la población libre se empobrecía y aniquilaba más y más, gastada por la guerra, el impuesto y la miseria. Tiberio Graco trató de atacar el mal en su raíz, haciendo pasar una ley agraria con la que, indemnizando enteramente a los que habían hecho ejecutar trabajos, se prohibía, conforme a las leyes licinianas, a los detentadores de tierras dominiales, poseer más de 500 yugadas (jugera). El remanente debía distribuirse entre los ciudadanos pobres, con la carga de los cánones ordinarios. La ejecución de esta medida de alta política, debía dar por resultado, según su autor, reorganizar la clase media en Italia y restablecer sobre bases más seguras y más anchas los recursos del servicio militar y las rentas del Estado. Pero sabido es que esta ejecución, despues de haber suscitado mil dificultades, fue atajada por las sediciones en que perdieron la vida Tiberio y su hermano Cayo.

No pudiendo vivir honrosamente enfrente de los grandes propietarios y de la esclavitud, que se acrecentaba de continuo desmoralizado por la miseria y la licencia, el populacho (no nos atrevemos ya a decir la plebe) se puso a sueldo de los ambiciosos votando por los que le mantenían, alistándose en las banderas de los que le prometían los bienes de sus adversarios proscritos y aquellas distribuciones de tierras que produjeron el desorden en toda Italia.

Después de estas luchas sangrientas, en que dominaban alternativamente Mario y Syla, Pompeyo y César, Antonio y Octavio, Roma adquirió, en fin, la paz interior, pero a costa de su libertad. El despotismo, prometiendo pan y juegos (panem et circenses) a la plebe y reposo a los ricos, fue acogido como el único régimen posible en un estado social.


Influencia del gobierno imperial en el derecho público.

No fue súbitamente y de un solo golpe como el gobierno imperial destruyó las antiguas instituciones y se constituyó en verdadera autocracia. Respetáronse desde luego las formas republicanas. Bajo los primeros emperadores hasta Adriano, el gobierno fue una especie de monarquía republicana, en la que el emperador no era más que el primer magistrado de la República (princeps reipublicae). Aunque, en la práctica, el poder del príncipe conociese pocos límites, en teoría al menos, la soberanía pertenecía aún al pueblo romano; en tiempo de Tiberio y aun bajo Clandio, el pueblo se reunió también algunas veces por tribus para sancionar las leyes. Vamos a mencionar muchos plebiscitos muy importantes para el derecho civil que se dieron al principio del imperio. Pero hácese ya notar la propensión de los emperadores a acrecentar a costa de las asambleas populares la acción legislativa del Senado; encontramos en este período, y particularmente contando desde Tiberio, un gran número de Senado-consultas sobre diversas partes del derecho privado. Por lo demás, el Senado, en notable decadencia de su antigna ilustrución, no es, para los emperadores, más que un instrumento servil, cuya preponderancia relativa y enteramente de forma le sirve de transición para llegar, a fines de este período, a ejercer exclusivamente por sí mismos la omnipotencia legislativa.

Tenemos, en efecto, que señalar, en el período actual, una nueva fuente del derecho, cuya fecundidad se aumenta a medida que el poder imperial degenera en absolutismo. Queremos hablar de las Constituciones imperiales, con cuyo nombre se designa la orden o voluntad expresa del príncipe.

El emperador reunió en su persona las prerrogativas de todas las antiguas magistraturas (1); sin embargo, existen aún, pero en un grado necesariamente inferior, cónsules, tribunos, pretores, ediles. Estos magistrados, durante todo el reinado de Augusto, continuaron siendo nombrados en las reuniones anuales del pueblo. Era éste un homenaje más apurente que real a la soberanía popular, porque el pueblo no podía elegir sino los candidatos presentados por el emperador. Así, en tiempo de Tiberio, el derecho de hacer las elecciones trasladóse, sin oposición, de los comicios al Senado. El número de ciudadanos se había aumentado cousiderablemente desde que por la ley Julia se concedieron los derechos de ciudad a toda la población libre de Italia, y aunque Augusto, al permitir a los habitantes de los municipios enviar sus votos escritos a las elecciones de Roma, hubiera restringido este derecho a los miembros de las curias, la celebración de las asambleas electorales presentaba mas dificultad que utilidad real. Tiberio suprimió, pues, de hecho estas asambleas atribuvendo al Senado el derecho de representar el conjunto de los ciudadanos y de votar por ellos: comitia e campo ad patres transtulit dice Tácito.

A contar de esta epoca, las convocaciones del pueblo, que habían llegado a ser verdaderamente inútiles puesto que el Senado se halla en adelante en posesión de hacer las leyes y las elecciones, apenas tienen ejemplo (2), pues se considera al Senado como representando al pueblo, y pudiendo ser consultado en su lugar: Aequum visum est senatum vice populi consuli (lnstit., lib. I, tít. II, 5).

Al lado de las antiguas magistraturas se elevan, por otra parte, cargos nuevos, de creación imperial, y que adquieren prontamente una preponderancia marcada, En este número se encuentran el prefecto de la ciudad (praefectus urbis) y los prefectos del pretorio (praefecti praetorio) (3).

Uno de los resultados más notables que estos cambios políticos y estas tendencias a la centralización produjeron en la administración de justicia, fue el establecimiento de una jerarquía judicial y de un segundo grado de jurisdicción. El emperador fue, compréndase bien, el juez supremo. Centralizó en sus manos el poder judicial, como había centralizado el poder legislativo. Estas innovaciones necesitaron la creación de un consejo imperial, compuesto de altos funcionarios y de jurisconsultos (auditorium principis), encargado de examinar los asuntos de que entendía el emperador, ya por apelación, ya, en algunos casos, por evocación, y de preparar las decisiones (decreta) que se habían dado en nombre del príncipe, aproximadamente como se dan en el día las decisiones del Consejo de Estado en materia contencioso-administrativa.

Pero las consecuencias más notables del establecimiento del gobierno imperial fueron:

1° abrir una ancha vía a los progresos de la civilización en las provincias;

2° favorecer el inmenso desarrollo que recibio el derecho privado, en este período, que fue verdaderamente la edad de oro de la Jurisprudencia.

Las provincias se habían dividido, en tiempo de Augusto, entre el pueblo y el emperador. Aquéllas cuyo dominio eminente pertenecía con más especialidad al pueblo (provinciae populi) eran gobernadas, como en otro tiempo, por los cónsules y los pretores que salían de su cargo; su impuesto, pagado en el tesoro público (aerarium), se llamaba stipendium. Las demás eran propiedad del César (provinciae Caesaris); su impuesto, llamado propiamente tributum (Gayo, 2, 21) se pagaba en el tesoro particular del príncipe (fiscus); eran gobernados por legados enviados por el príncipe (legati Caesaris). Las diferencias, ligeras por otra parte, que habían podido existir entre los poderes de los gobernadores de las provincias tributarias, debieron desaparecer a medida qne se fortificó el poder central en manos de los emperadores. Dióse a todos estos gobernadores la denominación general de presidente de la provincia (praeses provinciae). Mas estables en sus funciones, inspeccionados hasta cierto punto por la autoridad imperial, su gobieroo perdió algo de esa violenta avidez, de esa ambición opresiva que caracterizaron el gobierno de Verres y otros procónsules de la República. Las provincias, la Galia especialmente, se elevaron, en los I, II y III siglos, a esa brillante prosperidad cuyos imponentes vestigios asombran a los modernos. Pero, como dice M. Guizot, a propósito precisamente de las mejoras de que fueron deudoras al gobierno imperial las provincias. los beneficios del despotismo son escasos, y en breve se nos aparecerá el imperio, en el siglo IV, en un estado general de decadencia y de aniquilamiento.

El dominio eminente, que en las provincias pertenecía, como se acaba de decir, al pueblo romano o al príncipe, hacia que, a menos que el suelo no fuese el de una ciudad que gozara por privilegio del jus italicum, el detentador no tenia en él, como el terrateniente del antiguo ager publicus en Italia, más que la simple posesión: In eo solo (dice Gayo, 2, 7) dominium populi romani est vel Caesaris; nos autem possessionem tantum et usumfructum habere videmur. El detentador de los fondos provinciales no podía, por consiguiente, disponer de ellos según las reglas del derecho civil (jure quiritium), aun cuando hubiese sido ciudadano romano, porque estas reglas no se aplicaban más que a la transmisión del dominio propiamente dicho. Pero el derecho pretorio había previsto, como ya hemos indicado anteriormente, para esta situación, estableciendo en cuanto a la posesión reglas de transmisión que hacían de ella una especie de propiedad natural, útil, colocada en las provincias bajo la protección juridica del presidente, el cual hacia allí las veces de pretor. De manera que, sobre este punto, la diferencia de las dos propiedades, romana y provincial, concluyó por hallarse más en la forma que en el fondo de las cosas. Pero una diferencia más importante y que marcó por largo tiempo la inferioridad política de las provincias, fue el impuesto territorial. In provinciis, dice Ageno Urbico, omnes etiam privati agri tributa atque vecligalia persolvunt. El impuesto territorial era la consecuencia del principio que reservaba el dominio al Estado; el vectigal era el canon o foro, en cierto modo el alquiler que los provincianos pagaban a Roma.

No se crea por esto que en cada provincia el derecho local fuese destruido por el solo hecho de la conquista; pues, por el contrario, subsistió, y el Derecho romano no regía, en general, sino a los romanos que habitaban en la provincia. Pero, bajo la Influencia de una civilización nueva mas adelantada, que generalizaba las relaciones y relajaba los lazos del régimen aristocratico, a que se hallaban sometidos antes de la conquista la mayor parte de los pueblos extranjeros, las costumbres locales desaparecían insensiblemente y el carácter nacional de las dIversas provincias se eclipsaba cada día más. La transformación fue a veces tan completa, en las Galias, por ejemplo, que los habitantes adoptaron la lengua y los usos de los romanos. ¡Cómo había de haberse conservado el antiguo derecho galo! El Derecho romano, al fin de este período, se extendió, pues, por todo el imperio. Un gran número de provincianos individualmente, distritos enteros, obtuvieron el derecho de ciudadanía romana (4), cuando en 212 Caracalla concedió el título de ciudadano a todos los habitantes del imperio (5); título, por otra parte. que no era casi más que honorífico, porque había perdido sus antiguas prerrogativas, en el orden político, por la supresión de las asambleas legislativas y electivas; en el orden civil, por la preponderancia que había tomado, en la práctica, el derecho pretorio, el jus gentium, sobre el antiguo jus civile, el derecho de las Doce Tablas.

Así, la Constitución de Caracalla pasa por haber sido sobre todo inspirada por miras fiscales; tuvo por objeto principal extender a los provincianos el impuesto de un vigésimo sobre las sucesiones y otros impuestos indirectos con que se hallaba gravada la Italia después de Augusto.

Lo cierto es que Caracalla no relevó a las provincias del impuesto territorial, cuya exención fue largo tiempo, aun para Italia, un vestigio postrero de su grandeza pasada. Sólo se cambió la condición de sus individuos, permaneciendo la misma la de las tierras. La distinción jurídica entre el suelo itálico y el suelo provincial no fue completamente quitada por Justiniano.

Las provincias adquirieron generalmente, con las costumbres y el derecho privado de los romanos, la organización municipal que regía la Italia. Al fin de este periodo, las ciudades provinciales son gobernadas en todo el Imperio como las antiguas colonias o municipios; por un Senado o cuerpo municipal, curia, ordo decurionum. Tenían, como las ciudades de Italia, magistrados, duumviri, quatuorviri, encargados de la primera instancia, y salvo la apelación al presidente, de una parte de la jurisdicción civil. Esto es incontestable respecto de las ciudades que, como Lyón, Viena y Colonia, gozaban del jus italícum. M. de Savigny piensa que era de otra suerte respecto de las demás, y que en general la administración de justicia pertenecía directamente a los lugartenientes del emperador, que la ejercían, ya por sí mismos, ya por medio de sus legados, y que recorrían la provincia con este doble objeto.


Derecho privado.

Gracias a las importantes y equitativas modificaciones que el derecho pretorio continuaba haciendo experimentar, en la práctica, a la ley de las Doce Tablas; gracias también al hábil desarrollo que los trabajos de los jurisconsultos dieron en este período a los elementos del derecho privado, no fue en manera alguna necesaria, ni tampoco fue emprendida una refundición general de la legislación. Solamente el estado de las costumbres inspiró al gobierno imperial algunas notables innovaciones sobre diversas materias del derecho privado.

Las indicaremos al pasar revista a los diversos orígenes del derecho en este período.


Leyes o plebiscitos.

