PUBLICIDAD, VIOLENCIA E INFANCIA: CONSIDERACIONES EN TORNO A UNA PRAGMÁTICA FUNCIONAL DEL DISCURSO PUBLICITARIO EN TELEVISIÓN

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Departamento de Información y Documentación
Facultad de Comunicación y Documentación
Universidad de Murcia
Campus de Espinardo
España

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Resumen

Partiendo de la consideración del debate social y analítico en torno a la violencia y la publicidad como una encrucijada cultural y representacional, el presente artículo pretende subrayar la especial condición pragmática del discurso publicitario en tanto que motor de configuración interpretativa y, si cabe en mayor medida que otros textos mediáticos, conector de representaciones y prácticas de sentido. Nuestra tesis de partida tenderá a subrayar esta función de conector entre representaciones y prácticas a través de la correlación consumo/significado que articula toda producción publicitaria (y especialmente la televisiva) en una pragmática funcional que juega con la ambigüedad de las posiciones estratégicas dentro y fuera del universo textual. Esta especial condición pragmática se hace singularmente visible en el territorio de las patologías del discurso y en relación a audiencias, como en el caso de la infancia y la adolescencia, en las que la interlocución se encuentra marcada por la naturaleza incipiente de su condición identitaria y de sus capacidades interpretativas. La naturaleza simultánea de promesa, performance y juego que caracteriza al discurso publicitario hace necesario abordar las relaciones entre los roles funcionales dentro y fuera del texto como prácticas de socialización y, en consecuencia, como ejercicios de construcción de la identidad en los que la violencia ocupa un espacio mucho más complejo que el de la mera representación especular.


Abstract

On the basis of considering the social debate on violence and advertising as a cultural crossroad, the present paper addresses to underline the peculiar pragmatic condition of advertising discourse, which seems to work as an interpretive shaper, contributing in a deeper sense than other media discourses to link representations to everyday meaning practices. This is carried out through the intrinsic correlation between consumption and meaning that structures the whole of advertising production (especially in TV) in a sort of functional pragmatics which connects the strategic positions of subjects inside and outside of the textual universe. Such specific pragmatic condition is specially shown in what we call discursive pathologies with regard to sensible audiences that, as in the case of children and teenagers, find themselves in an early stage of the process of identity and interpretive skills managing. The condition of advertising discourse as simultaneously a promise, a performance and a game demands to specifically approach the connections between functional roles both inside and outside the text in terms of socializing practices and, thus, as identity building practices. In such context, the role violence plays in advertising discourses goes much further than that of a mere symbolic mirroring.


INTRODUCCIÓN

Quizás uno de los factores que en mayor medida caracterizan a las sociedades contemporáneas sea precisamente la relevancia creciente de los discursos mediáticos en cualquiera de los ámbitos de la vida cotidiana (Silverstone, 2004). En ese contexto de la cotidianeidad mediatizada, la publicidad se dibuja como una forma discursiva que excede los límites de la mera estrategia para integrarse plenamente en la dinámica de producción de sentido que caracteriza a los productos de la cultura de masas. El discurso publicitario, en su multiplicidad de formatos expresivos, no es sólo cuantitativamente significativo (Chaffee et al, 1970; Gunter et al, 1080; Hawkins et al, 1982; Kubey et al, 1990). Es, también, motor de configuración interpretativa y, si cabe en mayor medida que otros textos mediáticos, conector de representaciones y prácticas de sentido, esto es, conector entre marcos o imaginarios de la experiencia del consumo y realizaciones concretas, biográficamente situadas, de la experiencia del consumo. Nuestra tesis de partida tenderá a subrayar esta función de conector entre representaciones y prácticas a través de la correlación consumo/significado que articula toda producción publicitaria en una pragmática funcional que juega con la ambigüedad de las posiciones estratégicas de los sujetos dentro y fuera del universo textual.

La complejidad de la televisión como territorio discursivo no se limita a su condición instrumental en cuanto al aprendizaje socializador, al disfrute evasivo o a la transmisión y canalización de emociones y sentimientos desde los que los sujetos puedan liberarse de las tensiones cotidianas, tanto en el espacio social privado como en el público. Más allá de esta visión individualizada del consumo y la gratificación (Blumler and Katz, 1974; Bree, 1995; Severin and Tankard, 1997), Silverstone (1996:43-44) condensa en tres ejes la complejidad de la experiencia televisiva como condición social contemporánea:

«La televisión como objeto: la pantalla que nos suministra el foco de nuestros ritos cotidianos y el marco de la trascendencia limitada (…) que caracteriza a nuestro paso de las rutinas profanas de todos los días a las rutinas sagradas de horarios y programas. La televisión como medio: que amplía nuestra proyección y nuestra seguridad en un mundo de la información, que nos aloja en una red de relaciones espacio-temporales (…) que amenazan con abrumarnos, pero que, al mismo tiempo, nos suministran las bases para que nos sintamos ciudadanos o miembros de una comunidad o de un vecindario. La televisión como proveedora de entretenimiento y de información: con sus géneros y narrativas nos estimula y nos perturba (…), nos ofrece dentro de su propio orden una expresión y un fortalecimiento de las temporalidades contenedoras de la cotidianidad».

