NUEVAS LECCIONES INTRODUCTORIAS AL PSICOANÁLISIS

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Sigmund Freud

1932 [1933]

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INTRODUCCIÓN

LAS conferencias agrupadas bajo el título de Lecciones introductorias al psicoanálisis fueron desarrolladas por mí durante los cursos de 1915 a 1916 y 1916 a 1917 en un aula de la Clínica Psiquiátrica de Viena, y ante un auditorio compuesto por individuos de todas las facultades. Las que forman la primera serie, improvisadas todas, las senté por escrito poco después de pronunciadas. Las de la segunda las redacté durante las vacaciones estivales intermedias, que pasé en Salzburgo, y las pronuncié luego al pie de la letra, pues por entonces poseía aún el don de una memoria fonográfica.

En cambio, esta nueva serie de conferencias no ha sido nunca pronunciada. En el intervalo, mi edad me ha relevado de la obligación de patentizar mi pertenencia -aunque sólo periférica- a la Universidad por medio de cursos de conferencias, y una operación quirúrgica que me ha inutilizado para la oratoria. Así, pues, si en la serie de trabajos que siguen me traspongo de nuevo a las aulas y ante un auditorio, ello es tan sólo una ficción imaginativa; ficción que en todo caso me ayudará a no olvidarme de facilitar la comprensión del lector al profundizar en los temas propuestos.

Estas nuevas conferencias no pretenden en modo alguno sustituir a las anteriores. No son, en general, nada independiente que pueda contar con un círculo privativo de lectores; son continuaciones y complementos, que atendiendo a su relación con las precedentes pueden dividirse en tres grupos. Al primer grupo pertenecen las revisiones de aquellos temas que tratamos ya hace quince años, pero que a consecuencia de la profundización de nuestros conocimientos y. la mudanza de nuestras concepciones demandan hoy una distinta exposición. Trátase, pues, de revisiones críticas. Los otros dos grupos comprenden las ampliaciones propiamente dichas, por cuanto tratan de cosas que o no existían aún en el psicoanálisis al tiempo de Ias primeras conferencias o solamente apuntaban por entonces, sin que su estado, naciente e impreciso, justificara dedicarles capítulo aparte. No es posible evitar ni hay por qué lamentarlo, que algunas de las nuevas conferencias reúnan en sí caracteres de los tres grupos.

La dependencia de estas nuevas conferencias de las que constituyeron las Lecciones introductorias al psicoanálisis aparece expresada también en su numeración, que continúa la de aquéllas. Así, la que inicia el presente apartado Ileva el número XXIX. Lo mismo que las primeras, no ofrecen al analista especializado grandes novedades y se dirigen a aquella legión de personas cultas, a las que nos atrevemos a atribuir un interés benévolo, aunque refrenado por la singularidad y las conquistas de nuestra joven ciencia. También en este caso me ha guiado el propósito de no sacrificar nada para dar a mi trabajo la apariencia de algo sencillo, completo y acabado: no ocultar los problemas ni negar las inseguridades. En ningún otro sector de la labor científica sería lícito ufanarse de tales propósitos de sobriedad y rigor, pues en todos es cosa natural, y no otra espera el público. Ningún lector de un trabajo de Astronomía se sentirá defraudado y superior a la ciencia si se le muestran los límites en los que nuestro conocimiento del Universo se desvanece en lo nebuloso. Sólo en Psicología sucede algo distinto; en este sector se manifiesta plenamente la incapacidad constitucional del hombre para la investigación científica. Parece como si de la Psicología no se esperaran progresos del saber, sino otras satisfacciones cualesquiera; de todo problema no resuelto y de toda inseguridad confesada se le hace reproche.

Pero el que ama la ciencia de la vida psíquica tendrá que aceptar también tales imperfecciones.

FREUD.

 

Lección XXIX

REVISIÓN DE LA TEORÍA DE LOS SUEÑOS

Señoras y señores:

SI después de una pausa de más de quince años os he convocado de nuevo para tratar con vosotros de las novedades y acaso también de los adelantos que el intervalo ha aportado al psicoanálisis, es justo y natural desde más de un punto de vista, que dediquemos en primer lugar nuestra atención al estado de la teoría de los sueños. Esta teoría ocupa en la historia del psicoanálisis un lugar especial, designando en ella un viraje; con ella ha cumplido el análisis el paso desde un procedimiento terapéutico a una psicología abisal. La teoría de los sueños es también, desde entonces, lo más característico y singular de nuestra joven ciencia; algo impar en el acervo general de nuestro saber; un dominio nuevo conquistado a las creencias populares y a la mística. La singularidad de las afirmaciones que hubo de sentar le ha confiado el papel de un schiboleth, cuyo empleo decide quién puede llegar a ser un adepto del psicoanálisis y a quién ha de permanecer por siempre inaprehensible. Para mí mismo fue un seguro asidero en aquellos tiempos difíciles en que los hechos ignotos de las neurosis solían confundir mi juicio, inexperimentado aún. Siempre que comenzaba a dudar de la exactitud de mis vacilantes conocimientos, cada vez que lograba referir un sueño, absurdo y embrollado en el sujeto, se renovaba mi confianza de hallarme en buen camino.

Entraña, pues, para nosotros especial interés perseguir precisamente en el caso de los sueños qué transformaciones ha experimentado el psicoanálisis en este intervalo, y además qué progreso ha realizado durante él en la comprensión y la estimación de los demás. Os diré, desde luego, que en ambos sentidos quedaréis defraudados.

Hojead conmigo la colección de la Revista Internacional de Psicoanálisis Médica (Internationale Zeitschrift für ärztliche Psychoanalyse), en la cual constan, desde 1913, los principales trabajos sobre nuestra ciencia. En el primer tomo hallaréis una sección permanente dedicada a La interpretación de los sueños, con numerosas aportaciones a los distintos problemas de la teoría de los sueños. Pero conforme vayáis avanzando en vuestra rebusca veréis que tales aportaciones se hacen cada vez menos frecuentes, hasta la desaparición total de la sección correspondiente. Los analistas se conducen como si nada tuvieran ya que decir sobre los sueños, como si la teoría de los mismos fuera ya cosa acabada. Pero si me preguntáis qué es lo que de la teoría de los sueños han aceptado las gentes ajenas a nuestro círculo, los muchos psiquiatras y psicoterapeutas que arriman su sardina a nuestras ascuas -sin mostrarse ciertamente muy agradecidos a nuestra hospitalidad-, las gentes llamadas intelectuales que acostumbran apropiarse los resultados más impresionantes de la ciencia, los literatos y el gran público; si preguntáis, repito, qué es lo que de la teoría de los sueños han asimilado todas estas gentes, la respuesta es muy poco satisfactoria». Algunas fórmulas han Ilegado a ser generalmente conocidas, y entre ellas, algunas que jamás han sido nuestras, tales como la tesis de que todos los sueños son de naturaleza sexual; pero precisamente cosas tan importantes como la distinción fundamental entre el contenido manifiesto del sueño y las ideas latentes del mismo, el descubrimiento de que los sueños de angustia no contradicen la función cumplidora de deseos del sueño, la imposibilidad de interpretar el sueño sin ayuda de las asociaciones correspondientes al sujeto y, sobre todo, el descubrimiento de que lo más esencial del sueño es el proceso de la elaboración onírica; todo esto parece ser aún tan lejano como hace treinta años a la consciencia general. Puedo afirmarlo así porque en el intervalo he recibido multitud de cartas de personas que me relatan en ellas sus sueños, pidiéndome su interpretación, o me demandan explicaciones sobre la naturaleza de los sueños afirmando haber leído mi Interpretación de los sueños, cuando cada una de las frases de sus cartas delata su incomprensión de nuestra teoría onírica. Ello no ha de impedirnos, sin embargo, recapitular nuevamente lo que de los sueños sabemos. Recordaréis, seguramente, que en nuestra anterior exposición de la materia dedicamos toda una serie de conferencias a mostrar cómo se había llegado a la comprensión de tal fenómeno psíquico, hasta entonces inexplicable.

Así, pues, cuando alguien, por ejemplo, un paciente sometido a la terapia analítica, nos relata uno de sus sueños hacemos cuenta de que con ello nos ha hecho una de las comunicaciones a las que hubo de obligarse al ponerse en tratamiento. Aunque, desde luego, una comunicación con medios impropios, pues el sueño no es en sí una expresión social ni un medio de comunicación. Así, no comprendemos lo que el sujeto quiere decirnos y, por su parte, tampoco él lo sabe a punto fijo. Se nos plantea entonces un dilema que hemos de resolver rápidamente: O bien el sueño es, como nos lo aseguran los médicos no analistas, un signo de que el sujeto ha dormido mal, de que no todas las partes de su cerebro se han aquietado por igual y de que ciertos lugares del mismo, bajo el influjo de estímulos desconocidos, han querido seguir trabajando y sólo de un modo muy imperfecto lo han podido, y entonces haremos bien en no ocuparnos más del producto, carente de todo valor psíquico, de la perturbación nocturna, ya que su investigación nada útil para nuestros propósitos puede suministrarnos. O bien... Pero advertimos que de antemano nos hemos pronunciado en otro sentido. Hemos supuesto, en efecto -desde luego arbitrariamente, lo confesamos-, que también un tal sueño incomprensible tenía que ser un acto psíquico plenamente válido, significativo y valioso, susceptible de ser utilizado en el análisis como otra comunicación cualquiera del paciente. Si tenemos o no razón, sólo el resultado de nuestras tentativas puede mostrarlo. Si conseguimos transformar el sueño en una tal manifestación valiosa, podremos esperar averiguar algo nuevo, obtener comunicaciones tales como hasta ahora nos habían sido inaccesibles.

Mas en este punto se alzan ante nosotros las dificultades de nuestra labor y los enigmas de nuestro tema. ¿Cómo hacemos para transformar el sueño en una tal comunicación normal y cómo explicarnos que una parte de las manifestaciones del paciente hayan tomado esta forma tan incomprensible para él como para nosotros?

Como veréis, esta vez no sigo el camino de una expresión genética, sino el de una exposición dogmática. Nuestro primer paso consistirá en fijar nuestra nueva actitud ante el problema de los sueños con la introducción de dos nuevos conceptos o denominaciones. A lo que hasta ahora se ha dado el nombre de «sueño» lo llamamos «texto del sueño» o «sueño manifiesto», y a lo que buscamos y, por decirlo así, presumimos detrás del sueño lo designamos como «ideas latentes del sueño». Hecho así, podemos expresar nuestras dos labores en la forma siguiente: Tenemos que transformar el sueño manifiesto en el sueño latente e indicar cómo este último se ha hecho el primero en la vida anímica del sujeto. La primera parte es una labor práctica que atañe a la interpretación onírica y precisa de una técnica; la segunda es una labor teórica que ha de explicar el supuesto proceso de la elaboración del sueño, y sólo una teoría puede ser. Ambas, la técnica de la interpretación onírica y la teoría de la elaboración del sueño, han de ser creadas de nuevo.

¿Por cuál de ellas hemos de comenzar? A mi juicio, por la técnica de la interpretación de sueños. Su mayor plasticidad habrá de haceros impresión más viva.

Tenemos, pues, que el paciente nos ha relatado un sueño que hemos de interpretar. Hemos escuchado pasivamente su relato sin hacer reflexión alguna sobre él. ¿Qué hacemos primero? Decidimos preocuparnos lo menos posible de lo que hemos oído, o sea, del sueño manifiesto. Naturalmente, este sueño manifiesto muestra diversos caracteres que no nos son del todo indiferentes. Puede ser coherente, correctamente compuesto como un poema, o incomprensiblemente embrollado, casi como un delirio; puede contener elementos absurdos o chistosos y conclusiones aparentemente ingeniosas; puede resultar claro y preciso al sujeto o turbio y desvanecido; sus imágenes pueden mostrar la plena intensidad sensorial de percepciones o ser imprecisas como vagas sombras, y un mismo sueño puede reunir los más diversos caracteres distribuidos en diversos lugares; el sueño puede mostrar, en fin, un tono afectivo indiferente o ir acompañado de intensísimas excitaciones alegres o penosas. No debéis creer que hacemos caso omiso de esta infinita variedad en el sueño manifiesto; más adelante volveremos sobre el asunto y hallaremos elementos útiles para el análisis, mas por de pronto prescindimos de ellos y emprendemos el camino principal de la interpretación onírica; esto es, invitamos al sujeto a libertarse también de la impresión del sueño manifiesto, a desviar su atención de la totalidad del mismo para concentrarla sobre cada una de las partes del contenido del sueño y a comunicarnos sucesivamente las asociaciones que enlacen a cada una de tales partes.

¿No es ésta acaso una técnica especial y no el modo corriente de tratar una comunicación o una manifestación? Y seguramente adivináis también que detrás de este procedimiento se ocultan premisas aún no expuestas. Pero continuemos. ¿En qué orden hacemos que el paciente vaya revisando los trozos de su sueño? Se nos ofrecen aquí varios caminos. Podemos seguir sencillamente el orden cronológico tal como se ha establecido en el relato del sueño. Este es, por decirlo así, el método más riguroso y clásico. O podemos hacer que el paciente busque y repase primero en su sueño los restos diurnos, pues la experiencia nos ha enseñado que en casi todo sueño se ha introducido un residuo mnémico de uno o varios de los acontecimientos del día inmediatamente anterior o una alusión a ellos, y siguiendo tales enlaces hemos hallado con frecuencia, de una vez, la transición desde el mundo de los sueños, aparentemente muy lejano, a la vida real del paciente. O, por último, le hacemos comenzar por aquellos elementos del contenido del sueño que más le han impresionado por su singular precisión y su intensidad sensible. Sabemos, en efecto, que a tales elementos enlazará asociaciones más fácilmente que a otros. De cualquiera de estos medios podemos indistintamente servirnos para aproximarnos a las asociaciones deseadas.

Y luego obtenemos tales asociaciones. Las cuales nos traen las cosas más diversas: recuerdos del día inmediatamente anterior al sueño y de tiempos muy pretéritos, reflexiones, discusiones con el pro y el contra, confesiones y consultas. Algunas de ellas brotan con fácil espontaneidad de labios del paciente, otras surgen con más esfuerzo y después de un cierto titubeo. En su mayor parte muestran una clara relación con un elemento del sueño, lo cual no es maravilla ninguna, puesto que parte de dichos elementos; pero también sucede que el paciente las inicie con las palabras siguientes: Esto no me parece que tiene nada que ver con el sueño; lo digo sólo por no callar nada de lo que se me ocurra.

Si en la interpretación de los sueños dependemos en general y en primera línea de las asociaciones del sujeto, nos conducimos, sin embargo, con plena independencia en cuanto a ciertos elementos del contenido del sueño, pues a su respecto fallan, por lo regular, las asociaciones. Hemos observado desde muy pronto que los contenidos en que así sucede son siempre los mismos; no son muy numerosos, y una experiencia acumulada nos ha enseñado que deben ser considerados e interpretados como símbolos de algo distinto. Comparados con los demás elementos del sueño, se les puede adscribir una significación fija, que, sin embargo, no ha de ser necesariamente unívoca, y cuya amplitud es determinada por reglas especiales y singulares.

Como nosotros sabemos traducir estos símbolos y el sujeto no, a pesar de ser él quien los ha empleado, puede darse el caso de que el sentido de un sueño se nos evidencia inmediatamente, antes aún de todo trabajo de interpretación, en el acto de oírnos relatar el texto del sueño, mientras que el sujeto se encuentra todavía ante un enigma. Pero sobre el simbolismo, nuestro conocimiento de él y los problemas que nos plantea hemos dicho ya tanto en nuestras anteriores conferencias que no necesitamos hoy repetirnos.

Esto es, pues, nuestro método de interpretación de los sueños. La primera pregunta que se nos planteará será la siguiente: ¿Pueden con él interpretarse todos los sueños? Y la respuesta será: No, no todos; pero sí tantos que la utilidad y la justificación del procedimiento quedan aseguradas. Mas, ¿por qué no todos? La respuesta a esta nueva interrogación nos enseña algo muy importante que nos adentra ya en las condiciones psíquicas de la formación de los sueños. Tal respuesta es: Porque la labor de la interpretación se desarrolla contra una resistencia que varía, desde magnitudes apenas perceptibles, hasta lo insuperable -por lo menos para nuestros medios de acción actuales-. Las manifestaciones de esta resistencia no pueden ser desatendidas en el curso de la labor de interpretación. En algunos lugares, las asociaciones surgen sin vacilación, y ya la primera o la segunda ocurrencia trae consigo la solución. En otros, el paciente se atasca y titubea antes de dar salida a una asociación, y entonces tenemos muchas veces que oír toda una larga cadena de ocurrencias antes de obtener algo aprovechable para la comprensión del sueño. Cuanto más larga y más digresiva es la cadena de asociaciones, más intensa juzgamos acertadamente la resistencia. También en el olvido de los sueños advertimos idéntico influjo. Sucede muy a menudo que el paciente, por más que hace, no puede recordar uno de sus sueños. Pero cuando un trozo de nuestra labor analítica llega a vencer una dificultad que había perturbado la relación del paciente con el análisis, el sueño olvidado es recordado de repente.

A este punto se enlazan otras dos observaciones. Sucede muchas veces que al principio se silencia un trozo del sueño, que es relatado luego como apéndice al mismo. Esto debe considerarse como una tentativa de olvidar dicho trozo. La experiencia muestra que precisamente tal fragmento es el más importante y significativo; suponemos, pues, que a su comunicación se oponía una resistencia mayor que a la del resto del sueño. Además, vemos frecuentemente que el sujeto precave el olvido de sus sueños sentándolos por escrito en cuanto despierta. Podemos decirle que tal precaución es totalmente inútil, pues la resistencia a la que ha hurtado la retención del texto del sueño se desplaza entonces sobre la asociación y hace al sueño inaccesible a la interpretación. En estas circunstancias no habremos de extrañar que un nuevo incremento de la resistencia sojuzgue en absoluto las asociaciones y haga con ello fracasar la interpretación.

De todo esto concluimos que la resistencia que advertimos en la interpretación de los sueños tiene que participar también en la génesis de los mismos. Podemos incluso distinguir los sueños que se han formado bajo la presión de una intensa resistencia de aquellos en que la misma ha sido escasa. Pero tal presión varía también dentro del mismo sueño de unos trozos a otros; a ella se deben las lagunas, oscuridades y confusiones que pueden interrumpir la coherencia de los más bellos sueños.

Mas ¿cuál es la labor de la resistencia y con qué actúa? Para nosotros, la resistencia es signo inequívoco de un conflicto. Ha de existir aquí una fuerza que quiere expresar algo y otra que se resiste a consentir tal expresión. Lo que entonces se constituye como sueño manifiesto puede sintetizar todas las decisiones en las que se ha condensado esta pugna de ambas tendencias. En un lugar puede haber conseguido una de tales fuerzas imponer lo que quería decir, y, en cambio, en otros, la instancia contraria ha logrado extinguir por completo la comunicación propuesta o sustituirla por algo que no delata huella ninguna de ella. Predominantes y máximamente característicos de la formación de los sueños son aquellos casos en los que el conflicto se resuelve en una transacción, de modo que la instancia comunicativa pudo decir lo que quería; pero no como quería, sino en una forma mitigada, deformada e irreconocible.

Así, pues, el sueño no reproduce fielmente las ideas oníricas, y si es necesaria una labor de interpretación para salvar el abismo entre uno y otras, es por un éxito de la instancia resistente, inhibitoria y restrictiva, que deducimos de la percepción de la resistencia en la interpretación onírica. Mientras estudiamos el sueño como fenómeno aislado, independiente de los productos psíquicos a él afines, dimos a esta instancia el nombre de censor del sueño.

Sabéis ya que esta censura no es un dispositivo privativo de la vida onírica. Que el conflicto entre dos instancias psíquicas, que designaremos -imprecisamente- como lo reprimido inconsciente y lo consciente, rige en general nuestra vida psíquica y que la resistencia contra la interpretación de Ios sueños, el signo de la censura onírica, no es más que la resistencia de la represión que contrapone a tales dos instancias. Sabéis también que del conflicto entre las mismas surgen, bajo determinadas condiciones, otros productos psíquicos que, al igual del sueño, son el resultado de transacciones, y no pediréis que os repita ahora todo lo contenido en mi introducción a la teoría de las neurosis para exponeros lo que de las condiciones de tal constitución de transacciones sabemos. Habéis comprendido que el sueño es un producto patológico, el primer elemento de la serie que comprende el síntoma histérico, la representación obsesiva y la idea delirante, pero diferenciado de los demás por su condición efímera y su génesis en circunstancias pertenecientes a la vida normal. Pues -retengámoslo- la vida onírica es, como ya Aristóteles lo dijo, la manera en que nuestra alma trabaja mientras dormimos. El dormir establece un apartamiento del mundo real, con lo cual se da la condición del desarrollo de una psicosis. EI estudio más cuidadoso de las psicosis graves no nos descubrirá rasgo ninguno más característico de este estado patológico. Pero en las psicosis el apartamiento de la realidad es provocado de dos maneras distintas: O bien toma fuerza preponderante lo inconsciente reprimido y sojuzga a lo consciente pendiente de la realidad, o bien la realidad se ha hecho tan insoportablemente penosa que el yo amenazado, rebelándose desesperadamente, se arroja en brazos de lo instintivo inconsciente. La inocente psicosis onírica es la consecuencia de un retraimiento, conscientemente voluntario y sólo temporal, del mundo exterior y desaparece con la renovación de las relaciones con el mismo. Durante el aislamiento del durmiente se establece también una modificación en la distribución de su energía psíquica; una parte del esfuerzo de represión, empleado hasta entonces en el sojuzgamiento de lo inconsciente, puede ser ahorrada, pues aunque lo inconsciente aprovecha su relativa liberación para actuar, encuentra de todos modos cerrado el camino a la mortalidad y sólo abierto el innocuo que conduce a la satisfacción alucinatoria. Puede así entonces formarse un sueño; pero el hecho de la censura onírica muestra que aun durante el dormir se ha conservado magnitud suficiente de la resistencia represora.

Se nos abre aquí el camino para dar respuesta a la interrogación de si el sueño tiene también una función útil. El reposo exento de estímulos que el dormir quisiera establecer es amenazado por tres lados: de un modo casual, por estímulos exteriores sobrevenidos durante el dormir y por intereses diurnos que no se dejan interrumpir; de un modo inevitable, por los impulsos instintivos reprimidos, insatisfechos, que acechan la ocasión de exteriorizarse. A consecuencia de la debilitación nocturna de las represiones existiría el peligro de que la tranquilidad del dormir fuera perturbada cada vez que el estímulo interno o externo lograra una conexión con una de las fuentes de instintos inconscientes. El proceso onírico hace desembocar el producto de una tal acción conjunta en un suceso alucinatorio innocuo y asegura así la perduración del dormir. No contradice tal función el hecho de que el sueño despierte a veces, angustiado, al sujeto, hecho que es la señal de que el vigilante considera demasiado peligrosa la situación y no cree ya poderla dominar. Con frecuencia advertimos, dormidos todavía, la observación tranquilizadora que intenta evitar el despertar: Pero, ¡si no es más que un sueño!

Hasta aquí, señoras y señores, lo que me proponía deciros sobre la interpretación onírica, cuya labor es conducirnos desde el sueño magnífico a las ideas latentes del sueño. Conseguido esto, el sueño pierde casi siempre su interés en cuanto al análisis práctico. Añadimos la comunicación obtenida en forma de sueño a las demás suministradas por el sujeto y proseguimos eI análisis. Mas, desde otro punto de vista, el sueño sigue interesándonos. Nos interesa, en efecto, estudiar el proceso que ha transformado las ideas oníricas latentes en sueño manifiesto, proceso al que damos el nombre de «elaboración del sueño». Habiéndolo descrito detalladamente en mis anteriores conferencias, me limitaré hoy a sintetizarlo.

El proceso de la elaboración del sueño es, pues, algo totalmente nuevo, singular y sin precedentes. Nos ha procurado una primera visión de los procesos que se desarrollan en el sistema inconsciente y nos ha mostrado que son muy otros de los que conocemos de nuestro pensamiento consciente y que para este último tienen que resultar inauditos y defectuosos. La importancia de estos hallazgos ha sido luego intensificada por el descubrimiento de que en la formación de los síntomas neuróticos actúan los mismos mecanismos -no nos atrevemos a decir procesos mentales- que han transformado las ideas oníricas latentes en el sueño manifiesto.

En lo que sigue me ha de ser imposible evitar una expresión esquemática. Supongamos que en un caso determinado tenemos una visión conjunta de todas las ideas latentes más o menos cargadas de afecto que han sustituido al sueño manifiesto, una vez cumplida la interpretación del mismo. Entonces advertimos entre ellas una diferencia, y esta diferencia nos llevará lejos. Casi todas estas ideas son conocidas o reconocidas por el sujeto; concede que ha pensado así en esta ocasión o en otra anterior o que podía haber pensado así. Sólo contra la aceptación de una de ellas se resiste; tal idea le es ajena, y quizá incluso repulsiva; es posible que la rechace de sí con apasionada excitación. Se nos hace entonces patente que las demás ideas son fragmentos de su pensamiento consciente; podían muy bien haber sido pensadas durante la vigilia, y probablemente se han formado durante la vida diurna. Pero la idea, o mejor aún, el impulso rechazado es hijo de la noche; pertenece a lo inconsciente del sujeto, y es así negado y rechazado por él. Tuvo que esperar el relajamiento nocturno de la represión para lograr una expresión cualquiera. De todos modos, tal expresión es una expresión mitigada, deformada y disfrazada; sin la labor de la interpretación no la hubiéramos hallado. Al enlace con las demás ideas incontestadas del sueño debe este impulso inconsciente la ocasión de deslizarse, con un disfraz que le hace irreconocible a través de las barreras de la censura; por otro lado, las ideas preconscientes del sueño deben a este mismo enlace el poder de ocupar también durante el dormir a la vida anímica. Pues no nos cabe la menor duda de que tal impulso inconsciente es el verdadero creador del sueño; despierta la energía psíquica necesaria para su formación. Como todo otro impulso instintivo, no puede aspirar más que a su propia satisfacción, y nuestra experiencia en la interpretación onírica nos muestra también que tal es el sentido de todo soñar. En todo sueño ha de ser representado como cumplido un deseo instintivo. EI apartamiento nocturno de la realidad de toda la vida onírica y la regresión a mecanismos primitivos de tal apartamiento condicional hacen posible que dicha satisfacción alucinatoria de un instintivo sea vivida como presente. A consecuencia de la misma regresión se convierten en el sueño las representaciones en imágenes visuales, siendo así dramatizadas e ilustradas las ideas latentes del sueño.

Este fragmento de la elaboración onírica nos informa sobre algunos de los caracteres más peculiares y singulares del sueño. Repetiré el proceso de la elaboración onírica: Su introducción es el deseo de dormir, el apartamiento intencional del mundo exterior. De lo cual resultan para el aparato onírico dos consecuencias: Primera, la posibilidad de que surjan en él métodos de trabajo más antiguos y primitivos; esto es, la regresión. Y segunda, la disminución de la resistencia represora que pesa sobre lo inconsciente. Como secuela de este último factor resulta la posibilidad de la formación del sueño, posibilidad que es aprovechada por los motivos ocasionales; esto es, por los estímulos internos y externos entrados en actividad. El sueño que así nace es ya el producto de una transacción y tiene una doble función, siendo por un lado ego-sintónico, en cuanto con la impresión de los estímulos perturbadores del reposo sirve al deseo de dormir, y, por otro, permite a un impulso instintivo reprimido la satisfacción en tales circunstancias, posible en forma de cumplimiento alucinatorio de un deseo. Pero todo el proceso consentido por el yo durmiente se halla bajo la condición de la censura ejercida por el resto de la represión subsistente. No me es posible exponer más sencillamente este proceso, porque en verdad no es más sencillo. Mas ahora ya puedo continuar la exposición de la elaboración onírica.

Volvamos de nuevo a las ideas latentes del sueño. Su elemento más vigoroso es el impulso instintivo reprimido que se ha procurado en ellas, apoyándose en estímulos casualmente dados y transfiriéndose a los restos diurnos una expresión, siquiera sea mitigada y disfrazada. Como todo impulso instintivo, también éste tiende a la satisfacción por medio de la acción; pero los dispositivos fisiológicos del estado de reposo le cierran el camino de la motilidad, viéndose así obligado a contentarse con una satisfacción alucinatoria. Así, pues, las ideas latentes del sueño son transformadas en una serie de imágenes sensoriales y escenas visuales. Por este camino sucede con ellas aquello que tan nuevo y extraño nos parece. Todos los recursos del idioma por medio de los cuales son expresadas las relaciones mentales más sutiles, las conjunciones y las preposiciones, los accidentes de la declinación y la conjugación, desaparecen por faltar los medios de representación para ellos; como en un idioma primitivo carente de gramática, sólo es expresada la materia prima del pensamiento y reducido el abstracto a lo concreto en que se fundamenta. Lo que así queda puede fácilmente parecer incoherente. El empleo abundante de la exposición de ciertos objetos y procesos por medio de símbolos que se han hecho ajenos al pensamiento consciente corresponde tanto a la regresión arcaica en el aparato anímico como a las exigencias de la censura. Pero aún van mucho más lejos otras mutaciones de las que son objeto los elementos de las ideas del sueño. Todas aquellas que muestran algún punto de contacto son condensadas en nuevas ideas. En la transformación de los pensamientos en imágenes son preferidos inequívocamente aquellos que permiten una tal condensación, como si actuara una fuerza que sometiese el material a una compresión. A consecuencia de la condensación puede luego un elemento del sueño manifiesto corresponder a numerosos elementos de las ideas latentes del sueño; o inversamente, también un elemento de las ideas del sueño puede ser representado en el sueño por varias imágenes.

Más singular aún es el otro proceso del desplazamiento, o transferencia del acento, que en el pensamiento consciente es conocido tan sólo como error mental o medio del chiste. Las distintas representaciones de las ideas del sueño no son equivalentes, están cargadas con distintas magnitudes de afecto y correlativamente son estimadas por el juicio como más o menos importantes y dignas de interés. En la elaboración del sueño, estas representaciones son separadas de los afectos a ellas adheridos, y los afectos en sí pueden ser suprimidos, desplazados sobre algo distinto, conservados, transformados o no aparecen en absoluto en el sueño. La importancia de las representaciones despojadas de afecto retorna en el sueño como intensidad sensorial de las imágenes oníricas; pero observamos que este acento ha pasado de elementos importantes a otros indiferentes, de manera que en el sueño aparece situado en primer término como cosa principal lo que en las ideas latentes desempeñaba tan sólo un papel secundario, e inversamente lo esencial de tales ideas sólo encuentra en el sueño una representación pasajera e imprecisa. Ningún otro fragmento de la elaboración onírica contribuye tanto a hacer el sueño extraño e incomprensible para el soñado. El desplazamiento es el medio capital de la deformación del sueño, a la que tienen que someterse las ideas latentes bajo la influencia de la censura.

Después de esta acción sobre las ideas del sueño, queda éste casi completo. Todavía se agrega un factor algo inconsciente, la llamada elaboración secundaria, que se desarrolla una vez que el sueño ha aparecido como objeto de la percepción ante la consciencia. Lo tratamos entonces como en general acostumbramos tratar los contenidos de la percepción; esto es, procuramos llenar lagunas y establecer encadenamientos, exponiéndonos en ello con frecuencia a graves equivocaciones. Pero esta actividad de carácter racionalizador, que en el mejor caso provee al sueño de una fachada irreprochable a la vista, pero que no puede convenir a su verdadero contenido, puede también ser omitida o manifestarse tan sólo en modestísima medida, en cuyo caso el sueño muestra abiertamente todas sus grietas y resquebrajaduras. Por otro lado, no debe olvidarse que tampoco la elaboración onírica procede siempre con igual energía; muy a menudo se limita a ciertos fragmentos de las ideas latentes, y otras de ellas pueden aparecer invariables en el sueño. Entonces da la impresión de que en el sueño se han llevado a cabo las más sutiles operaciones intelectuales, habiéndose especulado, hecho chistes, adoptado resoluciones y resuelto problemas, mientras que todo ello es el resultado de nuestra actividad mental normal, puede haber sucedido, tanto en el día anterior al sueño como durante la noche, y no tiene nada que ver con la elaboración onírica ni manifiesta nada característico del sueño. Tampoco es superfluo hacer resaltar de nuevo la contradicción existente dentro de las mismas ideas latentes entre el impulso instintivo inconsciente y los restos diurnos.

En tanto que estos últimos muestran toda la variedad de nuestros actos psíquicos, el primero, que es el verdadero motor de la producción del sueño, culmina regularmente en el cumplimiento de un deseo.

Todo esto hubiera podido decíroslo ya hace quince años e incluso creo que efectivamente os lo dije. Ahora os expondré conjuntamente cuantos descubrimientos y modificaciones han surgido en el intervalo.

Ya os he expresado mi temor de que tales novedades os parezcan de poca monta, y os preguntéis por qué os he impuesto la tarea de escuchar dos veces las mismas cosas y a mí mismo la de repetirlas. Pero de entonces acá han pasado quince años, y he creído que sería la mejor manera de volver a entrar en contacto con vosotros. Además, se trata de cosas tan elementales y de tan decisiva importancia para la comprensión del psicoanálisis, que pueden oírse con gusto dos voces, aparte de que siempre merece la pena de saberse que tales cosas fundamentales han permanecido invariables a través de quince años.

Naturalmente, en la literatura psicoanalítica de este período figura una gran cantidad de confirmaciones y exposiciones de detalle, de las cuales sólo me propongo ofreceros algunas muestras. Lo cual me dará también pretexto para orientar vuestra atención hacia algo que ya antes era conocido, y que se refiere, en su mayor parte, al simbolismo onírico y a los demás medios expositivos del sueño. Veámoslo: Recientemente, los profesores médicos de una Universidad norteamericana se han negado a reconocer al psicoanálisis todo carácter de ciencia, fundándose en que no permitía demostración experimental alguna. Idéntica objeción hubiera podido oponerse a la Astronomía, ya que es particularmente difícil experimentar con los cuerpos celestes. Sólo la observación es posible. De todos modos, precisamente unos investigadores vieneses han comenzado a confirmar experimentalmente nuestro simbolismo onírico. Ya en 1912, el doctor Schrötter halló que cuando a una persona profundamente hipnotizada se le ordena que sueñe procesos sexuales, en el sueño así provocado el material sexual aparece sustituido por los símbolos que conocemos. Por ejemplo: a una mujer se le ordena que sueñe el comercio sexual con una amiga. En el sueño aparece esta amiga llevando una maleta que ostenta una etiqueta con la inscripción siguiente: «Sólo para señoras.» Más impresionante aún son los experimentos de Betlheim y Hartmann (1924) con sujetos que padecían la Ilamada locura de Korsakoff. Les contaban historietas de contenido francamente sexual y atendían a las deformaciones que surgían al reproducirlas a su demanda los enfermos. En tales reproducciones surgían de nuevo los símbolos que ya nos son familiares de los órganos sexuales y del comercio sexual; entre otros, el símbolo de la escalera, del cual dicen con razón los autores que hubiera sido inaccesible a una tentativa consistente de deformación.

H. Silberer ha mostrado en una interesantísima serie de experimentos la posibilidad de sorprender in fraganti a la elaboración onírica en el acto de transformar ideas abstractas en imágenes visuales. Cuando hallándose fatigado y somnoliento intentaba forzarse a un trabajo intelectual, se le escapaba frecuentemente la idea, y surgía en su lugar una visión, que era manifiestamente un sustitutivo de aquélla.

Un ejemplo sencillo de este orden: «Pienso -dice Silberer- que debo corregir un pasaje defectuoso de un artículo.» Visión: Me veo cepillando un trozo de madera. En estos experimentos sucedía a menudo que lo que se convertía en contenido de la visión no era la idea que esperaba una elaboración, sino el propio estado subjetivo; el estado en lugar del objeto, cosa a la que Silberer dio el nombre de «fenómeno funcional». Un ejemplo os mostrará en seguida de qué se trata: EI autor se esfuerza en comparar las opiniones de dos filósofos sobre un problema determinado. Pero en su estado de somnolencia, una de tales opiniones se le escapa una y otra vez, y por último tiene la visión de estar solicitando un informe de un secretario malhumorado, el cual, encorvado sobre su mesa de trabajo, no le hace al principio el menor caso, y le mira luego con disgusto. Probablemente las condiciones mismas del experimento explican que la visión así conseguida sea tan frecuentemente un resultado de la autoobservación.

Continuemos con los símbolos. Había algunos que creíamos haber reconocido; pero de los cuales nos inquietaba, sin embargo, no poder indicar cómo el símbolo había llegado a adquirir tal significación. En tales casos habían de sernos bien halladas las confirmaciones procuradas por otros sectores: la Lingüística, el folklore, la Mitología y el ritual. Un ejemplo de este orden es el símbolo de la capa. Decíamos que en el sueño de una mujer, la capa representa a un hombre. Espero que os impresionará oír lo que Th. Raik nos informaba en 1920: «En el antiquísimo ceremonial nupcial de los beduinos, el novio cubre a la novia con una capa, llamada aba, mientras pronuncia la frase ritual siguiente: «En adelante nadie más que yo te cubrirá.» (Citado, según Robert Eisler, en Weltenmantel und Himmelszelt.) También nosotros hemos descubierto varios símbolos nuevos, de los cuales os citaré, por lo menos, dos. Según Abraham (1922), la araña en el sueño es un símbolo de la madre, pero de la madre fálica, a la que se tiene miedo; de modo que el miedo a la araña expresa el miedo ante el incesto con la madre y el horror al genital femenino. Sabéis quizá que el producto mitológico de la cabeza de Medusa ha de referirse al mismo motivo del miedo a la castración. El otro símbolo del que quiero hablaros es el del puente. Ferenczi lo ha explicado en 1921-1922. Significa originariamente el miembro masculino, que une al padre con la madre en el acto sexual; pero desarrolla luego otras significaciones, derivadas de la primera. En cuanto al miembro masculino, se debe el que el ser humano pueda salir de las aguas del parto y venir al mundo, el puente se convierte en el paso desde el lado de allá (el no haber nacido aún, el seno materno) al lado de acá (la vida); y como el hombre se representa también la muerte como un retorno al seno materno (al agua), el puente recibe la significación de un transporte a la muerte, y, por último, más lejos aún de su sentido inicial significa, en general, una transición, un cambio de estado. Con ello concuerda el hecho de que la mujer que no ha superado aún el deseo de ser un hombre sueñe tan frecuentemente con puentes, demasiado cortos para alcanzar la otra orilla.

En el contenido manifiesto de los sueños aparecen muy frecuentemente imágenes y situaciones que recuerdan temas conocidos de las leyendas y los mitos. La interpretación de tales sueños ilumina entonces los intereses originales que crearon tales temas, en lo cual no debemos olvidar, naturalmente, el cambio de significación que el material correspondiente ha experimentado en el curso del tiempo. Nuestra labor de interpretación descubre, por decirlo así, la materia prima, que muy a menudo es de carácter sexual, pero que en una elaboración posterior ha encontrado las más diversas aplicaciones. Tales referencias suelen atraernos el enojo de todos los investigadores de orientación no analítica, como si pretendiéramos negar o menospreciar todo lo que en desarrollos posteriores ha venido a superponerse. Sin embargo, estas opiniones son muy instructivas e interesantes. Lo mismo puede decirse de la derivación de ciertos temas de las artes plásticas, cuando, por ejemplo, J. Eisler (1919) interpreta analíticamente, según la parte inicial de sueños de sus pacientes, el adolescente que juega con un niño, representado en el Hermes, de Praxiteles. Por último, no puedo menos de mencionar cuán a menudo encuentran precisamente los temas mitológicos su aclaración por medio de la interpretación de los sueños. Así, la leyenda del laberinto revela ser la representación de un parto anal, los caminos intrincados son los intestinos, y el hilo de Ariadna, el cordón umbilical.

Las formas expositivas de la elaboración onírica, materia interesantísima y apenas agotable, nos van siendo cada vez más familiares, gracias a un penetrante estudio. Veamos algunos ejemplos: En ocasiones, el sueño expone la relación de frecuencia por medio de la multiplicación de lo idéntico. Oídme el sueño singular de una muchachita: Entra en un salón, y encuentra en él a una persona, sentada en una silla y repetida ocho o más veces, pero idéntica siempre a su padre. Esto es fácil de comprender cuando por las circunstancias accesorias del sueño averiguamos que el salón representa el claustro materno. Entonces, el sueño se hace equivalente a la conocida fantasía de la adolescente, que pretende haberse tropezado ya con el padre en la vida intrauterina, cuando el mismo visitaba a la madre durante su embarazo. El hecho de que el sueño muestre algo invertido, esto es, que la entrada del padre aparezca desplazada sobre la propia persona de la sujeto, no debe desorientarnos; tiene, además, su significación particular. La multiplicación de la persona del padre puede sólo significar que el proceso correspondiente se desarrolló varias veces. En realidad, hemos de confesar también que el sueño no se toma demasiadas libertades cuando expresa la frecuencia por medio de la acumulación. No hace más que volver al significado original de la palabra, que para nosotros significa hoy una repetición en el tiempo, pero que está tomada de una reunión en el espacio. Y es que la elaboración onírica convierte siempre que puede las relaciones temporales en relaciones espaciales, y las expone como tales. Así, el sujeto ve, por ejemplo, en el sueño una escena entre personas, que parecen muy pequeñas y lejanas, como vistas con unos gemelos al revés. La pequeñez y la lejanía espacial significan aquí lo mismo. Aluden al alejamiento en el tiempo; ha de entenderse que se trata de una escena perteneciente a un lejano pretérito. Además, recordáis quizá que ya en mis conferencias anteriores os dije y os mostré con ejemplos que habíamos aprendido a utilizar también para la interpretación rasgos puramente formales del sueño manifiesto, o sea, a convertirlos en contenido de las ideas latentes del sueño. Ahora bien: sabéis ya que todos los sueños de una noche pertenecen al mismo sistema. Pero no es siquiera indiferente que estos sueños parezcan al sujeto una continuidad o que los articule en varios trozos y en cuántos. EI número de estos fragmentos corresponde con frecuencia a otros tantos centros, distintos de la producción de ideas en las ideas latentes, o a otras tantas corrientes, que pugnan entre sí en la vida anímica del sujeto, cada una de las cuales encuentra expresión principal, aunque no exclusiva, en uno de los fragmentos del sueño. Un breve sueño previo y un largo sueño principal se hallan frecuentemente entre sí en la relación de condición y ejecución; caso del cual hallaréis un claro ejemplo en mis antiguas conferencias. Un sueño del que el sujeto dice haberse interpolado en otro, corresponde realmente a una frase secundaria en las ideas del sueño. En un estudio sobre los pares de sueños ha mostrado Franz Alexander (1925) que dos sueños de una misma noche se reparten muchas veces la ejecución de la labor del sueño de tal manera que reunidos dan el cumplimiento en dos etapas de un deseo; cumplimiento que ninguno de ellos por separado lleva a cabo. Cuando el deseo del sueño tiene por contenido, por ejemplo, un acto ilícito, realizado con una persona determinada, esta persona aparece inequívocamente en el primer sueño, y, en cambio, el acto sólo tímidamente indicado. El segundo sueño obra al revés. El acto es inequívocamente designado, pero la persona aparece irreconciliable o es sustituida por otra indiferente. Esto da realmente una impresión de astucia. Una segunda y análoga relación entre las dos partes de un par de sueños es la de que uno de ellos representa el castigo, y la otra, la satisfacción ilícita. Como si dijéramos: Si se acepta el castigo, puede uno permitirse lo prohibido.

