LAS REGLAS DEL MÉTODO SOCIOLÓGICO

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Émile Durkheim

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INTRODUCCIÓN

Hasta ahora, los sociólogos se han preocupado poco de caracterizar y definir el método que aplican al estudio de los hechos sociales. Así sucede que, en toda la obra de Spencer, el problema metodológico no ocupa ningún lugar; porque la Introduction à la Science Sociale, cuyo título podría engañamos, está consagrada a demostrar las dificultades y la posibilidad de la sociología, no a exponer los procedimientos de que debe servirse. Es cierto que Mill se ha ocupado bastante ampliamente de la cuestión (1); pero no ha hecho más que pasar por la criba de su dialéctica lo que Comte había dicho sobre ella, sin añadir a la misma nada verdaderamente personal. Un capítulo del Course de Philosophie Positive, he ahí poco más o menos el único estudio original e importante que poseemos sobre la materia (2).

Por otra parte, esta despreocupación aparente no tiene nada que deba sorprendernos. En efecto, los grandes sociólogos cuyos nombres acabamos de recordar apenas si salen de generalidades sobre la naturaleza de las sociedades, sobre las relaciones del reino social y del reino biológico, sobre la marcha general del progreso; incluso la voluminosa sociología de Spencer no tiene apenas otro objeto que mostrar cómo se aplica la ley de la evolución universal a las sociedades. Ahora bien, para tratar estas cuestiones filosóficas no son necesarios procedimientos especiales y complejos. Basta con pesar los méritos comparados de la deducción y de la inducción y hacer una encuesta sumaria sobre las fuentes más generales de que dispone la investigación sociológica. Pero quedaban sin determinar las precauciones que deben tomarse en la observación de los hechos, la forma en que deben plantearse los principales problemas, el sentido en que debe dirigirse la investigación, las prácticas especiales que pueden permitirle alcanzar sus fines, las reglas que deben presidir el manejo de las pruebas.

Un dichoso conjunto de circunstancias, en primer lugar, es justo decirlo, la iniciativa que ha creado en nuestro favor un curso regular de sociología en la Facultad de Letras de Burdeos, ha permitido consagramos pronto al estudio de la ciencia social y hacer de la misma el objeto de nuestras ocupaciones profesionales, y así hemos podido salir de estas cuestiones demasiado generales y abordar un cierto número de problemas particulares. Nos hemos visto obligados por la fuerza misma de las cosas a hacer un método más definido, en nuestra opinión, más exactamente adaptado a la materia particular de los fenómenos sociales. Son estos resultados de nuestra práctica los que quisiéramos exponer aquí en su conjunto y someter a discusión. Sin duda, están implícitamente contenidos en el libro que hemos publicado recientemente sobre La Division du travail social. Pero nos parece que es interesante separarlos, formularios aparte, acompañando a los mismos sus pruebas e ilustrándolos con ejemplos tomados prestados bien de esta obra, bien de trabajos todavía inéditos. Así se podrá juzgar mejor la orientación que quisiéramos intentar dar a los estudios de sociología.

 

Notas

(1) Systeme de Logique, I.VI, cap. VII-XII.

(2) Véase, Filosofía moral, estudio sobre Comte realizado por Maritan.

 

CAPÍTULO PRIMERO

¿QUÉ ES UN HECHO SOCIAL?

 

El hecho social no se puede definir por su generalidad en el interior de la sociedad. Caracteres distintivos del hecho social: 1º su exterioridad en relación con las conciencias individuales; 2º la acción coercitiva que ejerce, o es susceptible de ejercer, sobre estas mismas conciencias. Aplicación de esta definición a las prácticas constituidas y a las corrientes sociales. Comprobación de esta definición.
Otra manera de caracterizar el hecho social: el estado de independencia. en que se encuentra con relación a sus manifestaciones individuales. Aplicación de esta característica a las prácticas constituidas y a las corrientes sociales. El hecho social se generaliza porque es social, lejos de ser social porque es general. Cómo entra en la primera esta segunda definición.
Cómo entran en esta misma definición los hechos de morfología social. Fórmula general del hecho social.

 

Antes de investigar cuál es el método que conviene para el estudio de los hechos sociales, importa saber cuáles son los hechos a los que así se denomina.

La cuestión es tanto más necesaria cuanto que nos servimos de esta calificación sin precisar mucho. Se la emplea corrientemente para designar casi todos los fenómenos que pasan en el interior de la sociedad, a poco que presenten, con cierta generalidad, algún interés social. Pero de esta manera no hay, por así decirlo, acontecimientos humanos que no puedan llamarse sociales. Todo individuo bebe, duerme, come, razona, y la sociedad tiene gran interés en que estas funciones se ejerzan de un modo regular. Por tanto, si estos hechos fuesen sociales, la sociología no tendría un objeto que le fuese propio y su dominio se confundiría con el de la biología y la psicología.

Pero, realmente, en toda sociedad hay un grupo determinado de fenómenos que se distinguen por caracteres definidos de los que estudian las otras ciencias de la naturaleza.

Cuando yo cumplo mis funciones de padre, esposo, o ciudadano, ejecuto los compromisos que he contraído lleno de deberes que son definidos, fuera de mí y de mis actos, en el derecho y en las costumbres. Aun cuando están de acuerdo con mis propios sentimientos y sienta interiormente su realidad, ésta no deja de ser objetiva; porque no soy yo quien los ha hecho, sino que los he recibido por medio de la educación. ¡Cuántas veces, por otra parte, ocurre que ignoramos los detalles de las obligaciones que nos incumben y que, para reconocerlas, nos es preciso consultar el Código y sus intérpretes autorizados! De la misma manera, hablando de las creencias y prácticas religiosas, el fiel las ha encontrado hechas por completo al nacer; si existían antes que él, es claro que existen fuera de él. El sistema de signos de que me sirvo para expresar mi pensamiento, el sistema de monedas que empleo para pagar mis deudas, los instrumentos de crédito que utilizo en mis relaciones comerciales, las prácticas seguidas en mi profesión, etcétera, funcionan independientemente del uso que yo hago de todo ello. He aquí, por tanto, modos de obrar, pensar y sentir que presentan la notable propiedad de que existen fuera de las conciencias individuales.

Estos tipos de conducta o de pensamiento no solamente son exteriores al individuo, sino que están dotados de un poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le imponen, quiera o no quiera. Sin duda, cuando yo estoy completamente de acuerdo con ellos, esta coacción no se hace sentir o lo hace levemente y por ello es inútil. Pero no deja de ser un carácter intrínseco de estos hechos, y la prueba es que ella se afirma desde el momento en que intento resistir. Si pretendo violar las reglas del derecho, éstas reaccionan contra mí para impedir el acto si llegan a tiempo, o para anularlo y restablecerlo en su forma normal si ya está realizado y es reparable, o para hacerme expiarlo si no puede subsanarse de otra manera. ¿Se trata de máximas puramente morales? La conciencia pública se opone a todo acto que las ofenda mediante la vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que ella dispone. En otros casos, la coacción es menos violenta, pero no deja de existir. Si no me someto a las convenciones del mundo, si al vestirme no tengo en cuenta los usos seguidos en mi país y en mi clase, la risa que provoco, el alejamiento a que se me condena, producen, aunque de una manera atenuada, los mismos efectos que una condena propiamente dicha. Por otra parte, la coacción, aunque sea indirecta, no deja de ser eficaz. Si soy francés no estoy obligado a hablar francés con mis compatriotas, ni a emplear la moneda francesa legal, pero es imposible que obre de otra manera. Si pretendiese escapar a esta necesidad, mi intento fracasaría miserablemente. Si soy un industrial, nada me impide trabajar con los procedimientos y métodos del siglo pasado; pero si lo hago, me arruino sin duda alguna. Aunque, en realidad, puedo liberarme de estas reglas y violarlas con éxito, estoy obligado ineludiblemente a luchar contra ellas para conseguirlo. Aunque al fin son vencidas, hacen sentir su poderosa coacción por la resistencia que ellas oponen. No hay renovador, incluso afortunado, cuyas empresas no choquen con oposiciones de este género.

He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían confundirse con los fenómenos orgánicos, puesto que aquéllos consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, los cuales no tienen existencia más que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la calificación de sociales. Esta calificación les es adecuada, porque está claro que no estando el individuo como su base, no pueden tener otro sustrato que la sociedad, sea la sociedad política en su integridad, sea alguno de los grupos parciales que ella encierra, confesiones religiosas, escuelas políticas, literarias, corporaciones profesionales, etc. Por otra parte, sólo a ellos les es adecuada, porque la palabra social no tiene un sentido definido sino a condición de designar únicamente fenómenos que no entran en ninguna de las categorías de hechos ya constituidos y denominados, Ellos son, por consiguiente, el dominio propio de la sociología. Es cierto que esta palabra de coacción, por la cual los definimos, corre el riesgo de despertar el celo sectario de un individualismo absoluto. Como éste profesa que el individuo es perfectamente autónomo, le parece que se le disminuye todas las veces que se le hace sentir que no depende solamente de sí mismo. Pero puesto que es indiscutible hoy día que la mayor parte de nuestras ideas y tendencias no son elaboradas por nosotros, sino que nos vienen del exterior, no pueden penetrar en nosotros más que imponiéndose; esto es todo lo que significa nuestra definición. Se sabe además que toda coacción social no es necesariamente exclusiva de la personalidad individual  (1).

Sin embargo, como los ejemplos que acabamos de citar (reglas jurídicas, morales, dogmas religiosos, sistemas financieros, etc.) consisten, todos ellos, en creencias o en prácticas constituidas, podría creerse, de acuerdo con lo que precede, que no encontramos hecho social sino allí donde existe una organización definida. Pero hay otros hechos que, sin presentar estas formas cristalizadas, tienen la misma objetividad y el mismo ascendiente sobre el individuo. Es lo que se denomina corrientes sociales. Así, en una asamblea, los grandes movimientos de entusiasmo, indignación o de piedad que se producen no tienen por origen ninguna conciencia particular. Vienen a cada uno de nosotros desde el exterior y son susceptibles de arrastrarnos a pesar de nosotros mismos. Sin duda, puede ocurrir que, abandonándome a ellos sin reserva, no sienta la presión que ejercen sobre mí. Pero esta presión se acusa desde el momento en que intento luchar contra ellos. Que trate un individuo de oponerse a una de estas manifestaciones colectivas y verá cómo los sentimientos que niega se vuelven contra él. Ahora bien, si este poder de coacción externa se afirma con esta claridad en los casos de resistencia, es posible que exista, aun de un modo inconsciente, en los casos contrarios. Entonces somos víctimas de una ilusión que nos hace creer que hemos elaborado lo que nos ha sido impuesto desde el exterior. Pero aunque la complacencia con que nos dejamos arrastrar oculta la coacción sufrida, no la suprime. De la misma manera no deja de ser pesado el aire aunque no sintamos su peso. Aun en el caso de que hayamos colaborado espontáneamente a la emoción común, la impresión que hemos recibido es muy distinta de la que hubiésemos experimentado si hubiéramos estado solos. Además, una vez que la asamblea se ha separado, que han cesado de obrar sus influencias sociales sobre nosotros y una vez que nos encontramos de nuevo solos, los sentimientos que hemos tenido nos hacen el efecto de algo extraño, donde no nos reconocemos. Nos damos cuenta entonces de que los habíamos sufrido en una proporción mayor que aquella en que los habíamos hecho. Ocurre que incluso nos producen horror, tan contrarios son a nuestra naturaleza. Es así como individuos perfectamente inofensivos en su mayoría pueden, reunidos en una muchedumbre, dejarse arrastrar a la realización de atrocidades. Ahora bien, lo que decimos de estas explosiones pasajeras se aplica también a estos movimientos de opinión, más duraderos, que se producen sin cesar a nuestro alrededor, sea en toda la extensión de la sociedad, sea en círculos más restringidos, sobre materias religiosas, políticas, literarias, artísticas, etc.

Es posible, por otra parte, confirmar mediante una experiencia característica esta definición del hecho social; basta con observar la forma en que se educa a los niños. Cuando se contemplan los hechos tales como son y como siempre han sido, salta a la vista que toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niño los modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontáneamente. Desde los primeros años de su vida le obligamos a comer, beber y dormir a horas regulares, le obligamos a ser limpio, a la obediencia, al silencio; más tarde le coaccionamos para que aprenda a tener en cuenta a los demás, a respetar las costumbres y conveniencias, le obligamos a trabajar, etc. Aunque, con el tiempo, deja de sentirse esta coacción, es ella la que da poco a poco nacimiento a costumbres, a tendencias internas que la hacen inútil, pero que no la reemplazan porque se derivan de ellas. Es cierto que, según Spencer, una educación racional debería condenar tales procedimientos y dejar al niño obrar con completa libertad; pero como esta teoría pedagógica no se ha puesto jamás en práctica por ningún pueblo conocido, no constituye más que un desideratum personal, no un hecho que se pueda oponer a los anteriores. Ahora bien, lo que hace a estos últimos particularmente instructivos es que la educación tiene cabalmente por objeto hacer al ser social; se puede ver en ella como resumido de qué modo se ha constituido este ser en la historia. Esta presión de todos los instantes que sufre el niño es la presión misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza, siendo los padres y los maestros nada más que sus representantes e intermediarios.

Por tanto, no es su generalidad lo que puede servir para caracterizar los fenómenos sociológicos. Un pensamiento que se encuentra en todas las conciencias particulares, un movimiento que repiten todos los individuos no son, por ello, hechos sociales. Si nos contentamos con este carácter para definirlos, es que se les ha confundido indebidamente con lo que se podría llamar sus encarnaciones individuales. Lo que los constituye son las creencias, las tendencias, las prácticas del grupo tomado colectivamente; en cuanto a las formas que revisten los estados colectivos reflejándose en los individuos son cosas de otra especie. Lo que demuestra categóricamente esta dualidad de naturaleza es que estos dos órdenes de hechos se presentan muchas veces disociados. En efecto, algunas de estas maneras de obrar o de pensar adquieren, debido a la repetición, una especie de consistencia que las precipita, por así decirlo, y las aísla de los acontecimientos particulares que las reflejan. Toman así un cuerpo, una forma sensible que les es propia y constituyen una realidad sui generis, muy distinta de los hechos individuales que la manifiestan. La costumbre colectiva no existe solamente en estado de inmanencia en los actos sucesivos que ella determina, sino, por un privilegio del que no encontramos ejemplo en el reino biológico, se expresa de una vez para siempre en una fórmula que se repite de boca en boca, que se transmite por la educación, que se fija incluso por escrito. Tal es el origen y la naturaleza de las reglas jurídicas y morales, de los aforismos y los dichos populares, de los artículos de fe en los que las sectas religiosas o políticas condensan sus creencias, de los códigos sobre el buen gusto establecidos por las escuelas literarias, etc. Ninguna de ellas vuelve a ser encontrada, entera del todo, en las aplicaciones que los particulares hacen de ellas, puesto que pueden incluso existir sin ser realmente aplicadas.

Sin duda, esta disociación no se presenta siempre con la misma claridad. Pero basta con que exista de una manera indiscutible en los casos numerosos e importantes que acabamos de recordar, para probar que el hecho social es distinto de sus repercusiones individuales. Por otra parte, aunque no se presta inmediatamente a la observación, puede comprobarse muchas veces con ayuda de ciertos artificios del método; es incluso indispensable proceder a esta operación, si se quiere separar el hecho social de toda mezcla para observarlo en estado de pureza. Así, hay ciertas corrientes de opinión que nos empujan, con intensidad desigual según los tiempos y los países, unas al matrimonio, por ejemplo, otras al suicidio o a una natalidad más o menos fuerte, etc. Son evidentemente hechos sociales. A primera vista, parecen inseparables de las formas que toman en los casos particulares. Pero la estadística nos suministra el medio de aislarlas. En efecto, son expresadas numéricamente, no sin exactitud, para la natalidad, la nupcialidad, los suicidios, es decir, por el número que se obtiene dividiendo la media total anual de matrimonios, nacimientos, muertes voluntarias por el de hombres en estado de casarse, de procrear o de suicidarse (2). Porque, como cada una de estas cifras comprende indistintamente todos los casos particulares, las circunstancias individuales que pueden tener alguna intervención en la producción del fenómeno se neutralizan allí mutuamente y, en consecuencia, no contribuyen a determinarlo. Lo que expresa es un estado determinado del alma colectiva.

He ahí lo que son los fenómenos sociales desembarazados de todo elemento extraño. En cuanto a sus manifestaciones privadas, tienen algo de social, puesto que reproducen en parte un modelo colectivo; pero cada una de ellas depende también, y en gran parte, de la constitución psico-orgánica del individuo, de las circunstancias particulares en que está colocado. No son, por tanto, fenómenos propiamente sociológicos. Se relacionan a la vez con los dos reinos; se les podría calificar de socio-psíquicas. Interesan al sociólogo sin constituir la materia inmediata de la sociología. Se encuentran también en el interior del organismo fenómenos de naturaleza mixta que estudian las ciencias mixtas, como la química biológica.

Pero se dirá: un fenómeno no puede ser colectivo más que si es común a todos los miembros de la sociedad o, por lo menos, a la mayoría de ellos, si es general. Sin duda, pero si es general es porque es colectivo (es decir, más o menos obligatorio), pero en modo alguno es colectivo porque es general. Es un estado del grupo que se repite en los individuos porque se impone a los mismos. Está en cada parte porque está en el todo, pero no está en el todo porque esté en las partes. Esto es sobre todo evidente respecto de las creencias y prácticas que nos son transmitidas por completo hechas por las generaciones anteriores; las recibimos y las adoptamos porque, siendo a la vez una obra colectiva y una obra secular, están investidas de una autoridad particular que la educación nos ha enseñado a reconocer y respetar. Ahora bien, es de notar que la inmensa mayoría de los fenómenos sociales nos llegan por esa vía. Pero aun cuando el hecho social es debido en parte a nuestra colaboración directa, no es de otra naturaleza. Un sentimiento colectivo, que surge en una asamblea, no expresa simplemente lo que había de común entre todos los sentimientos lndividuales. Es algo completamente distinto, como ya hemos mostrado. Es la resultante de la vida común, un producto de acciones y reacciones que se originan entre las conciencias individuales; y si encuentra eco en cada una de ellas, es en virtud de la energía especial que él debe precisamente a su origen colectivo. Si todos los corazones vibran al unísono no es debido a una concordancia espontánea y preestablecida, sino a que una misma fuerza los mueve en idéntico sentido. Cada uno de ellos es arrastrado por todos.

Llegamos, pues, a representamos de una manera precisa el campo de la sociología. No comprende más que un grupo determinado de fenómenos. Un hecho social se reconoce por el poder de coacción externo que ejerce o es susceptible de ejercer sobre los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez sea por la existencia de una sanción determinada, sea por la resistencia que el hecho opone a toda empresa individual que tienda a violarlo. Sin embargo, se le puede definir también por la difusión que presenta en el interior del grupo, a condición de que, siguiendo las observaciones precedentes, se tenga cuidado de añadir como característica segunda y esencial que existe independientemente de las formas individuales que toma al difundirse. Este último criterio es incluso, en ciertos casos, más fácil de aplicar que el anterior. En efecto, la coacción es fácil de comprobar cuando se traduce al exterior por alguna reacción directa de la sociedad, como ocurre con el derecho, la moral, las creencias, las costumbres, incluso con las modas. Pero cuando no es más que indirecta, como la que ejerce una organización económica, no siempre se deja percibir tan claramente. La generalidad combinada con la objetividad pueden ser más fáciles entonces de establecer. Por otra parte, esta segunda definición no es más que otra forma de la primera; porque si una manera de conducirse, que existe fuera de las conciencias individuales, se generaliza, no puede ser más que imponiéndose (3).

Sin embargo, podríamos preguntarnos si esta definición es completa. En efecto, los hechos que nos han suministrado su base son todos ellos maneras de hacer, son de orden fisiológico. Ahora bien, hay también maneras de ser colectivas; es decir, hechos sociales de orden anatómico o morfológico. La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida colectiva. Sin embargo, el número y la naturaleza de las partes elementales de que se compone la sociedad, la forma en que están dispuestas, el grado de cohesión a que han llegado, la distribución de la población sobre la superficie del territorio, el número y la naturaleza de las vías de comunicación, la forma de las viviendas, etc., no parecen, a primera vista, poder relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar.

Pero, en primer lugar, estos diversos fenómenos presentan la misma característica que nos ha servido para definir los otros. Estas maneras de ser se imponen al individuo del mismo modo que las maneras de hacer de que hemos hablado. En efecto, cuando se quiere conocer la forma en que está dividida políticamente una sociedad, de qué se componen estas divisiones, o la fusión más o menos completa que existe entre ellas, no será mediante una inspección material y por medio de observaciones geográficas como podremos conseguirlo, porque estas divisiones son morales, aunque tengan alguna base en la naturaleza física. Es sólo a través del derecho público como es posible estudiar esta organización, porque es este derecho el que la determina, de la misma manera que define nuestras relaciones domésticas y cívicas. Y no es por ello menos obligatoria. Si la población se amontona en nuestras ciudades en lugar de dispersarse por los campos, es porque hay una corriente de opinión, un impulso colectivo que impone a los individuos esta concentración. No podemos elegir ya ni la forma de nuestras casas ni la de nuestros vestidos; por lo menos la una es tan obligatoria como la otra. Las vías de comunicación determinan de una manera imperiosa el sentido en el cual se realizan las migraciones y los cambios interiores, etc. Por consiguiente, todo lo más habría que añadir a la lista de los fenómenos que hemos enumerado, entre los que presentan el signo distintivo del hecho social, una categoría más; y como esta enumeración no tendría nada de rigurosamente exhaustiva, la adición no sería indispensable.

Pero no es, ni siquiera, útil; porque estas maneras de ser no son más que maneras de hacer consolidadas. La estructura política de una sociedad no es sino la manera en que los diferentes sectores que la componen han tomado la costumbre de vivir entre sí. Si sus relaciones son tradicionalmente estrechas, los sectores tienden a confundirse; en el caso contrario, tienden a distinguirse. El tipo de habitación que nos imponen no es otra cosa que la manera en que todos los que nos rodean y, en parte, las generaciones anteriores se han acostumbrado a construir las casas. Las vías de comunicación sólo son el lecho que se ha cavado a sí misma, corriendo en el mismo sentido, la corriente regular de los cambios y migraciones, etc. Sin duda, si los fenómenos de orden morfológico fuesen los únicos que presentaran este carácter fijo, podría creerse que constituían una especie aparte. Pero una regla jurídica es una disposición no menos permanente que un tipo de arquitectura, y, por consiguiente, es un hecho fisiológico. Una simple máxima moral es seguramente más maleable; pero tiene formas mucho más rígidas que una simple costumbre profesional o que una moda. Hay así toda una gaina de matices que, sin solución de continuidad, vincula los hechos más caracterizados de estructura a estas corrientes libres de la vida social que no han sido todavía formadas en ningún molde definido. Es, por lo tanto, que no hay entre ellos más que diferencias en el grado de consolidación que presentan. Los unos y las otras no son más que vida más o menos cristalizada. Sin duda, puede haber interés en reservar el nombre de morfológicos para los hechos sociales que conciernen al sustrato social, pero a condición de no perder de vista que son de la misma naturaleza que los otros. Nuestra definición comprenderá por consiguiente todo lo definido si decimos: Es hecho social toda manera de hacer, fija o no, susceptible de ejercer sobre el individuo una coacción exterior; o también, que es general dentro de la extensión de una sociedad dada a la vez que tiene una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales (4).

 

Notas

(1) Por otra parte, esto no quiere decir que toda coacción sea normal. Volveremos más adelante sobre este punto.

(2) No hay suicidios en cada edad, ni en todas las edades con la misma intensidad. Véase Póldinger, V.: La tendencia al suicidio (Estudio médico-psicológico y médicosociológico. Test de tendencia al suicidio).

(3) Se ve hasta qué punto esta definición del hecho social se aleja de la que sirve de base al ingenioso sistema de Tarde. En primer lugar debemos declarar que nuestras investigaciones no nos han hecho comprobar en ninguna parte esta influencia preponderante que Tarde atribuye a la imitación en la génesis de los hechos colectivos. Además, parece que de la definición precedente, la cual no es una teoría sino un simple resumen de datos inmediatos de la observación, resulta que la imitación no solamente no expresa siempre sino que ho expresa nunca lo que hay de esencial y característico en el hecho social. Sin duda. todo hecho social es imitado, tiene, como acabamos de demostrarlo, una tendencia a generalizarse, pero es porque es social, es decir, obligatorio. Su poder de expansión no es la causa sino la consecuencia de su carácter sociológico. Si todavía los hechos sociales fuesen los únicos en producir esta consecuencia, la imitación podría servir por lo menos para definirlos, aunque no para explicarlos. Pero un estado individual casual no deja por ello de ser individual. Además, se puede uno preguntar si la palabra imitación es la que conviene para designar una propagación debida a una influencia coercitiva. Bajo esta expresión única se confunden fenómenos muy diferentes y que sería necesario distinguir.

(4) Este parentesco estrecho de la vida y la estructura, del órgano y la función puede establecerse fácilmente en sociología, porque entre estos dos términos extremos existe toda una serie de intermediarios inmediatamente observables y que muestra el vínculo entre ellos. La biología no tiene este recurso. Pero está permitido creer que las inducciones de la primera de estas ciencias sobre este tema son aplicables a la otra y que, en los organismos, como en las sociedades, no hay entre estos dos órdenes de hechos más que diferencias de grado.

 

CAPÍTULO SEGUNDO

REGLAS RELATIVAS A LA OBSERVACIÓN DE LOS HECHOS SOCIALES
Regla fundamental: tratar los hechos sociales como cosas.

 

I. Fase ideológica que atraviesan todas las ciencias y en el curso de la cual elaboran nociones vulgares y prácticas, en lugar de describir y explicar las cosas. Por qué se debía prolongar esta fase en sociología todavía más que en las otras ciencias. Hechos tomados prestados de la sociología de Comte, de la de Spencer, en el estado actual de la moral y de la economía política y mostrando que este estado no ha sido todavía rebasado.
Razones para rebasarlo: 1º los hechos sociales deben ser tratados como cosas porque son los datos inmediatos de la ciencia, mientras que las ideas, de las cuales, según se dice, son ellos el desarrollo, no son dadas directamente. 2º Tienen todos los caracteres de la cosa.
Analogía de esta reforma con la que ha transformado recientemente a la psicología. Razones para esperar en el porvenir un progreso rápido de la sociología.
II. Corolarios inmediatos de la regla precedente:
1º Descartar de la ciencia todas las nociones previas. Sobre el punto de vista místico que se opone a la aplicación de esta regla.
2º Manera de constituir el objeto positivo de la investigación: agrupar los hechos según caracteres exteriores comunes. Relaciones del concepto así formado con el concepto vulgar. Ejemplos de los errores a que uno se expone olvidando esta regla o aplicándola mal; Spencer y su teoría sobre la evolución del matrimonio; Garofalo y su definición del delito; el error común que niega una moral a las sociedades inferiores. Que la exterioridad de los caracteres que entran en estas definiciones iniciales no constituya un obstáculo para las explicaciones científicas.
3º Estos caracteres exteriores deben, además, ser lo más objetivo que sea posible. Medio para conseguirlo: captar los hechos sociales por el lado en que se presentan aislados de sus manifestaciones individuales.

 

La regla primera y más fundamental es considerar los hechos sociales como cosas.

I

En el momento en que un orden nuevo de fenómenos deviene objeto de la ciencia, éstos se encuentran representados ya en el espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por una especie de conceptos formados toscamenté. Antes de los primeros rudimentos de la física y la química, los hombres tenían ya sobre los fenómenos físico-químicos nociones que iban más allá de la pura percepción; tales son, p. ej., las que encontramos mezcladas en todas las religiones. Es que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia, que no hace más que servirse de aquélla con más método. El hombre no puede vivir en medio de las cosas sin hacerse ideas sobre las mismas de acuerdo con las cuales regula su conducta. Sólo que, por el hecho de que estas nociones están más cerca de nosotros y más a nuestro alcance que las realidades a que corresponden, tendemos naturalmente a sustituir las últimas por las primeras y a hacer de ellas la materia propia de nuestras especulaciones. En lugar de observar las cosas, de describirlas, de compararlas, nos contentamos con tomar conciencia de nuestras ideas, de analizarlas, de combinarlas. En lugar de una ciencia de realidades, no hacemos más que un análisis ideológico. Sin duda, este análisis no excluye necesariamente toda observación. Es posible apelar a los hechos para confirmar estas nociones o las conclusiones extraídas de ellas. Pero los hechos no intervienen entonces más que de un modo secundario, en calidad de ejemplos o de pruebas confirmatorias; no son el objeto de la ciencia. Ésta va de las ideas a las cosas, no de las cosas a las ideas.

Está claro que este método no podría dar resultados objetivos. En efecto, estas nociones, o conceptos, como se les quiera llamar, no son los sustitutos legítimos de las cosas. Producto de la experiencia vulgar, tienen ante todo por objeto poner nuestras acciones en armonía con el mundo que nos rodea; están formados por la práctica y para ella. Ahora bien, una representación puede hallarse en estado de desempeñar útilmente este papel aun siendo teóricamente falsa. Copérnico ha disipado, al cabo de varios siglos, las ilusiones de nuestros sentidos referentes a los movimientos de los astros; y sin embargo, regulamos todavía la distribución de nuestro tiempo de una manera corriente por estas ilusiones. Para que una idea suscite debidamente los movimientos que reclama la naturaleza de una cosa, no es necesario que exprese fielmente esta naturaleza, sino que basta con que nos haga sentir lo que tiene la cosa de útil o de desventajosa, cómo nos puede servir y cómo nos puede contrariar. Todavía las nociones así formadas no presentan esta exactitud práctica más que de una manera aproximada y solamente en la generalidad de los casos. ¡Cuántas veces son ellas tan peligrosas como inadecuadas! No es, por tanto, elaborándolas de cualquier manera como se logrará alguna vez descubrir las leyes de la realidad. Son, por el contrario, como un velo que se interpone entre las cosas y nosotros y que nos las disfrazan tanto mejor cuanto creemos que son más transparentes.

Tal ciencia sólo puede ser una ciencia frustrada y además carece de materia de la que pueda alimentarse. Tan pronto como existe desaparece, por así decirlo, y se transforma en arte. En efecto, se considera que estas nociones contienen todo lo que hay de esencial en lo real, puesto que se las confunde con lo real. Desde luego, parece que poseen todo lo que es preciso para ponernos en estado no solamente de comprender lo que es, sino de prescribir lo que debe ser y los medios de realizarlo. Porque lo bueno es aquello que es conforme a la naturaleza de las cosas; lo contrario a ellas es malo y los medios para alcanzar lo uno y huir de lo otro se derivan de esta misma naturaleza. Si, por consiguiente, la tenemos de inmediato, el estudio de la realidad presente no tiene ya interés práctico y como es el interés la razón de ser de tal estudio, éste se encuentra en adelante sin un fin en absoluto. La reflexión es así inducida a separarse de lo que es el objeto mismo de la ciencia, a conocer el presente y el pasado para lanzarse de un solo salto al porvenir. En lugar de intentar comprender los hechos adquiridos y realizados, intenta ejecutar inmediatamente otros nuevos más conformes con los fines perseguidos por los hombres. Cuando se cree saber en qué consiste la esencia de la materia, nos ponemos en seguida a la búsqueda de la piedra filosofal. Este colocarse el arte sobre la ciencia, que impide a ésta desarrollarse, es, por otra parte, facilitado por las mismas circunstancias que determinan el despertar de la reflexión científica, porque como no nace más que para satisfacer necesidades vitales, se encuentra por desgracia orientada hacia la práctica. Las necesidades que está llamada a aliviar son siempre apremiantes y, en consecuencia, la urgen a obtener su fin; no reclaman explicaciones, sino remedios.

Esta manera de proceder es tan conforme con la pendiente natural de nuestro espíritu que se la encuentra incluso en el origen de las ciencias físicas. Es la que diferencia la alquimia de la química, la astrología de la astronomía. Bacon caracteriza por ella el método que seguían los sabios de su tiempo y que él combatió. Las nociones de que acabamos de hablar son estas nociones vulgares o prenociones (1) que señala en la base de todas las ciencias (2) donde ellas toman el lugar de los hechos (3). Son estos idola una especie de fantasmas que nos desfiguran el verdadero aspecto de las cosas y que no obstante tomamos nosotros por las cosas mismas. Y es porque tal medio imaginario no ofrece al espíritu ninguna resistencia, por lo que éste, no sintiéndose satisfecho con nada, se entrega a ambiciones sin límite y cree posible construir o, mejor, reconstruir el mundo con sus solas fuerzas y a medida de sus deseos.

Si así ocurre en las ciencias naturales, con mayor razón debería ocurrir lo mismo en la sociología. Los hombres no han esperado el advenimiento de la ciencia social para formarse ideas sobre el derecho, la moral, la familia, el Estado, la sociedad misma; porque no podían pasarse sin ellos para poder vivir. Ahora bien, es sobre todo en sociología donde estas prenociones, utilizando la expresión de Bacon, se encuentran en estado de dominar a los espíritus y sustituir a las cosas. En efecto, los hechos sociales no se realizan más que por los hombres, son producto de la actividad humana. Por tanto, no parecen ser otra cosa que la puesta en práctica de ideas, innatas o no, que llevamos dentro de nosotros, su aplicación a las diversas circunstancias que acompañan a las relaciones de los hombres entre sí. La organización de la familia, del contrato, de la represión, del Estado, de la sociedad aparecen así como un simple desarrollo de las ideas que tenemos sobre la sociedad, el Estado, la justicia, etc. Por consiguiente, parece que estos hechos y sus análogos no tienen realidad más que en y por las ideas que son su germen y que se convierten desde ese momento en la materia propia de la sociología.