La interpenetración creciente entre televisión y procesos sociales resulta proporcional al interés suscitado por su impacto en los ritos cotidianos y en las dinámicas de producción de identidad. En este sentido no sorprende encontrar, desde los orígenes mismos de la investigación en comunicación de masas, una especial sensibilidad hacia la incidencia de las transformaciones sociales producidas por el discurso televisivo en determinados sectores de la población. De todos los ámbitos en los que la televisión –y, dentro de ella, el discurso publicitario– influye directa o indirectamente, la infancia (entendida en un sentido amplio, abarcador de la niñez y la primera adolescencia) es quizá uno de los que más reacciones provoca, precisamente por la naturaleza incipiente de su condición identitaria y de sus capacidades interpretativas (Gerbner & Gross, 1976; Gerbner et al, 1993). En virtud de esas consideraciones, la infancia-adolescencia aparece como el sector de la audiencia más expuesto a las 'patologías’ del discurso mediático, tanto en lo relativo al consumo como a sus efectos (Churchill et al, 1979; Brown et al, 1990; McNeal, 1992).

Esa misma sensibilidad, derivada de una preocupación siempre creciente por el modo de articulación de las audiencias conforme al binomio espectador/ciudadano, se orienta también desde sus orígenes hacia la incidencia de lo que podríamos calificar como ‘neurosis representacionales’ del medio, esto es, ámbitos temáticos y prácticas de representación que, por intensidad o frecuencia, plantean obsesivamente cuestiones de fondo sobre su funcionalidad simbólica en la construcción de identidades individuales y colectivas (precisamente en la trayectoria que va del espectador al ciudadano, del público pasivo al consumidor/usuario selectivo de contenidos). Entre estas neurosis representacionales ocupa sin duda un lugar privilegiado la violencia. Quizá, además de por su condición paradójica de fundamento y amenaza de los mitos colectivos sobre la génesis de lo social, su protagonismo obedezca a la conexión profunda que late entre violencia e identidad (Benjamin, 1998).  

 

SOBRE LA NEUROSIS REPRESENTACIONAL DE LA VIOLENCIA

En las aproximaciones tradicionales al problema de los medios de comunicación y la violencia la contradicción entre su condición fundadora y su naturaleza perturbadora se resuelve habitualmente por la vía de la apelación al reflejo especular: el reflejo en dirección mundo social/medios de comunicación (los medios reflejan en sus representaciones la violencia del mundo) queda legitimado por la función de refuerzo de valores, bien sea a través de la ejemplarización, bien a través de la advertencia y la alarma orientada hacia la demanda de solución a un tercero (gobierno, políticos, público). Por el contrario, el reflejo en dirección medios de comunicación/mundo social (el mundo refleja en sus prácticas la violencia de las representaciones mediáticas) resulta deslegitimado por la función de propagación de contravalores: la violencia de ficción asocia a los sujetos, objetos y prácticas valorados positivamente en los relatos conductas violentas que quedan legitimadas como prácticas sociales cálidas y/o efectivas en la resolución de problemas (Bandura, 1980; Berry et al, 1993; Levine, 1997, Davies & Machin, 2000). La cuestión planteada por este enfoque, al margen de la dudosa reducción del proceso simbólico a un mero reflejo especular, atañe al atractivo constatado de la violencia como componente de los relatos mediáticos de ficción tanto como de los relatos publicitarios. En otros términos, si la violencia es admitida como un contravalor y una práctica antisocial, ¿cómo se explica el atractivo general e indiscriminado de ésta en los relatos mediáticos? (Cfr. Goldstein, 1998b).

La respuesta a esta cuestión obliga a indagar en la relación entre medios de comunicación, sociedad e individuo. En este sentido, no parece suficiente una tibia apelación a la espectacularidad o el escapismo implícitos en los contenidos violentos (Kagelmann & Wenninger, 1986). Señalar el voyeurismo, el morbo, la sublimación sádica o la curiosidad como motores de la inflación de contenidos violentos nos devuelve a la pregunta por la naturaleza de la identidad individual en las sociedades contemporáneas. La sobre-representación de la violencia en los medios de comunicación aparece estrechamente vinculada a la naturaleza del mundo social en que acontece, lo cual obliga a tener en cuenta algo más que la causalidad lineal: es preciso preguntarse acerca de la naturaleza y función de los medios y sus discursos en la sociedad contemporánea, acerca de los relatos a través de los cuales la sociedad contemporánea se comprende a sí misma, acerca del contexto actual de constitución del individuo y, en suma, acerca de cómo los medios se comprenden a sí mismos en el marco del relato social que ellos producen.

La preocupación por la violencia como contravalor destructivo o como patología representacional parece estar estrechamente vinculada a las sociedades modernas y, más concretamente, a la aparición del Estado centralizado y el sistema de mercado que dan a luz al individuo moderno (Cfr. Elias, 1990; Lipovetsky, 1986). Para una concepción del orden social que se asienta sobre la propiedad y el individuo-ciudadano lo violento es, por definición, correlato de la amenaza, de todo aquello que niega a su razón de ser: la identidad individual como fuente de la decisión y la propiedad como fuente de la identidad. Más allá de las definiciones explícitas sobre la representación de la violencia en referencia a signos cuantificables (agresiones físicas y verbales, uso de la fuerza, etc.) se hace, pues, preciso conectar el fenómeno de la violencia con el fenómeno de la producción de identidad o, más precisamente, con la negación de la identidad (Aguado, 2004). La correlación fundacional entre violencia, intercambio simbólico e identidad (Girard, 1983), aun al precio de desdibujar metodológicamente el concepto, proporciona una base sólida para su delimitación como neurosis representacional. En una sociedad caracterizada por la institucionalización de las prácticas de producción de identidad (Giddens, 1995) y por la colonización de esas mismas prácticas por el mercado (Rifkin, 2000; Verdú, 2003), el consumo y sus rituales discursivos adquieren una especial relevancia.