No puedo deteneros por más tiempo en estos pequeños descubrimientos, ni tampoco en las discusiones referentes a la aplicación de la interpretación de los sueños en la labor analítica. Puedo suponer que estáis impacientes por oír qué modificaciones han surgido en las concepciones fundamentales sobre la esencia y la significación de los sueños. Estáis ya preparados a que precisamente sobre ella hay poco que exponer. El punto más discutido de toda la teoría ha sido acaso la afirmación de que todos los sueños son cumplimientos de deseos. La inevitable y constante objeción de los profanos de que hay tantos sueños de angustia quedó ya rebatida en nuestras conferencias anteriores. Con la división en sueños optativos, sueños de angustia y sueños punitivos hemos mantenido en pie nuestra teoría.

También los sueños punitivos son satisfacciones de deseos; pero no de los deseos de los impulsos instintivos, sino de la instancia crítica, censora y punitiva de la vida anímica. Cuando nos encontramos ante un puro sueño punitivo, una sencilla operación mental nos permite reconstruir el sueño optativo, del que el punitivo es la réplica exacta, sustituida para el sueño manifiesto por esta repulsa. Sabéis ya que el estudio del sueño es lo que primero nos ha ayudado para la comprensión de las neurosis. Encontraréis también comprensible que nuestro conocimiento de las neurosis haya podido influir luego en nuestra concepción del sueño. Como más adelante oiréis, nos hemos visto precisados a admitir que en la vida anímica existe una instancia especial, crítica y prohibitiva, a la que llamamos el super-yo. Al reconocer también en la censura onírica una función de esta instancia fuimos conducidos a considerar más atentamente la participación del super-yo en la producción de los sueños.

Contra la teoría según la cual el sueño es el cumplimiento de un deseo, se alzan tan sólo dos dificultades de alguna monta, cuya discusión lleva muy lejos, sin que de todos modos haya culminado aún en una solución satisfactoria. La primera de tales dificultades está en el hecho de que aquellas personas que han pasado por grave trauma psíquico, caso tan frecuente en la gran guerra, como base de una histeria traumática, sean tan regularmente transportadas de nuevo por el sueño a la situación traumática. Lo cual no debería suceder, según nuestra hipótesis sobre la función del sueño. ¿Qué impulso optativo podría ser satisfecho por esta regresión al penosísimo suceso traumático? Es difícil adivinarlo. Con la segunda dificultad tropezamos casi a diario en la labor analítica; pero no supone objeción tan poderosa como la primera. Sabéis que una de las tareas del psicoanálisis es levantar el velo de la amnesia, que encubre los primeros años infantiles, y Ilevar al recuerdo consciente las expresiones de la vida sexual de la primera infancia en ellos contenida. Ahora bien: estas primeras vivencias sexuales del niño están enlazadas a impresiones dolorosas de angustia, prohibición, desilusión y castigo; se comprende que hayan sido reprimidas; pero entonces no se comprende que tengan tan amplio acceso a la vida onírica, que procuren los modelos para tantas fantasías oníricas y que los sueños están llenos de reproducciones de estas escenas infantiles y de alusiones a ellas. Su carácter displaciente parece avenirse mal con la tendencia cumplidora de deseos del sueño. Pero quizá en este caso exageramos la dificultad. A las mismas vivencias infantiles se adhieren, en efecto, todos los deseos instintivos, imperecederos e insatisfechos, que suministran a través de toda la vida, la energía para la producción de los sueños; deseos de los que no es aventurado aceptar que en su poderoso impulso ascensional pueden empujar también hacia la superficie el material de sucesos penosamente sentidos. Y, por otra parte, en la manera en que este material es reproducido se manifiesta evidentemente el esfuerzo de la elaboración onírica para negar el displacer por medio de la deformación y transformar la desilusión en cumplimiento. Otra cosa sucede en las neurosis traumáticas; en ellas los sueños culminan regularmente en desarrollo de angustia. A mi juicio, no debemos huir de confesar que en este caso falla la función del sueño. No quiero invocar la tesis de que la excepción demuestra la regla; su sabiduría me parece más que dudosa. Pero lo que sí sucede es que la excepción no invalida la regla. Cuando aislamos, para estudiarla de todo su contexto, una única función psíquica como el sueño, nos hacemos posible descubrir sus normatividades peculiares; cuando la volvemos a insertar en su conjunto, debemos estar preparados a saber que tales resultados son oscurecidos o modificados por el choque con otros poderes. Decimos que el sueño es un cumplimiento de deseos; si por vuestra parte queréis tener en cuenta las últimas objeciones, podéis decir que el sueño es la tentativa de un cumplimiento de deseos. Mas para nadie que sepa infundirse en la dinámica psíquica habréis dicho entonces nada distinto. En determinadas circunstancias, el sueño puede no conseguir, sino muy imperfectamente su propósito o tiene que abandonarlo; la fijación inconsciente a un trauma parece ser el principal de estos impedimentos de la función del sueño. EI sujeto sueña porque el relajamiento nocturno de la censura deja entrar en actividad el impulso ascensional de la fijación traumática; pero falla la función de su elaboración onírica, que quisiera transformar las huellas mnémicas del suceso traumático en un cumplimiento de deseos. En estas circunstancias surge el insomnio; el sujeto renuncia a dormir por miedo al fracaso de la función onírica. La neurosis traumática nos muestra aquí un caso extremo; pero también a las vivencias infantiles tenemos que reconocerles carácter traumático, y no hay por qué extrañar que también bajo otras condiciones se produzcan trastornos menos importantes de la función del sueño.

 

Lección XXX

SUEÑO Y OCULTISMO

Señoras y señores:

TÓCANOS hoy encaminarnos por un sendero estrecho, pero que puede conducirnos a la visión de un vasto panorama.

El anuncio de que mi conferencia de hoy va a versar sobre las relaciones del sueño con el ocultismo apenas habrá de sorprendernos, ya que el sueño ha sido considerado muy a menudo como el acceso al mundo de la mística, y es todavía para mucha gente un fenómeno oculto. Tampoco nosotros, que lo hemos hecho objeto de la investigación científica, negamos que posea uno o más hilos de enlace con aquellos oscuros dominios. Cuando hablamos de la mística y del ocultismo, ¿qué es lo que con tales términos designamos? No esperéis de mí tentativa alguna de abarcar con definiciones estos dominios, mal delimitados. De un modo general e indeterminado, todos sabemos de lo que se trata. Es una especie de Más Allá, de aquel mundo luminoso, regido por leyes implacables, que la ciencia ha edificado para nosotros.

EI ocultismo afirma la existencia real de aquellas «cosas que existen entre el Cielo y la Tierra, y de las que nada sospecha nuestra filosofía». Mas por nuestra parte no queremos obstinarnos en estrechez de miras semejantes; estamos dispuestos a creer lo que se nos haga creíble.

Nos proponemos proceder con estas cosas como con todo otro material científico: fijar primero si tales procesos son verdaderamente observables, y luego, pero sólo luego, cuando su efectividad no deje ya ningún lugar a dudas, procurar encontrarles explicación. Mas no se puede negar que ya esta decisión nos es dificultada por factores intelectuales, psicológicos e históricos. El caso es muy distinto del de otras investigaciones.

Veamos primero la dificultad intelectual. Permitidme que emplee, para mayor claridad, imágenes burdamente concretas. Supongamos que se trata del problema de la constitución del interior de la Tierra. Nada seguro sabemos sobre ella. Sospechamos que se compone de metales pesados en estado de incandescencia. Pero supongamos que alguien sale afirmando que el interior de la Tierra es agua saturada de ácido carbónico, o sea, una especie de gaseosa. Seguramente diremos que semejante afirmación es muy inverosímil, que contradice todas nuestras suposiciones y que no tiene en cuenta ninguno de aquellos puntos de apoyo de nuestro saber que nos han llevado a elegir la hipótesis de los metales en ignición. Pero, de todos modos, no se trata de algo absolutamente inconcebible, y si alguien nos muestra un camino conducente a la verificación de la hipótesis de la gaseosa, le seguiremos sin resistencia. Pero luego, otro investigador afirma que el núcleo central de la Tierra sería de mermelada. Ante este aserto nos conduciremos muy diferentemente. Nos diremos que la mermelada no existe en la Naturaleza, que es un producto de la cocina humana, que la existencia de tal materia presupone, además, la de árboles frutales y sus frutos y que ignoramos cómo podríamos transferir al interior de la Tierra la vegetación y el arte culinario; el resultado de todas estas objeciones intelectuales será un viraje de nuestro interés: en lugar de emprender la investigación de si el núcleo central de la Tierra es verdaderamente de mermelada, nos preguntaremos qué clase de hombre puede ser el que ha tenido tan peregrina idea y, cuando más, le preguntaremos en qué la funda. El desdichado promotor de la teoría de la mermelada se sentirá altamente ofendido y nos acusará de negarle, movidos por un prejuicio pretenciosamente científico, la validez objetiva de su afirmación. Pero de nada le servirá. Sentimos que los prejuicios no siempre son rechazados, sino, muchas veces, justificados y adecuados para ahorrarnos esfuerzos inútiles. No son sino conclusiones por analogía, según otros juicios perfectamente fundados.

Gran parte de las afirmaciones ocultistas actúan sobre nosotros del mismo modo que la hipótesis de la mermelada, de forma que nos sentimos con derecho a rechazarlas desde un principio sin previo examen. Pero la cosa no es tan sencilla. Una comparación como la elegida por mí en este caso no demuestra nada, como, en general toda comparación. Es discutible que sea adecuada, y ya se comprende que la actitud de repulsa despreciativa ha determinado su elección. Los prejuicios son a veces adecuados y justificados; pero también otras, erróneos y perjudiciales, y nunca se sabe a punto fijo cuándo son lo primero y cuándo lo segundo. La historia de las ciencias está llena de sucesos que pueden precavernos contra toda condenación demasiado expedita. Durante mucho tiempo se consideró también insensata la hipótesis de que las piedras que hoy llamamos meteoritos habían caído a la Tierra desde los espacios celestes, e igualmente la de que las rocas de las montañas que encierran restos de conchas habían sido un día fondos marinos. Lo mismo sucedió, por lo demás, a nuestro psicoanálisis cuando afirmó la posibilidad de deducir lo inconsciente. Así, pues, nosotros los analistas tenemos especiales razones para ser prudentes en la aplicación de los motivos intelectuales para la repulsa de nuevas afirmaciones, y tenemos que confesar que no nos protege contra la duda y la inseguridad.

El segundo factor hemos dicho que era el psicológico. Nos referimos con ello a la general inclinación de los hombres a la credulidad y a la milagrería. Desde el momento en que la vida nos impone su severa disciplina, se alza en nosotros una resistencia contra el rigor y la monotonía de las leyes del pensamiento y contra las exigencias de la prueba de realidad. La razón se convierte en una enemiga que nos priva de tantas posibilidades de placer. Descubrimos cuánto placer procura escapar a ella por lo menos temporalmente y a entregarse a las seducciones de lo insensato. El escolar se divierte haciendo juegos de palabras, el especialista toma en broma sus actividades después de un Congreso científico y hasta el hombre más serio saborea el chiste. Una hostilidad más seria contra «la razón y la ciencia, la mejor fuerza del hombre», espera su hora propicia, se apresura a dar al curandero la preferencia sobre el médico «de estudios», acoge las afirmaciones del ocultismo mientras sus pretendidos hechos comprobados son tenidos por infracciones de la ley y la norma, adormece la crítica, falsea las percepciones y presenta confirmaciones y adhesiones no justificables. Teniendo en cuenta esta inclinación de los hombres, hay fundamento sobrado para desvalorizar muchas de las afirmaciones ocultistas.

El tercero de los factores que venimos reseñando es el histórico. Al aducirlo quise llamar la atención sobre el hecho de que en el mundo del ocultismo no sucede en realidad nada nuevo, pero aparecen en él de nuevo todos aquellos signos, milagros, profecías y apariciones de espíritus que nos son relatados de antiguos tiempos y en viejos libros, y de los que creíamos habernos desembarazado ya, mucho tiempo ha, como de engendros de una desenfrenada fantasía o de una mentira tendenciosa, como de productos de una era en la que la ignorancia de los hombres era aún muy grande y en la que el espíritu científico no daba sino sus primeros pasos. Si suponemos verdadero aquello que, según las comunicaciones de los ocultistas, todavía hoy sucede, tendremos que conceder también crédito a aquellas noticias de la antigüedad. Y ahora recordamos que las tradiciones y los libros sagrados de los pueblos están Ilenos de tales historias milagreras y que las religiones apoyan su demanda de credibilidad precisamente en tales acontecimientos extraordinarios y maravillosos y encuentran en ellos las pruebas de la actuación de poderes sobrehumanos.

Entonces nos es difícil evitar la sospecha que el interés ocultista es, en realidad, un interés religioso y de que entre los motivos secretos del ocultismo está el de prestar auxilio a la religión, amenazada por el progreso del pensamiento científico. Y con el descubrimiento de tal motivo crece inevitablemente nuestra confianza y crece nuestra repulsión a adentrarnos en la investigación de los supuestos fenómenos ocultos.

Pero tal repulsión tiene que ser dominada. Trátase, en fin de cuentas, de una cuestión de hechos: la de si lo que los ocultistas cuentan es o no verdadero. Y esta cuestión tiene que ser decidida por medio de la observación. En el fondo debemos estar agradecidos a los ocultistas. Los relatos de milagros acaecidos en otros tiempos escapan a nuestra verificación. Si opinamos que son indemostrables, tenemos que reconocer también que no son rigurosamente rebatibles. Pero sobre lo que sucede en el presente y nos es posible presenciar sí podemos formar un juicio seguro. Si llegamos a la convicción de que hoy en día no se dan tales milagros, no temeremos ya la objeción de que, a pesar de todo, pudieron suceder en otros tiempos. Hay entonces otras explicaciones más plausibles. Prescindiremos, pues, de nuestros reparos y nos dispondremos a participar en la observación de los fenómenos ocultos.

Por desgracia, tropezamos entonces con circunstancias muy desfavorables para nuestro honrado propósito. Las observaciones de las que ha de depender nuestro juicio son efectuadas en condiciones que hacen inseguras nuestras percepciones sensoriales y embotan nuestra atención: a oscuras o con debilísima luz roja y después de largos períodos de vana espera. Se nos dice que ya nuestra actitud incrédula, y, por tanto, crítica, puede impedir la formación de los fenómenos esperados. La situación así engendrada es una verdadera caricatura de las circunstancias en las cuales solemos Ilevar, en general, a cabo las investigaciones científicas. Las observaciones son hechas en los llamados médiums, personas a las que se atribuyen especialísimas facultades sensitivas, pero que no se distinguen en modo alguno por sus cualidades sobresalientes de ingenio o de carácter, ni son movidos por una gran idea o por una intención seria como los antiguos autores de milagros. Muy al contrario, incluso aquellos mismos que creen en sus fuerzas secretas los tienen por gentes de poca confianza; la mayoría de ellos ha sido ya convicta de engaño, lo cual inclina a pensar que los restantes correrán antes o después la misma suerte. Sus rendimientos dan la impresión de juegos de niños o artes de prestidigitador. En las sesiones celebradas con estos médiums no se ha logrado aún nada útil; por ejemplo, el acceso a una nueva fuente de energía. Cierto es que tampoco de las artes del prestidigitador que saca palomas de su sombrero de copa se espera un mejoramiento de la cría de tales volátiles. Puedo ponerme en el caso de un hombre que quiere satisfacer la demanda de objetividad y participa en las sesiones ocultistas, pero que al cabo de cierto tiempo, cansado y repelido por la credulidad que se le exige, se aparta y vuelve, sin lograr enseñanza alguna, a sus anteriores prejuicios. A un sujeto así se le puede argüir que tampoco su conducta es correcta, ya que no es lícito prescribir a los fenómenos que se quieren estudiar cómo han de ser y en qué condiciones han de surgir. Débese más bien perseverar y emplear las medidas de precaución y comprobación con las cuales se procura hoy precaver la mala fe de los médiums.

Desgraciadamente, esta moderna técnica de garantía ha puesto fin a la facilidad de acceso a las observaciones ocultistas. EI estudio del ocultismo se ha convertido en una ardua especialidad, en una actividad profesional incompatible con otras. Y hasta que los investigadores a ella consagrados lleguen a una decisión, seguiremos abandonados a la duda y a nuestras suposiciones personales.

De estas suposiciones, la más verosímil es, quizá, la de que en el ocultismo se trata de un nódulo real de hechos aún no descubiertos que ha sido envuelto por el engaño y la fantasía en una maraña difícilmente penetrable. Pero, ¿cómo aproximarnos siquiera a tal nódulo? ¿Por qué lado atacar el problema? En este punto viene a mi juicio en nuestra ayuda el sueño, indicándonos que elijamos como punto de ataque la telepatía.

Como sabéis, Ilamamos telepatía al supuesto hecho de que un suceso acaecido en un momento determinado llegue simultáneamente a conocimiento de una persona alejada del lugar del suceso, y ello sin que hayan intervenido los medios de comunicación conocidos. Condición implícita es que el sueño aluda a una persona por la que la otra, la que recibe la noticia, siente un intenso interés emocional. Así, pues, por ejemplo, la persona A sufre un accidente o muerte y la persona B, íntimamente enlazada a ella (madre, hija o amada), tiene noticia simultánea del suceso por medio de una percepción visual o auditiva; en este último caso, por tanto, como si hubiera sido advertida por teléfono, lo que, sin embargo, no ha sucedido, tratándose, pues, de una contrapartida psíquica de la telegrafía sin hilos. No necesito hacer resaltar ante vosotros cuán inverosímiles son estos procesos. También resulta posible rechazar con fundamento la mayoría de estas comunicaciones; pero siempre quedan algunas en las que no se hace tan fácil. Permitidme ahora que, a los fines de la comunicación que me propongo haceros, prescinda ya de la prudente calificación de «supuesto» y continúe como si creyera en la realidad objetiva del fenómeno telepático. Pero no olvidéis que no hay tal y que no he llegado a convicción ninguna.

En puridad, lo que tengo que comunicaros es bien poco: un hecho insignificante. Y todavía quiero limitar aún más, desde un principio, vuestra expectación, diciéndoos que en el fondo el sueño tiene muy poco que ver con la telepatía. Ni la telepatía arroja nuevas luces sobre la esencia del sueño, ni el sueño testimonia directamente en pro de la realidad de la telepatía, ni tampoco el fenómeno telepático está ligado al sueño, pues puede producirse también durante la vigilia. La única razón de investigar la relación entre el sueño y la telepatía está en que el dormir parece particularmente apropiado para la recepción del mensaje telepático. Obtenemos entonces un sueño telepático, y su análisis nos demuestra que la noticia telepática ha desempeñado el mismo papel que otro resto diurno cualquiera, y ha sido, como tal, modificada por la elaboración onírica y puesta al servicio de su tendencia.

Ahora bien: en el análisis de dicho sueño telepático sucede aquello que, no obstante su insignificancia, me ha parecido suficientemente interesante para elegirlo como punto de partida de esta conferencia. Cuando en 1922 publiqué mi primera comunicación sobre este tema, disponía tan sólo de una única observación. Desde entonces he realizado otras análogas, pero aduciré aquí el primer ejemplo por ser más fácil de exponer. Voy, pues, a introduciros directamente in medias res.

Un individuo manifiestamente inteligente y, según afirmación explícita suya, «nada inclinado al ocultismo», me escribe sobre un sueño que le parece singular. Como antecedente hace constar que una hija suya, casada y residente en lugar lejano, esperaba para mediados de diciembre su primer retoño. El sujeto quiere mucho a esta hija suya, y sabe que también ella le profesa un tierno cariño. Pues bien: en la noche deI 16 al 17 de noviembre sueña que su mujer ha tenido dos gemelos. Siguen luego detalles de los que puedo prescindir aquí, y de los cuales no todos han logrado explicación. La mujer que en sueño ha tenido los gemelos es su segunda mujer, madrastra de la hija. El sujeto no desea tener descendencia de esta mujer, a la que atribuye escasas condiciones para educar hijos, y en la época del sueño hacía ya mucho tiempo que había dejado de cohabitar con ella. Lo que le ha movido a escribirme no ha sido una duda sobre la exactitud de mi teoría de los sueños, aunque en este caso la justifique el contenido onírico manifiesto, pues, ¿por qué el sueño hace tener gemelos a aquella mujer, en contra de todos los deseos del sujeto? Ni tampoco el temor de ver realizado el indeseado suceso. Lo que le ha movido a darme cuenta de su sueño ha sido la circunstancia de que en las primeras horas de la mañana del día 18 de noviembre recibió la noticia telegráfica de que su hija había tenido dos gemelos. El telegrama había sido puesto el día anterior, y el parto se había desarrollado en la noche del 16 al 17 de noviembre y, aproximadamente, a la misma hora en la que el sujeto soñó que su mujer tenía dos gemelos. Mi comunicante me pregunta si creo puramente casual la coincidencia entre el sueño y el suceso. No se atreve a atribuir al sueño carácter telepático, pues la diferencia entre el contenido del sueño y el suceso corresponde, precisamente, a lo que él juzgaba esencial: a la persona de la parturienta. Pero de una de sus observaciones resulta que no le hubiera sorprendido tener un sueño verdaderamente telepático, pues opina que, en el trance de parto, su hija debió de «pensar muy especialmente en él».

Estoy seguro de que os explicáis ya este sueño y comprendéis también por qué os lo he relatado. Trátase de un hombre que está descontento de su segunda mujer; preferiría tener una esposa que fuera como la hija habida en su primer matrimonio. Lo inconsciente suprime, claro está, el «cómo». En esta circunstancia llega a él nocturnamente el mensaje telepático de que la hija ha tenido dos gemelos. La elaboración onírica se apodera de esta noticia, deja obrar sobre ella el deseo inconsciente que quiera situar a la hija en lugar de la segunda mujer, y de este modo se forma el extraño sueño manifiesto que encubre el deseo y deforma el mensaje. Hemos de decir que sólo la interpretación del sueño nos ha mostrado que se trata de un sueño telepático; el psicoanálisis ha descubierto un hecho telepático que de otro modo no hubiéramos reconocido.

Pero, ¡no os dejéis inducir a error! A pesar de ello, la interpretación onírica no ha dicho nada sobre la verdad objetiva del hecho telepático. Puede también ser una apariencia susceptible de explicación distinta. Es posible que Ias ideas latentes del sujeto fueran éstas: Hoy es el día en que debe presentarse el parto si, como yo creo, mi hija se ha equivocado en un mes al calcularlo. Y su aspecto, la última vez que la vi, acusaba la posibilidad de un parto doble. Y a mi difunta mujer le gustaban mucho los niños. ¡Cuánto se hubiera alegrado si hubiera tenido dos gemelos! (Este último factor lo sitúo yo después de otras asociaciones aún no mencionadas del sujeto.) En este caso habrían sido suposiciones bien fundadas deI sujeto, y no un mensaje telepático, el estímulo del sueño; el resultado seguiría siendo el mismo. Como veréis, tampoco esta interpretación onírica ha decidido en modo alguno la cuestión de si debemos o no atribuir a la telepatía realidad objetiva. Esta cuestión sólo podría ser resuelta después de una minuciosa información sobre todas las circunstancias del suceso, cosa tan imposible, por desgracia, en este caso como en los demás que conozco. Reconocemos que la hipótesis de la telepatía procura, desde luego, la explicación más sencilla, pero nada adelantaremos con ello. La explicación más sencilla no es siempre la exacta; muchas veces, la verdad no es nada simple, y antes de decidirnos a una hipótesis que tan lejos puede llevarnos, queremos tomar todas las precauciones.

En este punto podemos ya abandonar el tema del sueño y la telepatía; nada más tengo que deciros sobre él. Pero observad que lo que pareció ilustrarnos algo sobre la telepatía no fue el sueño, sino su interpretación, su elaboración psicoanalítica. Así, pues, en lo que sigue podemos prescindir en absoluto del sueño, y abrigamos la esperanza de que la aplicación del psicoanálisis puede arrojar alguna luz sobre otros hechos Ilamados ocultos. Ahí está, por ejemplo, el fenómeno de la inducción o transmisión del pensamiento, tan próximo a la telepatía, que realmente puede ser asimilado a ella sin gran esfuerzo. Supone que ciertos procesos anímicos desarrollados en una persona -representaciones, estados de excitación y voliciones- pueden transferirse a otra a través del espacio libre sin emplear los medios conocidos de comunicación a través de palabras o signos. Comprenderéis cuán singular sería, y acaso cuán importante prácticamente si así sucediera en efecto. Dicho sea de paso, es singularísimo que sea precisamente de este fenómeno del que menos hablan los antiguos relatos de hechos milagrosos.

Durante el tratamiento psicoanalítico de mis pacientes he experimentado la impresión de que la actuación de los adivinos profesionales encubre una ocasión muy propicia para realizar observaciones particularmente inobjetables sobre la transmisión del pensamiento. Tales adivinos son, por lo general, personas insignificantes e incluso de mentalidad inferior, que con manejos distintos -echando las cartas, estudiando la escritura o las líneas de la mano o haciendo cálculos astrológicos- predicen a sus visitantes el porvenir después de haberles demostrado que conocen una parte de sus destinos presentes o pretéritos. Sus clientes se muestran, por lo general, satisfechos de su labor en este último aspecto y no les guardan luego rencor si sus predicciones no se cumplen. He conocido varios de estos casos; he podido estudiarlos analíticamente y voy a relatar ahora el más singular de todos ellos. Desgraciadamente, la fuerza probatoria de estas comunicaciones queda considerablemente disminuida por las limitaciones que me impone el secreto profesional, obligándome a silenciar numerosos detalles. Lo que no haré será introducir deformación alguna. Oíd, pues, la historia de una de mis pacientes, protagonista de un suceso de este género con un adivino.

La sujeto era la mayor de una serie de hermanas y había profesado siempre a su padre un cariño particularmente intenso; se había casado joven y había encontrado plena satisfacción en el matrimonio. Sólo una cosa empañaba su felicidad: no había logrado hijos y, por tanto, no podía situar por completo a su marido, al que amaba tiernamente, en el lugar de su padre. Cuando después de largos años de decepciones se decidió a someterse a una operación ginecológica, el marido le confesó que la culpa de la falta de progenie era solamente de él, pues una enfermedad anterior a su matrimonio le había incapacitado para la procreación. La sujeto soportó mal esta nueva decepción, contrajo una neurosis y empezó a padecer de miedo a las tentaciones. Para distraerla, su marido la llevó a París. Hallándose un día en el hall del hotel, la mujer se extrañó ante las idas y venidas de la servidumbre. Preguntó qué pasaba y le dijeron que Monsieur le professeur acababa de llegar y recibía en consulta en su gabinete contiguo. Entonces expresó su deseo de consultarle también ella. Su marido se opuso, pero la sujeto aprovechó poco después su ausencia y se presentó en la consulta del adivino. Nuestra heroína tenía entonces veintisiete años, representaba muchos menos y se había quitado el anillo de casada. Monsieur le professeur le hizo apoyar la mano en una bandeja Ilena de ceniza, estudió cuidadosamente la impronta, le habló profusamente de grandes luchas que la esperaban y concluyó con la consoladora afirmación de que aún se casaría y tendría dos niños aI cumplir los treinta y dos años. Cuando la sujeto me relataba su historia, tenía cuarenta y tres años, estaba seriamente enferma y no podía abrigar la menor esperanza de lograr descendencia. Así, pues, la profecía no se había cumplido; pero la paciente no hablaba de ella con amargura, sino con una inconfundible expresión de contento, como si recordara un acontecimiento gozoso. Se vería fácilmente que no tenía la menor sospecha de lo que podían significar las dos cifras contenidas en la profecía, ni siquiera de que esas dos cifras pudieran significar algo.

Me diréis que ésta es una historia necia y sin sentido y me preguntaréis para qué os la he contado. También yo compartiría vuestra opinión si no se diera la circunstancia decisiva de que el análisis nos facilita una interpretación de la profecía del adivino que, precisamente por explicar los detalles, parece irrebatible. En efecto, las dos cifras que la profecía contiene tuvieron significación importantísima en la vida de la madre de nuestra paciente. Dicha señora se casó muy tarde, después de los treinta, y en la familia se había comentado frecuentemente la prisa que se había dado en recuperar el tiempo perdido, ya que sus dos primeros retoños -de los cuales nuestra paciente fue el primero- nacieron con el mínimo intervalo posible dentro del mismo año natural, de modo que al cumplir los treinta y dos años tenía ya realmente dos hijos. Lo que Monsieur le professeur hubo de decir a la sujeto fue, pues, lo siguiente: «No se apure usted. Todavía es usted muy joven. Aún puede usted tener el mismo destino que su madre, que tardó mucho en casarse y lograr descendencia, y tener dos hijos a los treinta y dos años. Pero precisamente tener el mismo destino que su madre, ponerse en su lugar, ocupar su puesto al lado del padre, había sido el deseo más vehemente de su juventud, el deseo cuyo incumplimiento empezaba a hacerla enfermar. La profecía le prometía que todavía habría de cumplirse. ¿Cómo no había de serle grata? Pero, ¿creéis posible que Monsieur le professeur conociera las fechas de la historia familiar íntima de su casual cliente? Desde luego, no. ¿De dónde, entonces, procedían los conocimientos que le capacitaron para expresar el deseo más vehemente y secreto de la paciente incorporando a su profecía las dos cifras citadas? Sólo veo dos explicaciones posibles. O bien las cosas no pasaron verdaderamente tal como me fueron contadas, habiendo sido muy distinto su desarrollo, o bien ha de reconocerse la existencia de una transmisión del pensamiento como fenómeno real. Desde luego, cabe también la hipótesis de que en el intervalo de los dieciséis años transcurridos entre la visita al adivino y el relato que de ella me hizo la paciente, introdujera ésta en la profecía, tomándolas de su inconsciente, las dos cifras de referencia. Carezco de todo punto de apoyo en que sustentar esta sospecha, pero no puedo excluirla, y me figuro que, por vuestra parte, estaréis más dispuestos a aceptar esta explicación que a creer en la realidad de una transmisión del pensamiento. Pero si os decidís en este último sentido, no olvidéis que ha sido el análisis lo que ha creado el hecho oculto y lo ha descubierto, estando, como estaba, deformado hasta resultar irreconocible.

Si este caso fue único, no pararíamos mientes en él y seguiríamos nuestro camino encogiéndonos de hombros. A nadie puede ocurrírsele basar en una observación aislada una convicción que supone un viraje tan decisivo. Pero puedo asegurar que tal unicidad no existe. En el curso de mis actividades profesionales he reunido toda una serie de tales profecías, y todas ellas me han dado la impresión de que el adivino no había hecho más que expresar los pensamientos de sus consultantes y muy especialmente sus deseos secretos, estando así justificado analizar tales profecías como si fueran productos subjetivos, fantasías o sueños de los interesados. Naturalmente, no todos los casos entrañan igual fuerza probatoria, ni tampoco es posible excluir igualmente en todos explicaciones más relacionales; pero, en fin de cuentas, queda un considerable exceso de probabilidad en favor de una efectiva transmisión del pensamiento. La importancia del tema justificaría la comunicación de todos los casos que conozco; pero ello no es posible, tanto por la amplitud de la tarea como por los deberes del secreto profesional. Para apaciguar en lo posible mi conciencia, os relataré aún algunos ejemplos.

Un día recibo la visita de un joven inteligentísimo que, a punto de terminar su carrera, se ve en la imposibilidad de presentarse al examen de doctorado, pues, según dice, ha perdido todo interés por el estudio, toda capacidad de concentración y hasta la posibilidad de recordar ordenadamente. La prehistoria de un estado como de parálisis no tarda en salir a luz; el sujeto enfermó después de una ocasión en que hubo de vencerse a sí mismo con magno esfuerzo. Tiene una hermana a la que ha profesado siempre, como ella a él, un intensísimo, aunque bien retenido cariño. «¡Lástima que no podamos casarnos!», se dijeron repetidamente. Un hombre digno se enamoró de la hermana, y ella correspondió a su inclinación, pero los padres se opusieron a la boda. En esta situación, la enamorada pareja pidió ayuda al hermano, el cual la otorgó generosamente. Les facilitó el intercambio de correspondencia, y su influjo logró arrancar por fin a los padres el consentimiento. Pero durante el noviazgo oficial se desarrolló un suceso casual cuya significación no es difícil adivinar. El sujeto y su futuro cuñado emprendieron una excursión por la montaña, sin llevar guía; se perdieron y corrieron peligro de no regresar sanos y salvos. Poco después de la boda de la hermana, el hermano cayó en el estado de agotamiento psíquico que le llevó a mi consulta.

Recobrada, por obra del influjo analítico, su capacidad de trabajo, abandonó el tratamiento para presentarse a exámenes; pero una vez terminados éstos con pleno éxito, volvió, en el otoño del mismo año, y ya por breve tiempo, a mi consulta, relatándome entonces un singular suceso que le había acontecido antes del verano. En la ciudad donde radicaba la Universidad en que había hecho sus estudios había una adivina que gozaba de extensa clientela. Hasta los príncipes de la casa reinante solían consultarla antes de toda empresa importante. Su procedimiento era harto sencillo. Se hacía comunicar la fecha del nacimiento de una persona, sin exigir dato ninguno distinto sobre ella, ni siquiera su nombre; consultaba libros de astrología, hacía largos cálculos y emitía así una profecía de los destinos de la misma. Mi paciente decidió acudir a sus artes secretas para averiguar los destinos de su cuñado. Fue a visitarla y le dio la fecha del nacimiento requerida. La adivina hizo sus cálculos y formuló la profecía siguiente: «Esta persona moriría en julio o agosto de este mismo año a consecuencia de una intoxicación producida por haber comido ostras o cangrejos en malas condiciones.» Mi paciente terminó luego su relato con una exclamación: «¡Fue magnífico!»

Yo le había oído a disgusto desde un principio. Después de la exclamación me permití preguntarle: «¿Qué es lo que encuentra usted magnífico en la profecía? Estamos a finales de otoño, y su cuñado no ha muerto, pues ya me lo hubiera dicho usted. Por tanto, la predicción no se ha cumplido.» Cierto que no -arguyó el sujeto-, pero lo singular era lo siguiente: A su cuñado le gustaban con delirio los cangrejos y las ostras, y el verano anterior -o sea, antes de la consulta a la adivina- había estado a la muerte por haber comido ostras en malas condiciones. ¿Qué podía yo decir a eso? No cabía más que extrañar con disgusto que aquel hombre tan cultivado y que tenía, además, tras de sí un análisis plenamente afortunado, no penetrara mejor el verdadero estado de cosas. Por mi parte, antes de creer en la posibilidad de predecir por medio de cálculos astrológicos una intoxicación de ostras o cangrejos, prefiero suponer que mi paciente no había dominado aún el odio a su rival, odio que había sido la causa directa de su enfermedad, y que la adivina no había hecho más que expresar su propia esperanza de que las aficiones gastronómicas de su cuñado le llevaran algún día a la muerte. Confieso que no encuentro ninguna otra explicación para este caso, salvo la de que el paciente haya querido gastarme una broma. Pero nunca, ni entonces ni después, me ha dado pie para tal sospecha, y parecía hablar siempre con plena seriedad.

Otro caso: Un joven de posición distinguida mantiene con una mundana relaciones íntimas, en las que se le impone una singular obsesión. De tiempo en tiempo tiene que ofender a su amante con frases de burla y desprecio, hasta desesperarla. Una vez conseguido esto, se apacigua, se reconcilia con ella y le hace un buen regalo. Mas ahora quisiera libertarse de ella; la obsesión que le domina empieza a inquietarle; advierte que aquellas relaciones empañan su renombre; quiere casarse y fundar una familia. Y como por sus propias fuerzas no logra Iibertarse de su amante, acude al análisis en demanda de auxilio. Iniciado ya el análisis, y después de una de aquellas escenas de insultos y burlas, hace que su amante le escriba unas líneas en una tarjetita y las somete a un grafólogo, el cual formula el dictamen siguiente: «La escritura es la de una persona que ha Ilegado al límite de la desesperación. Seguramente, se suicidará un día de éstos.» No fue así, y la interesada siguió con vida; pero el análisis logró aflojar los lazos con los que aprisionaba a nuestro sujeto, el cual rompió con ella y se dedicó a una muchacha, de la que esperaba había de ser una buena esposa para él. Pero poco después tuvo un sueño, que sólo podía ser interpretado como un comienzo de duda sobre las condiciones de aquella muchacha. EI sujeto sometió entonces unas líneas de su escritura al mismo grafólogo, y obtuvo un dictamen que confirmó sus preocupaciones y le hizo abandonar la idea de hacerla su mujer-.

Para mejor estimar los dictámenes del grafólogo, sobre todo el primero, tenemos que saber algunos detalles de la historia íntima de nuestro héroe. En su adolescencia se había enamorado locamente, como correspondía a su apasionada naturaleza, de una mujer casada, joven también, pero mayor que él. Rechazado por ella, Ilevó a cabo un intento de suicidio, intento de cuya seriedad no podía dudarse. Estuvo a la muerte, y sólo a fuerza de tiempo y cuidados logró reponerse. Pero aquella loca acción causó profunda impresión en la mujer amada, moviéndola a concederle sus favores. Sus relaciones amorosas permanecieron secretas, y el sujeto observó en ellas la más rendida y caballerosa conducta. Al cabo de más de veinte años, maduros ambos ya, y naturalmente ella más que él, despertó en nuestro héroe la necesidad de desligarse de aquellos amores, vivir ya para sí mismo y fundar un hogar y una familia. Y al mismo tiempo que esta saciedad, emergió en él la necesidad, durante largo tiempo reprimida, de vengarse de su amada. Si una vez había él querido matarse porque ella le había despreciado, ahora quería darse el gusto de que ella buscara la muerte por haberla abandonado él. Pero su amor era aún demasiado intenso para que tal deseo pudiera hacérsele consciente y, por otro lado, no estaba en situación de hacerle todo el mal necesario para moverla a buscar la muerte. En este estado de ánimo, entabló relaciones con otra mujer, con la mundana ya mencionada, formándola en cierto modo como víctima para satisfacer in corpore villi su sed de venganza, y se permitió con ella todas las torturas de las que podía esperar el resultado al que deseaba reducir a la mujer amada. Que la venganza se dirigía, en realidad, contra esta última se nos delata en la circunstancia de que la escogiera como confidente y consejera de sus nuevos amoríos, en vez de ocultarle su traición. La pobre mujer, que desde hacía tiempo ya había descendido de ser la parte que todo lo da a ser la que todo lo recibe, sufría, probablemente, con sus confidencias más que la mundana bajo su brutalidad. La obsesión que el sujeto alegaba sufrir al lado de la persona sustitutiva y que le movió a someterse al análisis se había transferido, naturalmente, a su nueva querida desde su antigua amada; de esta última era de la que ansiaba y no podía libertarse. No soy grafólogo, y no creo grandemente en el arte de adivinar el carácter en la escritura, pero mucho menos en la posibilidad de predecir por este medio el porvenir. Mas cualquiera que sea la opinión que se tenga, respecto de la grafología, habréis visto que es indudable que el grafólogo, cuando dictaminó que el autor de las líneas examinadas se suicidaría en breve, no hizo de nuevo más que extraer a la luz un intenso deseo secreto de la persona que le consultaba. Algo análogo sucedió también luego en el segundo dictamen, sólo que en éste lo que encontró clara expresión por boca del grafólogo no fue un deseo secreto, sino las dudas y preocupaciones que surgían en su cliente. Por lo demás, mi paciente, con ayuda del análisis, consiguió hacer una elección amorosa fuera del círculo mágico en el que había caído prisionero.

Señoras y señores: Ya habéis oído lo que la interpretación de los sueños y el psicoanálisis aportan al esclarecimiento del ocultismo. Habéis visto en los ejemplos aducidos cómo su aplicación aclara hechos ocultos que de otro modo hubieran permanecido incognoscibles. La cuestión que seguramente os interesa más, la de si puede creerse en la realidad objetiva de estos hechos, el psicoanálisis no puede resolverla directamente; mas el material extraído a la luz con su ayuda produce, por lo menos, una impresión favorable a la afirmativa. Pero vuestro interés no se satisfará sólo con esto. Querréis saber qué conclusiones justifican aquel otro material, mucho más abundante, en el que el psicoanálisis no participa. Pero no puedo seguiros en tal terreno, que ya no está en mis dominios. Lo único que aún puedo hacer sería comunicaros observaciones que, por lo menos, tienen con el análisis la relación de haber sido hechas durante el tratamiento analítico, siendo, quizá, también su influjo lo que las hizo posibles. Os comuniraré un ejemplo de este género, aquel que más intensa impresión hubo de causarme; seré extenso y solicitaré vuestra atención para toda una serie de detalles; mas, a pesar de todo, tendré que silenciar muchas cosas que hubieran incrementado en gran medida la fuerza convincente de la observación. Es un ejemplo en el que los hechos se transparentan claramente, sin que el análisis tenga que intervenir para la revelación. En su discusión precisaremos, sin embargo, del análisis como elemento auxiliar. Pero he de advertiros de antemano que tampoco este ejemplo de transmisión del pensamiento en la situación analítica aparece libre de toda sospecha ni permite tomar incondicionalmente partido en favor de la realidad del fenómeno oculto.

Oídme, pues. Una mañana de otoño de 1919, hacia las once menos cuarto, en ocasión de hallarme yo tratando a uno de mis pacientes, me pasaron la tarjeta del doctor David Forsyth, recién llegado de Londres (mi distinguido colega de la London University no tomará, seguramente, a indiscreción que yo revele así cómo permaneció a mi lado varios meses, haciéndose iniciar por mí en las artes de la técnica psicoanalítica). De momento no puedo hacer más que salir a saludarle y darle hora para más tarde. Su visita me interesaba grandemente; era el primer extranjero que venía a mí una vez terminado el bloqueo de los años de guerra, término que debía iniciar tiempos mejores. Poco después de su visita, hacia las once, Ilegó uno de mis pacientes, el señor P., hombre muy inteligente y amable, entre los cuarenta y los cincuenta años, que había acudido a mi consulta en busca de curación de ciertos trastornos de su relación personal con la mujer. Su caso no prometía éxito alguno terapéutico: en consecuencia, hacía ya tiempo que yo le había propuesto suspender el tratamiento; pero él había querido continuarlo, seguramente porque se sentía a gusto en una templada transferencia afectiva hacia mí, como sustituto del padre. El dinero no desempeñaba por entonces papel ninguno, pues nadie lo tenía; las horas que con él empleaba eran también para mí estímulo y descanso, y de este modo, infringiendo las reglas de la actividad médica, continuamos la labor analítica hasta una meta predeterminada.

Aquel día P. volvió a hablarme de sus tentativas de reanudar sus relaciones eróticas con las mujeres, y mencionó de nuevo a una muchacha bonitísima, interesante y pobre, con la cual hubiera logrado pleno éxito amoroso si la circunstancia de ser ella virgen no le hubiera atemorizado, disuadiéndole de toda pretensión seria. Ya en otras ocasiones me había hablado de ella; pero aquel día me contó algo que hasta entonces no había mencionado, a saber: que la muchacha, la cual ignoraba, naturalmente, los verdaderos motivos de su abstención, le había puesto de mote Don Prudencio (Herr von Vorsicht). Esta comunicación me intrigó sobremanera; tenía aún a mano la tarjeta del doctor Forsyth y se la mostré al paciente.

Estos son los hechos; a primera vista os parecerán, sin duda, insignificantes; pero vais a oír lo que detrás de ellos se esconde.