No hay ya leyes propiamente dichas, pues no existen ya los comicios por centurias, al menos desde la abdicación de Syla (6). Entre los numerosos plebiscitos que se dieron hacia el fin de la República, hay pocos que se refieran al derecho privado. Deben exceptuarse, no obstante:

1° Las leyes Cornelia, atribuídas a Corn. Syla, la una relativa a los testamentos hechos por un prisionero de guerra, la otra de que se habla en las Instituciones en el título de las injurias;

2° Otra ley Cornelia, emanada de un tribuno a quien defendió Cicerón en sus discursos, de que nos quedan algunos fragmentos (Pro Corn. maj. reo); volveremos a hablar de este plebiscito con ocasión del ediclo pretorio;

3° La ley Falcidia, a la que se consagra un título especial en las Instituciones (lib. II, tit. XXII);

4° La ley Julia y Titia, que extendió a las provincias el beneficio de la ley Atilia. (V. Inst., lib. I, tít. XX).

Los plebiscitos que se dieron bajo los primeros emperadores tuvieron casi todos, al contrario, el derecho privado por objeto; vamos a indicar los más importantes.

Los últimos tiempos de la República habían ofrecido, por una parte, una disminución considerable en la población libre de la Italia; por otra parte, una espantosa corrupción de costumbres. El lujo y la depravación de las mujeres, la sumisión y la complacencia de los esclavos y de los libertinos. la facilidad de una vida licenciosa alejaban a los cIUdadanos del matrimonio, y los celibatarios ricos se veían rodeados de consideraciones y obsequios por la esperanza que se tenía de participar de sus liberalidades testamentarias. Augusto trato de remediar este mal esforzándose por fomentar el matrimonio y el nacimiento de hijos, ya concediendo privilegios a la paternidad (jus liberorum), ya imponiendo a los celibatarios (caelibes) la incapacidad de adquirir por testamento, incapacidad que se extendió, si bien en límites menos rigurosos, a los casados sin hijos (orbi), ya favoreciendo las fecundas nupcias. Tal fue el objeto de la ley Julia, de adulteriis (año 17 antes de J. C.), una de cuyas disposiciones prohibía al marido enajenar los inmuebles dotales (de fundo dotali), para que la mujer divorciada o que había quedado viuda pudiera, por medio de su dote que se le conservaba, volver a casarse nuevamente: Reipublicae interest mulieres dotes salvas habere, propter quas nubere possunt. (L. II, de jure dotium). Tal fue el objeto de las célebres leyes Julia, de maritandis ordinibus (sobre el matrimonio de las diversas órdenes de ciudadanos), y la ley Pappia Poppea (año 9 de J. C.), llamadas comunmente leyes caducariae, porque establecían causas nuevas e importantes de caducidad para las instituciones de herederos y los legados.

Durante las guerras civiles se habian multiplicado considerablemente las manumisiones. Habíase manumitido multitud de esclavos, por lo común para incorporarlos en las legiones, y otras veces por pura ostentación, para crearse un circuito de clientes o para hacerse seguir, después de la muerte, de un largo séquito funerario adornado con el gorro de la libertad. Publicáronse las leyes Aelia Sentia, Junia Norbana y Fusia Caninia para moderar estas manumisiones que, introduciendo en la ciudad una población bastarda, mezcla confusa de los restos de cien naciones subyugadas, contribuían activamente a disolver y a corromper las antiguas costumbres nacionales. Ya daremos a conocer las disposiciones de estas leyes al explicar las Instituciones de Justiniano, porque se han conservado hasta el tiempo de este emperador.

También se dieron bajo Augusto la ley Junia Velleia, que permitía instituir herederos a los hijos póstumos, lo cual no tenía lugar anteriormente, y una de las dos leyes Julia que Gayo cita como habiendo confirmado y completado la ley Aebutia, que suprimía las antiguas acciones de la ley.


Senado-Consultos.

Ya hemos dicho que consistiendo la política de los emperadores en transportar la preponderancia legislativa de las asambleas populares al Senado, para atribuírsela en seguida exclusivamente a sí mismos, los Senado-Consultos debieron llegar a ser, en este período, una fuente del derecho mucho más importante que en el período precedente. Dióseles por lo común el nomhre del cónsul que los habia propuesto (7). Por eso los libros de derecho mencionan, entre otros, un Senado-Consulto Sileniano (Silenianum), dado bajo Augusto; el Senado-Consulto Veleyano (Velleianum), dado bajo Claudio, y cuyas célebres disposiciones prohibían a las mujeres obligarse por otro; el Senado-Consulto Trebeliano (Trebellianum), bajo Nerón; el Senado-Consulto Pegasiano, bajo Vespasiano. A veces el mismo emperador era quien presentaba la proposición al Senado, o verbalmente, ad orationem principis, o por mensaje, per epistolam, y entonces daba su nombre al Senado-Consulto. Puede citarse como ejemplo el Senado-Consulto Claudiano, de que se habla en las Instituciones, lib. III, tít. XII, 1; otro Senado-Consulto Claudiano, relativo a los honorarios de los abogados (8); el Senado-Consulto Neroniano, de que haremos mención en el título de los legados. Desde el reinado de Adriano se ve introducirse una costumbre que tomó sin duda nacimiento en las frecuentes ansencias que este príncipe se hallaba obligado a hacer fuera de Roma: la de añadir a un Senado-Consulto, que se ha hecbo en virtud de la autorización del emperador, autore d. Hadriano o exautoritate d. Hadriani. Esta fórmula, que se encuentra frecuentemente en Gayo y en Ulpiano, puede servir también para indicar el estado de dependencia en que se hallaba el Senado desde entonces respecto del príncipce.


Constituciones de los emperadores.

El nombre genérico de Constitución abraza todos los actos que emanan del príncipe; pero se les divide en tres clases:

1° Las órdenes generales promulgadas oportunamente por el emperador (edicta);

2° Las decisiones dadas por él en las causas que evocaba a su tribunal, o que se le llevaban por apelación (decreto);

3° Las instrucciones o respuestas dirigidas por él, sea a sus lugartenientes en las provincias, sea a los magistrados inferiores de las ciudades, sea a los pretores o procónsules que le interrogaban sobre un punto de derecho nuevo o dudoso, sea, en fin, a particulares que le imploraban en cualquier circunstancia (rescripta, mandata, epistolae). De estas Constituciones, unas eran personales, es decir, no se aplicaban sino a los casos o a las personas para quienes se habían dado; otras eran generales, es decir, interesaban a todos los ciudadanos, bien sea porque se constituyeran en forma de reglamentos generales, bien porque, estableciendo sobre un caso particular, hicieran la aplicación de un principio que debiera servir de regla en casos semejantes.

¿En qué época y con qué derecho los emperadores principiaron a emitir Constituciones? Estas dos preguntas han dado lugar a controversias que están próximas en el día a extinguirse. La colección de Constituciones imperiales hechas por Justiniano, el Código, no contiene ninguna anterior a Adriano. Esta es la única razón que haya podido hacer pensar que el origen de las Constituciones databa del reinado de Adriano. Pero encuéntrase en las Pandectas y en las Instituciones la indicación de gran número de rescriptos o decretos que emanan de los primeros emperadores, entre otros un rescripto Importante de Augusto, que al lado del antiguo derecho sobre los testamentos, dió nacimiento a la legislación mas suave de los codicilos y de los fideicomisos, y otro rescripto del mismo emperador, que modificó el derecho de patria potestad, autorizando a los hijos de familia para conservar como propio, con el nombre de peculiou castrense, lo que habían ganado en el servicio militar. En el titulo de la substitución vulgar traen también las Instituciones una decisión de Tiberio, en una causa que interesaba a uno de sus esclavos: Idque Tiberius Caesar in persona Parthenii servi sui constituit.

Es, pues, cierto que el origen de las Constituciones asciende a la institución del gobierno imperial.

De donde se puede inducir que el derecho de dar Constituciones se derivaba de los poderes mismos que constituían la potestad imperial. Justiniano dice expresamente (Inst., lib. I, tít. II, § 6) que el derecho que tiene el emperador de dar a su voluntad fuerza obligatoria es incontestable, porque el pueblo le ha dado o comunicado todo su poder por la ley Regia. Considerando la ley Regia como una ley única dada para determinar los poderes de los emperadores, hase extrañado que ningún historiador mencionase una ley tan importante, y se ha llegado a negar su existencia. Pero en el día es opinión generalmente acreditada, que por esa ley que Justiniano llama Regia debe entenderse la que constituía al emperador en sus poderes a cada advenimiento. Es verdad, en efecto, que no se aplicaba al imperio el principio de la herencia legítima, y que el príncipe recibía el poder por una ley que le confería el imperium. Esta ley, a que debió sustituir un Senado-Consulto, cuando fue investido el Senado del derecho de hacer las elecciones en nombre del pueblo, se halla positivamente designada por Gayo como la base del poder legislativo de los emperadores: Constitutio principis est quod imperator decreto vel edicto, vel epistola constituit, nec unquam dubitatum est quin in legis vicem obtineat, cum ipse imperator per legem imperium accipiat. Como I, § 5 (9).


Edictos de los pretores.

Los pretores y los ediles en Roma, los presidentes en las provincias, continuaron durante este período publicando un edicto. Como muchos se habían permitido cambiar y modificar el edicto publicado a su entrada en sus funciones el tribuno Cornelio hizo pasar (R. 687) un plebiscito, por el que prohibió a los pretores separarse de su edicto, que debió ser perpetuo en el sentido de ser inmutable para el magistrado que lo había dado.

Las adiciones y cambios que se hicieron nuevamente al edicto por los pretores, formaron un conjunto de reglas incoherentes, cuando Ofilio, amigo de César, se ocupó en ponerlas en orden. Su obra fue de grande utilidad a sus contemporáneos; pero habiéndose acumulado nuevas adiciones y cambios, se vió que era necesario someter el edicto a una refundición general. Este trabajo fue ejecutado en el imperio de Adriano por Salvio Juliano, jurisconsulto distinguido, quien al entrar en la pretura (131 años después de J. C.) publicó un célebre edicto que conservaron sus sucesores en substancia. Este edicto, que fue objeto de un Senado-Consulto, cuya transcendencia no ha sido bien conocida, llevaba el título de edicto perpetuo, como los precedentes; pero, según la opinión vulgar, en un sentido diverso, es decir, en el sentido de haber sido inmutable, no solamente durante la pretura de Juliano, su autor, sino aun para el porvenir, puesto que mandó Adriano a los pretores que se atuvieran a este edicto sin alterarlo en nada. Pero como Adriano hubiera, de esta suerte, efectuado un gran cambio en la distribución de los poderes, el silencio de los textos sobre este punto parece autorizar para decir, con MM. Hugo y Ducaurroy, que el edicto de Juliano era perpetuo en el mismo seutido que los precedentes. Lo cierto es que este edicto llegó a ser uno de los objetos principales de los comentarios y de la enseñanza de los jurisconsultos. El mismo Juliano lo había comentado, y una de las obras más importantes de Ulpiano es un escrito que tiene por titulo: Libri LXXXIII ad edictum praetoris. Del edicto mismo sólo nos quedan algunos fragmentos sueltos, los cuales han tratado de reunir con orden, para recomponer el edicto perpetuo, sabios como Haubold y otros.


Respuestas de los prudentes.

Antes de Augusto, todos los jurisconsultos podían responder con igual título sobre el derecho, siendo igual su autoridad en el sentido de ser tan sólo la de un legista. Augusto fue el primero que dió a ciertos jurisconsultos el privilegio particular de responder en su nombre. Adriano marcó el grado de autoridad que debian tener estas respuestas, decidiendo que si los dictámenes de los jurisconsultos autorizados a responder en nombre del emperador eran unánimes, esta unanimidad tendría fuerza de ley; pero que en caso de discordia, el juez siguiera la opinión que le pareciese más justa. Después de la Constitución de Adriano, las respuestas de los prudentes pudieron contarse, en caso de unanimidad, en el número de las fuentes u orígenes del derecho escrito. De esta suerte parece haber sido consideradas por Gayo, I, 7.


Cultura de la ciencia del derecho.

Las Constituciones de que acabamos de hablar anuncian suficientemente la elevada consideración de que gozaban entonces los jurisconsultos. En efecto, el período que nos ocupa fue, para la jurisprudencia, una época de esplendor y de inmensos progresos. Dedicáronse a ella los hombres más dignos con un celo que se explica, por una parte, por la animación que las frecuentes comunicaciones con la Grecia habían dado a todas las ciencias, particularmente a las ciencias morales; y por otra parte, por la debilitación gradual de la vida pública, que hacía dirigirse las más nobles fuerzas hacia el estudio del derecho civil. Desde que se había cerrado el Forum a la elocuencia y a las pasiones políticas, la jurisprudencia había llegado a ser, en el orden civil el primer medio de ilustración, la ciencia por excelencia. Profundizada sobre todos los puntos, fundada en las bases morales de la filosofía estóica, adquirió las proporciones de la ciencia más vasta, y se elevó a una altura a que jamás llego en pueblo alguno. Por esta razón, hase acostumbrado llamar a los jurisconsultos de esta época jurisconsultos clásicos, habiéndose sacado de sus escritos, más adelante, las Pandectas, compuestas por orden de Justiniano.