Lo que acaba de comprobar esta manera de ver es que, desbordando por todos los lados el detalle de la vida social a la conciencia, ésta no tiene una percepción de ella bastante fuerte para sentir su realidad. No teniendo en nosotros asideros bastante próximos ni suficientemente sólidos, todo ello nos produce con facilidad el efecto de no asirse a nada y de flotar en el vacío, una materia semi-irreal y plástica de un modo indefinido. He ahí por qué tantos pensadores no han visto en los arreglos sociales más que combinaciones artificiales, más o menos arbitrarias. Pero si se nos escapan los detalles, las formas particulares, nosotros nos representamos por lo menos los aspectos más generales de la existencia colectiva de un modo aproximado y tosco, y son precisamente estas representaciones esquemáticas y sumarias las que constituyen las prenociones de que nos servimos para los usos corrientes de la vida. No podemos, por tanto, pensar en poner en duda su existencia, puesto que la percibimos al mismo tiempo que la nuestra. No solamente están ellas en nosotros, sino que, como son un producto de experiencias repetidas, tienen, debido a la repetición y el hábito que de ello resulta, una especie de ascendiente y autoridad. Las sentimos oponerse cuando intentamos liberamos de ellas. Ahora bien, no podemos no considerar como real lo que se opone a nosotros. Todo contribuye, por consiguiente, a hacernos ver en ellas la verdadera realidad social.

En efecto, hasta ahora la sociología ha tratado más o menos exclusivamente no de cosas sino de conceptos. Es verdad que Comte ha proclamado que los fenómenos sociales son hechos naturales sometidos a leyes naturales. Con ello ha reconocido implícitamente su carácter de cosas; porque no hay más que cosas en la naturaleza. Pero cuando, saliendo de estas generalidades filosóficas, intenta aplicar su principio y hacer surgir de él la ciencia que contenía, son las ideas lo que toma como objetos de estudio. En efecto, lo que constituye la materia principal de su sociología es el progreso de la humanidad en el tiempo. Parte de la idea de que hay una evolución continua del género humano que consiste en una relación siempre más completa de la naturaleza humana, y el problema que trata consiste en encontrar el orden de esta evolución. Ahora bien, suponiendo que esta evolución exista, su realidad no puede ser establecida más que una vez hecha la ciencia; no se puede, por tanto, hacer de ella el objeto mismo de la investigación más que si se la plantea como una concepción del espíritu, no como una cosa. Y, en efecto, se trata hasta tal punto de una representación completamente subjetiva que, en realidad, este progreso de la humanidad no existe. Lo que existe, lo único que se da a la observación, son sociedades particulares, que nacen, se desarrollan y mueren independientemente las unas de las otras. Si todavía las más recientes fueran una continuación de las que les han precedido, cada tipo superior se consideraría como la simple repetición del tipo inmediatamente inferior con alguna cosa añadida; se podría entonces poner todas, las unas a continuación de las otras, por así decirlo, confundiendo a las que se encuentran en el mismo estado de desarrollo, y la serie formada de este modo sería considerada como representativa de la humanidad. Pero los hechos no se presentan con esta extraordinaria simplicidad. Un pueblo que reemplaza a otro no es sencillamente una prolongación de este último con algunos caracteres nuevos; es otro, tiene más propiedades, tiene por lo menos otras propiedades; constituye una individualidad nueva, y todas estas individualidades distintas, siendo heterogéneas, no pueden fundirse en una misma serie continua, ni, sobre todo, en una serie única. Porque la secuencia de sociedades no podría ser representada por una línea geométrica; se parece más bien a un árbol cuyas ramas se extienden en sentidos divergentes. En resumen, Comte ha tomado para el desarrollo histórico la noción que tenía de él y que no difiere mucho de la que se hace el vulgo. Vista de lejos, en efecto, la historia toma en verdad este aspecto serial y simple. No nos damos cuenta de que los individuos se suceden unos a otros y marchan todos en la misma dirección porque son de una misma naturaleza, pues, por otra parte, no se concibe que la evolución social sea otra cosa que el desarrollo de alguna idea humana y parece muy natural definirla por la idea que se hacen de ella los hombres. Ahora bien, actuando así, no sólo se permanece en la ideología, sino que se da a la sociología como objeto un concepto que no tiene nada de propiamente sociológico.

Spencer descarta este concepto, pero es para reemplazarlo por otro que no está formado de otra manera. El hace de las sociedades, y no de la humanidad, el objeto de la ciencia; sólo que da de las primeras una definición que hace desvanecer la cosa de que habla para poner en su lugar la prenoción que él tiene. Plantea, en efecto, como proposición evidente, que una sociedad no existe más que cuando a la yuxtaposición se une la cooperación, y que es sólo de esta manera como la unión de individuos se convierte en una sociedad propiamente dicha (4). Después, partiendo de este principio de que la cooperación es la esencia de la vida social, divide las sociedades en dos clases según la naturaleza de la cooperación que domina en ellas. Hay -dice- una cooperación espontánea que se efectúa sin premeditación durante la búsqueda de fines de carácter privado; hay también una cooperación constituida conscientemente que supone la existencia de fines de interés público netamente reconocidos (5). A las primeras les da el nombre de sociedades industriales; a las segundas, el de militares, y se puede decir de esta distinción que es la idea matriz de su sociología.

Pero esta definición enuncia como cosa lo que no es más que una manera de ver del espíritu. Se presenta, en efecto, como la expresión de un hecho inmediatamente visible, y basta la observación para comprobarla, puesto que está formulada desde el principio de la ciencia como un axioma. Y sin embargo, es imposible saber mediante una simple inspección si realmente es la cooperación el todo de la vida social. Tal afirmación no es científicamente legítima más que si se ha comenzado a pasar revista a todas las manifestaciones de la vida colectiva y si se ha hecho ver que todas ellas son formas diversas de cooperación. Por tanto, una vez más es una cierta manera de concebir la realidad social la que sustituye a esta realidad (6). Lo que se define así no es la sociedad, sino la idea que de ella se hace Spencer. Y si éste no tiene ningún escrúpulo en proceder así, es que para él también la sociedad no es ni puede ser más que la realización de una idea, a saber, la misma idea de cooperación por la cual la define (7). Sería fácil mostrar que, en cada uno de los problemas particulares que aborda, su método continúa siendo el mismo. Además, aunque presume de proceder empíricamente, resulta que como los hechos acumulados en su sociología se emplean para ilustrar análisis de nociones más que para describir y explicar cosas, parece que no sólo están presentes en calidad de argumentos. En realidad, todo lo que hay de esencial en su doctrina puede deducirse inmediatamente de su definición de la sociedad y de las diferentes formas de cooperación. Porque si tenemos que elegir sólo entre una cooperación impuesta tiránicamente y una colaboración libre y espontánea, es evidente que esta última es el ideal hacia el que la humanidad tiende y debe tender.

No es sólo en la base de la ciencia donde se encuentran estas nociones vulgares, sino que se las vuelve a encontrar a cada instante en la trama de los razonamientos. En el estado actual de conocimientos, no sabemos con certeza qué es el Estado, la soberanía, la libertad política, la democracia, el socialismo, el comunismo, etc.; por consiguiente, el método querría que se prohibiera todo uso de estos conceptos hasta que no fuesen científicamente constituidos. Y sin embargo, las palabras que los expresan aparecen sin cesar en las discusiones de los sociólogos. Se las emplea corrientemente y con aplomo como si correspondieran a cosas bien conocidas y definidas, mientras que no revelan en nosotros más que nociones confusas, mezclas indistintas de impresiones vagas, de prejuicios y de pasiones. Nos reímos hoy día de los singulares razonamientos que los médicos de la Edad Media formulaban con las nociones de calor, frío, humedad, etc., y no nos damos cuenta de que nosotros continuamos aplicando ese mismo método a un orden de fenómenos menos adecuado que ningún otro debido a su extrema complejidad.

En las ramas especiales de la sociología es todavía más acusado este carácter ideológico.

Éste es especialmente el caso de la moral. Es lícito decir, en efecto, que no hay un solo sistema en que no sea representada como el desarrollo simple de una idea inicial que la contendría por completo en potencia. Los unos creen que esta idea la encuentra el hombre hecha del todo desde su nacimiento; los otros, por el contrario, creen que se forma más o menos lentamente en el curso de la historia. Pero tanto para unos como para otros, para los empiristas como para los racionalistas, ella es todo lo que hay de verdaderamente real en moral. Por lo que se refiere a las reglas jurídicas y morales, no tendrían, por así decirlo, existencia por sí mismas, no serían más que esta noción fundamental aplicada a las circunstancias particulares de la vida y diversificada según los casos. Desde luego, el objeto de la moral no podría ser este sistema de preceptos sin realidad, sino la idea de la que dimanan y de la que ellos no son otra cosa que aplicaciones variadas. Además, todas las cuestiones que se plantea de ordinario la ética no se relacionan con cosas, sino con ideas; lo que se trata de saber es en qué consiste la idea del derecho, la idea de la moral, no cuál es la naturaleza de la moral y del derecho considerados en sí mismos. Los moralistas no han llegado todavía a esta concepción muy simple de que, como nuestra representación de las cosas sensibles procede de estas mismas cosas y las expresa más o menos exactamente, nuestra representación de la moral viene del espectáculo mismo de las reglas que funcionan bajo nuestros ojos y las esboza esquemáticamente; que, por consiguiente, son estas reglas y no la visión sumaria que de ellas tenemos las que forman la materia de la ciencia, lo mismo que la física tiene por objeto los cuerpos tal como existen, no la idea que se ha hecho de ellos el vulgo. Y de ello resulta que se toma por base de la moral lo que no es más que su cima, es decir, la forma en que se prolonga en la cónciencia individual y donde resuena. Y no es solamente en los problemas más generales de la ciencia donde este método se sigue; continúa siendo el mismo en las cuestiones especiales. De las ideas esenciales que el moralista estudia al principio, pasa a las ideas secundarias de familia, patria, responsabilidad, caridad, justicia; pero su reflexión se centra siempre en las ideas.

Y es lo mismo en la economía política. Tiene por objeto, según Stuart Mill, los hechos sociales que se producen principal o exclusivamente con el fin de adquírir riquezas (8). Pero para que los hechos así definidos puedan ser asignados, en cuanto cosas, a la observación del sabio, sería preciso, por lo menos, que fuera posible indicar con qué signo son reconocibles los que satisfacen esta condición. Ahora bien, en los comienzos de la ciencia, no tenemos el derecho de afirmar que existen y estamos muy lejos de saber cuáles son. En efecto, en todo orden de investigaciones, solamente cuando la explicación de los hechos está bastante avanzada es posible establecer que tienen un fin y cuál es este fin. No hay problema más complejo ni menos susceptible de ser resuelto de buenas a primeras. Por consiguiente, nada nos asegura por adelantado que haya una esfera de actividad social en la que el deseo de riquezas desempeñe realmente este papel preponderante. Por tanto, la materia de la economía política, así comprendida, está hecha no de realidades que se puedan mostrar con el dedo, sino de simples posibilidades, de puras concepciones del espíritu; es decir, de hechos que el economista percibe relacionándose con el fin considerado y tales como él los concibe. ¿Se pone, p. ej., a estudiar lo que él llama producción? En primer lugar, cree poder enumerar los principales agentes que contribuyen a la misma y poder estudiarios. Es, por tanto, que no ha reconocido su existencia observando las condiciones de que dependía la cosa que estudia; porque de lo contrario hubiese comenzado por exponer las experiencias de las que ha extraído esta conclusión. Si desde el principio de la investigación, y en algunas palabras, procede a esta clasificación, es que la ha obtenido mediante un simple análisis lógico. Parte de la idea de producción, descomponiéndola, encuentra que implica lógicamente las ideas de fuerzas naturales, de trabajo, de instrumento ode capital y trata a continuación de la misma manera estas ideas derivadas (9).

La más fundamental de todas las teorías económicas, la del valor, está construida evidentemente según este método. Si el valor se estudiase en sí como debe serlo una realidad, se vería en primer lugar al economista indicar en qué se puede reconocer a la cosa designada con este nombre, después clasificarla en especies, investigar por medio de inducciones metódicas en función de qué causas varían, comparar, en fin, estos diversos resultados para desprender de ellos una regla general. Por tanto, la teoría no podría venir más que cuando la ciencia hubiese avanzado bastante. En lugar de esto, la encontramos al principio. Es que, para elaborarla, el economista se contenta con concentrarse en sí mismo, tomar conciencia de la idea que se hace él del valor, es decir, de un objeto susceptible de cambiarse; el economista ve que ella implica la idea de lo útil, de lo raro, etc., y construye su definición con estos productos de su análisis. Sin duda, la confirma mediante algunos ejemplos. Pero cuando se piensa en los innumerables hechos de que semejante teoría debe dar cuenta, ¿cómo se va a conceder el menor valor demostrativo a los hechos, necesariamente muy raros, que son citados tan sólo según el azar de la sugestión?

Además, en economía política como en moral, la parte de la investigación científica es muy restringida; la parte del arte es preponderante. En moral, la parte teórica está reducida a algunas discusiones sobre la idea del deber, del bien y del derecho. Pero estas especulaciones abstractas no constituyen una ciencia, hablando con exactitud, puesto que no tienen por objeto determinar lo que es en realidad la regla suprema de la moralidad, sino lo que debe ser. Igualmente, lo que ocupa mayor lugar en las investigaciones de los economistas es el saber, p. ej., si la sociedad debe ser organizada de acuerdo con las concepciones de los individualistas o con las de los socialistas; si es mejor que el Estado intervenga en las relaciones industriales y comerciales o que las deje enteramente a la iniciativa privada; si el sistema monetario debe ser el monometalismo o el bimetalismo, etc. Las leyes propiamente dichas son en ella poco numerosas; incluso las que suelen llamarse así no merecen este calificativo, no son más que máximas de acción, preceptos prácticos disfrazados. Así está, p. ej., la famosa ley de la oferta y la demanda. No ha sido nunca establecida inductivamente como expresión de la realidad económica. Jamás ninguna experiencia, ninguna comparación metódica se ha instituido para establecer que, en realidad, las relaciones económicas actúan según esta ley. Todo lo que se ha podido hacer, y todo lo que se ha hecho, es demostrar dialécticamente que los individuos deben proceder de ese modo si entienden bien sus intereses, que toda otra manera de obrar les sería perjudicial y que implicaría por parte de los que se prestasen a ella una verdadera aberración lógica. Es racional que las industrias más productivas sean las más investigadas, que los poseedores de los productos más solicitados y más raros los vendan al precio más alto. Pero esta necesidad completamente lógica no se parece en nada a la que presentan las verdaderas leyes de la naturaleza. Éstas expresan las relaciones según las cuales se encadenan realmente los hechos, no la forma en que sería bueno que se encadenaran.

Lo que decimos de esta ley se puede repetir de todas las que la escuela económica ortodoxa califica de naturales y que, por otra parte, no son apenas sino casos particulares de la precedente. Son naturales, si se quiere, en el sentido de que enuncian los medios que parece, o debe parecer natural, hayan de ser utilizados para alcanzar tal hipotético fin; pero no debe dárseles este nombre si por ley natural se entiende toda manera de ser de la naturaleza comprobada inductivamente. No son, en suma, otra cosa que consejos de prudencia práctica y, si ha sido posible presentarlos de un modo más o menos especioso como expresión misma de la realidad, es que con motivo o sin él se ha creído posible suponer que estos consejos eran seguidos efectivamente por la generalidad de los hombres y en la generalidad de los casos.

Y sin embargo los fenómenos sociales son cosas y se les debe tratar como tales. Para demostrar esta proposición no es necesario filosofar sobre su naturaleza, ni discutir las analogías que presentan con los fenómenos de los reinos inferiores. Basta comprobar que son el único datum ofrecido al sociólogo. En efecto, se entiende por cosa todo lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone a la observación. Tratar los fenómenos como cosas es tratarlos en calidad de data que constituyen el punto de partida de la ciencia. Los fenómenos sociales presentan indiscutiblemente este carácter. Lo que se nos da no es la idea que los hombres se hacen del valor, porque ella es inaccesible; son los valores que cambian realmente en el curso de las relaciones económicas. No es tal o cual concepción del ideal moral; es el conjunto de reglas que determinan efectivamente la conducta. No es la idea de la utilidad o de la riqueza; es todo el detalle de la organización económica. Es posible que la vida social no sea más que el desarrollo de estas nociones; pero suponiendo que así sea, estas nociones no son dadas de inmediato. Por consiguiente, no son alcanzables directamente, sino sólo a través de la realidad de fenómenos que las expresan. No sabemos a priori qué ideas se encuentran en el origen de las diversas corrientes entre las cuales se reparten la vida social ni si las hay; solamente después de haberlas remontado hasta sus fuentes sabremos de dónde provienen.

Nos es preciso considerar, pues, los fenómenos sociales en sí mismos, separados de los sujetos conscientes que se los representan; es preciso estudiarlos desde fuera como cosas exteriores; porque es así como se presentan a nosotros. Si esta exterioridad no es más que aparente, la ilusión se disipará a medida que la ciencia avance y se verá, por así decirlo, lo exterior entrar en el interior. Pero no es lícito prejuzgar la solución, y aun cuando finalmente no tengan todos los caracteres intrísecos de la cosa, se les debe tratar al principio como si los tuvieran. Esta regla se aplica, por ello, a la realidad social entera, sin que haya motivo para hacer ninguna excepción. Incluso los fenómenos que más parecían consistir en arreglos artificiales deben considerarse desde este punto de vista. El carácter convencional de una práctica o de una institución no se debe jamás suponer. Si, por otra parte, nos está permitido invocar nuestra experiencia personal, creemos poder asegurar que procediendo de esta manera se tendrá muchas veces la satisfacción de ver los hechos más arbitrarios, en apariencia, presentar enseguida, a una observación más atenta, caracteres de constancia y de regularidad, síntoma de objetividad.

Por lo demás, y de una manera general, lo que se ha dicho antes sobre los caracteres distintivos del hecho social basta para asegurarnos respecto de la naturaleza de esta objetividad y para probar que no es ilusoria. En efecto, se reconoce principalmente una cosa por el signo de que no puede ser modificada por un simple decreto de la voluntad. No es que sea refractaria a toda modificación. Pero para producir un cambio en ella, no basta con quererlo, es preciso además un esfuerzo más o menos laborioso, debido a la resistencia que nos opone y que, por otra parte, no puede siempre ser vencida. Ahora bien, hemos visto que los hechos sociales tienen esta propiedad. Lejos de ser un producto de nuestra voluntad, la determinan desde el exterior; son como moldes en los que tenemos que fundir nuestras acciones. Muchas veces es tan grande esta necesidad que no podemos rehuirla. Pero aun cuando logremos triunfar, la oposición que encontramos basta para advertimos que estamos en presencia de una cosa que no depende de nosotros. Por consiguiente, al considerar los fenómenos sociales como cosas, no haremos más que obrar de acuerdo con su naturaleza.

En definitiva, la reforma que se trata de introducir en sociología es totalmente idéntica a la que ha transformado la psicología en los últimos treinta años. De la misma manera que Comte y Spencer declaran que los hechos sociales son hechos de la naturaleza, sin tratarlos por ello como cosas, las diferentes escuelas empíricas habían reconocido, hacía mucho tiempo, el carácter natural de los fenómenos psicológicos, mientras continuaban aplicándoles un método puramente ideológico. En efecto, los empiristas, no menos que sus adversarios, obraban exclusivamente por introspección. Ahora bien, los hechos que no se observan más que sobre uno mismo son demasiado raros, excesivamente maleables y huidizos, para que puedan imponerse a las nociones respectivas que el hábito ha fijado en nosotros y dictarles su ley. Por tanto, cuando éstos no están sometidos a algún otro control, no hay nada que les haga de contrapeso; en consecuencia, ocupan el lugar de los hechos y constituyen la materia de la ciencia. Tampoco Locke ni Condillac han considerado objetivamente los fenómenos psíquicos. No es la sensación lo que estudian, sino una cierta idea de la sensación. Por ello, aunque hayan preparado el advenimiento de la psicología científica, ésta no ha nacido realmente sino mucho más tarde, cuando se hubo llegado a la concepción de que los estados de conciencia pueden y deben ser considerados desde el exterior, no desde el punto de vista de la conciencia que los percibe. Tal es la gran revolución que se ha realizado en esta clase de estudios. Todos los procedimientos particulares, todos los métodos nuevos con que se ha enriquecido esta ciencia no son otra cosa que medios diversos para realizar más completamente esta idea fundamental. Es este mismo progreso el que todavía tiene que hacer la sociología. Es preciso que pase del estado subjetivo, que todavía no ha superado, a la fase objetiva.

Por otra parte, este paso es menos difícil de dar en sociología que en psicología. En efecto, los hechos psíquicos se dan naturalmente como estados del sujeto, del que no parecen separables. Interiores por definición, parece que no son tratables como exteriores más que violentando su naturaleza. Es preciso no sólo un esfuerzo de abstracción, sino toda una serie de procedimientos y artificios para llegar a considerarlos de esta clase. Por el contrario, los hechos sociales tienen de un modo más natural e inmediato todos los caracteres de la cosa. El derecho existe en los códigos, los movimientos de la vida cotidiana se inscriben en las cifras de la estadística, en los monumentos históricos, las modas en los trajes, los gustos en las obras de arte. En virtud de su misma naturaleza, tienden a constituirse fuera de las conciencias individuales, puesto que las dominan. Por tanto, para verlos bajo su aspecto de cosas, no es necesario torturarles ingeniosamente. Desde este punto de vista, la sociología tiene sobre la psicología una seria ventaja que no ha sido percibida hasta ahora y que debe acelerar su desarrollo. Acaso los hechos sean más difíciles de interpretar porque son más complejos, pero fáciles de alcanzar. La psicología, por el contrario, no sólo encuentra dificultades para elaborarlos, sino para captarlos. Por consiguiente, es lícito creer que, a partir del día en que sea reconocido y practicado unánimente este principio del método sociológico, se verá progresar a la sociología con una rapidez que no haría sospechar la actual lentitud de su desarrollo y reconquistar incluso el avance que la psicología debe únicamente al hecho de ser anterior en el tiempo (10).


II

Pero la experiencia de nuestros predecesores nos ha mostrado que para asegurar la realización práctica de la verdad que acaba de establecerse, no basta con dar una demostración teórica de ella, ni siquiera con penetrarse de ella. El espíritu se siente tan naturalmente inclinado a desconocerla, que se volverá a caer inevitablemente en los antiguos procedimientos si no se le somete a una disciplina rigurosa, cuyas reglas principales, corolarios de la precedente, vamos a formular.

l° El primero de estos corolarios es que: es preciso descartar sistemáticamente todas las nociones previas. No es necesaria una demostración especial de esta regla; se desprende de todo lo que hemos dicho anteriormente. Por otra parte, es la base y fundamento de todo método científico. La duda metódica de Descartes no es, en el fondo, otra cosa que una aplicación de la misma. Si en el momento en que va a fundar la ciencia Descartes se impone la ley de poner en duda todas las ideas que haya recibido anteriormente, es que no quiere emplear más que conceptos elaborados científicamente, es decir, construidos según el método que él instituye; todos los que tengan otro origen deben por ello ser rechazados, provisionalmente al menos. Ya hemos visto que la teoría de los idola de Bacon no tiene otro sentido. Las dos grandes doctrinas que con tanta frecuencia han sido opuestas entre sí concuerdan en este punto esencial. Es preciso, por tanto, que el sociólogo, bien en el momento en que determina el objeto de sus investigaciones, bien en el curso de sus demostraciones, se prohíba resueltamente el empleo de aquellos conceptos que se han formado fuera de la ciencia y para necesidades que no tienen nada de científicas. Es preciso que se libere de estas falsas pruebas que dominan el espíritu del vulgo, que sacuda de una vez para siempre el yugo de estas categorías a las que un prolongado hábito acaba, muchas veces, por volver tiránicas. Si alguna vez la necesidad le obliga a recurrir a ellas, al menos que lo haga teniendo conciencia de su escaso valor, a fin de no llamarlas a representar en la doctrina un papel del que no son dignas.

Lo que hace a esta liberación particularmente difícil en sociología es que el sentimiento se pone muchas veces de su parte. Nos apasionamos, en efecto, por nuestras creencias políticas y religiosas, por nuestras prácticas morales de un modo muy distinto que por las cosas del mundo físico; en consecuencia, este carácter pasional se comunica a la manera en que concebimos y nos explicamos las primeras. Las ideas que nos hacemos de ellas nos subyugan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así una autoridad tal que no soportan la contradicción. Toda opinión que se les oponga es considerada como enemiga. ¿Que una proposición no está de acuerdo con la idea que se tiene del patriotismo o de la dignidad individual? Queda entonces repudiada sean cuales fueren las pruebas en que se basa. No es lícito admitir que sea cierta; se le opone una delicada negativa y la pasión, para justificarse, no tarda en sugerir razones que se encuentran fácilmente decisivas. Estas nociones pueden incluso tener tal prestigio que no toleran ni siquiera el examen científico. El solo hecho de someterlas, así como a los fenómenos que expresan, a un frío análisis, altera a ciertos espíritus. Cualquiera que se dedique a estudiar la moral desde el exterior, y como una realidad exterior, parece a estos seres delicados carente de sentido moral, de la misma manera que el viviseccionista le parece al vulgo falto de la sensibilidad común. Muy lejos de admitir que estos sentimientos dependen de la ciencia, es a ellos a los que se cree que debemos dirigirnos para hacer la ciencia de las cosas con la que se relacionan. ¡Desgracia -escribe un elocuente historiador de las religiones-, desgracia la del sabio que aborda las cosas de Dios sin tener en el fondo de su conciencia, en lo más recóndito de su ser, donde duerme el alma de los antecesores, un santuario desconocido del que se eleva por instantes un perfume de incienso, un verso de salmo, un grito doloroso o triunfal que de niño ha lanzado al cielo en persecución de sus hermanos y que le vuelve a poner en súbita comunicación con los profetas de otros tiempos! (11).

No podríamos alzarnos nunca con demasiada fuerza contra esta doctrina mística que -como todo misticismo- no es en el fondo más que un empirismo disfrazado, que niega toda ciencia. Los sentimientos cuyo objeto está constituido por las cosas sociales no poseen ningún privilegio sobre los demás, porque no tienen otro origen. Se han formado, ellos también, históricamente; son producto de la experiencia humana, pero de una experiencia confusa y desorganizada. No se deben a no sé qué anticipación trascendental de la realidad, sino que son la resultante de toda clase de impresiones y de emociones acumuladas sin ningún orden, al azar de las circunstancias, sin una interpretación metódica. Muy lejos de traernos claridades superiores a las claridades racionales, están hechos exclusivamente de estados fuertes, es cierto, pero turbios. Concederles semejante preponderancia es dar la supremacía a las facultades inferiores de la inteligencia sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia más o menos oratoria. Una ciencia hecha de esta manera no puede satisfacer más que a los espíritus que prefieren pensar más con su sensibilidad que con su entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a los análisis luminosos y llenos de paciencia de la razón. El sentimiento es el objeto de la ciencia, no el criterio de la verdad científica. Por otra parte, no hay ciencia que, en sus comienzos, no haya tropezado con resistencias análogas. Hubo un tiempo en que los sentimientos relativos a las cosas del mundo físico, al tener ellos mismos un carácter religioso o moral, se oponían con no menos fuerza al establecimiento de las ciencias físicas. Se puede entonces creer que, perseguido de ciencia en ciencia, terminará este prejuicio por desaparecer de la sociología, su último retiro, pará dejar el terreno libre al sabio.

2° Pero la regla precedente es completamente negativa. Enseña al sociólogo a escapar del imperio de las nociones vulgares, para volver su atención hacia los hechos; pero no dice la forma en que debe captar estos últimos para hacer de ellos un estudio objetivo.

Toda investigación científica se centra en un grupo determinado de fenómenos que responden a una misma definición. La primera tarea del sociólogo debe ser por ello definir las cosas de que él trata a fin de que se sepa -y lo sepa él también- cuál es el problema. Es ésta la condición primera y más indispensable de toda prueba; una teoría, en efecto, sólo es controlable cuando se sabe reconocer los hechos de que ella debe dar cuenta. Además, puesto que por esta definición inicial se constituye el objeto mismo de la ciencia, éste será, o no será, una cosa, según la forma en que se haga esta definición.

Para que sea objetiva, es preciso evidentemente que no exprese los fenómenos en función de una idea del espíritu, sino de las propiedades que le son inherentes. Es preciso que los caracterice por un elemento integrante de su naturaleza, no por su conformidad con una noción más o menos ideal. Ahora bien, en el momento en que la investigación va tan sólo a comenzar, cuando los hechos no han sido sometidos todavía a ninguna elaboración, los únicos caracteres suyos que se pueden alcanzar son aquellos que se hallan bastante exteriores para ser visibles inmediatamente. Los que están situados más profundamente son sin duda más esenciales; su valor explicativo es más alto, pero son desconocidos en esta fase de la ciencia y no se pueden anticipar más que si se sustituye la realidad por alguna concepción del espíritu. Es por ello entre los primeros donde se debe buscar la materia de esta definición fundamental. Por otra parte, está claro que esta definición deberá comprender, sin excepción ni distinción alguna, todos los fenómenos que presentan estos mismos caracteres; porque nosotros no tenemos ninguna razón ni medio de elegir entre ellos. Entonces estas propiedades son todo lo que sabemos de lo real; por consiguiente, deben determinar preferentemente la manera en que se deben agrupar los hechos. No poseemos ningún otro criterio que pueda suspender, aunque sea parcialmente, los efectos del precedente. De aquí se deriva la siguiente regla: no tomar jamás por objeto de las investigaciones más que un grupo de fenómenos previamente definidos por ciertos caracteres exteriores que les son comunes e incluir en la misma investigación a todos los que respondan a esta definición. Comprobamos, p. ej., la existencia de un cierto número de actos que presentan, todos ellos, este carácter exterior, y que una vez realizados determinan por parte de la sociedad esta reacción particular que se denomina pena. Hacemos de ellos un grupo sui generis, al cual imponemos una rúbrica común; llamamos delito a todo acto castigado y hacemos del delito así definido el objeto de una ciencia especial, la criminología. De la misma manera, observamos en el interior de todas las sociedades conocidas la existencia de una sociedad parcial, reconocible por el signo exterior de que está formada de individuos consanguíneos, en su mayor parte, y que están unidos entre sí por vínculos jurídicos. Hacemos con los hechos que con ella se relacionan un grupo especial al que damos un nombre particular; son los fenómenos de la vida doméstica. Llamamos familia a todo agregado de este género y hacemos de la familia así definida el objeto de una investigación especial que no ha recibido todavía una denominación determinada en la terminología sociológica. Cuando más tarde se pase de la familia en general a los diferentes tipos familiares, se aplicará la misma regla. Cuando se aborde, p. ej., el estudio del clan, o de la familia matriarcal, o de la familia patriarcal, se empezará por definirlas de acuerdo con el mismo método. El objeto de cada problema, general o particular, debe ser considerado de conformidad con el mismo principio.

Procediendo de esta manera, el sociólogo, desde los primeros pasos, pone pie inmediatamente en la realidad. En efecto, la forma en que los hechos son clasificados no depende de él, de la formación particular de su espíritu, sino de la naturaleza de las cosas. El signo que les hace figurar en tal o cual categoría puede ser mostrado a todo el mundo, reconocido por todos, y las afirmaciones de un observador son controlables por los demás. Es verdad que la noción así constituida no siempre encaja o incluso no se adapta generalmente a la noción común. Es evidente, por ejemplo, que para el sentido común los hechos del pensamiento libre o los atentados a la etiqueta, tan regular y severamente castigados en muchas sociedades, no son considerados como delitos ni siquiera en lo que respecta a estas sociedades. De la misma manera, un clan no es una familia en la acepción usual de la palabra. Pero no importa, porque no se trata simplemente de descubrir un medio que nos permita encontrar con seguridad los hechos a los que se aplican las palabras del idioma corriente y las ideas que representan. Lo que se necesita es constituir con todas las piezas conceptos nuevos, apropiados a las necesidades de la ciencia y expresados con ayuda de una terminología especial. No es, en modo alguno, que el concepto vulgar sea inútil para el sabio; sirve de indicador. Gracias a él somos informados de que existe en alguna parte un conjunto de fenómenos que son reunidos bajo una misma denominación y que, por consiguiente, deben tener probablemente caracteres comunes; incluso, como no existe jamás sin haber tenido algún contacto con los fenómenos, nos indica a veces, a grandes rasgos, en qué dirección deben ser investigados. Pero como está burdamente formado, es muy natural que no coincida exactamente con el concepto científico, instituido con motivo del repetido concepto vulgar (12).