P. había pasado en Inglaterra varios años de su juventud, y desde entonces conservaba un verdadero interés por la literatura inglesa. Poseía una nutrida biblioteca inglesa, de la que solía prestarme libros, debiéndole yo así mi conocimiento con autores como Bennett y Galsworthy, de los que antes sólo había leído muy poco. Un día me prestó una novela de Galsworthy titulada The man of property, que se desarrolla en el seno de una familia imaginada por el autor y apellidada Forsyte. El propio Galsworthy ha debido de sentir embargado su interés por esta creación suya, pues ha hecho personajes de otras narraciones suyas a miembros de la misma familia y ha reunido luego todas ellas bajo el nombre común de The Forsyte Saga. Pocos días antes del suceso aquí relatado me había traído P. otro volumen de esta serie. EI nombre Forsyte y todo lo típico que el autor quería encarnar en él habían desempeñado también un papel en mis conversaciones con P. y había pasado a ser una parte de aquel lenguaje secreto que tan fácilmente se desarrolla entre personas en trato constante. Ahora bien: el apellido Forsyte que da el título a la citada serie de novelas es muy parecido al de mi visitante el doctor Forsyth; un alemán los pronunciará casi idénticamente; y otra palabra inglesa, plena de sentido, a la que también daríamos los alemanes idéntica pronunciación, sería la de foresight, que quiere decir previsión (Voraussicht) o prudencia (Vorsicht). Así, pues, P. había extraído de sus relaciones personales el mismo nombre que en aquellos momentos y por una circunstancia que él ignoraba en absoluto ocupaba mis pensamientos.

Esto ya parece otra cosa, ¿no es cierto? Pero creo que lograremos una impresión más intensa del singular fenómeno e incluso algo como un atisbo de las condiciones de su génesis, si examinamos analíticamente otras dos asociaciones que P. comunicó en aquella misma ocasión.

Primera: Un día de la semana anterior, después de haber esperado en vano a P. a la hora de costumbre, salí para hacer una visita al doctor Anton von Freund en la pensión en que habitaba. Me sorprendió comprobar que el señor P. vivía en otro piso de la misma casa. Refiriéndome a ello, dije después a P. que aquel día, en vista de que no había venido a verme, había ido yo, aunque sin saberlo, a su casa. Pero estoy seguro de no haber mencionado el nombre de la persona a la que realmente había ido yo a visitar en aquella casa. Y entonces, poco después de haber hecho mención del mote de Don Prudencio (Herr von Vorsicht) que le aplicaba la muchacha de su historia, me dirigió la pregunta siguiente: «La señorita Freund Ottorego, que profesa un curso de inglés en la Universidad Popular, ¿es quizá hija de usted?» Y por vez primera en nuestras largas relaciones hizo sufrir a mi nombre aquella deformación a la que estoy ya múltiplemente habituado: Freund en lugar de Freud.

Segunda: Al término de la misma sesión me relata un sueño del que despertó presa de angustia, una verdadera pesadilla, según él, añadiendo que había olvidado hacía ya mucho tiempo cuál era la palabra inglesa correspondiente, hasta el punto de haber dicho en una ocasión que la traducción inglesa de «una pesadilla» era a mare's nest. Lo cual era, naturalmente, un disparate, pues a mare's nest quería decir «un cuento increíble», y la verdadera traducción de «pesadilla» era night-mare. Esta ocurrencia me parece no tener con la anterior más que un elemento común: el idioma inglés; pero a mí, personalmente, tiene que recordarme un pequeño suceso acaecido hacía cosa de un mes. P. estaba conmigo en mi despacho cuando inopinadamente entró otro grato visitante de Londres, el doctor Ernest Jones, al que yo no había visto en mucho tiempo. Indiqué a Jones que pasara a una habitación contigua hasta que yo terminara con P. Pero éste le identificó en seguida por una fotografía suya que había visto en mi salón de espera e incluso expresó su deseo de ser presentado a él. Ahora bien, Jones es autor de una monografía sobre la pesadilla (night-mare); aunque no sé si P. la conocía, pues evitaba leer libros analíticos.

Quisiera investigar primero ante vosotros qué comprensión analítica podemos lograr de la relación de las ocurrencias de P. y de su motivación. La actitud interior de P. ante el nombre Forsyte o Forsyth era semejante a la mía; tal nombre significaba para él lo mismo que para mí, y a él debía yo haber llegado a conocerle. El hecho singular era que P. hubiese pronunciado espontáneamente tal nombre en el análisis sólo momentos después que un nuevo suceso, la llegada del médico londinense, lo hubiera hecho significativo para mí en muy otro sentido. Pero quizá no menos interesante que el hecho mismo es la manera en que el nombre surgió durante la sesión del análisis. P. no dijo acaso: «Ahora se me viene a las mientes el nombre Forsyte de las novelas que usted conoce», sin que, sin relación consciente alguna con tal fuente, supo entretejerlo con sus propias vivencias y lo hizo surgir de entre ellas, cosa que hubiera podido suceder hacía ya mucho tiempo y que no sucedió hasta entonces. Pero luego dijo: «También yo soy un Forsyte; la muchacha de que hemos hablado me llama así.» Es difícil no advertir la mezcla de pretensiones celosas y melancólico rebajamiento de sí mismo que se crea una expresión en esta manifestación. No erraremos contemplándola como sigue: Me disgusta que sus pensamientos se ocupen tan intensamente de ese recién Ilegado. Vuelva usted a mí; también soy yo un Forsyth -aunque sólo un Herr von Vorsicht (Don Prudencio), como Ia muchacha me Ilama-. Y en este punto su proceso mental, siguiendo el hilo asociativo del elemento «inglés», retrocede hasta dos ocasiones anteriores, que pudieron provocar iguales celos. «Hace algunos días estuvo usted en la casa en que vivo; pero, desgraciadamente, no a verme a mí, sino a un tal señor Von Freund.» Esta idea le Ileva a transformar el nombre Freud en Freund. La señorita Freund Ottorego, cuyo nombre figura en la lista de los cursos de Universidad Popular, interviene, por cuanto, como profesora de inglés, facilita la asociación manifiesta. Y luego se añade el recuerdo de otro visitante, llegado unas semanas antes, del que también había sentido ciertamente celos; pero al que tampoco podía compararse, pues el doctor Jones había sabido escribir un estudio sobre la pesadilla, mientras que él lo más que había hecho era tener tal clase de sueños. También la mención de su error, en cuanto tal significado de a mare's nest, pertenece al mismo contexto; quiere decir: «No soy un inglés verdadero, lo mismo que tampoco soy un verdadero Forsyth.»

Por mi parte, no puedo tachar de exagerados ni de incomprensibles sus impulsos de celos. Sabía que su análisis, y con él nuestro trato regular, había de cesar en cuanto comenzaran a llegar a Viena pacientes y alumnos míos extranjeros y así sucedió en realidad poco después. Pero lo que hasta ahora hemos llevado a cabo es un fragmento de labor analítica; la explicación de tres ocurrencias producidas dentro de una misma hora, y alimentadas por el mismo motivo, poco tiene que ver con la otra cuestión de si tales ocurrencias son derivables o no, sin transmisión del pensamiento. Esta última se presenta así cada una de las tres ocurrencias, dividiéndose con ello en tres distintas interrogaciones. ¿Podía P. saber que el doctor Forsyth acababa de hacerme su primera visita? ¿Podía saber cuál era el nombre de la persona a la que yo había visitado en su casa? ¿Sabía que el doctor Jones había escrito un estudio sobre la pesadilla ? ¿O fue tan sólo mi conocimiento de estos hechos el que se debatió en sus ocurrencias?

De las respuestas a estas preguntas dependerá que mi observación permita una conclusión favorable a la transmisión del pensamiento. Dejemos aparte, por un momento, la primera interrogación, ya que las otras dos son más fáciles de tratar. El caso de la visita a la pensión produce, a primera vista, una impresión particularmente segura. Estoy cierto de que al mencionarle brevemente, y en broma, mi visita a la casa en que él habitaba no cité ningún nombre; creo harto inverosímil que P. se informara en la pensión del nombre de la persona a quien yo había visitado, y me inclino más bien a suponer que la existencia de tal persona le es absolutamente desconocida. Pero la fuerza probatoria de este caso queda totalmente destruida por una casualidad. La persona a quien yo había visitado en la pensión no sólo se llama Freund (amigo), sino que era para todos nosotros un verdadero amigo (Freund). Él fue quien nos procuró generosamente los medios necesarios para la fundación de nuestra editorial. Su prematura muerte y la de nuestro Karl Abraham, unos años después, han sido las dos mayores desgracias que han pesado sobre el desarrollo del psicoanálisis. Así, pues, en la ocasión discutida pude muy bien haber dicho a P.: «He estado en la casa en que usted habita para ver a un amigo» (Freund), y esta posibilidad despoja de todo interés ocultista su segunda asociación.

También la impresión de su tercera ocurrencia se desvanece pronto. ¿Podía P. saber que Jones había publicado un estudio sobre la pesadilla, siendo así que tenía por principio no leer obras analíticas? Sí, podía saberlo. Poseía libros de nuestra casa editorial, y podía haber leído los títulos de las nuevas publicaciones, anunciadas en la cubierta. No es cosa demostrable, pero tampoco puede rechazarse en absoluto. Por este camino no llegaremos, pues, a conclusión alguna. He de lamentar que mi observación adolezca del mismo defecto que tantas otras análogas. Ha sido sentada por escrito demasiado tarde, y de este modo ha sido discutida cuando yo no veía ya al señor P. ni podía hacerle nuevas preguntas.

Volvamos, pues, al primer suceso, que, aun aislado, mantiene en pie el hecho aparente de la transmisión del pensamiento. ¿Podía P. saber que el doctor Forsyth había estado en mi casa un cuarto de hora antes que él llegara? ¿Podía conocer, en general, su existencia o su presencia en Viena? No debemos ceder a nuestra inclinación a negar rotundamente ambas preguntas. Por mi parte, veo un camino que puede conducirnos a una afirmación parcial. Yo podía muy bien haber dicho anteriormente a P. que esperaba a un médico inglés, que una vez terminado el bloqueo de la guerra mundial acudía a iniciarse en la técnica analítica -primera paloma después del diluvio-. Y podía habérselo dicho en el verano de 1914, pues el doctor Forsyth me había escrito por entonces anunciándome su venida. Incluso es posible que citara su nombre, aunque no lo creo, pues dada la significación que dicho nombre había adquirido para nosotros dos, habríamos enlazado una conversación de la que algo me hubiera quedado en la memoria. De todos modos, no es imposible que tal conversación se desarrollara realmente y luego la olvidara yo por completo, de manera que la emergencia del Herr von Vorsicht en el análisis me sorprendiera como un milagro. Cuando se tiene uno por un escéptico, es bueno dudar también alguna vez de su escepticismo. Quizá late también en mí aquella inclinación secreta a lo maravilloso, que tanto favorece el nacimiento de hechos ocultistas.

Desembarazado así nuestro camino de buena parte de lo maravilloso, nos queda aún otra parte, y la más difícil. Admitiendo que P. conocía la existencia de un señor Forsyth y que se le esperaba en Viena al otoño siguiente, ¿cómo se explica que pensara en él precisamente el día de su llegada e inmediatamente después de su primera visita? Puede achacarse a una casualidad, lo cual equivale a dejarlo inexplicado; pero me he tomado el trabajo de examinar y discutir las dos otras ocurrencias de P. precisamente para excluir la idea de casualidad, para mostrarnos que P. sentía realmente celos de las personas que me visitaban o a las que visitaba yo, o también es posible, para no desatender la posibilidad más extrema, arriesgar la hipótesis de que P. había advertido en mí una excitación especial, y había deducido de ella sus conclusiones. O que P., llegado a mi casa un cuarto de hora después que el inglés, se había cruzado con él en su camino, le había reconocido en su aspecto, típicamente británico, y movido por su celosa expectación, había pensado: «Ya tenemos aquí al doctor Forsyth, cuya Ilegada viene a poner término a mi análisis. Y seguramente viene de casa del profesor Freud.» No creo posible llevar más allá nuestras suposiciones. Las cosas quedan de nuevo en un non liquet; pero debo reconocer que, en mi sentir, la balanza se inclina también en esta ocasión en favor de la transmisión del pensamiento. Por lo demás, no soy seguramente el único a quien ha sido dado vivir en la situación analítica tales sucesos «ocultos». Helene Deutsch, en 1926, ha publicado observaciones análogas, estudiando su condicionalidad con las relaciones de la transferencia entre el paciente y el analista.

Tengo la seguridad de que mi actitud ante este problema -no del todo convencido, y, sin embargo, dispuesto a convencerme- no ha de satisfaceros. Quizá os digáis: En el caso corriente de que un hombre, que ha trabajado honradamente como investigador de ciencias naturales durante toda su vida, al Ilegar a viejo la debilitación mental le hace piadoso y crédulo. Sé que en esta serie pueden incluirse muchos grandes nombres, pero no justamente el mío. Por lo menos, no me he hecho piadoso, y creo que tampoco crédulo. Sólo que cuando uno se ha doblegado toda su vida para evitar el doloroso choque con los hechos, se conserva también en la vejez el pliegue que le hace doblegarse ante nuevos hechos. Preferiríais, seguramente, que se mantuviera fiel a un moderado deísmo y me mostrase implacable en la repulsa de todo lo oculto. Pero soy incapaz de mendigar el favor de nadie, y tengo que invitaros a acoger más favorablemente la posibilidad de la transmisión del pensamiento, y con ella también la de la telepatía.

No debéis olvidar que sólo he tratado aquí estos problemas en cuanto es posible aproximarse a ellos desde el psicoanálisis. Cuando, hace ya más de diez años, surgieron por vez primera en mi campo visual, sentí también el miedo a una amenaza contra nuestra concepción científica del Universo, la cual, si el ocultismo se probaba, tendría que ceder su puesto al espiritismo o a la mística. Hoy pienso ya de otro modo; opino que no testimonia gran confianza en la ciencia no creerla capaz de acoger y elaborar lo que de las afirmaciones ocultistas puede demostrarse como verdadero. Y por lo que se refiere particularmente a la transmisión del pensamiento, parece favorecer precisamente la extensión del pensamiento científico -sus adversarios dicen mecanista- a lo espiritual, tan difícilmente aprehensible. El proceso telepático consistiría en que un acto psíquico de una persona estimula en otra el mismo acto psíquico. Lo que entre ambos actos anímicos existe puede ser muy bien un proceso físico, en el cual se transforma lo psíquico en un extremo, y que en el otro extremo vuelve a transformarse en lo psíquico. La analogía con otras transformaciones, tales como la fonación y la audición en la comunicación telefónica, sería entonces innegable. ¡Y pensad lo que sucedería si nos fuese dado aprehender tal equivalente físico del acto psíquico! Quiero hacer constar que con la interpolación de lo inconsciente entre lo físico y lo hasta entonces llamado psíquico, el psicoanálisis nos ha preparado para la aceptación de procesos tales como la telepatía. Si empezamos por acostumbrarnos a la idea de la telepatía, podemos edificar mucho sobre ella, si bien, por lo pronto, sólo con la fantasía. Como es sabido, se ignora cómo se establece en los estados de insectos la voluntad colectiva. Posiblemente, por una transferencia psíquica directa. Llegamos a la sospecha de que no fue otro el medio original arcaico de inteligencia entre los individuos; medio que luego, en el curso de la evolución filogénica, es desplazado por el método mejor de la comunicación con ayuda de signos recibidos por los órganos de los sentidos. Por el método primitivo podría conservarse en último término y hacerse efectivo aun en determinadas condiciones: por ejemplo, en las masas apasionadamente agitadas. Todo esto es aún muy inseguro y está lleno de enigmas no resueltos, pero no tiene por qué asustarnos.

Si la telepatía existe como proceso real, podemos suponer, a pesar de su difícil demostración, que es un fenómeno muy frecuente. Correspondería a nuestras esperanzas poder mostrarla precisamente en la vida anímica del niño.

Recordemos la frecuente representación temerosa de los niños de que sus padres conocen todos sus pensamientos sin que ellos se los hayan comunicado; pareja perfecta y quizá fuente de la creencia de los adultos en la omnisciencia de Dios. No hace mucho, una mujer, merecedora de todo crédito, Dorothy Burlingham, ha comunicado en un estudio, titulado EI análisis infantil y la madre, observaciones que, de ser comprobadas, desvanecerían las dudas que aún pesan sobre la realidad de la transmisión del pensamiento. Aprovechó la situación, nada rara ya, de hallarse sometidos simultáneamente al análisis la madre y el hijo, y comunica hechos tan singulares como el siguiente: «Un día, en la sesión de análisis, la madre habló de una moneda de oro que había desempeñado en las escenas de su vida infantil determinado papel. Inmediatamente después, al volver a su casa, su hijo, un niño de diez años, entra en su cuarto y le entrega una moneda de oro para que se la guarde. Asombrada, le pregunta de dónde tiene aquella moneda. Se la regalaron -explica el niño- el día de su cumpleaños. Pero desde tal día habían pasado ya muchos meses, y ahora no había sucedido nada que pudiera haberle recordado precisamente la moneda.» La madre puso en conocimiento de la analítica la singular coincidencia, pidiéndole que investigara en el niño los motivos de aquella acción. Pero el análisis del niño no procuró explicación ninguna. El acto mencionado se había incrustado aquel día como un cuerpo extraño en la vida del niño. Semanas después, hallándose la madre dedicada a sentar por escrito, según le había sido recomendado en el análisis, el suceso de referencia, la interrumpió el niño, pidiéndole que le devolviese la moneda, pues quería llevársela para mostrarla en la sesión de análisis, sin que tampoco fuera posible hallar la motivación de tal deseo.

Y con esto habremos retornado al psicoanálisis, del cual habíamos partido.

 

Lección XXXI

DISECCIÓN DE LA PERSONALIDAD PSÍQUICA

Señoras y señores:

TODOS sabéis seguramente la importancia que para vuestras relaciones particulares, tanto con las personas como con las cosas, entraña el punto de partida. Así ha sido también en psicoanálisis. Para su desarrollo y para la acogida que hubo de serle dispensada no fue indiferente que iniciara su labor en el síntoma; esto es, en lo más ajeno al yo que al alma íntegra. El síntoma proviene de lo reprimido y es como un representante de lo reprimido cerca del yo; pero lo reprimido es para el yo dominio extranjero; un dominio extranjero interior, así como la realidad -si se me permite una expresión nada habitual- es un dominio extranjero exterior. Partiendo del síntoma, el camino analítico nos condujo a lo inconsciente, a la vida instintiva, a la sexualidad, siendo ésta la época en que el Psicoanálisis comenzó a oír las ingeniosas objeciones de que el hombre no era exclusivamente una criatura sexual, y conocía también impulsos más nobles y elevados. Habría podido añadirse que, exaltado por la conciencia de tales impulsos elevados, se tomaba con demasiada frecuencia el derecho de pensar disparates y el de desatender los hechos.

Pero vosotros sabéis muy bien cómo desde un principio el análisis afirmó que el hombre enfermaba a consecuencia del conflicto entre las exigencias de la vida instintiva y la resistencia que en él se alza contra ellas, y sabéis también que jamás hemos olvidado ni por un momento la existencia de esta instancia resistente repelente y represora, la cual nos representábamos dotada de fuerzas particularísimas -los instintos del yo-, y que coincide precisamente con el yo de la psicología al uso. Sólo que, dado el lento y trabajoso progreso de la investigación científica, tampoco el Psicoanálisis ha podido estudiar simultáneamente todos los sectores ni pronunciarse al mismo tiempo sobre todos los problemas. Por fin avanzamos lo suficiente para poder distraer nuestra atención de lo reprimido y enfocarla sobre lo represor, y nos situamos ante tal yo, que tan evidente parecía, con la segunda esperanza de encontrar también en sus dominios algo inesperado; pero no fue nada fácil lograr un primer acceso a él. Y de esto es de lo que hoy voy a hablaros.

Previamente quiero dar libre cauce a mi sospecha de que esta mi exposición de la psicología del yo ha de actuar sobre vosotros muy diferentemente que la anterior introducción en el mundo psíquico abisal. Por qué es así no lo sé a punto fijo. En un principio pensé que juzgaríais que si hasta aquí os había expuesto hechos concretos, pasaba ahora a una pura especulación. Pero, bien meditado, he de afirmar que el montante de elaboración mental del material del hecho dado en nuestra psicología del yo no es mucho más elevado del que había en la psicología de las neurosis. Y lo mismo que éste, he tenido también que rechazar otros distintos fundamentos de mi juicio inicial. Ahora opino que aquella primera impresión depende en algún modo del carácter mismo de la materia y de nuestra falta de costumbre de tratarla. De todos modos, no me sorprenderá que os mostréis ahora en vuestro juicio más reservados y precavidos que hasta aquí.

La situación misma en la que nos encontramos al comienzo de nuestra investigación será la que nos indique el camino. El objeto de esta investigación queremos que sea el yo, nuestro propio yo. Pero, ¿acaso es posible tal cosa? Si el yo es propiamente el sujeto, ¿cómo puede pasar a ser objeto? Y el caso es que, evidentemente, puede ser así. EI yo puede tomarse a sí mismo como objeto, puede tratarse a sí mismo como a otros objetos, observarse, criticarse, etc. En todo ello, una parte del yo se enfrenta al resto. EI yo es, pues, disociable; se disocia en ocasión de algunas de sus funciones, por lo menos transitoriamente, y los fragmentos pueden luego unirse de nuevo. Todo esto no es ninguna novedad, sino más bien una acentuación inhabitual de cosas generalmente conocidas. Por otro lado, sabemos ya que la Patología, con su poder de amplificación y concreción, puede evidenciarnos circunstancias normales, que de otro modo hubieran escapado a nuestra perspicacia. Allí donde se nos muestra una fractura o una grieta puede existir normalmente una articulación. Cuando arrojamos al suelo un cristal, se rompe, mas no caprichosamente; se rompe, con arreglo a sus líneas de fractura, en pedazos cuya delimitación, aunque invisible, estaba predeterminada por la estructura del cristal. También los enfermos mentales son como estructuras, agrietadas y rotas. No podemos negarles algo de aquel horror respetuoso que los pueblos antiguos testimonian a los locos. Se han apartado de la realidad exterior, pero precisamente por ello saben más de la realidad psíquica interior, y pueden descubrirnos cosas que de otro modo serían inaccesibles para nosotros. De un grupo de estos enfermos decimos que padecen del delirio de ser observados. Se nos lamentan de verse agobiados constantemente, hasta en sus más íntimas actividades, por la observación vigilante de poderes desconocidos, probablemente personales, y sufren alucinaciones en las que oyen cómo tales personas publican los resultados de su observación. Ahora dice tal cosa; ahora se está vistiendo para salir, etc. Esta observación no equivale todavía a una persecución; pero le falta muy poco; supone que se desconfía del sujeto, que se espera sorprenderle en la comisión de algo ilícito, por lo cual será castigado. ¿Qué pasaría si estos dementes tuvieran razón, si en todos nosotros existiera en el yo una tal instancia, vigilante y amenazadora, que en los enfermos mentales sólo se hubiera separado francamente del yo y hubiera sido erróneamente desplazada a la realidad exterior?

No sé si a vosotros os sucederá lo que a mí. Desde el momento en que, bajo la intensa impresión de este cuadro patológico, concebí la idea de que la separación de una instancia observadora del resto del yo podía ser un rasgo regular de la estructura del yo, no he podido alejarla de mí, y me ha impulsado a investigar los demás caracteres y relaciones de la instancia así disociada. El primer paso es fácil. Ya el contenido del delirio de ser observado nos hace ver que la observación es tan sólo una preparación del juicio y el castigo, y con ello adivinamos que otra de las funciones de tal instancia tiene que ser aquello que llamamos conciencia (moral). No hay nada en nosotros que tan regularmente separemos de nuestro yo y enfrentemos a él como nuestra conciencia (moral). Me siento inclinado a hacer algo de lo que me promete placer, pero dejo de hacerlo con el fundamento de que mi conciencia no me lo permite. O la magnitud de la expectación de placer me ha llevado a hacer algo contra lo cual se pronunciaba la voz de mi conciencia y después del acto mi conciencia me castiga con penosos reproches, haciéndome sentir remordimientos. Podría decir simplemente que la instancia especial que empiezo a distinguir en el yo es la conciencia (moral), pero es más prudente dejar independiente esta instancia y suponer que la conciencia (moral) es una de sus funciones, y otra la autoobservación, indispensable como premisa de la actividad juzgadora de esta conciencia. Y como el reconocimiento de una existencia independiente exige para lo que así existe un nombre propio, daremos en adelante a esta instancia, con existencia independiente en el yo, el nombre de super-yo.

No me sorprenderá oíros preguntarme burlonamente si nuestra psicología del yo se reduce, en general, a tomar al pie de la letra abstracciones corrientes y a amplificarlas, convirtiéndolas de conceptos en cosas, con todo lo cual poco o nada se va ganando. A esto os responderé que ha de ser muy difícil eludir en la psicología del yo lo ya generalmente conocido, y que lo importante será llegar a nuevas ordenaciones y nuevas concepciones más que a nuevos descubrimientos. Conservad, pues, por ahora vuestra respectiva actitud crítica, en espera de nuevos datos. Los hechos de la Patología procuran a nuestros esfuerzos un fondo, que inútilmente buscaréis en la psicología usual. Proseguiré mi exposición. Apenas lleguemos a familiarizarnos con la idea de tal super-yo dotado de ciertas independencias, que persigue intenciones propias y posee una energía independiente del yo, recordamos un cuadro patológico, que precisa claramente el rigor e incluso la crueldad de esta instancia y las variantes de su relación con el yo. Me refiero a la melancolía, o, más exactamente, al acceso melancólico, del cual habréis oído hablar suficientemente, aunque no seáis psiquiatras. EI rasgo más singular de esta dolencia, de cuya causación y cuyo mecanismo sabemos muy poco, es la forma en que el super-yo -o si queréis, la conciencia moral- trata al yo. Mientras que en épocas de salud el melancólico puede ser, como cualquier otro individuo, más o menos riguroso consigo mismo, en el acceso melancólico el super-yo se hace riguroso en extremo: riñe, humilla y maltrata al pobre yo; le hace esperar los peores castigos y le reprocha actos muy pretéritos, que a su hora fueron indulgentemente juzgados, como si en el intervalo hubiera acumulado las acusaciones, habiendo esperado tan sólo su robustecimiento actual para darles curso y fundar en ellas una sentencia. EI super-yo aplica un rigurosísimo criterio moral al yo, inerme a merced suya; se convierte en un representante de la moralidad y nos revela que nuestro sentimiento de culpabilidad moral es expresión de la pugna entre el yo y el super-yo. Constituye una experiencia singular ver convertida en fenómeno periódico la moralidad, de la cual se supone que nos fue dada por Dios, arraigándola profundamente en nosotros. Pues, al cabo de cierto número de meses, el fantasma moral se desvanece, la crítica del super-yo se acalla, y el yo queda rehabilitado y goza de nuevo de todos los derechos del hombre hasta el acceso siguiente. E incluso en ciertas formas de la enfermedad ocurre en los intervalos algo antitético: el yo se asume en una bienaventurada embriaguez; triunfa como si el super-yo hubiera perdido toda fuerza o se hubiese confundido con el yo, y este yo, libertado y maníaco, se permite realmente y sin el menor escrúpulo la satisfacción de todos sus caprichos. Procesos abundantes en enigmas no resueltos.

Esperaréis seguramente algo más que una mera ilustración al oírme anunciaros que hemos averiguado varias cosas sobre la formación del super-yo, esto es, sobre la génesis de la conciencia moral. El filósofo Kant dijo, como sabéis, que nada le probaba tan convincentemente la grandeza de Dios como el firmamento estrellado y nuestra conciencia moral. Los astros son ciertamente magníficos; pero lo que hace a la conciencia moral, Dios ha llevado a cabo una labor desigual y negligente, pues una gran mayoría de los hombres no ha recibido sino muy poca; tan poca, que apenas puede decirse que posean alguna. No ignoramos la parte de verdad psicológica que entraña la afirmación de que la conciencia moral es de origen divino, pero es cierto que precisa de interpretación. Si la conciencia es algo dado en nosotros, no es, sin embargo, algo originalmente dado. Constituye así una antítesis de la vida sexual, dada realmente en nosotros desde el principio de la existencia y no ulteriormente agregada. Pero, como es sabido, el niño pequeño es anormal, no posee inhibición alguna interior de sus impulsos tendentes al placer. El papel que luego toma a su cargo el super-yo es desempeñado primero por un poder exterior, por la autoridad de los padres. La influencia de los padres gobierna al niño con el otorgamiento de pruebas de cariño y la amenaza de castigos que indican al niño una pérdida de amor y son, además, temibles de por sí. Esta angustia real es el antecedente de la ulterior angustia a la conciencia; mientras reina no hay por qué hablar de super-yo ni de conciencia moral. Sólo después se forma la situación secundaria que aceptamos, demasiado a la ligera, como normal; situación en la cual la inhibición exterior es internalizada, siendo sustituida la instancia parental por el super-yo, el cual vigila, dirige y amenaza al yo exactamente como antes los padres al niño.

El super-yo, que de este modo se arroga el poder, la función y hasta los métodos de la instancia parental, no es tan sólo el suceso legal, sino también el heredero legítimo de la misma. Surge directamente de ella, pronto veremos por qué proceso. Pero primero debemos detenernos en un desacuerdo surgido entre ambos. El super-yo parece haber llevado a cabo una selección unilateral, arrogándose tan sólo la dureza y el rigor de los padres, su función prohibitiva y punitiva, mientras que su amoroso cuidado no parece encontrar en él acogida ni continuación. Cuando los padres han sido rigurosos, nos parece fácilmente comprensible que en el niño se haya desarrollado también un riguroso super-yo; pero contra lo que esperábamos, la experiencia muestra que el super-yo puede adquirir la misma inflexible dureza aun cuando la educación haya sido benigna y bondadosa y haya evitado en lo posible amenazas y castigos. Sobre esta contradicción volveremos luego al tratar de las transformaciones de los instintos en la formación del super-yo.

De la transformación de la relación parental en el super-yo no puedo deciros tanto como me placería: en parte, porque se trata de un proceso tan complicado, que su exposición rebasa los límites de una iniciación como la que aquí me propongo facilitaros, y en parte, porque nosotros mismos no creemos haberla penetrado por entero. Habréis de contentaros, pues, con las indicaciones siguientes: La base de tal proceso es lo que Ilamamos una identificación, esto es, la equiparación de un yo a otro yo ajeno, equiparación a consecuencia de la cual el primer yo se comporta, en ciertos aspectos, como el otro, le imita y, en cierto modo, le acoge en sí. No sin razón se ha comparado la identificación a la incorporación oral, caníbal, de otra persona. La identificación es una forma muy importante de la vinculación a la otra persona; es probablemente la más primitiva y, desde luego, distinta de la elección de objeto. La diferencia puede expresarse en la forma siguiente: Cuando el niño se identifica con el padre, quiere ser como el padre; cuando lo hace objeto de su elección, quiere tenerlo, poseerlo; en el primer caso, su yo se modifica conforme al modelo constituido por el padre; en el segundo, ello no es necesario. La identificación y la elección de objeto son ampliamente independientes entre sí; pero también puede uno identificarse con aquella misma persona a la que, por ejemplo, ha elegido como objeto sexual y transformar el propio yo con arreglo al de ella. Dícese que esta gran influencia del objeto sexual al yo es particularmente frecuente en las mujeres y característico de la femineidad. De la relación más instructiva entre la identificación y la elección de objeto hube de hablaros ya en mis conferencias anteriores. Es tan fácilmente observable en los niños como en los adultos, y en los normales como en los enfermos. Cuando hemos perdido un objeto o hemos tenido que renunciar a él, nos compensamos, a menudo, identificándonos con él, erigiéndolo de nuevo en nuestro yo, de manera que, en este caso, la elección de objeto retroceda a la identificación.

Tampoco a mí me satisfacen por- completo estas observaciones sobre la identificación, pero me daré por contento si me concedéis que la instauración del super-yo puede ser descrita como un caso plenamente conseguido de identificación con la instancia parental. El hecho decisivo para esta concepción es que la nueva creación de una instancia superior en el yo se halla íntimamente enlazada a los destinos del complejo de Edipo, de manera que el super-yo se nos muestra como el heredero de esta vinculación afectiva, tan importante para la infancia. Comprendemos que, al cesar el complejo de Edipo, el niño tuvo que renunciar a las intensas cargas de objeto que había concentrado en sus padres, y como compensación de esa pérdida de objeto, las identificaciones con los padres quedan muy intensificadas -identificaciones existentes probablemente desde mucho antes en su yo-. Tales identificaciones, como residuos de cargas de objeto abandonadas, se repetirán después muy a menudo en la vida del niño, pero al valor afectivo de este primer caso corresponde plenamente una transformación tal que su resultado obtenga una posición especial en el yo. Una investigación más penetrante nos enseña también que el super-yo pierde en energía y desarrollo cuando la superación del complejo de Edipo sólo es conseguida imperfectamente. En el curso del desarrollo, el super-yo acoge también las influencias de aquellas personas que han ocupado el lugar de los padres, o sea, los educadores, los maestros y los modelos ideales. Normalmente, se aleja cada vez más de los primitivos individuos parentales, haciéndose, por decirlo así, más impersonal. No sabemos olvidar tampoco que en edades distintas el niño estima diferentemente a sus padres. En la época en que el complejo de Edipo deja el puesto al super-yo, los padres son aún algo excelso; más tarde pierden mucho. Se forman también entonces identificaciones que incluso procuran normalmente importantes aportaciones a la formación del carácter, pero entonces sólo afectando al yo, no influyendo ya sobre el super-yo, determinado por los imagos parentales más tempranos.

Espero que hayáis experimentado ya la impresión de que la institución del super-yo describe realmente una circunstancia estructural y no personifica simplemente una abstracción, como la de la conciencia moral. Hemos de citar aún una importantísima función que adscribimos a este super-yo. Es también al substrato del ideal del yo, con el cual se compara el yo, al cual aspira y cuya demanda de perfección siempre creciente se esfuerza en satisfacer. No cabe duda de que este ideal del yo es el residuo de la antigua representación de los padres, la expresión de la admiración ante aquellas perfecciones que el niño le atribuía por entonces.

Sé que habéis oído mucho acerca de aquel sentimiento de inferioridad que caracterizaría precisamente a los neuróticos. Ha invadido, sobre todo, la literatura. Un escritor que emplea el «complejo de inferioridad» cree haber satisfecho con ello todas las exigencias del psicoanálisis y haber elevado su exposición a un alto nivel psicológico. En realidad, el término «complejo de inferioridad» es apenas empleado en psicoanálisis. No es para nosotros nada simple, no digamos ya elemental. Referido a la autopercepción de insuficiencias orgánicas, como lo hace la escuela de los llamados `Psicólogos Individuales', me parece un error por miopía. El sentimiento de inferioridad tiene raíces intensamente eróticas. EI niño se siente inferior cuando advierte que no es amado, y lo mismo el adulto. El único órgano que realmente es considerado inferior es el pene atrofiado de las niñas, o sea, el clítoris. Pero la mayor parte del sentimiento de inferioridad proviene de la relación del yo con el super-yo, y es, como el sentimiento de culpabilidad, la expresión de una pugna entre ambos. El sentimiento de inferioridad y el sentimiento de culpabilidad son, en general, difícilmente separables. Quizá sería acertado ver en el primero el complemento erótico del sentimiento de inferioridad moral. A esta cuestión de delimitación de conceptos no le hemos dedicado aún en psicoanálisis atención suficiente.

Precisamente por lo popular que ha llegado a ser el complejo de inferioridad, voy a permitirme, en este punto, una pequeña disgresión. Una personalidad histórica contemporánea, que en vida aún ha pasado hoy muy a segundo término, padece, a causa de un accidente sufrido al nacer, la atrofia incompleta de uno de sus miembros. Un conocidísimo literato actual, que se dedica preferentemente a escribir biografías, ha compuesto también la de tal personalidad. Ahora bien: cuando se escribe una biografía, debe de ser muy difícil reprimir la necesidad de ahondar en la psicología del biografiado. Y así, nuestro autor ha arriesgado la tentativa de fundamentar la evolución entera del carácter de nuestro héroe sobre el sentimiento de inferioridad que su defecto físico habría de despertar en él. Pero al hacerlo así no tuvo en cuenta un hecho poco aparente, pero muy importante. Es habitual que la madre a la que el Destino ha dado un hijo enfermo o desventajado en algún modo procure compensarle de tan injusta disminución con un exceso de cariño. Pero en el caso de que tratamos, la madre, por demás orgullosa, se comportó muy diferentemente, pues negó a su hijo todo amor a causa de su defecto físico. Cuando el niño llegó a ser un hombre poderoso, demostró inequívocamente con sus actos que no perdonaba el desamor materno. Si recordáis la significación del amor maternal para la vida anímica infantil, no podréis menos de rectificar mentalmente la teoría de inferioridad sostenida por el biógrafo.

Tornemos ahora al super-yo. Le hemos atribuido las funciones de autoobservación, conciencia moral e ideal. De nuestras observaciones sobre su génesis resulta que tiene por premisas un hecho biológico importantísimo y un hecho psicológico decisivo para los destinos del individuo -la prolongada dependencia del sujeto bajo la autoridad de sus padres y el complejo de Edipo-, hechos que, a su vez, se hallan íntimamente enlazados entre sí. El super-yo es para nosotros la representación de todas las restricciones morales, el abogado de toda aspiración a un perfeccionamiento; en suma: aquello que de lo que llamamos más elevado en la vida del hombre se nos ha hecho psicológicamente aprehensible. Siendo en sí procedente de la influencia de los padres, los educadores, etc., el examen de estas fuentes nos ilustrará sobre su significación. Por lo regular, los padres y las autoridades análogas a ellos siguen en la educación del niño las prescripciones del propio super-yo. Cualquiera que en ellos haya sido la relación del yo con el super-yo, en la educación del niño se muestran severos y exigentes. Han olvidado las dificultades de su propia niñez y están satisfechos de poder identificarse ya plenamente con sus propios padres, que tan duras restricciones les impusieron en su tiempo. De este modo, el super-yo del niño no es construido, en realidad, conforme al modelo de los padres mismos, sino al del super-yo parental; recibe el mismo contenido, pasando a ser el substrato de la tradición de todas las valoraciones permanentes que por tal camino se han transmitido a través de las generaciones. Adivinaréis fácilmente qué importantes auxilios para la comprensión de la conducta social de los hombres, y acaso también qué indicaciones prácticas para la educación, resultan de la consideración del super-yo. La concepción materialista de la Historia peca probablemente en no estimar bastante este factor. Lo aparta a un lado con la observación de que las «ideologías» de los hombres no son más que el resultado y la superestructura de sus circunstancias económicas presentes. Lo cual es verdad, pero probablemente no toda la verdad. La Humanidad no vive jamás por entero en el presente; en las ideologías del super-yo perviven el pasado, la tradición racial y nacional, sólo muy lentamente ceden a las influencias del presente; desempeñan en la vida de los hombres, mientras actúan por medio del super-yo, un importantísimo papel, independiente de las circunstancias económicas.

En el año 1921 intenté aplicar la diferenciación del yo y el super-yo al estudio de la psicología colectiva y llegué a la fórmula siguiente: Un grupo psicológico es una reunión de individuos que han introducido a una misma persona en sus respectivos super-yoes, y que, a causa de esta comunidad se han identificado unos con otros en su yo. Fórmula que, naturalmente, no sirve más que para aquellos grupos que tienen un jefe. Si contásemos con más aplicaciones de este género, la hipótesis del super-yo perdería para nosotros lo que aún tiene de singular y nos sentiríamos libres ya por completo de aquella aprensión que, acostumbrados como estamos a la atmósfera abisal, nos asalta cuando nos movemos en los estratos más superficiales del aparato anímico. Naturalmente, con la diferenciación del super-yo no creemos haber dicho la última palabra en cuanto a la psicología del yo. Tal diferenciación es más bien sólo un principio; pero en este caso no sólo los principios son difíciles.

Ahora se nos plantea otra labor, y, por decirlo así, en el extremo opuesto del yo. Surge de una observación que hacemos en el curso del análisis, observación por cierto muy antigua. Sólo que, como a veces sucede, se ha tardado mucho en concederle la atención debida. Como sabéis, toda la teoría psicoanalítica se basa propiamente en la percepción de la resistencia que el paciente opone a nuestra tentativa de hacerle consciente su inconsciente. La señal objetiva de la resistencia es el agotamiento de sus asociaciones espontáneas o su alejamiento del tema tratado. El paciente mismo puede también reconocer subjetivamente la resistencia en la aparición en él de sensaciones penosas al aproximarse al tema. Pero este último signo puede faltar. Entonces comunicamos al paciente que su conducta nos revela que se encuentra en estado de resistencia, a lo cual replica que nada sabe de ella, advirtiendo tan sólo la dificultad de producir nuevas asociaciones. Y como nuestra afirmación demuestra luego ser exacta, resulta, pues, que su resistencia era también inconsciente, tan inconsciente como lo reprimido que intentábamos hacer surgir en la consciencia. Hubiéramos debido, pues, plantearnos tiempo ha la interrogación siguiente: ¿De qué parte de su vida anímica proviene tal resistencia inconsciente? EI principiante en psicoanálisis os responderá en seguida: Es la resistencia misma de lo inconsciente. Pero esta solución es tan equívoca como inútil. Si quiere decir que la resistencia emana de lo reprimido, habremos de rebatirla decididamente. Lo reprimido entraña más bien un impulso intensísimo a surgir en la consciencia. La resistencia no puede ser más que una manifestación del yo, el cual llevó a cabo en su día la represión y quiere ahora mantenerla. Así lo hemos creído ya desde un principio. Y desde que admitimos la existencia en el yo de una instancia especial que representa las exigencias restrictivas y prohibitivas -el super-yo-, podemos decir que la represión es obra de este super-yo, el cual la lleva a cabo por sí mismo o por medio del yo, obediente a sus mandatos. Y si la resistencia no se hace consciente al sujeto en el análisis, quiere decir que el super-yo y el yo pueden obrar inconscientemente en situaciones importantísimas o, cosa mucho más significativa, que partes determinadas del super-yo y el yo mismo son inconscientes. En ambos casos hemos de reconocer, mal que nos pese, que el (super-) yo y lo consciente, por un lado, y lo reprimido y lo inconsciente, por otro, no coinciden en modo alguno.

Siento ahora la necesidad de hacer una pausa para tomar aliento, pausa que supongo ha de seros también benéfica, y que aprovecharé además para presentaros, antes de continuar, mis más rendidas excusas. Quiero daros aquí un complemento a una introducción al psicoanálisis iniciada por mí hace ya quince años, y tengo que conducirme como si en tal intervalo os hubiérais consagrado exclusivamente al psicoanálisis. Sé que tal suposición no es exacta, pero no puedo comportarme de otro modo. Y ello, principalmente, por lo difícil que, en general. es procurar una visión del psicoanálisis a personas ajenas por completo a él. Podéis creer que no es nada grato aparecer como una misteriosa secta consagrada a una ciencia esotérica. Y, sin embargo, hemos tenido que reconocer y proclamar que nadie tiene derecho a intervenir en las cosas del psicoanálisis si antes no ha pasado por determinadas experiencias que sólo puede lograr sometiéndose al análisis por sí mismo. Cuando hace quince años desarrollé ante vosotros mis conferencias iniciales, procuré ahorraros determinados fragmentos especulativos de nuestra teoría. Pero las nuevas conquistas de que hoy quiero hablaros se enlazan precisamente a ellos.

Volvamos al tema. En la duda de si el yo y el super-yo son por sí mismos inconscientes o sólo desarrollan efectos inconscientes, nos hemos decidido, no sin buenas razones, por la primera posibilidad. Sí; partes considerables del yo y del super-yo pueden permanecer inconscientes y lo son normalmente. Esto quiere decir que el sujeto no sabe nada de sus contenidos, siendo precisa una ardua labor para hacérselos conscientes. Es exacto, en efecto, que el yo y lo consciente, lo reprimido y lo inconsciente no coinciden. Sentimos la necesidad de revisar fundamentalmente nuestra actitud ante el problema de lo consciente y lo inconsciente. AI principio nos inclinamos a rebajar el valor del criterio de la consciencia, ya que tan poco seguro se ha demostrado. Pero haríamos mal. Pasa con él lo que con nuestra vida: no vale mucho, pero es todo lo que tenemos. Sin las luces de la consciencia, estaríamos perdidos en las tinieblas de la psicología abisal; pero podemos intentar una nueva orientación.