«Las actividades mediáticas pueden considerarse un intento de construir una relación provista de sentido entre los programas mediáticos y la realidad como realmente se percibe. (…) Los medios se interpretan sobre el telón de fondo de la vida de todos los días tal y como ésta se vive y se experimenta, de modo tal que se los emplea como instrumentos para afrontar los problemas cotidianos inmediatos o mediatos». (Rogge y Jensen, 1988:103)

El caso de la publicidad como relato mediático presenta en este sentido una singularidad pragmática, pues, a diferencia de otros relatos, no sólo plantea un marco interpretativo, sino que incluye, por así decirlo, un auténtico ‘manual de instrucciones de uso’ de los marcos simbólicos que presupone tanto su puesta en práctica como la delimitación de las identidades (cuando menos funcionales) de los sujetos. En la terminología goffmaniana (Goffman, 1970), la publicidad construye y define, más que ningún otro relato mediático, formas de la situación de interacción comunicativa. En el lenguaje de la Escuela de Palo Alto (Watzlawick et alt., 1981), la función metacomunicativa del discurso publicitario excede el ámbito del decir: el discurso publicitario no sólo incluye instrucciones interpretativas y pragmáticas, también en el plano exterior al discurso incluye orientaciones práxicas. Dicho en términos metafóricos, si la gran mayoría de los productos mediáticos constituye relatos de los juegos sociales, el discurso publicitario se presenta como un relato que incluye las reglas y condiciones de puesta en escena de ese juego. Esta condición, entendida como pragmática funcional (que convierte a la situación de interacción comunicativa en objeto de relato), otorga al relato publicitario una dimensión excepcional en la configuración de identidades individuales y sociales que, a la postre, funda la especial relevancia de la neurosis representacional de la violencia en su territorio. En suma, la convergencia de prácticas del consumo y prácticas de construcción de identidad en los discursos publicitarios hace de la reflexión sobre la violencia y la publicidad un terreno privilegiado a la hora de delimitar tanto el problema de la representación de la violencia como el de la construcción de los sujetos dentro y fuera del discurso.

 

CONSUMO CULTURAL Y CULTURA DEL CONSUMO

Su condición de territorio de encuentro complejo entre prácticas de consumo y prácticas de construcción de identidad hace, pues, del discurso publicitario un ejercicio simbólico peculiar en el ámbito de la mediación comunicativa. No obstante, conviene matizar esta afirmación en varios aspectos. Por un lado, es preciso tener en cuenta la creciente difuminación de las fronteras en las funcionalidades de las prácticas discursivas, tanto hacia adentro como hacia fuera: en el terreno de la publicidad, y más extensamente en el marco de la cultura del consumo, las prácticas de consumo devienen prácticas de construcción de identidad (cuestión largamente tratada y que, a la postre, refuerza la condición simultáneamente discursiva y práxica de la publicidad); por otro lado, la espectacularización del discurso publicitario hace de éste un objeto de consumo per se, análogamente a la condición de producto que caracteriza a otros discursos mediáticos. En este sentido, la disolución de las delimitaciones funcionales atañe también al exterior de las prácticas representacionales de la publicidad: los discursos mediáticos adquieren crecientemente las formas expresivas y las condiciones estratégicas de la publicidad, mientras el discurso publicitario adquiere las formas y estrategias de la producción mediática globalizada. Con ello no hacemos sino reseñar una convergencia de los productos mediáticos desde extremos originariamente diferenciados: de una parte la producción de la identidad se reencuentra con el consumo como práctica socializante; de la otra, el consumo como práctica social se reencuentra con los relatos de producción de identidad como forma socializante. En este punto, la trayectoria micro de la propia comercialización del consumo como práctica simbólica (y su consiguiente espectacularización) y la trayectoria macro de la inclusión de la producción de identidad como objeto de consumo aparecen sintomáticamente reflejadas en la esquizofrenia de la acción del medio como búsqueda de audiencias y como relato socializante (de la que la crisis identitaria del medio como servicio público constituye un síntoma característico).

Esta circunstancia, junto con la naturaleza de sus contenidos, sitúa a la publicidad en un lugar específico dentro de la programación televisiva: por un lado, comparte con el resto de contenidos el principio maximizador de audiencias que gobierna la actividad televisiva; pero, por otro lado, responde directamente a los objetivos de esa misma maximización de las audiencias. Así, no debe extrañar que en los últimos años, mientras se han mantenido los mismos niveles de consumo de los medios, sin embargo, el flujo publicitario se ha incrementado notablemente (Mediaedge-Cia y Europa Press, 2002).

Ahora bien, delimitar la publicidad en el marco de la producción mediática como una forma privilegiada de consumo cultural obliga, como señalábamos, a tener en cuenta su especial relación con la propia cultura como forma de consumo. En este sentido, si Girard (1983) vinculaba originariamente la violencia al intercambio simbólico en tanto que dinámica de producción de identidad, Appadurai (1986) conecta en los mismos términos consumo e intercambio simbólico en una suerte de triángulo semiótico entre economía, valor/trabajo y significación. «El consumo es hoy la práctica que arrastra a las personas al trabajo de la fantasía. Es la práctica diaria a través de la cual la nostalgia y la fantasía se reúnen en un mundo de objetos mercantilizados» (Ibid., 2001: 82).