Por muy evidente e importante que sea esta regla, no es apenas observada en sociología. Precisamente porque se trata en ella de cosas de las que hablamos sin cesar, como la familia, la propiedad, el delito, etc., le parece muchas veces inútil al sociólogo dar una definición previa, rigurosa. Estamos acostumbrados de tal modo a servirnos de estas palabras, que vuelven en todo momento durante las conversaciones y parece inútil precisar el sentido en que las tomamos. Nos referimos simplemente a la noción común. Ahora bien, ésta es muchas veces ambigua. Esta ambigüedad hace que se reúnan bajo un mismo nombre y en una misma explicación cosas muy diferentes en realidad. De ahí provienen confusiones inexplicables. Así, existen dos clases de uniones monogámicas: unas de hecho, otras de derecho. En las primeras el marido no tiene más que una mujer aunque jurídicamente pueda tener varias; en las segundas, le está legalmente prohibido ser polígamo. La monogamia de hecho se encuentra en muchas especies animales y en ciertas sociedades inferiores, no en estado esporádico, sino con la misma generalidad que si estuviese impuesta por la ley. Cuando la población está dispersa sobre una vasta superficie, la trama social es muy floja y, en consecuencia, los individuos viven los unos aislados de los otros. Desde luego, cada hombre intenta procurarse una mujer y una sola, porque en este estado de aislamiento le es difícil tener varias. La monogamia obligatoria, por el contrario, sólo se observa en las sociedades más elevadas. Estas dos especies de sociedades conyugales tienen, por tanto, una significación muy diferente, y sin embargo, sirve la misma palabra para designarlas; porque se dice corrientemente que ciertos animales son monógamos, aunque no haya en ellos nada que se asemeje a una obligación jurídica. Ahora bien, Spencer, al abordar el estudio del matrimonio, emplea la palabra monogamia, sin definirla, en su sentido usual y equívoco. Resulta de ello que la evolución del matrimonio le parece que presenta una anomalía incomprensible, puesto que cree observar la forma superior de la unión sexual desde las primeras fases del desarrollo histórico, mientras que esta unión parece más bien desaparecer en el peñodo intermedio para reaparecer en seguida. Y de todo ello concluye que no hay relación regular entre el progreso social en general y el avance progresivo hacia un tipo perfecto de vida familiar. Una definición oportuna hubiese evitado este error (13).

En otros casos se tiene mucho cuidado de definir el objeto sobre el que va a recaer la investigación; pero en lugar de comprender en la definición y agrupar bajo la misma rúbrica todos los fenómenos que tienen las mismas propiedades exteriores, se hace entre ellos una selección. Se eligen algunos, una especie de élite, que se consideran como los únicos que tienen derecho a poseer estos caracteres. En cuanto a los otros, se estima que han usurpado estos signos distintivos y no se les tiene en cuenta. Pero es fácil prever, que de esta manera no se puede obtener más que una noción subjetiva y truncada. En efecto, esta eliminación no se puede hacer más que de acuerdo con una idea preconcebida, puesto que en el comienzo de la ciencia ninguna investigación ha podido establecer todavía la realidad de esta usurpación, en el supuesto de que sea posible. Los fenómenos elegidos sólo han sido conservados porque eran, más que los otros, conformes con la concepción ideal que uno se hacía de esta clase de realidad. Por ejemplo, Garofalo, al comienzo de su Criminologie, demuestra muy bien que el punto de partida de esta ciencia debe ser la noción sociológica del delito (14). Sólo que, para constituir esta noción, no compara indistintamente todos los actos que en los diferentes tipos sociales han sido reprimidos con penas regulares, sino solamente algunos de ellos, a saber, los que ofenden la parte media e inmutable del sentido moral. En cuanto a los sentimientos morales que han desaparecido a lo largo de la evolución, no le parecen fundados en la naturaleza de las cosas más que por la sencilla razón de que no han logrado mantenerse; en consecuencia, los actos que han sido reputados como criminales porque los violaban, cree que han debido esta denominación tan sólo a circunstancias accidentales más o menos patológicas. Pero es en virtud de un concepto completamente personal de la moralidad como procede a esta eliminación. Parte de la idea de que la evolución moral, tomada en su misma fuente o en sus inmediaciones, arrastra toda clase de escorias e impurezas que ella elimina progresiva e inmediatamente y que hoy sólo ha logrado desembarazarse de todos los elementos adventicios que primitivamente turbaban su curso. Pero este principio no es ni un axioma evidente, ni una verdad demostrada; no es más que una hipótesis a la que nada justifica. Las partes variables del sentido moral no están menos fundadas en la naturaleza de las cosas que las partes inmutables; las variaciones por las que han pasado las primeras testimonian solamente que son las cosas las que han variado. En zoología, las formas especiales de las especies inferiores no son consideradas menos naturales que las que se repiten en todos los grados de la escala animal. De la misma manera, los actos llamados delitos por las sociedades primitivas, y que han perdido esta denominación, son realmente criminales con relación a esas sociedades, lo mismo que lo son aquellos que continuamos reprimiendo hoy día. Los primeros corresponden a las condiciones cambiantes de la vida social, los últimos, a las condiciones constantes; pero no son los unos más artificiales que los otros.

Hay más, aunque estos actos hubieran revestido indebidamente el carácter criminológico, no debería separárseles radicalmente de los otros; porque las formas mórbidas de un fenómeno no son de otra naturaleza que las normales y, por consiguiente, es necesario observar tanto las primeras como las últimas para determinar esta naturaleza. La enfermedad no se opone a la salud; son dos variedades del mismo género que se iluminan mutuamente. Es ésta una regla reconocida hace tiempo y practicada en biología y en psicología, y que el sociólogo no está menos obligado a respetar. A menos que se admita que un mismo fenómeno pueda ser debido ya a una causa, ya a otra -es decir, a menos de negar el principio de causalidad-, las causas que imprimen a un acto, aunque de una manera anormal, el signo distintivo del delito, no podrían diferir en especie de las que producen normalmente el mismo efecto; se distinguen solamente en grado o también porque no actúan dentro del mismo conjunto de circunstancias. El delito anormal es entonces todavía un delito y debe, en consecuencia, entrar en la definición del delito. Entonces, ¿qué ocurre?, pues que Garofalo toma por el género lo que no es otra cosa que la especie o incluso una simple variedad. Los hechos a los que se aplica su fórmula de criminalidad sólo representan una ínfima minoría entre los que debería comprender; porque no es aplicable a los delitos religiosos, ni a los delitos contra la etiqueta, el ceremonial, la tradición, etc., los cuales, si bien han desaparecido de nuestros Códigos modernos, llenan, por el contrario, todo el derecho penal de las sociedades anteriores.

Es esta misma falta de método lo que hace que ciertos observadores nieguen a los salvajes toda clase de moralidad (15). Parten de la idea de que nuestra moral es la moral; ahora bien, es evidente que es desconocida de los pueblos primitivos o que no existe en ellos más que en estado rudimentario. Pero esta definición es arbitraria. Apliquemos nuestra regla y todo cambia. Para decidir si un precepto es moral o no, debemos examinar si presenta o no el signo exterior de la moralidad; este signo consiste en una sanción represiva difusa, es decir, en una condena de la opinión pública que vengue toda violación del precepto. Todas las veces que estemos en presencia de un hecho que presente este carácter, no podremos, con justicia, negarle la calificación de moral; porque ésta es la prueba de que tal hecho es de la misma naturaleza que los demás hechos morales. Ahora bien, reglas de este género no solamente se encuentran en las sociedades inferiores, sino que son más numerosas que en las sociedades civilizadas. Una multitud de actos que actualmente quedan abandonados a la libre apreciación del individuo eran entonces impuestos obligatoriamente. Así vemos a qué errores conduce el no definir o el definir mal (16).

Pero se dirá, ¿el definir los fenómenos por sus caracteres aparentes no es atribuir a las propiedades superficiales una especie de preponderancia sobre los atributos fundamentales, no es, mediante una inversión del orden lógico, hacer reposar las cosas sobre la cúspide y no sobre la base? Así ocurre que, cuando se define el delito por la pena, se expone uno casi inevitablemente a ser acusado de querer derivar el delito de la pena o, siguiendo una cita muy conocida, a ver en el cadalso la fuente de la vergüenza, no en el acto expiado. Pero el reproche reposa en una confusión. Puesto que la definición cuya regla acabamos de dar está colocada al comienzo de la ciencia, no podría tener por objeto expresar la esencia de la realidad; debe sólo ponernos en condiciones de llegar a ella posteriormente. Tiene como única función hacernos tomar contacto con las cosas, y como éstas no pueden ser captadas por el espíritu sino desde fuera, es por sus exteriores como los expresa. Pero con eso él no los aclara; suministra únicamente el primer punto de apoyo necesario para nuestras explicaciones. Desde luego, no es la pena la que hace al delito, pero es por ella como se nos revela exteriormente y, por consiguiente, es de ella de donde tenemos que partir si queremos llegar a comprenderlo.

La objeción no estaría fundada más que si estos caracteres exteriores fueran al mismo tiempo accidentales, es decir, si no estuviesen vinculados a las propiedades fundamentales. En efecto, en estas condiciones la ciencia, después de haberlos señalado, no tendría ningún medio de ir más lejos; no podría descender más abajo en la realidad, puesto que no habría ninguna relación entre la superficie y el fondo. Pero a menos que el principio de causalidad no sea más que una vana palabra, cuando unos caracteres determinados se encuentran de una manera idéntica y sin ninguna excepción en todos los fenómenos de un cierto orden, se puede tener la seguridad de que ellos se relacionan estrechamente con la naturaleza de estos últimos y que son solidarios de ellos. Si un grupo dado de actos presenta igualmente esta particularidad de que va ligada a ellos una sanción penal, es que existe un vínculo íntimo entre la pena y los atributos constitutivos de estos actos. Por consiguiente, por superficiales que sean, estas propiedades muestran perfectamente al sabio, siempre que hayan sido observadas metódicamente, el camino que debe seguir para penetrar más en el fondo de las cosas, son el anillo primero e indispensable de la cadena que la ciencia desenrollará a continuación en el curso de sus explicaciones.

Puesto que es por medio de la sensación como nos es dado el exterior de las cosas, podemos decir, en resumen: la ciencia, para ser objetiva, debe partir no de conceptos que se han formado sin ella, sino de la sensación. Es de los datos sensibles de los que debe tomar prestados los elementos de sus definiciones iniciales. Y en efecto, basta representarse en qué consiste la tarea de la ciencia para comprender que no puede proceder de otra manera. Ella tiene necesidad de conceptos que expresen adecuadamente las cosas tales como son, no tales como le conviene concebir a la práctica. Ahora bien, los que están constituidos al margen de su acción no responden a esta condición. Es preciso, por tanto, que cree nuevos conceptos y para ello que, descartando las nociones comunes y las palabras que las expresan, vuelva hacia la sensación, materia prima necesaria de todos los conceptos. Es de la sensación de donde se desprenden las ideas generales, verdaderas o falsas, científicas o no. El punto de partida de la ciencia o conocimiento especulativo no podría ser otro que el del conocimiento vulgar o práctico. Es solamente más allá, es decir, en la forma en que es elaborada después esta materia común, donde empiezan las divergencias.

3° Pero la sensación es fácilmente subjetiva. También es preceptivo en las ciencias naturales descartar los datos sensibles que sean demasiado personales para el observador para retener exclusivamente los que presentan un grado suficiente de objetividad. Es así como el médico sustituye las vagas impresiones que producen la temperatura o la electricidad por la representación visual de las oscilaciones del termómetro o del electrómetro. El sociólogo debe observar las mismas precauciones. Los caracteres exteriores en función de los cuales define el objeto de sus investigaciones deben ser lo más objetivos posible.

Se puede afirmar en principio que los hechos sociales son tanto más susceptibles de ser representados objetivamente cuanto más desprendidos están de los hechos individuales que los manifiestan.

En efecto, una sensación es tanto más objetiva cuanto mayor fijeza tiene el objeto a que ella se refiere; porque la condición de toda objetividad es la existencia de un punto de referencia, constante e idéntico, al cual se pueda referir la representación y que permita, eliminar todo lo que tiene ésta de variable y subjetivo. Si los mismos puntos de referencia que se nos dan son variables, si son continuamente diversos con relación a sí mismos, toda medida común es defectuosa y no tenemos ningún medio de distinguir en nuestras impresiones lo que depende del exterior de lo que les llega desde nosotros. Ahora bien, la vida social, en tanto en cuanto no ha conseguido aislarse de los acontecimientos particulares que la encarnan para constituirse aparte, posee cabalmente esta propiedad, porque, como estos acontecimientos no tienen siempre, en todo momento, la misma fisonomía, y como es inseparable de ellos, le comunican su movilidad. Consiste entonces en corrientes libres que están perpetuamente en vías de transformación y que la mirada del observador no consigue fijar. Es decir, que es éste el lado por donde el sabio puede abordar el estudio de la realidad social. Pero sabemos que presenta la particularidad de que, sin dejar de ser ella misma, es susceptible de cristalizarse. Fuera de los actos individuales que suscitan, las costumbres colectivas se expresan bajo formas definidas, reglas jurídicas, morales, dichos populares, hechos de estructura social, etc. Como estas formas existen de una manera permanente, como no cambian con las diversas aplicaciones que se hace de ellas, constituyen un objeto fijo, una marca constante que está siempre al alcance del observador y que no deja lugar a las impresiones subjetivas y a las observaciones personales. Una regla de derecho es lo que es y no hay dos maneras distintas de percibirla. Puesto que, por otra parte, estas prácticas no son más que la vida social consolidada, es legítimo, salvo indicaciones en sentido contrario (17), estudiar la última a través de las primeras.

Por consiguiente, cuando el sociólogo emprende la exploración de un orden cualquiera de hechos sociales, debe esforzarse por considerarlos desde el plano en que se presentan aislados de sus manifestaciones individuales. De acuerdo con este principio es como hemos estudiado la solidaridad social, sus diversas formas y su evolución a través del sistema de normas jurídicas que las expresan (18). De la misma manera, si se intenta distinguir y clasificar los diferentes tipos familiares según las descripciones literarias que nos dan de ellos los viajeros, y a veces los historiadores, se expone uno a confundir las especies más diversas, a unir los tipos más lejanos. Si, por el contrario, se toma como base de esta clasificación la constitución jurídica de la familia y, de un modo más especial, el derecho de sucesión, se tendrá un criterio objetivo que, sin ser infalible, evitará muchos errores (19). ¿Se quieren clasificar las diferentes clases de delitos? Entonces nos esforzaremos por reconstituir las maneras de vivir, las costumbres profesionales de los diferentes mundos del delito y se encontrarán tantos tipos criminológicos como formas diferentes presente esta organización. Para conocer las costumbres, las creencias populares, se recurrirá a los proverbios, a los dichos que las expresan. Sin duda alguna, procediendo así, se deja provisionalmente fuera de la ciencia la materia concreta de la vida colectiva y, sin embargo, por cambiante que ella sea, no tenemos derecho a postular a priori su ininteligibilidad. Pero si se quiere seguir una vía metódica, es preciso establecer los primeros cimientos de la ciencia sobre terreno firme, no sobre arena movediza. Es preciso abordar el reino social por los lugares en que ofrece más facilidades a la investigación científica. Sólo después de esto será posible seguir más adelante en la investigación y, por medio de trabajos progresivos de acercamiento, encerrar poco a poco esta realidad huidiza que el espíritu humano acaso no podrá jamás captar completamente.

 

Notas

(1) Norum organum, 1, 26.

(2) Ibíd., 1, 17.

(3) Ibíd., 1, 36.

(4) Sociol. Tr. fr. III, 331, 332.

(5) Sociol. III, 332.

(6) Concepción, por otra parte, controvertible. (V. Division du travail social, 11, 2, § 4).

(7) La cooperación no podría existir sin sociedad, y es el fin para el cual existe una sociedad. (Principes de Sociol., III, 332).

(8) Systeme de Logique, III, pág. 496.

(9) Este carácter resulta de las mismas expresiones empleadas por los economistas. Se trata continuamente de una cuestión de ideas, idea de la utilidad. del ahorro. de la inversión, del gasto. (V. Gide: Principes d'économie politique, lib. III, cap. 1, § 1; cap. II, § 1; cap. III, § 1).

(10) Es cierto que la mayor complejidad de los hechos sociales hace que su ciencia sea más difícil. Pero, en compensación, precisamente porque la sociología es la última que ha llegado, se encuentra en condiciones de aprovecharse de los progresos realizados por las ciencias inferiores y de instruirse en su escuela. Esta utilización de las experiencias realizadas no puede por menos de acelerar su desarrollo.

(11) Darmesteter, J.: Les prophetes d'Israel, pág. 9.

(12) En la práctica se parte siempre del concepto vulgar y de la palabra vulgar. Se investiga si, entre las cosas que denota confusamente esta palabra, hay algunas que presenten caracteres exteriores comunes. Si las hay y si el concepto formado por la agrupación de los hechos así reunidos coincide, si no totalmente, lo que es raro, sí al menos en su mayor parte, con el concepto vulgar, se podrá continuar designando el primero con la misma palabra que el segundo y conservando en la ciencia la expresión empleada en el lenguaje corriente. Pero si la separación es demasiado considerable, si la noción común confunde una pluralidad de nociones distintas, se impone la creación de términos nuevos y especiales.

(13) Es esta misma ausencia de definición la que ha hecho decir a veces que la democracia se encontraba igualmente al comienzo y al fin de la historia. La verdad es que la democracia primitiva y la de hoy son muy diferentes entre sí.

(14) Criminologie. pág. 2.

(15) Lubbock, V.: Les Origines de la civilisation, cap. VIII. Se dice de un modo todavía más general y no menos falso que las religiones antiguas son amorales o inmorales. La verdad es que tienen su moral peculiar.

(16) A este respecto será muy ilustrativa la lectura del excelente trabajo de Malinowski, La vida sexual de los salvajes.

(17) Sería preciso, p. ej., tener motivos para creer que en un momento dado el derecho no expresa ya el estado verdadero de las relaciones sociales para que esta sustitución no fuese legítima.

(18 V. Division du travail social, I, 1.

(19) Cf. nuestra Introduction a la Sociologie de la famille, en Annales de la Faculté des Lettres de Bordeaux, año 1889.

 

CAPÍTULO TERCERO

REGLAS RELATIVAS A LA DISTINCIÓN DE LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO

 

Utilidad teórica y práctica de esta distinción. Es preciso que sea científicamente posible para que la ciencia pueda servir para la dirección de la conducta.
1º Examen de los criterios empleados corrientemente: el dolor no es el signo distintivo de la enfermedad, porque él forma parte del estado de salud; ni la disminución de las probabilidades de sobrevivir, porque a veces es producida por hechos normales (vejez, parto, etc.) y no procede necesariamente de la enfermedad; además, este criterio es inaplicable la mayoría de las veces, sobre todo en sociología.
La enfermedad distinguida del estado de salud como lo anormal de lo normal. El tipo medio o específico. Necesidad de tener en cuenta la edad para determinar si el hecho es normal o no.
Cómo coincide esta definición de lo patológico en general con el concepto corriente de la enfermedad: lo anormal es lo accidental; por qué lo anormal, en general, constituye al ser en estado de inferioridad.
2º Utilidad que hay en comprobar los resultados del método precedente buscando las causas de la normalidad del hecho, es decir, de su generalidad. Necesidad que hay de proceder a esta comprobación cuando se trata de hechos que se relacionan con sociedades que no han terminado su historia. Por qué no se puede emplear este segundo criterio más que a título complementario y en segundo lugar. Enunciado de las reglas.
3º Aplicación de estas reglas a algunos casos, especialmente a la cuestión del delito. Por qué es un fenómeno normal la existencia de criminalidad. Ejemplos de los errores en que se cae cuando no se siguen estas reglas. La ciencia incluso se vuelve imposible.

 

La observación, conducida de acuerdo con las reglas precedentes, confunde dos órdenes de hechos, muy desiguales en ciertos aspectos: los que son todo lo que deben ser y los que deberían ser de otra manera de como son, los fenómenos normales y los fenómenos patológicos. Hemos visto que incluso era necesario incluirlos igualmente en la definición con que debe comenzar toda investigación. Pero si en ciertos aspectos son de la misma naturaleza, no dejan por ello de constituir dos variedades diferentes que conviene distinguir. ¿Dispone la ciencia de medios que permitan hacer esta distinción?

La cuestión es de la mayor importancia; porque de la solución que se le conceda depende la idea que nos hagamos del papel que corresponde a la ciencia, sobre todo a la ciencia del hombre. De acuerdo con una teoría, cuyos partidarios se reclutan en las escuelas más diversas, la ciencia no nos enseñaría nada respecto de lo que debemos querer. No conoce, se dice, más que hechos que tienen, todos ellos, el mismo valor y el mismo interés; los observa, los explica, pero no los juzga; para ella no hay nada que sea censurable. El bien y el mal no existen según ella. Nos puede decir cómo las causas producen sus efectos, no qué fines se deben perseguir. Para saber, no ya lo que es, sino lo que es deseable, es preciso recurrir a las sugestiones de lo inconsciente, lIámesele como se quiera, sentimiento, instinto, impulso vital, etc. La ciencia, dice un escritor ya citado, puede muy bien iluminar el mundo, pero deja la noche en los corazones; es al corazón al que corresponde encender su propia luz. La ciencia se encuentra así destituida, o casi destituida, de toda eficacia práctica y, por consiguiente, no tiene mucha razón de ser; porque ¿de qué sirve trabajar para conocer lo real, si el conocimiento que adquirimos no puede servirnos en la vida? ¿Se dirá que, al revelarnos las causas de los fenómenos, nos suministra los medios de producirlos a nuestro antojo y, por ello, de realizar los fines que persigue nuestra voluntad por razones supracientíficas? Pero todo medio es, en sí mismo, un fin; porque para ponerlo en práctica es preciso quererlo como el fin cuya realización prepara ese medio. Hay siempre varios caminos que llevan a un fin dado; por tanto, hay que elegir entre ellos. Ahora bien, si la ciencia no puede ayudarnos en la elección del mejor fin, ¿cómo podría enseñarnos cuál es el camino mejor para conseguirlo? ¿Por qué nos iba a recomendar el camino más rápido con preferencia al más económico, el más seguro antes que el más sencillo, o a la inversa? Si no puede guiarnos en la determinación de los fines superiores, no será menos impotente cuando se trate de estos fines secundarios y subordinados, llamados medios.

Es verdad que el método ideológico permite eludir este misticismo y, por otra parte, es el deseo de eludirlo el que contribuye, en parte, a la persistencia de este método. Los que lo han practicado eran, en efecto, demasiado racionalistas para admitir que la conducta humana no tuviese necesidad de ser dirigida por la reflexión; y sin embargo, no veían en los fenómenos, tomados en sí mismos e independientemente de todo acto subjetivo, nada que permitiese clasificarlos de acuerdo con su valor práctico. Parecía entonces que el único medio de juzgarlos fuese relacionarlos con algún concepto que los dominase; desde luego, el empleo de nociones que presidieran la comprobación de los hechos en lugar de derivar de ellos se volvía indispensable en toda sociología racional. Pero sabemos que en estas condiciones la práctica se hace reflexiva y que la reflexión así empleada no es científica.

El problema que acabamos de plantear va a permitirnos reivindicar el derecho de la razón sin caer en la ideología. En efecto, para las sociedades como para los individuos, la salud es buena y deseable; la enfermedad, por el contrario, es una cosa mala que debe ser evitada. Si entonces encontramos un criterio objetivo, inherente a los hechos mismos, que nos permita distinguir científicamente la salud de la enfermedad en los diversos órdenes de fenómenos sociales, la ciencia se encontrará en condiciones de iluminar la práctica mientras continúa fiel a su propio método. Sin duda, como ella no logra ahora alcanzar al individuo, no puede suministrarnos más que indicaciones generales que no se pueden diversificar de un modo conveniente más que si entra directamente en contacto con lo particular mediante la sensación. El estado de salud, tal como ella lo puede definir, no convendría exactamente a ningún sujeto individual, puesto que no puede ser establecido más que con relación a las circunstancias más comunes, de las que todo el mundo se aparta más o menos; pero no deja de ser un punto de referencia precioso para orientar a la conducta. Del hecho de que haya que adaptarlo después a cada caso especial, no se sigue que no haya ningún interés en conocerlo. Por el contrario, es la norma que debe servir de base a todos nuestros razonamientos prácticos. En estas condiciones, ya no se tiene el derecho de decir que el pensamiento es inútil a la acción. Entre la ciencia y el arte ya no hay un abismo, sino que se pasa de la una al otro sin solución de continuidad. Es verdad que la ciencia no puede descender a los hechos más que por medio del arte, pero el arte no es más que la prolongación de la ciencia. Todavía nos podemos preguntar si la insuficiencia práctica de esta última no debe ir disminuyendo a medida que las leyes que ella establece vayan expresando de una manera cada vez más completa la realidad individual.


1

El sufrimiento es considerado vulgarmente como el índice de la enfermedad, y es cierto que, en general, existe una relación entre estos dos hechos, pero una relación que carece de constancia y precisión. Hay graves enfermedades que no son dolorosas, mientras que molestias sin importancia, como las que resultan de la introducción de un pequeño trozo de carbonilla en el ojo, causan un verdadero suplicio. Incluso, en algunos casos, es la ausencia de dolor, o más aún, el placer, los que son síntomas de la enfermedad. Hay cierta falta de vulnerabilidad que es patológica. En circunstancias en que un hombre sano sufriría, ocurre que el neurasténico experimenta una sensación de alegría cuya naturaleza mórbida es indiscutible. A la inversa, el dolor acompaña a muchos estados, como el hambre, la fatiga, el parto, que son fenómenos puramente fisiológicos.

¿Diremos que la salud, que consiste en un favorable desarrollo de las fuerzas vitales, se reconoce por la perfecta adaptación del organismo a su medio, y llamaremos, por el contrario, enfermedad a todo lo que turbe esta adaptación? Pero en primer lugar -tendremos que volver sobre este punto más adelante- no está del todo demostrado que cada estado del organismo este en correspondencia con algún estado externo. Además, y aun cuando este criterio fuese verdaderamente distintivo del estado de salud, tendría necesidad de otro criterio para poder ser reconocido; porque sería necesario, en todo caso, decirnos de acuerdo con qué principio se puede decidir que tal forma de adaptarse es más perfecta que tal otra.

¿Es acaso según la forma en que la una y la otra afectan a nuestras probabilidades de sobrevivir? La salud sería el estado de un organismo en que sus posibilidades son máximas y la enfermedad, por el contrario, todo lo que tiene por efecto disminuirlas. No hay la menor duda, en efecto, de que, en general, la enfermedad tiene por consecuencia una debilitación del organismo. Sólo que ella no es la única que produce este resultado. Las funciones de reproducción, en ciertas especies inferiores, llevan consigo fatalmente la muerte, e incluso en las especies más elevadas dan lugar a riesgos. Sin embargo, son normales. La vejez y la infancia tienen los mismos efectos; porque el viejo y el niño son más accesibles a las causas de destrucción. ¿Son entonces enfermedades y no hay que admitir otro tipo sano que el del adulto? ¡He ahí el dominio de la salud y de la fisiología singularmente reducido! Si, por otra parte, la vejez es por sí misma una enfermedad, ¿cómo distinguiremos al viejo sano del viejo enfermo? Siguiendo el mismo punto de vista, habrá que clasificar la menstruación entre los fenómenos mórbidos; porque, por las molestias que determina, aumenta la propensión de la mujer a la enfermedad. ¿Cómo calificar, sin embargo, de enfermo un estado cuya ausencia o cuya desaparición prematura constituyen indiscutiblemente un fenómeno patológico? Se razona sobre esta cuestión como si, en un organismo sano, cada detalle, por así decirlo, tuviese un papel útil que desempeñar; como si cada estado interno respondiese exactamente a alguna condición externa y, por ello, contribuyese a asegurar por su parte el equilibrio vital y a disminuir las posibilidades de muerte. Por el contrario, es legítimo suponer que ciertos arreglos anatómicos funcionales no sirven directamente a nada, sino que son sencillamente porque son, dadas las condiciones generales de vida. Por tanto, no se les podría tachar de mórbidos; porque la enfermedad es, ante todo, alguna cosa evitable que no está implicada en la constitución regular del ser vivo. Ahora bien, puede ocurrir que, en lugar de fortificar al organismo, disminuyan su fuerza de resistencia y, por consiguiente, aumenten los riesgos mortales.

Por otra parte, no es seguro que la enfermedad tenga siempre el resultado en función del cual se la quiere definir. ¿No hay cierto número de afecciones que son demasiado ligeras para que podamos atribuirles una influencia sensible sobre las bases vitales del organismo? Incluso entre las más graves, hay algunas cuyas consecuencias no tienen nada de molesto, si sabemos luchar contra ellas con las armas que tenemos. El enfermo del estómago que sigue un buen tratamiento puede vivir tantos años como el hombre sano. No hay duda que está obligado a cuidarse; pero ¿no estamos todos igualmente obligados a ello, o se puede conservar la vida de otra manera? Cada uno de nosotros tiene su higiene; la del enfermo no se parece en nada a la que practica la generalidad de los hombres de su tiempo y de su medio; pero es la única diferencia que hay entre ellos desde este punto de vista. La enfermedad no nos deja siempre desamparados, en un estado de inadaptación irremediable, nos obliga solamente a adaptarnos de otra manera que la mayor parte de nuestros semejantes. ¿Quién nos dice incluso que no existan enfermedades que, finalmente, no resulten útiles? La viruela que inoculamos con la vacuna es una verdadera enfermedad que nosotros nos proporcionamos voluntariamente, y, sin embargo, aumenta nuestras probabilidades de sobrevivir. Quizás haya muchos otros casos en que la molestia causada por la enfermedad sea insignificante al lado de las inmunidades que confiere.

En fin, y sobre todo, este criterio es inaplicable la mayoría de las veces. Es posible establecer muy bien, en rigor, que la mortalidad más baja que se conoce se encuentre en tal grupo determinado de individuos; pero no es demostrable que no podría haberla más baja. ¿Quién nos dice que no son posibles otros arreglos que tendrían por efecto disminuirla todavía? Este minimum de hecho no es entonces la prueba de una adaptación perfecta ni, en consecuencia, el índice sobre el estado de salud, si se le relaciona con la definición precedente. Además, un grupo de esta naturaleza es muy difícil de constituir y aislar de todos los demás, como sería necesario para que se pudiese observar la constitución orgánica, de la cual él goza por un privilegio y es la causa supuesta de esta superioridad. A la inversa, si bien cuando se trata de una enfermedad cuyo desenlace es generalmente mortal, es evidente que las probabilidades que tiene el ser de sobrevivir están disminuidas, la prueba es singularmente difícil cuando la enfermedad no ocasiona inmediatamente la muerte. No hay, en efecto, más que una manera objetiva de probar que seres colocados en condiciones definidas tengan menos probabilidades de sobrevivir que otros y esta prueba es hacer ver que, en realidad, la mayor parte de ellos viven menos tiempo. Ahora bien, si en los casos de enfermedades puramente individuales esta demostración es posible con frecuencia, en sociología es completamente imposible. Porque no tenemos aquí el punto de referencia de que dispone el biólogo; a saber, la cifra de mortalidad media. No podemos ni siquiera distinguir con cierta aproximación en qué momento nace una sociedad y en qué momento muere. Todos estos problemas que, incluso en biología, distan mucho de estar resueltos, se hallan todavía envueltos en el misterio para el sociólogo. Por otra parte, los acontecimientos que se producen en el curso de la vida social y que se repiten casi idénticamente en todas las sociedades del mismo tipo son mucho más variados para que sea posible determinar en qué medida puede haber contribuido uno de ellos a acelerar el desenlace final. Cuando se trata de individuos, como son muy numerosos, se puede elegir a los que se va a comparar, de manera que no tengan en común más que una sola anomalía y la misma anomalía; ésta se encuentra de este modo aislada de todos los fenómenos concomitantes y, por ello, se puede estudiar la naturaleza de su influencia sobre el organismo. Si, p. ej., un millar de reumáticos, por muestreo al azar, presentan una mortalidad sensiblemente superior a la media, hay motivos para atribuir este resultado al reumatismo. Pero en sociología, como cada especie social no tiene más que un pequeño número de individuos, el campo de comparaciones es demasiado restringido para que sean demostrativos los agrupamientos de esta clase.

Ahora bien, a falta de esta prueba de hecho, no hay otro recurso posible que los razonamientos deductivos, cuyas conclusiones no pueden tener otro valor que el que ofrecen las presunciones subjetivas. Se demostrará no que tal acontecimiento debilita realmente el organismo social, sino que debe producir este efecto. Para ello, se hará ver que no puede dejar de llevar consigo tal o cual consecuencia que se juzga fastidiosa para la sociedad y, por ello, se le declara mórbido. Pero suponiendo que engendre, en efecto, esta consecuencia, puede ocurrir que los inconvenientes que presente sean compensados, con mucho, por ventajas que no se perciben. Además, sólo hay una razón que pueda permitirnos calificar de funesta esta consecuencia, y es que perturba el desarrollo normal de las funciones. Pero tal prueba supone que el problema está ya resuelto; porque no es posible más que si se ha determinado previamente en qué consiste el estado normal y, por consiguiente, si se sabe mediante qué signo se le puede reconocer. ¿Intentaremos construirlo en su integridad y a priori? No es necesario mostrar lo que puede valer tal construcción. Vemos cómo sucede que en sociología, como en historia, los mismos acontecimientos son calificados, según los sentimientos personales de los sabios, de saludables o de desastrosos. Así ocurre sin cesar que un teórico incrédulo señala, en los restos de fe que sobreviven al hundimiento general de las creencias religiosas, un fenómeno mórbido, mientras que, para el creyente, es la propia incredulidad la que constituye hoy día la gran enfermedad social. De la misma manera, para el socialista, la organización económica actual es un hecho de teratología social, mientras que para el economista ortodoxo, son precisamente las tendencias socialistas las que merecen por excelencia el calificativo de patológicas. Y cada uno encuentra en apoyo de su opinión silogismos que considera bien fundados.