No necesitamos discutir a qué hemos de Ilamar consciente, pues está fuera de toda duda. La significación más antigua y mejor de la palabra «inconsciente» es la descriptiva; llamamos inconsciente a un proceso psíquico cuya existencia nos es obligado suponer, por cuanto deducimos de sus efectos, pero del que nada sabemos. Estamos entonces con él en la misma relación que con un proceso psíquico de otra persona, con la sola diferencia de que es en nosotros donde se desarrolla. Y si aún queremos ser más exactos, diremos que llamamos inconsciente a un proceso cuando tenemos que suponerlo activo de presente, aunque de presente nada sepamos de él. Esta restricción nos hace pensar que la mayoría de los procesos conscientes sólo lo son así por breve tiempo; no tardarán en hacerse latentes, pero pueden volver a hacerse conscientes fácilmente. Podríamos también decir que se habrían hecho inconscientes si estuviéramos seguros de que en el estado de latencia fuera aún algo psíquico. Con esto no habremos averiguado nada nuevo, ni tampoco adquirido un derecho a introducir en la Psicología el concepto de un inconsciente. Pero a ello viene a agregarse una observación que podemos hacer ya en los actos fallidos. En efecto, para la explicación de una equivocación oral nos vemos obligados a suponer que en el sujeto se había formado el propósito de decir algo determinado. Y adivinamos cuál era tal propósito por la perturbación que la expresión ha sufrido, pero el propósito no se ha cumplido y era, por tanto, inconsciente. Cuando a posteriori se lo comunicamos al sujeto, puede reconocerlo como suyo, y entonces era tan sólo temporalmente inconsciente, y puede negarlo como ajeno a él, y entonces era permanentemente inconsciente. De esta experiencia extraemos retrospectivamente un derecho a declarar también inconsciente lo que antes decíamos latente. La consideración de estas circunstancias dinámicas nos permite ahora distinguir dos clases de inconsciente: un inconsciente que fácilmente y en condiciones frecuentemente dadas se transforma en consciente, y otro que sólo con gran esfuerzo o posiblemente nunca, permite tal transformación. Para evitar la duda de si hablamos de uno u otro inconsciente y de si empleamos tal término en sentido descriptivo o en sentido dinámico, recurrimos a un expediente tan lícito como sencillo. A aquel inconsciente que sólo es latente y se torna con suma facilidad consciente lo denominamos preconsciente, y conservamos el nombre de «inconsciente» para el otro. Tenemos, pues, tres términos: consciente, preconsciente e inconsciente, con los cuales podemos valernos en la descripción de los fenómenos anímicos. De nuevo haremos constar que, en sentido puramente descriptivo, también lo preconsciente es inconsciente, pero no lo designamos así, salvo cuando nos es necesaria mayor precisión o cuando tenemos que defender la existencia de procesos inconscientes en general en la vida psíquica de cualquiera.

Espero me concederéis que hasta ahora no os he planteado graves dificultades y que todo lo expuesto es de fácil manejo. Sí; pero, desgraciadamente, la labor psicoanalítica se ha visto obligada a emplear la palabra inconsciente en un tercer sentido, y esto puede ya dar lugar a confusiones. Bajo la nueva e intensa impresión de que un amplio e importante sector de la vida psíquica se halla sustraído normalmente al conocimiento del yo, de manera que los procesos que en tal sector se desarrollan tienen que ser reconocidos como inconscientes en el sentido dinámico, hemos entendido también el término «inconsciente» en un sentido tópico o sistemático y hemos hablado de un sistema de lo preconsciente y de un sistema de lo inconsciente, de un conflicto del yo con el sistema Inc., dando así a la palabra el carácter de designación de una provincia psíquica más que de una cualidad de lo anímico. EI descubrimiento realmente incómodo de que también partes del yo y del super-yo son inconscientes en sentido dinámico nos procura en este caso un alivio, permitiéndonos vencer una complicación. Advertimos que no tenemos derecho a llamar sistema Inc. al sector anímico ajeno al yo, toda vez que la inconsciencia no es carácter exclusivo. Por tanto, no emplearemos ya el término «inconsciente» en sentido sistemático y daremos a lo que hasta ahora designábamos así un nombre mejor y ya inequívoco. Apoyándonos en el léxico nietzscheano y siguiendo una sugerencia de Georg Groddeck, lo llamaremos en adelante el «ello». Este pronombre impersonal parece particularmente adecuado para expresar al carácter capital de tal provincia del alma, o sea, su calidad de ajena al yo. El super-yo, el yo y el ello son los tres reinos, regiones o provincias en que dividimos el aparato anímico de la persona y de cuyas relaciones recíprocas vamos a ocuparnos en lo que sigue.

Pero hagamos antes una pequeña digresión. Presumo que no os ha satisfecho comprobar que las tres cualidades de las características de ser consciente y las tres provincias del aparato anímico no formen tres pacíficas parejas, y que veis en ello algo como una perturbación de nuestros resultados. Mas por mi parte opino que no tenemos por qué lamentarlo, debiendo decirnos que no teníamos derecho alguno a esperar tan simple ordenación. Permitidme una comparación; ya sé que las comparaciones no resuelven nada; pero pueden hacer que nos sintamos menos desorientados. Imagino un territorio de configuración muy variada -montes, llanuras y lagos- y en el que habitan alemanes, magiares y eslovacos, dedicados a actividades diferentes. La distribución de tales elementos podría ser tal que los alemanes habitaran los montes y se dedicaran a la ganadería; los magiares poblaran las llanuras y se consagrasen al cultivo del trigo y de la vid, y los eslovacos moraran en las márgenes de los lagos y vivieran de la pesca y de la construcción de objetos de mimbre. Si esta distribución fuera precisa y exacta constituiría la alegría de un Woodrow Wilson, y sería comodísima para la enseñanza de la Geografía. Pero lo más probable es que el viajero que atravesara tal región hallara en ella menos orden y más mezcla. Los alemanes, los magiares y los eslovacos viven confundidos entre sí; en los montes hay también tierras de cultivo, y en la llanura, pastos. Sin embargo, algo es tal y como lo esperabais, pues en las montañas es imposible encontrar pesca, y en el agua de los lagos no crece la vid. Puede, incluso, suceder que vuestra imagen preconcebida deI territorio sea en conjunto acertada, difiriendo tan sólo en algunos detalles, que aceptaréis sin descontento.

No esperaréis que del ello pueda comunicaros grandes cosas. Es la parte oscura e inaccesible de nuestra personalidad; lo poco que de él sabemos lo hemos averiguado mediante el estudio de la elaboración onírica y de la producción de síntomas neuróticos, y en su mayor parte tiene carácter negativo, no pudiendo ser descrito sino como antitético del yo. Nos aproximamos al ello por medio de analogías, designándolo como un caos o como una caldera, plena de hirvientes estímulos. Lo dibujaríamos abierto en el extremo orientado hacia lo somático, y acogiendo allí en sí las necesidades instintivas, que encuentran en él su expresión psíquica, pero no podemos decir en qué substrato. Se carga de energía emanada de los instintos; pero carece de organización, no genera una voluntad conjunta y sí sólo la aspiración a dar satisfacción a las necesidades instintivas conforme a las normas del principio del placer. Para los procesos desarrollados en el ello no son válidas las leyes lógicas del pensamiento, y menos que ninguna, el principio de la contradicción. Impulsos contradictorios coexisten en él, sin anularse mutuamente o restarse unos de otros; lo más que hacen es fundirse, bajo la coerción económica dominante, en productos transaccionales para la derivación de la energía. No hay en el ello nada equivalente a la negación, y comprobamos también en él con gran sorpresa la excepción de aquel principio filosófico según el cual el espacio y el tiempo son formas necesarias de nuestros actos anímicos. En el ello no hay nada que corresponda a la representación del tiempo; no hay reconocimiento de un decurso temporal, hecho harto singular, que espera ser acogido en el pensamiento filosófico, ni modificación del proceso anímico por el decurso del tiempo. Los impulsos optativos, que jamás han rebasado el ello, y las impresiones, que la represión ha sumido en el ello, son virtualmente inmortales y se comportan, al cabo de decenios enteros, como si acabaran de nacer. Sólo llegan a ser reconocidos como pretéritos y despojados de su carga de energía los impulsos optativos cuando la labor psicoanalítica los hace conscientes, en lo cual reposa principalmente el efecto terapéutico del tratamiento analítico.

Tengo la impresión de no haber sacado aún todo el partido posible, para nuestra teoría, de este hecho, exento de toda duda, de la inalterabilidad de lo reprimido por el tiempo. Parecen abrírsenos aquí profundos atisbos. Desgraciadamente, tampoco he avanzado por este camino.

Evidentemente, el ello no conoce juicio de valor alguno; no conoce el bien ni el mal ni moral ninguna. El factor económico o, si queréis, cuantitativo, íntimamente enlazado al principio del placer, rige todos los procesos. A nuestro juicio, todo lo que el ello contiene son cargas de instinto que demandan derivación. Incluso parece que la energía de estos impulsos instintivos se encuentra en estado distinto del que le es propio en los demás sectores anímicos, siendo más fácilmente móvil y capaz de descarga; pues de otro modo no ocurrirían aquellos desplazamientos y aquellas condensaciones que son características del ello y que tan absolutamente prescinden de la calidad de aquello a lo que afectan y a lo que en el yo llamaríamos una idea. ¡Qué no daríamos por conseguir una comprensión más profunda de estas cosas! Pero, de todos modos, ya veis que estamos en situación de señalar otras cualidades del ello, además de la de ser inconsciente, y reconoceréis la posibilidad de que partes del yo y del super-yo sean inconscientes sin poseer los mismos caracteres primitivos e irracionales. Como primero Ilegamos a establecer una característica del yo propiamente dicho, en cuanto es posible diferenciarlo del ello y del super-yo, es considerando su relación con la parte más externa y superficial del aparato anímico, a la que damos el nombre de sistema percepción-consciencia (P-Cc). Este sistema está vuelto hacia el mundo exterior, facilita las percepciones del mismo y en él hace, durante su función, el fenómeno de la consciencia. Es el órgano sensorial de todo el aparato, y su receptividad no se limita a los estímulos llegados del exterior, sino que se extiende también a aquellos procedentes del interior de la vida anímica. No es, pues, apenas necesario justificar la hipótesis de que el yo es aquella parte del ello que fue modificada por la proximidad y la influencia del mundo exterior y dispuesta para recibir los estímulos y servir de protección contra ellos, siendo así comparable a la capa cortical de la que se rodea un nódulo de sustancia viva. La relación con el mundo exterior ha sido decisiva para el yo, el cual ha tomado a su cargo la misión de representarlo cerca del ello, para bien del mismo, pues sin cuidarse de tal ingente poder exterior, y en su ciega aspiración a la satisfacción de los instintos, no escaparía al aniquilamiento. En el desempeño de esta función el yo tiene que observar el mundo exterior, imprimir una copia fidelísima del mismo en las huellas mnémicas de sus percepciones y mantener a distancia, por medio de la prueba de la realidad, aquello que en tal imagen del mundo exterior es añadidura procedente de fuentes de estímulos internas. Por encargo del ello rige el yo los accesos a la motilidad, pero ha interpolado entre la necesidad y el acto un aplazamiento en forma de actividad del pensamiento, durante el cual utiliza los residuos mnémicos de la experiencia. De este modo ha destronado el principio del placer, que rige ilimitadamente el curso de los procesos en el ello, y lo ha sustituido por el principio de la realidad, que promete mayor seguridad y mejor éxito.

También la relación con el tiempo, tan difícil de describir, es facilitada al yo por el sistema de la percepción; apenas es dudoso que el modo de laborar de este sistema genera la idea del tiempo. Pero lo que distingue especialmente al yo y lo diferencia del ello es una tendencia a Ia síntesis de sus contenidos, a una combinación y unificación de sus procesos anímicos, de la que el ello carece en absoluto. Cuando más adelante tratemos de los instintos de la vida anímica conseguiremos, según espero, referir a su fuente este carácter esencial del yo. ÉI solo constituye aquel alto grado de organización que el yo precisa en sus mejores rendimientos. Se desarrolla desde la percepción de los instintos al dominio de los mismos, pero este último sólo se consigue por cuanto la representación del instinto es ordenada en un sistema más amplio. Sirviéndonos del léxico corriente, podemos decir que el yo representa en la vida anímica la razón y la reflexión, mientras que el ello representa las pasiones indómitas.

Hasta aquí nos hemos dejado impresionar por las ventajas y las facultades del yo; tiempo es ya de considerar su reverso. El yo no es, de todos modos, más que una parte del ello adecuadamente transformada por la proximidad del mundo exterior, preñada de peligros. En sentido dinámico es débil; todas sus energías le son prestadas por el ello, y no dejamos de tener un atisbo de la grieta por la cual sustrae al ello nuevos montantes de energía. Tal camino es, por ejemplo, la identificación con objetos reales o abandonados. Las cargas de objeto emanan de las aspiraciones instintivas del ello. El yo tiene, ante todo, que registrarlas. Pero al identificarse con el objeto se recomienda al ello en lugar del objeto, quiere dirigir hacia sí la libido del yo. Hemos visto ya que, en el curso de la vida, el yo acoge en sí una gran cantidad de tales precipitados de antiguas cargas de objeto. En conjunto, el yo tiene que llevar a cabo las intenciones del ello y realiza su misión cuando descubre las circunstancias en las que mejor pueden ser conseguidas tales intenciones. La relación del yo con el ello podría compararse a la del jinete con su caballo. EI caballo suministra la energía para la locomoción; el jinete tiene el privilegio de fijar la meta y dirigir los movimientos del robusto animal. Pero entre el yo y el ello ocurre frecuentemente el caso, nada ideal, de que el jinete tiene que guiar el caballo allí donde éste quiere ir.

El yo se ha separado de una parte del ello por resistencias de represión; pero la represión no continúa en el ello. Lo reprimido se funde con el ello restante.

Un proverbio advierte la imposibilidad de servir a la vez a dos señores. EI pobre yo se ve aún más apurado: sirve a tres severos amos y se esfuerza en conciliar sus exigencias y sus mandatos. Tales exigencias difieren siempre, y a veces parecen inconciliables; nada, pues, tiene de extraño que el yo fracase tan frecuentemente en su tarea. Sus tres amos son el mundo exterior, el super-yo y el ello. Si consideramos los esfuerzos del yo para complacerlos al mismo tiempo o, mejor dicho, para obedecerlos simultáneamente, no lamentaremos ya haberlo personificado y presentado como un ser aparte. Se siente asediado por tres lados y amenazado por tres peligros a los que, en caso de presión extrema reacciona con el desarrollo de angustia. Por su procedencia de las experiencias del sistema de la percepción está destinado a representar las exigencias del mundo exterior, pero quiere también ser un fiel servidor del ello, permanecer en armonía con él, recomendarse a él como objeto y atraer a sí su libido. En su empeño de mediación entre el ello y la realidad se ve obligado muchas veces a revestir los mandatos inconscientes del ello -con sus racionalizaciones preconscientes-, a disfrazar los conflictos del ello con la realidad, a fingir, con insinceridad diplomática, una atención a la realidad aun en aquellos casos en los que el ello ha permanecido rígido e inflexible. Por otra parte, es minuciosamente vigilado por el rígido super-yo, que le impone determinadas normas de conducta, sin atender a los mandatos que lo aprobleman por parte del ello y del mundo exterior, y le castiga en caso de infracción con los sentimientos de inferioridad y culpabilidad. De este modo, conducido por el ello, restringido por el super-yo y rechazado por la realidad, el yo lucha por llevar a cabo su misión económica, la de establecer una armonía entre las fuerzas y los influjos que actúan en él y sobre él; y comprendemos por qué, a veces, no podemos menos de exclamar: «Qué difícil es la vida!» Cuando el yo tiene que reconocer su debilidad, se anega en angustia, angustia real ante el mundo exterior, angustia moral ante el super-yo y angustia neurótica ante la fuerza de las pasiones en el ello.

El siguiente esquema ilustra las relaciones estructurales de la personalidad anímica, tal como acabamos de exponerla:

Como veis, el super-yo se sumerge en el ello; como heredero del complejo de Edipo, tiene íntimas relaciones con el ello; está más alejado que el yo del sistema de las percepciones. El ello no trata con el mundo exterior más que a través del yo, por lo menos en el presente esquema. Es ciertamente harto difícil decidir hoy en qué medida es exacto nuestro dibujo; en un detalle no lo es, desde luego: el espacio que ocupa el ello inconsciente debería ser incomparablemente mayor que el del yo o el de Io preconsciente. Os ruego, pues, que hagáis mentalmente tal rectificación.

Y ahora, para terminar esta exposición, tan laboriosa como quizá oscura, una advertencia aún. En esta diferenciación de la personalidad en yo, super-yo y ello no debéis imaginaros fronteras precisas como las que han sido artificialmente trazadas en la geografía política. A la peculiar condición de lo psíquico no corresponden contornos lineales, como en el dibujo, o en la pintura de los primitivos, sino esfumaciones análogas a las de la pintura moderna. Después de haber efectuado la separación, tenemos que dejar confluir de nuevo lo separado. No juzguéis demasiado severamente esta primera tentativa de hacer visible lo psíquico, tan difícilmente aprehensible. Es muy probable que el desarrollo de estas diferenciaciones presente en distintas personas grandes variaciones, y también que en el curso de la función cambien e involucionen temporalmente. Así parece suceder especialmente en la reciente y más tenue diferenciación desde el punto de vista filogénico, esto es, la del yo y del super-yo. Es indudable que también la enfermedad provoca idéntico resultado. Podemos también imaginarnos que ciertas prácticas místicas logran subvertir las relaciones normales entre los distintos sectores anímicos, de manera que la percepción pueda captar sucesos del yo profundo y en el ello, circunstancias que de otro modo serían inaprehensibles. Podemos, desde luego, dudar de que por este camino lleguemos a aprehender aquella última verdad de la que se espera toda salvación. Pero hemos de conceder que los esfuerzos terapéuticos del psicoanálisis han elegido un punto análogo de ataque. Su propósito es robustecer el yo, hacerlo más independiente del super-yo, ampliar su campo de percepción y desarrollar su organización, de manera que pueda apropiarse de nuevas partes del ello. Donde era ello, ha de ser yo.

Es una labor de cultivo como la desecación del Zuyderzee.

 

Lección XXXII

LA ANGUSTIA Y LA VIDA INSTINTIVA

Señoras y señores:

NO os sorprenderá oír que he de informaros de ciertas novedades de nuestra concepción de la angustia y de los instintos fundamentales de la vida anímica, ni tampoco que ninguna de ellas pretende ser una solución definitiva de los problemas planteados. Deliberadamente hablo aquí de concepción. Son éstos los problemas más difíciles que se nos plantean, pero tal dificultad no depende de una insuficiencia de las observaciones, pues son precisamente los fenómenos más frecuentes y familiares los que nos suscitan semejantes enigmas; ni tampoco de la singularidad de las especulaciones que estimulan, pues la elaboración mental no interviene grandemente en este terreno. Trátase realmente de concepciones; esto es, de introducir las debidas representaciones abstractas, cuya aplicación a la materia prima de la observación haga nacer en ella orden y transparencia.

A la angustia hemos dedicado ya una conferencia de la serie anterior, la vigésima quinta. Extractaremos aquí su contenido. Dijimos que la angustia es un estado afectivo, o sea, una unión de determinadas sensaciones de la serie placer-displacer con las inervaciones de descarga a ellas correspondientes y su percepción, pero probablemente el residuo de cierto acontecimiento importante incorporado por herencia, comparable, por tanto, al acceso histérico individualmente adquirido. EI suceso que habría dejado tras de sí tal huella afectiva sería el nacimiento, al cual resultaban adecuadas las influencias propias de la angustia sobre la actividad cardiaca y la respiración. Así, pues, la angustia primera habría sido una angustia tóxica. Luego partimos de la diferenciación entre angustia real y angustia neurótica, viendo en la primera una reacción aparentemente comprensible al peligro, esto es, a un daño temido procedente del exterior, y en la segunda, algo enigmático y como inadecuado. En un análisis de la angustia real la redujimos a un estado de atención sensorial y tensión motora extremadas, al que denominamos disposición a la angustia. De éste se desarrollaría la reacción de angustia, de la cual serían posibles dos desenlaces: o bien el desarrollo de angustia, la repetición de la antigua vivencia traumática, se limita a una señal, y entonces la reacción restante puede adaptarse a la nueva situación de peligro; o bien, predomina lo antiguo, y toda la reacción se agota en el desarrollo de angustia, haciéndose entonces paralizante e inadecuado al presente el estado afectivo.

Después nos volvimos a la angustia neurótica y dijimos que la observábamos en tres diversas circunstancias: Primera, como angustia general, libremente flotante, dispuesta a enlazarse pasajeramente a cualquier posibilidad emergente; esto es, como angustia expectante, cual, por ejemplo, en la neurosis de angustia típica. Segunda, fijamente vinculada a determinadas representaciones en las Ilamadas fobias, en las cuales podemos reconocer todavía una relación con un peligro exterior, pero tenemos que considerar desmesuradamente exagerada la angustia ante el mismo. Tercera, la angustia propia de la histeria y otras formas de grave neurosis, que acompaña a los síntomas o surge independiente como acceso o como estado más duradero, pero siempre sin fundamento visible en un peligro exterior. En este punto nos planteamos dos interrogaciones: ¿Qué se teme en la angustia neurótica? ¿Y cómo conciliar ésta con la angustia real ante peligros exteriores?

Nuestras investigaciones no han sido vanas. Hemos Ilegado a conclusiones importantes. Con respecto a la expectación angustiosa, la experiencia clínica nos ha probado su relación regular con la economía de la libido en la vida sexual. La causa más ordinaria de la neurosis de angustia es la excitación frustrada. Una excitación libidinosa es provocada, pero no satisfecha, no utilizada, y en lugar de esta libido desviada de su utilización surge la angustia. Creí, incluso, justificado decir que esta libido insatisfecha se transforma directamente en angustia. Esta teoría hallaba apoyo en ciertas fobias infantiles enteramente regulares. Muchas de estas fobias nos son totalmente enigmáticas; pero otras, tales como el miedo a la soledad y a las personas extrañas, son susceptibles de segura explicación. La soledad, así como las caras desconocidas, despiertan la añoranza de la madre; el niño no puede dominar ni mantener en suspensión esta excitación libidinosa y la transforma en angustia. Esta angustia infantil no debe, pues, adscribirse a la angustia real, sino a la angustia neurótica. Las fobias infantiles y la expectación angustiosa de la neurosis de angustia nos procuran dos ejemplos de una de las formas en que nace la angustia neurótica, por transformación directa de la libido. En seguida conoceremos otro mecanismo y veremos que no se diferencia mucho del primero.

De la angustia en la histeria y en otras neurosis hacemos responsable al proceso de la represión. Creemos posible describirlo más completamente que antes manteniendo separado el destino de la idea que de reprimir se trata del de la carga de libido a ella ligada. Es la idea la que experimenta la represión y la que eventualmente queda deformada hasta resultar irreconocible; pero su montante de afecto es transformado regularmente en angustia, y por cierto indiferentemente de su naturaleza, sea agresión o amor. Ahora bien, no hace distingo la razón por la cual se ha hecho inutilizable un montante de libido: por debilidad infantil del yo, como en las fobias de los niños; a consecuencia de procesos somáticos de la vida sexual, como en la neurosis de angustia; o, a causa de la represión, como en la histeria. Por tanto, los dos mecanismos de la génesis de la angustia neurótica coinciden en uno.

En el curso de estas investigaciones se nos ha hecho notar una importantísima relación entre el desarrollo de angustia y la producción de síntomas: la de que se representan y se reemplazan mutuamente. Así, el enfermo de agorafobia comienza la historia de sus padecimientos con un acceso de angustia en la calle. Este acceso se repetiría cada vez que volviera a salir de casa. Por tanto, el sujeto crea el síntoma de la agorafobia, al que podemos también designar como una inhibición, una limitación funcional del yo, y se ahorra así el acceso de angustia. Lo inverso lo vemos cuando interferimos en la producción de síntomas, tal como se nos hace posible, por ejemplo, en los actos obsesivos. Si impedimos al enfermo llevar a cabo su ceremonial de limpieza, es presa de un estado de angustia intolerable, del que su síntoma le hubiera presentado. Y parece como si el desarrollo de angustia fuese lo primario y la producción de síntomas lo secundario, como si los síntomas fuesen creados para evitar la explosión del estado de angustia. Con lo cual armoniza también el hecho de que las primeras neurosis de la infancia sean fobias, estados en los que reconocemos claramente cómo un desarrollo de angustia inicial es rescatado por una producción ulterior de síntomas; experimentamos la impresión de que, partiendo de estas relaciones, es como más fácilmente hallaremos el acceso a la comprensión de la angustia neurótica. Simultáneamente hemos conseguido dar respuesta a la interrogación de qué es lo que en la angustia neurótica se teme, y establecer así el enlace entre la angustia neurótica y la angustia real. Lo que inspira el temor es, claramente, la propia libido. La diferencia con la situación de la angustia real está en dos extremos: en que el peligro es un peligro interior en lugar de exterior y en que no es conscientemente reconocido.

En las fobias vemos claramente cómo este peligro interior es transformado en un peligro exterior, o sea, cómo la angustia neurótica es transformada en aparente angustia real. Supongamos, para simplificar, un estado de cosas muy complicado a veces, que el enfermo de agorafobia teme regularmente las tentaciones que en él despiertan las personas que encuentra en la calle. En su fobia lleva a cabo un desplazamiento, y lo que en ella teme es una situación exterior. La ventaja que ello le representa es, evidentemente, su creencia de que así ha de serle más fácil protegerse. De un peligro exterior puede uno salvarse con la fuga; en cambio, la tentativa de fuga ante un peligro interior es una empresa harto difícil.

AI final de nuestra primera conferencia sobre la angustia dijimos que estos diversos resultados de nuestras investigaciones no eran, desde luego, contradictorios, pero tampoco absolutamente armónicos. La angustia es, como estado afectivo, la reproducción de un antiguo suceso peligroso; está al servicio de la propia conservación y es señal de un nuevo peligro; nace de magnitudes de libido que se han hecho, en algún modo, inutilizables, y también del proceso de la represión; es reemplazada por la producción de síntomas; sentimos que falta algo: aquello que hace de varios fragmentos una unidad.

Aquella disociación de la personalidad anímica en un super-yo, un yo y un ello, de la que os hablé en mi última conferencia, nos ha forzado a una nueva orientación en el problema de la angustia.

Con la tesis de que el yo es la única sede de la angustia y que sólo el yo puede producir y sentir angustia, hemos ocupado una nueva y firme posición, desde la cual muestran distintos aspectos varias circunstancias. Y, verdaderamente, no sabríamos qué sentido podía tener hablar de una «angustia del ello» o adscribir al super-yo la facultad de sufrir angustia. En cambio, hemos acogido como una correspondencia deseada el hecho de que las tres clases principales de angustia -la angustia real, la neurótica y la de la conciencia moral- pueden ser tan adecuadamente referidas a las tres dependencias del yo; esto es, a su dependencia del mundo exterior, del ello y del super-yo. Con esta nueva interpretación ha pasado también a primer término la función de la angustia como señal anunciadora de una situación peligrosa, ha perdido interés la interrogación sobre la materia de que es hecha la angustia y se han aclarado y simplificado extraordinariamente las relaciones entre la angustia real y la angustia neurótica. Es, por lo demás, digno de atención el hecho de que ahora comprendemos mejor los casos aparentemente complicados de génesis de angustia que los que considerábamos sencillos.

En efecto, recientemente hemos investigado cómo nace la angustia en ciertas fobias que adscribimos a la histeria de angustia y hemos escogido casos en los que se trataba de la represión típica de los impulsos optativos procedentes del complejo de Edipo. Según nuestras esperanzas, hubiéramos debido hallar que es la carga libidinosa del objeto materno del niño la que, a consecuencia de la represión, se transforma en angustia y surge en expresión sintomática, como ligada al sustitutivo del padre. No me es posible exponeros al detalle la marcha de tal investigación. Bastará deciros que su resultado sorprendente fue exactamente contrario al que esperábamos. La represión no crea la angustia. Ésta existe con anterioridad. Y es ella la que crea la represión. Pero ¿qué angustia puede ser? Sólo la angustia ante un peligro exterior, o sea, una angustia real. Es exacto que el niño sufre angustia ante una exigencia de su libido, en este caso ante el amor a su madre, tratándose, por tanto, realmente, de un caso de angustia neurótica. Pero este enamoramiento sólo le parece constituir un peligro interior, al que tiene que sustraerse con la renuncia a tal objeto, porque provoca una situación de peligro exterior. Y en todos los casos que investigamos obtenemos el mismo resultado. Hemos de confesar que no esperábamos que el peligro instintivo interior se demostrase como una condición y una preparación de una situación de peligro exterior y real.

Pero no hemos dicho todavía cuál es el peligro real que el niño teme como consecuencia de su enamoramiento de la madre. Es el castigo de la castración, la pérdida de su miembro. Naturalmente, me objetaréis que no es éste un peligro real. No castramos a nuestros niños porque en la fase del complejo de Edipo estén enamorados de su madre. Pero la cosa no es tan sencilla. Ante todo, no se trata de si la castración es verdaderamente aplicada; lo decisivo es que el peligro es un peligro que amenaza desde el exterior y que el niño cree en su efectividad.

Tiene para ello algún motivo, pues se le amenaza asaz frecuentemente con cortarle el miembro durante su fase fálica, en la época de su más temprano onanismo, y los indicios de este castigo hallarían regularmente en él una intensificación filogénica. Sospechamos que en las épocas primordiales de la familia humana, el padre, celoso y cruel, castraba realmente a sus hijos adolescentes, y la circuncisión, que entre los primitivos constituye tan frecuentemente un elemento de ritual de entrada en la edad viril, es un residuo fácilmente reconocible de ella. Sabemos cuánto nos alejamos con ello de la opinión general; pero hemos de mantener firmemente que el miedo a la castración es uno de los motores más frecuentes y energéticos de la represión y, con ello, de la producción de neurosis. Análisis de casos en los que si no la castración, se practicó la circuncisión a sujetos infantiles, como medida terapéutica o punitiva de la masturbación, cosa más frecuente de lo que se supone en la sociedad angloamericana, ha procurado a vuestra convicción seguridad definitiva. Nos tentaría aproximarnos más en este punto al estudio del complejo de la castración, pero no queremos desviarnos de nuestro tema. El miedo a la castración no es, naturalmente, el único motivo de la represión, pues no se da ya en las mujeres, las cuales pueden tener un complejo de la castración, pero nunca miedo a la castración. En su lugar aparece en ellas el miedo a la pérdida del amor, la cual es visiblemente una continuación del miedo del niño de pecho cuando echa de menos a su madre. Ya sabéis qué situación peligrosa real es anunciada por tal angustia. Cuando la madre está ausente o ha retirado al niño su cariño, el niño no está ya seguro de la satisfacción de sus necesidades y queda expuesto eventualmente a los más penosos sentimientos de tensión. No rechacéis la idea de que estas condiciones de angustia repiten en el fondo la situación de la primitiva angustia del nacimiento, el cual significaba también una separación de la madre. E, incluso, si seguís un razonamiento de Ferenczi, podéis también agregar a esta serie el miedo a la castración, pues la pérdida del miembro masculino tiene como consecuencia la imposibilidad de una nueva unión con la madre o de la sustitución de la misma en el acto sexual. Citaré de pasada la fantasía, tan frecuente, del retorno al claustro materno como un sustitutivo de este deseo de cohabitación. Podría exponeros a este respecto muchas cosas interesantes y muchas relaciones sorprendentes, pero no puedo rebasar los límites de una introducción al psicoanálisis, y sólo habré aún de haceros advertir cómo consideraciones de orden psicológico nos Ilevan aquí hasta hechos biológicos.

Otto Rank, a quien el psicoanálisis debe tantas y tan acabadas aportaciones, ha contraído también el mérito de haber hecho resaltar intensamente la importancia del acto del nacimiento y de la separación de la madre, aunque todos hayamos juzgado imposible aceptar las consecuencias extremas que de este factor ha deducido para la terapia analítica. EI nódulo de su teoría -la condición prototípica de la vivencia angustiosa del nacimiento para todas las situaciones de peligro ulteriores- se lo encontró ya formulado. Sin salirnos de él podemos decir que, en realidad, toda época del desarrollo lleva adscrita como adecuada a ella una condición de angustia, o sea, cierta situación peligrosa. El peligro del desamparo psíquico ajusta con el estadio de la falta de madurez del yo; el peligro de la pérdida del objeto (o pérdida de amor) ajusta con la falta de auto-suficiencia de los primeros años infantiles; el peligro de la castración ajusta con la fase fálica; y, por último, el miedo al super-yo ajusta con la época de latencia. En el curso del desarrollo deberían ser abandonadas las condiciones de angustia anteriores, pues el robustecimiento del yo desvaloriza las situaciones peligrosas correspondientes. Pero ello sólo sucede muy incompletamente. Muchos hombres no consiguen superar el miedo a la pérdida del amor, no se hacen nunca independientes del amor de los demás y continúan en este aspecto su conducta infantil. El miedo al super-yo no encuentra normalmente un fin, puesto que, como angustia a la conciencia moral, es indispensable en las relaciones sociales, y el individuo sólo en casos rarísimos puede hacerse independiente de la sociedad humana. Algunas de las antiguas situaciones peligrosas logran también pasar a épocas ulteriores modificando adecuadamente su condición de angustia. Así se continúa, por ejemplo, el miedo a la castración bajo la máscara de la fobia a la sífilis. El adulto sabe muy bien que la castración no es empleada ya como castigo por entregarse a los placeres sexuales; pero, en cambio, ha adquirido la experiencia de que tal liberación instintiva puede acarrear graves dolencias. No cabe duda de que aquellos individuos, a los que llamamos neuróticos, permanecen infantiles en su conducta ante el peligro y no han dominado condiciones de angustia ya anticuadas. Señalaremos, pues, este hecho como aportación efectiva a la característica de los neuróticos; el porqué no es tan fácil de fijar.

Espero que no hayáis perdido la ilación y recordéis aún que estamos en vías de investigar las relaciones entre la angustia y la represión. En tal labor hemos descubierto dos cosas: que la angustia produce la represión y no, como creíamos, inversamente, y que una situación instintiva temida se refiere en el fondo a una situación de peligro exterior. La interrogación más próxima sería la siguiente: ¿Cómo nos representamos ahora el proceso de una represión bajo la influencia de la angustia? A mi entender, en la forma siguiente: El yo advierte que la satisfacción de una exigencia instintiva emergente provocaría una de las situaciones peligrosas muy bien recordadas. Por tanto, dicha carga instintiva tiene que ser suprimida, detenida, debilitada en algún modo. Sabemos que así lo consigue el yo cuando es fuerte y ha incorporado a su organización el impulso instintivo correspondiente. Pero el caso de la represión es aquel en que el impulso instintivo pertenece todavía al ello y el yo se siente débil. Entonces el yo recurre a una técnica idéntica en el fondo a la del pensamiento normal. El pensamiento es una acción experimental con pequeñas magnitudes de energía, análogo a los desplazamientos de figuritas sobre el mapa antes que el general ponga en movimiento sus tropas. El yo anticipa, pues, la satisfacción del impulso instintivo sospechoso y le permite reproducir las sensaciones displacientes de la situación peligrosa temida. Con ello entra en juego el automatismo del principio del placer-displacer, que lleva entonces a cabo la represión del impulso instintivo peligroso.

¡Alto! -me gritaréis-. ¡Por ese camino no podemos ya seguirle! Tenéis razón. Antes que pueda pareceros aceptable debo añadir aún algo. Ante todo, la confesión de que he intentado traducir al lenguaje de nuestro pensamiento normal lo que en realidad ha de ser un proceso, ni consciente ni preconsciente, entre magnitudes de energía en un substrato irrepresentable. Pero esta objeción no es nada decisiva, ya que no es posible hacer otra cosa. Más importante es que distingamos claramente lo que con motivo de la represión sucede en el yo y en el ello. Lo que hace el yo acabamos de indicarlo. Utiliza una carga de experimentación y despierta con la señal de angustia el automatismo del placer-displacer. Entonces son posibles varias reacciones o una mezcla de las mismas en proporciones variables. O bien el acceso de angustia se desarrolla plenamente y el yo se retira por completo de la excitación rechazable o bien opone a ella, en lugar de la carga de experimentación, una carga contraria, la cual afluye con la energía del impulso reprimido para la producción de síntomas o es incorporada al yo como producto reactivo, como intensificación de determinadas disposiciones del yo o como modificación permanente del mismo. Cuanto más reducido puede ser el desarrollo de angustia a una mera señal, tanto más emplea el yo las reacciones de defensa que Ilegan a la ligazón psíquica de lo reprimido, y tanto más se acerca también el proceso a una elaboración normal, aunque, desde luego, sin alcanzarla. Detengámonos aquí un momento. Seguramente habéis supuesto que aquello tan difícilmente definible, a lo que Ilamamos carácter, debe ser adscrito por entero el yo. Algo de lo que crea este carácter lo hemos captado ya. Ante todo, la incorporación de la instancia parental primaria como super-yo, proceso de máxima importancia, y luego las identificaciones ulteriores con los dos elementos de la pareja parental y con otras personas de influencia, y similares identificaciones formadas como residuos de objetos abandonados. Añadiremos ahora, como aportaciones constantes a la formación del carácter, los productos reactivos que el yo adquiere, por medios más normales, en sus represiones primero y luego en Ia repulsa de impulsos instintivos indeseables.

Retrocedamos ahora y volvamos hacia el ello. No es tan fácil de adivinar lo que ocurre durante la represión del impulso instintivo al que se le ha combatido. Nos interesa principalmente averiguar qué sucede con la energía, con la carga libidinosa de esta excitación y cómo es empleada. Recordaréis nuestra anterior hipótesis según la cual esta carga libidinosa era precisamente lo que la represión transformaba en angustia. Ahora ya no nos atrevemos a afirmarlo así y nos limitamos modestamente a suponer que sus destinos no son siempre los mismos. Probablemente existe una íntima correspondencia entre el proceso desarrollado en el yo y el que el impulso reprimido sufre en el ello, correspondencia que no ha de sernos imposible descubrir. En efecto, desde que hemos hecho intervenir al principio del placer-displacer, activado por la señal de la angustia, en la represión hemos logrado nuevos atisbos. Tal principio sigue limitadamente los procesos que se desarrollan en el ello. Podemos atribuirle la producción de hondas modificaciones en el impulso instintivo de que se trate. Y estamos preparados a encontrar que da a la represión resultados muy diferentes más o menos considerables. En algunos casos, el impulso instintivo reprimido conservará quizá su carga de libido, y persistirá inmodificado en el ello; si bien bajo la constante presión del yo. En otros parece suceder que experimenta un completo aniquilamiento, en el cual su libido queda definitivamente encaminada por otras vías. Así sucedía, a mi juicio, en la solución normal del complejo de Edipo, el cual, en este caso deseable, no queda, pues, simplemente reprimido, sino que es destruido en el ello. La experiencia clínica nos ha mostrado, además, que, en muchos casos, en lugar del resultado habitual de la represión, tiene efecto un reflujo de la libido, una regresión de la organización de la libido a un estadio anterior. Lo cual, naturalmente, sólo puede acaecer en el ello y cuando acaece es bajo la influencia del mismo conflicto, que es iniciado por la señal de la angustia. EI ejemplo más notorio de este orden es la neurosis obsesiva en la cual actúan de consuno la regresión de la libido y la represión.

Sospecho que mi exposición va pareciéndoos difícilmente aprehensible, y tanto más cuanto que adivináis que no es ni con mucho exhaustiva. Lamento tener que provocar vuestro disgusto. Pero no puedo proponerme otro fin que el de procuraros una justa impresión de la naturaleza de nuestros resultados y de las dificultades de su elaboración. Cuanto más nos adentramos en el estudio de los procesos anímicos, más se nos evidencian sus complicaciones y su riqueza de contenido. Más de una fórmula, que al principio creíamos adecuada, se ha demostrado luego insuficiente. No nos cansamos, pues, de modificarlas y perfeccionarlas. En mi conferencia sobre la teoría de los sueños os introduje en un sector en el que en quince años apenas habíamos realizado ningún nuevo descubrimiento. En cambio ahora, al tratar de la angustia, lo hallamos todo en vías de transformación. Estos nuevos hallazgos no han sido aún fundamentalmente elaborados, y tal es, quizá, la causa de que su exposición se haga tan difícil. Tened, os ruego, un poco más de paciencia; no tardaremos en poder abandonar el tema de la angustia, aunque no pueda aseguraros que ello sea después de una solución satisfactoria. Esperemos, sin embargo, que no sea sin haber avanzado algo en nuestro arduo camino. Así, el estudio de la angustia nos permite añadir un nuevo rasgo a nuestra descripción del yo. Hemos dicho que el yo era débil frente al ello, que era su criado fiel, siempre esforzado en cumplir sus mandatos y satisfacer sus exigencias. Está muy lejos de nosotros retirar esta tesis. Mas por otro lado, tal yo es la parte del yo mejor organizada y orientada hacia la realidad. No debemos exagerar la diferenciación entre ambos, ni tampoco sorprendernos si resultara que el yo ejercía, a su vez, un influjo sobre los procesos del ello. A mi juicio el yo ejerce este influjo en cuanto despierta, por medio de la señal de la angustia, la actividad del principio del placer-displacer, casi omnipotente. Aunque inmediatamente después vuelve a mostrar su debilidad, pues con el acto de la represión renuncia a una parte de su organización y se ve obligado a permitir que el impulso instintivo reprimido quede duramente sustraído a su influencia.

Y ahora sólo una observación más sobre el problema de la angustia. La angustia neurótica se ha transformado en nuestras manos en angustia real, en angustia ante determinadas situaciones de peligro exteriores. Pero las cosas no pueden quedar así; tenemos que dar un paso más, pero un paso hacia atrás. Nos preguntamos qué es realmente lo peligroso, lo temido en tal situación de peligro. No, desde luego, el daño de la persona, el cual ha de ser juzgado objetivamente, y puede muy bien carecer de toda significación psicológica, sino lo que tal daño puede producir en la vida anímica. El nacimiento, por ejemplo; nuestro prototipo del estado de angustia no puede apenas ser considerado en sí como un daño, aunque entrañe peligro de ellos. Lo esencial en el nacimiento, como en toda situación de peligro, es que provoca en la vida anímica un estado de gran excitación, que es sentido como displacer y que el sujeto no puede dominar con su descarga. Si a tal estado, en el que fracasan los esfuerzos del principio del placer, le damos el nombre de instante traumático, habremos llegado a través de la serie angustia neurótica, angustia real, situación de peligro, a la sencilla conclusión siguiente: Lo temido, el objeto de la angustia, es cada vez la aparición de un instante traumático que no puede ser tratado, según las normas del principio del placer. Comprendemos en el acto que el don del principio del placer no nos asegura contra los daños objetivos, sino tan sólo contra un daño determinado de nuestra economía psíquica. Desde el principio del placer al instinto de conservación hay aún mucho camino; los dos propósitos en ellos entrañados no coinciden, ni mucho menos, desde el principio. Pero vemos también otra cosa, y ésta es, quizá, la solución que buscamos. Vemos que en todo esto el problema está en las cantidades relativas. Sólo la magnitud del montante de excitación hace de una impresión un instante traumático, paraliza la función del principio del placer y da a la situación de peligro su significación. Y si sucede así, si estos enigmas se resuelven con tan sobria explicación, ¿por qué no ha de ser posible que tales instantes traumáticos surjan en la vida anímica sin relación alguna con las situaciones traumáticas supuestas, en las cuales la angustia no es despertada, por tanto, como señal, sino que nace basada en un fundamento inmediato? La experiencia clínica nos dice abiertamente que así es, en efecto. Sólo las represiones secundarias muestran el mecanismo que antes describimos, en el que la angustia es despertada como señal de una situación de peligro anterior; las represiones primarias y más tempranas nacen directamente de instantes traumáticos en el choque del yo con una exigencia libidinosa de primera magnitud y producen su angustia de por sí, aunque conforme al prototipo del nacimiento. Lo mismo puede decirse del desarrollo de angustia en la neurosis de angustia por daño somático de la función sexual. No afirmaremos ya que lo que en ello se transforma en angustia sea la libido misma. Pero no veo objeción alguna contra un doble origen de la angustia: unas, del instante traumático, y otras, como señal de que amenaza la repetición del tal instante.