El tema de la condición simbólica del consumo ha sido extensamente tratado desde Marx y Lévy Strauss, mereciendo una especial atención la crítica de laeconomía política del signo planteada por Baudrillard (1982) para quien «el consumo es un modo activo de relaciones, no sólo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo» (Ibid: 21). Más allá de la complejidad de la cuestión, nos interesan aquí en especial las implicaciones pragmáticas de esta conexión entre signo y valor, entre consumo e identidad. Como ha señalado Silverstone (1996:182), «una vez que los bienes entran en un sistema de intercambio, también pasan a formar parte de un sistema de diferencias, de valores y sentidos diferenciados» que suministran las bases para un sentido público sobre el que se asienta la identidad social. En este sentido, la distinción y el habitus propuestos por Bourdieu (1998) delimitan las prácticas de consumo como una verdadera pragmática social en la que los discursos devienen objetos y los objetos devienen discursos, perfilando un sistema de intercambio comunicativo que excede la mera semiosis como descodificación del texto (o, por extensión, eleva la estructura de las prácticas sociales a la condición de macro-texto en el que los discursos son sólo una práctica más de asentamiento del sentido).

«El consumo es, en este caso, una etapa de un proceso de comunicación (…). El gusto clasifica al clasificador. Los sujetos sociales, clasificados por sus clasificaciones, se distinguen por las distinciones que hacen (…) y así se expresa o se revela la posición que ocupan en las clasificaciones objetivas» (Bourdieu, Ibid.:2-6)

Si la pragmática pone el acento en que el ‘decir es hacer’ conectando los textos con las acciones en su marco social y cultural, una orientación funcional de la misma debe subrayar que el ‘hacer es decir’, conectando las acciones con los marcos de sentido en su contexto social y cultural. Sólo así parece posible dar cuenta de la densidad de, por ejemplo, los estilos de vida como objeto de intercambio complejo en el marco de la publicidad. De ahí esa especial relación de la publicidad con la vida cotidiana, a diferencia de los productos informativos y de entretenimiento. Y de ahí también la extensión creciente de la pragmática del discurso publicitario a otros objetos del consumo mediático. Parafraseando a Mander (1978), la publicidad suministra a través de su discurso una articulación lógica de la cultura mercantil con los intereses, valores y sentidos de la vida cotidiana. Esta consideración obliga, en el marco del análisis de los discursos publicitarios, a poner en una tesitura diferenciada la relación entre roles funcionales dentro y fuera del texto, así como a conectar en términos metacomunicativos los roles narrativos y los roles de interacción social. Al hablar de una pragmática funcional, anticipamos nuestra concepción del discurso publicitario a un tiempo como performance y como juego, potenciada por una vinculación privilegiada a las prácticas de la vida cotidiana por la vía del consumo.

Finalmente, tanto en el territorio de la producción de identidad (o de su negación, por lo que atañe a la violencia) como en el ámbito de las prácticas de consumo, nos parece imprescindible tener en cuenta un concepto tan esencial para ambos como central en la configuración del discurso publicitario: el deseo. J.P. Dupuy (1998) ha descrito la constitución de la identidad individual moderna y de la dinámica social fundada sobre la articulación económica en los términos de un proceso de envidia. Entiéndase el concepto como una extrapolación de la concepción psicoanalítica de la envidia no como el deseo de lo que posee o es el otro, sino como el deseo del deseo del otro. La dinámica de configuración y retroalimentación entre el deseo propio y el deseo ajeno supone un elemento crucial tanto en la consolidación de la identidad del sujeto como de la organización social de la economía de consumo, resultando además coherente con la mimesis girardiana (Girard, 1983) como mecanismo social de fijación de identidades en conflicto. En ambos casos el deseo se convierte en el motor que introduce la identidad en el marco de las prácticas de consumo y a las prácticas de consumo en el marco de la identidad. El deseo (y la permanente promesa de su satisfacción) constituyen, además, el motor funcional de la conexión entre cultura de masas y consumo de masas en la dinámica de lo espectacular (Ibáñez, 2001). La propia dimensión pragmática del discurso publicitario se articula sobre la dicotomía deseo/rechazo a partir de la configuración de la dinámica comunicativa como seducción, más próxima, en los términos utilizados por Abril (2002: 89 y stes) a la psicagogia que a la pedagogía.
 

PERSPECTIVAS DE ANÁLISIS SOBRE VIOLENCIA Y DISCURSO PUBLICITARIO

El exhaustivo trabajo de Garrido (2004) sobre el tema perfila no sólo un catálogo actualizado y completo de definiciones del problema y de aproximaciones investigadoras a la cuestión de la violencia y los medios, sino que pone el acento en las dinámicas textuales como transmisoras de esquemas interpretativos. Por otra parte, como el propio autor subraya y como se ha señalado en Martínez et alt (2003), la sensibilidad hacia el texto publicitario como vehículo de visiones del mundo se halla en la base de un largo y tenso debate social que involucra a legisladores, usuarios, anunciantes y programadores en torno al uso de estereotipos y de construcciones ad hoc de las identidades de sujetos sociales en el marco estratégico de la producción del texto publicitario. En todos esos casos, no obstante, predomina una aproximación al texto desde una perspectiva especular (representaciones que son reflejo, o bien son reflejadas) obviando la especial dimensión pragmática (más precisamente, performativa) del discurso publicitario.