El defecto común de todas estas definiciones es que quieren alcanzar prematuramente la esencia de los fenómenos. Además, suponen la existencia de proposiciones que, ciertas o no, no pueden ser probadas más que si la ciencia se halla ya suficientemente avanzada. Por tanto, se trata de observar la regla que hemos establecido anteriormente. En lugar de pretender de buenas a primeras determinar las relaciones del estado normal y de su contrario con las fuerzas vitales, busquemos sencillamente algún signo exterior, perceptible de inmediato, pero objetivo, que nos permita reconocer y distinguir estos dos órdenes de hechos.

Todo fenómeno sociológico, como todo fenómeno social, es susceptible, permaneciendo esencialmente el mismo, de revestir formas diferentes según los casos. Ahora bien, entre estas formas las hay de dos clases. Unas son generales en toda la extensión de la especie; se encuentran, si no en todos los individuos, al menos en la mayor parte de ellos, y si no se repiten de la misma manera en todos los casos en que se observan, sino que varían de un sujeto a otros, estas variaciones están comprendidas entre límites muy aproximados: Hay otras, por el contrario, que son excepcionales; no sólo no se encuentran más que en la minoría, sino que allá donde se producen ocurre con frecuencia que no duran toda la vida del individuo. Son una excepción tanto en el tiempo como en el espacio (1). Estamos, por tanto, en presencia de dos variedades distintas de fenómenos, que deben ser designadas con palabras diferentes. Llamaremos normales a los hechos que presenten las formas más generales y daremos a los otros el nombre de mórbidos o de patológicos. Si se conviene en nombrar tipo medio al ser esquemático que se constituiría uniendo en un mismo todo, en una especie de individualidad abstracta, los caracteres más frecuentes en la especie con sus formas más frecuentes, se podrá decir que el tipo normal se confunde con el tipo medio y que toda desviación con relación a esta marca de la salud es un fenómeno mórbido. Es verdad que el tipo medio no podría determinarse con la misma nitidez que un tipo individual, puesto que sus atributos constitutivos no son absolutamente fijos, sino que son susceptibles de variar. Pero que puede ser constituida es lo que no se puede poner en duda, puesto que es la materia inmediata de la ciencia, porque se confunde con el tipo genérico. Lo que estudia el fisiólogo son las funciones del organismo medio y lo mismo pasa con el sociólogo. Una vez que se sabe reconocer las especies sociales y distinguirlas -no tratamos la cuestión con más amplitud- es siempre posible encontrar cuál es la forma más general que presenta un fenómeno en una especie determinada.

Se ve que un hecho no puede calificarse de patológico más que con relación a una especie dada. Las condiciones de la salud y la enfermedad no son definibles in abstracto y de una manera absoluta. La regla no es controvertida en biología; jamás se le ha ocurrido a nadie que lo que es normal para un molusco lo sea también para un vertebrado. Cada especie tiene su salud peculiar, porque posee su tipo medio que le es propio, y la salud de las especies más bajas no es menor que la de las más elevadas. El mismo principio se aplica a la sociología, aunque sea muchas veces olvidado. Es preciso renunciar a la costumbre, todavía muy extendida, de juzgar una institución, una práctica, una máxima moral, como si fuesen buenas o malas en sí mismas y por sí mismas para todos los tipos sociales indistintamente.

Puesto que el punto de referencia con relación al cual se puede juzgar el estado de salud o de enfermedad varía con las especies, puede variar también para una sola y para la misma especie, si ésta llega a cambiar. Es así como, desde el punto de vista puramente biológico, lo que es normal para el salvaje no lo es siempre para el civilizado y recíprocamente (2). Hay sobre todo un orden de variaciones que debemos tener en cuenta porque se producen de un modo regular en todas las especies; son las que se refieren a la edad. La salud del viejo no es la del adulto, de la misma manera que ésta no es la del niño; y ocurre lo mismo en las sociedades (3). Por tanto, un hecho social no puede llamarse normal para una especie social determinada más que con relación a una fase, igualmente determinada, de su desarrollo; por consiguiente, para saber si tiene derecho a esta denominación, no basta con observar bajo qué forma se presenta en la generalidad de las sociedades que pertenecen a esta especie, es preciso además tener cuidado de considerarlas en la fase correspondiente de su evolución.

Parece que nos limitábamos sencillamente a una definición de palabras; porque no hemos hecho nada más que agrupar los fenómenos de acuerdo con sus semejanzas Y sus diferencias e imponer nombres a los grupos así formados. Pero en realidad los conceptos que hemos constituido así, aunque tienen la gran ventaja de ser identificables por caracteres objetivos Y fácilmente perceptibles, no se alejan de la noción que nos formamos comúnmente de la salud y de la enfermedad. La enfermedad, en efecto, ¿no es concebida por todo el mundo como un accidente que la naturaleza del ser vivo lleva consigo, sin duda alguna, pero que ella no engendra de ordinario? Es lo que los filósofos antiguos expresaban al decir que ella no se deriva de la naturaleza de las cosas, que es el producto de una especie de contingencia inmanente de los organismos. Tal concepción es seguramente la negación de toda ciencia; porque la enfermedad no tiene nada que sea más milagroso que la salud; está fundada igualmente en la naturaleza de los seres. Sólo que no está fundada en su naturaleza normal; no está implicada en su temperamento ordinario ni ligada a las condiciones de existencia de que los seres dependen generalmente. A la inversa, para todo el mundo, el tipo de la salud se confunde con el de la especie. No se puede incluso concebir, sin contradicción, una especie que por sí misma y en virtud de su constitución fundamental, estuviese irremediablemente enferma. Ella es la norma por excelencia y, por consiguiente, no podría contener nada que fuese anormal.

Es verdad que, corrientemente, se entiende también por salud un estado preferible en general a la enfermedad. Pero esta definición está contenida en la anterior. Si, en efecto, los caracteres cuya concurrencia forma el tipo normal han podido generalizarse en una especie, ello no es sin motivo. Esta generalidad es un hecho que tiene que ser explicado y que, para ello, reclama una causa. Ahora bien, esa generalidad sería inexplicable si las formas de organización más extendidas no fuesen también las más avanzadas, al menos en su conjunto. ¿Cómo hubieran podido mantenerse en una variedad tan grande de circunstancias si no pusieran al individuo en condiciones de resistir mejor las causas de destrucción? Por el contrario, si las otras son más raras, es evidente que, en la generalidad de los casos, los sujetos que las presentan tienen más dificultades para sobrevivir. La frecuencia mayor de las primeras es por tanto la prueba de su superioridad (4).


2

Esta última observación nos da incluso un medio de controlar los resultados del método precedente.

Puesto que la generalidad que caracteriza exteriormente a los fenómenos normales es un fenómeno explicable, hay lugar a intentar explicarla, una vez que ha sido establecida directamente por la observación. Sin duda, se puede tener la seguridad por adelantado de que no carece de causa, pero es mejor saber exactamente cuál es esta causa. El carácter normal del fenómeno será, en efectó, más indiscutible si se demuestra que el signo exterior que lo había revelado al principio no es puramente aparente, sino que está fundado en la naturaleza de las cosas; si, en una palabra, se puede erigir esta normalidad de hecho en una normalidad de derecho. Esta demostración, por lo demás, no consistirá siempre en hacer ver que el fenómeno es útil al organismo, aunque así sea frecuentemente por las razones que acabamos de decir; pero puede ocurrir también, como hemos observado anteriormente, que un arreglo, ordenamiento o coordinación, sea normal sin servir para nada, simplemente porque está implicado de un modo necesario en la naturaleza del ser. Así, acaso fuera útil que el parto no determinase trastornos tan violentos en el organismo femenino; pero ello es imposible. Por consiguiente, la normalidad del fenómeno se explicará solamente por el hecho de que esté unido a las condiciones de existencia de la especie considerada bien como un efecto mecánicamente necesario de estas condiciones, bien como un medio que permita a los organismos adaptarse a ellas (5).

Esta prueba no es simplemente útil a título de control. No hay que olvidar, en efecto, que si hay interés en distinguir lo normal de lo anormal, es principalmente con el fin de iluminar la práctica. Ahora bien, para obrar con conocimiento de causa, no basta con saber lo que debemos querer, sino por qué debemos quererlo. Las proposiciones científicas relativas al estado normal serán aplicables más inmediatamente a los casos particulares cuando ellas vayan acompañadas de sus razones; porque entonces se podrá reconocer mejor en qué casos conviene modificarlas al aplicarlas y en qué sentido.

Hay incluso circunstancias en que esta comprobación es rigurosamente necesaria, porque si se empleara sólo el primer método podría inducir a error. Es lo que ocurre a los períodos de transición en que toda la especie está a punto de evolucionar sin haberse fijado todavía definitivamente bajo una forma nueva. En este caso el único tipo normal que sea realizado desde ahora y expresado en los hechos es el del pasado, y sin embargo no está ya en relación con las nuevas condiciones de existencia. Un hecho puede persistir así en toda la extensión de la especie, aunque ya no responda a las exigencias de la situación. Por consiguiente, ya no hay más que las apariencias de la normalidad; porque la generalidad que presenta no es ya más que una etiqueta engañosa, puesto que no manteniéndose más que por la fuerza ciega del hábito, ella ya no es indicio de que el fenómeno observado está ligado estrechamente a las condiciones generales de la existencia colectiva. Esta dificultad es, por otra parte, peculiar de la sociología. No existe, por así decirlo, para el biólogo. En efecto, es muy raro que las especies animales necesiten tomar formas imprevistas. Las únicas modificaciones normales por las que ellas pasan son aquellas que se reproducen regularmente en cada individuo, principalmente bajo la influencia de la edad. Por lo tanto, son conocidas o pueden serlo, puesto que se hallan ya realizadas en una multitud de casos; en consecuencia, se puede saber en cada momento del desarrollo del animal, e incluso en los períodos de crisis, en qué consiste el estado normal. Ocurre así todavía en sociología para las sociedades que pertenecen a las especies inferiores. Porque como muchas de ellas han cubierto ya todo el camino, la ley de su evolución normal está, o puede ser, establecida. Pero cuando se trata de sociedades más elevadas y más recientes, esta ley es desconocida por definición, puesto que ellas no han recorrido todavía toda su historia. El sociólogo puede encontrarse así perplejo para saber si un fenómeno es o no normal, ya que le falta todo punto de referencia.

Saldrá de su perplejidad obrando como acabamos de decir. Después de haber establecido mediante la observación que el hecho es general, rastreará las condiciones que han determinado esta generalidad en el pasado e investigará a continuación si se dan todavía esas condiciones en el presente o si, por el contrario, han cambiado. En el primer caso tendrá derecho a tratar el fenómeno como normal y, en el segundo, a negarle este carácter. Por ejemplo, para saber si el estado económico actual de los pueblos europeos, con la ausencia de organización (6) que les caracteriza, es o no anormal, se investigará lo que, en el pasado, ha dado nacimiento al mismo. Si estas condiciones son todavía aquellas en que nuestras sociedades están colocadas, es que esta situación es normal a pesar de las protestas que origine. Pero si ocurre, por el contrario, que está ligada a esta vieja estructura social que hemos calificado en otra parte de segmentaria (7) y que, después de haber sido el esqueleto esencial de las sociedades, va esfumándose cada vez más, deberá llegarse a la conclusión de que constituye ahora un estado mórbido, por universal que ella sea. De acuerdo con el mismo método se deberán resolver todas las cuestiones controvertidas de este género, como las que se refieren a saber si el debilitamiento de las creencias religiosas, o si el desarrollo de los poderes del Estado son o no fenómenos normales (8).

Sin embargo, este método no podría en ningún caso sustituir al precedente, ni siquiera ser empleado el primero. En primer lugar, plantea cuestiones de las que tendremos que hablar más adelante, que sólo pueden ser abordadas cuando se está ya bastante avanzado en la ciencia; porque implica, en suma, una explicación casi completa de los fenómenos, ya que da por determinadas bien sus causas o bien sus funciones. Ahora bien, importa que desde el principio de la investigación se puedan clasificar los hechos en normales y anormales, bajo reserva de algunos casos excepcionales, a fin de poder asignar a la fisiología su dominio y a la patología el suyo. Luego, para que un hecho se considere útil o necesario a fin de calificarlo como normal, hemos de relacionarlo con el tipo normal. De otra forma, se podría demostrar que la enfermedad se confunde con la salud, puesto que deriva necesariamente del organismo afectado por ella; sólo con el organismo medio no sostiene la misma relación. De la misma manera, la aplicación de un remedio útil al enfermo podría pasar por un fenómeno normal, mientras que es evidentemente anormal, porque es solamente en circunstancias anormales cuando tal aplicación tiene esta utilidad. Por lo tanto, no nos podemos servir de este método más que si el tipo normal ha sido constituido anteriormente y no puede haberlo sido más que por algún otro procedimiento. En fin y especialmente, si es cierto que todo lo que es normal es útil, a menos que sea necesario, es falso que todo lo que es útil sea normal. Podemos estar bien seguros de que los estados que se han generalizado en la especie son más útiles que los que han quedado como excepcionales; no de que ellos sean los más útiles que existen o puedan existir. No tenemos ningún motivo para creer que se han ensayado todas las combinaciones posibles en el curso de la experiencia y, entre las que no han sido jamás realizadas, pero que son concebibles, puede haberlas que sean más ventajosas que las que nosotros conocemos. La noción de lo útil desborda la noción de lo normal; la primera es a la última lo que el género es a la especie. Ahora bien, es imposible deducir lo mayor de lo menor, la especie del género. Pero se puede encontrar el género en la especie puesto que ella lo contiene. Por este motivo, una vez que se ha comprobado la generalidad del fenómeno, se pueden confirmar los resultados del primer método, haciendo ver cómo sirve el fenómeno (9). Podemos entonces formular las tres reglas siguientes:

1º Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de su desarrollo, cuando se produce en la medida de las sociedades de esta especie, consideradas en la fase correspondiente de su evolución.

2° Se pueden comprobar los resultados del método precedente haciendo ver que la generalidad del fenómeno se relaciona con las condiciones generales de la vida colectiva en el tipo social considerado.

3° Esta comprobación es necesaria cuando este hecho se refiere a una especie social que no ha realizado todavía su evolución integral.


3

Estamos tan acostumbrados a zanjar con una palabra estas cuestiones difíciles y a decidir rápidamente de acuerdo con observaciones ligeras y a golpe de silogismos si un hecho social es o no normal, que acaso se juzgue este procedimiento inútil y complicado. Parece que no se necesitan tantas cosas para distinguir la enfermedad de la salud. ¿No hacemos tódos los días esta distinción? Es cierto, pero queda por saber si la hacemos bien. Lo que nos oculta las dificultades de estos problemas es que vemos que el biólogo los resuelve con relativa facilidad. Pero nos olvidamos de que le es mucho más fácil que al sociólogo percibir la forma en que cada fenómeno afecta a la fuerza de resistencia del organismo y determinar así el carácter normal o anormal con una exactitud que es prácticamente suficiente. En sociología, la complejidad y la movilidad mayor de los hechos obligan a tener muchas más precauciones, como lo prueban los juicios contradictorios de que es objeto el mismo fenómeno por parte de los distintos partidos. Para mostrar bien cuán necesaria es esta circunspección, veamos con algunos ejemplos los errores a que nos exponemos cuando no nos ceñimos a ella y bajo qué nueva luz aparecen los fenómenos más esenciales cuando se les trata metódicamente.

Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible, este hecho es el delito. Todos los criminalistas están de acuerdo en este punto. Aunque explican esta morbilidad de distintas maneras, se muestran unánimes en reconocerla. Sin embargo, el problema exigía que lo trataran con menos celeridad. Apliquemos, en efecto, las reglas precedentes. El delito no se observa solamente en la mayoría de las sociedades de tal o cual especie, sino en las sociedades de todos los tipos. No hay una en la que no haya criminalidad. Ésta cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos; pero en todos los sitios y siempre ha habido hombres que se conducían de forma que atraían sobre ellos la represión penal. Si al menos, a medida que las sociedades pasan de los tipos inferiores a los más elevados, el índice de criminalidad, es decir, la relación entre la cifra anual de delitos y la de población, tendiese a bajar, se podría creer que, aun siendo todavía un fenómeno normal, el delito tendía, sin embargo, a perder su carácter. Pero no tenemos ningún motivo que nos permita creer en la realidad de esta regresión. Antes bien, muchos hechos parecen demostrar la existencia de un movimiento en sentido inverso. Desde comienzos de siglo, la estadística nos facilita el medio de seguir la marcha de la criminalidad; ahora bien, ella ha aumentado en toda partes. En Francia, el aumento es casi del 300 %. Por tanto, no hay fenómeno que presente de manera más irrecusable todos los síntomas de normalidad, puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida colectiva. Hacer del delito una enfermedad social sería admitir que la enfermedad no es una cosa accidental, sino, por el contrario, una cosa derivada en ciertos casos de la constitución fundamental del ser vivo; sería borrar toda distinción entre lo fisiológico y lo patológico. Sin duda, puede ocurrir que el propio delito tenga formas anormales; es lo que sucede cuando, por ejemplo, alcanza un índice exagerado. En efecto, no hay duda que este exceso es de naturaleza mórbida. Lo normal es sencillamente que haya criminalidad, con tal de que ésta alcance y no pase en cada tipo social cierto nivel que acaso no sea imposible fijar de acuerdo con las reglas precedentes (10).

Henos aquí en presencia de una conclusión bastante paradójica en apariencia. Porque no hay que equivocarse. Clasificar el delito entre los fenómenos de sociología normal no es sólo decir que es un fenómeno inevitable, aunque lamentable debido a la incorregible maldad de los hombres, es afirmar que es un factor de la salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana. Este resultado es, en primer lugar, bastante sorprendente e incluso nos ha desconcertado durante largo tiempo. Sin embargo, una vez que se domina esta primera impresión de sorpresa, no es difícil encontrar las razones que explican esta normalidad y que, al mismo tiempo, la confirman.

En primer lugar, el delito es normal porque una sociedad exenta del mismo es del todo imposible.

El delito, lo hemos mostrado en otra parte, consiste en un acto que ofende ciertos sentimientos colectivos, dotados de una energía y de una nitidez particulares. Para que en una sociedad dada los actos calificados de criminales pudiesen dejar de ser cometidos, haría falta que los sentimientos que ellos hieren se encontrasen en todas las conciencias individuales sin excepción y con el grado de fuerza necesario para contener los sentimientos contrarios. Ahora bien, suponiendo que esta condición pudiera realizarse efectivamente, el delito no desaparecería por ello, tan sólo cambiaría de forma; porque la causa misma que cegaría así las fuentes de la criminalidad abriría inmediatamente otras nuevas.

En efecto, para que los sentimientos colectivos que protege el derecho penal de un pueblo en un momento determinado de su historia logren penetrar así en las conciencias que les estaban cerradas hasta entonces, o adquirir más dominio allí donde no tenían bastante, es preciso que adquieran una intensidad superior a la que tenían hasta entonces. Es necesario que la comunidad en su conjunto los sienta con más viveza, porque no pueden emplear en otra parte la fuerza mayor que les permita imponerse a los individuos que hasta ahora les eran muy refractarios. Para que desaparezcan los asesinos será necesario que el horror por la sangre vertida se vuelva mayor en las capas sociales donde éstos se reclutan; pero para eso es necesario que se haga mayor en toda la extensión de la sociedad. Por otra parte, la misma ausencia del delito contribuiría directamente a producir este resultado; porque un sentimiento parece mucho más respetable cuando es respetado siempre y de un modo uniforme. Pero no se presta atención al hecho de que estos estados fuertes de la conciencia común no se pueden reforzar así sin que los estados más débiles, cuya violación no daba lugar anteriormente más que a faltas puramente morales, sean a la vez reforzados, porque los últimos no son más que la prolongación, la forma atenuada de los primeros. Así, el robo y la sencilla falta de delicadeza sólo contrarían al mismo sentimiento altruista, el respeto de la propiedad ajena. Sólo que este sentimiento es ofendido más débilmente por uno de estos actos que por el otro; y como, por otra parte, no hay en la media de las conciencias una intensidad suficiente para sentir vivamente la más ligera de estas dos ofensas, la última es objeto de una major tolerancia. He aquí por qué se censura simplemente al indelicado mientras que el ladrón es castigado. Pero si este mismo sentimiento se hace más fuerte, hasta el punto de acallar en todas las conciencias la inclinación del hombre al robo, se volverá más sensible a las lesiones que, hasta entonces, no le tocaban más que ligeramente; reaccionará entonces contra ellas con más viveza; serán objeto de una reprobación más enérgica que haría pasar a algunas de ellas, de simples faltas morales que eran, a la categoría de delitos. Por ejemplo, los contratos leoninos o rigurosamente ejecutados, que no llevan consigo más que una censura pública o acaso reparaciones civiles, llegarán a ser delitos. Imaginaos una sociedad de santos, un claustro ejemplar y perfecto. Los delitos propiamente dichos serán allí desconocidos, pero las faltas que parecen veniales y vulgares levantarán el mismo escándalo que el delito ordinario en las conciencias ordinarias. Si entonces esta sociedad tiene poder de juzgar y castigar, calificará estos actos de criminales y los tratará como tales. Por esta misma razón el hombre completamente honrado juzga sus menores desfallecimientos morales con la severidad que la muchedumbre reserva a los actos verdaderamente delictivos. En otros tiempos las violencias contra las personas eran más frecuentes que hoy día porque el respeto a la dignidad humana era más débil. Como éste ha aumentado, estos delitos se han vuelto más raros; pero también, muchos actos que lesionaban este sentimiento han entrado en el derecho penal, del que antes no dependían (11).

Acaso se pregunte, para agotar todas las hipótesis lógicamente posibles, por qué esta unanimidad no se extiende a todos los sentimientos sin excepción; por qué incluso los más débiles no adquirirían energía suficiente para impedir toda disidencia. La conciencia moral de la sociedad se encontraría entonces completa en todos sus individuos con una vitalidad suficiente para impedir todo acto que la ofendiera, tanto las faltas puramente morales como los delitos. Pero una uniformidad tan universal y absoluta es radicalmente imposible, porque el medio físico inmediato en el cual cada uno de nosotros se haya colocado, los antecedentes hereditarios, las influencias sociales de que dependemos varían de un individuo a otro y, en consecuencia, las conciencias son distintas. No es posible que todo el mundo se parezca en este punto, puesto que cada uno tiene su propio organismo y estos organismos ocupan porciones diferentes del espacio. Por este motivo, incluso en los pueblos inferiores, en que la originalidad individual está muy poco desarrollada, esta originalidad no es nula. Por consiguiente, como no puede haber ninguna sociedad en que los individuos no diverjan más o menos del tipo colectivo, es inevitable también que entre estas divergencias haya algunas que presenten un carácter criminal. Porque lo que les confiere este carácter no es su importancia intrínseca, sino la importancia que les concede la conciencia común. Si ésta es más fuerte, si tiene bastante autoridad para hacer que estas divergencias sean muy débiles en valor absoluto, será también más sensible, más exigente y reaccionará contra las menores desviaciones con la energía que ella emplea sólo contra los disidentes más considerables; les atribuirá la misma gravedad, es decir, las considerará criminales.

El delito es, por tanto, necesario; se halla ligado a las condiciones fundamentales de toda vida social, pero por esto mismo es útil; porque estas condiciones de que él es solidario son indispensables para la evolución normal de la moral y del derecho.

En efecto, hoy día ya no es posible discutir que no solamente el derecho y la moral varían de un tipo social respecto de otro, sino también que cambian para un mismo tipo si se modifican las condiciones de la vida colectiva. Pero para que estas transformaciones sean posibles, es preciso que los sentimientos colectivos que constituyen la base de la moral no sean refractarios al cambio y que, por consiguiente, tengan sólo una energía moderada. Si fuesen demasiado fuertes, ya no serían plásticos. Todo ordenamiento, en efecto, es un obstáculo para una reorganización y esto tanto más cuanto más sólido y primitivo sea este ordenamiento. Cuanto más fuertemente acusada es una estructura, más resistencia opone a toda modificación y lo mismo ocurre tanto en los ordenamientos funcionales como en los anatómicos. Ahora bien, si no hubiese delitos, esta condición no se cumpliría; porque tal hipótesis supone que los sentimientos colectivos habrían llegado a un grado de intensidad sin ejemplo en la historia. Nada es bueno indefinidamente y sin limitación. Es preciso que la autoridad que tiene la conciencia moral no sea excesiva; en otro caso nadie se atrevería a contradecirla y ella plasmaría demasiado fácilmente en una forma inmutable. Para que pueda evolucionar, es preciso que pueda abrirse paso la originalidad individual; ahora bien, para que la conciencia del idealista que sueña con ir más allá de su siglo pueda manifestarse, es necesario que la del delincuente que está por debajo de su tiempo sea posible. La una no existe sin la otra.

Esto no es todo. Además de esta utilidad indirecta, ocurre que el propio delito representa un papel útil en esta evolución. No solamente él implica que el camino se halla abierto a los cambios necesarios, sino además, en ciertos casos, prepara directamente estos cambios. No solamente allá donde existe se hallan los sentimientos colectivos en el estado de maleabilidad necesaria para tomar una forma nueva, sino que contribuye a veces a predeterminar la forma que tomarán. ¡Cuántas veces, en efecto, el delito no es más que una anticipación de la moral futura, un encaminarse hacia lo que ha de venir! Según el derecho ateniense, Sócrates era un delincuente y su condena fue justa. Sin embargo, su delito, a saber, la independencia de su pensamiento, era útil no sólo a la humanidad, sino a su patria. Porque servía para preparar una moral y una fe nuevas, de las que los atenienses tenían entonces necesidad porque las tradiciones de que habían vivido hasta entonces no estaban ya en armonía con las condiciones de su existencia. Ahora bien, el caso de Sócrates no es un caso aislado, se reproduce periódicamente en la historia. La libertad de pensamiento de que disfrutamos hoy día jamás hubiera podido ser proclamada si las reglas que la prohibían no hubiesen sido violadas antes de ser solemnemente derogadas. Sin embargo, en aquel momento, aquella violación era un delito, porque era una ofensa a los sentimientos todavía muy vivos de la generalidad de las conciencias. Y, sin embargo, este delito era útil porque preludiaba transformaciones que de día en día se hacían más necesarias. La filosofía libre ha tenido por predecesores a los herejes de todas clases, a los que el brazo secular ha castigado justamente durante toda la Edad Media y hasta la misma víspera de la Edad Contemporánea.

Desde este punto de vista, los hechos fundamentales de la criminalidad se nos presentan bajo un aspecto enteramente nuevo. En contra de las ideas corrientes, el delincuente no aparece ya como un ser radicalmente insociable, como una especie de parásito, de cuerpo extraño e inadmisible, introducido en el seno de la sociedad (12); es un agente regular de la vida social. El delito, por su parte, no debe concebirse como un mal que no podría ser contenido en límites demasiado estrechos; pero lejos de que haya lugar a felicitarse cuando el delito desciende demasiado sensiblemente por debajo del nivel ordinario, se puede estar seguro de que este progreso aparente es a la vez contemporáneo y solidario de alguna perturbación social. Así ocurre que la cifra de agresiones y heridas alcanza su cota mayor sólo en tiempos de penuria (13). Al mismo tiempo, y como contrapartida, la teoría de la pena se encuentra renovada o, mejor dicho, en vías de renovación. Si, en efecto, el delito es una enfermedad, la pena es su remedio y no se le puede concebir de otra manera; además, todas las discusiones que ella origina se refieren a saber lo que debe ser para llenar su papel de remedio. Pero si el delito no tiene nada de mórbido, la pena no podrá tener por objeto curarlo, y su verdadera función se debe buscar en otra parte.

Por tanto, es preciso que las reglas anteriormente enunciadas no tengan otra razón de ser que satisfacer un formalismo lógico sin gran utilidad, puesto que, por el contrario, según que se las aplique o no, cambian totalmente de carácter los hechos sociales más esenciales. Si, por otra parte, este ejemplo es particularmente demostrativo -y por ello hemos creído necesario detenemos en él-, hay muchos otros que podrían ser citados con provecho. No existe sociedad en que no constituya una regla el que la pena debe ser proporcional al delito; sin embargo, para la escuela italiana este principio es un invento de los juristas, desprovisto de toda solidez (14). Incluso para estos criminalistas, es la institución penal en su totalidad, tal como ha funcionado hasta ahora en todos los pueblos conocidos, la que constituye un fenómeno contra la naturaleza. Ya hemos visto que para Garofalo, la criminalidad peculiar de las sociedades inferiores no tiene nada de natural. Para los socialistas, es la organización capitalista, a pesar de su generalidad, la que constituye una desviación del estado normal, producida por la violencia y el artificio. Por el contrario, para Spencer es nuestra centralización administrativa, es la ampliación de los poderes gubernamentales lo que constituye el vicio radical de nuestras sociedades y esto aunque la una y la otra progresen del modo más regular y universal a medida que se avanza en la historia. No creemos que debamos jamás restringimos sistemáticamente a decidir sobre el carácter normal o anormal de los hechos sociales según su grado de generalidad. Estas cuestiones son zanjadas siempre mediante un gran esfuerzo dialéctico.

Sin embargo, descartado este criterio, nos exponemos no sólo a confusiones y errores parciales como los que acabamos de recordar, sino que hacemos que la propia ciencia sea imposible. En efecto, la ciencia tiene por objeto el estudio inmediato del tipo normal; ahora bien, si los hechos más generales pueden ser mórbidos, puede ocurrir que el tipo normal no haya existido jamás en los hechos. Y entonces, ¿de qué sirve estudiarlos? No pueden más que confirmar nuestros prejuicios y arraigar nuestros errores, puesto que de ellos proceden. Si la pena, si la responsabilidad, tal como existen en la historia, no son más que un producto de la ignorancia y la barbarie, ¿qué ventaja hay en dedicarse a conocerlas para determinar sus formas normales? Es así como el espíritu se ve arrastrado a desviarse de una realidad carente en adelante de interés para replegarse sobre sí mismo y buscar dentro de sí los materiales necesarios para reconstruirla. Para que la sociología trate los hechos como cosas, es preciso que el sociólogo sienta la necesidad de adherirse a su escuela. Ahora bien, como el objeto principal de toda ciencia de la vida, individual o social, es en suma definir el estado normal, explicarlo y distinguirlo de su opuesto, si la normalidad no se da en las cosas mismas, si por el contrario es un carácter que nosotros les imprimimos desde fuera, o que les negamos por cualquier razón, ello es debido a esta saludable dependencia. El espíritu se encuentra cómodo enfrente de lo real, que no tiene mucho que enseñarle; no está ya contenido por la materia a la que él se aplica, puesto que es él, de algún modo, quien la determina. Las diferentes reglas que hemos establecido hasta ahora son, por tanto, estrechamente solidarias. Para que la sociología sea verdaderamente una ciencia de las cosas, es preciso que se considere la generalidad de los fenómenos como criterio de su normalidad.

Nuestro método tiene además la ventaja de regular la acción al mismo tiempo que el pensamiento. Si lo deseable no es objeto de la observación, pero puedé y debe ser determinado por una especie de cálculo mental, no se puede asignar ningún límite, por así decirlo, a la libre invención de la imaginación que va en busca de lo mejor. Porque ¿cómo vamos a asignar a la perfección un término que no puede sobrepasar? Por definición, escapa a toda limitación. El fin de la humanidad recula entonces hacia el infinito, desanimando a unos por su propio alejamiento, excitando, por el contrario, a los otros que, para aproximarse al mismo un poco, aprietan el paso y se precipitan en las revoluciones. Se escapa a este dilema práctico si lo deseable es la salud y si la salud es alguna cosa definida y dada en las cosas, porque el término esfuerzo es dado y definido al mismo tiempo. No se trata de perseguir desesperadamente un fin que huye a medida que avanzamos, sino de trabajar con una regularidad perseverante para mantener el estado normal, para restablecerlo si ha sido turbado, para encontrar sus condiciones si ellas llegan a cambiar. El deber del hombre de Estado no es ya empujar violentamente a las sociedades hacia un ideal que le parece seductor, sino que su papel es el de médico: previene el nacimiento de las enfermedades mediante una buena higiene y, cuando se declaran, procura curarlas (15).

 

Notas

(1) Se puede distinguir por ello la enfermedad de la monstruosidad. La segunda no es una excepción más que en el espacio; no se halla en la media de la especie, sino que dura toda la vida de los individuos en que se encuentra. Se ve, por otra parte, que estos dos órdenes de hechos no difieren más que en grado y son en el fondo de la misma naturaleza; las fronteras entre ellas son muy indecisas, porque la enfermedad no es del todo incapaz de fijeza, ni la monstruosidad de transformarse. Por tanto, apenas si puede separárselas radicalmente cuando se las define. La distinción entre ellas no puede ser más categórica que la que existe entre la morfología y la fisiología, puesto que, en suma, lo mórbido es lo anormal en el orden fisiológico, como lo teratológico es lo anormal en el orden anatómico.