De las dos escuelas Sabiniana y Proculeyana.

En todo tiempo habían existido en Roma disidencias de opiniones entre los jurisconsultos, y el vasto campo abierto a la interpretación y a la doctrina por el laconismo de la ley de las Doce Tablas y de las leyes posteriores no permitía, apenas, comprender cómo hubIera podido ser de otra suerte. Pero solamente bajo el reinado de Augusto llegaron a ser bastante sistemáticas estas disidencias para ocasionar la división de los jurisconsultos en dos sectas o escuelas diferentes. Los fundadores de las dos escuelas fueron Labeon (Antistius Labeo) y Capitou (Atejus Capito), aunque ni uno ni otro haya dado su nombre a su escuela.

Los principales discípulos de Labeon fueron Nerva, padre; Próculo (que dió su nombre a la secta de los proculeyanos); Nerva, hijo; Pegaso, Juvenio Celso, Celso, hijo, y Neracio Prisco.

Los principales sectarios de Capiton fueron Masurio Sabino (de donde vinieron los Sabinianos), Casio Longino (de donde vinieron los Casianus), Celio Sabino, Javoleno Prisco, Alburno Valense, Tuscio Fusciano y Salvio Juliano.

Entre las conjeturas que se han formado sobre el carácter de las diferencias que existían entre las dos escuelas, la más ingeniosa y más conforme a un tiempo mismo, a los datos suministrados por Pomponio, Tácito y Aulo Gelio, es ésta: Labeon, espíritu independiente y lleno de ardor, habiendo tomado a los estóicos su rigurosa dialéctica y su inflexible sagacidad para deducir de un principio encontrado hasta sus últimas consecuencias, rechazaba las opiniones recibidas, siempre que no se deducían rfgurosamente de las premisas sentadas por él; mientras que Capiton, erudito, tímido y modesto, circunscrito más estrechamente a la jurisprndencia practica y consuetudinaria, se inclinaba más á la tradición. El uno partía de la logica; el otro de la autoridad; el primero se distinguía por la originalidad y la firmeza de sus doctrinas, el segundo por la prudencia de sus decisiones.

Hase supuesto que la distinción de las dos escuelas se había eclipsado en tiempo de Adriano, y se coloca comunmente en el imperio de este príncipe el establecimiento de una nueva secta neutral entre las dos primeras, y cuyos discípulos, con el nombre de Miscelliones o de Erciscundi, habrían adoptado, ya las doctrinas sabinianas, ya las de los proculeyanos. Pero nada confirma en los libros de derecho la existencia de esta tercer secta, y no se puede ya dudar que la distinción de las dos antiguas escuelas haya sobrevivido a Adriano, puesto que Gayo, que escribía bajo el reinado de Marco Aurelio se declara, en sus Instituciones, partidario de Sabino y de Casio (nostri praeceptores), que opone frecuentemente a Labeon y Próculo (diversae scholae auctores). Lo cierto es que las disidencias de las dos escuelas no han tenido jamás un carácter tan absoluto que los discípulos afectos a la una no hayan podido adoptar, en algunas cuestiones, las doctrinas de la escuela opuesta. En muchos pasajes de las Pandectas se ve bien a Próculo desechar sobre un punto dado la opinión de Nerva, su maestro, bien a Javoleno o tal otro Sabiniano, abandonar, en ciertas circunstancias, la doctrina de su escuela y dar la preferencia a la de Próculo. Compréndese, por lo demás, que estas inclinaciones al eclecticismo debieron acrecentarse con el tiempO, y si los jurisconsultos de fines de este período refieren aún las controversias de las dos escuelas, es por lo común para anunciar a qué parte se inclinaba la opinión general, y sin declararse sectarios de la una más que de la otra.

De los treinta y seis jurisconsultos de este período, cuyos fragmentos poseemos en las Pandectas, los más ilustres son:

1° Gayo o Cayo, que escribió, como hemos dicho, en tiempo de Antonino el Piadoso y de Marco Aurelio, pero cuya vida es mucho menos conocida que sus obras;

2° Papiniano (Aemilius Papinianus), quien se ha llamado con frecuencia el príncipe de los jurisconsultos. Fue amigo y ministro de Séptimo Severo y prefecto del pretorio bajo Caracalla. Este emperador, habiendo hecho perecer a su hermano Geta, instó a Papiniano para justificar esta muerte ante el Senado, pero recibió de él esta célebre respuesta: Aliud parricidium est accusare innocentem, respuesta que salvó la muerte al gran jurisconsulto;

3° Paulo (Julius Paulus), que contemporáneo de Papiniano le sobrevivió y llegó a ser prefecto del pretorio;

4° Ulpiano (Domitius Ulpianus), que fue prefecto del pretorio bajo Alejandro Severo, y murió asesinado por las guardias pretorias, a quienes había irritado con sus reformas;

5° Modestino (Herennius Modestinus), discípulo de Ulpiano.

De los preciosos escritos de estos maestros de la ciencia nos queda, independientemente de los extractos insertos en las Pandectas y en algunas otras colecciones de que tendremos en breve ocasión de hablar:

1° Las Instituciones de Gayo, que descubrió Niebuhr en 1816 en un palimpsexto de la Biblioteca del cabildo de Verona; obra elemental qne presenta el cuadro más completo que tenemos del Derecho romano a fines del siglo II, y en que se han modelado las Instituciones de Justiniano;

2° El Liber regularum de Ulpiano, que los modernos llaman Fragmenta Ulpiani, porque no es enteramente completo;

3° Las Sententiae receptae de Paulo. Tenemos también algunos fragmentos de escritos del mismo tiempo, cuyos autores no son muy eonocidos, el uno, intitulado Veteris acti frag. de manumissionibus, nos ha sido conservado por el gramático Dositeo, y se encuentra, así como los demás anteriores, en la Ecloga juris civilis. Hase también encontrado en Verona con Gayo otro fragmento llamado Fragmentum veteris acti dejuri fisci, y que se atribuye a Paulo. En París se publicaron en 1823 otros fragmentos descubiertos por M, Maï en la Biblioteca del Vaticano con el título de Vaticana juris rom. fragmenta, y que han sido comprendidos en el Promptuarium juris civilis.


Notas

(1) Augusto, proclamado imperator, se había hecho conceder por el pueblo sucesivamente, y para siempre, el poder tribunicio y proconsular (R. 731), el poder consular (735) y la dignidad de pontífice supremo.

(2) Bajo el emperador Claudio fue cuando se dió el último plebiscito mencionado en Gayo y en Ulpiano, la ley Claudia, sobre la tutela de las mujeres.

(3) Bajo la República se había nombrado un prefecto de la ciudad, encargado de reemplazar momentáneamente a los cónsules cuando éstos se alejaban a la cabeza de los ejércitos. Augusto hizo esta magistratura permamente. El prefecto de la ciudad, cuya autoridad se aumentó con el poder imperial, concluyó por ser investido con casi toda la jurisdicción criminal en Roma y en un radio de cien millas en torno de la ciudad. Tuvo también el poder de conocer por apelación de los actos del pretor.

(4) Bajo la República, el titulo de ciudadano podia darse a un extranjero por una ley especial o por un Senado-Consulto, y a veces los generales recibían el derecho de crear ciudadanos. Bajo el imperio, el titulo que los modernos llaman la naturalización, era conferido por un decreto del emperador.

(5) Es decir, a los habitantes de origen libre, porque los libertinos no participaron de la plenitud de los derechos civiles, y sólo tuvieron la parte conferida antiguamente a los latinos, a los cuales fueron asimilados por la ley Junia Norbana (772). Asi, desde Caracalla, no hubo más latinos que los libertinos y sus hijos (Latinijuniani), como no hubo más peregrini entre los súbditos del imperio que los libertinos dediticios. (V. el tit. de los libertinos).

(6) Syla, queriendo volver violentamente la República a su antigua Constitución, y realzar el poder consular, rebajando el tribunado, restableció los comicios por centurias (Apiano, Bel. civ., I, 56), y tal vez es necesario considerar como leyes votadas en estos comicios las leyes Cornelia, que mencionamos aquí como dadas a propuesta de Syla. Sin embargo, estas leyes se ponen generalmente en el número de los plebiscitos. Como quiera que sea, es cierto que Pompeyo y los demás sucesores de Syla levantaron la potestad tribunicia y dieron a las asambleas por tribus y a los plebiscitos su preponderancia. Bajo los emperadores, no puede ser cuestión de los comicios por centurias, porque las centurias se referían a una organización del ejército que no existe. Gayo (L. § 99 y siguientes) habla de la abrogación, género de adopción que se hacía, dice, apud populum, populi auctoritate. (Véase también á UIpiano, tIt. XVIII, §2 y siguientes). Pero éste no era más que un simulacro, una de esas ocasiones en que era representado el pueblo por treinta lictores. En tiempo de Gayo y de Ulpiano no había ya comicios por centurias, ni aun comicios por tribus; aún menos comicios por curias.

(7) Un solo Senado-Consulto, el Macedoniano, parece haber tomado el nombre de un individuo por cuya ocasión se dió (Macedo).

(8) En la época a que hemos llegado, no había necesidad de ponerse en estado de clientela, es decir, de vasallaje para hacerse defender. Los abogados han reemplazado a los patronos, y cada uno se hace defender con su dinero. Las relaciones que suponía el patronato propiamente dicho no existen ya sino entre los libertinos y sus antiguos dueños.

(9) La ley o el Senado-Consulto de investidura, parece haberse llamado Lex Regia en recuerdo de la que confería el imperium á los antiguos reyes. En el siglo XIV se ha descubierto en Letrán una lámina de bronce, en la que está grabado el Senado-Consulto de investidura de Vaspasiano. (V. M. Giraud, Historia del derecho romano. p. 225).

 

PERIODO CUARTO

Primera parte

Desde Alejandro Severo hasta Justiniano

Del año 250 al año 500 después de Jesus Cristo.

 

SUMARIO

El colonado.
El enfiteusis.
Concesiones de tierras a los bárbaros.
Organización administrativa y judicial después de Diocleciano; participación del imperio.
Orígenes o fuentes del derecho en este periodo.
Los Códigos Gregoriano y Hermogeniano. El Código Teodosiano.
Escritos sobre el derecho de este periodo.
Del derecho romano en Occidente después de la conquista.
Códigos romanos formados por los reyes bárbaros.
Derecho romano en Oriente.
Notas.


Al vivo resplandor con que había brillado la jurisprudencia bajo el reinado de Alejandro Severo, sucede súbitamente, y por decirlo así, sin transformación apreciable, una profunda obscuridad. Papiniano, Paulo, Ulpiano, Modestino, parecen haberse llevado al sepulcro el secreto de esa maravillosa dialéctica que, segun expresión de Leibnitz, apenas cede a la exactitud de los geómetras.

La primer causa de esta brusca decadencia fue, sin duda alguna, la espantosa anarquia militar que, después de la muerte de Alejandro Severo, desgarró durante cincuenta años el Imperio romano; anarquía de que se aprovecharon los pueblos del Norte, los bárbaros, para inquietar a las provincias y devastar las fronteras. Los pretorios en Roma, las legiones en las provincias, levantan y deponen voluntariamente diez y siete emperadores en el curso de medio siglo. Diocleciano, y después de él Constantino, tratan de detener esa desorganización y devolver la vida a ese gran cuerpo del imperio que cae en disolución. Sus esfuerzos y su genio consiguen únicamente retardar una caída inevitable en adelante.

Y es que existen en el seno de la sociedad romana dos causas incesantes de aniquilamiento y de ruina que hemos advertido ya en Italia y que han pasado a las provincias, donde les ha dado la fiscalización un acrecentamiento incurable: queremos hablar de la concentración de la propiedad y de la extinción progresiva de las clases medias. Para satisfacer las necesidades de un lujo asiático, y para comprar la fidelidad siempre dudosa de los ejércitos, se han visto obligados los emperardores a multiplicar los impuestos. Habiendo llegado a ser excesiva la contribución territorial, ha ocasionado el abandono de las tierras menos fértiles. Y como no podía retroceder la avidéz del fisco, se ha tomado el partido de transportar a los campos fertiles el Impuesto de los campos incultos. Aumentado por este deplorable sistema el impuesto excesivo general, obliga a muchos ciudadanos a abandonar aun las tierras productivas. Esta desgraciada situación recae con todo su peso sobre los pequenos propietarios, y en efecto, los decuriones en todos los municipios son los responsables del impuesto, y los senadores, los magistrados municipales por su dignidad, los militares por su privilegio, el clero por el honor del sacerdocio, los cohórticos y la plebe por su miseria, se libran de las cargas municipales. No queda, pues, para soportar la enorme responsabilidad que afecta a las funciones curiales, más que la clase media. Así, se la ve desaparecer rápidamente, tributorum vinculis quasi praedonum manibus extrangulata, dice Salviano, De gub. Dei., lib. IV.