Ciertamente el paso de un paradigma analítico centrado en los efectos individuales y articulado sobre una concepción funcional-gratificacional del consumo de contenidos a una perspectiva textual en la que adquieren pleno sentido los procesos de producción de significado supone un salto cualitativo importante. Con todo, parece pervivir una dicotomía entre el mecanicismo funcional del proceso comunicativo (en la línea de la tradicional mass communication research) y el mecanicismo textual (en la línea de un estructuralismo incapacitado para ver más allá del texto como sistema cerrado). El resultado son elaborados conjuntos de análisis alternativamente centrados en el texto como objeto autosuficiente (y que relegan la actividad de la audiencia al territorio de lo presupuesto) o en la actitud de la audiencia como reacción conductual a un estímulo representacional (relegando la complejidad discursiva y la producción de sentido al territorio de la obviedad), respectivamente respaldados por aparatos metodológicos diferenciados (semiótica textual y análisis de contenido en un caso, control de eficacia y análisis funcional de efectos, en el otro). El imperativo analítico cuantificador obliga en este contexto a asumir una idea de violencia discreta y relativamente próxima a la propia noción de signo (conductas y/o acciones que están en lugar de la negación del otro), que se expresa esencialmente en el uso de la fuerza o de los recursos expresivos con la intencionalidad de infligir un daño a un tercero.

«La dificultad que lleva aparejada la respuesta [a la pregunta ¿qué es la violencia?] ha llevado a muchos a desestimarla y a orientar sus esfuerzos hacia la recolección de datos sobre hechos “evidentes” de violencia, dejando para después –o para los teoricistas– la reflexión acerca de los, si se quiere, fundamentos de la violencia. En concreto, la reflexión sobre sus fundamentos sociopolíticos, económicos y psicológicos» (González y Villacorta, 1998:229-230).

En este marco, se tienen predominantemente en cuenta aquellas representaciones de la violencia cuya operatividad textual (no ya pragmática) queda restringida básicamente al refuerzo argumentativo (por contraste, por ejemplificación, por impacto), al atenuante retórico (por parodia, ironía, etc.) o al refuerzo instrumental (por espectacularidad o por intertextualidad con otras formas y contenidos narrativos, como el cine, etc.). La alternativa entre el mecanicismo funcional y el mecanicismo textual supone, de hecho, la renuncia más o menos explícita a la consideración del discurso publicitario como un proceso cultural (más allá de la mera lectura presupuesta en la aproximación al texto como objeto autosuficiente) y, por extensión, la renuncia a la conexión pragmática (uso-significado) entre el consumo como práctica simbólica y la interpretación como práctica mercantil.

Una primera consecuencia observable en la aplicación de estas perspectivas es la de la práctica difuminación de formas de violencia no ajustables al esquema de la acción individual intencionalmente identificable, en especial formas de violencia cultural y estructural que redundan en la negación (por imposición) de identidades (de género, de clase o de condición actancial, por ejemplo). Parece, en este sentido, legítimo preguntarse acerca de la condición violenta de determinadas construcciones de la identidad del otro cultural o étnico en determinados textos publicitarios. La propia homogeneización cultural e interpretativa derivada tanto de la condición transnacional como de la vocación transcultural de los discursos publicitarios se presenta aquí como un territorio de articulación entre la violencia cultural y la violencia discursiva. Efectivamente, una segunda consecuencia atañe a la condición violenta del propio discurso publicitario en tanto que práctica comunicativo-interpretativa (Cfr., por ejemplo, Castelló, 2003). Esta violencia discursiva presupone formas de negación pragmática y epistemológica de la identidad (común, por otra parte, a la generalidad de los ejercicios de producción de sentido) en cuanto suponen un ejercicio de construcción del intérprete y de sus capacidades interpretativas. Hablar, pues, de una violencia pragmática (relativa a la negación de la identidad a través de las prácticas de producción, interpretación y consumo más allá del mero reflejo en el objeto textual) resulta especialmente relevante en un discurso como el publicitario, cuya condición de sentido emana en esencia de su doble vinculación al consumo en tanto que práctica social: la interpretación como consumo y el consumo como interpretación.

En este sentido se hace necesario tener en cuenta, aunque sea de forma somera, la especificidad pragmática del discurso publicitario, que podemos resumir, a modo de catálogo abierto a discusión, en los siguientes puntos:

El texto publicitario funciona bajo la doble lógica de la analogía y la promesa: es un ejercicio de comparación performativa, caracterizado por su naturaleza invitadora respecto del reconocimiento del deseo y de la viabilidad de su satisfacción (Ibáñez, 2002:165 y stes.).

El discurso publicitario se articula sobre una dinámica de seducción dotada de una doble funcionalidad: por un lado, construir la propia condición de producto del relato (dotado de características estéticas y argumentales orientadas a su reconocimiento) y, por otro lado, vencer la resistencia del público cuya competencia pragmática al respecto suscita una relación interpretativa cuando menos marcada por la cautela. La cualidad de seducción adquiere, adicionalmente, una dimensión diferenciadora en un contexto creciente de sobresaturación de mensajes y formas expresivas así como de productos y prácticas de consumo posibles. La espectacularización del discurso publicitario (y, en concreto, su apelación directa a la representación explícita de la violencia) no es ajena, como señala Garrido (2004:219 y stes.) a esta cuestión.

Como ha señalado Eco (1993), todo texto construye la identidad de su lector/intérprete en tanto la presupone como condición de posibilidad del sentido. No obstante, la singularidad pragmática del texto publicitario, doblemente orientado hacia la lectura y hacia la praxis, hace que en su caso la construcción del público adquiera un matiz diferencial. El target publicitario es una construcción identitaria fundada antes y a través del texto. Cristina Peña Marín (1989:59-60) lo expresa del siguiente modo:

«A la publicidad corresponde proponernos modelos, incitarnos a desear ser, parecernos a, integrarnos entre. Si esto es cierto, el destinatario del anuncio publicitario es un colectivo que todavía no existe, que debe ser recortado de entre la masa de receptores por efecto del propio anuncio»

De lo que cabría subrayar que no se trata sólo de una construcción del destinatario como intérprete (en relación a la previsión de sus capacidades y estrategias interpretativas disponibles), sino como consumidor del texto en tanto que producto (y, por ende, susceptible a la seducción) y como consumidor de sí mismo (Ibáñez, 2002:227) en tanto que sujeto social delimitado por una identidad predeterminada que a su vez presupone unas prácticas sociales definidas (las cuales, nuevamente, enlazan con las capacidades interpretativas del destinatario en un círculo pragmático característico). En suma, el texto publicitario construye a su lector también como actor de la práctica que propone. Por eso, más que conductas, el relato publicitario propone estilos o, en términos textuales, modos. La modalización en el discurso publicitario no sólo atañe a los sujetos textuales, sino que se propone como activa más allá del universo del texto y en el ámbito de las prácticas de consumo, como condición de posibilidad del marco interaccional que ella misma dibuja.