Os satisfará verme llegado al final de mis consideraciones sobre la angustia. Pero no anticipéis vuestro gozo; lo que a ellas va a seguir no es ciertamente cosa menos ardua. Me propongo conduciros hoy mismo al terreno de la teoría de la libido o teoría de los instintos, en el que también hemos de hallar novedades. No quiero decir que hayamos realizado en él grandes progresos que compensen cualquier esfuerzo vuestro por llegar a su conocimiento. No; es éste un campo en el que luchamos trabajosamente por orientarnos y lograr nuevos atisbos. Habréis sólo de ser testigos de nuestros esfuerzos. Y también al iniciar este tema deberé repetiros en síntesis algo de lo que ya os expuse en mis conferencias anteriores.

La teoría de los instintos es, por decirlo así, nuestra mitología. Los instintos son seres míticos, magnos en su indeterminación. No podemos prescindir de ellos ni un solo momento en nuestra labor, y con ello ni un solo instante estamos seguros de verlos claramente. Ya sabéis cómo el saber popular se las arregla con los instintos. Se suponen tantos y tan diferentes instintos como de momento hacen falta: instintos de imitación, de juego, de sociabilidad, y así sucesivamente. Se los utiliza para lo que en cada caso precisa y se los abandona de nuevo. Nosotros hemos sospechado siempre que detrás de estos múltiples pequeños instintos, cortados a la medida, se escondía algo serio y poderoso a lo que deberíamos acercarnos cautelosamente. Nuestro primer paso fue asaz modesto. Nos dijimos que no constituía probablemente grave error distinguir primero dos instintos principales, dos clases o grupos de instintos, con arreglo a las dos magnas necesidades: el hambre y el amor. Por muy celosamente que en lo demás defendiéramos la independencia a la Psicología de toda otra ciencia, en este punto concreto nos encontrábamos ante el hecho biológico inconmovible de que el ser vivo sirve a dos fines: la conservación propia y la de la especie; fines que parecen independientes entre sí, que no han sido objeto, a nuestro saber, de una derivación común, y cuyos intereses se contraponen a menudo en la vida animal. Había, pues, que hacer propiamente Psicología biológica y estudiar los fenómenos psíquicos, concomitantes a los procesos biológicos. Como representantes de esta tesis entraron en el psicoanálisis los «instintos del yo» y los «instintos sexuales». A los primeros adscribimos todo lo concerniente a la conservación, afirmación y amplificación de la persona; a los segundos tuvimos que atribuirles la riqueza de contenido exigida por la vida sexual infantil y perversa. Habiéndosenos dado a conocer en nuestra investigación de las neurosis el yo como el poder restrictivo y represor y las tendencias sexuales como lo restringido y reprimido, creíamos tocar con nuestras manos no sólo la diversidad, sino también el conflicto entre ambos grupos de instintos. Objeto de nuestro estudio fueron primero sólo los instintos sexuales, a cuya energía dimos el nombre de libido. En ellos intentamos aclarar nuestras ideas de lo que era un instinto y lo que debía serle adscrito. Este es el lugar de la teoría de la libido.

Así, pues, un instinto se diferencia de un estímulo en que procede de fuentes de estímulos del interior del soma, en que actúa como una fuerza constante y en que la persona no puede sustraerse a él por medio de la fuga, como cuando se trata de un estímulo externo. En el instinto podemos distinguir una fuente, un objeto y un fin. La fuente es un estado de excitación en el soma; el fin, la cesación de esta excitación, y en el camino de la fuente, al fin, el instinto logra actuación psíquica. Lo representamos como cierto montante de energía, que tiende hacia una dirección determinada. Se habla de instintos activos y pasivos, pero sería más exacto hablar de fines instintivos activos y pasivos; también para la consecución de un fin pasivo es necesario un gasto de actividad. EI fin puede ser conseguido en el propio cuerpo; por lo regular se interpola un objeto externo, en el que el instinto alcanza su fin exterior; su fin interior es siempre la modificación somática, sentida como satisfacción. No sabemos aún a punto fijo si la relación con la fuente somática da al instinto una especificidad y cuál sea ésta. En cambio, son hechos indudables, según el testimonio de toda la experiencia analítica, que impulsos procedentes de una fuente se unen a otros de fuentes distintas y comparten sus ulteriores destinos, y que, en general, una satisfacción de un instinto puede ser sustituida por otra. Si bien habremos de confesar que no acabamos de comprenderlos. También la relación del instinto con el fin y el objeto consienten variantes; ambas pueden ser trocadas por otras, aunque de todos modos sea siempre la relación con el objeto la más fácil de relajar. A cierta clase de modificaciones del fin y cambios del objeto, en la que entra en juego nuestra valoración social, le damos el nombre de sublimación. Distinguimos también fundadamente instintos del fin inhibido; esto es, impulsos instintivos de fuentes conocidas y con fin inequívoco, pero que hacen alto en el camino de la satisfacción, produciéndose así una carga de objeto duradera y una tendencia permanente [de efecto]. De esta clase es, por ejemplo, la relación de cariño, que procede, indudablemente, de las fuentes de necesidad sexual y renuncia regularmente a su satisfacción. Ya veis cuánto de las cualidades y los destinos de los instintos se sustrae aún a nuestra comprensión. En este punto debemos recordar también una diferencia, que se muestra entre los instintos sexuales y de auto-conservación, y que sería muy importante teóricamente si correspondiera a todo el grupo. Los instintos sexuales nos sorprenden por su plasticidad, por la capacidad de cambiar de fines, por la facilidad con que una satisfacción se deja sustituir por otra y por su facultad de aplazamiento, de la que nos acaban de dar un excelente ejemplo los instintos de fin inhibido. En cambio, a los instintos de auto-conservación quisiéramos negarles estas cualidades y definirlos como inflexibles, inaplazables, muy de otro modo imperativos y en relación muy distinta, tanto con la represión como con la angustia. Pero la reflexión más inmediata nos dice que esta situación de excepción no corresponde a todos los instintos del yo, y sí tan sólo al hambre y la sed, y que se funda ostensiblemente en una particularidad de las fuentes de instinto. Buena parte de aquella nuestra primera impresión errónea depende de no haber examinado antes por separado qué modificaciones experimentan bajo la influencia del yo organizado los impulsos instintivos, originalmente pertenecientes al ello.

En la investigación del modo en que la vida instintiva sirve a la función sexual pisamos ya terreno más firme. En este sector hemos logrado conocimientos decisivos que no son ya para vosotros nada nuevo. Sabemos, pues, que no existe un único instinto sexual que sea desde un principio el substrato de la tendencia hacia el fin de la función sexual: la reunión de las dos células sexuales. Muy al contrario, hallamos gran cantidad de instintos parciales procedentes de distintos lugares y regiones del soma, que tienden a su satisfacción con relativa independencia entre sí y encuentran tal satisfacción en algo que podemos llamar placer orgánico. Los genitales son la más retrasada de estas zonas erógenas, y a su placer orgánico no podemos ya negarle el nombre de placer sexual. No todos estos impulsos tendentes al placer son acogidos en la organización definitiva de la función sexual. Algunos de ellos son apartados como inútiles por represión o de otro modo; otros son desviados de su fin en la forma singular antes descrita y utilizados para reforzar impulsos distintos; otros, en fin, perduran en oficios secundarios, sirviendo para la ejecución de actos introductivos para la producción de placer preliminar. Sabéis también que en esta prolongada evolución podemos reconocer varias fases de una organización provisional, e igualmente cómo esta historia de la función sexual explica sus aberraciones e insuficiencias: La primera de estas fases pregenitales es, según nuestra terminología, la fase oral, pues en armonía con la forma en que es alimentado el niño de pecho, la zona erógena bucal, domina en ella lo que podemos considerar como actividad sexual de este período de la vida. En un segundo estadio pasan a primer término los impulsos sádicos y los anales, en conexión ciertamente con la salida de los dientes, el robustecimiento de la musculatura y la adquisición de dominio sobre la función del esfínter. Precisamente de esta fase de la evolución hemos averiguado muchos detalles interesantes. En tercer lugar, aparece la fase fálica, en la cual logra evidente importancia para ambos sexos el miembro masculino y lo que a él corresponde en las niñas. Por último, reservamos el nombre de fase genital para la organización sexual definitiva, que se constituye después de la pubertad, y en la que el genital femenino logra ya la consideración que el genital masculino hubo de conquistar mucho antes.

Lo que precede no es más que una pálida síntesis de lo ya dicho en mis conferencias anteriores. Pero no creáis que lo no mencionado ahora ha sido desechado en el intervalo. No he repetido más que lo estrictamente necesario para enlazar a ello una información sobre los progresos realizados en nuestro conocimiento de la materia. Podemos gloriarnos de que precisamente sobre las tempranas organizaciones de la libido hemos averiguado mucho nuevo, habiendo aprehendido, además, más claramente lo antiguo. He aquí algunas pruebas de ello; Abraham ha demostrado en 1924 que en la fase sádico-anal pueden distinguirse dos estadios. En el primero de ellos rigen las tendencias destructivas de aniquilamiento y pérdida; y en el segundo, las de conservación y posesión, amigables para con el objeto. Así, pues, en medio de esta fase aparece por vez primera la toma en consideración del objeto como precursora de una ulterior carga amorosa. Igualmente justificado está atribuir una tal subdivisión a la primera fase oral. En la primera de estas subfases trátase tan sólo de la incorporación oral, faltando toda ambivalencia en la relación con el objeto, constituido por el seno materno. La segunda subfase, caracterizada por la aparición de la actividad de morder, puede ser calificada de oral-sádica; muestra por vez primera los fenómenos de la ambivalencia, que luego, en la fase sádico-anal siguiente, se hacen tanto más precisos. EI valor de estas nuevas diferenciaciones se muestra especialmente cuando en determinadas neurosis -neurosis obsesiva y melancolía- buscamos los puntos de disposición en la evolución de la libido. Recordad a este respecto lo que sabemos sobre la conexión de la fijación de la libido, la disposición y la regresión.

Nuestra actitud ante las fases de la organización de la libido ha cambiado, en general, un poco. Si antes acentuábamos, sobre todo, cómo cada una de ellas se desvanece al iniciarse la siguiente, ahora atendemos preferentemente a los hechos, que nos muestran cuánto de cada fase anterior perdura al lado y detrás de las estructuras anteriores y logra una representación permanente en la economía de la libido y en el carácter de la persona. Más importante aún han llegado a ser los estudios que nos han enseñado cuán frecuentemente se desarrollan, bajo condiciones patológicas, regresiones a fases anteriores y cómo determinadas regresiones son características de ciertas formas de enfermedad. Pero de esto no podemos tratar aquí; pertenece a una psicología especial de las neurosis.

Especialmente en el erotismo anal, en las excitaciones procedentes de las fuentes de la zona erógena anal, hemos podido estudiar las transformaciones de los instintos y otros procesos semejantes, y nos ha sorprendido comprobar de cuán múltiples aplicaciones son susceptibles estos impulsos instintivos. No es, quizá, nada fácil libertarse del desprecio que en el curso de la evolución ha recaído precisamente sobre esta zona. Dejemos, pues, a Abraham recordarnos que el ano corresponde embriológicamente a la boca primordial, el cual ha ido emigrando hasta el final del intestino. Averiguamos entonces que con la desvalorización de las excretas propias, de los excrementos, tal interés instintivo, procedente de fuentes anales, se transfiere a objetos que pueden ser dados como regalo. Y ello con razón, pues las excretas fueron el primer regalo que el niño de pecho pudo hacer, la primera cosa de que le fue posible desprenderse, por amor a su madre o nodriza. Luego, análogamente a como sucede en el cambio de significado a través de la evolución del idioma, este primario interés por los excrementos se convierte en la estimación del oro (Gold) y del dinero (Geld) y procura también su aportación a las catexis afectivas de «niño» y «pene». Todos los niños que permanecen fieles por mucho tiempo a la teoría de la cloaca están convencidos de que los niños son paridos por el intestino, como un trozo de excremento; la defecación es el prototipo del acto del parto. Pero también el pene tiene su precursor en el cilindro fecal, que llena y excita la mucosa del intestino. Cuando el niño descubre, bien a pesar suyo, que existen seres humanos que no poseen tal miembro, el pene les parece algo separable del cuerpo y adquiere así una indudable analogía con el excremento, el cual fue el primer trozo de su cuerpo al que hubieron de renunciar. De este modo, una parte considerable de erotismo anal queda convertida en carga afectiva del pene; pero el interés por esta parte del cuerpo tiene, a más de la raíz erótico-anal, una raíz oral, quizá más poderosa aún: Ya que cuando Ilega a su fin el amamantamiento, el pene pasa a ser el heredero del pezón de la madre.

Sin conocer estas relaciones abisales es imposible orientarse en las fantasías de los seres humanos, en sus asociaciones, influidas por lo inconsciente y en el lenguaje sintomático. En tales dominios, los conceptos heces-dinero-regalo-niño-pene son tratados como de significación idéntica y aparecen representados por símbolos comunes. Y no olvidéis que sobre todo esto sólo he podido procuraros datos insuficientes. Añadiré aún de pasada que también el interés, muy posterior, hacia la vagina es principalmente de origen erótico-anal. Lo cual no es de extrañar, ya que la vagina misma, según frase acertada de Lou Andreas-Salomé está como «arrendada» al intestino ciego. En la vida de los homosexuales, los cuales no han recorrido como los demás hombres cierta etapa de la evolución sexual, la vagina vuelve a ser representada por dicho intestino. En los sueños aparece frecuentemente un local que antes era un solo departamento, y ahora está dividido en dos por un tabique, o inversamente, lo cual alude siempre a la relación de la vagina con el intestino. También podemos perseguir sin dificultad cómo normalmente en las muchachas el deseo, nada femenino, de poseer un pene se transforma en el deseo de un niño, y luego, en el de un hombre como substrato del pene y dispensador del niño. De modo que también en este caso se hace visible cómo una parte de interés, originalmente erótico-anal, logra ser acogida en la organización genital posterior.

En el curso de tales estudios de las fases pregenitales del la libido hemos logrado también algunos atisbos nuevos en la formación del carácter. Nuestra atención ha recaído sobre una tríada de cualidades, que aparecen juntas con cierta regularidad: el orden, la economía y la obstinación, y del análisis de tales personas hemos deducido que estas cualidades han surgido de la retención y otros empleos de su erotismo anal. Hablamos, pues, de un carácter anal cuando hallamos tal conjunción y oponemos en cierto modo el carácter anal al erotismo anal no elaborado. Una relación semejante, quizá más firme aún, hallamos también entre la ambición y el erotismo uretral. Una singular alusión a esta conexión se nos mostró en aquella leyenda según la cual Alejandro Magno nació en la misma noche en que cierto Eróstrato, movido por el ansia de gloria, incendió el admirado templo de Artemisa en Efeso. ¡Como si los antiguos no hubieran ignorado tal relación! Sabéis ya la múltiple conexión del acto de orinar con el fuego y su extinción. Naturalmente, esperamos que también otras cualidades del carácter se nos muestren como precipitados o productos reactivos de determinadas formaciones pregenitales de la libido, pero no podemos precisar aún cuáles.

Tiempo es ya de que vuelva a nuestro tema, retornando a los problemas más generales de la vida instintiva. Nuestra teoría de la libido se fundó primero en la antítesis de instintos del yo e instintos sexuales. Cuando más tarde empezamos a estudiar el mismo yo y adoptamos el punto de vista del narcisismo, aquella primera diferenciación perdió toda razón de ser. En casos poco frecuentes puede reconocerse que el yo se toma a sí mismo como objeto y se conduce como si estuviera enamorado de sí mismo. De aquí el nombre de narcisismo, tomado de la leyenda griega. Pero esto no es más que una extrema intensificación de un estado de cosas normal. Aprendemos a comprender que el yo es siempre el depósito principal de la libido, del que parten las cargas libidinosas de los objetos y al que retornan, mientras que la mayor parte de esta libido queda permanentemente en el yo. Hay, pues, una continua transformación de libido del yo en libido del objeto, y libido del objeto en libido del yo. Y entonces no pueden ser de naturaleza distinta entre sí, no tiene sentido diferenciar la energía de la una de la energía de la otra, y podemos prescindir de la designación especial de «libido» o emplearla como equivalente a la de energía psíquica en general.

Pero no permanecimos mucho tiempo en este punto de vista. La sospecha de una antítesis dentro de la vida instintiva se procuró en seguida otra expresión más marcada. Mas no quisiera deducir aquí ante vosotros esta novedad de la teoría del instinto; también ella reposa esencialmente en consideraciones biológicas. Os la presentaré como un producto terminado. Suponemos que hay dos clases de instintos, esencialmente diferentes: los instintos sexuales, comprendidos en el más amplio sentido -el Eros, si preferís ese nombre-, y los instintos de agresión, cuyo fin es la destrucción. Expuesto así, apenas os parecerá algo nuevo. Parece, en efecto, una tentativa de aclaración teórica de la antítesis vulgar de amor y odio, la cual coincide acaso con aquella otra polaridad de atracción y repulsión, que la física establece para el mundo inorgánico. Pero es singular que esta hipótesis haya sido sentida por muchos como una novedad, y, además, como una novedad indeseable, que debía ser rechazada cuanto antes. Supongo que esta repulsa es movida por un fuerte factor afectivo. ¿Por qué nosotros mismos hemos necesitado tanto tiempo antes de decidirnos a reconocer un instinto de agresión y no hemos utilizado sin vacilaciones para nuestra teoría hechos evidentes y conocidos por todos? Probablemente, la atribución de un instinto con tal fin a los animales hubiera tropezado con menor resistencia. Pero su admisión en la constitución humana parece un sacrilegio; está en flagrante contradicción con muchas premisas religiosas y muchas convenciones sociales. No; el hombre tiene que ser por naturaleza bueno, o al menos bondadoso. Si en ocasiones se muestra brutal, violento y cruel, es por trastornos pasajeros de su vida emocional, provocados en su mayor parte, y quizá sólo consecuencias de los inadecuados órdenes sociales que hasta ahora se ha dado.

Desgraciadamente, lo que la Historia nos relata y lo que nosotros mismos hemos vivido no testimonian en este sentido; más bien justifica el juicio de que la creencia en la «bondad» de la naturaleza humana es una de aquellas nocivas ilusiones de las que los hombres esperan un embellecimiento y un alivio de su vida, cuando en realidad sólo les acarrea perjuicios. Pero no necesitamos llevar adelante esta polémica, pues si aceptamos la hipótesis de un instinto especial de agresión y de destrucción en el hombre, no ha sido por las enseñanzas de la Historia y la experiencia, sino basándonos en consideraciones de origen general, a las que nos condujo el estudio de los fenómenos de sadismo y el masoquismo. Como sabéis, hablamos de sadismo cuando la satisfacción sexual se halla enlazada a la condición de que el objeto sexual sufra dolores, malos tratos y humillaciones, y de masoquismo, cuando el individuo siente la necesidad de ser él mismo el objeto maltratado. Sabéis también que la relación sexual normal integra cierto montante de estas dos tendencias, y que las consideramos como perversiones cuando rechazan a segundo término los demás fines sexuales y los sustituyen por sus fines propios. Tampoco habrá escapado a vosotros que el sadismo mantiene una relación más íntima con la virilidad y el masoquismo con la femineidad, como si existiera aquí una secreta afinidad, aunque debo deciros que no hemos avanzado más por este camino. Ambas tendencias -sadismo y masoquismo- son, para la teoría de la libido, fenómenos harto enigmáticos; sobre todo, el masoquismo, y no será nada extraño que, según suele suceder, lo que para una teoría ha sido piedra de escándalo sea la piedra angular de la que la sustituye.

Oponíamos, pues, que en el sadismo y en el masoquismo tenemos ante nosotros dos acabados ejemplos de la mezcla de ambas clases de instintos, del Eros con la agresión, y suponemos que tal relación es prototípica y que todos los impulsos instintivos que podemos estudiar se componen de tales mezclas o aleaciones de ambas clases de instintos. Naturalmente, en las más diversas proporciones. En todo ello, los instintos eróticos introducirían en la mezcla la diversidad de sus fines sexuales, mientras que los otros sólo aportarían mitigaciones y atenuaciones de su monótona tendencia. Con esta hipótesis abrimos ante nosotros la perspectiva de investigaciones que un día pueden lograr máxima importancia para la comprensión de procesos patológicos, pues las mezclas pueden también descomponerse en sus elementos, y a tales desfusiones o descomposiciones de mezclas de instintos podemos atribuirles gravísimas consecuencias para la función. Pero estos puntos de vista son aún demasiado nuevos; nadie ha intentado todavía utilizarlos en su labor.

Tornemos al problema especial que el masoquismo nos plantea. Si prescindimos de momento de sus componentes eróticos, nos será testimonio de la existencia de una tendencia que tiene por fin la autodestrucción. Si también, en cuanto al instinto de destrucción, es cierto que el yo -o, mejor dicho, el ello, la personalidad completa- encierra en sí originalmente todos los instintos, resulta que el masoquismo es más antiguo que el sadismo, el cual no sería sino el mismo instinto de destrucción vuelto hacia el exterior, con lo cual adquiriría el carácter de agresión. Cierto montante del instinto de destrucción original perduraría en el interior; parece como si nuestra percepción sólo pudiera aprehenderlo en dos circunstancias cuando se coliga con instintos eróticos para formar el masoquismo, o cuando se orienta como agresión con más o menos mezcla erótica contra el mundo exterior. Se nos impone ahora la posibilidad de que la agresión no halle satisfacción en el mundo exterior por tropezar con obstáculos reales. En este caso retrocederá y pasará a incrementar el montante de la autodestrucción interior. Más adelante veremos que así sucede, en efecto, y cuánta importancia entraña tal proceso. La agresión impedida parece constituir un grave daño; parece realmente como si tuviéramos que destruir otras cosas y a otros seres para no destruirnos a nosotros mismos, para protegernos contra la tendencia a la autodestrucción. iTriste descubrimiento para los moralistas!

Pero los moralistas podrán consolarse aún durante mucho tiempo con la inverosimilitud de nuestras especulaciones. ¡Singular instinto éste, que se complace en la destrucción de su propio hogar! Los poetas sí hablan de algo semejante; pero los poetas son irresponsables, gozan del privilegio de la licencia poética. Aunque también la fisiología entraña ideas semejantes; por ejemplo, la de la mucosa del estómago, que se digiere a sí misma. Pero hemos de reconocer que nuestro instinto de destrucción precisa de un apoyo más amplio. Una hipótesis de tanto alcance no puede ser arriesgada tan sólo porque unos cuantos pobres perturbados enlacen su satisfacción sexual a una extraña condición. Creo que un más profundo estudio de los instintos nos procurará lo que necesitamos. Los instintos no rigen tan sólo la vida anímica, sino también la vida vegetativa, y estos instintos orgánicos muestran un carácter que merece especial atención. (Más adelante podremos juzgar si se trata de un carácter general de los instintos.) Se manifiestan, en efecto, como tendencias a restablecer un estado anterior. Podemos suponer que desde el momento mismo en que un estado así constituido es perturbado nace una tendencia a reconstituirlo, tendencia que revoca fenómenos que podemos designar como una obsesión de repetición. Así, la Embriología es por completo un caso de obsesión de repetición. Siguiendo la escala ascendente en la serie animal, se extiende una facultad de producir de nuevo órganos perdidos, y el instinto de curación, al que debemos, junto con los auxilios terapéuticos, nuestras curaciones, podrían ser el residuo de esta facultad, tan extraordinariamente desarrollada en los animales inferiores. Las emigraciones de los peces para desovar; quizá las de las aves y acaso todo lo que en los animales juzgamos manifestaciones del instinto, se desarrollan bajo el mandato de la obsesión de repetición, que pone de manifiesto la naturaleza conservadora de los instintos. Tampoco en el sector anímico tardamos mucho en hallar manifestaciones de la misma. Hemos visto que los sucesos olvidados y reprimidos de la temprana infancia se reproducen durante la labor analítica en sueños y reacciones, sobre todo en los sucedidos en la transferencia, aunque su reviviscencia es contraria a los intereses del principio del placer, y nos hemos explicado tal hecho diciendo que en estos casos la obsesión de repetición se impone incluso al principio del placer. También fuera del análisis podemos observar algo análogo. Hay hombres que repiten siempre a través de toda su vida, sin corregirse y para su daño, las mismas reacciones, o que parecen perseguidos por un destino implacable, mientras que una investigación algo minuciosa nos muestra que son ellos mismos los que sin saberlo se preparan tal destino. En estos casos atribuimos a la obsesión de repetición un carácter demoníaco.

Pero ¿en qué puede ayudarnos este carácter conservador de los instintos para la comprensión de nuestra autodestrucción? ¿Qué estado anterior quiere restablecer tal instinto? La respuesta no es difícil y nos abre amplias perspectivas. Si es verdad que una vez -en épocas inconcebibles y de un modo irrepresentable- surgió la vida de la materia inanimada, según nuestra hipótesis, tuvo entonces que nacer un instinto que quiere suprimir de nuevo la vida y restablecer el estado anorgánico. Si en este instinto reconocemos la autodestrucción por nosotros supuesta, podemos ya considerarla como manifestación de un instinto de muerte que no dejamos de hallar en ningún proceso vital. Y aquí se nos dividen los instintos en los que creemos en dos grandes grupos: los eróticos, que quieren acumular cada vez más sustancia viva en unidades cada vez mayores, y los instintos de muerte, que se oponen a esta tendencia y retrotraen lo vivo al estado inorgánico. De la colaboración y la pugna de ambos instintos surgen los fenómenos de la vida a los que la muerte pone fin.

Diréis, quizá, encogiéndoos de hombros: Esto no es ciencia natural, es filosofía «schopenhaueriana». ¿Y por qué un osado pensador no podría haber descubierto lo que luego confirmaría la investigación laboriosa y detallada? Además, todo se ha dicho ya alguna vez, y antes de Schopenhauer fueron muchos los que sostuvieron tesis análogas. Y por último, lo que nosotros decimos no coincide en absoluto con las teorías de Schopenhauer. Nosotros no afirmamos que el único fin de la vida sea la muerte; no dejamos de ver, junto a la muerte, la vida. Reconocemos dos instintos fundamentales y dejamos a cada uno su fin propio. Cómo se mezclan ambos en el proceso de la vida y cómo el instinto de muerte es llevado a coadyuvar a los propósitos del Eros, sobre todo en su vuelta hacia el exterior como agresión, son problemas que quedan planteados a la investigación futura. Nosotros no traspasamos el punto en el que se abre ante nosotros tal perspectiva. También la interrogación de si el carácter conservador no será propio de todos los instintos, sin excepción alguna, y si quizá también los instintos eróticos quieren restablecer un estado anterior cuando tienen la síntesis de lo animado en unidades mayores; también esta pregunta tenemos que dejarla incontestada.

Nos hemos alejado un poco de nuestra base. Quiero comunicaros a posteriori cuál fue el punto de partida de estas reflexiones sobre la teoría de los instintos. El mismo que nos condujo a la revisión de la relación entre el yo y lo inconsciente: la impresión experimentada en el curso de la labor analítica de que el paciente que opone una resistencia no sabe muchas veces nada de la misma. Pero no sólo le es inconsciente el hecho de la resistencia, sino también el motivo o los motivos de la misma. Tuvimos que investigar tal motivo o tales motivos y, para nuestra sorpresa, lo encontramos en una intensa necesidad de castigo que sólo podíamos adscribir a los deseos masoquistas. La importancia práctica de este hallazgo no es menor que su importancia teórica, pues esta necesidad de castigo es el peor enemigo de nuestros esfuerzos terapéuticos. Es satisfecha por el padecer enlazado a la neurosis y se aferra, por tanto, a la enfermedad. Parece como si este factor, la necesidad de castigo inconsciente, participara en cualquier enfermedad neurótica. En este sentido testimonian convincentemente aquellos casos en los que la dolencia neurótica se deja reemplazar por otra de distinto orden. Os expondré un caso de este género.

Una vez conseguí libertar a una mujer soltera del complejo de síntomas que a través de quince años la había condenado a una existencia atormentada y la había excluido de la vida. Sintiéndose curada, la sujeto se entregó a una intensa actividad para desarrollar su talento nada escaso, y lograr aún algo de estimación, placer y éxito. Pero cada una de sus tentativas terminó con el descubrimiento, facilitado por los demás o hecho por ella misma, de que tenía ya demasiados años para lograr nada en aquel sector. Después de un tal desenlace, lo más inmediato habría sido una recaída en su enfermedad, pero esto no lo conseguía; en lugar de ello, le acaecían cada vez accidentes, aparentemente fortuitos, que le impedían seguir su actividad y la hacían sufrir. Se caía y se dislocaba un pie o se hería una rodilla; se hería las manos al hacer cualquier manejo. Advertida de la gran parte que tenía en tales accidentes, aparentemente casuales, cambió, por decirlo así, de técnica. En lugar de los accidentes comenzó a sufrir, en ocasiones idénticas, ligeras enfermedades: catarros, anginas, estados análogos a la gripe, hinchazones reumáticas, hasta que, habiéndose decidido a la resignación, desaparecieron tales fantasmas.

Sobre el origen de esta necesidad de castigo inconsciente no puede, a nuestro juicio, caber duda. Se comporta como una parte de la conciencia moral, como la continuación de nuestra conciencia moral en lo inconsciente; tendrá, pues, el mismo origen que la conciencia moral, correspondiendo, por tanto, a un montante de agresión internalizado y acogido por el super-yo. Si los componentes del término «sentimiento de culpabilidad inconsciente» armonizaran mejor, podríamos emplearlos justificadamente para todos los efectos prácticos. Teóricamente dudamos si debemos suponer que toda la agresión retornada del mundo exterior es vinculada por el super-yo y orientada así contra el yo, o si una parte de ella desarrolla su acción silenciosa y siniestra en el yo y en el ello, como libre instinto de destrucción. Esta última distribución es la más probable, pero nada más sabemos sobre ella. En la instauración primera del super-yo es utilizada indudablemente para la constitución de esta instancia aquella parte de agresión contra los padres a la que el niño no pudo procurar una derivación al exterior a causa de su fijación erótica y de dificultades exteriores, y de esto depende que el rigor del super-yo no haya de corresponder necesariamente a la severidad de la educación. Es muy posible que, en ocasiones ulteriores de sojuzgamiento de la agresión, el instinto tome el mismo camino que en aquel primer momento decisivo le fue abierto.

Aquellas personas en las que tal sentimiento inconsciente de culpabilidad entraña intensidad predominante lo delatan así en el análisis con la reacción terapéutica negativa, de tan ingrato pronóstico. Cuando les comunicamos la solución de un síntoma, a la cual debería seguir una desaparición, por lo menos temporal, del síntoma correspondiente, observamos, por el contrario, en ellas una intensificación del síntoma y de la dolencia. A veces basta alabar su conducta en la cura o una palabra esperanzada sobre el progreso del análisis para provocar un recrudecimiento de su enfermedad. Los no analistas dirían que tales personas carecen de «voluntad de curar», los analistas vemos en esta conducta una manifestación del sentimiento inconsciente de culpabilidad, al cual satisface la enfermedad con sus dolores y sus sentimientos. Los problemas que el sentimiento inconsciente de culpabilidad ha planteado, sus relaciones con la moral, la pedagogía y la criminología son actualmente el tema preferido de los analistas.

Donde menos lo esperábamos hemos emergido, desde el mundo psíquico abisal, a campo abierto. No puedo yo guiaros en estos nuevos dominios; pero quiero exponeros, antes de terminar por hoy, un razonamiento. Solemos decir que nuestra cultura ha sido instaurada a costa de tendencias sexuales que, coartadas por la sociedad y reprimidas en parte, han sido también en parte aprovechadas para otros fines. No obstante el orgullo que nos inspiran nuestras conquistas culturales, hemos confesado que no nos es nada fácil satisfacer las exigencias de esta cultura y sentirnos a gusto en ella, porque las restricciones impuestas a nuestros instintos suponen una pesada carga psíquica. Ahora bien: lo que así hemos reconocido en los instintos sexuales es aplicable en igual o mayor medida a los instintos de agresión. Estos instintos son, sobre todo, los que dificultan la vida en común de los hombres y amenazan su perduración; la restricción de su agresividad es el sacrificio primero y quizá más duro que la sociedad exige al individuo. Hemos visto en qué ingeniosa forma se lleva a cabo esta doma de lo rebelde. La instauración del super-yo, que atrae a sí los peligrosos impulsos agresivos, sitúa, además, una guarnición en los lugares inclinados a la rebeldía. Mas, por otro lado, desde un punto de vista puramente psicológico, hemos de reconocer que el yo no se siente a gusto cuando se ve sacrificado así a las necesidades de la sociedad, cuando se tiene que someter a las tendencias destructoras de la agresión, las cuales le hubiera gustado desarrollar con otros. Es como una continuación en los dominios psíquicos de aquel dilema de comer o ser comido, que domina el mundo de la vida orgánica. Por fortuna los instintos de agresión no aparecen nunca aislados, sino en aleación con los eróticos. Estos últimos tienen mucho que mitigar y precaver en las condiciones de la cultura creada por el hombre.

 

Lección XXXIII

LA FEMINEIDAD

Señoras y señores:

EN la preparación de estas conferencias vengo luchando constantemente con una dificultad interior. No acabo de encontrar, a plena satisfacción mía, su justificación. Es cierto que el psicoanálisis se ha modificado y enriquecido en el transcurso de quince años de trabajo; pero también lo es que nuestra primera introducción al psicoanálisis podía subsistir, sin modificación ni complemento. No puedo alejar de mí la idea de que estas conferencias carecen de toda razón de ser. Dicen muy poco, y nada nuevo, a los analistas, y a quienes no lo son, demasiado, y sobre todo, cosas para cuya comprensión no están en modo alguno preparados. En consecuencia, he buscado constantemente excusas y disculpas, y he tratado de justificar cada una de estas conferencias con un motivo distinto. La primera, dedicada a la teoría de los sueños, había de situaros en la atmósfera analítica y mostraros la firmeza que habían demostrado nuestras opiniones. La segunda, en la que escudriñamos los caminos que van desde el sueño al ocultismo, me ofrecía ocasión de hablaros libremente sobre un sector de investigación en el cual esperanzas exentas de prejuicios luchan hoy con apasionadas resistencias, suponiendo yo que vuestro juicio, educado en la tolerancia por el ejemplo del psicoanálisis, no me rehusaría vuestra compañía en tan aventurada excursión. La tercera conferencia, consagrada a la disección de la personalidad, sometió vuestra buena voluntad a dura prueba con la singularidad de su contenido; pero no me era posible silenciaros tal primer esbozo de una psicología del yo; y si hace quince años hubiera existido ya, no abría tenido más remedio que exponéroslo por entonces. Mi última conferencia, en fin, que sólo con un magno esfuerzo de atención habréis podido seguir, aportaba rectificaciones imprescindibles y nuevas tentativas de solución de los más importantes problemas, y mi introducción había sido una inducción en error si os la hubiera silenciado. Veis así que en cuanto intenta uno disculparse resulta al cabo que todo era inevitable; una rigurosa fatalidad, ante la cual sólo cabe someterse. Así lo hago yo, y os ruego que sigáis mi ejemplo.

Tampoco la conferencia de hoy debía hallar acogida en una introducción; pero puede procuraros la muestra de una labor analítica de detalle, y he de decir en su abono dos cosas: entraña sólo hechos observados, sin agregación especulativa casi, y trata de un tema que merece vuestro interés como ningún otro. Sobre el problema de la femineidad han meditado los hombres en todos los tiempos.

«Cabezas tocadas con tiaras ornadas de jeroglíficos,

cabezas con turbantes y cabezas con gorros negros,

cabezas con pelucas, y mil otras

pobres, sudorosas cabezas masculinas.»

(HEINE: El mar del Norte.)

Tampoco vosotros, los que me oís, os habréis excluido de tales cavilaciones. Los hombres, pues las mujeres sois vosotros mismas tal enigma. Masculino o femenino es la primera diferenciación que hacéis al enfrentaros con otro ser humano, y estáis acostumbrados a llevar a cabo tal diferenciación con seguridad indubitable. La ciencia anatómica comparte vuestra seguridad hasta cierto punto, pero no más allá. Masculinos son el producto sexual masculino, el espermatozoo y su vehículo; femeninos, el óvulo y el organismo que los hospeda. En ambos sexos se han formado órganos exclusivamente adscritos a la función sexual, y que probablemente se han desarrollado, partiendo de la misma disposición, en dos estructuras distintas. En ambos muestran además los órganos restantes las formas del cuerpo, y los tejidos, una influencia del sexo; pero esta influencia es inconstante y de magnitud variable, constituyendo los llamados caracteres sexuales secundarios. Y luego la ciencia os dice algo contrario a lo que esperabais y muy apropiado para desconcertaros. Os advierte que ciertos elementos del aparato sexual masculino son también, aunque atrofiados, parte integrante del cuerpo femenino, e inversamente. La ciencia ve en esta circunstancia el signo de una bisexualidad, como si el individuo no fuera hombre o mujer, sino siempre ambas cosas, sólo que alternativamente una más que otra. Se os invita luego a familiarizaros con la idea de que las porciones de la mezcla de lo masculino y lo femenino en el individuo están sujetas a grandes oscilaciones. Mas como de todos modos, salvo en rarísimos casos, una persona no integra sino una sola clase de productos sexuales -óvulos o espermatozoos-, dudaréis ya de la significación decisiva de tales elementos, y concluiréis que lo que hace la masculinidad o la femineidad es un carácter desconocido que la Anatomía no puede aprehender.

¿Podrá, acaso, hacerlo la Psicología?

Estamos acostumbrados a emplear los conceptos de «masculino» y «femenino» también como cualidades anímicas, y hemos transferido a la vida psíquica la tesis de la bisexualidad. Decimos, pues, que un ser humano, sea macho o hembra, se conduce masculinamente en tal punto y femeninamente en tal otro. Pero no tardaréis en daros cuenta de que esto es mera docilidad para con la Anatomía y la convención. No podéis dar a los conceptos de lo masculino y lo femenino contenido ninguno nuevo. La diferenciación no es de orden psicológico. Cuando decís «masculino», queréis decir regularmente «activo», y cuando decís «femenino», «pasivo». Y es exacto que existe tal relación. La célula sexual masculina es activamente móvil; busca a la femenina y ésta, el óvulo, es inmóvil, pasivamente expectante. Esta conducta de los organismos elementales sexuales es, incluso, el prototipo de la conducta de los individuos sexuales en el comercio sexual. EI macho persigue a la hembra para realizar la cópula sexual, la coge y penetra en ella. Pero con esto dejáis reducido, para la Psicología, al factor de la agresión el carácter de lo masculino. Y dudaréis de haber hallado con ello algo decisivo en cuanto reflexionéis que en algunas especies animales son las hembras más fuertes y agresivas que los machos, y éstos, sólo activos en el acto único de la cópula sexual. Así sucede, por ejemplo, con las arañas. Tampoco las funciones de cuidar de la prole y adiestrarla, que tan exclusivamente femeninas nos parecen, están vinculadas entre los animales al sexo femenino. En especies nada inferiores se observa que los dos sexos comparten tales funciones, e incluso es el macho el que a ellas se consagra. Hasta en los dominios de la vida sexual humana observamos en seguida cuán insuficiente es hacer coincidir la conducta masculina con la actividad, y la femenina, con la pasividad. La madre es activa en todos sentidos en cuanto al niño. Y cuanto más os apartéis del estrecho sector sexual, más claramente veréis el error de tal coincidencia. Las mujeres pueden desplegar grandes actividades en muy varias direcciones, y los hombres no pueden convivir con sus semejantes si no es desplegando una cantidad considerable de adaptabilidad pasiva. Si ahora decís que tales hechos entrañan precisamente la prueba de que tanto los hombres como las mujeres son bisexuales, en sentido psicológico, deduciré que habéis decidido en vuestro fuero interno mantener la coincidencia de lo activo con lo masculino y lo pasivo con lo femenino. Pero no os lo aconsejo; me parece inadecuado, y no nos procura ningún nuevo conocimiento.

Pudiéramos pensar en caracterizar psicológicamente la femineidad por la preferencia de fines pasivos; preferencia que, naturalmente, no equivale a la pasividad, puesto que puede ser necesaria una gran actividad para conseguir un fin pasivo. Lo que acaso sucede es que en la mujer, y emanada de su papel en la función sexual, una cierta preferencia por la actitud pasiva y los fines pasivos se extiende al resto de su vida, más o menos penetrantemente, según que tal prototipicidad de la vida sexual se restrinja o se amplifique. Pero a este respecto debemos guardarnos de estimar insuficientemente la influencia de costumbres sociales que fuerzan a las mujeres a situaciones pasivas. Todo esto permanece aún muy oscuro. No queremos desatender una relación particularmente constante sobre la femineidad y la vida instintiva.

El sojuzgamiento de su agresión, constitucionalmente prescrito y socialmente impuesto a la mujer, favorece el desarrollo de intensos impulsos masoquistas, los cuales logran vincular eróticamente las tendencias destructoras orientadas hacia el interior. EI masoquismo es, pues, así, auténticamente femenino. Pero cuando, como sucede con frecuencia, encontramos el masoquismo en sujetos masculinos, ¿qué podemos decir si no es que tales hombres integran precisos rasgos femeninos?

Con todo esto supondréis ya que tampoco la Psicología habrá de resolver el enigma de la femineidad. Tal solución habrá de venir de otro lado, y no podrá venir antes que hayamos averiguado cómo nació, en general, la diferenciación de los seres animados en dos sexos. Nada sabemos de ello, no obstante ser tal división en dos sexos un carácter tan evidente de la vida orgánica, y el que la diferencia con toda precisión de la naturaleza inanimada. Entre tanto, aquellos individuos humanos manifiesta o predominantemente caracterizados por la posesión de genitales femeninos nos ofrecen materia suficiente de estudio. A la peculiaridad del psicoanálisis corresponde entonces no tratar de describir lo que es la mujer -cosa que sería para nuestra ciencia una labor casi impracticable-, sino investigar cómo de la disposición bisexual infantil surge la mujer. En esta última época hemos logrado averiguar algo sobre ello gracias a varios de nuestros excelentes colegas femeninos que han comenzado a ocuparse analíticamente de este problema. La diferencia de sexos ha prestado a la discusión del mismo un atractivo particular; pues cada vez que una comparación resultaba desfavorable a su sexo, ellas se apresuraban a expresar sus sospechas de que nosotros, sus colegas masculinos, no habíamos superado prejuicios profundamente arraigados contra la femineidad, prejuicios que por parciales invalidaban nuestras investigaciones. En cambio, a nosotros, la tesis de la bisexualidad nos hacía facilísimo evitar toda descortesía, pues Ilegado el caso, salíamos del apuro diciendo a nuestras antagonistas: «Eso no va con usted; usted es una excepción, pues en este punto concreto es usted más masculina que femenina.»