En vano se ofrecen las tierras desiertas a quien quiera tomarlas; las leyes que hacen entrar en la curia al menor plebeyo en cuanto posee veinticinco yugadas (jugera), hacen rehusar estos vastos dominios, cuya renta total se hubiera llevado solamente el fisco.

En vano se conceden diversos privilegios del derecho civil a los curiales para retenerlos en la curia. En vano se hacen leyes para inclinar al matrimonio a ciudadanos que se abstienen de uniones legítimas para no perpetuar su raza desgraciada; leyes prohibiendo a los padres exponer o vender a los hijos a quienes no pueden mantener; leyes prohibiendo a los decuriones expatriarse entre los bárbaros o hacerse colonos de los ricos. Estas leyes son muy débiles contra la miseria o la degradación de los sentimientos naturales que lleva consigo; la servidumbre no continúa menos en extenderse, y la despoblación llega a ser general.

A esta época y a este estado social se refieren, por una parte, dos instituciones notables en la historia jurídica, el colonado y el enfiteusis; por otra parte, un hecho que debe notar la historia política porque tuvo una influencia en el destino del imperio: aludimos a las concesiones de tierras hechas a los bárbaros que los emperadores tomaron a su servicio para aumentar sus ejércitos y defender sus fronteras.


El colonado.

Apenas conocido de los jurisconsultos clásicos, que no hablan en general más que de los hombres libres y de los esclavos, el colonado es una condición intermedia, o si se quiere, una transformación de la esclavitud imaginada para interesar al siervo en el cultivo y evitar al dueño de la tierra la vigilancia, por lo común onerosa, que imponía la explotación por medio de los esclavos propiamente dichos. El colono, esclavo por el lazo que le sujeta al suelo, a él y a su raza, tiene bajo ciertos respectos los derechos, y a veces también el título de hombre libre; tiene, en efecto, el jus connubii, y por consiguiente los derechos de familia; posee como propio lo que queda de los frutos después del pago de los cánones, y tiene la propiedad de su peculio, aunque no pueda enajenarlo sin el consentimiento de su patrono. Licet conditione videantur ingenui, servi tamen terrae ipsius cui nati sunt existimentur; así habla de los colonos una ley de Teodosio, lib. I. c. de col. Thrae. Llámase a los colonos, ya rustici, coloni, inquilini, a causa de su relación con el suelo; ya originarii, originales, porque el nacimiento los liga a la tierra; ya tributarii adscriptivi, censiti, a causa del impuesto personal que les afecta.


El enfiteusis.

Consistiendo la causa principal del abandono do las tierras en las enormes cargas que ocasionaban los arriendos ordinarios, se imaginó una especie de arriendo perpetuo, que sólo sometía al arrendador al pago de un canon convenido, sin sujetarle a la contribución impuesta por derecho común a los terratenientes que tenían el suelo en plena propiedad, o por lo menos in bonis. Tal fue el origen del enfiteusis, que en los últimos tiempos del imperio tuvo la importancia que el censual en la edad Media. El fisco y los ricos se sirvieron de él para cultivar las tIerras abandonadas.


Concesiones de tierras a los bárbaros.

Amenazados hasta en Italia los emperadores, para librarse de los barbaros, los tomaban a su sueldo, y este sueldo consistia en tierras, y a veces en provincias enteras. En el siglo III se encuentra ya multitud de barbaros esparcidos en el imperIo, con el nombre de laeti, ripuarii, auxiliares, poseedores de castillos que deben servir para defender las fronteras, las concesiones que se les hacen llevan a veces el nombre de beneficios, y tienen de particular que eximiendo del impuesto, sólo obligan al servicio militar. Hase visto en ellas la idea generadora del feudo, introduciendo los bárbaros en las provincias, estas concesiones les entregaron poco a poco la fuerza del Estado, llegando a ser tal su poder, que un día les bastó quererlo para desmembrar el imperio y apoderarse de la soberanía. Así puede decirse con M. de Laboulaye, que dejando aparte la gran invasión de Atila, que decidió la ruína del Occidente, la conquista se hizo en cierto modo en el interior. Auxiliares tales como los godos y los herulos, soldados fronterizos, tales como eran sin duda los ripuarios, establecidos todos hacía largo tiempo en el suelo romano, y en posesión de la fuerza militar, se repartían el imperio espirante. Y esto explica cómo no se modificó sensiblemente la condición de los habitantes; si los grandes propietarios fueron despojados de parte de sus inmensos dominios, las demás clases permanecieron indiferentes, habiendo tan sólo cambiado de dueños; y en el punto de avidez a que había llegado la administración romana, los godos, como señores, valían más que los romanos.


Organización administrativa y judicial después de Diocleciano, partición del imperio.

Diocleciano, para dar alguna energía al gobierno imperial y para facilitar la defensa de todas las provincias, se asoció a Maximiano. Esta institución de dos Augustos no tenía por objeto crear dos imperios, sino solamente dos departamentos del mismo imperio. Sin embargo, más adelante condujo a la división real del territorio romano en dos gobiernos, división que subsistio hasta 476, época en la cual el imperio de occidente, conmovido y desmembrado por los pueblos de la Germanía cesó de existir por deposición de Rómulo Augústulo la cual se verificó por Odoacro, jefe de los hérulos, al servicio del emperador. La antigua dominación romana, que se extendía en otro tiempo por todo el mundo conocido, se limitó desde esta época sólo al imperio de Oriente, que se sostuvo lánguidamente hasta la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453.

Con la mira también de fortalecer el poder central emprendió Diocleciano, y terminó Constantino la reorganización administrativa de las provincias. Dividióse el Imperio en cuatro grandes prefecturas, doss para Oriente y dos para Occidente. Cada prefectura se subdividió en muchas diócesis, y cada una de éstas en cierto número de provincias. La Galia comprendía diez y siete provincias.

Cada prefectura estaba bajo la autoridad de un prefecto del pretorio; cada diócesis era gobernada por un vice-prefecto (vicarius), y cada provincia por un presidente o gobernador (rector, praeses).

Una institución de esta época, que merece ser notada, es la de los defensores de las ciudades. Solamente bajo Valentiniano (en 305) se generalizaron y transformaron en un cargo perpetuo las funciones de defensor de la ciudad. Elegido, no solamente por la curia, sino por todo el pueblo, el defensor civitatis, loci, plebis, se hallaba especialmente encargado de defender la ciudad contra la opresión del gobierno imperial. Tenía además, por lo menos en las ciudades que, no gozando del jus italicum, no eran regidas por magistrados particulares (duumviri, quatuorviri), una jurisdicción civil restringida en su origen a 30 solidi, y elevada a 300 por Justiniano. Apelábase de sus sentencias al presidente. Podía nombrar los tutores y registrar ciertos actos de jurisdicción voluntaria que las Constituciones imperiales sometieron a esta formalidad, como las donaciones y los testamentos. En materia criminal, juzgaba ciertas causas que llamaríamos de policía correccional.

Una innovación no menos notable se verificó en el procedimiento civil. Las antiguas teorías en esta materia se apoyaban, como hemos visto (22 y 51), en la división del proceso entre el magistrado qui jus dicebat, y el juez o jurado qui judicabat. El magistrado no juzgaba por sí mismo, sino que expedía una fórmula (actio, judicium) que determinaba la cuestión que había que resolver por el jurado. Esto era lo que se llamaba ordo juditiorum privatorum. Bajo los emperadores, se había exceptuado de esta marcha ordinaria alguna clase de negocios, los cuales podían ser resueltos por sólo el magistrado (extra ordinem) sin la intervención del judex; tales eran los pleitos en materia de fideicomisos. Diocleciano cambió la excepción en regla general, ordenando a los presidentes de las provincias que juzgaran ellos mismos todos los litigios; solamente les permitió remitir los negocios de poca importancia, si eran demasiado numerosos, a los jueces pedáneos (pedanei judices), que eran magistrados propiamente dichos, aunque de un orden inferior, y que no deben confundirse, como se ha hecho algunas veces, con los antiguos jurados (judices, arbitri).

Puede extrañarse que dos solos pretores en Roma y un presidente en cada provincia hayan bastado para la expedición de todos los procesos, cuando no eran auxiliados por la cooperación del judex. La excepción introducida por Diocleciano en los casos de que fueran demasiado numerosos los asuntos, no resuelve la dificultad, porque sólo es una excepción, y supone que por lo común el presidente podía pasar sin jueces delegados.

La solución del problema, dice Savigny, se halla en haberse creado cerca de cada magistrado un consejo de asesores (officium assessorum) que preparaba la decisión de los negocios. Ya hemos visto que cuando se concentró toda la administración en manos de los emperadores, estuvieron obligados a instituir un consejo para el despacho de los procesos que se les deferían por apelación, y para resolver las dificultades que se les sometían por los gobernadores. La institución pasó de la Corte a las provincias; tratóse desde entonces de los negocios en el officium del gobernador, como en nuestros tribunales de justicia; pero con la diferencia de que allí decidía sólo el presidente. El nombramiento de un judex llegó a ser con esto inútil, y debió desaparecer su uso, no concordando con el nuevo estado de cosas.

Conviene observar, por otra parte, que la jurisdicción, aunque restringida, y en primera instancia de los magistrados mUnicipales o de los defensores de las ciudades, aliviaba sin duda alguna del peso judicial a los presidentes de las provincias.

Finalmente, debe añadirse que partiendo de Constantino principalmente, los obispos tomaron una parte importante en la administración de justicia. No solamente tenían jurisdicción en todos los negocios concernientes al culto y las iglesias, sino que, sancionando un uso practicado por los primeros cristianos, que elegían a sus obispos por jueces naturales de sus diferencias, Constantino permitió a las partes declinar, de común acuerdo, la autoridad de los jueces ordinarios, y de llevar a la audientia episcopalis toda especie de procesos en materia civil.


Orígenes o fuentes del derecho en este período.

Los orígenes del derecho son muy reducidos en este período. No se habían visto plebiscitos desde el primer siglo del imperio; el Senado no existía más que de nombre; los pretores, desde Adriano, no habían hecho más que reproducir el edicto de Salvio Juliano; la institución de los jurisconsultos encargados oficialmente de responder sobre el derecho, cayó en desuso en tiempo de los sucesores de Alejandro Severo; las respuestas de los prudentes fueron reemplazadas por los rescriptos imperiales; el dominio de la legislación y de la jurisprudencia se halla enteramente invadido por los emperadores. Los cambios que el derecho romano experimentó, durante este período, provinieron, pues, de una fuente única, las Constituciones imperiales. Hasta Constantino, las Constituciones de los emperadores no eran, en su mayor parte, más que rescriptos o decretos; pero en su reinado se multiplicaron los edictos e introdujeron multitud de innovaciones. La razón es fácil de comprender. Los progresos del cristianismo por una parte, y por otra la influencia que ejercían la civilización grIega y los hábitos orientales, desde que se trasladó la sede del imperio de Roma a Constantinopla, produjeron en las costumbres graves modificaciones a que debió plegarse el derecho civil.

He aquí cuáles eran, en resumen, las fuentes del derecho al principio del siglo V; en cuanto a la teoría, los antiguos decretos del pueblo (leyes o plebiscitos), los Senado-Consultos, los edictos de los magistrados romanos, las constituciones de los emperadores y las costumbres no escritas. Las Doce Tablas continuaron siendo la base del derecho; todo venía a referirse a ellas como complemento o modificación. Pero la dificultad de beber directamente en estas fuentes se acrecentó con el tiempo, y sobre todo con la degradación general de la civilización y la decadencia de las ciencias; de suerte que, en la práctica, los escritos de los jurisconsultos clásicos y las Constituciones imperiales eran las únicas fuentes de que se hizo uso. También fue necesario modificar estas mismas fuentes.


Constituciones sobre la autoridad de los jurisconsultos.

Muchas eran las causas que se oponían, en efecto, a que los jueces hicieran un uso prudente de los escritos de los jurisconsultos de la edad clásica. Desde luego estos jurisconsultos eran muy numerosos, y era difícil, a causa de la escasez de los manuscritos, poseerlos todos o la mayor parte. Pero, además, era tal la ignorancia de los tiempos, que era imposible a la mayor parte de los jueces pesar las razones sobre las cuales apoyaban los jurisconsultos sus soluciones. La abnegación de todo examen personal y razonado llegó a ser más y más general y se convirtió en una verdadera manía de citas. Y como los antiguos jurisconsultos se hallaban en divergencia sobre multitud de cuestiones, sucedió que la jurisprudencia, establecida por jueces y legistas ignorantes, fue un caos de incertidumbre y una fuente de arbitrariedad.