(2) Por ejemplo, el salvaje que tuviese el tubo digestivo reducido y el sistema nervioso desarrollado del civilizado sería un enfermo en relación con su medio.

(3) Nosotros abreviamos esta parte de nuestra exposición, porque no podemos más que repetir aquí respecto de los hechos sociales en general lo que hemos dicho en otra parte a propósito de la distinción de los hechos morales en normales y anormales. (V. Division du travail social, págs. 33-39).

(4) Garofalo intentó, es cierto, distinguir lo mórbido de lo anormal (Criminologie, págs. 109-110). Pero los dos únicos argumentos en que él apoya esta distinción son los siguientes:

1º La palabra enfermedad significa siempre alguna cosa que tiende a la destrucción total o parcial del organismo; si no hay destrucción, hay curación, jamás estabilidad como en numerosas anomalías. Pero acabamos de ver que lo anormal también es una amenaza para el ser viviente en la mayoría de los casos. Es verdad que no siempre ocurre así; pero los peligros que implica la enfermedad no existen de un modo igual más que en la generalidad de las circunstancias. En cuanto a la ausencia de estabilidad que distinguiría lo mórbido, ello equivale a olvidar las enfermedades crónicas y separar radicalmente lo teratológico de lo patológico. Las monstruosidades son fijas.

2º Lo normal y lo anormal varían con las razas, se dice, mientras que la distinción entre lo fisiológico y lo patológico es válida para todo el genus homo. Acabamos de demostrar, por el contrario, que muchas veces lo que es mórbido para el salvaje no lo es para el hombre civilizado. Las condiciones de la salud física varían con el medio.

(5) Es cierto que podemos preguntamos si, cuando un fenómeno se deriva necesariamente de las condiciones generales de la vida, no es útil por esto mismo. No podemos tratar esta cuestión de filosofía. Sin embargo, la estudiamos un poco más adelante.

(6) Ver sobre este punto una nota que hemos publicado en la Revue philosophique (nov. 1893) sobre La définition du socialisme.

(7) Las sociedades segmentarias y especialmente las sociedades segmentarias de base territorial son las que sus articulaciones esenciales corresponden a las divisiones territoriales. (Ver Division du travail social, páginas 189-210).

(8) En ciertos casos se puede proceder de un modo algo diferente y demostrar que un hecho cuyo carácter normal se supone, merece o no esta presunción, haciendo ver que se relaciona estrechamente con el desarrollo del tipo social anterior considerado, e incluso con el conjunto de la evolución social en general, o por el contrario, que contradice al uno y a la otra. Es de esta manera como hemos podido demostrar que el debilitamiento actual de las creencias religiosas y más generalmente de los sentimientos colectivos respecto de los objetos colectivos es tan sólo normal; hemos probado que este debilitamiento se hace más acusado a medida que las sociedades se aproximan a nuestro tipo actual y a medida que éste, a su vez, es más desarrollado (Division du travail social, págs. 73-182). Pero en el fondo este método no es más que un caso particular del precedente. Porque si se ha podido establecer de esta manera la normalidad de este fenómeno, es que a la vez ha estado relacionado con las condiciones más generales de nuestra existencia colectiva. En efecto, si por una parte este retroceso de la conciencia religiosa es tanto más marcado cuanto más determinada es la estructura de nuestras sociedades, es que ella se debe no a ninguna causa accidental, sino a la continuación misma de nuestro medio social, y como por otra parte las particularidades características de esta última están ciertamente más desarrolladas hoy que ayer, es tan sólo normal que los fenómenos que dependan de ella estén ampliados. Este método difiere del precedente sólo en que las condiciones que explican y justifican la generalidad del fenómeno son inducidas y no observadas directamente. Se sabe que el fenómeno se relaciona con la naturaleza del medio social, pero no se sabe ni cómo ni por qué.

(9) Pero, se dirá entonces, la realización del tipo normal no es el objetivo más elevado que nos podemos proponer, y para sobrepasarlo es preciso también sobrepasar la ciencia. Nosotros no tenemos que tratar aquí de esta cuestión ex profeso; respondemos solamente: 1º que es completamente teórica, porque en realidad el tipo normal, el estado de salud, es ya bastante difícil de realizar y muy raramente logrado para que nosotros no trabajemos con la imaginación para buscar alguna cosa mejor; 2° que estas mejoras, más ventajosas objetivamente, no son objetivamente deseables para eso; porque si no responden a ninguna tendencia latente o actuante, no añadirán nada a la dicha, y si ellas responden a esta tendencia, es que el tipo normal no se ha realizado; 3° en fin, que para mejorar el tipo normal, es preciso conocerlo. Por consiguiente, no se puede, en todo caso, sobrepasar la ciencia más que apoyándose en ella.

(10) Del hecho de que el delito sea un fenómeno de sociología normal, no se desprende que el delincuente sea un individuo normalmente constituido desde el punto de vista biológico y psicológico. Las dos cuestiones son independientes entre sí. Se comprenderá mejor esta independencia cuando hayamos mostrado más adelante la diferencia que hay entre los hechos psíquicos y los sociológicos.

(11) Calumnias, injurias, difamación.

(12) Nosotros mismos hemos cometido el error de hablar así del delincuente, por no haber aplicado nuestra regla (Division du travail social, págs 395-396).

(13) Por otra parte, del hecho de que el delito sea un elemento de sociología normal, no se sigue que no deba odiársele. Tampoco el dolor tiene nada de deseable; el individuo lo odia como la sociedad odia el delito y, sin embargo, pertenece a la fisiología normal. No solamente deriva de un modo necesario de la constitución misma de todo ser vivo, sino que desempeña un papel útil en la vida, por la cual no puede ser reemplazado. Sería desnaturalizar singularmente nuestro pensamiento el presentar a éste como una apología del delito. No habríamos pensado jamás en protestar contra tal interpretación si no supiéramos a qué extrañas acusaciones y a qué incomprensiones nos exponemos cuando uno se consagra a estudiar los hechos morales objetivamente y a hablar de ellos en un idioma que no es el del vulgo.

(14) Garofalo: Criminologie, pág. 299.

(15) De la teoría desarrollada en este capítulo se ha sacado a veces la conclusión de que, según nosotros, la marcha ascendente de la criminalidad en el siglo XIX fue un fenómepo normal. Nada está más alejado de nuestro pensamiento. Varios hechos que hemos indicado respecto del suicidio (ver Le Suicide, págs. 420 y sigs.) tienden, por el contrario, a hacemos creer que este desarrollo es en general mórbido. Sin embargo, podría ocurrir que cierto aumento de algunas formas de la criminalidad fuese normal, porque cada estado de civilización tiene su criminalidad propia. Pero sobre ello sólo se pueden hacer hipótesis.

 

CAPÍTULO CUARTO

REGLAS RELATIVAS A LA CONSTITUCIÓN DE LOS TIPOS SOCIALES

 

La distinción entre lo normal y lo anormal implica la constitución de especies sociales. Utilidad de este concepto de especie, intermedio entre la noción del genus homo y la de sociedades particulares.
1º El medio de constituirlas no consiste en proceder por medio de monografías. Imposibilidad de llegar al fin por este medio. Inutilidad de la clasificación así construida. Principio del método aplicable: distinguir las sociedades según su grado de composición.
2º Definición de la sociedad simple: la horda. Ejemplos de algunas de las formas que adopta, con ella, la sociedad simple y las sociedades compuestas.
Distinguir variedades en el interior de las especies así constituidas, según que los sectores componentes se puedan mezclar o no.
Enunciado de la regla.
3º Cómo lo que precede demuestra que hay especies sociales. Diferencias de la naturaleza de la especie en biología y en sociología.

 

Puesto que un hecho social sólo puede ser calificado de normal o de anormal en relación con una especie social determinada, lo que hemos dicho anteriormente implica que una rama de la sociología está consagrada a la constitución y clasificación de estas especies.

Esta noción de especie social tiene además la gran ventaja de facilitarnos un término medio entre las dos concepciones contrarias de la vida colectiva que durante largo tiempo se han repartido entre sí los teóricos; me refiero al nominalismo de los historiadores (1) y al realismo de los filósofos. Para el historiador, las sociedades constituyen otras tantas individualidades heterogéneas que no se pueden comparar entre sí. Cada pueblo tiene su fisonomía, su constitución especial, su derecho, su moral, su organización económica, que le son peculiares y, por ello, toda generalización es casi imposible. Para el filósofo, por el contrario, todos estos agrupamientos particulares llamados tribus, ciudades, naciones, no son otra cosa que combinaciones contingentes y provisionales sin realidad propia. No hay nada real más que la humanidad, y toda evolución social dimana de los atributos generales de la naturaleza humana. Para los primeros, por consiguiente, la historia no es más que una serie de acontecimientos que se encadenan sin reproducirse; para los últimos, estos mismos acontecimientos sólo tienen valor e interés como ilustración de las leyes generales que se hallan inscritas en la constitución del hombre y que dominan todo el desarrollo histórico. Para aquéllos, no se podría aplicar a las demás sociedades lo que es bueno para una de ellas. Las condiciones del estado de salud varían de un pueblo a otro y no son determinables teóricamente; es una cuestión dé práctica, de experiencia, de tanteos. Para los otros, pueden ser calculadas de una vez para siempre y para todo el género humano. Parecería entonces que la realidad social no podría ser objeto más que de una filosofía abstracta y vaga o de monografías puramente descriptivas. Pero se elude esta alternativa una vez que se ha reconocido que entre la confusa multitud de las sociedades históricas y el concepto único, pero ideal, de la humanidad, hay términos medios: son las especies sociales. En la idea de especie, en efecto, se encuentran ellas reunidas y también la unidad que exige toda investigación verdaderamente científica y la diversidad que ofrecen los hechos, puesto que la especie es la misma en todos los individuos que forman parte de ella y, por otra parte, las especies difieren entre sí. Es cierto que las instituciones morales, jurídicas, económicas, etc., son infinitamente variables, pero estas variaciones no son de tal naturaleza que no ofrezcan algún punto de apoyo al pensamiento científico.

Es por haber desconocido la existencia de especies sociales por lo que Comte ha creído poder presentar el progreso de las sociedades humanas como idéntico al de un pueblo único con el cual serían idealmente relacionadas todas las modificaciones consecutivas observadas en las poblaciones diferentes (2). Es que, en efecto, si sólo existe una especie social, las sociedades particulares no pueden diferir entre sí más que en el grado, según presenten de un modo más o menos completo los rasgos constitutivos de esta especie única, o que reflejen más o menos perfectamente a la humanidad. Si, por el contrario, existen tipos sociales cualitativamente distintos entre sí, será inútil aproximarlos, no se podrá hacer que se unan exactamente como las secciones homogéneas de una figura geométrica. El desarrollo histórico pierde así la unidad ideal y simplista que se le atribuía; se fragmenta, por así decirlo, en una multitud de trozos que, como difieren entre sí específicamente, no podrían unirse de una manera continua. La famosa metáfora de Pascal, adoptada después por Comte, carece en adelante de verdad.

Pero, ¿cómo hay que obrar para constituir estas especies?


1

Acaso parezca, a primera vista, que no hay otra manera de proceder que estudiar cada sociedad en particular, hacer de ella una monografía tan exacta y completa como sea posible, luego comparar todas estas monografías, ver en qué concuerdan y en qué divergen y después, según la importancia relativa de estas semejanzas y de estas divergencias, clasificar los pueblos en grupos semejantes o diferentes. En apoyo de este método, debe observarse que sólo es admisible en una ciencia basada en la observación. La especie, en efecto, no es más que el compendio de los individuos; entonces, ¿cómo constituirla si no se comienza por describir cada uno de ellos y por describirlo de un modo completo? ¿No constituye una regla no remontarse a lo general más que después de haber observado lo particular y todo lo particular? Es por esta razón por lo que se ha querido a veces diferir la sociología hasta la época indefinidamente alejada en que la historia, en el estudio que hace de las sociedades particulares, haya llegado a resultados bastante objetivos y definidos para poderlos comparar útilmente.

Pero, en realidad, esta circunspección no tiene de científica más que la apariencia. En efecto, es inexacto que la ciencia sólo pueda instituir leyes después de haber pasado revista a todos los hechos que ellas expresan, ni formar géneros más que después de haber descrito en su integridad los individuos que ellos comprenden. El verdadero método experimental tiende más bien a sustituir los hechos vulgares, que no son demostrativos más que a condición de ser numerosos y que por consiguiente no permiten obtener más que conclusiones siempre dudosas, por hechos decisivos y cruciales, como decía Bacon (3), que por sí mismos y con independencia de su número tienen un valor y un interés científicos. Sobre todo es necesario proceder así cuando se trata de constituir géneros y especies. Porque hacer el inventario de todos los caracteres que pertenecen a un individuo es un problema insoluble. Todo individuo es un infinito y el infinito no puede ser agotado. ¿Nos atendremos entonces a las propiedades más esenciales? Pero, ¿de acuerdo con qué principio se hará la selección? Es preciso para ello un criterio que vaya más allá del individuo, criterio que las monografías mejor hechas no podrían facilitarnos. Incluso sin llevar las cosas a tal extremo, es posible prever que cuanto más numerosos sean los caracteres que sirvan para la clasificación, más difícil será también que las diversas materias de que se forman en los casos particulares presenten semejanzas bastante claras y diferencias bastante netas para permitirnos la constitución de grupos y de subgrupos definidos.

Pero aunque fuese posible una clasificación según este método, tendría el gran defecto de no rendir los servicios que son su razón de ser. En efecto, debe ante todo tener por objeto abreviar el trabajo científico, sustituyendo la multiplicidad indefinida de los individuos por un número restringido de tipos. Pero pierde esta ventaja si estos tipos no han sido constituidos más que después de que se haya pasado revista a todos los individuos y se les haya analizado por completo. Apenas puede facilitar la investigación, si se limita a resumir las investigaciones ya realizadas. Sólo será verdaderamente útil si nos permite clasificar otros caracteres aparte de los que le sirven de fundamento, si nos facilita cuadros para los hechos futuros. Su papel es ponernos en contacto con puntos de referencia con los que podamos relacionar otras observaciones que no sean las que nos han suministrado estos puntos de referencia. Pero para esto es preciso que la clasificación se haga, no a modo de un inventario completo de todos los caracteres individuales, sino de acuerdo con un pequeño número escogido cuidadosamente entre ellos. En estas condiciones, no servirá solamente para poner un poco de orden en los conocimientos completamente elaborados, sino para elaborarlos. Ahorrará al observador mucho trabajo inútil, porque ella le guiará. Así, una vez que se halle establecida la clasificación sobre este principio, no será necesario haber observado todas las sociedades de una especie para saber si un hecho es general en esta especie, serán suficientes algunas. Incluso en muchos casos bastará una observación bien hecha o una experimentación bien dirigida para establecer una ley.

Debemos entonces elegir para nuestra clasificación caracteres muy esenciales. Es cierto que no pueden ser conocidos más que si la explicación de los hechos está bastante avanzada. Estas dos partes de la ciencia son solidarias y progresan paralelamente. Sin embargo, sin adentrarnos demasiado en el estudio de los hechos, no es difícil conjeturar en qué parte es preciso buscar las propiedades características de los tipos sociales. Sabemos, en efecto, que las sociedades están compuestas de partes añadidas entre sí. Puesto que la naturaleza de toda resultante depende necesariamente de la naturaleza de los elementos componentes, de su número y de la forma en que se combinan, son evidentemente estos caracteres los que debemos tomar como base y se verá, en efecto, que es de ellos de los que dependen los hechos generales de la vida social. Por otra parte, como son de orden morfológico, se podría llamar Morfología social la parte de la sociología que tiene por fin constituir y clasificar los tipos sociales.

Incluso se puede precisar más el principio de esta clasificación. Se sabe, en efecto, que estas partes constitutivas de que está formada toda sociedad son sociedades más sencillas que ella. Un pueblo está constituido por la reunión de dos o más pueblos que le han precedido. Entonces, si conociésemos la sociedad más sencilla que haya existido jamás, para hacer nuestra clasificación no tendríamos más que estudiar cómo se compone esta sociedad y cómo se componen entre sí sus elementos.


2

Spencer ha comprendido bien que la clasificación metódica de los tipos sociales no podía tener otro fundamento.

Hemos visto -dice- que la evolución social comienza por pequeños agregados sencillos; que progresa por la unión de algunos de estos agregados, estos grupos se unen con otros semejantes a ellos para formar agregados todavía mayores. Por ello nuestra clasificación debe comenzar por las sociedades del primer orden, es decir, del orden más sencillo (4).

Desgraciadamente, para poner en práctica este principio, haría falta comenzar por definir con precisión lo que se entiende por sociedad simple. Ahora bien, Spencer no sólo no da esta definición, sino que la juzga casi imposible (5). Es que, en efecto, la sencillez, tal como él la entiende, consiste esencialmente en una cierta tosquedad de organización. Pero no es fácil decir con exactitud en qué momento la organización social es lo bastante rudimentaria para que pueda calificarse de simple; es una cuestión de apreciación. También la fórmula que da respecto de ella es tan indefinida que conviene a toda clase de sociedades. Lo mejor que podemos hacer -dice- es considerar como sociedad simple la que forma un todo que no está sujeto a otro y cuyas partes cooperan con un centro regulador o sin él para obtener ciertos fines de interés público (6). Pero hay muchos pueblos que satisfacen esta condición. Y así resulta que confunde, un poco al azar, bajo esta misma rúbrica a todas las sociedades menos civilizadas. Nos podemos imaginar lo que puede ser, con semejante punto de partida, el resto de su clasificación. Se ven en ella unidas en la más extraña confusión las sociedades más dispares, los griegos homéricos puestos al lado de los feudos del siglo X y por debajo de los bechuanas, de los zulús y de los habitantes de las islas Fidji, la confederación ateniense al lado de los feudos de Francia en el siglo XIII y por debajo de los iroqueses y los araucanos.

La palabra sencillez no tiene sentido definido más que si significa ausencia completa de partes. Por tanto, se entenderá por sociedad simple toda sociedad que no encierre otras más sencillas que ella; que no sólo esté realmente reducida a un sector único, sino que además no presente ningún rastro de divisiones anteriores. La horda, tal como la hemos definido en otra parte (7), responde exactamente a esta definición. Es un agregado social que no comprende ni ha comprendido jamás en su seno ningún otro agregado social más elemental, sino que se resuelve o convierte inmediatamente en individuos. Éstos no forman en el interior del grupo total grupos especiales diferentes del precedente, están yuxtapuestos atómicamente. Se concibe que no pueda haber sociedad más simple; es el protoplasma del reino social y, por consiguiente, la base natural de toda clasificación.

Es cierto que acaso no haya sociedad que responda exactamente a estas condiciones, pero como hemos demostrado en el libro anteriormente citado, conocemos una multitud de sociedades que están formadas inmediatamente y sin otro intermediario por una serie de hordas. Cuando la horda se convierte de esta manera en un sector social, en lugar de ser la sociedad entera, cambia de nombre y se llama clan, pero conserva los rasgos constitutivos. El clan es, en efecto, un agregado social que no se resuelve en ningún otro más restringido. Acaso se haga observar que generalmente allí donde nosotros lo observamos hoy día, encierra una pluralidad de familias particulares. Pero en principio, por razones que no podemos exponer aquí, creemos que la formación de estos pequeños grupos familiares es posterior al clan; pues no constituyen, propiamente hablando, sectores sociales, ya que no son divisiones políticas. En todas partes donde se le encuentra el clan constituye la última división de este género. Por consiguiente, aun cuando no tuviésemos otros hechos para postular la existencia de la horda -y hay algunos que expondremos en otra ocasión- la existencia del clan, es decir, de sociedades formadas por una reunión de hordas, nos autoriza a suponer que ha habido sociedades más simples que se reducían a la horda propiamente dicha, y a hacer de ésta el tronco o matriz de donde han salido todas las especies sociales.

Una vez planteada esta noción de la horda o sociedad de sector único -bien sea concebida como realidad histórica o como postulado de la ciencia~ se tiene el punto de apoyo necesario para construir la escala completa de los tipos sociales. Se distinguirán tantos tipos fundamentales como maneras haya para la horda de combinarse consigo misma dando nacimiento a sociedades nuevas y dando lugar a que éstas se combinen entre sí. Se encontrarán al principio agregados formados por una simple repetición de hordas o de clanes (por darles su nuevo nombre), sin que estos clanes estén asociados entre sí de manera que formen grupos intermedios entre el grupo total que los comprende a todos y cada uno de ellos. Están simplemente yuxtapuestos como los individuos de la horda. Se encuentran ejemplos de estas sociedades que se podrían llamar polisegmentarias simples en ciertas tribus iroquesas y australianas. La llamada arch o tribu kábila tiene el mismo carácter; es una reunión de clanes establecidos fijamente bajo la forma de aldeas. Muy probablemente hubo un momento en la historia en que la curia romana y la fratria ateniense eran una sociedad de este género. Por encima, vendrían las sociedades formadas por una reunión de sociedades de la especie anterior, es decir, las sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Tal es el carácter de la confederación iroquesa y de la formada por la reunión de tribus kábilas; ocurrió lo mismo en su origen con cada una de las tribus primitivas cuya asociación dio lugar más tarde al nacimiento de la ciudad romana. Se encontrarían a continuación las sociedades polisegmentarias compuestas doblemente que resultan de la yuxtaposición o fusión de varias sociedades polisegmentarias compuestas simplemente. Tales son la ciudad, agregado de tribus, que a su vez son agregados de curias, que a su vez se resuelven en gentes o clanes, y la tribu germánica, con sus condados, que se subdividen en centurias, las cuales, por su parte, tienen por última unidad el clan convertido ya en aldea.

No vamos a desarrollar más ni a prolongar estas indicaciones, puesto que no se trata aquí de hacer una clasificación de las sociedades. Es un problema demasiado complejo para ser tratado de esa manera, como de pasada; exige, por el contrario, una serie de investigaciones largas y especiales. Hemos querido solamente precisar, con algunos ejemplos, las ideas y mostrar cómo se debe aplicar el principio del método. Incluso no sería necesario considerar lo que precede como una clasificación completa de las sociedades inferiores. Hemos simplificado un poco las cosas para mayor claridad. Suponemos, en efecto, que cada tipo superior estaba formado por la repetición de sociedades de igual característica, a saber, del tipo inmediato inferior. Ahora bien, nada se opone a que sociedades de especies diversas, situadas a diferente altura en el árbol genealógico de los tipos sociales, se reúnan a fin de formar una especie nueva. De ello se conoce por lo menos un caso; es el Imperio romano, que comprendía en su seno pueblos de las más diversas naturalezas (8).

Pero una vez constituidos estos tipos, habrá lugar a distinguir en cada uno de ellos variedades diferentes según que las sociedades segmentarias, que sirven para formar la sociedad resultante, conserven una cierta individualidad, o que, por el contrario, sean absorbidas en la masa total. Se comprende, en efecto, que los fenómenos sociales deben variar, no solamente según la naturaleza de los elementos componentes, sino según la forma de su composición; deben sobre todo ser diferentes según que cada uno de los grupos parciales conserve su vida local o que todos sean arrastrados a la vida general, es decir, según que estén más o menos estrechamente concentrados. Por consiguiente, se deberá investigar si, en un momento cualquiera, se produce una fusión completa de estos sectores. Se reconocerá que existe ésta por el hecho de que esta composición original de la sociedad no afecta a su organización administrativa y política. Desde este punto de vista se distingue la ciudad netamente de las tribus germánicas. En estas últimas se mantiene la organización a base de clanes, aunque esfumada, hasta el final de su historia, mientras que en Roma y en Atenas las gens y las (Vocablo griego que no podemos reproducir Nota de Chantal López y Omar Cortés) cesaron muy pronto de ser divisiones políticas para convertirse en agrupaciones privadas.

En el interior de los cuadros así constituidos, se podrá intentar introducir nuevas distinciones de acuerdo con caracteres morfológicos secundarios. Sin embargo, por razones que daremos más adelante, no creemos apenas posible ir útilmente más allá de las divisiones generales que acaban de indicarse. No vamos a entrar en estos detalles, nos basta con haber enunciado el principio de clasificación que se puede expresar así: Se comenzará por clasificar las sociedades de acuerdo con el grado de composición que presenten, tomando como base la sociedad perfectamente simple o un sector único; en el interior de estas clases se distinguirán diferentes variedades según que se produzca o no una fusión completa de los sectores iniciales.


3

Estas reglas responden implícitamente a una pregunta que el lector acaso se haya hecho viéndonos hablar de especies sociales como si las hubiese, sin haber establecido directamente su existencia. Esta prueba está contenida en el principio mismo del método que acabamos de exponer.

Hemos visto, en efecto, que las sociedades no eran más que combinaciones diferentes de una misma y única sociedad original. Ahora bien, un mismo elemento no se puede componer consigo mismo y los componentes que resulten de ello no pueden, a su vez, componerse entre sí más que siguiendo un número de modos limitado, sobre todo cuando los elementos componentes son poco numerosos; éste es el caso de los sectores sociales. La gama de combinaciones posibles es entonces finita y, en consecuencia, la mayor parte de ellas deben, por lo menos, repetirse. Se ve así que hay especies sociales. Además es posible que algunas de estas combinaciones no se produzcan más que una sola vez. Esto no impide que haya especies. Lo único que se dirá en tal caso es que la especie no cuenta más que con un individuo (9).

Hay entonces especies sociales por la misma razón que hace que haya especies en biología. Éstas, en efecto, se deben al hecho de que los organismos no son más que combinaciones variadas de una misma y única unidad anatómica. Sin embargo, desde este punto de vista hay una gran diferencia entre los dos reinos. En efecto, en los animales un factor especial viene a dar a los caracteres específicos una fuerza de resistencia que no tienen los otros; es la generación. Los primeros, porque son comunes a toda la línea de ascendientes, están arraigados mucho más fuertemente en el organismo. Debido a ello no se dejan fácilmente dominar por la acción de los medios ambientes individuales, sino que se mantienen idénticos a sí mismos, a pesar de la diversidad de las circunstancias exteriores. Hay una fuerza interna que los fija a pesar de las excitaciones para variar que puedan venir del exterior; es la fuerza de los hábitos hereditarios. Por este motivo se hallan netamente definidos y se pueden determinar con precisión. En el reino social está ausente esta causa interna. Los caracteres no se pueden reforzar por la generación, porque no duran más que una generación. Es normal, en efecto, que las sociedades engendradas sean de otra especie que las sociedades generatrices, porque estas últimas, al combinarse, dan nacimiento a estructuras completamente nuevas. Únicamente la colonización se podría comparar con una generación por germinación; además, para que la asimilación sea exacta, es preciso que el grupo de colonos no vaya a mezclarse con alguna sociedad de otra especie o de otra variedad. Los atributos distintivos de la especie no reciben entonces por la herencia un aumento de fuerza que la permita resistir a las variaciones individuales. Pero ellos se modifican y matizan hasta el infinito bajo la acción de las circunstancias; además, cuando se quiere lograrlos, una vez descartadas todas las variantes que los ocultan, no se obtiene muchas veces más que un residuo indeterminado. Esta indeterminación crece tanto más cuanto mayor sea la complejidad de los caracteres; porque cuanto más compleja es una cosa, más combinaciones diferentes pueden formar las partes que la componen. De ello se desprende que el tipo específico, más allá de los caracteres más generales y más simples, no presenta contornos tan definidos como en biología (10).

 

Notas

(1) Lo llamo así porque ha sido frecuente en los historiadores, pero no quiero decir que se halle en todos este nominalismo.

(2) Cours de philos. pos., IV, 263.

(3) Novum Organum, 11, § 36.

(4) Sociologie, II, 135.

(5) No podemos decir siempre con precisión lo que constituye una sociedad simple. (Ibíd., 135-136)

(6) Ibíd., 136.

(7) Division du travail social, pág. 189.

(8) Sin embargo. es probable que. en general. la distancia entre las sociedades componentes no fuese grande; de lo contrario. no podría haber ninguna comunidad moral entre ellas.

(9) ¿No es éste el caso del imperio romano, que al parecer no tiene paralelo en la historia?

(10) Al redactar este capítulo para la primera edición de esta obra. no hemos dicho nada del método que consiste en clasificar las sociedades según su estado de civilización. En aquel momento, en efecto, no existían clasificaciones de este género que estuviesen propuestas por los sociólogos autorizados, salvo acaso la clasificación arcaica de Comte. Desde entonces, se han escrito varios ensayos en este sentido, especialmente por Vierkandt (Die Kufturtypen der Menschheit, en Archiv. f Anthropologie, 1898), por Sutherland (The Origin and Growth of the Moral Instinct) y por Steinmetz (Classification des types sociaux en Année sociologique, III, págs. 43-147). Sin embargo, no nos detendremos a estudiarlos, porque no responden al problema planteado en este capítulo. Se encuentran en ellos clasificadas no especies sociales sino, lo que es muy distinto, fases históricas. Francia, desde sus orígenes, ha pasado por formas de civilización muy diferentes; ha empezado por ser agrícola para pasar luego a la industria de los oficios y al pequeño comercio y después a la manufactura de la gran industria. Ahora bien, es imposible admitir que una misma individualidad colectiva pueda cambiar de especie tres o cuatro veces. Una especie se debe definir por caracteres más constantes. El estado económico, tecnológico, etc., presenta fenómenos demasiado inestables y demasiado complejos para suministrar la base de una clasificación. Incluso es muy posible que una misma civilización industrial, científica, artística puede encontrarse en sociedades cuya constitución congénita es muy diferente. El Japón podrá tomar prestadas nuestras artes, nuestra industria, incluso nuestra organización política; mas no por ello dejará de pertenecer a otra especie social distinta de la de Francia y Alemania. Añadamos que estas tentativas, aunque dirigidas por sociólogos valiosos, no han dado más que resultados vagos, discutibles y poco útiles.

 

CAPÍTULO QUINTO

REGLAS RELATIVAS A LA EXPLICACIÓN DE LOS HECHOS SOCIALES

 

1º Carácter finalista de las explicaciones usuales. La utilidad de un hecho no explica su existencia. Dualidad de las dos cuestiones establecidas por los hechos de supervivencia, por la independencia del órgano y de la función, y por la diversidad de servicios que puede prestar sucesivamente una misma institución. Necesidad de la investigación de las causas eficientes de los hechos sociales. Preponderante importancia de estas causas en sóciología, demostrada por la generalidad de las prácticas sociales, incluso de las más minuciosas.
Por tanto, la causa eficiente debe estar determinada independientemente de la función. Por qué la primera investigación debe preceder a la segunda. Utilidad de esta última.
2º Carácter psicológico del método de explicación seguido generalmente. Este método desconoce la naturaleza del hecho social que es irreductible a los hechos puramente psíquicos en virtud de su definición. Los hechos sociales sólo se pueden explicar por hechos sociales.
Cómo se explica que suceda así, aunque la sociedad no tenga por materia más que conciencias individuales. Importancia del hecho de la asociación que da nacimiento a un ser nuevo y a un orden nuevo de realidades. Solución de continuidad entre la sociología y la psicología análoga a la que separa la biología de las ciencias físico-químicas.
Si esta proposición se aplica al hecho de la formación de la sociedad.
Relación positiva de los hechos psíquicos y de los hechos sociales. Los primeros son la materia indeterminada que el factor social transforma: ejemplos. Si los sociólogos les han atribuido un papel más directo en la génesis de la vida social es porque han tomado por hechos puramente psíquicos estados de conciencia que no son más que fenómenos sociales transformados.
Otras pruebas en apoyo de la misma proposición:
1° Independencia de los hechos sociales con relación al factor étnico, el cual es de orden orgánicopsíquico; 2° la evolución social no es explicable por causas puramente psíquicas.
Enunciado de reglas a este respecto. Debido a que estas reglas son mal conocidas, las explicaciones sociológicas tienen un carácter demasiado general que las desacredita. Necesidad de una cultura propiamente sociológica.
3° Importancia primaria de los hechos de morfología social en las explicaciones sociológicas: el medio interno es el origen de todo proceso social de alguna importancia. Papel particularmente preponderante del elemento humano de este medio. El problema sociológico consiste, por tanto, en encontrar las propiedades de este medio que tengan mayor acción sobre los fenómenos sociales. Dos clases de caracteres responden en particular a esta condición: el volumen de la sociedad y la densidad dinámica medida por el grado de fusión de los sectores sociales. Los medios internos secundarios; su relación con el medio general y con los detalles de la vida colectiva.
Importancia de esta noción del medio social. Si se la rechaza, la sociología no puede establecer relaciones de causalidad, sino sólo relaciones de sucesión, que no implican la previsión científica: ejemplos tomados de Comte y Spencer. Importancia de esta misma noción para explicar cómo puede variar el valor útil de las prácticas sociales sin depender de arreglos arbitrarios. Relación de esta cuestión con la de los tipos sociales.
Que la vida social así concebida depende de causas internas.
4° Carácter general de esta concepción sociológica. Para Hobbes el vínculo entre lo psíquico y lo social es sintético y artificial; para Spencer y los economistas es natural, pero analítico; para nosotros es natural y sintético. Cómo son conciliables estos dos caracteres. Consecuencias generales que resultan de ello.