AI llegar a la investigación de la evolución sexual femenina, lo hacemos con dos esperanzas: la primera es que tampoco en este sector se adapte sin resistencia la constitución a la función, y la segunda, que los virajes decisivos se hayan cumplido o iniciado ya antes de la pubertad. Ambas quedan bien pronto confirmadas. Por otro lado, la comparación con lo que sucede en el niño nos muestra que la evolución que transforma a la niña en mujer normal es mucho más ardua y complicada, pues abarca dos tareas más, sin pareja en la evolución del hombre. Seguiremos desde el principio el paralelo. Desde luego, ya el material es diferente en el niño y en la niña; para fijarlo así no es menester el psicoanálisis. La diferencia en la formación de los genitales va acompañada de otras diferencias somáticas, demasiado conocidas para que precisemos citarlas. También en la disposición de los instintos aparecen diferencias, que dejan sospechar lo que luego ha de ser la mujer. La niña es regularmente menos agresiva y obstinada, y se basta menos a sí misma; parece tener más necesidad de ternura, y ser, por tanto, más dependiente y dócil. La mayor facilidad y rapidez con las que logra el dominio de sus excreciones es muy probablemente tan sólo una consecuencia de tal docilidad: la orina y las heces son, como sabemos, los primeros regalos que el sujeto infantil hace a sus guardadores, y su retención es la primera concesión que la vida instintiva infantil se deja arrancar. Experimentamos también la impresión de que la niña es más inteligente y viva que el niño de igual edad; se abre más al mundo exterior, y Ileva a cabo cargas de objeto más intensas. Ignoro si este adelanto en la evolución ha sido o no comprobado por observaciones precisas; lo indudable es que no puede decirse que la niña aparezca intelectualmente retrasada. Pero estas diferencias sexuales no pesan gran cosa; pueden ser compensadas por variantes individuales. Para nuestros primeros propósitos podemos muy bien prescindir de ellas.

Las fases más tempranas de la evolución de la libido parecen ser comunes a ambos sexos. Habría podido esperarse que la niña mostrara ya en la fase sádico-anal un cierto retraso de la agresión, pero no es así. El análisis de los juegos infantiles ha mostrado a nuestras colegas analistas que los impulsos agresivos de las niñas no dejan nada que desear en cuanto a cantidad y violencia. Con la entrada en la fase fálica, las diferencias entre los sexos quedan muy por debajo de sus coincidencias. Hemos de reconocer que la mujercita es un hombrecito. Esta fase se caracteriza en el niño, como es sabido, por el hecho de que el infantil sujeto sabe ya extraer de su pequeño pene sensaciones placientes y relacionar los estados de excitación de dicho órgano con sus ideas del comercio sexual. Lo mismo hace la niña con su clítoris, más pequeño aún. Parece que en ella todos los actos onanistas tienen por sede tal equivalente del pene, y que la vagina, lo propiamente femenino, es aún ignorada por los sexos. Algunos investigadores hablan también de precoces sensaciones vaginales, pero no creemos nada fácil distinguirlas de las anales o de las vestibulares. Como quiera que sea, no pueden desempeñar papel importante ninguno. Podemos, pues, mantener que en fase fálica de la niña es el clítoris la zona erógena directiva. Pero no con carácter de permanencia, pues, con el viraje hacia la femineidad, el clítoris debe ceder, total o parcialmente, su sensibilidad y con ella su significación a la vagina. Esta sería una de las dos tareas propuestas a la evolución de la mujer, mientras que el hombre, más afortunado, no tiene que hacer más que continuar en el período de la madurez sexual lo que en el de la temprana floración sexual había ya previamente ejercitado.

Más adelante habremos de tornar a ocuparnos de la significación del clítoris. Ahora vamos a dedicar nuestra atención a la segunda tarea planteada a la evolución de la niña. EI primer objeto amoroso del niño es la madre; sigue siéndolo en la formación del complejo de Edipo y, en el fondo, durante toda la vida. También para la niña el primer objeto tiene que ser la madre -y las figuras de la nodriza o la niñera, fundidas con la materna-. Las primeras cargas de objeto se desarrollan, en efecto, sobre la base de la satisfacción de las grandes y simples necesidades vitales, y los cuidados prodigados al sujeto infantil son los mismos para ambos sexos. Pero en la situación de Edipo, el objeto amoroso de la niña es ya el padre, y esperamos que, dado el curso normal de la evolución, acabará por hallar el camino que conduce desde el objeto paterno a la elección definitiva de objeto. Así, pues, en el curso del tiempo, la muchacha debe cambiar de zona erógena y de objeto, mientras que el niño conserva los suyos. Surge entonces la interrogación de cómo se desarrollan tales cambios y particularmente la de cómo pasa la niña de la vinculación a la madre a la vinculación al padre, o dicho de otro modo, cómo pasa de su fase masculina a la fase femenina que biológicamente le está determinada.

La solución sería idealmente sencilla si pudiéramos suponer que a partir de cierta edad baste la influencia elemental de la atracción recíproca de los sexos que impulsa a la mujercita hacia el hombre y que la misma ley permita al niño permanecer vinculado a la madre. Podríamos, incluso, añadir que los niños sigan con ello las indicaciones que les procuran las preferencias sexuales de los padres. Pero las cosas no son tan fáciles; ni siquiera sabemos si podemos creer seriamente en aquel poder enigmático, resistente al análisis, que tanto apasiona a los poetas. Laboriosas investigaciones, en las que lo único fácil ha sido la disposición del material necesario, nos han suministrado datos enteramente distintos. Habéis de saber que son muchas las mujeres que permanecen eróticamente vinculadas al objeto paterno, e incluso al padre real, hasta épocas muy tardías. Tales mujeres, de vinculación paterna intensa y prolongada, nos han procurado descubrimientos sorprendentes. Sabíamos, desde luego, que había habido en ellas un estudio previo de vinculación a la madre; pero no que el mismo podría ser tan abundante en contenido ni tan prolongado, ni que pudiera dejar tras de sí tantas ocasiones de fijaciones y disposiciones. Durante esta época, el padre no es más que un rival importuno; en algunos casos, la vinculación a la madre va más allá de los cuatro años. Casi todo lo que luego hallamos en la relación con el padre estaba ya contenido en ella y ha sido luego transferido al padre. En concreto: llegamos a la convicción de que no es posible comprender a la mujer si no se tiene en cuenta esta fase de la vinculación a la madre, anterior al complejo de Edipo.

Nos preguntamos ahora cuáles son las relaciones libidinosas de la niña con la madre, y hallamos que son muy varias. Como se extiende a través de las tres fases de la sexualidad infantil, toman también los caracteres de cada una de ellas y se manifiestan con deseos orales, sádico-anales y fálicos. Estos deseos representan impulsos tanto activos como pasivos, si los referimos a la diferenciación de los sexos que habrá de aparecer posteriormente -referencia que debemos, en lo posible, evitar-, podemos calificarlos de masculinos y femeninos. Son, además, plenamente ambivalentes; esto es, tanto de naturaleza cariñosa como hostil y agresiva. Estos últimos deseos suelen hacerse aparentes después de transformarse en representaciones angustiosas. No siempre es fácil señalar la formulación de estos precoces deseos sexuales; el que más claramente se manifiesta es el de hacerle un niño a la madre -o tenerlo de ella-, pertenecientes ambos a la fase fálica y harto singulares, pero indudablemente comprobados por la observación analítica. El atractivo de estas investigaciones está en los sorprendentes descubrimientos que nos procuran. Así, descubrimos que el miedo a ser asesinado o envenenado, que puede luego constituir el nódulo de una enfermedad paranoica, se da ya en este período anterior al complejo de Edipo, siendo la madre la persona temida. Otro caso. Recordaréis, sin duda, aquel interesantísimo episodio de la historia de la investigación analítica que hubo de traerme consigo largas horas de penosa perplejidad. En la época en que nuestro interés principal recaía sobre el descubrimiento de traumas sexuales infantiles, casi todas mis pacientes pretendían haber sido seducidas por su padre. Al cabo, se me impuso la conclusión de que tales informes eran falsos, y aprendí así a comprender que los síntomas histéricos se derivan de fantasías y no de sucesos reales. Más tarde pude reconocer, en esta fantasía de la seducción por el padre, la manifestación del complejo de Edipo típico femenino. Y ahora volvemos a encontrar la fantasía de seducción en la prehistoria, anterior al complejo de Edipo de la niña, con la variante de que la iniciación sexual ha sido efectuada, regularmente, por la madre. Pero aquí la fantasía se basa ya en la realidad, pues es, en efecto, la madre la que al someter a sus hijas a los cuidados de la higiene corporal, estimula y tal vez despierta en los genitales de las mismas las primeras sensaciones placientes.

Sospecho que esta descripción de la riqueza y la intensidad de las relaciones sexuales de la niña con su madre ha de pareceros exagerada. Conocéis a muchas niñas, y nunca habéis advertido en ellas nada semejante. Tal objeción no es válida. Sabiendo observar la vida infantil, descubrimos muchas cosas; pero, además, hay que tener en cuenta que la infancia sólo puede dar expresión preconsciente -no digamos ya comunicar- a una mínima parte de sus deseos sexuales. No hacemos, pues, sino servirnos de un perfecto derecho al estudiar a posteriori los residuos y consecuencias de este mundo afectivo en personas en las que tales procesos de la evolución alcanzaron un desarrollo especialmente visible o incluso exagerado. La Patología nos ha prestado siempre el servicio de revelarnos, aislándolas y complicándolas, circunstancias que, dentro de la normalidad, habrían permanecido ocultas. Y como nuestras investigaciones no han sido realizadas en sujetos gravemente anormales, creo que podemos dar crédito a sus resultados.

Orientaremos ahora nuestro interés hacia la disolución de esta poderosa vinculación de la niña a su madre. Sabemos de antemano que su destino es perecer, dejando el puesto a la vinculación del padre. Y tropezamos con un hecho que nos muestra el camino que debemos seguir. En este avance de la evolución no se trata de un nuevo cambio de objeto. El apartamiento de la madre se desarrolla bajo el signo de la hostilidad; la vinculación a la madre se resuelve en odio. El cual puede hacerse muy evidente y perdurar a través de toda la vida, o puede ser luego cuidadosamente supercompensado, siendo lo más corriente que una parte de él sea dominada, perdurando otra. Estas variantes dependen en gran medida de lo que sucede en años posteriores. Pero aquí nos limitaremos a estudiarlo en el período de viraje hacia el padre, investigando sus motivaciones. Oímos entonces toda una serie de quejas y acusaciones contra la madre, tendentes a justificar los sentimientos hostiles de la niña, y cuyo valor, que analizaremos cuidadosamente, varía mucho. Algunas son obvias racionalizaciones. Habremos, pues, de investigar las fuentes verdaderas de la hostilidad. Espero que os interesará seguirme esta vez a través de todos los detalles de una investigación psicoanalítica.

De los reproches que la sujeto dirige a su madre, el que más se remonta es el de haberla criado poco tiempo a sus pechos, lo cual reputa la sujeto como una falta de cariño. Ahora bien: este reproche no deja de entrañar, en las circunstancias actuales, cierta justificación. Muchas madres de hoy no tienen leche suficiente para criar a sus hijos y se contentan con amamantarlos unos cuantos meses, seis o nueve a lo más. Entre los pueblos primitivos, los niños son amamantados por espacio de dos y tres años. La figura de la nodriza, sustitución de la madre, es fundida con la de ésta. Cuando la sustitución ha tenido efecto desde un principio, el reproche mencionado se torna en el de haber despedido demasiado pronto a la nodriza, que tan complacientemente alimentaba a la niña. Pero cualesquiera que hayan sido las circunstancias reales, es imposible que el reproche de la niña sea justificado tan frecuentemente como lo hallamos. Parece más bien que el ansia de la niña por su primer alimento es, en general, inagotable, y que el dolor que le causa la pérdida del seno materno no se apacigua jamás. No me sorprendería que el análisis de un primitivo, amamantado hasta una época en la que ya sabía hablar y corretear, extrajera a la luz el mismo reproche. Con el destete se relaciona también, probablemente, el miedo a ser envenenado. EI veneno es un alimento que hace enfermar. Quizá el sujeto infantil refiere a la privación del seno materno sus primeras enfermedades. Hace ya falta buena parte de preparación intelectual para creer en la casualidad; el primitivo, el hombre sin ilustración, y, seguramente, también el niño, saben dar una razón a todo lo que sucede. Probablemente fue originalmente una explicación según la concepción animista. Aún actualmente, en algunos estratos populares, cualquier muerte es achacada a alguien, generalmente al médico. Y la reacción neurótica regular a la muerte de un ser querido es también la autoacusación de haber sido la causa de su muerte.

Otra acusación contra la madre surge al hacer su aparición en la nursery un nuevo bebé. Cuando las circunstancias lo hacen posible, la niña relaciona tal suceso con la privación del seno materno. La madre no quiso o no pudo seguir dándole el pecho porque necesitaba amamantar al nuevo infante. Cuando los dos partos son tan seguidos que la lactancia queda cortada por el segundo embarazo, este reproche adquiere un fundamento real, dándose el caso singular de que, aun cuando entre ambos retoños haya tan sólo una diferencia de once meses, el primero se da cuenta de lo sucedido, no obstante su temprana edad. Pero no es sólo la privación del seno materno lo que dispone a la niña contra el nuevo intruso y rival suyo, sino todos los demás cuidados que la madre le prodiga. Se siente destronada, despojada, perjudicada en su derecho; desarrolla odio y celos contra el nuevo infante y rencor contra la madre infiel, todo lo cual se manifiesta frecuentemente en una desagradable transformación de su conducta. Se torna «mala», excitable, desobediente y abandona los progresos realizados en el dominio sobre sus excretas. Todo esto es conocido tiempo ha y aceptado como cosa natural; pero rara vez nos hacemos una idea exacta de la fuerza de tales impulsos hostiles, de la tenacidad de su adherencia y de la magnitud de su influjo sobre la evolución posterior. Sobre todo, cuando estos celos son alimentados de nuevo, una y otra vez durante los siguientes años infantiles, renovándose la conmoción con cada nuevo parto de la madre. El hecho de que el primogénito continúe siendo el favorito de la madre no cambia gran cosa la situación; la exigencia de cariño del sujeto infantil es desmesurada; demanda exclusividad y no tolera compartirlo.

Los deseos sexuales infantiles, distintos en cada fase de la libido, y que, en su mayor parte, no pueden ser satisfechos, constituyen una copiosa fuente de hostilidad contra la madre. La más intensa de estas privaciones aparece en la época fálica, cuando la madre prohibe a su retoño -a veces con graves amenazas y manifestando intenso disgusto- el placentero jugueteo con sus órganos genitales, al cual ella misma hubo de inducirle antes, al descubrirle, en sus cuidados de higiene corporal, la cualidad erógena de dichos órganos. Podríamos suponer que éstos eran ya motivos suficientes para fundamentar el apartamiento que siente la niña hacia su madre. Juzgaríamos entonces que tal apartamiento era secuela inevitable de la naturaleza de la sexualidad infantil, de la inmoderación de las exigencias de cariño y de la imposibilidad de satisfacer los deseos sexuales. Pensaríamos, incluso, que esta primera relación amorosa de la niña está destinada al fracaso, precisamente por ser la primera, pues estas precoces cargas de objeto son siempre ambivalentes en muy alto grado; junto al amor intenso existe siempre una intensa tendencia a la agresión, y cuando más apasionadamente ama el niño a su objeto, más sensible se hace a las decepciones y privaciones que el mismo le inflige. Al cabo el amor sucumbe forzosamente a la agresión acumulada. O también podemos rechazar tal ambivalencia original de las cargas eróticas e indicar que lo que conduce, con igual fatalidad inevitable, a la perturbación del amor infantil es la naturaleza especial de la relación entre madre e hijo; pues toda educación, por benigna que sea, tiene que ejercer coerción e imponer limitaciones, y todo ataque de este orden a su libertad tiene que despertar en el sujeto infantil, como reacción, la tendencia a la agresión y a la rebeldía. La discusión de estas posibilidades podía resultar muy interesante, pero una objeción que de repente surge a nuestro paso orienta nuestra intención en un sentido distinto. Todos estos factores -los desaires, las decepciones amorosas, los celos y la seducción seguida de prohibición- se dan también en las relaciones del niño con la madre y no son, sin embargo, suficientes para apartarle de ella. Si no encontramos algo que sea específico de la niña, algo que no aparezca en el niño o aparezca en él distintamente, no habremos aclarado el desenlace de la vinculación de la niña a la madre.

Por mi parte, creo que hemos hallado tal factor específico, y precisamente en el lugar en que esperábamos hallarlo, si bien en forma sorprendente. En el lugar esperado, digo, porque tal lugar es el complejo de la castración. La diferencia anatómica tenía que manifestarse en consecuencias psíquicas. En cambio, nos sorprendió descubrir, por medio del análisis, que la niña hace responsable a la madre de su carencia de pene y no le perdona tal desventaja.

Como veis, adscribimos también a la mujer un complejo de castración. Fundamentalmente, desde luego; pero tal complejo no puede entrañar el mismo contenido que el del niño. En este último el complejo de castración se forma después que la visión de unos genitales femeninos le han revelado que el miembro que tanto estima él no es, como suponía, inseparable de todo cuerpo humano. Recuerda entonces las amenazas que le valieron sus jugueteos con el miembro, empieza a darles crédito, y queda, desde aquel instante, bajo el influjo del miedo a la castración, que pasa a ser el motor más importante de su desarrollo ulterior. También el complejo de castración de la niña es iniciado por la visión del genital del otro sexo. La niña advierte en seguida la diferencia y -preciso es confesarlo- también su significación. Se siente en grave situación de inferioridad, manifiesta con gran frecuencia, que también ella «quisiera tener una cosita así», y sucumbe a la «envidia del pene», que dejará huellas perdurables en su evolución y en la formación de su carácter, y que ni siquiera en los casos más favorables será dominada sin grave esfuerzo psíquico. El que la niña reconozca su carencia de pene no quiere decir que la acepte de buen grado. Por el contrario, mantiene mucho tiempo el deseo de «tener una cosita así», cree en la posibilidad de conseguirlo hasta una edad en la que ya resulta inverosímil tal creencia, y aun en tiempos en los que el conocimiento de la realidad la ha hecho ya abandonar semejante deseo por irrealizable, el análisis puede demostrar que el mismo perdura en lo inconsciente y ha conservado una considerable carga de energía. El deseo de conseguir, al fin, el ansiado pene puede aún provocar su aportación a los motivos que impulsan a la mujer adulta a someterse al análisis y aquello que razonablemente puede esperar del análisis; por ejemplo, la capacidad para ejercer una profesión intelectual demuestra muchas veces ser una variante sublimada de dicho deseo reprimido.

De la importancia de la envidia del pene no puede caber duda. Generalmente se considera como un ejemplo de la injusticia masculina la afirmación de que la envidia y los celos desempeñan en la vida anímica de la mujer mayor papel que en la del hombre. Y no es que estas características falten a los hombres o no tengan en las mujeres otra raíz que la envidia del pene, pero nos inclinamos a adscribir el excedente femenino a esta última influencia. Ahora bien: algunos analistas se han inclinado a disminuir la importancia de aquel primer despertar de la envidia del pene en la fase fálica. Opinan que esta actitud femenina es, principalmente, una formación secundaria nacida, con ocasión de conflictos posteriores, por regresión a aquel impulso infantil. Es éste un problema general que entra de Ileno en la psicología abisal. En muchas actitudes instintivas patológicas (o simplemente inhabituales); por ejemplo, en todas las perversiones sexuales hemos de preguntarnos qué parte de su energía corresponde a las fijaciones infantiles y cuál otra a la influencia de vivencias y evoluciones posteriores. Trátase casi siempre de series complementarias, como las que hemos supuesto en el estudio de la etiología de las neurosis. Ambos factores participan en magnitudes distintas en la causación, complementándose una a otro. Lo infantil da, en todos los casos, la pauta y es con frecuencia, aunque no siempre, decisivo. Precisamente en el caso de la envidia del pene predomina, a mi juicio, el factor infantil.

EI descubrimiento de su castración constituye un punto crucial en la evolución de la niña. Parten de él tres caminos de la evolución: uno conduce a la inhibición sexual o a la neurosis; otro, a la transformación del carácter en el sentido de un complejo de masculinidad; y el otro, al fin, a la femineidad normal. Sobre los tres hemos averiaguado muchas cosas, aunque no todas. El contenido esencial del primero es que la niña -que hasta entonces había vivido masculinamente, sabía procurarse placer excitándose el clítoris y relacionaba tal actividad con sus deseos sexuales, frecuentemente activos, orientados hacia su madre- deja que la influencia de la envidia del pene le eche a perder el goce de la sexualidad fálica. Ofendida en su amor propio por la comparación con el niño, mejor dotado [fálicamente], renuncia a la satisfacción masturbatoria del clítoris, rechaza su amor a la madre y reprime con ello, en muchos casos, buena parte de sus impulsos sexuales. El apartamiento de la madre no tiene efecto de una vez, pues la niña considera al principio su castración como un infortunio individual, y sólo paulatinamente la va extendiendo a otras criaturas femeninas y, por último, también a la madre. El objeto de su amor era la madre fálica; con el descubrimiento de que la madre está castrada se le hace posible abandonarla como objeto amoroso, y entonces los motivos de hostilidad, durante tanto tiempo acumulados, vencen en toda la línea. Así, pues, con el descubrimiento de la falta de pene, la mujer queda desvalorizada para la niña, lo mismo que para el niño y quizá posteriormente para el hombre.

Todos sabéis qué suprema importancia etiológica conceden nuestros neuróticos a su masturbación, la hacen responsable de todas sus dolencias, y nos cuesta mucho trabajo hacerles admitir su error. En realidad, debíamos darles la razón, pues la masturbación es la actividad especial de la sexualidad infantil, de cuya evolución fallida dependen verdaderamente sus padecimientos. Pero es que los neuróticos inculpan a la masturbación del período de pubertad, habiendo olvidado, en cambio, por lo general la de la temprana infancia, que es la que en realidad importa. Quisiera tener algún día la ocasión de explicaros detalladamente cuán importantes son todos los detalles efectivos de la masturbación precoz para la neurosis posterior o para el carácter de cada individuo: si fue o no descubierta, si los padres la combatieron o la consintieron y si el individuo mismo logró sojuzgarla. Todo esto ha dejado huellas perdurables en su evolución. Pero pensándolo bien, me alegro de no tener que desarrollar tal explicación; sería una labor tan ardua como prolongada, y a su final me pondríais seguramente en un aprieto pidiéndome consejos de orden práctico sobre la conducta que los padres y educadores deben adoptar frente a la masturbación infantil. En la evolución de la niña tal como la voy exponiendo, tenéis un ejemplo de cómo el infantil sujeto se esfuerza espontáneamente en libertarse de la masturbación. Pero no siempre lo consigue. En los casos en que la envidia del pene ha despertado un fuerte impulso contra la masturbación clitoridiana y ésta se resiste a desaparecer, se desarrolla una violenta lucha de liberación, en la que la niña toma a su cargo el papel de la madre, destronada ya, y manifiesta su disgusto por la inferioridad fálica de su clítoris con su resistencia contra la satisfacción asequible por medio de su excitación. Todavía muchos años después, cuando la satisfacción masturbadora ha sido vencida mucho tiempo ha, perdura como defensa contra una tentación aún temida. Tal interés se manifiesta en el nacimiento de simpatía hacia personas a las que se supone en idéntico conflicto y puede decidir la elección de esposo o de amante. No es ciertamente cosa fácil ni indiferente la solución de las secuelas de la masturbación infantil.

Con el abandono de la masturbación clitoridiana, la sujeto renuncia a un montante de actividad. La pasividad se hace dominante, y el viraje hacia el padre queda cumplido con ayuda, sobre todo, de impulsos instintivos pasivos. Habréis de reconocer que tal avance de la evolución, que acaba con la actividad fálica, allana el camino a la femineidad. Si las pérdidas que en ello origina la represión no son demasiado considerables, tal femineidad puede resultar normal. El deseo con el que la niña se orienta hacia el padre es quizá, originalmente, el de conseguir de él el pene que la madre le ha negado. Pero la situación femenina se constituye luego, cuando el deseo de tener un pene es relevado por el de tener un niño, sustituyéndose así el niño al pene, conforme a la antigua equivalencia simbólica. No olvidamos que ya anteriormente, en la época fálica imperturbada, la niña deseó también tener un niño: tal era el sentido de sus juegos con las muñecas. Pero este juego no era, en realidad, la manifestación de su femineidad; favorecía la identificación con la madre con la intención de sustituir la pasividad por actividad. La niña jugaba a ser la madre, y la muñeca era ella misma; de este modo podía hacer con la muñeca lo que la madre solía hacer con ella. Sólo al despertar el deseo de tener un pene es cuando la muñeca se convierte en un hijo habido del padre y pasa a ser, en adelante, el fin optativo femenino más intenso. La felicidad es grande cuando el deseo infantil de tener un hijo encuentra más tarde su satisfacción real, sobre todo cuando el hijo es un niño que trae consigo el anhelado pene. En el deseo de tener un hijo del padre, el acento recae, con frecuencia, totalmente sobre el primero de sus elementos, quedando sin relieve alguno el segundo. El viejo deseo masculino de la posesión de un pene se transparenta así todavía a través de la más acabada femineidad. Pero quizá debiéramos reconocer tal deseo del pene como «par excellence» femenino.

Con la transferencia del deseo niño-pene al padre, entra la niña en la situación del complejo de Edipo. La hostilidad contra la madre, preexistente ya, se intensifica ahora, pues la madre pasa a ser la rival que recibe del padre todo lo que la niña anhela de él. El complejo de Edipo de la niña nos ha ocultado mucho tiempo su vinculación anterior a la madre, tan importante, sin embargo, y que tan perdurables fijaciones deja tras de sí. Para la niña la situación de Edipo es el desenlace de una larga y difícil evolución, una especie de solución preliminar, una postura de descanso, que la sujeto tarda en abandonar, tanto más cuanto que el comienzo del período de latencia no está ya lejos. Y ahora advertimos, en cuanto a la relación del complejo de Edipo con el complejo de castración, una diferencia importantísima entre ambos sexos. El complejo de Edipo del niño, en el cual desea a su madre y quisiera apartar al padre, viendo en él un rival, se desarrolla naturalmente a partir de la fase de su sexualidad fálica. Pero la amenaza de castración le fuerza a abandonar tal actitud. Bajo la impresión del peligro de perder el pene, el complejo de Edipo es abandonado, reprimido y, en el caso más normal, fundamentalmente destruido, siendo instaurado, como heredero del mismo, un riguroso super-yo. En la niña sucede casi lo contrario. EI complejo de castración prepara el complejo de Edipo en lugar de destruirlo; la influencia de la envidia del pene aparta a la niña de la vinculación a la madre y la hace entrar en la situación del complejo de Edipo como en un puerto de salvación. Con la desaparición del miedo a la castración se desvanece eI motivo principal que había impulsado al niño a superar el complejo de Edipo. La niña permanece en él indefinidamente, y sólo más tarde e incompletamente lo supera. En estas circunstancias, la formación del super-yo tiene forzosamente que padecer; no puede alcanzar la robustez y la independencia que le confieren su valor cultural. Los feministas nos oyen con disgusto cuando les señalamos los resultados de este factor para el carácter femenino medio.

Volviendo un poco atrás. Indicamos antes, como otra de las reacciones posibles al descubrimiento de la castración femenina, el desarrollo de un fuerte complejo de masculinidad. Queremos decir con ello que la niña se niega a admitir la ingrata realidad, exagera, con obstinada rebeldía, su masculinidad de hasta entonces, mantiene su actividad clitoridiana y busca un refugio en una identificación con la madre fálica o con el padre. ¿Qué es lo que decide este desenlace? No puede ser sino un factor constitucional, una mayor magnitud de actividad, característica del macho. Lo principal del proceso es que en este lugar de la evolución es evitado el incremento de pasividad que inicia el viraje hacia la femineidad. El rendimiento máximo de este complejo de masculinidad nos parece ser su influjo en la elección de objeto en el sentido de una homoxesualidad manifiesta. La experiencia analítica nos enseña que la homosexualidad femenina no continúa nunca -o sólo raras veces- en línea directa la masculinidad infantil. Así parece confirmarlo el hecho de que también tales niñas toman por algún tiempo al padre como objeto y entran en la situación de Edipo. Pero luego las decepciones inevitables que el padre les inflige las impulsan a una regresión a su anterior complejo de masculinidad. Sin embargo, no debemos exagerar la importancia de tales decepciones, pues también las niñas destinadas a una femineidad normal pasan por ellas, sin que el resultado les sea fatal. La prepotencia del factor constitucional parece indiscutible; pero los dos factores de la evolución de la homosexualidad femenina se reflejan acabadamente en las prácticas de las homosexuales, que lo mismo juegan a ser madre e hija que marido y mujer.

Lo que antecede constituye, por decirlo así, la prehistoria de la mujer. Es el resultado de nuestras investigaciones más recientes y puede haberos interesado como una muestra de la labor analítica de detalle. Como el tema de tal labor es exclusivamente la mujer, me permitiré citar nominalmente a aquellas de nuestras colegas a las que esta investigación debe aportaciones de importancia. La doctora Ruth Mack Brunswick [1928] ha sido la primera en describir un caso de neurosis imputable a una fijación en el estado anterior al complejo de Edipo y en el que la sujeto no llegó siquiera a la situación de tal complejo. EI caso tomó Ia forma de una paranoia de celos y se demostró asequible a la terapia. La doctora Jeanne Lampl-de-Groot [1927] ha comprobado con seguras observaciones la actividad fálica de la niña con respecto a la madre, tan increíble a primera vista. Por último, la doctora Helene Deutsch [1932] ha mostrado que los actos eróticos de las mujeres homosexuales reproducen las relaciones entre la madre y la niña.

No entra en mis propósitos perseguir Ia conducta posterior de la femineidad, a través de la pubertad, hasta la madurez. Nuestros conocimientos son aún insuficientes para ello. Me limitaré, pues, a daros algunas indicaciones. Tomando como punto de partida la prehistoria, señalaremos que el desarrollo de la femineidad queda expuesto a perturbaciones por parte de los fenómenos residuales del período prehistórico de masculinidad. Las regresiones a las fijaciones de aquellas fases anteriores al complejo de Edipo son cosa frecuente; en algunos historiales hallamos una repetición alternante de períodos en los que predominan la masculinidad o la femineidad. Parte de aquello que los hombres llamamos «el enigma de la mujer» se deriva, quizá, de esa manifestación de la bisexualidad en la vida femenina. Pero en el curso de estas investigaciones se nos ha hecho más transparente otro problema. Hemos dado el nombre de libido a la fuerza motriz de la vida sexual. Esta vida sexual es regida por la polarización de lo masculino y lo femenino; habremos, pues, de examinar la relación de la libido con tal antítesis. No nos sorprenderá hallar que a cada sexualidad correspondía su libido particular, de manera que una clase de libido perseguiría los fines de la sexualidad masculina y otra los de la femenina. Pero nada de esto sucede. No hay más que una libido que es puesta al servicio tanto de la función masculina como de la femenina. Y no podemos atribuirle un sexo; si, abandonándonos a la equiparación convencional de actividad y masculinidad, la queremos Ilamar masculina, no deberemos olvidar que representa también tendencias de fines pasivos. Y lo que nunca estará justificado será hablar de una «libido femenina». Experimentamos la impresión de que la libido ha sido objeto de una mayor coerción cuando aparece puesta al servicio de la función femenina, y también la de que en este caso -teleológicamente hablando- la naturaleza tiene menos cuidadosamente en cuenta sus exigencias que en el caso de la masculinidad. Y esto -teleológicamente pensado- puede tener su razón en que la consecución del fin biológico ha sido confiada a la agresión del hombre y hecha independiente, en cierto modo, del consentimiento de la mujer.

La frigidez sexual de la mujer, cuya frecuencia parece confirmar la anterior hipótesis, es un fenómeno insuficientemente comprendido aún. Psicógeno, a veces, y accesible entonces a la influencia analítica, impone, en otros casos, la hipótesis de una condicionalidad constitucional e incluso la de intervención de un factor anatómico.

He prometido indicaros aún algunas peculiaridades psíquicas de la femineidad madura, tal y como se nos muestran en la observación analítica. No adscribimos a estas afirmaciones una validez absoluta, y tampoco es siempre fácil distinguir lo que corresponde a la influencia de la función sexual y lo que ha de atribuirse al proceso educativo social. Adscribimos, pues, a la femineidad un elevado montante de narcisismo, el cual influye aún sobre su elección de objeto, de manera que, para la mujer, es más imperiosa necesidad ser amada que amar. En la vanidad que a la mujer inspira su físico participa aún la acción de la envidia del pene, pues la mujer estima tanto más sus atractivos cuanto que los considera como una compensación posterior de su inferioridad sexual original. Al pudor, en el que se ve una cualidad «par excellence» femenina, pero que es algo mucho más convencional de lo que se cree, le adscribimos la intención primaria de encubrir la defectuosidad de los genitales. Aunque nos olvidamos que después el pudor ha tomado a su cargo otras funciones. Se cree que las mujeres no han contribuido, sino muy poco, a los descubrimientos e inventos de la historia de la civilización; pero quizá sí han descubierto, por lo menos, una técnica: la de tejer e hilar. Si así ha sido, en efecto, podríamos indicar el motivo inconsciente de tal rendimiento. La Naturaleza misma habría suministrado a la mujer el modelo para tal imitación, haciendo que al alcanzar la sujeto la madurez sexual crezca la vegetación pilosa que oculta sus genitales. El paso inmediato habría consistido en adherir unas a otras aquellas hebras que salían aisladas de la piel. Claro está que si juzgáis fantástica esta idea y suponéis una idea fija mía la influencia de la falta de pene en la conformación de la femineidad, nada podré aducir en mi defensa.

Las condiciones de la elección de objeto de la mujer quedan frecuentemente encubiertas por las circunstancias sociales. Cuando tal elección puede ser libre, se desarrolla, muchas veces, conforme al ideal narcisista del hombre que la niña ha permanecido en la vinculación al padre, o sea, en el complejo de Edipo, elegirá conforme al tipo del padre. Dado que en el viraje desde la madre al padre la hostilidad de la relación ambivalente queda enlazada a la madre, tal elección debería garantizar un matrimonio feliz. Pero muy frecuentemente se presenta un desenlace que pone en peligro tan favorable solución del conflicto de la ambivalencia. La hostilidad que ha quedado rezagada persigue a la vinculación positiva y ataca al nuevo objeto. El marido, que había heredado primero al padre, hereda ahora a la madre. De este modo, sucede fácilmente que la segunda mitad de la vida de una mujer aparezca consagrada a la lucha contra su marido; como la primera, más breve, a la rebelión contra su madre. Una vez exhaustivamente vivida esta relación, un segundo matrimonio puede resultar mucho más satisfactorio. Otra transformación de la mujer, inesperada para el marido, puede iniciarse con el nacimiento del hijo primogénito. Bajo la impresión de la propia maternidad puede quedar reanimada una identificación con la madre, contra la cual se había defendido la mujer hasta su matrimonio, y atraer a sí toda la libido disponible, de manera que la obsesión de repetición reproduzca un matrimonio infeliz de los padres. La distinta reacción de la madre ante el nacimiento de un hijo o una hija muestra que el antiguo factor de la falta de pene no ha perdido aún su fuerza. Sólo la relación con el hijo procura a la madre satisfacción ilimitada; es, en general, la más acabada y libre de ambivalencia de todas las relaciones humanas. La madre puede transferir sobre el hijo la ambición que ella tuvo que reprimir y esperar de él la satisfacción de todo aquello que de su complejo de masculinidad queda aún en ella. EI matrimonio mismo no queda garantizado hasta que la mujer ha conseguido hacer de su marido su hijo y actuar con él como madre.

La identificación de la mujer con su madre muestra dos estratos: uno, anterior al complejo de Edipo, que reposa sobre la vinculación amorosa a la madre y la toma por modelo, y otro, posterior, basado en el complejo de Edipo, que quiere apartar a la madre y sustituirla al lado del padre. De ambos queda mucho para el futuro pudiéndose decir que ninguno queda suficientemente superado en el curso de la evolución. Pero la fase de la vinculación amorosa, anterior al complejo de Edipo, es la decisiva para el futuro de la mujer; en ella se prepara la adquisición de aquellas cualidades con las que luego atenderá a su papel en la función sexual y cumplirá sus inestimables funciones sociales. En esta identificación adquirirá también el atractivo para el hombre que convierte la vinculación edípica del mismo a su madre en pasión. Solo que, muchas veces, es el hijo el que recibe aquello a que el enamorado aspiraba. Experimentamos la impresión de que el amor del hombre y el de la mujer se separan en una diferencia de fases psicológicas.

El hecho de que hayamos de atribuir a la mujer un escaso sentido de la justicia depende, quizá, del predominio de la envidia en su vida anímica, pues la exigencia de justicia es una elaboración de la envidia y procura la condición bajo la cual es posible darle libre campo. Decimos también de las mujeres que sus intereses sociales son más débiles y su capacidad de sublimación de los instintos menor que los de los hombres. Lo primero se deriva, quizá, del carácter disocial propio, indudablemente, de todas las relaciones sexuales. Los amantes se bastan el uno al otro, y hasta la familia se resiste a ser integrada en uniones más amplias. La capacidad de sublimación está sujeta a máximas oscilaciones individuales. En cambio, no puedo menos de mencionar una impresión que experimentamos de continuo en la actividad analítica. Un hombre alrededor de los treinta años nos parece un individuo joven, inacabado aún, del que esperamos aprovechará enérgicamente las posibilidades de desarrollo que el análisis le ofrezca. En cambio, una mujer de igual edad nos asusta frecuentemente por su inflexibilidad de inmutabilidad psíquica. Su libido ha ocupado posiciones definitivas y parece incapaz de cambiarlas por otras. No encontramos caminos conducentes a un desarrollo posterior; es como si el proceso se hubiera ya cumplido por completo y quedara sustraído ya a toda influencia; como si la ardua evolución hacia la femineidad hubiera agotado las posibilidades de las personas. Como terapeutas, lamentamos este estado de cosas aun en aquellas ocasiones en las que conseguimos poner fin al padecimiento con la solución del conflicto neurótico.

Esto es todo lo que tenía que deciros sobre la femineidad. Es, desde luego, incompleto y fragmentario, y no siempre grato. Ahora bien: no debéis olvidar que sólo hemos descrito a la mujer en cuanto su ser es determinado por su función sexual. Esta influencia llega, desde luego, muy lejos, pero es preciso tener en cuenta que la mujer integra también lo generalmente humano. Si queréis saber más sobre la femineidad, podéis consultar a vuestra propia experiencia de la vida, o preguntar a los poetas, o esperar a que la ciencia pueda procuraros informes más profundos y más coherentes.

 

Lección XXXIV

ACLARACIONES, APLICACIONES Y OBSERVACIONES

Señoras y señores:

PARA descansar un poco de la aridez de las conferencias precedentes vais a permitirme que hoy os hable de cosas de muy escaso alcance teórico; pero que, a fuer de adeptos al psicoanálisis, no dejarán de interesaros. Supongamos, por ejemplo, que en vuestros ratos de ocio tomáis en vuestras manos una novela, americana o inglesa, en la que esperáis hallar una descripción de los hombres y las circunstancias contemporáneas. A las pocas páginas tropezáis con una primera manifestación sobre el psicoanálisis, y luego, con otras más, aunque el asunto no parezca hacerlas precisas. No por ello deberéis creer que se trate de una aplicación de la psicología abisal, encaminada a la mejor comprensión de los personajes del texto o de sus hechos, aunque también existan, desde luego, algunas obras literarias en las que real y seriamente se ha Ilevado a cabo tal intento. Mas, por lo general, tales menciones del psicoanálisis se limitan a observaciones burlonas, con las que el autor de la novela quiere demostrar su cultura o su superioridad intelectual. Y en la mayoría de los casos experimentáis la impresión de que el autor no conoce en absoluto lo que tan denodadamente juzga.

O supongamos también que en vez de consagrar a la lectura vuestros ocios acudís a una reunión. A poco de estar en ella, la conversación recae sobre el psicoanálisis y oís cómo las personas más distintas se pronuncian sobre él, y casi siempre con un tono de absoluta seguridad. Tales juicios son, por lo general, despectivos si no ofensivos y, cuando menos, burlones. Pero si sois tan imprudentes que delatáis saber algo sobre la cuestión, todos los circunstantes os abrumarán en el acto, pidiéndoos informaciones y aclaraciones, y os procurarán en seguida la convicción de que sus severos juicios eran anteriores a toda información, y que apenas uno sólo de aquellos adversarios del psicoanálisis ha abierto jamás un libro analítico, o si lo ha abierto, lo ha dejado en cuanto ha tropezado con alguna dificultad, inevitable en el primer encuentro con toda materia nueva.

De una introducción al psicoanálisis esperáis acaso también que os indique los argumentos que podéis emplear para rectificar los errores manifiestos en el enjuiciamiento del análisis, los libros que debéis recomendar, con vistas a una mejor información, e incluso los ejemplos de vuestras lecturas o vuestras experiencias que debéis aducir en la discusión para cambiar la actitud de vuestros interlocutores. Os ruego que no hagáis nada de esto. Sería inútil; lo mejor que podéis hacer es ocultar vuestros conocimientos. Y cuando no os sea posible, limitaos a decir que, por lo que sabéis, el psicoanálisis es una rama especial del saber, muy difícil de comprender y de enjuiciar, y que se ocupa de cosas muy serias, no procediendo, por lo tanto, tomarla a burla ni como tema de amena y ligera charla. Y desde luego no participéis en tentativas de interpretación cuando algún imprudente relate sus sueños, ni cedáis a la tentación de favorecer la causa analítica con relatos de curaciones.

Pero podéis preguntaros por qué estas gentes, tanto las que escriben libros como las que hacen del psicoanálisis tema de frívola conversación, se conducen tan incorrectamente, y os inclinaréis a suponer que ello depende no sólo de ellas, sino también del psicoanálisis. Tal es también mi opinión; lo que en la literatura y en la sociedad halláis en calidad de prejuicio es el efecto de un juicio anterior -del juicio que los representantes de la ciencia oficial hicieron recaer sobre el psicoanálisis en sus albores-. De ello me he lamentado ya una vez en una exposición histórica de nuestra disciplina y no volveré a hacerlo -quizá también aquella sola vez fue de sobra-; pero, verdaderamente, los adversarios científicos del psicoanálisis se permitieron por entonces obrar no sólo contra toda lógica, sino contra todo decoro y todo buen gusto. Fue una situación como la que realmente se daba en la Edad Media cuando un malhechor, o tan sólo un adversario político, era expuesto en la picota y abandonado a los vejámenes de la plebe. Y no sabéis bien hasta dónde alcanza la plebeyez en nuestra sociedad, ni qué cosas se permiten los hombres cuando se siente parte integrante de una masa y exentos de responsabilidad personal. Por aquel entonces estaba yo casi solo y no tardé en ver que era inútil polemizar; tan inútil como querellarse o recurrir a otros ingenios más altos, pues no había instancia ante la cual presentar la querella. Emprendí, pues, otro camino; llevé a cabo la primera aplicación del psicoanálisis, explicándome la conducta de la masa como un fenómeno de la misma resistencia que en cada uno de mis pacientes había de combatir; me abstuve de toda polémica e influí sobre mis adeptos, conforme fueron llegando a mí, en igual sentido. Este procedimiento dio buenos resultados; la proscripción que pesaba sobre el psicoanálisis ha sido luego levantada; pero lo mismo que una fe extinta pervive como superstición y como opinión popular una teoría abandonada por la ciencia, aquella proscripción primera del psicoanálisis por los círculos científicos subsiste hoy en el desprecio burlón de los profanos que escriben libros o dan conversación. Lo cual no habrá ya de sorprendernos.