Para remediar este estado de cosas, señaló Constantino, por medio de Constituciones, dos de las cuales han sido recientemente descubiertas por M. Clossius, en la biblioteca ambrosiana de Milán, los escritos de los antiguos jurisconsultos que debian constituir autoridad en juicio, y aquéllos a los que no debía concederse influencia alguna. De esta suerte rehusó el crédito a las notas de Ulpiano y de Paulo sobre Papiniano, mientras aseguró una grande autoridad a las demás obras de los mismos autores, especialmente a las sententiae receptae de Paulo.

Cerca de un siglo después, los mismos males reclamaron el mismo remedio y dieron lugar a la célebre Constitución conocida con el nombre de ley de las citas. Esta Constitución, que se publicó en 416 (1) en el imperio de Occidente, y se extendió más adelante al imperio de Oriente con su inserción en el Código Teodosiano, sancionaba en masa los escritos de Papiniano, de Paulo, de Gayo, de Ulpiano y de Modestino, a excepción de las notas de Paulo y de Ulpiano sobre Papiniano, ya prohibidas por Constantino; daba también fuerza de ley a las decisiones de los jurisconsultos más antiguos, sobre los que habían escrito comentarios los cinco precedentes. Después, constituyendo a estos grandes jurisconsultos en una especie de tribunal, ordenaba que en las cuestiones que hubieran tratado preponderase la pluralidad de votos; que si había discordia, preponderase la opinión de Papiniano, y que en el caso de que Papiniano no hubiera emitido su opinión, el juez dirimiera la discordia según sus luces y su conciencia. En el caso de que se negara el texto de los antiguos autores invocados, se debería comprobar por medio de su cotejo con los mejores manuscritos. Nada pinta mejor el estado de decadencia en que se hallaba entonces la ciencia del derecho que este papel pasivo impuesto al juez, dispensado de profundizar las cuestiones controvertidas, y obligado a contar maquinalmente los votos de los autores privilegiados.


Los códigos Gregoriano y Hermogeniano. El código Teodosiano.

Las Constituciones imperiales presentaban en la práctica casi tantas dificultades como los escritos de los jurisconsultos. Dadas aisladamente sus relaciones entre si en epocas diversas, era muy dificil, a causa de su gran numero, conocerlas y poseerlas todas. La necesidad de ponerlas en orden y de hacer de ellas una especie de codificación, llegó a ser una en extremo urgente. Habíanse ya compuesto colecciones parciales: una entre otras por Papirio Justo, que habia reunido las Constituciones de los divi fratres, Antonino y Vero; a mediados del siglo IV se hicieron dos colecciones más extensas, la una por Gregorio, que fue prefecto del pretorio bajo Constantino; la otra por Hermógenes, único jurisconsulto de esta época que con Aurelio, Arc. Charisio y Jul. Aquila, ha merecido ser citado algunas veces en las Pandectas. El código Gregoriano comprendía las Constituciones de los emperadores desde Adriano hasta Constantino; el código Hermogeniano no era casi más que el suplemento del primero, y contenía las Constituciones de Diocleciano y de Maximiano. Por lo demás, no nos han llegado más que fragmentos de estas dos compilaciones, que sus autores parecen haber publicado sin carácter alguno legislativo.

El código Teodosiano fue un trabajo mucho más importante que los dos precedentes. Compuesto por una comisión de ocho jurisconsultos, entre los cuales se nota a Antioco, antiguo prefecto del pretorio, este código se publicó en el imperio de Oriente por Teodosio II en 438, quien lo envió a su yerno Valentiniano III, que se apresuró a promulgarlo en Occidente. Comprende las constituciones de los emperadores cristianos desde Constantino hasta el mismo Teodosio II, es decir, los actos legislativos de diez y siete emperadores, bajo el reinado de los cuales se verificó la transición de la civilización romana a la civilización cristiana. En él se encuentran clasificadas las Constituciones por orden de materias en diez y seis libros, subdivididos en número desigual de títulos. Todavía no poseemos este código sino incompleto. Las investigaciones y los trabajos de restauración de Juan de Tillet (1528), de Cujacio (i566), de Jacobo Godefroy, célebre por el sabio comentario que ha agregado a los textos restituidos; de Ritter, que al dar una nueva edición de la obra de Godefroy la ha aumentado con correcciones y adiciones (1736 a 1745), habían llegado a darnos íntegramente los diez últimos libros. Los seis primeros ofrecían grandes lagunas, que han sido llenadas en parte con los descubrimientos hechos en mucho tiempo por M. Clossius en la biblioteca ambrosiana de Milán, y por el abate Peyron en la biblioteca de Turin. Estos descubrimientos, publicados aisladamente en 1824 han sido reimpresos colectivamente en 1825, en Bonn, por M. Pugge; en Leipzig, por M. Wench, y son un complemento indispensable de la grande obra de Godefroy y de Ritter.

Las Constituciones que Teodosio el Joven y Valentiniano III dieron despues de la publicación del Código Teodosiano, así como las de sus sucesores, se llamaron Novellae, Novae constitutiones. Háselas comprendido en las ediciones de este código con el título de Novellae const. imper. Justiniano anteriorum, Theodosii, Valentiniani, Marciani, etc.

Las tres colecciones que acabamos de indicar se han reunido y publicado por Haenel, con el título de Códices Gregorianus, Hermogenianus, Theodosianus, 1842-44, 2 vols. en 4°


Escritos sobre el derecho de este periodo.

Ya hemos indicado el estado de decadencia y de esterilidad a que llegó la jurisprudencia en este período. No hay ya en los jurisconsultos ni independencia ni originalidad. Sus trabajos se limitan, en general, a compilaciones y a compendios, de los cuales hemos citado los más importantes. Además poseemos tres escritos que ascienden a esta época, pero cuyos autores son desconocidos. Estas obras son:

1° Notitiae dignitatum Orientis et Occidentis, especie de almanaque imperial que contiene un catálogo precioso de las diversas dignidades y funciones del imperio a principios del siglo V, publicada por primera vez por Alciato en 1526; esta obra se encuentra, con un extenso comentario de Panzirolo, en el Thesaurum ant. rom. de Graevio. Forma el objeto de una publicación reciente por M. Baecking, Bonna, 1839-53, 3 vols. en 8°

2° Mosaicorum et romanorum legum collatio. Es una compilación y concordancias de fragmentos de los libros del Derecho romano y de la Sagrada Escritura, con el objeto de demostrar que el Derecho romano emana del Derecho mosáico. Su obra tiene de interesante que contiene extractos de Constituciones imperiales y de escritos de jurisconsultos clásicos, cuyos originales se han perdido. Su conservación se debe a P. Pitou, que la publicó en 1572, conforme con un manuscrito encontrado en Lyón. M. Blume ha publicado en 1835 en Bonn otra edición más completa, según dos manuscritos recientemente descubiertos.

3° Consultatio veteris juriscunsulti, colección de consultas qne ha llegado a ser preciosa por las citas que contiene, y que están literalmente extractadas de las obras de antiguos jurisconsultos acreditados y de Constituciones imperiales. La Consultatio se publicó por primera vez por Cujacio en 1577.


Del Derecho romano en Occidente después de la conquista.

Cuando los godos, los borgoñones, los francos, los lombardos y otras tribus germánicas se establecieron en el territorio fraccionado del antiguo imperio de Occidente y fundaron en él nuevos Estados, no tuvieron por sistema ni exterminar las poblaciones vencidas ni incorporárselas, imponiéndoles sus propias leyes y destruyendo completamente la antigua organización romana.

La propiedad territorial fue repartida entre los vencedores y los vencidos. Esta partición, cuyas condiciones no fueron por doquiera las mismas (2), fue con el mando general él principal beneficio de la conquista. Pero confundidas en el nuevo territorio las dos naciones, conservaron leyes y costumbres distintas que engendraron lo que se llama el derecho personal o la ley personal, en oposición al derecho territorial. En el mismo país, en la mlsma ciudad, el lombardo vivió bajo la ley lombarda, el romano baJo la ley romana. No hubo, en un principio, en cada uno de los Estados germánicos fundados en el suelo romano más que dos leyes personales, enfrente una de otra; pero cuando uno de estos Estados extendió su dominación en un país ya conquistado, se le dejó a este el derecho de la tribu que se había establecido en él primitivamente, como lo había sido el de los romanos. Así, cuando los francos sometieron a los visigodos, los borgoñones, los alemanes, los sajones, el derecho de estas diversas tribus fue reconocido en el imperio franco de que formaban parte, como había sido reconocido el derecho de los romanos, es decir, a título de ley personal. Esto explica el pasaje siguiente de una carta de Agobardo a Luis el Piadoso:

Vese conversar con frecuencia, juntas, a cinco personas, ninguna de las cuales obedece a las mismas leyes. Bouquet, tít. V, 356.

No fue solamente el Derecho romano el conservado de esta suerte después de la conquista, a título de derecho personal, sino una parte notable de la organización administrativa y judicial. Las antiguas magistraturas provinciales fueron sin duda destruidas; los lugartenientes imperiales fueron reemplazados por los condes germanos, cuyo poder civil y militar se extendía a la vez sobre los germanos y los romanos; las campiñas fueron divididas en cantones, teniendo sus asambleas, donde se discutían los asuntos de interés general y también los negocios de interés privado, y subdividiéndose ellas también en centenas, en decenas y en moradas particulares, con sus reglas de independencia y de mutualidad. Pero en las ciudades cuya mansión era, por otra parte, muy poco del gusto de los germanos, se mantuvo la antigua organización municipal, las curias, los duumviros o defensores y su jurisdicción fueron respetados; éste es un punto de historia que los trabajos de M. de Savigny han puesto en el día fuera de duda. Tal vez la jurisdicción de apelación paso del lugarteniente Imperial al conde; quizá también en muchos Estados esta institución, extraña a las costumbres de la antigua Germanía, cesó de existir aun para los romanos.

Este sistema de derechos personales y nacionales hizo sentir en breve la necesidad de coleccionar en un cuerpo abreviado de derecho para los germanos las leyes germanas (leges barbarorum), y una lex romana, como se decía entonces, para los romanos que habitaban los nuevos Estados romano-germánicos. No tenemos que ocuparnos aquí de las colecciones de leyes germánicas, pero debemos decir algunas palabras de las que tuvieron por objeto el Derecho romano.


Códigos romanos formados por los reyes bárbaros.

En el momento de la caída del imperio de Occidente, en 476, los orígenes del Derecho romano eran:

1° Los escritos de los jurisconsultos según las reglas establecidas por la Ley de citas, publicada bajo el nombre de Valentiniano III;

2° Los rescriptos que componían los Códigos Gregoriano y Hermogeniano;

3° El Código Teodosiano;

4° Las nevelas particulares, continuación y complemento de este Código.

Pues bien, las fuentes, aun reducidas de esta suerte, eran aún demasiado sabias para aquel tiempo. Además, las exigencias del orgullo germánico y la nueva posición de los romanos vencidos, debían necesariamente ocasionar nuevas modificaciones, ya que no en el derecho civil, al menos en el derecho público y penal. La necesidad de una refundición y de un trabajo de simplificación fue tan generalmente conocida, que en el espacio de menos de medio siglo se vió tres ensayos de codificación, intentados por los reyes bárbaros sobre el Derecho romano, independientcmente de las importantes compilaciones que Justiniano hizo redactar en la misma época en Oriente, y que penetraron en breve en Italia y en las Galias, como vamos a explicar. Estos tres ensayos fueron:

1° El Edicto de Teodorico, rey de los ostrogodos, publicado en Roma en 500. Esta colección ofrece de particular que, aunque tomada casi exclusivamente del Derecho romano, y en especial del Código Teodosiano, de las novelas post-teodosianas y de las Sentencias de Paulo, fue, a diferencia de los Códigos de los demás Estados germánicos, destinada a regir a los godos lo mismo que a los romanos. Esto fue una excepción del sistema general de las leyes personales, excepción única que se refería sin duda a las numerosas y antiguas relaciones que los ostrogodos y su jefe habían tenido con los emperadores romanos y que les permitieron familiarizarse con las ideas y la civilización romanas. El edicto de Teodosio, que por otra parte ofrece poco interés, porque han sido desfigurados los textos del Derecho romano que contiene, solo tuvo una existencia efímera. Habiendo acabado Narsés de reconquistar la Italia hacia el año 550. Justiniano hizo el Código y las Pandectas obligatorias en Italia como en el resto del imperio, lo cual abrogó de hecho la obra incompleta del rey bárbaro;

2° La Ley romana de los visigodos, llamada vulgarmente Breviarium Alaricianum. Este compendio fue redactado por orden de Alarico II, rey de los visigodos, por una comisión de jurisconsultos bajo la dirección de Goyarico, conde del Palacio, y publicada en Aire, en Gascuña, el año 506. Su publicación se efectuó enviando a todos los condes un eJemplar revestido con la firma de Aniano, canciller de Alarico, a quien, por un error reconocido en el día, han tomado algunos autores por el autor mismo de la compilación siendo así que sólo era el copista canciller. Cada ejemplar iba acompañado de una carta de remisión (commonitorium) que traza la historia de la composición de la colección y nos enseña que fue sometida a la aprobación de un conseJo de obispos y de nobles. El Breviarium contiene fragmentos, ya de Constituciones Imperiales, ya de escritos de diversos jurisconsultos, con una paráfrasis (Interpretatio) escrita en latín. A esta colección debemos la conservación de las Sentencias de Paulo y de los cinco primeros libros del Código Teodosiano. Antes del descubrimiento de Gayo en Verona presentaba, con relación a este autor, un interés que ha disminuído en el día.