 

Pero la constitución de las especies es, ante todo, un medio de agrupar los hechos para facilitar su interpretación; la morfología social es un encaminamiento hacia la parte verdaderamente explicativa de la ciencia. ¿Cuál es el método propio de esta última?


1

La mayor parte de los sociólogos creen haber explicado los fenómenos una vez que han hecho ver para qué sirven y el papel que desempeñan. Se razona como si existiesen únicamente con miras a este papel y como si no tuviesen otra causa determinante que no fuera el sentimiento, claro o confuso, de los servicios que se les pide. Así se cree haber dicho todo lo necesario para hacerlos inteligibles cuando se ha establecido la realidad de los servicios y mostrado cuál es la necesidad social que han satisfecho. Es así como Comte atribuye toda la fuerza progresiva de la especie humana a esta tendencia fundamental que impulsa directamente al hombre a mejorar sin cesar bajo todos sus aspectos, su estado o condición, sea la que sea (1) y Spencer la atribuye a la necesidad de una felicidad mayor. Es en virtud de este principio como explica él la formación de la sociedad por las ventajas que resultan de la cooperación, la institución del gobierno por la utilidad que hay en regularizar la cooperación militar (2), las transformaciones por las que pasa una familia, por la necesidad de conciliar cada vez más perfectamente los intereses de los padres, de los hijos y de la sociedad.

Pero este método confunde dos cuestiones muy diferentes. Hacer ver para qué es útil un hecho no es explicar cómo ha nacido ni cómo es lo que es. Porque los fines a los cuales sirve suponen la existencia de las propiedades específicas que le caracterizan, pero no lo crean. La necesidad que tenemos de las cosas no puede hacer que sean tales o cuales y, por consiguiente, no es esta necesidad la que puede sacarlas de la nada y conferirles el ser. Deben su existencia a causas de otro género. El sentimiento que tenemos de la utilidad que ellas ofrecen puede muy bien incitarnos a poner estas causas en práctica y a sacar de ellas los efectos que implican, no a sacar estos efectos de la nada. Esta proposición es evidente, ya se trate tan sólo de fenómenos materiales o incluso de fenómenos psicológicos. No sería discutida en sociología si los hechos sociales no nos pareciesen, equivocadamente, destituidos de toda realidad intrínseca. Como no se ve en ellos otra cosa que combinaciones mentales, parece que deben producirse a partir de sí mismos desde que se tiene la idea de ellos, si, al menos, se les encuentra útiles. Pero puesto que cada uno de ellos es una fuerza que domina a la nuestra, puesto que tiene una naturaleza propia, no bastaría para darle el ser tener el deseo ni la voluntad de él. Además es preciso que se den fuerzas capaces de dar origen a esta fuerza determinada, naturalezas que puedan producir esta naturaleza especial. Sólo con esta condición será el hecho posible. Para reanimar el espíritu de familia allí donde esté debilitado, no basta con que todo el mundo comprenda sus ventajas; es preciso hacer obrar directamente las causas que son las únicas susceptibles de engendrarlo. Para dar a un gobierno la autoridad que le es necesaria, no basta con sentir su necesidad; hay que dirigirse a las únicas fuentes de donde se deriva toda autoridad, es decir, constituir tradiciones, un espíritu común, etc.; para esto hay que remontarse todavía más alto en la cadena de las causas y los efectos, hasta que se encuentre un punto en el que la acción del hombre pueda insertarse eficazmente.

Lo que muestra bien la dualidad de estos dos órdenes de investigaciones es que un hecho puede existir sin servir para nada, bien porque no se haya adaptado a ningún fin vital, bien porque, después de haber sido útil, haya perdido toda utilidad y haya seguido existiendo por la sola fuerza del hábito. Hay, en efecto, todavía más supervivencias en la sociedad que en el organismo. Incluso hay casos en que bien sea una práctica, bien sea una institución social, cambian de funciones sin cambiar, por ello, de naturaleza. La regla is pater est quem justae nuptiae declarant ha quedado materialmente en nuestro código lo mismo que estaba en el antiguo derecho romano. Pero mientras que tenía por objeto salvaguardar los derechos del padre sobre los hijos nacidos de familia legítima, hoy protege más bien los derechos de los hijos. El juramento comenzó por ser una especie de prueba judicial para convertirse sencillamente en una forma solemne e imponente de testimonio. Los dogmas religiosos del cristianismo no han cambiado desde hace siglos, pero el papel que desempeñan en nuestras sociedades modernas ya no es el mismo que en la Edad Media. Es así como las palabras sirven para expresar ideas nuevas sin que cambie su contextura. Por lo demás, es una proposición cierta, tanto en sociología como en biología, que el órgano es independiente de la función, es decir, que siendo el mismo puede servir para fines diferentes. Ocurre entonces que las causas que le hacen ser son independientes de los fines a los que el órgano sirve.

Es claro que no queremos decir que las tendencias, necesidades y deseos de los hombres no intervengan jamás de una manera activa en la evolución social. Por el contrario, es cierto que les es posible, según la forma en que influyan en las condiciones de que depende un hecho, acelerar o contener su desarrollo. Pero además de que no pueden en ningún caso hacer una cosa de la nada, su intervención, cualesquiera que sean sus efectos, sólo puede tener lugar en virtud de causas eficientes. En efecto, una tendencia no puede concurrir, incluso en esta medida restringida, a la producción de un fenómeno nuevo más que si ella misma es nueva, bien esté constituida de todas sus piezas o bien sea debida a alguna transformación de una tendencia anterior. Porque, a menos de que postulemos una armonía preestablecida verdaderamente providencial, no sería posible admitir que, desde su origen, el hombre llevase en sí en estado virtual, dispuestas a despertarse ante el llamamiento de las circunstancias, todas las tendencias cuya oportunidad debía hacerse sentir a lo largo de la evolución. Ahora bien, una tendencia es también una cosa, no puede entonces constituirse ni modificarse por el solo hecho de que la juzguemos útil. Es una fuerza que tiene su naturaleza propia; para que esta naturaleza sea suscitada o alterada, no basta que encontremos en ella alguna ventaja. Para determinar esos cambios, es preciso que actúen causas que los impliquen físicamente.

Por ejemplo, hemos explicado los progresos constantes de la división del trabajo social mostrando que son necesarios para que el hombre pueda mantenerse dentro de las nuevas condiciones de existencia en que se encuentra colocado a medida que avanza en la historia; entonces nosotros hemos atribuido a esta tendencia, que es llamada indebidamente instinto de conservación, un papel importante en nuestra explicación. Pero, en primer lugar, ella no podría por sí sola explicar la especialización, ni siquiera la más rudimentaria. Pero ella nada puede si las condiciones de que depende este fenómeno no han sido ya realizadas, es decir, si las diferencias individuales no han aumentado lo bastante a consecuencia de la indeterminación progresiva de la conciencia común y de las influencias hereditarias (3). Incluso era preciso que la división del trabajo hubiera comenzado ya a existir para que fuese percibida su utilidad y se hiciera sentir su necesidad; y el único desarrollo de las divergencias individuales que implicase una mayor diversidad de gustos y aptitudes debía producir necesariamente este primer resultado. Pero además el instinto de conservación no ha venido a fecundar este primer germen de especialización por sí mismo y sin motivo. Si está orientado y nos ha orientado en este nuevo camino, es en primer lugar porque el camino que seguía y que nos hacía seguir anteriormente estaba como obstruido, porque la intensidad mayor de la lucha, debida a la mayor condensación de las sociedades, ha hecho cada vez más difícil la supervivencia de los individuos que continuaban consagrándose a las tareas generales. Por ello ha necesitado cambiar de dirección. Por otra parte, si se ha dirigido y ha dirigido preferentemente nuestra actividad en el sentido de una división del trabajo cada vez más desarrollada, es porque éste era también el sentido de la menor resistencia. Las otras soluciones posibles eran la emigración, el suicidio, el delito. Ahora bien, en la mayoría de los casos, los vínculos que nos atan a nuestro país, a la vida, la simpatía que sentimos por nuestros semejantes son sentimientos más fuertes y más resistentes que los hábitos que puedan desviarnos de una especialización más estrecha. Por ello son estos últimos los que debían inevitablemente ceder en cada una de las sacudidas que se han producido. Así no se vuelve, ni incluso parcialmente, al finalismo o finalidad porque no se niegue a abrir un hueco a las necesidades humanas en las explicaciones sociológicas. Porque ellas no pueden tener influencia en la evolución social más que a condición de evolucionar ellas mismas, y los cambios por que pasan no se pueden explicar más que por causas que no tienen nada de finales.

Pero más convincente todavía que las consideraciones precedentes es la práctica misma de los hechos sociales. Allí donde reina el finalismo o finalidad, reina también una contingencia mayor o menor; porque no se trata de fines, y menos de medios, que se imponen necesariamente a todos los hombres, aun cuando se les suponga colocados en las mismas circunstancias. Dado un mismo medio, cada individuo, según su peculiaridad, se adapta al mismo a su manera, una manera que él prefiere a cualquier otra. Uno tratará de cambiarlo para ponerlo en armonía con sus necesidades; el otro preferirá cambiar él mismo y moderar sus deseos; y para llegar al mismo fin, ¡cuántos caminos diferentes se pueden seguir y se siguen realmente! Entonces, si era cierto que el desarrollo histórico tuvo lugar con vistas a fines sentidos, bien de un modo claro o bien de un modo oscuro, los hechos sociales deberían presentar una infinita variedad y toda comparación se haría casi imposible. Ahora bien, la verdad es todo lo contrario. Sin duda, los acontecimientos exteriores cuya trama constituye la parte superficial de la vida social varían de un pueblo a otro. Pero es así como cada individuo tiene su historia, aunque las bases de la organización física y moral sean las mismas en todos. En realidad, cuando se ha entrado un poco en contacto con los fenómenos sociales, queda uno sorprendido, por el contrario, de la asombrosa regularidad con que se reproducen en las mismas circunstancias. Incluso las prácticas más minuciosas y en apariencia más pueriles se repiten con la más asombrosa uniformidad. La ceremonia nupcial, puramente simbólica al parecer, del rapto de la novia se encuentra en todas las partes en que existe cierto tipo familiar, ligado a toda una organización política. Los usos más extraños, como la cavada, el levirato, la exogamia, etc., se observan en los pueblos más diversos y son sintomáticos de cierto estado social. El derecho de testar aparece en una fase determinada de la historia y, según las restricciones más o menos importantes que lo limitan, se puede decir en qué momento de la evolución social se encuentra. Sería fácil multiplicar los ejemplos. Ahora bien, esta generalidad de las formas colectivas sería inexplicable si las causas finales tuvieran en sOciología la preponderancia que se les atribuye.

Por tanto, cuando se va a explicar un fenómeno social, es preciso investigar separadamente la causa eficiente que lo produce y la función que viene a llenar. Nos servimos de la palabra función con preferencia a la de fin precisamente porque los fenómenos sociales no existen generalmente con miras a los resultados útiles que ellos producen. Lo que hay que determinar es si existe una correspondencia entre el hecho considerado y las necesidades generales del organismo social y en qué consiste esta correspondencia, sin preocuparse de saber si ha sido intencionada o no. Por otra parte, todas estas cuestiones de intención son demasiado subjetivas para poder tratarlas científicamente.

Y no es solamente que estos dos órdenes de problemas deban estar separados, sino que, en general, conviene tratar el primero antes que el segundo. Este orden corresponde, en efecto, al de los hechos. Es natural que se investigue la causa de un fenómeno antes de intentar determinar sus efectos. Este método es tanto más lógico cuanto que, una vez resuelta la primera cuestión, ayudará, muchas veces, a resolver la segunda. En efecto, el vínculo de solidaridad que una la causa al efecto tiene un carácter de reciprocidad que no ha sido suficientemente reconocido. Sin duda, el efecto no puede existir sin su causa, pero ésta, a la vez, tiene necesidad de su efecto. Es de ella de donde éste saca su energía, pero también él se la restituye a su vez y, por consiguiente, no puede desaparecer sin que ella se resienta (4). Por ejemplo, la reacción social que constituye la pena es debida a la intensidad de los sentimientos colectivos que ofende el delito; pero por otra parte, ella tiene por función útil el mantener estos sentimientos en el mismo grado de intensidad, porque no tardarían en enervarse si los delitos que ellos sufren no fueran castigados (5). De la misma manera, a medida que el medio social se vuelve más complejo y más movible, las tradiciones, las creencias ya elaboradas se alteran, se hacen algo más indeterminadas y más flexibles y se desarrollan las facultades reflexivas, pero estas mismas facultades son indispensables a las sociedades y a los individuos para adaptarse a un medio más movible y complejo (6). A medida que los hombres se ven obligados a rendir un trabajo más intenso, los productos de este esfuerzo se hacen más numerosos y de mejor calidad; pero estos productos más abundantes y mejores son necesarios para compensar los gastos que lleva consigo este afán más considerable (7). Así, lejos de que la causa de los fenómenos sociales consista en una anticipación mental de la función que ellos son llamados a llenar, esta función consiste, por el contrario, al menos en muchos casos, en mantener la causa preexistente de donde ellos se derivan; se encontrará entonces más fácilmente la primera, si la última es ya conocida.

Pero si no se debe proceder más que en segundo lugar a la determinación de la función, ésta no deja de ser necesaria para que la explicación del fenómeno sea completa. En efecto, si la utilidad del hecho no es lo que le hace ser, es preciso generalmente que éste sea útil para que pueda mantenerse. Porque basta con que no sirva para nada para que sea dañoso, puesto que, en este caso, cuesta sin aportar nada. Por tanto, si la generalidad de los fenómenos sociales tuviesen este carácter parasitario, el presupuestó de la organización sería deficitario y la vida social imposible. Por consiguiente, para dar de esta última una idea satisfactoria, es necesario mostrar cómo concurren entre sí los fenómenos de que se trata, a fin de poner a la sociedad en armonía consigo misma y con el exterior. Sin duda, la fórmula corriente que define la vida como una correspondencia entre el medio interno y el externo no es más que aproximada; sin embargo, ella es verdadera en general y, en consecuencia, para explicar un hecho de orden vital, no basta con mostrar la causa de que depende, es preciso además, en la mayor parte de los casos, encontrar el papel que le corresponde en el establecimiento de esta armonía general.


2

Una vez distinguidas estas dos cuestiones, no es preciso determinar el método según el cual deben resolverse.

El método de explicación seguido generalmente por los sociólogos, al mismo tiempo que finalista es psicológico. Estas dos tendencias son solidarias entre sí. En efecto, si la sociedad no es más que un sistema de medios instituidos por los hombres con miras a ciertos fines, estos fines sólo pueden ser individuales; porque, antes que la sociedad, no podían existir más que individuos. Por lo tanto, es del individuo de donde emanan las ideas y necesidades que han determinado la formación de las sociedades y si es de él de donde viene todo, es necesariamente por él por lo que se debe explicar todo. Además, en la sociedad no hay nada más que conciencias particulares; es entonces en estas últimas donde se encuentra la fuente de toda evolución social. En consecuencia, las leyes sociológicas no podrán ser más que un corolario de las leyes más generales de la psicología; la explicación suprema de la vida colectiva consistirá en hacer ver cómo ella dimana de la naturaleza humana en general, bien se la deduzca de ella directamente y sin observación previa, bien se la vincule a ella después de haberla observado.

Estos términos son poco más o menos textualmente los que emplea Auguste Coomte para caracterizar su método. Puesto que el fenómeno social -dice él- concebido en su totalidad no es en el fondo más que un simple desarrollo de la humanidad, sin ninguna creación de facultades en absoluto, lo mismo que he dicho anteriormente, todas las disposiciones efectivas que la observación sociológica pueda revelar sucesivamente deberán encontrarse al menos en germen en este tipo primordial que la biología ha construido por adelantado para la sociología (8).

Es que, según él, el hecho que domina la vida social es el progreso y, por otra parte, el progreso depende de un factor exclusivamente psíquico, a saber, la tendencia que empuja al hombre a desarrollar cada vez más su naturaleza. Incluso los hechos sociales se derivarían tan inmediatamente de la naturaleza humana que, durante las primeras fases de la historia, podrían deducirse de la misma directamente sin que fuese necesario recurrir a la observación (9). Es verdad que reconoce Comte que es imposible aplicar este método deductivo a los períodos más avanzados de la evolución. Sólo que esta imposibilidad es puramente práctica. Se refiere a que la distancia entre el punto de partida y el de llegada se vuelve demasiado considerable para que el espíritu humano, si intentara recorrerlo sin guía, no corriese el riesgo de perderse (10). Pero la relación entre las leyes fundamentales de la naturaleza humana y los últimos resultados del progreso no deja de ser analítica. Las formas más complejas de la civilización no son más que la vida psíquica desarrollada. Así, aunque las teorías de la psicología no pueden bastar como premisas del razonamiento sociológico, son la piedra de toque única que permite probar la validez de las proposiciones establecidas inductivamente. Ninguna ley de sucesión social -dice Comte- indicada por el método histórico, incluso con toda la autoridad posible, se deberá admitir de un modo definitivo sino después de haber sido relacionada racionalmente, de un modo directo o indirecto, pero siempre indiscutible, con la teoría positiva de la naturaleza humana (11). Por tanto, será siempre la psicología la que tendrá la última palabra.

Éste es igualmente el método seguido por Spencer. En efecto, según él, los dos factores primarios de los fenómenos sociales son el medio cósmico y la constitución física y moral del individuo (12). Ahora bien, el primero no puede tener influencia de la sociedad más que a través de la última, que de este modo resulta ser el motor esencial de la evolución social. Si se forma la sociedad, es para permitir al individuo realizar su naturaleza, y todas las transformaciones por las que ella ha pasado no tienen otro objeto que hacer esa realización más fácil y más completa. Antes de proceder a ninguna investigación sobre la organización social, Spencer, siguiendo este principio, ha creído deber consagrar casi todo el primer tomo de sus Principios de sociología al hombre primitivo físico, emocional e intelectual. La ciencia de la sociología -dice él- parte de unidades sociales sometidas a las condiciones que hemos visto, constituidas física, emocional e intelectualmente, y en posesión de ciertas reglas adquiridas temprano y de los sentimientos correspondientes (13). Y es sin duda en estos sentimientos, el temor a los vivos y el temor a los muertos, donde él encuentra el origen del gobierno religioso (14). Admite, es cierto, que, una vez formada, la sociedad reacciona sobre los individuos (15). Pero no se desprende que tenga el poder de engendrar directamente el menor hecho social; ella no tiene eficacia causal en este aspecto más que por intermedio de los cambios que determina en el individuo. Además, esta acción que el cuerpo social ejerce sobre sus miembros no puede tener nada de específica, puesto que los fines políticos no son nada en sí mismos, sino una simple expresión resumida de los fines individuales (16). Entonces no puede ser otra cosa que una especie de retorno de la actividad privada sobre sí misma. Sobre todo, no se ve en qué puede consistir en las sociedades industriales, que tienen precisamente por objeto hacer que el individuo sea él mismo y que sean auténticos sus impulsos naturales, desembarazándolos de toda coacción social.

Este principio no sólo se encuentra en la base de estas grandes doctrinas de sociología general, inspira también un gran número de teorías particulares. Es así como se explica corrientemente la organización doméstica por los sentimientos que los padres tienen por sus hijos y éstos por aquéllos; la institución del matrimonio, por las ventajas que presenta para los esposos y su descendencia; la pena, por la cólera que determina en el individuo toda lesión grave de sus intereses. Toda la vida económica, tal como la conciben y explican los economistas, sobre todo la escuela ortodoxa, depende en definitiva de este factor puramente individual, el deseo de riquezas. ¿Se trata de la moral? Se hace a los deberes del individuo consigo mismo la base de la ética. ¿De la religión? Se ve en ella un producto de las impresiones que las grandes fuerzas de la naturaleza o ciertas personalidades eminentes despiertan en el hombre, etcétera.

Pero este método no es aplicable a los fenómenos sociológicos más que a condición de desnaturalizarlos. Basta para tener la prueba de ello con ver la definición que hemos dado de los mismos. Puesto que su característica esencial consiste en el poder que tienen de ejercer fuera una presión sobre las conciencias individuales, es que no se derivan de ellas, y en consecuencia la sociología no es un corolario de la psicología. Porque este poder coactivo testimonia que ellos expresan una naturaleza diferente de la nuestra, puesto que no penetran en nosotros más que por la fuerza o, por lo menos, arrojando sobre nosotros un peso más o menos grande. Si la vida social no fuese más que una prolongación del ser individual, no se la vería remontar así hacia su fuente e invadirla impetuosamente. Puesto que la autoridad ante la que se inclina el individuo cuando obra, siente o piensa socialmente, le domina en este punto, es porque ella es un producto de fuerzas que le rebasan y de las que no sabría, por consiguiente, dar explicación. No es de él de donde puede venir este impulso exterior que él sufre, por lo tanto no es lo que pasa en él lo que puede explicar. Es verdad que nosotros no somos incapaces de coaccionarnos a nosotros mismos; podemos contener nuestras tendencias, nuestros hábitos, incluso nuestros instintos y detener su desarrollo por un acto inhibitorio. Pero los movimientos inhibitorios no se pueden confundir con los que constituyen la coacción social. El proceso de los primeros es centrífugo; el de los últimos, centrípeto. Unos se elaboran en la conciencia individual y tienden en seguida a exteriorizarse; los otros son al principio exteriores al individuo, al que tienden en seguida a formar, desde fuera, a su imagen. La inhibición es, si se quiere, el medio por el cual produce sus efectos psíquicos la coacción social; ella no es esta coacción.

Ahora bien, descartado el individuo, no queda más que la sociedad; por tanto, es en la naturaleza de la sociedad misma donde hay que ir a buscar la explicación de la vida social. Se concibe, en efecto, que puesto que ella rebasa infinitamente al individuo tanto en el tiempo como en el espacio, se encuentre en estado de imponer las formas de obrar y pensar que élla ha consagrado por su propia autoridad. Esta presión, que es el signo distintivo de los hechos sociales, es la que ejercen todos sobre cada uno.

Pero, se dirá, puesto que los únicos elementos de que está formada la sociedad son los individuos, el origen primero de los fenómenos sociológicos no puede ser más que psicológico. Razonando así, se puede establecer con facilidad que los fenómenos biológicos se explican analíticamente por los fenómenos inorgánicos. En efecto, es muy cierto que no hay en la célula viva más que moléculas de materia bruta. Sólo que ellas están asociadas y es esta asociación la causa de estos fenómenos nuevos que caracterizan la vida y cuyo germen es imposible encontrar en ninguno de los elementos asociados. Y es que un todo no es idéntico a la suma de sus partes, hay alguna otra cosa cuyas propiedades difieren de las que presentan las partes de que está compuesto. La asociación no es, como se ha creído algunas veces, un fenómeno infecundo por sí mismo, que consiste simplemente en poner en relaciones externas hechos adquiridos y propiedades constituidas. ¿No es, por el contrario, la fuente de todas las novedades que se han producido sucesivamente en el curso de la evolución general de las cosas? ¿Qué diferencias hay entre los organismos inferiores y los demás, entre el ser vivo organizado y la unidad celular, entre ésta y las moléculas inorgánicas que la componen, sino diferencias de asociación? Todos estos seres, en último término, se resuelven en elementos de la misma naturaleza; pero estos elementos están aquí yuxtapuestos, allí asociados; aquí asociados de una manera, allí, de otra. Incluso hay el derecho de preguntarse si esta ley no penetra hasta en el reino mineral y si las diferencias que separan los cuerpos no organizados no tienen el mismo origen.

En virtud de este principio, la sociedad no es una simple suma de individuos, sino que el sistema formado por su asociación representa una realidad específica que tiene sus caracteres propios. Sin duda, no puede producirse nada colectivo si no existen las conciencias particulares; pero esta condición necesaria no es suficiente. Es preciso además que estas conciencias estén asociadas, combinadas, y ello de cierta manera; es de esta organización de donde resulta la vida social y, en consecuencia, es esta combinación la que la explica. Agregándose, penetrándose, fusionándose, las almas individuales dan nacimiento a un ser psíquico, si se quiere, pero que constituye una individualidad psíquica de un género nuevo (17). Es entonces en la naturaleza de esta individualidad, no en la de las unidades componentes, donde hay que ir a buscar las causas próximas y determinantes de los hechos que se producen en ella. El grupo piensa, siente, obra de un modo completamente distinto que sus miembros, si éstos estuvieran aislados. Entonces si se parte de estos últimos, no se podrá comprender nada de lo que pasa en el grupo. En una palabra, hay entre la psicología y la sociología la misma solución de continuidad que entre la biología y las ciencias físico-químicas. Por consiguiente, todas las veces que un fenómeno social es explicado directamente por un fenómeno psíquico, se puede asegurar que la explicación es falsa.

Acaso se responda que si la sociedad, una vez formada, es realmente la causa próxima de los fenómenos sociales, los motivos que han determinado su formación son de naturaleza psicológica. Estamos de acuerdo en que, cuando los individuos están asociados, su asociación puede dar nacimiento a una vida nueva, pero se pretende que ella no pueda tener lugar más que por razones individuales. Pero, en realidad, por muy lejos que nos remontemos en la historia, el hecho de la asociación es el más obligatorio de todos, porque es la fuente de todas las demás obligaciones. A consecuencia de mi nacimiento, estoy unido de un modo obligatorio a un pueblo determinado. Se dice que después, una vez adulto, doy mi conformidad a esta obligación por el solo hecho de que continúo viviendo en mi país. ¿Pero qué importa? Esta aquiescencia no le quita su carácter imperativo. Una presión aceptada y sufrida voluntariamente no deja de ser una presión. Además, ¿cuál puede ser el alcance de esta adhesión? En principio, es forzada, porque en la inmensa mayoría de los casos nos es material y moralmente imposible despojarnos de nuestra nacionalidad; tal cambio se considera generalmente como una apostasía. Además, no puede concernir al pasado que no ha podido ser consentido y que, sin embargo, determina el presente: yo no he querido la educación que he recibido; ahora bien, es ella, con preferencia, la que me fija al suelo nativo. En fin, no podría tener valor moral para el porvenir en tanto en cuanto éste sea desconocido. No conozco siquiera todos los deberes que pueden incumbirme un día u otro en mi condición de ciudadano; ¿cómo podría dar mi conformidad por adelantado? Ahora bien, ya hemos demostrado que todo lo obligatorio tiene su fuente fuera del individuo. Mientras no se salga de la historia, el hecho de la asociación presenta los mismos caracteres que los demás y, por tanto, se explica de la misma manera. Por otra parte, como todas las sociedades han nacido de otras sociedades sin solución de continuidad, se puede tener la seguridad de que, en todo el curso de la evolución social, no ha habido un momento en que los individuos hayan realmente deliberado para saber si entrarían o no en la vida colectiva, y en ésta más bien que en aquélla. Para que pudiera plantearse la cuestión, sería necesario remontarse hasta los primeros orígenes de toda sociedad. Pero las soluciones, siempre dudosas, que se pueden aportar a estos problemas no podrían en ningún caso afectar al método con arreglo al cual deben ser tratados los hechos ofrecidos por la historia. Por lo tanto, no tenemos que discutirlos.

Pero se interpretaría mal nuestro pensamiento si se dedujera de lo que precede la conclusión de que la sociedad, según nosotros, debe, e incluso puede, hacer abstracción del hombre y de sus facultades. Está claro, por el contrario, que los caracteres generales de la naturaleza humana entran en el trabajo de elaboración del que procede la vida social. Sólo que no son ellos los que la suscitan ni le dan su forma especial; solamente la hacen posible. Las representaciones, las emociones, las tendencias colectivas no tienen por causas generatrices ciertos estados de la conciencia de los particulares, sino las condiciones en que se encuentra el cuerpo social en conjunto. Sin duda, ellas no pueden realizarse más que si las naturalezas individuales no les son refractarias; pero éstas no son más que la materia indeterminada que el factor social determina y transforma. Su aportación consiste exclusivamente en estados muy generales, en predisposiciones vagas y, en consecuencia, plásticas, que por sí mismas no podrían tomar las formas definidas y complejas que caracterizan los fenómenos sociales, si no intervinieran otros agentes.

¡Qué abismo existe, p. ej., entre los sentimientos que el hombre experimenta frente a fuerzas superiores a la suya y la institución religiosa con sus creencias, sus prácticas tan múltiples y complicadas, su organización material y moral; entre las condiciones psíquicas de la simpatía que dos seres de la misma sangre experimentan entre sí (18) y este conjunto lleno de reglas jurídicas y morales que determinan la estructura de la familia, las relaciones recíprocas entre las personas, de las cosas con las personas, etc.! Hemos visto que aunque la sociedad se reduzca a una plebe desorganizada, los sentimientos que se forman en ella pueden no sólo no parecerse, sino ser opuestos a la media de los sentimientos individuales. ¡Cuán grande tiene que ser la separación cuando la presión que sufre el individuo es la de una sociedad regular en la que, a la acción de los contemporáneos, se añade la de las generaciones anteriores y la de la tradición! Por tanto, una explicación puramente psicológica de los hechos sociales no puede sino dejar escapar todo lo que ellos tienen de específico, es decir, de social.

Lo que ha ocultado a los ojos de tantos sociólogos la insuficiencia de este método es que tomando el efecto por la causa, les ha ocurrido muchas veces que han asignado a los fenómenos sociales ciertos estados psíquicos, relativamente definidos y especiales, pero que en realidad son su consecuencia. Así se ha considerado como innato al hombre un cierto sentimiento de religiosidad, un cierto mínimo de celo sexual, de piedad filial, de amor paternal, etcétera, y es así como se ha querido explicar la religión, el matrimonio, la familia. Pero la historia muestra que estas inclinaciones, lejos de ser inherentes a la naturaleza humana, no se dan en absoluto en ciertas circunstancias sociales, o presentan, de una sociedad a otra, variaciones tales que el residuo que se obtiene eliminando todas las diferencias, y que es el único que se puede considerar como de origen psicológico, se reduce a una cosa vaga y esquemática que deja a una distancia infinita los hechos que se trata de explicar. Es, por tanto, que estos sentimientos proceden de la organización colectiva, lejos de ser su base. Incluso no se ha probado del todo que la tendencia a la sociabilidad haya sido desde el origen un instinto congénito del género humano. Es mucho más natural ver en ella un producto de la vida social, que se ha organizado lentamente en nosotros; porque es un hecho de la observación que los animales son sociables o no según que las condiciones de su medio ambiente les obliguen a la vida común o les alejen de ella. Y hay que añadir todavía que incluso entre estas inclinaciones más determinadas y la realidad social, la separación continúa siendo considerable.

Hay además un medio de aislar casi completamente el factor psicológico, de forma que se pueda precisar la amplitud de su acción, y es investigar de qué manera influye la raza en la evolución social. En efecto, los caracteres étnicos son de orden psíquico-orgánico. Entonces la vida social debe variar cuando ellos varíen, si los fenómenos psicológicos tienen sobre la sociedad la eficacia causal que se les atribuye. Ahora bien, nosotros no conocemos ningún problema social que esté colocado bajo la dependencia indiscutible de la raza. Sin duda, no podríamos conceder a esta proposición el valor de una ley; podemos al menos afirmarla como un hecho constante de nuestra práctica. Las formas de organización más diversas se encuentran en sociedades de la misma raza, mientras que se observan semejanzas impresionantes entre sociedades de razas diferentes. La ciudad ha existido en los fenicios, como en los romanos y en los griegos; se la encuentra en vía de formación en las cábilas. La familia patriarcal estaba casi tan desarrollada en los judíos como en los hindúes, pero no la hallamos en los eslavos, que, sin embargo, son de raza aria. Por el contrario, su tipo familiar existe también en los árabes. La familia maternal y el clan se observan por todas partes. El detalle de las pruebas judiciales, de las ceremonias nupciales es el mismo en los pueblos más diferentes desde el punto de vista étnico. Si ello es así, resulta que la aportación psíquica es demasiado general para predeterminar el curso de los fenómenos sociales. Puesto que no implica una forma social con preferencia a otra, no puede explicar ninguna. Es cierto que hay algunos hechos a los que se suele atribuir la influencia de la raza. Así se explica, especialmente, cómo ha sido tan rápido e intenso el desarrollo de las letras y las artes en Atenas, tan lento y mediocre en Roma. Pero esta interpretación de los hechos, por ser clásica, no ha sido nunca demostrada metódicamente; parece que obtiene casi toda su autoridad tan sólo de la tradición. Incluso ni siquiera se ha intentado ver si no sería posible una explicación sociológica de los mismos fenómenos y estamos convencidos de que se podría intentar con éxito esta tarea. En resumen, cuando se atribuye con tanta rapidez el carácter artístico de la civilización ateniense a facultades estéticas congénitas, se procede aproximadamente como lo hacía la Edad Media cuando explicaba el fuego por medio de la flogística y los efectos del opio por su virtud adormecedora.