Consecuentemente, el texto publicitario se perfila a la vez como performance y como juego. La performatividad del texto publicitario es su condición de sentido: es una representación que invita a ser representada, un relato que presupone su puesta en escena en modos tan heterogéneos como coherentes. Esa condición performativa es, también, la sustancia de las identidades que constituye a través de su condición de juego: ensayo, drama e ilustración a un tiempo. Tanto el juego como la performance presuponen la participación. Sin ella, el destinatario es incapaz de reconocerse a sí mismo como tal. En tanto que juego, el texto publicitario juega con la intercambiabilidad entre intérprete y actor, y de ese intercambio emana la promesa de placer. Al mismo tiempo, siguiendo el esquema explicativo de Caillois (Cit. en Silverstone, 2004:102:103), el juego opera como una praxis de la identidad mediante la oposición entre el yo y el otro estructurada sobre los ejes del agon (competitividad), alea (suerte), ilinx (el vértigo, la entrega) y el remedo (la mascarada, la sustitución o el pasar por otro).

Teniendo en cuenta estas observaciones, la aproximación al discurso publicitario debe cuando menos dar cuenta de su complejidad pragmática y, en especial, del intercambio funcional que constituye la clave de su condición de juego performativo en el territorio de encuentro entre interpretación y consumo. Una complejidad pragmática que, necesariamente, atañe no sólo al texto, sino a las capacidades de los destinatarios a quienes construye sobre la base del par seducción/identificación.

Conviene en este punto subrayar que, desde nuestro punto de vista, la especial sensibilidad analítica, social y estratégica respecto del trinomio infancia/violencia/discurso mediático emana precisamente de la indefensión pragmática de los menores en el juego discursivo (y, en especial, en el juego discursivo publicitario). En otros términos, la violencia pragmática atañe especialmente al público infantil y adolescente no sólo en tanto que referencia en el discurso sino también como referente del discurso (construcción social de la identidad del menor, inserción en prácticas de consumo, instrumentalización del papel del menor en los procesos de decisión de compra, etc.). Mostrar un niño como imagen de inocencia o de fragilidad es una construcción referencial interna del texto (no exenta, por otra parte, de consecuencias pragmáticas). Mostrar, sin embargo, a la madre que el niño desea un producto determinado es una construcción pragmática del niño a través de la madre que interviene no sólo en las prácticas de consumo de ésta (y, a la postre, del propio niño), sino en el marco experiencial de las interacciones posibles entre el niño y la madre a través de la mediación del consumo.

 

SOBRE LA CONSTRUCCIÓN DEL MENOR EN LA PRAGMÁTICA PUBLICITARIA

En la perspectiva de un análisis estratégico en la cadena de decisiones orientadas a la compra, Perales y Pérez (2002) han diferenciado entre anuncios con menores, anuncios de menores y anuncios para menores; y Bringué (2001) considera al niño-adolescente como un mercado desde tres perspectivas distintas: como mercado primario con posibilidad de realizar compras con dinero propio, como sujeto de influencias cuando sus preferencias inciden en el consumo o en el gasto ajeno y, finalmente, como mercado futuro cuando adquiere determinados conocimientos y actitudes sobre marcas y productos respecto de los que todavía no constituye un target definido. Consecuentemente, desde la perspectiva de una pragmática funcional, los roles en que el menor es construido como sujeto (personaje/actor/intérprete) del discurso publicitario pueden agruparse en tres grandes categorías: Los menores como target publicitario en el doble sentido de destinatarios del texto y de actores de las prácticas de consumo; los menores como recurso publicitario, en el sentido de construcciones identitarias destinadas a movilizar evocaciones cognitivas, emocionales y conductual-interaccionales como parte de la construcción identitaria y actancial de los destinatarios/actores del consumo; y por último, la consideración de los menores como receptores publicitarios, en el sentido de intérpretes de un texto pero no necesariamente en tanto que destinatarios (a la manera de ‘polizones discursivos’), donde su campo de expresión atañe a los comportamientos y hábitos de consumo televisivo por parte de los niños.

En el contexto de una progresiva expansión del mercado como ámbito de interacción social, el papel de los menores como target publicitario adquiere cada día mayor protagonismo en los espots publicitarios, adoptando diferentes roles ya sea vinculados con su representación discursiva explícita, ya como presuposición discursiva necesaria para la coherencia del texto. En este ámbito cabe destacar su representación como compradores/consumidores (en ocasiones en formas emuladoras, a modo de juego), como potenciales compradores y consumidores y, finalmente, como prescriptores. La praxis discursiva en este sentido no es casual. Más allá del marco general de extensión del consumo como forma interaccional, Perales y Pérez (2002:1) subrayan tres razones funcionales: en primer lugar, la creciente importancia de los niños como compradores y consumidores, debido tanto al incremento del gasto familiar referido a lo hijos como el aumento de la propia capacidad adquisitiva de los menores. En segundo lugar, la consideración de los menores como futuros consumidores y compradores, es decir, la inversión y la rentabilidad a medio y largo plazo que supone crear en los menores hábitos de consumo que presumiblemente mantendrán en adelante. Y, por último, la creciente influencia de los niños y adolescentes sobre el consumo familiar, el denominado “factor NAG”, donde el papel de prescriptor del menor afecta no sólo a los productos de alimentación y gran consumo, sino que también se observa en relación a productos o servicios de más implicación como restaurantes familiares, automóviles, electrodomésticos, viajes, equipos de imagen y sonido, etc. (Bringué, 2001).