Pero no esperéis la buena nueva de que la lucha en torno del análisis haya llegado a su fin como su reconocimiento como ciencia y su admisión en la Universidad. La lucha continúa, si bien con maneras más dolorosas. Además, se ha formado en la sociedad científica una especie de amortiguador entre el análisis y sus adversarios, constituido por gentes que admiten algo del psicoanálisis, si bien bajo condiciones harto regocijantes, y rechazan clamorosamente otras cosas, siendo dificilísimo adivinar en qué fundan tal selección. Probablemente en simpatías personales. Unos, repulsan la función de la sexualidad; otros, la existencia de lo inconsciente; el simbolismo, sobre todo, despierta intensa contradicción. Estos eclécticos parecen no darse cuenta de que el edificio del psicoanálisis, si bien inacabado aún, constituye ya hoy una unidad de la que no es posible sustraer a capricho elementos aislados. Ninguno de estos medios adeptos o cuartos de adeptos ha podido darme la impresión de que sus repulsas parciales se fundaban en un detenido examen de nuestra disciplina. A ellos pertenecen también hombres sobresalientes. Tienen ciertamente en su disculpa que tanto su tiempo como su atención están embargados por aquellas otras materias en las que han sobresalido. Pero, siendo así, ¿no procederían mejor reservando su juicio en vez de tomar partido tan decididamente? Con uno de estos grandes hombres me fue dado lograr una rápida conversión.

Era un crítico de fama mundial que había seguido las corrientes espirituales de nuestro tiempo con benévola comprensión y aguda visión profética. Hice conocimiento con él cuando contaba ya más de ochenta años, pero su conversación seguía siendo encantadora. Ya adivinaréis de quién se trata. No fui yo, sino él, quien llevó el diálogo hacia el psicoanálisis. Y lo hizo con delicada modestia. «Yo no soy -dijo- más que un literato, mientras que usted es un investigador y un descubridor. Pero he de afirmarle que jamás he abrigado sentimiento de orden sexual hacia mi madre.» «Es que no tiene usted por qué haberse dado cuenta -fue mi respuesta-. Se trata de procesos inconscientes para el adulto.» «Eso es otra cosa», repuso aliviado, y me apretó la mano. Luego seguimos charlando en la mejor armonía varias horas. Más tarde oí que, en el breve espacio que aún le fue dado vivir, expresó varias veces juicios benévolos sobre el psicoanálisis, gustando de emplear la palabra «represión», nueva para él.

Un conocido proverbio nos advierte que debemos aprender de nuestros enemigos. Confieso que, por mi parte, jamás lo he conseguido; pero en un principio pensé que había de ser muy instructivo para vosotros exponeros una rápida revisión de los reproches y las objeciones que los adversarios del psicoanálisis han alzado contra él y señalar luego su injusticia y su falta de lógica, fácilmente evidenciable. Sin embargo, on second thoughts, me he dicho que semejante labor no sería tan interesante como fatigosa e ingrata, llevándome, además, a un terreno cuidadosamente evitado a través de muchos años. Me perdonaréis, pues, que no siga por tal camino y silencie los juicios de nuestros adversarios pretensamente científicos. Trátase, además, siempre de personas cuyo único título de capacidad es la inocencia en que se han conservado, manteniéndose alejados de todas las experiencias del psicoanálisis. Pero sé que en otros casos no me dejaréis salir del paso tan fácilmente. Alegaréis, en efecto, que hay muchas personas a las que no puede explicarse mi anterior observación, pues no han eludido la experiencia analítica; han analizado pacientes, se han sometido por sí mismos al análisis, han sido incluso colaboradores míos durante largos años, y a pesar de todo ello, han llegado a opiniones y teorías distintas de las mías, separándose, en consecuencia, de mí y fundando escuelas psicoanalíticas independientes. Y me pediréis que os explique la posibilidad y la importancia de estas disociaciones tan frecuentes en la historia del psicoanálisis.

Voy a intentarlo así, pero muy brevemente, pues tal explicación aporta, para la comprensión del psicoanálisis, menos de lo que acaso esperéis. Sé que pensáis, ante todo, en la «Psicología Individual» de Adler, que en Norteamérica, por ejemplo, es considerada como una desviación plenamente justificada de nuestro psicoanálisis y citada siempre al lado de éste. En realidad, tiene muy poco que ver con él, pero a causa de cierta circunstancia histórica vive una especie de vida parasitaria a sus expensas. Las condiciones que antes supusimos a los adversarios de este grupo no coinciden en sus fundadores sino en muy escasa medida. El nombre mismo es inadecuado y parece creado para salir del paso; no podemos discutirlo como antítesis de la «Psicología de Grupo», pero también lo que nosotros hacemos es, sobre todo y ante todo, psicología de individuos humanos. No entraré hoy en una crítica objetiva de la Psicología Individual de Adler, pues, a más de rebasar el plan de la presente introducción, la he intentado ya en otra ocasión, y no hay gran cosa que rectificar en ella. Pero sí quiero ilustrar la impresión que produce con el relato de un suceso acaecido en los años preanalíticos.

En las cercanías de la pequeña ciudad de Moravia, en la que yo nací y de la que salí a los tres años, hay un modesto balneario, situado en una riente campiña. Durante mis años de colegial pasé en él varias veces las vacaciones estivales, y luego, pasados ya veinte años, la enfermedad de un cercano pariente me dio ocasión de retornar a sus ámbitos. En una conversación con el médico del balneario, que había asistido a mi pariente, le interrogué sobre sus relaciones con los campesinos eslovacos, que durante el invierno constituían su única clientela. El médico me contó que en tal período su actividad profesional se desarrollaba en la forma siguiente: A la hora de la consulta acudían los pacientes a su gabinete, se sentaban en fila e iban levantándose y acercándose a él sucesivamente para contarle sus síntomas. El médico los reconocía, se orientaba y les comunicaba su diagnóstico..., que era siempre el mismo: «Lo que tiene usted es que le han embrujado.» Asombrado, le pregunté si los campesinos no desconfiaban de él al verle aplicarles a todos el mismo diagnóstico. «Nada de eso -me respondió-. Se van tan satisfechos, pues es precisamente lo que esperaban, y al oírlo, miran contentos a los que esperan su turno y les guiñan un ojo, como diciendo: Se ve que es hombre que lo entiende.» No sospechaba yo por entonces en qué circunstancias volvería a hallar una situación semejante.

Trátese de un homosexual o de un necrófilo, de un histérico angustiado, de un neurótico obsesivo o de un demente furioso, el Psicólogo Individual de la escuela de Adler indicará como motivo principal de su estado el deseo de hacerse valer, de sobrecompensar su inferioridad, de quedar arriba, de pasar de la línea femenina a la masculina. Algo muy semejante oíamos ya los estudiantes de mi tiempo cuando se presentaba en la clínica un caso de histeria. Los histéricos producen sus síntomas para hacerse interesantes, para atraer la atención sobre ellos. ¡Cómo retornan una y otra vez las viejas ideas! Pero este trocito de psicología no nos parecía ya por entonces aclarar por completo el enigma de la histeria. Dejaba, por completo, inexplicado por qué los enfermos no se servían de otros medios para lograr su intención. Algo de la teoría de los Psicólogos Individuales tiene que ser, desde luego, exacto, una íntima partícula en la vasta totalidad. El instinto de conservación intentará aprovechar cualquier situación dada; el yo querrá transformar también la enfermedad en una ventaja. Esto es lo que en psicoanálisis llamamos «ventaja secundaria de la enfermedad». Aunque si pensamos en los hechos del masoquismo, en la necesidad inconsciente de castigo, y en los neuróticos malos tratos infligidos a sí mismos, que nos inclinan a suponer la existencia de instintos contrarios a la propia conservación, dudaremos también de la validez general de aquella verdad trivial sobre la que se alza el edificio doctrinal de la psicología adleriana. Mas para la mayoría ha de ser bien recibida una teoría que no reconoce complicaciones ni introduce ningún concepto nuevo difícilmente aprehensible ni sabe nada de lo inconsciente, aparta decididamente el problema de la sexualidad que pesa sobre todos los humanos y se limita al descubrimiento de unos cuantos trucos para hacerse más cómoda la vida. Pues la mayoría es cómoda, se contenta con una sola razón aclaratoria, no agradece a la ciencia sus desvelos, quiere obtener soluciones simples y saber resueltos los problemas. Cuando consideramos lo bien que la Psicología Individual cumple tales requerimientos, no podemos impedir recordar una frase del Wallenstein: «Cuando la idea no es dichosamente ingeniosa en verdad, preferiría llamarla estúpida.»

La crítica de los círculos científicos, tan implacable contra el psicoanálisis, ha tratado, en general, con máxima benevolencia a la Psicología Individual. Sin embargo, uno de los más renombrados psiquiatras de Norteamérica ha publicado un artículo titulado Enough contra Adler, en el que ha dado enérgica expresión a su disgusto ante «la compulsión de repetición» de los Psicólogos Individuales. Y si otros se han conducido más amablemente, ha sido, en gran parte, por su animadversión contra el psicoanálisis.

Sobre otras escuelas ramificadas de nuestro psicoanálisis, sólo muy poco he de decir. Su existencia no testimonia ni en pro ni en contra de la verdad de nuestra disciplina. Pensad en los intensos factores afectivos que tan difícil hacen a muchos adaptarse o subordinarse, y también en aquella mayor dificultad que la frase quot capita tot sensus acentúa con pleno acierto. Cuando las divergencias de opinión traspasan ciertos límites, lo mejor es separarse y seguir en adelante caminos distintos, sobre todo cuando las diferencias teóricas acarrean una transformación de la práctica. Suponed, por ejemplo, que un analista estima insignificante la influencia del pasado individual y busca la curación de las neurosis exclusivamente en motivos presentes y esperanzas orientadas hacia el futuro. Tendrá entonces que prescindir del análisis de la infancia y habrá de emplear, en general, una técnica distinta a la nuestra, compensando falta de los resultados del análisis de la infancia con una intensificación de su influencia instructiva y con una indicación directa de determinados fines vitales. Mas para nosotros todo ello podrá ser una nueva escuela de la sabiduría, nunca psicoanálisis. O suponed que otro analista llegara a la conclusión de que el suceso angustioso del nacimiento constituiría el germen de todas las perturbaciones neuróticas ulteriores; entonces le parecerá adecuado limitar el análisis a los efectos de esta única impresión y prometer un buen resultado terapéutico con sólo tres o cuatro meses de tratamiento. Observaréis que he elegido dos ejemplos que parten de supuestos diametralmente contrarios. Es un carácter general de estos «movimientos secesionistas» el que cada una de ellas se apodera de una parte del rico acervo de temas del psicoanálisis -el instinto de poderío, el conflicto ético, la madre, la genitalidad, etc.- y, una vez apoderada de ella, alza bandera independiente. Si os parece que tales secesiones son ya hoy en la historia del psicoanálisis más frecuentes que en otros movimientos intelectuales, no sé si deberé daros la razón. De ser así, la responsabilidad corresponde a las íntimas relaciones que en el psicoanálisis existen entre las opiniones teóricas y la práctica terapéutica. Las meras diferencias de opinión podrían ser conllevadas más prolongadamente. Se suele acusar de intolerancia a los psicoanalíticos. La única manifestación de tan censurable defecto ha sido su separación de los que pensaban de otro modo. Pero nada más han hecho contra ellos, que además han obtenido la mejor parte, pues al separarse se han librado, por lo general, de alguna de las cargas que nos agobian -del odio contra la sexualidad infantil o de las burlas contra el simbolismo-, y el mundo circundante los considera casi de buena fe, lo cual no siempre nos concede a los demás. Y también ha de hacerse constar que -salvo una notable excepción- han sido ellos los que se han excluido de nuestra comunidad.

¿Qué otros alegatos podéis formular basados en la tolerancia? Que si alguien formulare una opinión considerada completamente errónea por nosotros deberíamos decirle: «Gracias por haber expresado esta contradicción. Usted nos está advirtiendo contra el riesgo de la complacencia y nos da la oportunidad de revelar a los americanos que nosotros somos realmente «broadminded» como ellos siempre lo desean ser. Con seguridad que nosotros no creemos una palabra de lo que usted está diciendo, pero esto no cambia las cosas. Probablemente usted está en su derecho como lo estamos nosotros. Después de todo, ¿quién puede afirmar con seguridad cuál tiene la razón? A pesar de nuestro antagonismo nos suplica permitirle expresar sus puntos de vista en nuestras publicaciones. Nuestra esperanza es que usted sea tan generoso como para que en reciprocidad tengan cabida nuestras ideas que usted rechaza.» En el futuro, cuando la vapuleada relatividad de Einstein llegue a ser enteramente reconocida, obviamente alcanzaremos un hábito regular en los asuntos científicos. En el presente, en verdad, no hemos Ilegado tan lejos. Nos restringimos a la manera antigua: adelantar solamente nuestras propias convicciones. De este modo nos exponemos a errores, ya que no nos precavemos en contra y rechazamos aquello que nos es contradictorio. Hemos hecho demasiado uso en el psicoanálisis del derecho de cambiar nuestras opiniones si pensamos que hemos encontrado algo mejor.

Una de las primeras aplicaciones del psicoanálisis fue la que nos enseñó a comprender la animadversión que el mundo circundante nos demostraba porque ejercíamos el psicoanálisis. Otras aplicaciones de naturaleza objetiva pueden aspirar a un interés más general. Nuestra primera intención fue la de llegar a comprender las perturbaciones de la vida anímica humana, ya que una experiencia singular nos había mostrado que en tal terreno la comprensión coincide con la curación y que hay un camino que conduce de la una a la otra. Pero luego, cuando reconocimos las íntimas relaciones, o incluso la identidad interior, entre los procesos patológicos y los llamados normales, el psicoanálisis se convirtió en psicología abisal, y dado que nada de lo que crean o hacen los hombres es comprensible sin auxilio de la Psicología, nacieron espontáneamente las aplicaciones del psicoanálisis a numerosos sectores científicos, sobre todo a Ias ciencias del espíritu, y plantearon nuevas tareas. Desgraciadamente, tales tareas tropezaron con obstáculos dependientes de la situación dada y que todavía hoy no han sido del todo removidos. Tal aplicación requiere conocimientos especializados que el analista no posee, mientras que los especialistas correspondientes desconocen el análisis y a veces no quieren tampoco saber nada de él. Resulta así que los analistas, como meros aficionados con más o menos preparación, improvisada a veces en breve tiempo, han emprendido incursiones en dominios tales como la Mitología, la Historia de la Civilización, la Etnografía, la ciencia de las religiones, etc. Los investigadores asentados en tales dominios los recibieron como a verdaderos intrusos, y sus métodos y resultados fueron en un principio despreciados o rechazados: Pero estas circunstancias mejoran de día en día, y en todos los sectores son cada vez más las personas que estudian psicoanálisis para aplicarlo a su especialidad. Esperamos, pues, que nuestros afanes se vean premiados con una rica cosecha de nuevos atisbos. Las aplicaciones del psicoanálisis son, además, siempre confirmaciones de sus doctrinas. Allí donde la labor científica está más alejada de una actividad práctica, será también menos enconada la pugna inevitable de las opiniones.

Me siento muy tentado de conduciros, a través de todas las aplicaciones del psicoanálisis, a las ciencias del espíritu. Son interesantes para todo intelectual, y además sería para todos nosotros un merecido reposo apartarnos por algún tiempo de lo anormal y de lo patológico. Pero he de renunciar a ello, pues rebasaría los límites de estas conferencias, y -preciso es confesarlo- también mis capacidades. Aunque en algunos de tales sectores fui yo quien dio los primeros pasos, los progresos en ellos realizados desde entonces han acumulado un acervo de conocimientos del que no tengo ya visión precisa y conjunta, por lo que me sería precisa una dilatada labor de recapitulación. Aquellos de vosotros a quienes mi denuncia defraude pueden recurrir a la colección de nuestra revista Imago, dedicada a las aplicaciones no médicas del psicoanálisis.

Sólo un tema me es más difícil silenciar, aunque no porque lo domine especialmente o haya laborado intensamente en sus dominios. Por el contrario, apenas me he ocupado de él. Pero entraña tan extraordinaria importancia y está tan Ileno de posibilidades de desarrollo, que puede considerarse como la actividad capital de análisis. Me refiero a la aplicación del psicoanálisis a la Pedagogía, a la educación de las generaciones venideras. Puedo, por lo menos, hacer constar con satisfacción que mi hija, Ana Freud, ha hecho de esta labor la misión de su vida, compensando así mi negligencia. El camino que a tal aplicación nos ha llevado no es difícil de seguir. Cuando en el tratamiento de un neurótico adulto investigábamos la determinación de sus síntomas nos veíamos siempre en la necesidad de retroceder hasta su temprana infancia. EI conocimiento de las etiologías posteriores no basta jamás ni para la comprensión del caso ni para la acción terapéutica. De este modo nos vimos precisados a trabar conocimiento con las particularidades psíquicas de la edad infantil, y averiguamos muchas cosas que sólo el análisis podía revelar, siéndonos así factible rectificar muchas de las opiniones generalmente aceptadas sobre la infancia. Descubrimos que los primeros años infantiles (hasta el quinto, poco más o menos) entrañan, por diversas razones, especialísima significación. En primer lugar, porque contienen la flor primera de la sexualidad, la cual deja tras de sí estímulos decisivos para la vida sexual de la madurez. Y en segundo, porque las impresiones de esta época recaen sobre un yo inmaduro y débil, sobre el cual actúan como traumas. De las tempestades de afectos que tales traumas desencadenan, el yo no puede defenderse más que con la represión, y adquiere así en la edad infantil todas las disposiciones a enfermedades y trastornos funcionales posteriores. Hemos comprendido que la dificultad de la infancia reside en que el niño tiene que asimilarse, en un breve período de tiempo, los resultados de un desarrollo cultural que se extiende a través de milenios enteros. Sólo una parte de esta transformación puede cumplir el niño por medio de su propio desarrollo; el resto tiene que serle impuesto por la educación. No nos sorprenderá, pues, que en muchos casos sólo muy imperfectamente Ileve a cabo el niño tal tarea. Muchos niños pasan en estos primeros períodos por estados que podemos equiparar a las neurosis. Desde luego, todos los que luego enferman manifiestamente. En algunos niños la enfermedad neurótica no espera el período de madurez; aparece ya en la infancia y da que hacer a los padres y a los médicos.

No hemos vacilado en aplicar la terapia psicoanalítica a aquellos niños que mostraban síntomas neuróticos inequívocos o aparecían en vías de una evolución indeseable del carácter. La preocupación de que el análisis perjudicara al niño, expresada por los adversarios del psicoanálisis, se ha demostrado infundada. Nuestro provecho en estas empresas ha sido haber podido confirmar en el objeto vivo lo que en el adulto habíamos deducido, por decirlo así, de documentos históricos. Pero también el provecho del niño ha sido muy satisfactorio. Ha resultado, en efecto, que el niño es un objeto muy favorable para la terapia analítica; los resultados son fundamentales y permanentes. Claro está que ha sido necesario modificar la técnica creada para el análisis de adultos. El niño es, psicológicamente, distinto del adulto; no posee todavía un super-yo; en su análisis, el método de la asociación libre resulta insuficiente, y la transferencia desempeña un papel completamente distinto, ya que el padre y la madre reales existen todavía al lado del sujeto. Las resistencias internas que combatimos en el adulto quedan sustituidas en el niño por dificultades externas. Cuando los padres se hacen substratos de la resistencia suelen poner en peligro el análisis e incluso el desarrollo del mismo, por lo cual se hace, a veces, necesario enlazar al análisis del niño cierta influencia analítica de los padres. Por otro lado las divergencias inevitables entre el análisis de los niños y de los adultos quedan disminuidas por la circunstancia de que algunos de nuestros pacientes adultos conservan tantos rasgos de carácter infantiles, que el analista, adaptándose nuevamente a su sujeto, no puede menos de emplear con ellos ciertas técnicas del análisis infantil. Ha sucedido automáticamente que el análisis de niños ha llegado a ser terreno de analistas mujeres y sin duda que esto seguirá siendo así.

El descubrimiento de que la mayoría de los niños pasan en su desarrollo por una fase neurótica ha traído consigo el germen de una exigencia higiénica. Puede, en efecto, suscitarse la cuestión de si no sería conveniente auxiliar al niño con un análisis, aún cuando no muestre signos de perturbación, como medida precautoria en pro de su salud, lo mismo que hoy en día se vacuna a los niños contra la difteria, sin esperar a que la contraigan. La discusión de este problema tiene hoy tan sólo un interés académico. Ante vosotros puedo permitirme exponerlo. Mas para la mayoría de nuestros contemporáneos, el solo proyecto de someter al análisis a un niño es un sacrilegio, y dada la actitud de los padres ante el análisis, habremos de renunciar, por ahora, a toda esperanza de generalización. Una profilaxis de la neurosis, muy eficaz seguramente, presupone también una distinta constitución de la sociedad. La aplicación del psicoanálisis a la educación debe, pues, ser por hoy muy otra. Veamos claramente qué es lo que constituye la misión primera de la educación. El niño debe aprender a dominar sus instintos. Es imposible dejarle en libertad de seguir sin restricción alguna sus impulsos. Ello constituiría un experimento muy instructivo para los psicólogos; pero les haría imposible la vida a los padres y acarrearía a los niños mismos graves prejuicios, como se demostraría en parte inmediatamente, y en parte en años posteriores. Así, pues, la educación tiene forzosamente que inhibir, prohibir y sojuzgar y así lo ha hecho ampliamente en todos los tiempos. Pero el análisis nos ha demostrado que precisamente este sojuzgamiento de los instintos trae consigo el peligro de la enfermedad neurótica. Recordaréis cuán detalladamente hemos investigado los caminos por los que así sucede. En consecuencia, la educación tiene que buscar su camino entre el escollo del dejar hacer y el escollo de la prohibición. Y si el problema no es insoluble, será posible hallar para la educación un camino óptimo, siguiendo el cual pueda procurar al niño un máximo de beneficio causándole un mínimo de daños. Se tratará, pues, de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y con qué medios. Y luego habrá de tenerse en cuenta que los objetos de la influencia educadora entrañan muy diversas disposiciones constitucionales; de manera que un mismo método no puede ser igualmente bueno para todos los niños. La reflexión más inmediata enseña que la educación no ha cumplido hasta ahora sino muy imperfectamente su misión y ha causado a los niños graves daños. Si encuentra el camino óptimo y llega a realizar de un modo ideal su misión, podrá abrigar la esperanza de extinguir uno de los factores de la etiología de la enfermedad: el influjo de los traumas infantiles accidentales. EI otro -el poderío de una constitución insubordinable de los instintos- nunca podrá suprimirlo. Si pensamos en los difíciles problemas que al educador se plantean: descubrir la peculiaridad constitucional del niño; adivinar, guiándose por signos apenas perceptibles, lo que se desarrolla en su vida anímica; otorgarle la justa medida de cariño y conservar, sin embargo, autoridad eficaz. Si pensamos en todos estos difíciles problemas, habremos de reconocer que la única preparación adecuada para la profesión del educador es una preparación psicoanalítica fundamental, la cual deberá comprender el análisis del sujeto mismo, pues sin experiencia en la propia persona no es posible asimilar el psicoanálisis. El análisis de los maestros y educadores parece ser una medida profiláctica más eficaz aún que eI de los niños, y menos difícil de llevar a la práctica.

Citaremos, de paso, una promoción indirecta de la educación por medio deI análisis, que puede alcanzar algún día máxima influencia. Los padres que han pasado por el análisis y deben a él muchas cosas, entre ellas el conocimiento de los defectos de su propia educación, manejarán mucho más comprensivamente a sus hijos y les ahorrarán muchos daños que a ellos no les fueron ahorrados.

Paralelamente a los esfuerzos de los analistas para influir sobre la educación, se desarrollan otras investigaciones sobre la génesis y la profilaxis de la delincuencia infantil y la criminalidad. También en este sector me limitaré a abriros la puerta y mostraros las estancias que detrás de ella se extienden; pero no os introduciré en ellas. Sé que si nuestro interés permanece fiel al psicoanálisis, tendréis ocasiones de oír sobre estas cosas muchos datos, nuevos y valiosos. Pero no quiero abandonar el tema de la educación sin mencionar un determinado punto de vista. Se ha dicho, y con razón, que toda educación es parcial, ya que tiende a que el niño incorpore al orden social existente sin tener en cuenta ni el valor ni la permanencia del mismo. Ahora bien: si estamos convencidos de los defectos de nuestras actuales instituciones sociales, no estará en modo alguno justificado poner también a su servicio la educación, orientada en sentido psicoanalítico. EI fin de la misma deberá ser otro y más alto, libertado ya de las exigencias sociales dominantes. Pero, a mi juicio, tal argumento está aquí fuera de lugar. Tampoco el médico llamado para tratar a un enfermo de pulmonía tiene que ocuparse de si el paciente es un hombre honrado, un suicida o un criminal, ni de si merece seguir viviendo o debe deseársele la muerte. Tampoco aquel otro fin que se quiere señalar al psicoanálisis deberá ser parcial, ni es misión del analista decidir entre los partidos en pugna. Sin contar con que el psicoanálisis se verá negado de toda posibilidad de influir sobre la educación en cuanto confiese intenciones inconciliables con el orden social vigente. La educación psicoanalítica tomaría sobre sí una responsabilidad innecesaria al proponerse hacer de su educando un rebelde. Su misión se limita a hacer de él un hombre sano y eficiente. Contiene ya en sí misma factores revolucionarios suficientes para garantizar que su educando no se situará luego al lado de los enemigos del progreso. Pero, además, creo de todo punto indeseable que la infancia sea revolucionaria.

Me propongo aún deciros algunas palabras sobre el psicoanálisis como terapia. La parte teórica correspondiente hube ya de formularla en mis conferencias de hace quince años, y nada tengo hoy que rectificar; me limitaré, pues, a daros a conocer la experiencia acumulada en el intervalo. Sabéis que el psicoanálisis fue, en su origen, un procedimiento terapéutico; luego ha rebasado tal calidad; pero no por ello ha abandonado su suelo natal, y su desarrollo, tanto en amplitud como en profundidad, continúa ligado al tratamiento de enfermos. EI acervo de impresiones del cual extraemos nuestras teorías no puede ser acumulado de otro modo. Los fracasos que como terapeutas sufrimos nos plantean una y otra vez nuevos problemas, y las exigencias de la vida real son una protección eficaz contra el exceso de especulación, de la cual tampoco podemos prescindir en nuestra labor. Ya en nuestras primeras conferencias examinamos los medios con los que el psicoanálisis ayuda a los enfermos, cuando los ayuda, y los caminos que sigue; hoy examinaremos hasta dónde llega su eficacia.

Sabéis quizá que nunca he sido un entusiasta de la terapia. No es, por tanto, de temer que aproveche esta conferencia para desatarme en alabanzas. Prefiero quedarme corto antes que pasarme. En la época en que yo era aún el único analista solía oír a personas que pretendían afiliarse a mi causa: «Todo eso es muy ingenioso y muy bonito; pero muéstreme usted un caso curado por usted con auxilio del psicoanálisis.» Ha sido ésta una de las fórmulas que en el curso del tiempo han ido sustituyéndose en la función de echar a un lado la incómoda novedad de nuestra teoría. Hoy aparece ya tan anticuada como tantas otras, pues los archivos de los analistas rebosan también cartas de agradecimiento de pacientes curados. Pero no es ésta la única analogía. EI psicoanálisis es, realmente, una terapia como las demás admitidas. Tiene sus triunfos y sus descalabros, sus dificultades, sus limitaciones y sus indicaciones. Durante cierto tiempo se dijo que el psicoanálisis no podía ser tomado en serio como terapia y que no se aventuraba siquiera a publicar una estadística de sus resultados. Posteriormente, el Instituto Psicoanalítico de Berlín, fundado por el doctor Max Eitingon, ha publicado una extensa Memoria sobre su actividad en los diez primeros años de actuación. Los resultados positivos no son para vanagloriarse ni para avergonzarse. Pero tales estadísticas no son nada instructivas, pues el material al que se refieren es tan heterogéneo que sólo cifras muy elevadas permitirán sentar conclusiones firmes. Es mucho mejor recurrir a la propia experiencia individual. Haciéndolo así, puedo decir que, desde luego, no creo que nuestros éxitos puedan competir con los de Lourdes. Son muchos más los hombres que creen en los milagros de la Virgen que los que creen en la existencia de lo inconsciente. Volviendo ahora hacia la competencia terrenal, comparemos la terapia psicoanalítica con los restantes métodos psicoterápicos. Hoy en día apenas es preciso mencionar los tratamientos orgánicos físicos de los estados neuróticos. Como método psicoterápico, el análisis no se contrapone a los demás métodos de esta especialidad médica; no los desvaloriza ni los excluye. En teoría es perfectamente conciliable que un médico que aspira a Ilamarse psicoterapeuta emplee con sus enfermos el análisis al lado de otros métodos de curación según la peculiaridad del caso y las circunstancias favorables o desfavorables externas. En realidad, es la técnica la que impone la especialización de la actividad médica. Así han tenido que disociarse la Cirugía y la Ortopedia. La actividad psicoanalítica es muy ardua y exacta, y no puede usarse de ella como de unas gafas que nos ponemos para leer y nos quitamos para salir de paseo. Por lo regular, el psicoanálisis acapara enteramente al médico o le deja fuera de sus ámbitos. Los psicoterapeutas que se ocupan también ocasionalmente del análisis no poseen, que yo sepa, firme base analítica; no han aceptado todo el análisis, sino que lo han «aguado» o incluso «desenfangado», y no pueden ser contados entre los analistas. Lo cual es de lamentar, según pienso. Sería, pues, muy conveniente la colaboración médica de un analista con un psicoterapeuta que se limitase a los demás métodos de la especialidad.

Comparado con los demás métodos de la Psicoterapia, el psicoanálisis es, sin duda alguna, el más poderoso. Lo cual es justo, pues también es el más penoso y prolongado y no se deberá usar en los casos leves. Con él se ha hecho posible, en los casos adecuados, suprimir trastornos y provocar modificaciones en forma ni siquiera soñada antes. Pero tiene también límites muy sensibles. La ambición terapéutica de algunos de mis adeptos los ha llevado a esforzarse en superar tales barreras para conseguir que la acción terapéutica del psicoanálisis se extendiera a todas las perturbaciones neuróticas. Han intentado llevar a cabo la labor analítica en tiempo más breve, intensificar la transferencia, de manera que superase las resistencias todas y mezclar con ella otras clases de influjo para forzar la curación. Estos esfuerzos son, desde luego, plausibles, pero, a mi juicio, también vanos. Traen, además, consigo el peligro de empujar al médico fuera del análisis y llevarle a un ilimitado experimento. La esperanza de poder curar todo fenómeno neurótico me inspira la sospecha de ser una derivación de aquella creencia profana según la cual las neurosis son algo por completo superfluo que no tienen ninguna razón de existir. Y, por el contrario, son graves afecciones, constitucionalmente fijadas, que rara vez se limitan a algunas explosiones, siendo lo más corriente que se prolonguen a través de largos períodos, cuando no de toda la vida. La experiencia analítica, según la cual es posible influir intensamente sobre ellas cuando logramos apoderarnos de los motivos históricos de la enfermedad y de los factores auxiliares accidentales, nos ha hecho descuidar en la práctica terapéutica el factor constitucional. La radical inaccesibilidad de las psicosis para la terapia analítica nos indica que debemos limitar a las neurosis su campo de acción. La eficacia terapéutica del psicoanálisis queda limitada por toda una serie de factores tan importantes como inatacables. En el niño, en el que podíamos descontar grandes éxitos, dichos factores son las dificultades externas de la situación parental, aunque tales dificultades son después de toda parte necesaria de ser un niño. En el adulto aparecen representados por la magnitud de la petrificación psíquica y la forma de la enfermedad con todas las determinaciones más profundas que la misma encubre.

Al primero de estos factores no suele concedérsele -sin razón- toda la importancia que realmente entraña. Por grande que sea la plasticidad de la vida anímica y la posibilidad de reanimar antiguos estados, no todo se deja reanimar. Algunas modificaciones parecen definitivas; corresponden a cicatrices de procesos terminados. Otras veces experimentamos la impresión de una rigidez general de la vida anímica; Ios procesos psíquicos, susceptibles de ser dirigidos por otros caminos, parecen incapaces de abandonar los antiguos. Aunque esto equivale a lo anterior, sólo que visto de distinto modo. Con gran frecuencia creemos advertir que lo único que falta a la terapéutica es energía suficiente para provocar la modificación. Una determinada relación de dependencia, cierto componente instintivo, es demasiado fuerte en comparación a las fuerzas contrarias que nosotros podemos movilizar. Así sucede siempre en la psicosis. La comprendemos lo bastante para saber dónde habríamos de insertar las palancas, pero sabemos también que no podrían mover la carga. A este punto se enlaza la esperanza de que en lo futuro el conocimiento de la acción de las hormonas nos procure medios de luchar eficazmente contra los factores cuantitativos de las enfermedades; mas por hoy nos hallamos aún muy lejos de tal posibilidad. Comprendo que la inseguridad de todas estas circunstancias origine un impulso constante a perfeccionar la técnica del análisis y, muy especialmente, la transferencia. Sobre todo, el principiante en psicoanálisis, situado ante un fracaso terapéutico, dudará si atribuirlo a las condiciones del caso o a su defectuoso manejo de métodos. Pero ya dije antes que no creía que los esfuerzos orientados en este sentido produjesen mucho fruto.

La segunda limitación de los éxitos analíticos depende de la forma de la enfermedad. Sabéis ya que el sector de aplicación de la terapia analítica esta constituido por las neurosis de transferencia, las fobias, las histerias, las neurosis obsesivas y aquellas anormalidades del carácter que se han desarrollado en lugar de tales enfermedades. Todo lo demás, los estados narcisistas y psicóticos, cae más o menos fuera de su alcance. Sería, por tanto, plenamente legítimo precaver los fracasos, excluyendo cuidadosamente tales casos. Las estadísticas del análisis mejorarían considerablemente con tal precaución. Desde luego; pero hay una contra. Nuestros diagnósticos se forman muchas veces sólo a posteriori. Son como aquella prueba a la que -según cuenta Víctor Hugo- un rey de Escocia sometía a las mujeres sospechosas de hechicería. Las cocía en un gran caldero de agua hirviendo, probaba el caldo, y por el sabor podía decir si la supliciada era o no una bruja. Algo así sucede también en nuestro caso, con la única diferencia de que somos nosotros los perjudicados. Sólo después de haberlo estudiado analíticamente durante algunas semanas, o incluso meses, podemos juzgar al paciente sometido a tratamiento o al candidato a analista. El paciente trae consigo trastornos indeterminados, generales, que no permiten fijar un diagnóstico. Este período de prueba puede revelar que se trata de un caso inadecuado. Entonces despedimos al candidato y al paciente lo conservamos aún breve tiempo, por si ello nos permite verlo a una luz más clara. El paciente se venga entonces, aumentando la lista de nuestros fracasos, y el candidato rechazado, cuando es un paranoico, escribiendo libros psicoanalíticos. Ya veis que nuestras precauciones nos sirven de bien poco.

Temo que estos detalles no atraigan ya vuestro interés; pero aún sentiría más que creyerais que trato de rebajar vuestra estimación del psicoanálisis como terapia. Quizá haya obrado torpemente, pues lo que me proponía era precisamente lo contrario; disculpar las limitaciones terapéuticas del análisis, haciéndonos ver que son inevitables. Con la misma intención tocaré ahora otro punto; el reproche de que el tratamiento psicoanalítico exige demasiado tiempo. Hay que tener en cuenta que las modificaciones psíquicas sólo muy lentamente se cumplen; cuando sobreviene rápidamente es muy mala señal. Es cierto que el tratamiento de una neurosis grave se prolonga fácilmente años enteros; pero, en caso de éxito, podemos preguntarnos cuánto hubiese durado, si no, la enfermedad. Seguramente un decenio por cada año de tratamiento, o lo que es lo mismo, toda la vida del sujeto (como a menudo lo vemos en casos no tratados). En algunos casos tenemos que reanudar el análisis después de muchos años; la vida ha desarrollado en el intervalo, ante nuevos motivos, nuevas reacciones patológicas, pero mientras tanto el paciente ha gozado de buena salud. EI primer análisis falló en revelar todas las disposiciones patológicas, y fue natural que terminara el análisis logrado el éxito. Hay también hombres gravemente dañados, a los que es preciso conservar toda su vida bajo supervisión analítica, reanudando de tiempo en tiempo su análisis; pero estos sujetos no podrían vivir de otro modo y debe satisfacernos poder conservarlos en pie por medio de este tratamiento fraccionado y recurrente. También el análisis de las perturbaciones del carácter exige un tratamiento prolongado, pero que a menudo es exitoso; pero ¿conocéis alguna terapia con la que intentar siquiera una tal labor? La ambición terapéutica puede sentirse descontenta con estas circunstancias; pero el ejemplo de la tuberculosis y el del lupus nos han demostrado ya que el éxito sólo es posible cuando se adapta la terapia a los caracteres de la enfermedad.

Os he dicho que el psicoanálisis comenzó con una terapia; pero no es en calidad de terapia como yo quería recomendarla a vuestro interés, sino por su contenido de verdad por los descubrimientos que nos procura sobre aquello que más interesa al hombre sobre su propio ser y por las relaciones que señala entre sus más diversas actividades. Como terapia es una entre muchas, si bien sea primus inter pares. Si no tuviera un valor terapéutico, no habría sido hallada en el tratamiento de los enfermos ni se hubiera desarrollado a través de más de treinta años.

 

Lección XXXV

EL PROBLEMA DE LA CONCEPCIÓN DEL UNIVERSO (Weltanschauung)

Señoras y señores:

EN nuestra última reunión nos hemos ocupado de pequeños cuidados cotidianos, como si quisiéramos poner en orden nuestros modestos asuntos caseros. Hoy vamos a tomar osado impulso y a arriesgarnos a dar respuesta a una interrogación que repetidamente nos ha sido planteada desde fuera. La de si el psicoanálisis conduce a una determinada Weltanschauung (concepción del Universo) y a cuál.

El concepto de Weltanschauung es un concepto específicamente alemán, de difícil traducción a otros idiomas. Intentaré, pues, definirlo, aunque estoy seguro de que mi definición ha de pareceros torpe. Para mí, una Weltanschauung es una construcción intelectual que resuelve unitariamente, sobre la base de una hipótesis superior, todos los problemas de nuestro ser, y en la cual, por tanto, no queda abierta interrogación ninguna y encuentra su lugar determinado todo lo que requiere nuestro interés. Se comprende, pues, que la posesión de una tal Weltanschauung sea uno de los ideales optativos de los hombres. Teniendo fe en ella, puede uno sentirse seguro en la vida, saber a qué debe uno aspirar y cómo puede orientar más adecuadamente sus afectos y sus intereses.

Si tal fuera realmente el carácter de una concepción del Universo, no sería difícil fijar la posición del psicoanálisis a su respecto. Siendo una ciencia especial, una rama de la Psicología -psicología abisal, o psicología de lo inconsciente-, será absolutamente inadecuada para desarrollar una concepción particular del Universo y tendrá que aceptar la de la ciencia. Pero la concepción científica del Universo se aparta ya notablemente de nuestra definición. Acepta también, desde luego, la unidad de la explicación del Universo, pero sólo como un programa cuya realización está desplazada en el futuro. Aparte de esto, se distingue por caracteres negativos, por la limitación a lo cognoscible en el presente y por la repulsa de ciertos elementos ajenos a ella. Afirma que la única fuente de conocimiento del Universo es la elaboración intelectual de observaciones cuidadosamente comprobadas, o sea, lo que llamamos investigación, y niega toda posibilidad de conocimiento por revelación, intuición o adivinación. Parece ser que, durante el siglo pasado, esta concepción llegó a ser casi generalmente reconocida. Estaba reservado a nuestro siglo actual oponer el reparo de que una tal concepción resulta tan pobre como desconsoladora y desatiende tanto las aspiraciones intelectuales del hombre como las necesidades de su mente.

Tal reparo debe ser rechazado con máxima energía. Carece de todo fundamento, pues el intelecto y la mente son objeto de la investigación científica, exactamente del mismo modo que cualesquiera otras cosas ajenas al hombre. El psicoanálisis tiene un derecho particularísimo a intervenir aquí en favor de la concepción científica del Universo, pues no puede hacérsele el reproche de haber desatendido lo psíquico en el cuadro del Universo. Su contribución a la ciencia consiste precisamente en la extensión de la investigación al terreno psíquico. Sin una tal psicología, la ciencia sería ciertamente muy incompleta. Pero esta incorporación de la investigación de las funciones intelectuales y emocionales de los hombres (y de los animales) a la ciencia no modifica en modo alguno su posición general, pues no trae consigo nuevas fuentes del saber ni métodos nuevos de investigación. La intuición y la adivinación sí serían tales si existieran, pero podemos contarlas tranquilamente entre las ilusiones, entre las satisfacciones ilusorias de impulsos optativos. No es tampoco nada difícil comprobar que el planteamiento de semejantes exigencias a una concepción del Universo tiene tan sólo un fundamento afectivo. La ciencia toma nota de que la vida anímica humana crea tales exigencias y está dispuesta a investigar sus fuentes, pero no tiene motivo alguno para reconocerlas justificadas. Muy al contrario, se ve constreñida a separar cuidadosamente del saber todo lo que es ilusión y consecuencia de aquella aspiración afectiva.

Lo cual supone apartar desdeñosamente tales deseos ni subestimar su valor en la vida del hombre. La ciencia está dispuesta a investigar qué satisfacciones han conquistado dichos deseos en los rendimientos del arte y en los sistemas religiosos y filosóficos, pero no puede dejar de ver que sería injusto y en alto grado inconveniente admitir la transferencia de tales aspiraciones al terreno del conocimiento. Pues con ello se abren los caminos que conducen a los dominios de la psicosis, bien sea de la psicosis individual o de la psicosis colectiva, y se sustrae a tales tendencias valiosas energías que se orientan hacia la realidad para satisfacer en ella, dentro de lo posible, deseos y necesidades.

Desde el punto de vista de la ciencia uno no puede evitar ejercer la propia facultad crítica y empezar aquí con rechazos a dimisiones. Es inadmisible decir que la ciencia es un único sector de la actividad del espíritu humano y la religión y la filosofía otros, equivalentes por lo menos, en los cuales no tiene por qué intervenir la ciencia; que todos aspiran por igual a la verdad, y que cada hombre puede elegir libremente de dónde extraer sus convicciones y en qué poner su fe. Tal concepción pasa por ser muy distinguida, tolerante, comprensiva y libre de angostos prejuicios. Desgraciadamente, no es sustentable; participa de toda la nocividad de una concepción del Universo completamente anticientífica y equivale prácticamente a ella. Lo cierto es que la verdad no puede ser tolerante, que no admite transacciones ni restricciones, y que la investigación considera como dominio propio todos los sectores de la actividad humana y tiene que mostrarse implacablemente crítica cuando otro poder quiere apropiarse parte de ellos.

De los tres poderes que pueden disputar a la Ciencia su terreno, el único enemigo serio es la religión. El arte es casi siempre inofensivo y benéfico; no quiere ser sino ilusión. Salvo en pocas personas que, según suele decirse, están poseídas por el arte, éste no arriesga incursiones en el imperio de la realidad. La Filosofía no es contraria a la Ciencia: se comporta ella misma como una ciencia; labora en parte con los mismos métodos; pero se aleja de ella en cuanto sustenta la ilusión de poder procurar una imagen completa y coherente del Universo, cuando lo cierto es que tal imagen queda forzosamente rota a cada nuevo progreso de nuestro saber. Metodológicamente, yerra en cuanto sobreestima el valor epistemológico de nuestras operaciones lógicas y reconoce otras distintas fuentes del saber, tales como la intuición. Y a menudo pareciera ser que el burlesco comentario del poeta no fuera del todo injustificado cuando se refiere al filósofo en los siguientes términos:

«Con su gorro de dormir y con los jirones de su camisón parcha las brechas de la estructura del Universo.» (Heine.)