En fin, si la evolución social tuviera realmente su origen en la constitución psicológica del hombre, no se comprende cómo habría podido producirse. Porque entonces debería admitirse que ella tiene por motor algún resorte interior de la naturaleza humana. ¿Pero cuál podría ser este resorte? ¿Sería esta especie de instinto del que habla Comte y que impulsa al hombre a realizar cada vez más su naturaleza? Pero esto es responder a la pregunta con la pregunta y explicar el progreso por medio de una tendencia innata al propio progreso, verdadera entidad metafísica cuya existencia no la demuestra nada; porque las especies animales, incluso las más elevadas, no están en modo alguno aguijoneadas por la necesidad de progresar, e incluso entre las sociedades humanas hay muchas que se complacen en permanecer indefinidamente estancadas. ¿Sería, como parece opinar Spencer, la necesidad de una mayor felicidad, la cual estaría destinada a realizar, de una manera más completa cada vez, las formas también más complejas de civilización? Entonces sería necesario decir que la felicidad crece con la civilización y nosotros ya hemos expuesto en otra parte las dificultades que plantea esta hipótesis (19). Pero hay más; aunque se debiera admitir uno de estos dos postulados, no se haría inteligible, por ello, el desarrollo histórico; porque la explicación que resultaría de ello sería puramente finalista y hemos demostrado anteriormente que los hechos sociales, como todos los fenómenos naturales, no son explicados por el hecho de que se haga ver que sirven para algún fin. Cuando se ha demostrado plenamente que las organizaciones sociales cada vez más ilustradas que se han sucedido en el curso de la historia han tenido por efecto satisfacer cada vez más tal o cual de nuestros deseos fundamentales, no se ha hecho comprender por ello cómo se han producido. El hecho de que fueran útiles no nos enseña quién les ha hecho serlo. Aun cuando se explicase cómo hemos llegado a imaginárnoslas, haciendo así un plan previo para representarnos los servicios que podíamos alcanzar de ellas, y el problema es difícil, las alabanzas de que podrían ser objeto por esta causa no tendrían la virtud de sacarlas de la nada. En una palabra, admitido que son los medios necesarios para alcanzar el fin perseguido, continúa en pie la pregunta: ¿Cómo, es decir, de qué y por qué están constituidos estos medios?

Entonces llegamos a la regla siguiente: La causa determinante de un hecho social debe buscarse entre los hechos sociales antecedentes y no entre los estados de la conciencia individual. Por otra parte, se concibe fácilmente que todo lo que precede se aplica a la determinación de la función, así como a la determinación de la causa. La función de un hecho social no puede ser más que social, es decir, que consiste en la producción de efectos socialmente útiles. Sin duda, puede ocurrir y sucede en realidad que de rechazo sirva también al individuo. Pero este resultado feliz no es su razón de ser inmediata. Por tanto, podemos completar la proposición anterior diciendo: La función de un hecho social debe buscarse siempre en la relación que tiene con algún fin social.

Por haber desconocido muchas veces esta regla y por haber considerado los fenómenos sociales desde un punto de vista demasiado psicológico, es por lo que las teorías de los sociólogos parecen a muchas personas demasiado vagas, demasiado etéreas, demasiado alejadas de la naturaleza especial de las cosas que ellos creen explicar. Especialmente el historiador que vive en la intimidad de la realidad social no puede dejar de sentir profundamente cuán impotentes para adaptarse a los hechos son estas interpretaciones demasiado generales; y es esto sin duda lo que ha producido en parte la desconfianza que la historia ha demostrado muchas veces hacia la sociología. Es claro que esto no quiere decir que no sea indispensable para el sociólogo el estudio de los hechos psíquicos. Si bien la vida colectiva no se deriva de la individual, una y otra están estrechamente relacionadas; si bien la última no puede explicar la primera, puede por lo menos facilitar su explicación. En primer lugar, como hemos demostrado, es indiscutible que los hechos sociales son producidos por una elaboración sui generis de hecho psíquicos. Pero además esta misma elaboración no carece de analogías con la que se produce en cada conciencia individual y que transforma progresivamente los elementos primarios (sensaciones, reflejos, instintos) de que ella está originariamente constituida. No se ha dicho sin motivo del yo que él mismo era una sociedad, con el mismo título que el organismo, aunque de una u otra manera los psicólogos han demostrado hace tiempo la importancia del factor asociación para la explicación de la vida del espíritu. Una cultura psicológica, todavía más que una cultura biológica, constituye entonces para el sociólogo una propedéutica necesaria; pero no le será útil más que a condición de que se libere de ella después de haberla recibido y que la rebase completándola con una cultura especialmente sociológica. Es preciso que renuncie a hacer, de algún modo, de la psicología el centro de sus operaciones, el punto de donde deben partir y a donde pueden llevarle las excursiones que se arriesgue a hacer en el mundo social, y que se establezca en el corazón mismo de los hechos sociales para observarlos de frente y sin intermediarios, no demandando de la ciencia del individuo más que una preparación general y, en caso necesario, sugestiones útiles (20).


3

Puesto que los hechos de la morfología social son de la misma naturaleza que los fenómenos fisiológicos, se deben explicar de acuerdo con la regla que acabamos de enunciar. Sin embargo, se desprende de todo lo que precede que desempeñan en la vida colectiva, y por consiguiente en las explicaciones sociológicas, un papel preponderante.

En efecto, si la condición determinante de los fenómenos sociales consiste, como hemos visto, en el hecho mismo de la asociación, deben variar con las formas de esta asociación, es decir, siguiendo el modo en que están agrupadas las partes constituyentes de la sociedad. Por otra parte, puesto que el conjunto determinado que forman por su reunión los elementos de toda naturaleza que entran en la composición de una sociedad lo constituye el medio interno, de la misma manera que el conjunto de los elementos anatómicos por la forma en que están dispuestos en el espacio constituye el medio interno de los organismos, se podrá decir: El primer origen de todo proceso social de alguna importancia debe buscarse en la constitución del medio social interno.

Incluso es posible precisar más. En efecto, los elementos que componen este medio son de dos clases: cosas y personas. Entre las cosas hay que comprender, además de los objetos materiales incorporados a la sociedad, los productos de la actividad social anterior, el derecho constituido, las costumbres establecidas, los monumentos literarios, artísticos, etc. Pero está claro que no es ni de los unos ni de los otros de donde puede venir el impulso que determina las transformaciones sociales, porque ellas no encierran ninguna potencia motriz. Sin duda, habrá que tenerlos en cuenta en las explicaciones que se den. Tienen en efecto cierta influencia en la evolución social, cuya velocidad y dirección varían según como sean ellos; pero no tienen nada de lo que es necesario para ponerla en marcha. Son la materia a la que se aplican las fuerzas vivas de la sociedad, pero por sí mismos no producen ninguna fuerza viva. Por consiguiente, queda, como factor activo, el medio propiamente humano.

Entonces el esfuerzo principal del sociólogo deberá tender a descubrir las propiedades de este medio que sean susceptibles de ejercer una acción sobre el curso de los fenómenos sociales. Hasta ahora hemos encontrado dos series de caracteres que responden de un modo eminente a esta condición: el número de unidades sociales o, como hemos dicho también, el volumen de la sociedad y el grado de concentración de la masa, o lo que hemos llamado densidad dinámica. Por esta última palabra hay que entender no la unión puramente material del agregado que no puede tener efecto si los individuos o los grupos de individuos están separados por vacíos morales, sino la unión moral de la cual la anterior es tan sólo un auxiliar y con bastante frecuencia su consecuencia. La densidad dinámica se puede definir, en igualdad de volumen, en función del número de individuos que están efectivamente en relaciones no solamente comerciales, sino morales; es decir, que no sólo intercambian servicios o se hacen la competencia, sino que viven una vida común. Porque, como las relaciones puramente económicas dejan a los hombres fuera los unos de los otros, puede darse el caso de numerosas relaciones económicas sin que por ello participen los hombres en la misma existencia colectiva. Los negocios que unen por encima de las fronteras que separan a los pueblos no hacen que no existan estas fronteras. Ahora bien, la vida común no puede ser afectada más que por el número de personas que colaboren en ella eficazmente. Por este motivo, lo que expresa mejor la densidad dinámica de un pueblo es el grado de fusión de los sectores sociales. Porque si cada agregado parcial forma un todo, una individualidad distinta separada de las demás por una barrera, es que la acción de sus miembros en general permanece localizada allí; si, por el contrario, estas sociedades parciales están confundidas en el seno de la sociedad total o tienden a confundirse en ella, es que el círculo de la vida social se ha extendido en la misma proporción.

En cuanto a la densidad material -si, al menos, se entiende por tal no solamente al número de habitantes por unidad de superficie, sino el desarrollo de las vías de comunicación y transmisión-, ella marcha de ordinario al mismo paso que la densidad dinámica y, en general, puede servir para medirla, Porque si las diferentes partes de la población tienden a aproximarse, es inevitable que ellas se abran el camino que permita esta aproximación; por otra parte, no se pueden establecer relaciones entre puntos distantes de la masa social más que si esta distancia no es un obstáculo, es decir, si está en realidad suprimida. Sin embargo, hay excepciones (21) y nos expondríamos a serios errores si juzgáramos siempre la concentración moral de una sociedad según el grado de concentración material que ella presenta. Las carreteras, las líneas férreas, etc., pueden servir más para el movimiento de los negocios que para la fusión de la población, que ellas no expresan más que de una manera imperfecta. Éste es el caso de Inglaterra, cuya densidad material es superior a la de Francia, y sin embargo la fusión de los sectores sociales es menos avanzada, como lo prueba la persistencia del espíritu local y de la vida regional.

Hemos demostrado en otra parte cómo todo aumento del volumen y de la densidad dinámica de las sociedades, haciendo la vida social más intensa, extendiendo el horizonte que cada individuo abraza con su pensamiento y llena con su acción, modifica profundamente las condiciones fundamentales de la existencia colectiva. No vamos a volver sobre la aplicación que hicimos entonces de este principio. Añadamos tan sólo que nos ha servido para tratar no solamente la cuestión demasiado general que constituye el objeto de este estudio, sino otros muchos problemas más especiales, y que hemos podido comprobar así su exactitud mediante un número respetable de experimentos. Sin embargo, está muy lejos de que creamos haber encontrado todas las particularidades del medio social susceptibles de desempeñar un papel en la explicación de los hechos sociales. Todo lo que podemos decir es que éstos son los únicos que hemos percibido y que no hemos intentado investigar otros.

Pero esta especie de preponderancia que atribuimos al medio social y más particularmente al medio humano, no implica que sea preciso ver en él una especie de hecho último y absoluto más allá del cual no se pueda llegar. Es evidente, por el contrario, que el estado en que él se encuentra en cada momento de la historia depende de causas sociales, de las cuales unas son inherentes a la sociedad misma mientras que otras se refieren a las acciones y reacciones que se intercambian entre esta sociedad y sus vecinas. Además, la ciencia no conoce causas primeras en el sentido absoluto de la palabra. Para ella un hecho es primario simplemente cuando es bastante general para explicar un gran número de otros hechos. Ahora bien, el medio social es ciertamente un factor de este género; porque los cambios que se producen en él, cualesquiera que sean sus causas, repercuten en todas las direcciones del organismo social y no pueden dejar de afectar más o menos a todas las funciones.

Lo que acabamos de decir del medio general de la sociedad se puede repetir de los medios especiales de cada uno de los grupos particulares que ella encierra. Por ejemplo, según que la familia sea más o menos grande, o esté más o menos replegada sobre sí misma, será completamente distinta la vida doméstica. De la misma manera, si las corporaciones profesionales se reconstituyen de manera que cada una de ellas se ramifique por toda la extensión del territorio en lugar de quedar encerrada, como en otros tiempos, en los límites de una ciudad, la acción que ellas ejercen será muy distinta de la que ejercieron otras veces. De un modo más general, la vida profesional será completamente distinta según que el medio propio de cada profesión esté fuertemente constituido o que su urdimbre sea floja como lo es hoy día. Sin embargo, la acción de estos medios particulares no podría tener la importancia del medio general; porque ellos mismos están sometidos a la influencia del último. Es siempre a éste al que es preciso volver. Es la presión que él ejerce sobre estos grupos parciales la que hace variar su constitución.

Esta concepción del medio social como factor determinante de la evolución colectiva es de la mayor importancia. Porque si se la rechaza, la sociología se encuentra en la imposibilidad de establecer ninguna relación de causalidad.

En efecto, descartado este orden de causas, no hay condiciones concomitantes de las que puedan depender los fenómenos sociales, porque si el medio social externo, es decir, el que está formado por las sociedades del medio ambiente, es susceptible de tener alguna acción, es apenas tan sólo sobre las funciones que tienen por objeto el ataque y la defensa, y además no puede hacer sentir su influencia más que por la intervención del medio social. Las principales causas del desarrollo histórico no se encontrarían entonces entre las circumfusa; estarían todas en el pasado. Formarían parte ellas mismas de este desarrollo del que constituirían simplemente fases más antiguas. Los acontecimientos actuales de la vida social se derivarían no del estado actual de la sociedad, sino de acontecimientos anteriores, de precedentes históricos, y las explicaciones sociológicas consistirían exclusivamente en unir el presente al pasado.

Es verdad que acaso parezca que esto es suficiente. ¿No se dice corrientemente que la historia tiene precisamente por objeto encadenar los acontecimientos según su orden de sucesión? Pero es imposible concebir cómo el estado en que se encuentra la civilización en un momento dado podría ser la causa determinante del estado que la sigue. Las etapas que recorre sucesivamente la humanidad no se engendran entre sí. Se comprende bien que los progresos realizados en una época determinada en el orden jurídico, económico, político, etc., hagan posibles nuevos progresos; pero ¿hasta qué punto los predeterminan? Son un punto de partida que permite ir más lejos, ¿pero qué es lo que nos incita a ir más lejos? Sería entonces necesario admitir una tendencia interna que impulsa a la humanidad a rebasar cada vez los resultados adquiridos, bien para realizarse completamente, bien para aumentar su felicidad, y el objeto de la sociología sería encontrar el orden con arreglo al cual se ha desarrollado esta tendencia. Pero sin volver sobre las dificultades que implicéi semejante hipótesis, la ley que expresa este desarrollo no podría, en todo caso, tener nada de causal. En efecto, no se puede establecer una relación de causalidad más que entre dos hechos dados; ahora bien, esta tendencia, a la que se atribuye la causa de este desarrollo, no existe; sólo es postulada y construida por el espíritu de acuerdo con los efectos que se le atribuyen. Es una especie de facultad motriz que imaginamos existe bajo el movimiento para dar cuenta del mismo; pero la causa eficiente de un movimiento no puede ser más que otro movimiento, no una virtualidad de este género. Por consiguiente, todo lo que alcanzamos en la especie experimentalmente es una serie de cambios entre los cuales no existe ningún vínculo causal. El estado antecedente no produce el consecuente, sino que la relación entre ellos es meramente cronológica. Además, en estas condiciones toda previsión científica es imposible. Podemos decir cómo han sucedido las cosas hasta el presente, no en qué orden se sucederán en adelante, porque la causa de la que, según se dice, dependen no está determinada ni es determinable científicamente. Es cierto que de ordinario se admite que la evolución continuará en el mismo sentido que en el pasado, pero esto es en virtud de un mero postulado. Nada nos asegura que los hechos realizados expresen de una manera tan completa la naturaleza de esta tendencia como para que podamos prejuzgar el fin a que aspira teniendo en cuenta aquellos por los que ha pasado sucesivamente. ¿Por qué ha de ser rectilínea incluso la dirección que sigue e imprime?

He aquí por qué en realidad el número de relaciones causales establecidas por los sociólogos es tan restringido. Salvo algunas excepciones, de las que Montesquieu es el ejemplo más ilustre, la antigua filosofía de la historia se ha dedicado únicamente a descubrir el sentido general en que se orienta la humanidad, sin intentar vincular las fases de esta evolución a ninguna condición concomitante. Por grandes que sean los servicios que Comte haya prestado a la filosofía social, los términos en que él plantea el problema sociológico no difieren de los precedentes. Además, su famosa ley de los tres estadios no tiene nada de relación de causalidad; y aunque fuese exacta, no es ni puede ser sino empírica. Es sólo un vistazo histórico sobre la historia pasada del género humano. Comte considera de un modo completamente arbitrario al tercer estadio como el estadio definitivo de la humanidad. ¿Quién nos dice que no surgirá otro en el futuro? En fin, la ley que predomina en toda la sociología de Spencer no parece ser de otra naturaleza. Aunque fuera verdad que tendemos actualmente a buscar la felicidad en una civilización industrial, no hay nada que asegure que en adelante no la buscaremos en otra parte. Ahora bien, lo que contribuye a la generalidad y persistencia de este método es que se ha visto muchas veces en el medio social una vía por la cual se realiza el progreso, no la causa que lo determina.

Por otra parte, es igualmente en relación con este mismo medio como se debe medir el valor útil o, como hemos dicho, la función de los fenómenos sociales. Entre los cambios que ocasiona, sirven aquellos que están en relación con el estado en que se encuentra, puesto que es él la condición esencial de la existencia colectiva. Desde este punto de vista, también, creemos que la concepción que acabamos de exponer es fundamental, porque sólo ella permite explicar cómo puede variar el carácter útil de los fenómenos sociales sin depender, sin embargo, de arreglos arbitrarios. Si, en efecto, nos representamos la evolución histórica como movida por una especie de vis a tergo que empuja a los hombres hacia adelante, puesto que una tendencia motriz no puede tener más que un fin y uno solo, no puede haber en ella más que un punto de referencia con relación al cual se calcula la utilidad o el carácter nocivo de los fenómenos sociales. Resulta de ello que no existe y no puede existir más que un solo tipo de organización social que convenga perfectamente a la humanidad, y que las diferentes sociedades históricas no son más que aproximaciones sucesivas de este modelo único. No es necesario demostrar hasta qué punto semejante simplicidad es hoy inconciliable con la variedad y complejidad reconocida de las formas sociales. Si, por el contrario, la conveniencia o la no conveniencia de las instituciones no se puede establecer más que en relación con un medio dado, como estos medios son diversos, hay desde luego una diversidad de puntos de referencia y, en consecuencia, de tipos que siendo cualitativamente distintos entre sí están todos fundados igualmente en la naturaleza de los medios sociales.

Por tanto, la cuestión que acabamos de tratar está íntimamente unida a la que se refiere a la constitución de los tipos sociales. Si hay especies sociales, es que la vida colectiva depende ante todo de condiciones concomitantes que presentan cierta diversidad. Si, por el contrario, las principales causas de los acontecimientos sociales estuvieran todas ellas en el pasado, cada pueblo no sería más que la prolongación del que le ha precedido y las diferentes sociedades perderían su personalidad para convertirse únicamente en momentos diversos de un único y mismo desarrollo. Puesto que, por otra parte, la constitución del medio social procede del modo de composición de los agregados sociales, puesto que incluso estas dos expresiones son en el fondo sinónimas, tenemos ahora la prueba de que no hay caracteres más esenciales que los que hemos asignado como base a la clasificación sociológica.

En fin, se debe comprender ahora mejor que antes cuán injusto sería apoyar sobre estas palabras condiciones exteriores y del medio para acusar a nuestro método y buscar las fuentes de la vida fuera de los seres vivos. Por el contrario, las consideraciones que se acaban de leer se relacionan con la idea de que las causas de los fenómenos sociales son internas a la sociedad. Es más bien a la teoría que hace derivar a la sociedad del individuo a la que se podría reprochar justamente el sacar lo interior del exterior, puesto que ella explica el ser social por algo que no es él mismo y porque intenta deducir el todo de la parte. Los principios precedentes desconocen tan poco el carácter espontáneo de todo ser vivo que, si se les aplican a la biología y a la psicología, habrá que admitir que también la vida individual se elabora por completo en el interior del individuo.


4

De la serie de reglas que acaban de establecerse se desprende una cierta concepción de la sociedad y de la vida colectiva.

Sobre este punto, dos teorías contrarias se reparten las concepciones.

Para unos, como Hobbes y Rousseau, hay una solución de continuidad entre el individuo y la sociedad. El hombre es entonces refractario a la vida en común, no puede resignarse a ella más que a la fuerza. Los fines sociales no son el punto de convergencia de los fines individuales; son más bien sus contrarios. Además, para llevar al individuo a buscarlos hay que ejercer sobre él una coacción, y es en la institución y organización de esta coacción en lo que consiste, por excelencia, la obra social. Sólo por el hecho de que el individuo es considerado como la sola y única realidad del reino humano, esta organización, que tiene por objeto molestarle y sujetarle, no sólo es concebible como una cosa artificial. No se encuentra fundada en la naturaleza, puesto que está destinada a coaccionarle impidiéndole producir sus consecuencias antisociales. Es una obra artificial, una máquina completamente construida por la mano de los hombres y que, como todos los productos de este género, no es lo que es más que porque los hombres la han querido así; la ha creado un decreto de la voluntad, otro decreto la puede transformar. Ni Hobbes ni Rousseau parecen haberse dado cuenta de todo lo que hay de contradictorio en admitir que el propio individuo sea autor de una máquina que tiene por papel esencial dominarle y coaccionarle, o al menos les ha parecido que, para hacer desaparecer esta contradicción, bastaba con disimularla a los ojos de sus víctimas mediante el hábil artificio del pacto social.

Es en la idea contraria en la que se han inspirado los teóricos del derecho natural y los economistas y más recientemente Spencer (22). Para ellos, la vida social es esencialmente espontánea y la sociedad es una cosa natural. Pero si le confieren este carácter, no es que le reconozcan una naturaleza específica; es que le encuentran una base en la naturaleza del individuo. No más que los pensadores precedentes, ven en ella un sistema de cosas que existe por sí mismo, en virtud de causas que le son especiales. Pero en tanto que aquéllos no la conciban más que como un arreglo convencional al que ningún vínculo une a la realidad y que flota en el aire, por así decirlo, éstos le dan por cimientos los instintos fundamentales del corazón humano. El hombre está inclinado naturalmente a la vida política, doméstica, religiosa, a los intercambios, etcétera, y es de estas inclinaciones naturales de donde se deriva la organización social. Por consiguiente, en todas aquellas partes en que es normal, no tiene necesidad de imponerse. Cuando recurre a la coacción, es que no es lo que debe ser, o que las circunstancias son anormales. En principio, no hay más que dejar desarrollarse en libertad a las fuerzas sociales para que se organicen socialmente.

Ninguna de estas dos doctrinas es la nuestra.

Sin duda alguna, nosotros hacemos de la coacción la característica de todo hecho social. Sólo que esta coacción no proviene de una maquinaria más o menos sabia destinada a ocultar a los hombres las trampas en que ellos mismos se han cogido. Se debe simplemente a que el individuo se encuentra en presencia de una fuerza que le domina y ante la cual se inclina; pero esta fuerza es natural. No se deriva de un arreglo convencional al que la voluntad humana ha sobreañadido piezas reales; sale de las mismas entrañas de la realidad; es el producto necesario de ciertas causas concretas. Además, para llevar al individuo a someterse a ella de buen grado, no es necesario recurrir a ningún artificio; basta con hacerle darse cuenta de su estado de dependencia y de inferioridad natural, bien haga de ella por medio de la religión una representación sensible y simbólica o bien que se forme de ella por medio de la ciencia una noción adecuada y definida. Como la superioridad que la sociedad tiene sobre él no es simplemente física sino intelectual y moral, ella no tiene nada que temer del libre examen, siempre que se haga de él el empleo debido. La reflexión, haciendo comprender al hombre cuánto más rico, más complejo y más duradero es el ser social que el ser individual, no puede por menos que revelarle las razones inteligibles de la subordinación que se le exige y de los sentimientos de adhesión y respeto que la costumbre ha fijado en su corazón (23).

No es entonces más que una crítica singularmente superficial la que pudiese reprochar a nuestra concepción de la coacción el reproducir las teorías de Hobbes y de Maquiavelo. Pero, si en contra de estos filósofos, decimos que la vida social es natural, no es que encontremos su fuente en la naturaleza del individuo; es que ella se deriva directamente del ser colectivo, el cual es por sí mismo una naturaleza sui generis; es que ella resulta de esta elaboración especial a la que son sometidas las conciencias particulares por el hecho de su asociación y de donde se desprende una nueva forma de existencia (24). Si entonces reconocemos con unos filósofos que ella se presenta al individuo bajo el aspecto de la coacción, admitimos con los otros filósofos que es un producto espontáneo de la realidad; y lo que une lógicamente estos dos elementos, contradictorios en apariencia, es que esta realidad de la que dimana rebasa al individuo. Es decir, que estas palabras, coacción y espontaneidad, no tienen en nuestra terminología el sentido que da Hobbes a la primera y Spencer a la última.

En resumen, se ha podido objetar a la mayor parte de las tentativas que se han hecho para explicar racionalmente los hechos sociales que ellas hacían que se desvaneciera toda idea de disciplina social, o que no lograban mantenerla más que con ayuda de subterfugios mentirosos. Las reglas que acabamos de exponer permitían, por el contrario, hacer una sociología que vería en el espíritu de disciplina la condición esencial de toda vida en común, fundándola para ello en la razón y en la verdad.

 

Notas

(1) Cours de philosophie pos., IV, 262.

(2) Sociologie, III, 336.

(3) Division du travail, 1, II, caps. III y IV.

(4) No quisiéramos plantear aquí cuestiones de filosofía general, que estañan fuera de lugar. Sin embargo, observemos que si se estudiase mejor esta reciprocidad de la causa y el efecto, podría darnos un medio de reconciliar el mecanismo científico con la finalidad o finalismo que suponen la existencia y sobre todo la persistencia de la vida.

(5) Division du travall social, I, II, cap. II, y principalmente pág. 105 Y siguientes.

(6) Division du travall social, 52, 53.

(7) Ibíd. 301 y sigs.

(8) Cours de philos. pos., IV, 333.

(9) Ibíd., 345.

(10) Cours de philos, pos., 346.

(11) Ibíd.. 335.

(12) Principes de sociologie, I, 14, 14.

(13) Op. cit., I, 583.

(14) Ibíd., 582.

(15) Ibíd., 18.

(16) La sociedad existe para el provecho de sus miembros, los miembros no existen para el provecho de la sociedad ...; los derechos del cuerpo político no son nada en sí mismos, sólo llegan a ser algo a condición de encarnar los derechos de los individuos que lo componen (Op. cit., II, 20).

(17) He aquí en qué sentido y por qué motivos se puede y debe hablar de una conciencia colectiva distinta de las conciencias individuales. Para justificar esta distinción no es necesario realizar una hipóstasis de la primera; es una cosa especial y se debe designar con un término particular. simplemente porque los estados que la constituyen difieren específicamente de los que integran las conciencias particulares. Este carácter específico les viene del hecho de que están formados de los mismos elementos. Unos, en efecto, provienen de la naturaleza del ser orgánico-psíquico tomado aisladamente, los otros de la combinación de una pluralidad de seres de este género. Los resultados no pueden entonces dejar de ser distintos, puesto que los componentes difieren en este punto. Nuestra definición del hecho social no hacía, por otra parte, más que trazar de otra manera esta línea de demarcación.

(18) Y que es anterior a toda vida social. Ver sobre este punto Espinas, Sociétés animales, 474.

(19) Division du travail social, 1, II, cap. I.

(20) Los fenómenos psíquicos no pueden tener consecuencias sociales más que cuando están tan íntimamente unidos a los fenómenos sociales que la acción de los unos y los otros se confunde necesariamente. Así, un funcionario es una fuerza social, pero es al mismo tiempo un individuo. De aquí resulta que puede servirse de la energía social que detenta en un sentido determinado por su naturaleza individual y, por ello, puede tener cierta influencia en la constitución de la sociedad. Es lo que les ocurre a los hombres de Estado y más generalmente a los hombres de genio. Éstos, aun cuando no llenen una función social, sacan de los sentimientos colectivos de que son objeto una autoridad que es también una fuerza social, y que pueden poner en cierta medida al servicio de ideas personales. Pero se ve que estos casos son debidos a accidentes individuales y, en consecuencia, no podrían afectar a los rasgos constitutivos de la especie social que es la única que constituye el objeto de la ciencia. La restricción del principio anteriormente enunciado no es, por tanto, de gran importancia para el sociólogo.

(21) Hemos cometido el error, en nuestra Division du travail, de presentar de un modo exagerado la densidad material como expresión exacta de la densidad dinámica. Sin embargo, la sustitución de la segunda por la primera es absolutamente legítima en todo lo que concierne a los efectos económicos de aquélla; por ejemplo, en la división del trabajo como hecho puramente económico.

(22) La posición de Comte a este respecto es de un eclecticismo bastante ambiguo.

(23) He aquí por qué no es normal toda coacción. Sólo merece este nombre aquella que corresponde a alguna superioridad social, es decir, intelectual o moral. Pero la que un individuo ejerce sobre otro porque es más fuerte o más rico, sobre todo si esta riqueza expresa su valor social, es anormal y sólo se puede mantener por la violencia.

(24) Nuestra teoría es incluso más contraria a la de Hobbes que la del derecho natural. En efecto, para los partidarios de esta última doctrina, la vida colectiva no es natural más que en la medida en que puede ser deducida de la naturaleza individual. Ahora bien, en rigor sólo las formas más generales de la organización social pueden derivarse de este origen. En cuanto a los detalles, están demasiado alejados de la extrema generalidad de las propiedades físicas para que puedan ser vinculados a ellas; por ello parecen a los discípulos de esta escuela tan artificiales como a sus adversarios. Para nosbtros, por el contrario, todo es natural, incluso los arreglos más especiales, porque esto está fundado en la naturaleza de la sociedad.

 

CAPÍTULO SEXTO

REGLAS RELATIVAS A LA ADMINISTRACIÓN DE LA PRUEBA

 

1° El método comparativo, o experimentación indirecta, es el método de la prueba en sociología. Inutilidad del método llamado histórico por Comte. Respuesta a las objeciones de Mill relativas a la aplicación del método comparativo a la sociología. Importancia del principio: a un mismo efecto corresponde siempre una misma causa.
2° Por qué entre los diversos procedimientos del método comparativo es el método de las variaciones concomitantes el instrumento por excelencia de la investigación en sociología; su superioridad: 1° en tanto en cuanto aborda al vínculo causal por dentro; 2° en tanto en cuanto permite el empleo de documentos más elegidos y mejor criticados. Que la sociología, para ser reducida a un solo procedimiento, no se encuentra frente a las demás ciencias en estado de inferioridad, debido a la riqueza de las variaciones de que dispone el sociólogo. Necesidad de no comparar más que series continuas y amplias de variaciones y no variaciones aisladas.
3° Diferentes maneras de componer estas series. Caso en que los términos pueden ser tomados de una sola sociedad. Caso en que hay que tomarlos de sociedades diferentes, pero de la misma especie. Caso en que hay que comparar especies diferentes. Por qué este caso es el más general. La sociología comparada es la propia sociología.
Precauciones a tomar para evitar ciertos errores en el curso de estas comparaciones.

 

1

No tenemos más que un medio para demostrar que un fenómeno es la causa de otro fenómeno, y es comparar los casos en que están simultáneamente presentes o ausentes e investigar si las variaciones que presentan en estas diferentes combinaciones de circunstancias testimonian que uno depende del otro. Cuando se pueden producir artificialmente a voluntad del observador, el método es la experimentación propiamente dicha. Cuando, por el contrario, la producción de los hechos no está a nuestra disposición y, por ello, no podemos más que compararlos tal como se han producido espontáneamente, el método que se emplea es el de la experimentación indirecta o método comparativo.

Hemos visto que la explicación sociológica consiste exclusivamente en establecer relaciones de causalidad, bien se trate de atribuir un fenómeno a su causa o, por el contrario, relacionar una causa con sus efectos útiles. Puesto que, por otra parte, los fenómenos sociales escapan evidentemente a la acción del observador, el método comparativo es el único que conviene a la sociología. Es verdad que Comte no lo ha considerado suficiente; ha creído necesario completarlo con lo que llama método histórico; pero la causa de ello se halla en su concepción particular de las leyes sociológicas. Según él, deben expresar principalmente, no relaciones definidas de causalidad, sino el sentido en que se dirige la evolución humana en general; por ello no pueden ser descubiertas con ayuda de comparaciones, porque para poder comparar las diferentes formas que toma un fenómeno social en los diferentes pueblos es preciso haberlo desprendido de las series temporales a las que pertenece. Ahora bien, si se comienza por fragmentar así el desarrollo humano, nos vemos en la imposibilidad de encontrar su continuidad. Para hallarla hay que proceder a base de grandes síntesis, no por medio del análisis. Lo que hace falta es aproximar entre sí los estados sucesivos de la humanidad y reunirlos de alguna manera en una misma intuición, de forma que se perciba el crecimiento continuo de cada disposición física, intelectual, moral y política (1). Ésta es la razón de ser de este método, al que Comte llama histórico y que, en consecuencia, está desprovisto de todo objeto cuando se ha rechazado la concepción fundamental de la sociología comtista.

Es verdad que Mill dice que la experimentación, incluso la indirecta, es inaplicable a la sociología. Pero lo que basta ya para quitar a su argumentación gran parte de su autoridad es que él la aplicaba igualmente a los fenómenos biológicos e incluso a los hechos físico-químicos más complejos (2); ahora bien, no hace falta demostrar hoy día que la química y la biología no pueden ser más que ciencias experimentales. No hay por tanto razón alguna para que sus críticas estén mejor fundadas en lo que concierne a la sociología; porque los fenómenos sociales no se distinguen de los anteriores más que por una complejidad mayor. Esta diferencia puede implicar fundadamente que el empleo del razonamiento experimental en sociología ofrece más dificultades todavía que en las otras ciencias; pero no se ve por qué había de ser radicalmente imposible.