Es quizá el ámbito de la representación del menor como destinatario el que más prevenciones ha suscitado en el debate social sobre violencia y publicidad; entre otras razones, por la coherencia con una visión especular del discurso que enfatiza (no sin razón) las implicaciones miméticas. En este sentido, se corre el riesgo de centrar la atención en la condición violenta del discurso en tanto que mera representación del marco de uso del producto (como en el caso paradigmático de los juguetes bélicos), olvidando en cambio el proceso de producción de identidad que ese discurso pone en juego a través de la inscripción estratégica de los sujetos/actores en la propia dinámica discursiva. Dicho de otro modo, la condición violenta del discurso no está necesariamente sujeta a la condición violenta de la praxis vinculada con el mundo social en que el producto o servicio adquieren sentido. La representación de la violencia (en la forma de parodia, de hipérbole, o de simple reflejo) supone, de hecho, un recurso estético y expresivo que contribuye indirectamente a la definición del público infantil y adolescente como destinatario; aunque, como ha señalado Garrido (2004:200 y stes), esta correlación es mucho más acusada en el caso de la audiencia juvenil. Es curioso, en esta línea, constatar dos rasgos interesantes respecto del recurso a la violencia como elemento estético/argumental: por un lado, la creciente difuminación de las fronteras identitarias entre niños y jóvenes en las construcciones del discurso publicitario, tanto en términos estéticos como actitudinales; y, por otro lado, la coherencia operacional de las situaciones de interacción en que la representación de la violencia obtiene estatuto argumental con respecto a las conductas instrumentalmente útiles o previsibles en el contexto de las prácticas de consumo: competitividad (en tanto que sublimación de la represión del enfrentamiento) y venganza (en tanto que sublimación de la represión de la envidia). A la postre, parece apuntarse aquí, la violencia aparece como consustancial a una representación del consumo como sublimación de la construcción identitaria (fundada sobre la realimentación recíproca entre el deseo propio y el ajeno, o de su reflejo especular en la negación recíproca).

Una razón de esa creciente difuminación de las fronteras identitarias entre niños, jóvenes y adultos (Verdú, 2004) parece ser la propia difuminación de los perfiles de los consumidores respecto de parcelas del consumo, tanto en el sentido funcional como en el temporal. Hoy no sólo los adultos disfrutan como niños (y de ahí la pertinencia discursiva de, por ejemplo, padres que devoran la merienda a sus hijos, convirtiéndose todos ellos en niños al cuidado de abnegadas madres que, por serlo, saben qué es lo mejor para los suyos) sino que las parcelas temporales del consumo articuladas sobre las edades hace tiempo que han dejado de ser compartimentos estancos. De ahí la operatividad del menor como futuro comprador y consumidor de productos. Si el consumo es una forma de interacción social dominante, la socialización del menor es también una socialización para el consumo. Si el consumo es una forma de interacción social estrechamente ligada a la praxis discursiva, al trabajo de la imaginación (Appadurai, 1996), la publicidad es, sensu stricto, labor formativa por antonomasia. La anticipación, por otra parte, está en la esencia del tránsito del capitalismo de producción al de consumo; es la antesala de la fantasía como producto de mercado.

La introducción del menor en el doble universo del discurso publicitario y del consumo tiene lugar a través de su instauración como signo en ese mismo doble sentido: en la simbiosis entre el papel decisional en el ámbito de las interacciones y el papel simbólico en el ámbito de los relatos sociales de la identidad. Esta condición de signo y de sujeto se concreta en la función prescriptora del menor, donde el signo ya no es sólo un recurso representacional, sino que presenta un claro valor performativo (demanda esto, él/ella desea esto) a la vez que formativo (de la condición de consumidor futuro, de su condición de factor de incidencia en el proceso de decisión de compra).

Mucho más frecuente resulta la utilización de los menores como recurso expresivo en el sentido de sujeto-valor de acuerdo con el esquema tradicional de la semiótica textual. En este caso la construcción de la identidad del menor adquiere una funcionalidad evocadora fundada sobre su condición de signo moralizador. Se trata, pues, de un recurso destinado a la producción de otras identidades, tanto dentro como fuera del universo textual y, en consecuencia, sometido a ellas. Las evocaciones activadas a través de la imagen de la infancia en la forma de valores o cualidades que se asocian con rasgos identitarios de sujetos, actitudes o conductas se utilizan de forma diferenciada teniendo en cuenta el producto anunciado: fragilidad o seguridad en el caso de anuncios de automóviles, confianza y ternura en el caso de los servicios, suavidad y pureza para productos de limpieza e higiene personal, etc., aparte de otras connotaciones simbólicas de la infancia genéricamente instrumentalizadas por el discurso publicitario (confort, simpatía, imaginación, espontaneidad, sinceridad, etc.).