3° La Ley romana de los borgoñones, vulgarmente llamada Papiniani responsa. Este Código fue promulgado el año 517 al 534, poco tiempo despues de la ley de Gondebaud, conteniendo el derecho nacional de los borgoñones. Las fuentes donde se ha tomado parecen ser, no solamente el Breviarium Alaricianum, sino también las fuentes puras del antiguo derecho, puesto que se encuentran en esta colección algunos textos preciosos de que no tenemos rastro alguno. El nombre de Papiniani responsa proviene de un error de Cujacio, primer editor de la ley Borgoñona. En el manuscrito que poseía Cujacio, el Código en cuestión era precedido inmediatamente de un fragmento de Papiniano. Pero por una contracción común a los copistas, en vez de Papiniani, el manuscrito decía Papiniani responsa; y como, por otra parte, era imposible atribuir un libro tan singular a Papiniano, creyó Cujacio que esta colección era obra de algún jurisconsulto de la Edad Media llamado Papiniano. Por lo demás, nuestro gran jurisconsulto reconoció él mismo su error y lo rectificó en la segunda edición.


Derecho romano en Oriente.

El imperio de Oriente, único que existía entonces y que conservaba el nombre de Imperio romano, aunque desde largo tiempo debiera llevar el de Imperio griego, se hallaba en esta época en una necesidad análoga a la que había experimentado el Occidente; quiero decir, la necesidad de hacer más fácil el estudio y la aplicación del derecho romano. El emperador Justiniano trato de satisfacer esta necesidad. En su reinado aparecieron esos nuevos libros de Derecho que han conservado hasta nosotros tan grande autoridad, y que valieron a este príncipe una gloria mas honrosa aun que los laureles que recogieron para él sus generales Belisario y Narsés en las llanuras del Africa Y de Italia.


Notas

(1) La ley de la cita, se atribuye ordinariamente a Yalentiniano III, bajo cuyO nombre ha sido, en efecto, publicada. Pero como en 416 Valentiniano sólo tenía 8 años, se la debe considerar como siendo la obra verdadera de Teodosio II, entonces tutor de Valentiniano y emperador de Occidente.

(2) He aquí cuáles fueron las condiciones de esta repartición en las Galias. En los paises conquistados por los borgoñones, es decir, en las provincias del Este, los romanos se vieron obligados a abandonar a los borgoñones la mitad de los corrales y jardines, las dos terceras partes de las tierras labradas y la tercera parte de los esclavos. Los bosques permanecieron siendo comunes. Parece, según una crónica conservada por Bouquet (tit. 11, § 13), que los borgoñones no tomaron los bienes de los nobles galos, es decir, de los grandes propietarios. Parece también que el número de posesiones romanas de cierta extensión excedía el número de borgoñones libres, de suerte que se tuvieron tierras disponibles para los borgoñones que se presentaron después de la primera repartición.- En las provincias conquistadas por los visigodos, es decir, en las provincias meridionales, debieron ceder también los romanos las dos terceras partes de la propiedad territorial.- En cuanto a los francos, que ocupaban la parte occidental, y que no eran, como los borgoñones y los godos, pueblos que iban dirigidos por un rey, sino algunas bandas germanas unidas por la conquista bajo un nombre de guerra, parecen haber respetado la propiedad de los antiguos habitantes y haber conservado el sistema de impuestos establecido por los romanos. No hay duda que había en las Galias más tierras incultas y dominiales que las que se necesitaban para satisfacer a todos; al menos esto es lo que puede juzgarse por esos dominios inmensos atribuídos a los reyes francos como tierras del fisco. Las tierras se repartieron por suerte entre los bárbaros; de aqui estos nombres: Sortes, Burgundiorum, Gothorum; de aquí también el nombre germánico de allod (alodio), cuya raíz loos, lot, designa lo que da la suerte.

 

PERIODO CUARTO

Segunda parte

Desde Alejandro Severo hasta Justiniano

Colecciones de derecho justiniano.

 

SUMARIO

Primer Código.
De las Pandectas y de las Cincuenta decisiones.
De las Instituciones.
Del nuevo Código.
De las Novelas.
Notas.


Primer Código.

Justiniano no se propuso desde luego sino componer un nuevo código que llevara su nombre. En su consecuencia, mandó elegir, entre las numerosas Constituciones que contenían los Códigos Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano, así como en las Constituciones promulgadas después de Teodosio II hasta él, las que se hallaban aún en vigor, y que se reunieran en un cuerpo de ley, después de haberlas expurgado de las disposiciones caídas en desuso, y de haber hecho las correcciones y enmiendas convenientes. Con este objeto nombró, con poderes mny extensos, una comisión compuesta de diez jurisconsultos, entre los cuales se nota el célebre Triboniano. Esta comisión terminó en catorce meses la obra de que se le había encargado: semejante rapidez en la ejecución, prueba exacta del celo de los comisionados, no lo es de la perfección de su trabajo. Este primer Código, publicado en el mes de Abril de 519, y llamado en el día Código antiguo, no ha llegado hasta nosotros.


De las Pandectas y de las Cincuenta decisiones.

Justiniano se apercibió en breve de la insuficiencia de este primer Código, y siguiendo el proyecto que había concebido antes de él Teodosio II, emprendió una reforma general del derecho. Para conseguir este objeto, creyó que era necesario comenzar por restaurar la jurisprudencia, y, apoderándose de los monumentos de la buena edad de la ciencia, autorizó a Triboniano, a quien puso a la cabeza de diez y seis colaboradores, no solamente para extractar de los escritos de los antiguos prudentes los pasajes que creyera convenientes, sino también para cambiar o modificar en estos extractos las expresiones originales, y aun el texto de las antiguas leyes citadas por los jurisconsultos, queriendo que se reuniera todo en una compilación metódica. Debía evitarse toda repetición, y especialmente las contradicciones. Este trabajo no carecia de dificultad, porque aunque Triboniano no fue encargado de compulsar indistintamente todos los autores que habían escrito sobre el derecho antiguo, sino tan sólo los de los jurisconsultos a quienes había concedido el príncipe la autorización de responder en su nombre, los escritos de estos jurisconsultos eran tan voluminosos, y después del establecimiento de las sectas Sabiniana y Proculeyana había en ellos tal divergencia de opiniones, que los compiladores debieron encontrarse embarazados en su obra. Para facilitar su trabajo, Justiniano fijó muchos puntos de derecho controvertidos por Constituciones particulares, conocidas con el nombre de Cincuenta decisiones, y promulgadas en 530 bajo el consulado de Lampadio y Orestes; estas decisiones se han comprendido, en su mayor parte al menos, en el nuevo Código.

Justiniano había dado diez años para terminar esta vasta empresa; tres bastaron a la comisión; así es que la colección principiada en el mes de diciembre de 530, fue promulgada en el mismo mes de 533, con el doble título de Digesta o Pandectae (1). Esta precipitación perjudicó al desempeño de la obra, de suerte que el mismo Justiniano confiesa que existen repeticiones; y aunque asegura que no debe hallarse en ella contradicción alguna, es lo cierto que la diferencia de tiempo y de sistemas en que se habían escrito las obras de que se han hecho extractos, ha dejado en la compilación numerosas huellas. Puede también criticarse a las Pandectas la falta de método en la distribución de materias. (Y. M. Berriat, Historia del Derecho romano, pág. 268).

Esta obra se halla dividida en cincuenta libros, y en siete partes que corresponden a las del edicto. Cada libro contiene muchos títulos que comprenden extractos, a veces compuestos de un principium y de muchos párrafos. Estos extractos, a la cabeza de los cuales se halla inscrito el nombre y la obra del jurisconsulto de donde se han sacado, se llaman leyes por Justiniano y por el mayor número de los comentadores, que los designan con la letra L; otros los llaman fragmentos, y en vez de la L escriben Fr. El Digesto se halla designado a veces con una D, y otras veces con dos ff, signo cuyo origen ha dado ocasión a discusiones tan prolongadas como inútiles.

He aquí las diversas maneras de citar las leyes o fragmentos. Para indicar la ley 5, 6 del título de jure dotium, que es el tít. III del lib. XXIII, se escribe en el día: L. 5, 6, ff de jur. dot.; o bien: Fr. 5, 6, D. de jur. dot. (23. 3); o también: Fr. 5, § 6, D. 23, 3; o finalmente: D. 23, 3, Fr. 5, 6. Antiguamente se escribía así: L. profectitia, si pater, D. de jure dotium, o bien: L. profectitia 5, si pater, 6, D. (o ff) de jure dotium.

Justiniano publicó dos Constituciones, la una en latín y la otra en griego, para confirmar las Pandectas y prohibir hacer comentarios, determinando su enseñanza por una Constitución particular.


De las Instituciones.

Trabajando en las Pandectas se conoció la necesidad de un libro elemental, cuyo estudio preparase al de esta grande obra y del Código. Tal fue el objeto de las Instituciones que contienen los primeros principios de la ciencia del derecho. Compuestas por Triboniano y por los profesores Doroteo y Teófilo, se publicaron el 12 de noviembre de 533, antes que las Pandectas; pero no tuvieron fuerza de ley sino al mismo tiempo que éstas, en el mes de diciembre del mismo año. Sus redactores se valieron especialmente de las Instituciones de Gayo, que acomodaron a la nueva legislación. Insertaron, en compendio, muchas Constituciones de Justiniano e ilustraciones históricas, en las cuales no siempre han dado prueba de discernimiento y de exactitud.

Las Instituciones se dividen en cuatro libros cada uno de los cuales contiene muchos títulos, compuestos ordinariamente de un principio (pr.) y de muchos parrafos. Cítaseles por los títulos y los números de los párrafos, como: 4, I. de tutelis; o solamente por los numeros: § 1, I. 1, 43.


Del nuevo Código.

Justiniano encargó a Triboniano y a otros cuatro jurisconsultos que pusieran el Código en armonía con las Pandectas y las InstItuciones, y que las completaran con las Cincuenta decisiones y con muchas Constituciones dadas durante la confección del Digesto. Este trabajo produjo un nuevo Código, y si se quiere, una nueva edición del Código (Codex repetitae praelectionis), que el emperador publico en el mes de noviembre de 534.

El Código contiene doce libros, divididos en títulos y colocados casi en el mismo orden que el Digesto. A la cabeza de cada pasaje se hallan los nombres del príncipe que hizo la Constitución y de la persona a quien iba dirigida; al fin se pone la fecha. Cuando Justiniano habla del Código en las Instituciones, se refiere necesariamente a la primera edición, puesto que la segunda es posterior a las Instituciones; así es que muchas Constituciones citadas en esta última obra, como debiendo hallarse en el Código, no se encuentran en él actualmente, porque han sido suprimidas en la segunda edición, única que poseemos (2).


De las Novelas.

Después de la confección de estas diferentes obras, Justiniano, que reinó aún cerca de treinta años, continuó publicando decretos particulares, por los que alteraba a veces lo que había establecido.

Estas nuevas Constituciones, llamadas Novelas, se escribieron parte en latin, parte en griego, en un estilo obscuro y ampuloso. Juliano, profesor de Constantinopla, hizo (570) un extracto en latín de las ciento veinticinco Novelas, conocido con el nombre de Epítome o libelo Novellarum. Poco después de la muerte de Justiniano, se hizo por desconocidos una traducción completa de las Novelas que parece haber recibido la sanción pública. Llamóse authentica por los glosadores, que en el siglo XII la pusieron en nueve partes, llamadas colaciones, compuestas cada una de muchos títulos o novelas. Esta versión se llamó después antigua o vulgata, por oposición a las traducciones que se hicieron en el siglo XVI de nuevos manuscritos, y a las cuales se prefirió en la práctica; es la que comprende el Corpus juris civitis. Los glosadores no comprendieron más que noventa y siete novelas en sus nueve colaciones; mas habiéndose encontrado en el siglo XVI muchas de las que habían omitido, y que llamaban extravagantes, fueron incorporadas en ella, de suerte que el Corpus contiene en el día ciento sesenta y ocho novelas, de las cuales ciento sesenta son de Justiniano. Las novelas 140 y 144 son de Justino II; las novelas 161, 163, 164 son de Tiberio II, y las novelas 166, 167, 168 son edictos del prefecto del pretorio (3).