Por lo demás, toda esta teoría de Mill descansa sobre un postulado, vinculado, sin duda, a los principios fundamentales de su lógica, pero que está en contradicción con todos los resultados de la ciencia. Admite, en efecto, que un mismo consecuente no resulta siempre de un mismo antecedente, sino que puede proceder ya de una causa, ya de otra. Esta concepción del vínculo causal, al quitarle toda determinación, le hace casi inaccesible al análisis científico; porque introduce una complicación tal en el embrollo de las causas y efectos que el espíritu se pierde en ella sin remisión. Si un efecto puede derivarse de causas diferentes, para saber lo que la determina en un conjunto de circunstancias dadas, haría falta que se hiciese el experimento en condiciones de aislamiento prácticamente irrealizables, en sociología sobre todo.

Pero este pretendido axioma de la pluralidad de causas es una negación del principio de causalidad. Sin duda, si se cree con Mill que la causa y el efecto son absolutamente heterogéneos, que no hay entre ellos ninguna relación lógica, no hay nada de contradictorio en admitir que un efecto pueda seguir tanto a una causa como a otra. Si la relación que une a C con A es puramente cronológica, ello no excluirá otra relación del mismo género que uniría C con A, por ejemplo. Pero si, por el contrario, el vínculo causal tiene algo de inteligible, no podría ser indeterminado en este punto. Si consiste en una relación que resulta de la naturaleza de las cosas, un mismo efecto no puede sostener esta relación más que con una sola causa, porque no puede expresar más que una sola naturaleza. Ahora bien, sólo los filósofos han puesto en duda la inteligibilidad de la relación causal. Para el científico no hay problema; ella está implicada en el método científico. ¿Cómo explicar de otra manera el papel tan importante de la deducción en el razonamiento experimental y el principio fundamental de la proporcionalidad entre la causa y el efecto? En cuanto a los casos en que se cita y se pretende observar una pluralidad de causas, para que fuesen demostrativos, habría que haber establecido previamente o bien que esta pluralidad no es simplemente aparente, o bien que la unidad exterior del efecto no encubre una pluralidad real. ¡Cuántas veces le ha ocurrido a la ciencia reducir a la unidad causas cuya diversidad parecía irreductible a primera vista! Stuart Mill da un ejemplo de ello recordando que, según las teorías modernas, la producción del calor por frotamiento, por percusión, por la acción química, etc., se deriva de una misma y única causa. En sentido inverso, cuando se trata del efecto, el científico distingue muchas veces lo que el vulgo confunde. Para el sentido común la palabra fiebre designa la misma y única entidad mórbida; para la ciencia, hay multitud de fiebres específicamente diferentes y la pluralidad de las causas se encuentra en relación con la de los efectos; y si entre todas estas especies nosológicas hay sin embargo algo en común es que estas causas también se confunden debido a ciertos caracteres suyos.

Importa mucho exorcizar este principio de la sociología, cuya influencia sufren todavía muchos sociólogos y esto incluso si no hacen de él una objeción contra el empleo de método comparativo. Así, se dice corrientemente que el delito puede ser producido de la misma manera por causas diferentes; que ocurre lo mismo con el suicidio, la pena, etc. Practicando con este espíritu el razonamiento experimental, será inútil reunir un número considerable de hechos; no se podrán obtener jamás leyes precisas, relaciones determinadas de causalidad. No se podrá más que asignar vagamente un consecuente mal définido a un grupo confuso e indefinido de antecedentes. Entonces, si se quiere emplear el método comparativo de una manera científica, es decir, ajustándose al principio de causalidad tal como se desprende de la propia ciencia, se deberán tomar por base comparaciones instituidas por la proposición siguiente: A un mismo efecto corresponde siempre una misma causa. Así, volviendo a los ejemplos arriba citados, si el suicidio depende de más de una causa es que, en realidad, hay varias clases de suicidios. Ocurre lo mismo con el delito. En la pena, por el contrario, si se ha creído que se explicaría tan bien por causas diferentes, es que no se ha percibido el elemento común que se encuentra en todos estos antecedentes y en virtud del cual producen su efecto común (3).


2

Sin embargo, si bien los diversos procedimientos del método comparativo no son inaplicables a la sociología, no tienen todos la misma fuerza demostrativa.

El llamado método de los residuos, que en otros campos es una forma de razonamiento experimental, no es de ninguna utilidad, por así decirlo, en el estudio de los fenómenos sociales. Aparte de que no puede servir más que a las ciencias bastante avanzadas, puesto que supone el conocimiento de numerosas leyes importantes, los fenómenos sociales son demasiado complejos para que, en un caso dado, se pueda suprimir el efecto de todas las causas menos una.

La misma razón hace difícilmente utilizables el método de concordancias y el de diferencias. Suponen, en efecto, que los casos comparados, o bien concuerdan o bien difieren en un solo punto. Sin duda, no hay ciencia que haya podido jamás instituir experimentos en los que se estableciese de una manera irrefutable el carácter rigurosamente único de una concordancia o de una diferencia. Jamás está uno seguro de no haber dejado escapar algún antecedente que concuerda o que difiere lo mismo que el consecuente, al mismo tiempo y de la misma manera que el único antecedente conocido. Sin embargo, aunque la eliminación absoluta de todo elemento adventicio sea un límite ideal que no se puede alcanzar realmente, las ciencias físico-químicas e incluso las ciencias biológicas se le aproximan lo bastante para que, en gran número de casos, se pueda considerar la demostración como suficiente prácticamente. Pero no ocurre lo mismo en sociología debido a la complejidad, demasiado grande, de los fenómenos junto con la imposibilidad de toda experimentación artificial. Como no se podría hacer un inventario; ni siquiera aproximado, de todos los hechos que existen en el seno de una misma sociedad, o que se suceden en el curso de su historia, no se puede tener jamás la seguridad, ni aun aproximada, de que dos pueblos concuerdan o difieren en todos los aspectos menos uno. Las probabilidades de dejar escapar un fenómeno son muy superiores a las de no olvidar ninguno. En consecuencia, semejante método de demostración no puede dar lugar más que a conjeturas que, reducidas a sí mismas, están desprovistas de todo carácter científico.

Pero ocurre todo lo contrario con el método de las variaciones concomitantes. En efecto, para que sea demostrativo, no es necesario que todas las variaciones diferentes de aquellas que se comparan hayan sido rigurosamente excluidas. El simple paralelismo de los valores por los que pasan los dos fenómenos, con tal de que haya sido establecido en número bastante de casos suficientemente variados, es prueba de que existe entre ellos una relación. Este método debe este privilegio a que enfoca la relación social, no desde fuera como los precedentes, sino desde dentro. No nos hace sólo ver dos hechos que se acompañan o que se excluyen exteriormente (4), de suerte que nada prueba de manera directa que estén unidos por un vínculo interno; por el contrario, nos los muestra participando el uno del otro de una manera continua, al menos en lo que se refiere a la cantidad. Ahora bien, esta participación basta por sí sola para demostrar que no son extraños entre sí. La forma en que se desarrolla un fenómeno expresa su naturaleza; para que se correspondan dos desarrollos es preciso que haya también una correspondencia en las naturalezas que ellos manifiestan. Por tanto, la concomitancia constante es por sí misma una ley, cualquiera que sea el estado de los fenómenos que han quedado fuera de la comparación. Además, para invalidarla no basta con mostrar que ha fallado en algunas aplicaciones particulares del método de concordancias o de diferencias; eso sería atribuir a este género de pruebas una autoridad que no puede tener en sociología. Cuando dos fenómenos varían regularmente de la misma manera, es preciso mantener esta relación aun cuando en ciertos casos uno de estos fenómenos se presente sin el otro. Porque puede ocurrir o bien que se haya impedido a la causa producir su efecto por la acción de alguna causa contraria, o bien que ella se encuentre presente, pero de una forma diferente de la observada anteriormente. Sin duda, hay motivo, como se ha dicho, para examinar los hechos de nuevo, pero no para abandonar en el acto los resultados de una demostración hecha de un modo regular.

Es cierto que las leyes establecidas por este procedimiento no se presentan siempre de buenas a primeras bajo la forma de relaciones de causalidad. La concomitancia puede ser debida a que uno de los fenómenos sea la causa del otro, sino a que los dos son efectos de la misma causa, o bien a que exista entre ellos un tercer fenómeno intercalado pero desapercibido que es el efecto del primero y la causa del último. Por tanto, los resultados a que conduce este método tienen que ser interpretados. Pero, ¿cuál es el método experimental que permite obtener mecánicamente una relación de causalidad sin que haya necesidad de que sean elaborados por el espíritu los hechos establecidos por él? Lo que importa es que esta elaboración se realice metódicamente y he aquí de qué manera se puede proceder. Se investigará en primer lugar, con ayuda de la deducción, cómo ha podido producir uno de los términos al otro, después procurará comprobarse el resultado de esta deducción con ayuda de experimentos, es decir, de comparaciones nuevas. Si es posible la deducción y la comprobación resulta bien, se podrá considerar la prueba como hecha. Si, por el contrario, no se percibe entre estos hechos ningún vínculo directo, sobre todo si la hipótesis de tal vínculo contradice las leyes ya demostradas, habrá que buscar un tercer fenómeno del cual dependan igualmente los otros dos, o que haya podido servir de intermediario entre ellos. Por ejemplo, se puede establecer de la manera más segura que la tendencia al suicidio varía como la tendencia a la instrucción. Pero es imposible comprender cómo puede la instrucción conducir al suicidio; tal explicación está en contradicción con las leyes de la psicología. La instrucción, sobre todo la limitada a los conocimientos elementales, no afecta más que a las regiones más superficiales de la conciencia; por el contrario, el instinto de conservación es una de nuestras tendencias fundamentales. Por tanto, no podría ser afectado sensiblemente por un fenómeno tan alejado y de tan débil repercusión. Llegamos así a preguntarnos si el uno y el otro hecho no serán la consecuencia de un mismo estado. Esta causa común es la debilitación del tradicionalismo religioso, la cual refuerza a la vez la necesidad de saber y la inclinación hacia el suicidio.

Pero hay otra razón que hace del método de las variaciones concomitantes el instrumento por excelencia de las investigaciones sociológicas. En efecto, aun cuando las circunstancias les son más favorables, los otros métodos no se pueden emplear de una manera útil más que si el número de los hechos comparados es muy considerable. Si no se pueden encontrar dos sociedades que no difieran o que no se parezcan más que un punto, por lo menos, sí se puede comprobar que dos hechos o bien se acompañan o bien se excluyen generalmente. Pero para que esta comprobación tenga valor científico, es preciso que se haya hecho un gran número de veces; casi haría falta estar seguro de que se han examinado todos los hechos. Ahora bien, no sólo no es posible un inventario tan completo, sino que además los hechos que se acumulan así no pueden establecerse jamás con suficiente precisión, precisamente porque son demasiado numerosos. No sólo se corre el riesgo de omitir hechos esenciales y que contradicen los ya conocidos, sino que además no se tiene la seguridad de conocer bien estos últimos. En realidad, lo que ha desacreditado muchas veces los razonamientos de los sociólogos es que, como han empleado preferentemente el método de concordancias o el de diferencias, sobre todo el primero, están más preocupados por amontonar documentos que por criticarlos y seleccionarlos. Es así como les ocurre sin cesar que colocan en el mismo plano las observaciones confusas y hechas rápidamente de los viajeros y los textos precisos de la historia. Y viendo estas demostraciones, uno no puede por menos de decir que un solo hecho podría bastar para invalidarlas, sino también que los hechos sobre los cuales se han establecido no inspiran siempre confianza.

El método de las variaciones concomitantes no nos obliga ni a estas enumeraciones incompletas ni a estas observaciones superficiales. Para que dé resultados, bastan algunos hechos. Desde el momento en que se ha probado que en cierto número de casos dos fenómenos varían el uno como el otro, podemos estar seguros de que nos encontramos en presencia de una ley. Como no es necesario que los documentos sean numerosos, éstos pueden ser seleccionados y además estudiados de cerca por el sociólogo que los emplea. Entonces, podrá y, en consecuencia, deberá tomar como materia principal de sus inducciones aquellas sociedades cuya creencia, tradiciones, costumbres y leyes han tomado cuerpo en monumentos escritos y auténticos. Sin duda, no desdeñará las enseñanzas de la etnografía (no son hechos que los pueda desdeñar el sabio), sino que las colocará en su lugar adecuado. En lugar de hacer de ellos el centro de gravedad de sus investigaciones, sólo los utilizará en general como complemento de los que él debe a la historia o, por lo menos, se esforzará por confirmarlos por medio de estos últimos. No sólo circunscribirá así, con más discernimiento, la extensión de sus comparaciones, sino que las conducirá con más espíritu crítico, porque por el hecho mismo de que se aplicará a un orden restringido de hechos podrá controlarlos con más cuidado. Sin duda, él no va a rehacer el trabajo de los historiadores; pero no puede recibir pasivamente y de todas las procedencias las informaciones de que él se sirve.

Pero no hay que creer que la sociología se halle en un estado de sensible inferioridad frente a las demás ciencias porque ella no se pueda servir apenas más que de un solo procedimiento experimental. Este inconveniente está en efecto compensado por la riqueza de las variaciones que se ofrecen espontáneamente a las comparaciones del sociólogo y de las cuales no encuentra ningún ejemplo en los demás reinos de la naturaleza. Los cambios que tienen lugar en un organismo en el curso de una existencia individual son poco numerosos y muy restringidos; los que se pueden provocar artificialmente sin destruir la vida están comprendidos en límites estrechos. Es verdad que se han producido cambios más importantes en el curso de la evolución zoológica, pero no han dejado más que raros y oscuros vestigios de sí mismos, siendo más difícil todavía encontrar las condiciones que los han determinado. Por el contrario, la vida social es una serie ininterrumpida de transformaciones que son paralelas a otras transformaciones en las condiciones de la existencia colectiva; y no tenemos a nuestra disposición sólo las que se relacionan con una época reciente, sino que un gran número de aquellas por las que han pasado pueblos desaparecidos han llegado hasta nosotros. A pesar de sus lagunas, la historia de la humanidad es mucho más clara y completa que la de las especies animales. Además, existe una multitud de fenómenos sociales que se producen en toda la extensión de la sociedad, pero que toman formas diversas según las regiones, las profesiones, las confesiones, etc. Tales son, por ejemplo, el delito, el suicidio, la natalidad, la nupcialidad, el ahorro, etc. De la diversidad de estos medios especiales resultan, para cada uno de estos órdenes de hechos, nuevas series de variaciones, además de las que produce la evolución histórica. Por tanto, si el sociólogo no puede emplear con igual eficacia todos los procedimientos de la investigación experimental, el único método del que casi se puede servir con exclusión de los demás puede ser fecundo en sus manos, porque tiene para ponerlo en práctica recursos incomparables.

Pero este método no produce resultados más que si se practica con rigor. No se prueba nada cuando uno se contenta, como ocurre con frecuencia, con hacer ver por medio de ejemplos más o menos numerosos que, en casos dispersos, los hechos han variado como quiere la hipótesis. De estas concordancias esporádicas y fragmentarias no se puede sacar ninguna conclusión general. Ilustrar una idea no es demostrarla. Lo que hace falta es comparar no variaciones aisladas, sino series de variaciones regularmente constituidas, cuyos términos se vinculen entre sí por una gradación tan continua como sea posible y que además tengan la extensión suficiente. Porque las variaciones de un fenómeno no permiten inducir la ley más que si ellas expresan claramente la forma en que él se desarrolla en circunstancias dadas. Ahora bien, para esto es preciso que haya entre las variaciones la misma continuidad que entre los momentos diversos de una misma evolución natural y además que esta evolución que ellas representan sea bastante prolongada para que su sentido no sea dudoso.


3

Pero el cómo deben estar formadas estas series difiere según los casos. Pueden comprender hechos tomados prestados o una sociedad única -o varias sociedades de la misma especie-, o varias especies sociales distintas.

En rigor, puede bastar el primer procedimiento cuando se trata de hechos de una gran generalidad y sobre los cuales poseemos informaciones estadísticas bastante amplias y variadas. Por ejemplo, relacionando la curva que expresa la marcha del suicidio (5) durante un periodo de tiempo suficientemente largo con las variaciones que presenta el mismo fenómeno según las provincias, las clases sociales, el medio ambiente rural o urbano, los sexos, las edades, el estado civil, etc., se puede llegar, incluso sin extender las investigaciones más allá de un solo país, a establecer verdaderas leyes, aunque sea siempre preferible confirmar estos resultados por medio de otras observaciones realizadas sobre otros pueblos de la misma especie. Pero uno no puede contentarse con comparaciones tan limitadas más que cuando se estudia alguna de estas corrientes sociales que están esparcidas por toda la sociedad, a la vez que varían de un punto a otro. Cuando, por el contrario, se trata de una institución, de una regla jurídica, o moral, de una costumbre organizada, que es la misma y funciona de la misma manera en toda la extensión del país y no cambia más que en el tiempo, no podemos encerrarnos en el estudio de un solo pueblo; porque entonces no se tendría como objeto de la prueba más que un solo par de curvas paralelas, a saber, las que expresan la marcha histórica del fenómeno considerado y de la causa supuesta, pero en esta sola y única sociedad. Sin duda, este paralelismo único, si es constante, es ya un hecho considerable, pero por sí solo no podría constituir una demostración.

Incluyendo en el estudio varios pueblos de la misma especie, se dispone de un campo comparativo más amplio. En primer lugar, puede confrontarse la historia de uno con la de los demás y ver si en cada uno de ellos, tomado aparte, evoluciona el mismo fenómeno a lo largo del tiempo en función de las mismas condiciones. Después se pueden establecer comparaciones entre estos diversos desarrollos. Se determinará, p. ej., la forma que toma el hecho estudiado en las diferentes sociedades en el momento en que llega a su apogeo. Como, aun perteneciendo al mismo tipo, son ellas individualidades distintas, esta forma no es en todas partes la misma; es más o menos acusada según los casos. Se tendrá así una serie de variaciones que se compararán con las que presenta en el mismo momento y en cada uno de estos países la condición supuesta. Así, después de haber seguido la evolución de la familia patriarcal a través de la historia de Roma, Atenas y Esparta, se clasificarán estas mismas ciudades de acuerdo con el desarrollo máximo alcanzado en cada una de ellas por este tipo familiar y se verá en seguida si, con relación al estado del medio social del que parece depender según la primera experiencia, se clasifican todavía las sociedades de la misma manera.

Pero este método no basta. Sólo se aplica, en efecto, a los fenómenos que se han producido durante la vida de los pueblos comparados. Ahora bien, una sociedad no crea todas las piezas de su organización; la recibe en parte completamente hecha de las sociedades que le han precedido. Lo que le es transmitido así no es, en el curso de su historia, el producto de ningún desarrollo; por consiguiente, no puede explicarse si no se sale de los límites de la especie de que forma parte. Sólo las adiciones que se acumulan a este fondo primitivo y le transforman se pueden tratar de esta manera. Pero cuanto más se eleva uno en la escala social, menos representan los caracteres adquiridos por cada pueblo al lado de los caracteres transmitidos. Es ésta, por otra parte, la condición de todo progreso. Así, los elementos nuevos que hemos introducido en el derecho de familia, en el derecho de propiedad y en la moral desde el comienzo de nuestra historia son poco numerosos y poco importantes relativamente, comparados con los que nos ha legado el pasado. Las novedades que se producen así no se pueden comprender si no se han estudiado primero estos fenómenos más fundamentales que son sus raíces y no se pueden estudiar más que con la ayuda de comparaciones mucho más amplias. Para poder explicar el estado actual de la familia, el matrimonio, la propiedad, etcétera, sería necesario conocer cuáles son sus orígenes, cuáles son los elementos simples de que están constituidas estas instituciones; la historia comparada de las grandes sociedades europeas no podría arrojar mucha luz sobre estos puntos. Hay que remontarse más alto.

Por consiguiente, para dar cuenta de una institución social que pertenezca a una especie determinada, se compararán las formas diferentes que ella presenta no sólo en los pueblos de esta especie, sino en todas las especies anteriores. ¿Se trata, por ejemplo, de la organización familiar? Se constituirá primero el tipo más rudimentario que jamás haya existido, para seguir a continuación paso a paso la forma en que se ha complicado progresivamente. Este método, que podría llamarse genético, nos daría a la vez el análisis y la síntesis del fenómeno. Porque, por una parte, nos mostraría en el estado disociado los elementos que lo componen por el solo hecho de que nos los haría ver superponiéndose sucesivamente los unos a los otros y, al mismo tiempo, gracias a este amplio campo de comparaciones, se encontraría mejor en estado de determinar las condiciones de que dependen su formación y su asociación. Por consiguiente, no puede explicarse un hecho social de alguna complejidad más que a condición de seguir su desarrollo integral a través de todas las especies sociales. La sociología comparada no es una rama especial de la sociología; es la sociología misma, en tanto en cuanto deja de ser puramente descriptiva y aspira a dar cuenta de los hechos.

En el curso de estas comparaciones ampliadas, se comete con frecuencia un error que falsea sus resultados. Ha ocurrido a veces que para juzgar el sentido en que se desarrollan los acontecimientos sociales se ha comparado simplemente lo que pasa en la decadencia de cada especie con lo que se produce al principio de la especie siguiente. Procediendo así, se ha creído poder decir, por ejemplo, que el debilitamiento de las creencias religiosas y de todo tradicionalismo no podía ser más que un fenómeno pasajero de la vida de los pueblos, porque no aparece más que durante el último período de su existencia para cesar a partir del momento en que vuelve a empezar una evolución nueva. Pero con este método nos exponemos a tomar como marcha regular y necesaria del progreso lo que sólo es el efecto de una causa completamente distinta. En efecto, el estado en que se encuentra una sociedad joven no es la simple prolongación del estado a que habían llegado al fin de su carrera las sociedades a las que ella reemplaza, sino que proviene en parte de esta misma juventud que impide que los productos de las experiencias hechas por los pueblos anteriores sean utilizables y asimilables inmediatamente. Es así como recibe el niño de sus padres facultades y predisposiciones que no entran en juego más que tardíamente en su vida. Por tanto es posible, tomando el mismo ejemplo, que esta vuelta del tradicionalismo que se observa al principio de cada historia se deba no al hecho de que un retroceso del mismo fenómeno no puede ser nunca más que transitorio, sino a las condiciones especiales en que se halla colocada toda sociedad que comienza. La comparación no puede ser demostrativa más que si se le elimina este factor de la edad que la perturba; para conseguirlo, bastará con considerar a las sociedades que se comparan en el mismo período de su desarrollo. Así, para saber en qué sentido evoluciona un fenómeno social, se comparará lo que este fenómeno es durante la juventud de cada especie con lo que llega a ser durante la juventud de la especie siguiente, y según que de una de estas etapas a la otra presente más, menos o tanta intensidad, se dirá que progresa, retrocede o se mantiene.

 

Notas

(1) Cours de philosophie positive, IV. 328.

(2) Systeme de Logique, II. 478.

(3) Division du travail social, pág. 87.

(4) En el caso del método de diferencias, la ausencia de la causa excluye la presencia del efecto.

(5) Ver Poldinger, W.: Op. cit.

 

CONCLUSIÓN

 

Caracteres generales de este método:
1° Su independencia frente a toda filosofía (independencia que es útil a la propia filosofía) y frente a las doctrinas prácticas. Relaciones de la sociología con estas doctrinas. Cómo permite este método dominar a los partidos.
2° Su objetividad. Los hechos sociales considerados como cosas. Cómo domina este principio todo el método.
3° Su carácter sociológico: los hechos sociales explicados respetando su carácter específico, la sociología como ciencia autónoma. La conquista de esta autonomía es el progreso más importante que le queda por hacer a la sociología.
Mayor autoridad de esta sociología práctica.

 

En resumen, los caracteres de este método son los siguientes.

En primer lugar, es independiente de toda filosofía. Debido a que la sociología ha nacido de las grandes doctrinas filosóficas, ha conservado la costumbre de apoyarse en algún sistema con el que se siente solidaria. Es así como ha sido sucesivamente positivista, evolucionista, espiritualista, mientras que debe contentarse con ser sencillamente sociología. Incluso dudaríamos de calificarla de naturalista a menos que se quiera indicar con esta palabra sólo que considera los hechos sociales como naturalmente explicables y, en este caso, el epíteto es inútil, puesto que no significa sino que el sociólogo hace una labor científica y no es un místico. Pero nosotros rechazamos la palabra, si se le da un sentido doctrinal sobre la esencia de las cosas sociales; si, por ejemplo, se dice que son reducibles a las demás fuerzas cósmicas. La sociología no tiene que tomar partido entre las grandes hipótesis que dividen a los metafísicos. No tiene por qué inclinarse más por la libertad que por el determinismo. Lo que pide que se le conceda es que se aplique a los fenómenos sociales el principio de causalidad. Además este principio es expuesto por ella no como una necesidad racional, sino sólo como un postulado empírico, producto de una inducción legítima. Puesto que la ley de causalidad ha sido comprobada en los demás reinos de la naturaleza, extendiendo su imperio del mundo físicoquímico al mundo biológico y de éste al mundo psicológico, es lícito admitir que ella es también verdad en lo que se refiere al mundo social; y es posible añadir ahora que las investigaciones emprendidas basándose en este postulado tienden a confirmarlo. Pero no queda por esto zanjada la cuestión de si la naturaleza del vínculo causal excluye cualquier otra contingencia.

Por lo demás, la misma filosofía tiene interés en esta emancipación de la sociología: Porque mientras que el sociólogo no haya olvidado lo suficiente al filósofo, no considerará las cosas sociales más que por su lado más general, aquel en que más se parecen a las demás cosas del universo. Ahora bien, si la sociología así concebida puede servir para ilustrar la filosofía como hechos curiosos, no podría enriquecerla con opiniones nuevas, puesto que no aporta nada nuevo en el objeto que ella estudia. Pero si, en realidad, los hechos fundamentales de los demás reinos se encuentran de nuevo en el reino social, ello es bajo formas especiales que hacen comprender mejor su naturaleza porque son su expresión más elevada. Sólo que para percibirlos bajo este aspecto hay que salir de las generalidades y entrar en el detalle de los hechos. Es así como la sociología, a medida que se especialice, suministrará a la reflexión filosófica materiales más originales. Lo que precede ha podido hacer entrever ya cómo nociones esenciales, tales como especie, órgano, función, salud y enfermedad, causa y fin se presentan en ella bajo aspectos completamente nuevos. Por otra parte, ¿no es la sociología la destinada a poner de relieve una idea que podría ser la base, no sólo de una psicología, sino de toda una filosofía, la idea de asociación?

Frente a las doctrinas prácticas, nuestro método permite y requiere la misma independencia. La sociología así entendida no será ni individualista, ni comunista, ni socialista, en el sentido que se da vulgarmente a estas palabras. Por principio, ignorará estas teorías a las que no podría reconocer un valor científico puesto que no tienden directamente a expresar los hechos, sino a reformarlos. En todo caso, si se interesa en ellos es en la medida en que ve en los mismos hechos sociales que pueden ayudarla a comprender la realidad social poniendo de manifiesto las necesidades que influyen en la sociedad. Pero ello no significa que deba desinteresarse de las cuestiones prácticas. Por el contrario, se ha podido ver que nuestra preocupación constante era orientarla de forma que pudiera conseguir su fin prácticamente. La sociología vuelve a encontrar necesariamente estos problemas al final de sus investigaciones. Pero por el mismo hecho de que éstos no se presentan a ella más que en ese momento, y que en consecuencia se separan de los hechos pero no de las pasiones, puede preverse que deben plantearse para el sociólogo en términos completamente distintos que para la muchedumbre, y las soluciones, desde luego parciales, que él aporte no podrían coincidir exactamente con ninguna de aquellas a las que se adhieren los partidos. Pero el papel de la sociología desde este punto de vista debe consistir cabalmente en liberarnos de todos los partidos, no tanto oponiendo una doctrina a las doctrinas, como haciendo a los espíritus adoptar una actitud especial que sólo la ciencia puede dar debido al contacto directo con las cosas. En efecto, sólo ella puede enseñar a tratar con respeto, pero sin fetichismo, las instituciones históricas, cualesquiera que sean, haciéndonos sentir, a la vez, lo que tienen de necesario y de contingente, su fuerza de resistencia y su infinita variabilidad.

En segundo lugar, nuestro método es objetivo. Está completamente dominado por la idea de que los hechos sociales son cosas y deben ser tratados como tales. No hay duda de que este principio se encuentra, bajo una forma algo diferente, en la base de las doctrinas de Comte y Spencer. Pero estos grandes pensadores han dado su fórmula teórica, mas no lo han puesto en práctica. Para que el método no fuese letra muerta, no bastaba con promulgarlo; era preciso hacer de él la base de toda una disciplina que cogiese al sabio en el momento en que aborda el objeto de sus investigaciones y que lo acompañase paso a paso en todos sus trabajos. Nosotros nos hemos consagrado precisamente a instituir esta disciplina. Hemos mostrado cómo debía descartar el sociólogo las nociones anticipadas que tenía de los hechos para enfrentarse con los propios hechos; cómo debía tratarlos basándose en sus caracteres más objetivos; cómo debía pedirles el medio de clasificarlos en sanos y enfermos; cómo, en fin, debía inspirarse en el mismo principio tanto en las explicaciones que diera como en la forma de probar estas explicaciones. Porque una vez que se tiene el sentimiento de encontrarse en presencia de cosas, no se piensa ya en explicarlas por medio de cálculos utilitarios ni por razonamientos de ninguna clase. Se comprende muy bien la separación que hay entre tales causas y tales efectos. Una cosa es una fuerza que no puede crearse más que por otra fuerza. Se investiga entonces para explicar los hechos sociales, las energías capaces de producirlos. No sólo son otras las explicaciones, sino que se demuestran de otra manera, o más bien es entonces solamente cuando se siente la necesidad de demostrarlas. Si los fenómenos sociológicos no son más que sistemas de ideas objetivadas, explicarlos es volverlos a pensar en su orden lógico y esta explicación es por sí misma su propia prueba; todo lo más, acaso haya lugar a confirmarla mediante algunos ejemplos. Por el contrario, tan sólo las experiencias metódicas pueden arrancar su secreto a las cosas.

Consideramos los hechos sociales como cosas, pero como cosas sociales. El tercer rasgo característico de nuestro método es el de ser exclusivamente sociológico. Con frecuencia ha parecido que estos fenómenos, a causa de su gran complejidad, o bien eran refractarios a la ciencia, o bien no podían entrar en ella más que reducidos a sus condiciones elementales, sean físicas, sean orgánicas, es decir, despojados de su naturaleza propia. Nos hemos dedicado, por el contrario, a establecer que era posible tratarlos científicamente sin quitarles nada de sus caracteres específicos. Incluso nos hemos negado a identificar esta inmaterialidad sui generis que los caracteriza con la ya compleja de los fenómenos psicológicos; con mayor razón nos hemos prohibido subsumirla, como la escuela italiana, en las propiedades generales de la materia organizada (1). Hemos hecho ver que un hecho social sólo se puede explicar por otro hecho social y al mismo tiempo hemos mostrado cómo es posible este tipo de explicación, señalando al medio social interno como el motor principal de la evolución colectiva. Por lo tanto, la sociología no es la aneja de ninguna otra ciencia; es ella en sí misma una ciencia distinta y autónoma; el sentimiento de lo que tiene de especial la realidad social es incluso tan necesario al sociólogo que sólo una cultura especialmente sociológica puede preparar para la comprensión de los hechos sociales.

Estimamos que éste es el progreso más importante de los que aún le quedan por hacer a la sociología. Sin duda, cuando una ciencia está a punto de nacer, nos vemos obligados, para elaborarla, a referimos a los únicos modelos existentes, es decir, a las ciencias ya formadas. Hay en ellas un tesoro de experiencias completamente hechas que sería insensato no aprovecharlas. Sin embargo, una ciencia sólo puede considerarse definitivamente constituida cuando tiene por objeto un orden de hechos que no estudian las demás ciencias. Ahora bien, es imposible que las mismas nociones puedan convenir de la misma manera a cosas de diferente naturaleza.

Creemos que éstos son los principios del método sociológico.

Acaso parezca este conjunto de reglas complicado sin motivo alguno, si se le compara con los procedimientos empleados corrientemente. Todo este aparato de precauciones quizá semeja ser muy laborioso para una ciencia que hasta ahora no reclamaba apenas, de los que se consagraban a ella, sino una cultura general y filosófica; y es cierto, en efecto, que la puesta en práctica de tal método no podría producir el resultado de divulgar la curiosidad por las cosas sociológicas. Cuando, como condición previa, se pide a la gente que se deshaga de los conceptos que acostumbra aplicar a un orden de cosas, no puede esperarse que se reclute una clientela numerosa. Pero no es éste el fin a que aspiramos. Creemos, por el contrario, que ha llegado para la sociología el momento de renunciar a los éxitos mundanos, por así decirlo, y de tomar el carácter esotérico que conviene a toda ciencia. Con ello ganará en dignidad y autoridad lo que pierde en popularidad. Porque mientras continúe mezclada en las luchas de partidos, mientras quede satisfecha con elaborar, con más lógica que el vulgo, las ideas comunes, y carezca, en consecuencia, de una competencia especial, no tendrá derecho a hablar lo suficientemente alto para acallar pasiones y prejuicios. Seguramente está todavía lejano el tiempo en que pueda desempeñar con eficacia este papel; por tanto, nos es preciso trabajar para ponerla en condiciones de desempeñarlo algún día en el futuro.

 

Notas

(1) Por consiguiente, es improcedente calificar nuestro método de materialista

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