En la mayoría de los casos se trata de atributos de identidad procedentes del estereotipo del menor dominante en nuestra sociedad. Sin embargo, en el plano de la seducción, la presencia de los menores suscita una familiaridad cuya función excede la mera evocación simbólica. En este contexto de utilización de la imagen del niño como signo portador de valores asociados al producto es frecuente el recurso al marco simbólico de la amenaza o el peligro sobre la infancia (de accidente en el caso de los automóviles; de infección en el caso de los productos de limpieza; de enfermedad o debilidad en el caso los productos alimenticios, etc.); amenaza que, al tiempo que queda enfatizada por la indefensión de la figura del niño, queda obviamente conjurada por la eficacia del producto anunciado. No puede obviarse aquí la naturaleza sutilmente violenta de la estrategia argumentativa, característica de la amenaza velada, que implica básicamente una conexión argumentativa del tipo ‘si no deseas que ocurra X, haz Y’.

Por otra parte, si la presencia de infancia como recurso narrativo en la publicidad dirigida a adultos cumple mayoritariamente una función simbólica vinculada a la amenaza respecto del rol social del target (padre, madre, adulto, etc.), la publicidad dirigida a niños recurre a la presencia de la infancia con una función representativa del contexto social de uso del producto en un marco competitivo en vez de cooperativo, básicamente fundado sobre el principio de realimentación entre deseo propio y deseo ajeno.

Desde la tercera de las perspectivas planteadas, la consideración funcional de los menores como receptores publicitarios, se hace necesario tomar en consideración el marco general del comportamiento receptor –hábitos y costumbres de uso– de los menores, en nuestro caso respecto a los medios audiovisuales y concretamente la televisión. Obviamente, esta perspectiva entronca directamente con la dilatada tradición de estudios sobre los efectos cognitivos de los medios y, especialmente, con el tema de los efectos de los contenidos violentos en la televisión, que podemos remontar a los orígenes mismos del medio en cuestión (Cfr. Garrido, 2004; García Silberman y Ramos Lira, 1998; Murray, 1995).

Más allá de la historia evolutiva de los análisis y marcos conceptuales sobre violencia y medios, la estrecha vinculación existente entre los estudios sobre el receptor del mensaje publicitario y los estudios sobre los efectos cognitivos de los medios redunda en una pérdida de perspectiva respecto de la especificidad de los contenidos publicitarios y de sus diferencias pragmáticas respecto de otro tipo de contenidos. La expresión metodológica de esta pérdida de perspectiva la constituye la aplicación frecuente del análisis de contenidos al mensaje publicitario, abordando éste como si fuera una unidad aislada, al modo de otros tipos de contenidos (como las series de ficción), y no como lo que en realidad es: un elemento de un proceso estratégico en el que la figura del menor (en el caso que nos ocupa) no actúa sólo como ‘intérprete’ (receptor) del mensaje, sino también como ‘destinatario’ (target) y como ‘colaborador’ (recurso) respecto de otros destinatarios.

Desde esta perspectiva, el análisis de la violencia y la infancia en la publicidad televisiva pasa necesariamente por el reconocimiento de la especificidad del mensaje publicitario en cuanto relación comunicativa de naturaleza estratégica, cuestión que, a su vez, se desglosa en rasgos diferenciadores de la recepción en cuanto a las condiciones cognitivas de la audiencia infantil y las condiciones del contexto sociocultural del consumo de dichos contenidos. Sobre las primeras, hemos apuntado ya algunas características definitorias. Básicamente, los mensajes publicitarios se distinguen por una relación específica entre lo representado y el mundo cotidiano del intérprete, que se orienta sobre el deseo, pero que, a diferencia de otros contenidos, como los ficcionales, ubica la realización de ese deseo fuera del ámbito de la relación comunicativa con el medio (promesa): si el deseo que articula el disfrute de una serie de ficción se satisface en el visionado de esa misma serie, el deseo que articula el disfrute del discurso publicitario se satisface en el mundo de la vida cotidiana del intérprete, a través de la compra, el consumo, la exhibición, etc.

En consecuencia, el régimen de vinculación entre los patrones conductuales representados en el mensaje publicitario y los patrones conductuales puestos en juego por el menor en la vida cotidiana no puede ser el mismo que con otra clase de mensajes, como los de las series de ficción. A esta circunstancia es preciso añadir la especificidad de la competencia comunicativa del menor en cuanto a la interpretación de los contenidos televisivos, aspecto que en términos genéricos ha sido ampliamente estudiado –distinción realidad/ficción, manejo del humor y la ironía, impacto emocional, etc.– (Soldow, 1983; Brown y Bryant, 1990; Murray, 1994; Bree, 1995; Igartua et al, 2001), pero que adquiere nuevas dimensiones al considerar la naturaleza estratégica de la comunicación publicitaria –distinción información/persuasión, hábitos de consumo televisivo, transmisión de valores, conexión entre los contenidos y los tiempos de la vida cotidiana, etc.– (Beuf, 1976; Goldstein, 1998a; Deborah, 1999; Chan, 2000; Bringué, 2001).

En el marco de la función socializadora para el consumo y de la construcción cultural de marcos de interacción, resultan cada vez más necesarias formas de aproximación al discurso publicitario que, por ejemplo desde la perspectiva de los estudios culturales, tengan en cuenta la especial relación entre el texto publicitario y sus usuarios. Desde nuestro punto de vista son, precisamente, estas diferencias pragmáticas las que fundamentan la especificidad del debate y de las prácticas autorreguladoras sobre publicidad, a diferencia de otros géneros y formatos expresivos de los medios, donde la neurosis representacional de la violencia se halla todavía más lejos de ser conjurada.


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