Pero la Filosofía carece de influencia inmediata sobre la gran mayoría de los hombres; interesa sólo a una minoría dentro del estrato superior, minoritario ya, de los intelectuales, y para los demás es casi inaprehensible. En cambio, la religión es un magno poder que dispone de las más intensas emociones humanas. Sabido es que en tiempos antiguos abarcaba todo lo que en la vida humana era espiritualidad, que ocupaba el lugar de la ciencia cuando apenas existía una ciencia y que ha creado una concepción del Universo incomparablemente lógica y concreta, la cual, aunque resquebrajada ya, subsiste aún hoy en día.

Si queremos darnos cuenta exacta del poderío de la religión, deberemos hacernos presente todo lo que pretende procurar a los hombres. Les explica el origen y la génesis del Universo, les asegura protección y dicha final en las vicisitudes de la vida y orienta sus opiniones y sus actos con prescripciones que apoya con toda su autoridad. Cumple, pues, tres funciones. Con la primera satisface el ansia de saber de los hombres; hace lo mismo que la ciencia intenta con sus medios y entra así en rivalidad con ella. A su segunda función es quizá a la que debe la mayor parte de su influencia. En cuanto mitiga el miedo de los hombres a los peligros y vicisitudes de la vida, les asegura un desenlace venturoso y los consuela en la desgracia; no puede Ia ciencia competir con ella. La ciencia enseña, desde luego cómo es posible evitar ciertos peligros y combatir con éxito ciertos padecimientos; sería injusto negar que auxilia poderosamente a los hombres; pero en muchas situaciones tiene que abandonarnos a sus cuitas y sólo sabe aconsejarles resignación. En su tercera función, cuando formula prescripciones, prohibiciones y restricciones, es en la que la religión se aleja más de la ciencia. Pues ésta se contenta con investigar y establecer hechos. Aunque también de sus aplicaciones se deriven, ciertamente, reglas y consejos para la conducta en la vida. En ocasiones, las mismas prescritas por la religión, pero entonces con distinto fundamento.

La coincidencia de estos tres contenidos de la religión no es por completo transparente. ¿Qué puede tener que ver la explicación de la génesis del mundo con la imposición de determinados preceptos éticos? Las seguridades de protección y bienaventuranza aparecen más íntimamente enlazadas a las exigencias éticas. Son el premio al cumplimiento de tales mandamientos; sólo quien a ellos se somete puede contar con semejantes beneficios; los desobedientes son castigados. También en la ciencia hallamos algo análogo. Para ella, quienes desprecian sus aplicaciones se exponen a graves perjuicios.

Para mejor comprender esta singular coincidencia de instrucción, consuelo y exigencia en la religión, basta someterla a un análisis genético. El cual debe partir del punto más impresionante del conjunto de la explicación de la génesis del Universo, pues ¿por qué todo sistema religioso ha de integrar forzosamente una cosmogonía? La doctrina general es que el mundo ha sido creado por un ser semejante al hombre, pero amplificado en todo: poder, sabiduría e intensidad de las pasiones; por un superhombre idealizado. La atribución de la creación del mundo a un animal indica la influencia del totemismo, a la que luego dedicaremos algunas observaciones. Es interesante comprobar que tal Creador es siempre uno solo, aun en aquellas religiones que admiten pluralidad de dioses. Y también que es casi siempre un hombre, aunque no falten casos de divinidades femeninas y algunas mitologías hagan empezar precisamente la creación del mundo con la muerte de una divinidad femenina rebajada a la categoría del monstruo, a manos de una divinidad masculina.

A este punto se enlazan interesantísimos problemas de detalle, pero no podemos detenernos en ellos. El resto del camino se nos hace fácilmente visible en cuanto comprobamos que dicho dios-creador es considerado como padre de los hombres. El psicoanálisis deduce que es realmente el padre con toda la magnificencia como en otros tiempos pareció al niño. El hombre religioso se representa la creación del mundo a la manera de su propia génesis.

Ahora se explica ya, fácilmente, cómo las seguridades consoladoras y las severas exigencias éticas concurren con la cosmogonía. Pues la misma persona a la que el niño debe su existencia, el padre (o más exactamente, la instancia parental compuesta por el padre y la madre), ha protegido y vigilado al niño, débil e inerme, expuesto a todos los peligros acechantes en el mundo exterior; bajo su guarda se sintió seguro. Adulto ya, el hombre sabe poseer fuerzas mayores, pero también su conocimiento de los peligros de la vida se ha acrecentado, y deduce con razón, que, en el fondo, continúa tan inerme y expuesto como en la infancia; sabe que frente al mundo sigue siendo un niño. Por tanto, no quiere renunciar tampoco entonces a la protección de que gozó en su infancia. Pero ha reconocido tiempo atrás que su padre es un ser de poderío muy limitado y en el que no concurren todas las excelencias. En consecuencia, recurre a la imagen mnémica del padre, tan sobreestimado por él, de su niñez; la eleva a la categoría de divinidad y la sitúa en el presente y en la realidad. La energía afectiva de esta imagen mnémica y la persistencia de necesidad de protección sustentan conjuntamente su fe en Dios.

También el tercer punto capital del programa religioso, la exigencia ética, se adapta sin violencia a esta situación de la infancia. En frase famosa, el filósofo Kant invoca la existencia del firmamento estrellado y la de la ley moral en nuestro corazón como los testimonios más firmes de la grandeza de Dios. Por singular que parezca semejante yuxtaposición -pues ¿qué pueden tener que ver los astros con la cuestión de si un hombre ama a otro o lo asesina?- roza una magna verdad psicológica. El mismo padre (la instancia parental), que ha dado la vida al niño y le ha protegido de los peligros de la misma, le enseñó lo que debía hacer y lo que no debía, le indicó la necesidad de someterse a ciertas restricciones de sus deseos instintivos y le hizo saber qué consideraciones debía guardar a padres y hermanos si quería llegar a ser un miembro tolerado y bien visto del círculo familiar y luego de círculos más amplios. Por medio de un sistema de premios amorosos y castigos, el niño es educado en el conocimiento de sus deberes sociales y se le enseña que la seguridad de su vida depende de que los padres, y luego los demás, le quieran y puedan creer en su amor hacia ellos. Todas estas circunstancias las integra luego el hombre, sin modificaciones, en la religión. Las prohibiciones y las exigencias de los padres perviven como conciencia moral en su fuero interno; con ayuda del mismo sistema de premio y castigo gobierna Dios el mundo de los humanos; del cumplimiento de las exigencias éticas depende qué medida de protección y de felicidad sea otorgada al individuo; en el amor a Dios y en la consciencia de ser amado por Él se funda la seguridad con la que el individuo se acoraza contra los peligros que le amenazan por parte del mundo exterior y del de sus congéneres. Por último, el individuo se ha asegurado, con la oración, una influencia directa sobre la voluntad divina y, con ella, una participación en la omnipotencia divina.

Sé que mientras me oíais han surgido en vosotros múltiples interrogaciones, a las que os gustaría lograr respuesta. Hoy y aquí no me es posible llevar a cabo tal labor, pero estoy seguro de que ninguna de tales investigaciones de detalle echaría por tierra nuestra tesis de que la concepción religiosa del Universo tiene su determinación en la situación de nuestra infancia. Siendo así tanto más singular que, no obstante este su carácter infantil, tenga un precedente. Hubo, sin duda, una época sin religión y sin dioses. La de lo que llamamos animismo. El mundo estaba también plagado por entonces de seres espirituales semejantes al hombre -demonios los llamamos-, y todos los objetos del mundo exterior eran su sede o acaso idénticos con ellos, pero no había un poder superior que los hubiera creado a todos ellos, y siguiera dominándolos, y del cual invocar protección y ayuda. Los demonios del animismo eran, en su mayoría, hostiles al hombre, pero parece que el hombre confiaba por entonces más que luego en sus propias fuerzas. Sufría, ciertamente, bajo un miedo constante a tales espíritus malignos, pero se defendía de ellos con determinados actos, a los que atribuía el poder de ahuyentarlos. Y tampoco se consideraba exento de todo poderío. Cuando deseaba algo de la Naturaleza, por ejemplo, cuando quería que Iloviese, no rezaba al dios de las Iluvias, sino que practicaba un hechizo del que esperaba una influencia directa sobre la Naturaleza; hacía, por sí mismo, algo semejante a la lluvia. En la lucha contra los poderes del mundo circundante, su arma primera fue la magia, precursora primera de nuestra tecnología actual. Suponemos que la confianza en la magia se deriva de la sobreestimación de las propias operaciones intelectuales, de la fe en la «omnipotencia del pensamiento», la cual, incidentalmente, volvemos a hallarla en nuestros neuróticos obsesivos. Podemos imaginar que los hombres de aquellos tiempos se sentían especialmente orgullosos de sus conquistas en el lenguaje hablado, conquistas que hubieron de facilitar grandemente el pensamiento. Atribuyeron, pues, a la palabra fuerza mágica. Este rasgo fue luego tomado por la religión: «Y Dios dijo: Hágase la luz, y la luz fue hecha.» Además, el hecho de los actos mágicos muestra que el hombre animista no se confiaba simplemente a la fuerza de sus deseos. Esperaba, más bien, el éxito de la ejecución de un acto que había de promover a imitación a la Naturaleza. Cuando quería lluvia esparcía él mismo agua sobre la tierra, y cuando quería estimular al suelo la fertilidad le daba el espectáculo de una unión sexual al aire libre.

Sabéis ya cuán difícilmente perece lo que ha llegado a crearse expresión psíquica. No os sorprenderá, pues, oír que muchas manifestaciones del animismo se han conservado hasta nuestros días, en su mayor parte, como supersticiones, al lado de la religión y detrás de ella. Más aún: apenas podréis rechazar el juicio de que nuestra filosofía ha conservado rasgos esenciales del pensamiento animista, tales como la sobreestimación del poder de las palabras y la creencia de que los procesos reales del mundo siguen los caminos que nuestro pensamiento quiere señalarles. Sería, desde luego, un animismo sin actos mágicos. Por otro lado, debemos esperar que ya en aquellas épocas hubiera una especie cualquiera de ética, una serie de preceptos para el trato de los hombres entre sí; pero nada abona que se hallasen más íntimamente ligados a la creencia animista. Probablemente eran la manifestación directa del relativo poder de los hombres o de sus necesidades prácticas.

Sería harto deseable saber qué fue lo que motivó el paso desde el animismo a la religión; pero ya supondréis cuán densas tinieblas encubren aún hoy en día estas épocas primordiales de la historia de la evolución del espíritu humano. Parece un hecho que la primera forma expresiva de la religión fue el singularísimo totemismo, el culto a ciertos animales, consecutivamente al cual surgieron los primeros mandamientos, los tabús. En mi libro Totem y tabú [1912-3] he desarrollado una hipótesis que refiere este proceso a una revolución de las circunstancias de la familia humana. EI rendimiento capital de la religión, comparada con el animismo, reside en la vinculación psíquica del miedo a los demonios. Pero el espíritu maligno ha logrado, como residuo de la época primordial, un puesto en el sistema de la religión.

Expuesta así, a grandes rasgos, la prehistoria de la concepción religiosa del Universo, atenderemos ahora a lo que ha sucedido desde entonces y sucede aún hoy ante nuestros ojos. EI espíritu científico, robustecido con la observación de los procesos naturales, ha comenzado a considerar la religión como un asunto humano y a someterla a un examen crítico que la religión no ha podido resistir. Fueron primero sus relatos de milagros los que despertaron extrañeza e incredulidad, porque contradecían todo lo que la observación serena había enseñado y delataban manifiestamente la influencia de la fantasía de los hombres. Luego hubieron de encontrar repulsa sus doctrinas explicativas del mundo existente, pues testimoniaban de una ignorancia que llevaba impreso el sello de tiempos antiguos y a la que el hombre se sabía superior merced a su mayor familiaridad con las leyes naturales. La doctrina de que el mundo habría nacido de actos de cópula o creadores, análogamente a la génesis del individuo humano, no parecía ya ser la hipótesis más inmediata y evidente, una vez impuesta al pensamiento la diferenciación de seres vivos y animados y una naturaleza inanimada, diferenciación incompatible con el mantenimiento del animismo original. Y tampoco debe perderse de vista la influencia del estudio comparativo de los diversos sistemas religiosos y la de la impresión de su exclusión e intolerancia recíprocas.

Robustecido con estos ejercicios previos, el espíritu científico halló por fin valor suficiente para arriesgarse al examen de los elementos más importantes y efectivamente más valiosos de la concepción religiosa del Universo. Siempre había podido verse, pero sólo muy luego se arriesgó, que también las afirmaciones religiosas que prometen al hombre protección y dicha, en cuanto cumpla determinados mandamientos éticos, se demostraban inverosímiles. No parece ser cierto que exista en el Universo un poder que vele con paternal cuidado por el bienestar del individuo y dirija hacia un dichoso final cuando le atañe. Parece más bien que los destinos del hombre no son conciliables con la hipótesis de una bondad universal ni con la de una justicia universal -que, en parte, contradeciría aquélla-. Los terremotos, los maremotos y los incendios no hacen diferencia alguna entre el hombre piadoso y bueno y el malvado o el incrédulo. Ni tampoco allí donde no interviene la naturaleza inanimada y el destino del individuo depende así de sus relaciones con los demás hombres es regla general que la virtud halle su recompensa y el malvado su castigo, pues es frecuente que el hombre violento, astuto y desconsiderado se apodere de los envidiados bienes terrenos y deje al honrado y piadoso con las manos vacías. Poderes tenebrosos, insensibles y ajenos de todo amor determinan el destino de los hombres; el sistema de premios y castigos, al que la religión ha adscrito el régimen del mundo, no parece existir. He aquí una razón más para sacar unas gotas más de la teoría animista que ha sido incorporada a la religión desde el animismo.

El psicoanálisis ha aportado la última contribución a la crítica de la concepción religiosa del Universo, atribuyendo el origen de la religión a la necesidad de protección del niño inerme y débil y derivando sus contenidos de los deseos y necesidades de la época infantil, continuados en la vida adulta. Lo cual no significa precisamente una refutación de la religión, pero constituye un perfeccionamiento necesario de nuestro conocimiento de ella y, por lo menos en un punto, una contradicción, ya que la religión pretende ser de origen divino. En lo cual no yerra, siempre que se acepte nuestra interpretación de Dios.

El juicio sintético de la ciencia sobre la concepción religiosa del Universo es, pues, el siguiente: Mientras las distintas religiones discuten cuál de ellas posee la verdad, nosotros opinamos que precisamente el contenido de verdad de la religión es lo que menos importa. La religión es una tentativa de dominar el mundo sensorial, en el que estamos situados, por medio del mundo de anhelos que en nosotros hemos desarrollado a consecuencia de necesidades biológicas y psicológicas. Pero no lo consigue. Sus doctrinas llevan impreso el sello de los tiempos en los que surgieron, el sello de la infancia ignorante de la Humanidad. Sus consuelos no merecen confianza. La experiencia nos enseña que el mundo no es una nursery. Las exigencias éticas, a las que la religión quiere prestar apoyo, demandan más bien un fundamento distinto, pues son indispensables a la sociedad humana y es peligroso enlazar su cumplimiento a la creencia religiosa. Si intentamos incorporar la religión a la marcha evolutiva de la Humanidad, no se nos muestra como una adquisición perdurable, sino como una contrapartida de la neurosis que el individuo civilizado atraviesa en su camino desde la infancia a la madurez.

Podéis, claro está, someter esta exposición mía a vuestra crítica. Yo mismo os facilitaré el trabajo. Lo que acabo de deciros sobre la paulatina fragmentación de la concepción religiosa del Universo ha sido -por imperativos del espacio y tiempo- muy incompleto; no hemos seguido con absoluta exactitud la sucesión de los distintos procesos ni tampoco la acción conjunta de fuerzas diversas al despertar del espíritu científico. Ni hemos atendido tampoco a las modificaciones que la misma concepción religiosa del Universo ha experimentado durante la época de su reinado indiscutible, y luego bajo la influencia de la crítica emergente. Por último, he limitado la discusión a un único sistema religioso, al de los pueblos occidentales. Me he creado, por decirlo así, un modelo anatómico, a los fines de una discusión acelerada y lo más impresionante posible. Dejemos a un lado la cuestión de si mis conocimientos hubieran bastado para hacer algo mejor y más completo. Sé que cuanto os he dicho podéis hallarlo, y mejor, en otros lados; nada de ello es nuevo. Permitidme que manifieste mi convicción de que la más cuidadosa elaboración de la materia del problema de la religión no echaría por tierra nuestros resultados.

Sabéis que la lucha del espíritu científico contra la concepción religiosa del Universo no ha Ilegado aún a su término y sigue desarrollándose ante nuestros ojos. Aunque el psicoanálisis no gusta de servirse del arma de la polémica, esta vez no queremos privarnos de tomar parte en la pugna, pues ello nos procurará acaso una mayor aclaración en nuestra posición ante las demás concepciones del Universo. Veréis cuán fácil resulta rechazar algunos de los argumentos que los adeptos de la religión aducen, aunque, desde luego, queden en pie otros varios.

La primera objeción que suele oírse es la de que, por parte de la ciencia, supone un atrevimiento hacer de la religión objeto de sus investigaciones, pues la religión es algo sublime, superior a toda actividad intelectual humana, a lo que no debe llegar la crítica. O dicho de otro modo: que la ciencia no está capacitada para enjuiciar a la religión. Es, por lo demás, tan útil como valiosa en tanto se limita a sus dominios, pero la religión cae por completo fuera de ellos. Mas si no nos dejamos intimidar por tan decidida repulsa y seguimos interrogando en qué se funda semejante pretensión a un lugar de excepción entre todos los asuntos humanos, se nos responderá, si se nos responde, que la religión no puede ser estimada con ninguna medida humana, pues es de origen divino y nos ha sido dada por revelación de un espíritu que el espíritu humano es incapaz de comprender. Argumento fácilmente rechazable, pues entraña manifiestamente una «petitio principii» un «begging the question». Se plantea, en efecto, la cuestión de si existe un espíritu divino y una revelación procedente del mismo, cuestión insoluble desde el momento en que se niega todo derecho a plantearla, ya que la divinidad no puede ser puesta en tela de juicio. Sucede aquí lo que alguna vez en psicoanálisis. Cuando un paciente, razonable en lo demás, rechaza determinada hipótesis con argumentos singularmente estúpidos, tal debilidad lógica atestigua la existencia de un motivo particularmente enérgico de contradicción, que sólo de naturaleza afectiva puede ser un lazo emocional.

Podemos obtener también otra respuesta en la que es francamente confesado tal motivo. La religión no debe ser sometida a un examen crítico, porque es lo más elevado, valioso y magno que el espíritu humano ha producido; porque da expresión a los sentimientos más profundos y es lo que hace tolerable el mundo y digna la vida del hombre. A lo cual no necesitamos replicar discutiendo tal apreciación de la religión, sino orientando la atención hacia otro estado de cosas; esto es, haciendo resaltar que no se trata de una intrusión del espíritu científico en el terreno de la religión, sino, por el contrario, de una intrusión de la religión en la esfera del pensamiento científico. Cualesquiera que sean el valor y la importancia de la religión, no tiene derecho a limitar en modo alguno el pensamiento ni, por tanto, el derecho de excluirse a sí misma de la aplicación del pensamiento.

El pensamiento científico no es, en su esencia, distinto de la actividad intelectual normal que nosotros todos, creyentes e incrédulos, utilizamos en el despacho de nuestros asuntos en la vida. Sólo en algunos rasgos se ha especializado; se interesa también por cosas que no entrañan una aplicación inmediata y concreta; se esfuerza en mantener alejados los factores individuales y las influencias afectivas; examina severamente la garantía de las percepciones sensoriales en las que basa sus conclusiones; se procura nuevas percepciones imposibles de lograr con los medios cotidianos, y aísla las condiciones de estas nuevas experiencias en experimentos intencionadamente variados. Su aspiración es alcanzar la coincidencia con la realidad; esto es, con aquello que existe fuera e independientemente de nosotros y que, según nos lo ha mostrado la experiencia; es decisivo para el cumplimiento o el fracaso de nuestros deseos. A esta coincidencia con el mundo exterior real es a lo que llamamos verdad. Ella es la meta de la labor científica, incluso cuando prescindimos de su valor práctico. Así, pues, si la religión afirma que puede sustituir a la ciencia y que, por ser benéfica y elevadora, tiene también que ser verdadera, ello constituye una intrusión que debe ser rechazada en nombre del interés general. Al hombre que ha aprendido a llevar sus asuntos ordinarios conforme a las normas de la experiencia y teniendo en cuenta la realidad es una impertinencia exigirle que confíe precisamente el cuidado de sus más íntimos intereses a una instancia que pretende, como privilegio suyo, la liberación de todos los preceptos del pensamiento racional. Y en cuanto a la protección que la religión promete a sus creyentes, creo yo que ninguno de nosotros se arriesgaría a subir a un automóvil cuyo conductor declarase que avanzaba sin cuidarse de las reglas de la circulación, siguiendo sólo los impulsos de su elevada imaginación.

La prohibición de pensar que la religión decreta en servicio de su propia conservación entraña también graves peligros, tanto para el individuo como para la comunidad humana. La experiencia analítica nos ha enseñado que tal prohibición, aunque limitada originalmente a un determinado sector, integra una tendencia a extenderse, haciéndose entonces causa de graves inhibiciones en la vida individual. Esta consecuencia puede ser observada también en el sexo femenino como efecto de la prohibición de ocuparse de su sexualidad, aunque sólo sea con el pensamiento. En las vidas de casi todos los individuos sobresalientes de tiempos pasados pueden señalarse los daños imputables a esta inhibición religiosa del pensamiento. Por otro lado, el intelecto -o, dándole el nombre que más familiar nos es, la razón- pertenece a aquellos poderes de los que más justificadamente podemos esperar una influencia aglutinante sobre los hombres, a los que tan difícil se hace mantener unidos y, por tanto, gobernar. Representémonos cuán imposible se haría la sociedad humana si cada individuo tuviera también su tabla de multiplicar particular y su sistema especial de pesas y medidas. Nuestra mejor esperanza es que el intelecto -el espíritu científico, la razón- logre algún día la dictadura sobre la vida psíquica del hombre. La esencia misma de la razón garantiza que nunca dejará de otorgar su debido puesto a los impulsos afectivos del hombre y a lo que por ellos es determinado. Pero la coerción común de tal reinado de la razón resultará el más fuerte lazo de unión entre los hombres y procurará otras armonías. Aquello que, como la prohibición religiosa de pensar, se opone a una tal evolución es un peligro para el porvenir de la Humanidad.

Podemos ahora preguntar por qué la religión no pone término a esta pugna, tan sin esperanzas para ella, declarando franca y espontáneamente: «Es cierto que yo no puedo daros aquello que generalmente es llamado la verdad; para ello debéis ateneros a la ciencia. Pero lo que sí puedo procuraros es mucho más bello, consolador y elevado que todo lo que podéis recibir de la ciencia. Y por eso os digo que es también verdadero en un sentido distinto y más alto.» La respuesta es fácil: La religión no puede hacer semejante confesión, porque perdería con ella toda influencia sobre la masa. EI hombre común no conoce más que una verdad en el sentido común de la palabra. No puede representarse lo que pueda ser una verdad más alta o suprema. La verdad le parece tan incapaz de superación como la muerte y no puede tampoco dar el salto desde lo bello a lo verdadero. Quizá pensáis conmigo que hace muy bien en todo ello.

Así, pues, la pugna no ha terminado. Los adeptos de la concepción religiosa del Universo obran conforme al antiguo precepto de que la mejor defensa es el ataque. Preguntan: ¿Qué es esa ciencia que se atreve a desvalorizar nuestra religión, que ha otorgado salvación y consuelo a millones de hombres durante millares de años? ¿Qué ha hecho por su parte? ¿Y qué podemos esperar de ella?

Se confiesa incapaz de procurar consuelo y elevación. Prescindamos de ello, aunque no sea cosa fácil la renuncia. Pero ¿y sus doctrinas? ¿Puede decirnos cuál ha sido el origen del mundo y cuáles han de ser sus destinos? ¿Puede trazarnos siquiera una imagen coherente del mundo y mostrarnos la condición de los fenómenos inexplicados de la vida y cómo actúan las fuerzas espirituales sobre la materia inerte? Si lo pudiera, no le negaríamos nuestra consideración. Pero no hay nada de eso. No ha resuelto aún ningún problema de este orden. Nos da fragmentos de un pretenso conocimiento, inconexos y aislados, sin que sepa formar con ellos un todo coherente; reúne observaciones de regularidades en el curso de los sucesos, a las que da el nombre de leyes y las somete a sus aventuradas interpretaciones. ¡Y qué mínimo grado de seguridad atribuye a sus resultados! Todo lo que enseña es tan sólo provisional; lo que hoy es ensalzado como máxima sabiduría es rechazado mañana y sustituido por otra provisionalidad. El último error es entonces la verdad. Y a esta verdad se pretende que sacrifiquemos nuestro mayor bien.

Me atrevo a creer que, en cuanto compartís la concepción científica del Universo, así atacada, no os habrán impresionado gran cosa tales críticas. En la vieja Austria imperial sucedió algo que, en este punto, quiero recordaros. El viejo soberano, molesto con los actos de un partido político que le era incómodo, se expresó un día en los términos siguientes: «Eso no es ya una oposición ordinaria; es una oposición facciosa.» Análogamente, encontraréis, sin duda, injusta y odiosamente exagerados los reproches que así se hacen a la ciencia, de no haber resuelto aún el enigma del Universo. Para tan magna empresa ha tenido en verdad demasiado poco tiempo. La ciencia es muy joven; es una actividad humana muy tardíamente desarrollada. Pensemos, eligiendo tan sólo unas cuantas fechas, que sólo han pasado trescientos años desde que Kepler descubrió las leyes del movimiento de los planetas; que la vida de Newton, que descompuso la luz en sus colores y formuló la ley de gravedad, finalizó en 1727, o sea hace poco más de doscientos años, y que fue pocos años antes de la Revolución francesa cuando Lavoisier descubrió el oxígeno. Una existencia humana es muy breve frente a la duración de la evolución humana; ciertamente soy ya muy viejo, pero ya estaba en este mundo cuando Carlos Darwin publicó su obra sobre el origen de las especies. En el mismo año, 1859, nació Pierre Curie, el descubridor del radio, y si retrocedemos más, hasta los comienzos de las ciencias naturales exactas, hasta Arquímedes y Aristarco de Samos (doscientos cincuenta años antes de J. C.), el precursor de Copérnico, o incluso a los primeros principios de la Astronomía, en Babilonia, no llenaremos con ello sino un pequeñísimo espacio del tiempo que la Antropología atribuye a la evolución del hombre desde su forma primordial simiesca, tiempo que abarca más de cien mil años. Y no olvidemos que el último siglo ha traído consigo tal plenitud de nuevos descubrimientos y tal aceleración del progreso científico, que tenemos firmes fundamentos para confiar en el porvenir de la ciencia.

A las demás objeciones tenemos que darles la razón en cierto modo. El camino de la ciencia es, en efecto, lento, penoso y vacilante. No es posible negarlo ni evitarlo. Y así no es maravilla que disguste a los señores del otro lado, a quienes la revelación se lo ha dado todo hecho. El progreso de la labor científica se cumple muy semejantemente a como en el análisis. Emprendemos la labor abrigando determinadas esperanzas, pero tenemos pronto que abandonarlas. La observación nos revela tan pronto aquí como allá algo nuevo, sin que de momento nos sea posible reunir tales fragmentos en un todo. Arriesgamos entonces hipótesis y edificamos construcciones auxiliares, que luego, de no confirmarse, retiramos; hacemos gasto de amplia paciencia; acogemos abiertamente todas las posibilidades, y renunciamos a convicciones anteriores para no desatender bajo su coerción nuevos factores inesperados, y al final todos nuestros esfuerzos hallan su recompensa; los descubrimientos dispersos se adaptan unos a otros; logramos la visión de toda una parte del suceder anímico, y hemos llevado a buen puerto nuestra labor y estamos libres para emprender otra. Sin embargo, en el análisis carecemos del auxilio que procura la investigación por experimentación.

En la crítica antes expuesta de la ciencia hay también buena parte de exageración. No es verdad que vaya ciega de un experimento a otro, que trueque un error por otro. Por lo general labora como el escultor con la arcilla cuando cambia infatigablemente sus líneas hasta lograr un parecido que le satisfaga con el objeto visto o representado. Y además, por lo menos en las ciencias más maduras, hay ya actualmente un sólido núcleo central que sólo es ya modificado y perfeccionado, pero no cambiado. No todo son, pues, dificultades en la actividad científica.

Y por último, ¿qué se pretende lograr con tan apasionados ataques a la ciencia? A pesar de su incompletud actual y de las dificultades a ella inherentes, nos es indispensable y nada puede sustituirla. Es susceptible de insospechados perfeccionamientos, lo que no sucede con la concepción religiosa deI Universo. Esta última está ya acabada en todas sus partes; si fue un error, seguirá siéndolo siempre. Ningún empequeñecimiento de la ciencia puede modificar en nada el hecho de que intenta adaptarse a nuestra dependencia del mundo real, mientras que la religión es ilusión y extrae su fuerza de su adaptación a nuestros impulsos optativos instintivos.

Estoy obligado a pensar también en otras concepciones del Universo, opuestas igualmente a la científica; pero no lo hago gustoso, pues sé que me falta competencia para enjuiciarlas. No olvidéis, por tanto, esta confesión mía en el curso de las observaciones que siguen, y si logran despertar vuestro interés, buscad en otro lado quien pueda instruiros mejor.

En primer lugar, habríamos de citar aquí los distintos sistemas filosóficos que se han aventurado a trazar la imagen del mundo tal y como se reflejaba en el espíritu del pensador más vuelto de espaldas a la realidad. Pero ya he intentado antes esbozar una característica de la Filosofía y de sus métodos, y para la discusión de los distintos sistemas estoy menos capacitado que nadie. Volved, pues, conmigo hacia los otros fenómenos, a los que precisamente en nuestros días es imposible desatender.

Una de estas concepciones del Universo es como una contrapartida del anarquismo político; quizá una irradiación de él. Desde luego ya antes ha habido tales nihilistas intelectuales, pero actualmente parece que la teoría de la relatividad de la física moderna se les ha subido a la cabeza. Parten, desde luego, de la ciencia; pero se las componen para impulsarla a su propia anulación, al suicidio, encomendándole la misión de suprimirse a sí misma, renunciando a sus aspiraciones. A veces experimentamos la impresión de que semejante nihilismo no es más que una actitud provisional hasta tanto que tal fin se consiga. Y una vez suprimida la ciencia, podrá florecer en el espacio dejado libre un misticismo cualesquiera o acaso de nuevo la antigua concepción religiosa del Universo. Según la doctrina anarquista no hay, en general, verdad alguna ni conocimiento seguro del mundo exterior. Lo que presentamos como verdad científica no es más que el producto de nuestras propias necesidades, tal como tiene que manifestarse bajo las variables circunstancias exteriores o sea nuevamente ilusiones. En el fondo no hallamos sino lo que necesitamos ni vemos más que lo que queremos ver. No podemos hacer otra cosa. Y como falta el criterio de la verdad, la coincidencia con el mundo exterior, es indiferente cuáles sean nuestras opiniones. Todas son igualmente verdaderas e igualmente falsas. Y nadie tiene derecho a acusar a otros de error.

Para un espíritu nosológicamente orientado podría ser una tentación investigar por qué caminos y mediante qué sofismas consigue el anarquista extraer de la ciencia tales resultados finales. Tropezaría seguramente con situaciones análogas a las que se derivan del conocido ejemplo: Un cretense dice que todos los cretenses son unos mentirosos, etc. Pero no quiero ni puedo adentrarme por este camino. Puedo tan sólo decir que la doctrina anarquista parece tan extraordinariamente superior sólo mientras se refiere a opiniones sobre cosas abstractas, fracasando, en cambio, al primer paso en la vida práctica. Ahora bien: los actos de los hombres son dirigidos por sus opiniones y sus conocimientos; y es el mismo espíritu científico, que especula sobre la estructura del átomo del origen del hombre y es el mismo que proyecta la construcción de un puente. Si realmente fuera indiferente lo que opinemos; si no hubiera conocimientos, los cuales se caracterizan entre nuestras opiniones por su coincidencia con la realidad, podríamos construir puentes de cartón lo mismo que de piedra, inyectar a un enfermo un decigramo de morfina, en vez de un centigramo, y usar los gases lacrimógenos para la anestesia en lugar del éter. Pero también los anarquistas intelectuales rechazarían enérgicamente tales aplicaciones prácticas de su teoría.

La otra oposición es mucho más seria, y al disponerme a examinarla lamento más que nunca la insuficiencia de mi orientación. Supongo que sabéis más que yo de esta cuestión y que habéis tomado ya hace tiempo vuestra decisión por o contra el marxismo. Las investigaciones de Carlos Marx sobre la estructura económica de la sociedad y la influencia de las distintas formas de economía sobre todos los sectores de la vida humana han logrado en nuestra época una indiscutible autoridad. Naturalmente, yo no puedo saber en qué medida aciertan y en qué otra yerran y tengo oído que tampoco es ello cosa fácil para los mejor enterados. Algunas tesis de la teoría marxista me han causado profunda extrañeza, tales como las de que la evolución de las formas sociales sería un proceso natural, y las de que los cambios sobrevenidos en la estratificación social surgen unos de otros en la trayectoria de un proceso dialéctico. No estoy muy seguro de haber comprendido exactamente estas afirmaciones, que, además, no parecen nada «materialistas», sino más bien un residuo de aquella oscura filosofía hegeliana, por cuya escuela pasó también Marx. No sé cómo poder libertarme de mi opinión profana, habituada a referir la estructura de las clases sociales a las luchas que desde el comienzo de la Historia se desarrollan entre hordas humanas, separadas por mínimas diferencias. Pensaba yo que las diferencias sociales fueron originalmente diferencias entre clanes o de raza. Factores psicológicos tales como el exceso de la tendencia agresiva constitucional, o también la coherencia de la organización dentro de la horda, y factores materiales tales como la posesión de armas mejores habrían decidido la victoria. En la convivencia sobre el mismo suelo, los vencedores se hicieron los amos y los vencidos pasaron a ser esclavos. En todo esto no descubrimos nada de leyes naturales ni de evolución [dialéctica] de conceptos; en cambio, se nos evidencia el influjo que el dominio progresivo de las fuerzas naturales ejerce sobre las relaciones sociales de los hombres en cuanto éstos ponen siempre al servicio de su agresión los nuevos medios de poderío conquistados y los utilizan unos contra los otros. La introducción del metal, del bronce y del hierro puso fin a épocas enteras de cultura y a sus instituciones sociales. Creo verdaderamente que la pólvora y las armas de fuego dieron al traste con la hegemonía de la nobleza, y que el despotismo ruso estaba condenado a desaparecer antes de la Gran Guerra, ya que ninguna mezcla de sangre dentro de las familias soberanas de Europa hubiera podido engendrar una dinastía de zares invulnerables a la dinamita.

Creo, incluso, que quizá con la crisis económica actual, consecutiva a la Gran Guerra, no hacemos sino pagar el rescate de nuestra última magna victoria sobre la Naturaleza: la conquista del aire. En efecto, la política de Inglaterra se basaba en la seguridad que le garantizaba el mar en torno suyo. En el momento en que Blériot atravesó en aeroplano el canal de la Mancha, quedó roto el aislamiento protector, y en aquella noche, en que todavía en tiempos de paz y en viaje puramente experimental, voló sobre Londres un zepelín alemán, la guerra contra Alemania fue cosa decidida. Y tampoco debe olvidarse la amenaza de los submarinos.

Me avergüenza casi despachar un tema tan importante y complicado con tan escasas e insuficientes observaciones y sé también que no os he dicho con ellas nada nuevo. Pero mi propósito era tan sólo haceros advertir que la relación de los hombres con el dominio de la Naturaleza, a la cual toman sus armas para la lucha con sus semejantes, tiene forzosamente que influir sobre sus instituciones económicas.

Parece que nos hemos alejado mucho de los problemas de la concepción del Universo, pero no tardaremos en tornar a ellos. La fuerza del marxismo no estriba manifiestamente en su interpretación de la Historia ni en la predicción del porvenir que en ella funda, sino en la perspicacísima demostración de la influencia coercitiva que las circunstancias económicas de los hombres ejercen sobre sus disposiciones intelectuales, éticas y artísticas. Con ello se descubrió toda una serie de relaciones y dependencias totalmente ignoradas hasta entonces. Pero no se puede admitir que los motivos económicos sean los únicos que determinan la conducta de los hombres en la sociedad. Ya el hecho indudable de que razas, pueblos y personas diferentes se conduzcan distintamente en las mismas circunstancias económicas excluye el dominio único de los factores económicos. No se comprende, en general, cómo es posible prescindir de los factores psicológicos en cuanto se trata de reacciones de seres humanos vivos, pues no es sólo que los tales hubieron ya de participar en el establecimiento de aquellas circunstancias económicas, sino que tampoco bajo su régimen pueden hacer los hombres otra cosa que poner en juego sus impulsos instintivos de auto-preservación, su agresividad, su necesidad de amor y su tendencia a conquistar placer y evitar el displacer. En una investigación anterior hemos expuesto la importantísima función del super-yo, que representa la tradición y los ideales del pasado y que opondrá siempre un período de resistencia a los impulsos de una nueva situación económica. Por último, no debemos olvidar que sobre la masa humana, sometida a las necesidades económicas, transcurre también el proceso de la evolución de la cultura -civilización, dicen otros-, el cual es, desde luego, influido por los demás factores, pero seguramente independiente de ellos en su origen, siendo comparable a un proceso orgánico y muy capaz de influir también por su parte sobre los demás factores. Desplaza los fines instintivos y hace que los hombres se rebelen contra lo que hasta entonces les parecía tolerable; también el robustecimiento progresivo del espíritu científico parece ser parte esencial de él. Si alguien pudiera indicar al detalle cómo estos distintos factores, la disposición instintiva, generalmente humana, sus variantes raciales y sus transformaciones culturales, inhiben o fomentan bajo las condiciones de la ordenación social, de la actividad profesional y de las posibilidades adquisitivas; si alguien pudiera hacerlo así, completaría el marxismo, haciendo de él una verdadera ciencia social. Pues tampoco la Sociología, que trata de la conducta del hombre en la sociedad, puede ser otra cosa que Psicología aplicada. En rigor, no hay más que dos ciencias: la Psicología, pura y aplicada, y la Historia Natural.

Con el nuevo atisbo logrado en la amplia significación de las circunstancias económicas surgió la tentación de no abandonar su transformación a la evolución histórica, sino imponerla por medio de la revolución. Con su realización en el bolcheviquismo ruso, el marxismo teórico ha conquistado la energía, la concreción y la exclusividad de una concepción del Universo, pero también, al mismo tiempo, un siniestro parecido con aquello mismo que combate. Siendo originalmente por sí un fragmento de ciencia y fundada su realización en la ciencia y en la técnica, ha creado, no obstante, una prohibición de pensar tan implacable como la de la religión en su tiempo. Ha prohibido toda investigación crítica de la teoría marxista, y las dudas sobre su exactitud son tan castigadas como en tiempos de herejía por la Iglesia católica. Las obras de Marx han tomado, como fuente de una revelación, el lugar de la Biblia y el Corán, aunque no están más libres de contradicciones y oscuridades que aquellos libros sagrados más antiguos.

Y aunque el marxismo práctico ha acabado sin compasión con todos los sistemas idealistas y todas las ilusiones anteriores, ha desarrollado también nuevas ilusiones no menos dudosas e indemostrables que las anteriores. Espera transformar la naturaleza humana en el curso de escasas generaciones, de tal modo que los hombres Ileguen a convivir sin roce alguno en la nueva ordenación social e incluso a dedicarse al trabajo sin necesidad de coerción alguna. Entre tanto, desplaza a otro sector las restricciones de los instintos, inevitables en la sociedad, y orienta hacia el exterior las tendencias agresivas que amenazan a toda sociedad humana, se apoya en Ia hostilidad de los pobres contra los ricos y de los inermes contra los anteriores poderosos. Pero una tal mutación de la naturaleza humana es cosa harto inverosímil. El entusiasmo con que actualmente siguen las masas el estímulo bolchevique, mientras el nuevo orden permanece inacabado y amenazado desde el exterior, no da seguridad ninguna de un futuro en el que llegue a estar sólidamente afirmado y exento de peligros. Lo mismo que la religión, el bolchevismo tiene que compensar a sus creyentes los sufrimientos y las privaciones de la vida presente con la promesa de un más allá mejor en el que no habrá necesidad alguna insatisfecha. Si bien tal paraíso será establecido en la Tierra y se abrirá en época próxima. Pero recordemos que también los judíos, cuya religión no sabe nada de un más allá, han esperado la venida del Mesías y que la Edad Media cristiana creyó repetidamente que el Reino de Dios estaba próximo.

No es dudoso cuál será la respuesta del bolcheviquismo a estas objeciones. Seguramente la que sigue: Mientras los hombres no queden transformados en su naturaleza, es indispensable emplear los medios que hoy actúan sobre ellos. No se puede Ilevarlo a cabo sin una coerción en su educación, sin la prohibición de pensar y la violencia hasta el derramamiento de sangre, y si no se despertaran en ellos aquellas ilusiones, no se los movería a adaptarse a tal compulsión. Si hay alguien que sepa otro medio, puede intentarlo. Con esto quedaríamos derrotados. Por lo menos yo no sabría qué replicar. Confesaría que hubieran impedido emprenderlo, pero no todos piensan como yo. Hay también hombres de acción, inconmovibles en sus condiciones, inaccesibles a la duda, insensibles al dolor de los demás, cuando éstos obstruyen su camino. A tales hombres debemos que Rusia Ileve realmente a cabo, hoy en día, la tentativa de implantar un orden nuevo. En una época en la que grandes naciones proclaman que sólo del mantenimiento de la piedad cristiana esperan su salvación, la revolución soviética se nos muestra -a pesar de todos sus ingratos detalles- como el mensaje de un futuro mejor. Desgraciadamente, ni de nuestras dudas ni de la fanática fe de los otros se desprende indicación alguna sobre el resultado del experimento. El porvenir lo dirá y mostrará, quizá, que el experimento fue iniciado prematuramente y que una modificación capital del orden social carece de probabilidades de éxito, en tanto que nuevos descubrimientos no hayan intensificado nuestro dominio de las fuerzas naturales y facilitado con ello la satisfacción de nuestras necesidades. Sólo entonces se hará posible que un nuevo orden social no sólo excluya la miseria material de las masas, sino que acoja también las aspiraciones culturales del individuo. Y aún así, con las muchas dificultades que lo indómito de la naturaleza humana suscita en toda comunidad social, tendremos que luchar aún mucho tiempo.

Para terminar, me permitiréis que sintetice en pocas palabras lo que me proponía deciros sobre la relación del psicoanálisis con el problema de la concepción del Universo. EI psicoanálisis es, a mi juicio, incapaz de crear una concepción del Universo a ella peculiar. No lo necesita; es un trozo de ciencia y puede agregarse a la concepción científica del Universo. Pero ésta apenas merece nombre tan pomposo, pues no lo concibe todo, está demasiado inacabada y no aspira a concreción ni a la formación de sistemas. El pensamiento científico es aún demasiado joven entre los hombres y no ha podido dominar todavía muchos de los grandes problemas. Una concepción del Universo fundada en la ciencia tiene, fuera de la acentuación del mundo exterior real, rasgos esencialmente negativos, como el sometimiento a la verdad y la repulsa de las ilusiones. Aquellos de nuestros semejantes a quienes no satisfaga este estado de cosas y demanden algo más para su satisfacción momentánea, pueden procurárselo donde lo encuentren. No se lo tomaremos a mal. pero tampoco podemos ayudarlos a ello, ni pensar, en su obsequio, de otro modo.

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