Cada parte de la colección de Justiniano fue, hasta el siglo XVI, transcrita o impresa por separado. Es verdad que su conjunto llevaba antiguamente el título de Corpus juris civilis; pero esto era para distinguirlo del Corpus juris canonici. Hasta 1604 no dió D. Godefroy el título, de Coprpus juris civilis a la segunda edición de su Corpus juris civilis anotado.

Si se considera las diferentes partes del Corpus jUris bajo el concepto de la autoridad legislativa que se le atribuyó por Justiniano, conforme a la regla posteriora prioribus derogant, las Novelas son superiores al Código y éste a las Instituciones y a las Pandectas (4); pero se seguirá el orden inverso si, como debemos hacer hoy, sólo se las considera bajo el aspecto puramente científico, En las Pandectas es, en efecto, es decir, en los fragmentos tomados, aunque a veces con mutilaciones, a los grandes jurisconsultos de los primeros siglos, donde volvemos a encontrar esa habilidad de análisis y esas admirables deducciones lógicas que hicieron de la jurisprudencia romana el cuerpo de doctrinas más completo y más sabio. No debe perderse de vista, no obstante, que si las innovaciones de los emperadores cristianos han destruido la armonía y alterado la unidad de esta jurisprudencia, es en beneficio de la humanidad v para hacer penetrar en la legislación los principios de dulzura y de equidad general que excluían de ella las antiguas instituciones jurídicas. Este asunto se ha tratado de un modo notable por M. Troplong en la disertación que lleva por titulo: De la influencia del cristianismo en el Derecho romano.


Notas

(1) Digesta viene de digerere, poner en orden; Pandectae de (vocablos griegos que nos es imposible reproducir), lo contengo todo.

(2) Este Código se cita, poniendo primero el número de la ley, y alguna vez el párrafo; después la letra C, signo del Código, y finalmente la rúbrica del título; v. g., L. 42, § 9, C. de Epise. et cleric. Respecto de los libros 11 y 12, debe advertirse que, al citar sus leyes, suele añadirse el número del título; v. g., L. 1, C. de fundis et saltibus res dominicae, L. 11, tít. 66. Más exacto es citar las disposiciones del Código escribiendo: Const. (Constitución) en vez de L. (ley); v. g., Const. 22, C. IV, 35, o designando el título y su número, como Const. 22, c. mandati vel contra (IV, 35).

(3) Dióse el nombre de Novelas a estas Constituciones porque, promulgadas después de los Códigos, formaban el derecho novísimo. Las novelas se citan hoy poniendo el número de ellas y después el capítulo. También se llaman auténticas a los sumarios puestos en el Código por los glosadores, en que se manifiesta lo reformado por las novelas, y no tienen más fuerza que las leyes de que están sacados, si concuerdan con ellas.

(4) Respecto de las Instituciones y el Digesto, como recibieron fuerza de ley al mismo tiempo, hay que observar estas dos reglas: 1° el Digesto deroga a las Instituciones en todo lo que éstas copiaron de aquél, pues siempre merece más fe el original que el extracto; y 2° las Instituciones derogan al Digesto siempre que aparezca que aquéllas hacen alguna innovación.

 

PERIODO CUARTO

Tercera parte

Desde Alejandro Severo hasta Justiniano

Destino del derecho romano después de Justiniano.

 

SUMARIO

En Occidente.
Renovación del derecho romano en el siglo XII.
Renacimiento del derecho romano en el siglo XVI.
Notas.


Aunque los libros del derecho de Justiniano se compusieron en Oriente y principalmente, al menos, para el Oriente, el porvenir les reservaba la más notable acogida en la Europa occidental.

En Oriente, en efecto, como sólo se usaba de la lengua griega, no se tardó en traducir los textos latinos del Digesto y del Código, y estas versiones contribuyeron mucho a hacer olvidar los originales. A este primer inconveniente vinieron a agregarse otros. Los sucesores de Justiniano publicaron gran número de novelas para modificar una legislación aún muy remota de los hábitos de sus, pueblos, y los jurisconsultos de Constantinopla y de Berito, no teniendo en cuenta la prohibición hecha por Justiniano de comentar estas colecciones, escribieron en griego multitud de paráfrasis y de comentarios (1), a los cuales se hizo rererencia en la práctica, con preferencia a los textos abandonados. Este estado de cosas necesitó una revisión general del cuerpo del derecho, y su publicación auténtica en la lengua usual. Este trabajo, emprendido por orden de Basilio Macedonio (2) y acabado en tiempo de su hijo León el Filósofo, se publicó hacia el año 890, con el título de Basilicas), e hizo caer en desuso las colecciones de Justiniano. Cerca de cincuenta años después de la promulgación de este código griego, el emperador Constantino Porphirogéneto hizo publicar una nueva edición, revisada y aumentada: Basilicae repetitae praelectionis. Esta segunda edición es la única que ha llegado hasta nosotros, y aun de un modo incompleto (3). Las Basílicas, modificadas por numerosas órdenes dadas por los sucesores de Basilio, de León y de Constantino, permanecieron como la base del derecho común en Occidente hasta la toma de Constantinopla (1435). En esta época dejaron los turcos a los griegos el uso de su antigua legislación, como habian hecho antiguamente los germanos con los romanos de Occidente. Pero auuque se hayan considerado siempre las Basílicas por los griegos modernos como la fuente teórica de su jurisprudencia, un compendio del derecho, compuesto por Harmenópulo, jurisconsulto, que murió en Constantinopla en 1382, con el título de Promptuarium juris, obtuvo desde luego entre ellos tal autoridad, que todas las cuestiones del derecho civil en la Grecia otomana se han decidido hasta nuestros días según las doctrinas de este manual. (V. Themis, tit. 1, 201).


En Occidente.

Las colecciones de Justiniano fueron introducidas y declaradas obligatorias en Italia, cuando las tropas de este emperador expulsaron de ella a los ostrogodos. Y aunque esta victoria haya sido de corta duración, como no se destruyó el Derecho romano en este país, ni por los lombardos, ni más adelante por los francos que se apoderaron de él, la obra jurídica de Justiniano no debía perder enteramente en él su autoridad. Más aún: es cierto que libros de Justiniano se propagaron en las Galias. M. de Savigny, y antes de él Caseneuve, han reunido sobre todo estos testimonios lrrecusables; pero en medio de la especie de retroceso que imprimió la conquista al antiguo mundo, en el seno de las tinieblas que cubren los primeros siglos de la Edad Media, el Derecho romano debió revivir, como todas las artes y todas las ciencias, con una vida obscura que sólo ha dejado débiles e inciertas señales. Los libros de derecho de Justiniano, aunque conocidos en Italia y en Francia, el código Teodosiano y los demas monumentos de la antigua legislación romana, apenas se hallaban al alcance de los entendimientos incultos que, fuera de los claustros, se hallaban en estado de entender las letras latinas, y se comprende que se haya preferido a ellos por largo tiempo en la práctica compendios como el Breviarium y fórmulas como las que nos ha conservado Marculfo. Pero sería un error imperdonable en el estado actual de la ciencia histórica creer que el Derecho romano (y por él entendemos no solamente el derecho de Teodosio, sino también el de Justiniano), se haya jamas abandonado completamente. Numerosos documentos atestiguan lo contrario, entre otros, dos compendios del derecho de Justiniano, de que debemos decir aqui algunas palabras.

El primero, conocido con el nombre de Petri exceptiones legum Romanarum, fue compuesto en el territorio de Valencia (en el Delfinado) a mediados del siglo XI. Es una exposición metódica del derecho, para la cual el autor, de quien sólo se conoce el nombre (Petrus), se ha valido de las Instituciones, de las Pandectas, del Código y de las Novelas. M. de Savigny ha dado una nueva edición de esta obra a continuación de su Historia del Derecho romano en la Edad Media.

El segundo, que, en us manuscrito de la biblioteca de Viena, lleva el título de Summa novellarum constitutionum Justiniani imperatoris, pero que es conocido generalmente con el título de Brachy-logus, ha sido compuesto, según toda verosimilitud, en Lombardía, a principios del siglo XII.


Renovación del Derecho romano en el siglo XII.- Los glosadores.

Las obras que acabamos de mencionar y algunas otras, especialmente las Quaestiones ad monita, que se remontan al año 1000, eran los preludios de la renovación que se manifestó con brillo en la ciencia del Derecho romano a principios del siglo XII. Seis siglos habían transcurrido, durante los cuales se había operado la fusión de las dos razas germánica y romana y ese laborioso alumbramiento de las nuevas sociedades. La obra de la civilización moderna comenzaba. Las ciudades de la Europa meridional, y especialmente de la Lombardia, habían llegado a un alto grado de riqueza, de población y de poderío. La vida nueva que animaba su comercio y sus negocios exigían un derecho civil más desarrollado que el que bastaba a las relaciones comprimidas de los primeros tiempos de la Edad Media. Este desarrollo no podía evidentemente pedirse a las legislaciones de las antiguas tribus germanicas; pero existía en los libros del Derecho romano, en las Pandectas particularmente, cuyo origen se refería a la buena edad de la jurisprudencia romana. Solo era preciso buscarlo en este derecho, y el estudio de estas fuentes fecundas ofrecía con qué satisfacer plenamente todas las necesidades jurídicas de la época. Así se comprendió, y esto explica como se dirigió hacia el Derecho romano la mas grande actividad científica del siglo XII. A principios de este siglo fundó Irnerio en Bolonia una escuela célebre, de donde irradió en breve sobre toda la Europa la ciencia rejuvenecida del Derecho romano. La fama de este jurisconsulto atrajo más allá de los Alpes multitud de jóvenes que llevaron a su patria las doctrinas desarrolladas de la jurisprudencia clásica, y las difundieron, bien por medio de escritos, bien por la enseñanza en escuelas formadas a imitación de la de Bolonia, bien haciéndolas pasar a la práctica como jueces o abogados. Los principales discípulos de Irnerio fueron Búlgaro, Martino, Jacobo y Ugo, sus sucesores inmediatos, y después Burgundio; Vacario, que fundó una escuela en Inglaterra; Placentino, que profesó el Derecho romano en Montpellier a fines del siglo XII; Azon y, finalmente, Acursio (Accursius), que cerró a mediados del siglo XII la serie de estos primeros y laboriosos intérpretes del Derecho Romano, que se han llamado glosadores, porque acostumbraban a redactar en notas o glosas interlineales o marginales sus trabajos sobre los textos del Digesto, de las Instituciones o del Código (4), Acursio debe su gran celebridad a la compilación conocida con el nombre de Glosa ordinaria o Glosa magna, en la cual coleccionó las glosas de sus predecesores esparcidas en gran número de manuscritos, añadiendo a ella sus propias observaciones. Este trabajo tuvo un grande éxito y adquirió tal autoridad, que en los tribunales se invocó por largo tiempo la glosa con preferencia a los mismos textos. Habiase llegado entonces a una de esas épocas de decadencia en que una compilación cómoda es preferida a las obras del genio. En efecto, desde mediados del siglo XIII había perdido el estudio del Derecho romano su carácter de originalidad y de fuerza (5). A la investigación activa de las fuentes, a la exégesis viva y penetrante de los primeros glosadores, había sucedido una ciega deferencia por las autoridades. En el siglo XIV, Bartolo (Bartholus, de saxo ferrato) dió alguna vida a la jurisprudencia romana. Escribió tratados que han ejercido influencia por largo tiempo; pero que la falta de ciencia crítica, las sutilezas del método filosófico-escolástico, el abuso de las divisiones y subdivisiones, ha debido desacreditar más adelante.


Renacimiento del Derecho romano en el siglo XVI.

En el siglo XVI, participando la ciencia del Derecho romano del movimiento intelectual de esta gran época, vivificada por la historia y la filología, brilla con un esplendor inaudito. Ya no es en Italia, como en el siglo XII: es en Francia donde se halla colocado el centro de esa actividad regeneradora. En 1529 pasa Alciato los Alpes para fundar en Bourges una escuela que han ilustrado Cujacio y Doneau, esas grandes lumbreras jurídicas del siglo XVI. Cujacio, a quien sus sabios contemporáneos han llamado el Gran Cujacio, y que han merecido este título por la admirable inteligencia con que, gracias a los auxilios que le suministraron la histona y las letras grigas y romanas, penetró en el fondo de las obscupdades del Digesto y del Código, y resucitó las dotrinas de Papiano y de los demas jurisconsultos de la época clásica; Doneau, inferior a Cujacio bajo el respecto de los conocimientos históricos y filológicos, pero que es superior a él por la filosofía y la lógica. Alrededor de estos gigantes de la ciencia honran multitud de eruditos el siglo XVI y nuestro país, por el ardor de sus investigaciones y los resultados prácticos de sus trabajos. Nos contentaremos con citar, entre los precursores de Cujacio, a G. Budeo, Ant. Mureto, Ferreti, Amb. Bouchard, Duareno, Dutillet, editor de muchos textos contemporáneos; Juan de Coras, Baron, Bauduin, Hottman, el Caton (Charondas), Du Ferrier (Ferrerius); entre sus discípulos, Pedro y Francisco Pithou, Ranchin, Dufaur de Saint-Jory (Faber Sanjorianus), y un poco más tarde, Pacio (legum conciliatarum centuriae, 1596); Dionisio Godofredo, que ha dado a la ciencia la colección que ha llegado a ser clásica del Corpus juris; su hijo Jacobo, Juan de Lacosta (Janus a Costa).

Algunos países vecinos a Francia participaron, aunque en menor grado, de este gran movimiento hacia el estudio del Derecho romano. La Italia puede citar a Pablo Manucio (Antiquitates Romanae, 1557), Sigonio, célebre sobre todo por su historia De antiguo jure populi romani; Torelli, Scipion, profesor en Altorf; el presidente Fabre (Codex fabrianUs), honor de la Saboya.

España y Portugal pueden ofrecer también a Antonio Agustin (De nominibus proprii, 1579), Suárez de Retes, Caldera, Altamirano y Velázquez, etc.

En los siglos XVII y XVIII el movimiento se disminuye y se detiene en Francia. El centro de la actividad jurídica se ha dirigido a Bélgica. La patria de Cujacio, que en el siglo XVII contaba aún algunos continuadores de las obras del gran comentador. Fabrot Merille, Hauteserre, Domat, no puede ya citar en el siglo siguiente más que a Pothler (6). La Bélgica, que había ya producido desde fines del siglo XVII a Pablo Merula (Van Verle), Gifanio (Van-Giffen), Vinio, el concienzudo comentador de las Instituciones; Grocio, el creador del derecho de gentes; Wissembach, Ruberto Voët, cuyos comentarios sobre las Pandectas han sido de un uso diario ante los tribunales; Gerardo Noot, etc., la Bélgica es, en el siglo XVIII, el país más fértil en jurisconsultos; testigos Gronovio. Schulting, Bynkershoek, Brenchmann, Vieling, Otton de Reiz, Meermann los dos Cannegieter, Voorda, etc., etc.

La Alemania, que estaba destinada a recoger en el siglo XIV las grandes tradiciones de la escuela de Cujacio y de Coneau, comienza en el siglo XVIII a seguir el movimiento de la Bélgica; en este último siglo cuenta con un gran número de nombres célebres: Henrique Coceyo, Tamasio, Scubart, los dos Bohemeros, Reinoldo, Everardo, Otton, Heinecio, Hoffman, Gebauer, Brunquell, Conradi, Mascow, Ritter, Ernesti, J. Aug. Bach, Spangenberg, J. Ch. Kock. etc.

En el siglo XIX es en Alemania donde brilla ese foco de estudios activos que por una singularidad histórica hemos visto diseminarse de siglo en siglo. Sabido es el celo y la fortuna con que nuestros vecinos de más allá del Rhin han explotado y explotan los tesoros que el descubrimiento reciente de muchos textos, ignorados hasta nuestros días, ha puesto a disposición de la ciencia. La República de Cicerón, los Fragmenta vaticana, el tratado de Lydo sobre los magistrados, los fragmentos de Symaco, de Dionisio Halicarnaso, del Código Teodosiano, sobre todo las Instituciones de Gayo, todos estos restos preciosos de la antigüedad, vueltos a encontrar en antiguas escrituras, exhumados por manos hábiles, examinados, estudiados profundamente, comparados con las riquezas recientemente adquiridas, han permitido a Niebuhr, a Savigny, a Hugo, a Haubold, a Schrader, a Zimmern, a Walter, a Schilling, etc., a toda esa falange de infatigables o inteligentes trabajadores, poner en relieve hechos o instituciones desconocidas o mal apreciadas, rectificar muchos errores acreditados por la tradición, renovar, en una palabra, la ciencia del Derecho romano.

En Francia se ha asociado lentamente a este movimiento de resurrección del Derecho romano. Pero una vez dirigida la actividad de los entendimientos sobre este punto, no ha tardado en ocupar en él, como en otras materias, uno de los primeros lugares. Los trabajos de MM. Blondeau, Jourdan, Ducaurroy, han abierto una via a la que ha impulsado el gusto de los estudios históricos a gran número de inteligencias. Este impulso se ha dado por la Themis, colección periódica que ha prestado un gran servicio a la ciencia conduciendo a los entendimientos al estudio de los textos. A esta colección, que ha dejado de publicarse en 1830, han sucedido, modificando, no obstante, sus tendencias algo exclusivas, la Revista de legislación, fundada en 1834 por MM. Wolowski, Tropplong, Giraud, etc., y continuada con el mismo título de Revista crítica de legislación por MM. Marcadé, Pont, etc.; La revista francesa y extranjera de legislación, publicada por MM. Félix, Valette, Laferriere, etc., y poco después la Revista histórica de derecho francés y extranjero, que tiene por directores a MM. Ginouilhac, Laboulaye, Dareste. etc. Al mismo tiempo que estas colecciones científicas, cierto número de publicaciones, teniendo unas por objeto vulgarizar entre nosotros la ciencia alemana, como la traducción del Tratado de las acciones, de Zuimern, por M. Etienne; la traducción de la Historia del procedimiento civil de los romanos, de Walter, por M. Laboulaye, y otras más originales, como la Introducción histórica, de M. Giraud; la Historia del derecho de propiedad territorial, de M, Laboulaye; el Ensayo sobre las leyes criminales de los romanos, por el mismo autor; el ensayo sobre la Historia del derecho privado de los romanos por M. Guerard; la disertación de M. Machelard sobre el derecho de acrecer, su estudio sobre las leyes Julia y Papia, su tratado de las obligaciones naturales en Derecho romano; un gran número de monografías publicadas por jóvenes doctores, como la de M. Cateau sobre la Collatio, la de M. Lair sobre la compensación, la de M. Tambour sobre las vías de ejecución sobre los vicios; los bosquejos históricos con que M. Tropplong ha realzado sus escritos sobre el derecho francés; nuevos comentarios de las Instituciones de Justiniano, impregnados de un espíritu de crítica y de una ínteligencia histórica que contrasta con la sequedad de los antiguos compendios, y finalmente, otras publicaciones de carácter menos jurídico, como la Historia de las clases nobles, de M. Granier de Cassagnac, todo ese conjunto de trabajos atestigua que el Derecho romano, comprendido de hoy en más como una necesidad por los historiadores, por los jurisconsultos y por los publicistas, ha tomado en Francia un nuevo aspecto, excitando un vivo interés (7).

 

Notas

(1) Teófilo, uno de los redactores de las Instituciones, abrió en Constantinopla un curso para enseñar, en lengua griega, los principios de este libro elemental. Sabido es que compuso en la misma lengua una paráfrasis que ofrece un interés tanto más precioso, cuanto que el autor pudo compulsar los libros originales que sirvieron para redactar las compilaciones justinianeas, ventaja de que han estado privados casi todos los que han escrito después de él.

(2) Esperando la confeccion de las Basilicas que debían comprender el conjunto de toda la legislación, según las colecciones traducidas de Justiniano y según los comentarios que de ellas se habían hecho, publicó Basilio una especie de manual de derecho, compuesto de cuarenta libros, veintiocho de los cuales se han impreso en el Jus graeco romanum de Loewenklan.

(3) La obra se divide en seis partes y en sesenta libros: bajo el concepto del orden general y del método, es superior a las compilaciones justinianeas. Poseemos de ella treinta y seis libros enteros; siete se hallan incompletos, y de los otros diez y siete sólo tenemos algunos fragmentos. La conservación de lo que resta de las Basílicas lo debemos a Fabrot, que publicó en 1647 una bella edición con una traducción latina. En 1833, M. Heimbach ha hecho parecer en Leipzig una nueva edición griega y latina que llenó algunas de las lagunas que había dejado Fabrot. El cotejo de las Basilicas con las compilaciones de Justiniano puede ofrecer recursos importantes, y ha permitido a Cujacio y a Leconte explicar o rectificar filológicamente muchos pasajes del Código y de las Pandectas.

(4) Ya hemos visto cuál fué el trabajo de los glosadores sobre las novelas. Añadamos que indicaron las innovaciones introducidas por las novelas por medio de sumarios puestos en el Código a continuación de las Constituciones abrogadas o modificadas. A la cabeza de estos extractos, que en las ediciones modernas se hallan impresos en letras itálicas, se cita la colación o la novela de donde se han sacado, y respecto de las cuales se hace referencia a la vulgata o versión auténtica. De aquí viene que se llamen estos extractos o sumarios las auténticas del Código.

(5) De los glosadores proviene la impropia división del Digesto en vetus, infortiatum et novum, comprendiendo el vetus los 24 primeros libros; el infortiatum los 14 siguientes hasta el 38 inclusive, y el novum los 11 restantes.

(6) Las Pandectas de Pothier, en las que este juicioso autor ha distribuido metódicamente los textos de las compilaciones justinianeas y establecido entre ellas correlaciones lógicas, manifestadas con frecuencia por una palabra o una simple analogia, son la obra más propia para popularizar el Derecho romano.

(7) Acerca del destino del Derecho romano en España, y de su estudio y progresos, creemos oportuno anotar que durante la dominación romana en la Península se observó su legislación, habiéndose formado del Código Teodosiano y de las demás partes del Derecho romano, el Breviario de Aniano en 506. En el Fuero Juzgo, compuesto en el siglo VII, se prohibió bajo ciertas penas el uso y alegación de las leyes romanas (C1. 8 y 9, tít. I, lib. II); igual prohibición se repitió en el Fuero Real publicado en 1285. En el código titulado Siete partidas se adoptaron, en gran parte, las disposiciones del derecho romano, y se incluyeron como leyes españolas muchas de las romanas; mas este código ocupa el último lugar en el orden de autoridad respecto de las demás, según la ley 1a. del tít. XXVIII del ordenamiento de Alcalá, publicado en 1348, juntamente con las Partidas. Esta ley del Ordenamiento fue ampliada por la 1a. de las de Toro, dadas en 1505, y la de Toro inscrita en la Novísima Recopilación, publicada en 1805. En el auto acordado de 4 de diciembre de 1713, se previene que las leyes civiles (o romanas) no son en España leyes, ni deben llamarse así, sino sentencias de sabios que sólo pueden seguirse en defecto de ley, y en cuanto se ayuden por el derecho natural y confirmen el real que propiamente es el derecho común, y no el de los romanos, cuyas leyes, ni las demás extrañas, no deben ser usadas ni guardadas, según dice expresamente la ley 8, tít. X, lib. II del Fuero Juzgo. Sin embargo, en algunas legislaciones forales, como la de Cataluña, suple el Derecho romano los claros que en ellas se notan. De todos modos, si bien el cuerpo del Derecho romano ha dejado de ser obligatorio en España; si bien las Instituciones, el Digesto, el Código y las Novelas son leyes muertas, como el Código Teodosiano y la ley de las Doce Tablas; si bien no se busca en aquellas compilaciones legales la voluntad legislativa de su autor, continúa buscándose, sin embargo, la sabiduría de cada disposición, pues la razón escrita, o hablando propiamente, la verdad de los principios, su pureza y su enlace, tienen en el arte de lo justo y de lo injusto una pureza de derecho y de doctrina que sobrevive a la ley.

Respecto del cultivo del Derecho romano en nuestra patria, o de los estudios hechos en esta ciencia desde el siglo XVII, en qUe no menciona M. de Lagrange a ninguno de nuestros jurisconsultos romanistas, debemos designar en dicho siglo XVII al jurisconsulto Pérez, que enseñó el derecho en Lovaina en 1672, a Fernández de Retes (1678), a Ramos del Manzano (1683), entre otros; en el siglo XVIII, al célebre Mayans (1781), a D. José Finostres (1777), a Rives (1777) y Danvila (1779); en el siglo XIX, al célebre D. Juan Sala, que escribió unas Instituciones de Derecho Romano-hispano, compendio de su Vinio castigado, y el Digesto romano-hispano, ambas obras en latin, traducida la segunda por el Dr. López Clarós; al Sr. Marti Eixalá, y finalmente al Sr. Gómez de Laserna, que ha escrito el Curso histórico exegéico del Derecho romano comparado con el español, obra que desde su publicación sirve de texto en las Universidades.

Extraido de la Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRERÍA PAIDÓS

central del libro psicológico

REGALE

LIBROS DIGITALES

GRATIS

música
DVD
libros
revistas

EL KIOSKO DE ROBERTEXTO

compra y descarga tus libros desde aquí

VOLVER

SUBIR