EL PERSONAL DE PRISIONES: AUTORITARISMO Y DELINCUENCIA

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La vocación de carcelero difícilmente se adquiera en los juegos de la infancia donde se es policía o ladrón y se intercambian ritos necrófilos. Jamás se es carcelero. No surge pues esta actividad como una vocación lejana e interior de los primeros pasos de la vida. Eso le otorga un valor de extrema importancia al hecho de inclinarse por la función penitenciaria, que se ha definido previamente como servicio social o misión social, partiendo de la premisa de beneficiar a la readaptación social del delincuente. Dicho sea de paso, a estas alturas tal premisa ha perdido valor en el campo criminológico y penitenciario; por su costo, por un lado, y por las realidades sociales, por el otro. No se puede readaptar a nadie a la misma sociedad o al mismo ambiente que lo hizo y lo ha lanzado a la delincuencia. Igualmente ocurre con la llamada crisis del tratamiento carcelario. Alguna vez se dijo que a la pregunta “¿la prisión regenera?” habría que cambiarla por “¿el personal regenera?”  Ambas cuestiones forman parte en Latinoamérica de una paciente inutilidad donde, como en otras latitudes, la privación de libertad es la sanción más importante y de mayor aplicación. Y lo que es considerablemente peor: apenas ingresado el delincuente preventivo que aún no se sabe y por largo tiempo no se sabrá si es culpable, comienza a sufrir la pena.
Sabe el personal penitenciario que con los medios y servicios con que cuenta, ligados a esas cárceles atiborradas de seres humanos, es imposible hacer algo que dignifique y estimule su profesión. De ahí que, ligado también a otros motivos, suele sentir vergüenza y menoscabo social por su actividad en las cárceles, lo que se traduce en desidia. Y ésta, de modo invariable, en ineficacia.
Los funcionarios jerárquicos están convencidos de que la gran cárcel o la cárcel con mejores comodidades soluciona sus problemas. Pero no los de los presos.
Por norma general la mentalidad del carcelero está adscripta a la disciplina y a la seguridad. De ahí su convencimiento de que un recluso alojado las 24 horas del día en una celda es alguien que no molesta. O que un eficaz sedante o un depresor en el desayuno asegura la tranquilidad de la población estable para el resto del día. Su criterio se ha vuelto automático, sólo atento a esos conceptos de disciplina y seguridad. Sus únicas obsesiones son el motín y la fuga. Para él, el preso, más que seguro y bien, debe permanecer bien seguro.
En algunos países de la región, la administración carcelaria está dirigida por fuerzas militares o policiales. En Cuba tiene carácter militar y otro tanto ocurre actualmente en ciertos Estados de México; una brigada militar dirige el establecimiento de Jundiai en Porto Alegre (Brasil); en Chile la gendarmería; en Uruguay la policía; y en la Argentina, excepto en la provincia de Mendoza, la dirección es paramilitar, con oficialidad, tropa, leyes orgánicas, reglamentos, estatutos y vestimenta castrenses, casino de oficiales y suboficiales.
Durante el denominado Proceso Militar, reino del terrorismo estatal, la administración penitenciaria, que había sido investida como un órgano de seguridad nacional - y así continúa hasta hoy - , sirvió en las cárceles clandestinas y los campos de concentración. Poseían servicio de inteligencia y un archivo donde figuraban los presos políticos, gremiales y sindicales, sus abogados y sus visitantes.
Los presos, que odian el uniforme policial, llaman tradicionalmente a esos funcionarios “policías”. De tal modo se contraría lo establecido en el Anexo de las Reglas Mínimas de Ginebra para el Tratamiento de Reclusos. En las “Recomendaciones sobre la selección y formación del personal penitenciario”, al referirse en el párrafo VI a las “Condiciones generales de servicio”, se expresa que dicho personal “deberá tener carácter civil” (Parágrafo 1) y, más concretamente, en el parágrafo 3: “No se deberá formar con miembros de las fuerzas armadas, de la policía y de otros servicios públicos”. Otras veces el personal resulta designado por razones políticas y sin ningún conocimiento del tema. “Se va haciendo en la función.”
Se ha dado el caso que se ubicó como directores de establecimientos carcelarios a ex militares, marinos y policías. Resulta imposible que con ese personal, que está formado en estructuras herméticas y con un singular espíritu de cuerpo, con una visión particular sobre la vida y las personas, se logre reformar, o tan siquiera, mejorar el problema carcelario. Es que las instituciones suelen ser la sombra amplificada de quien las dirige.
Quienes se encuentran en contacto directo con los reclusos no son, precisamente, los funcionarios o el personal jerárquico, sino los celadores o guardiacárceles que están frente a ellos. Son presos al revés, del otro lado de la reja.
Hace años, cuando investigaba la sociedad carcelaria, un recluso me señalaba desde su elocuente deterioro: “Yo sé que usted pretende algo así como que hombres de guardapolvo blanco entren en la cárcel pero, ¿sabe una cosa? Aquél negro que está allí (y me señaló a un guardiacárcel) vive en la misma villa miseria a pocos metros de donde vivo yo...”
Los celadores, custodios o guardiacárceles y los requisantes se reclutan, al menos en los países de nuestro hemisferio, entre personas pertenecientes a los sectores marginados de la sociedad. La cárcel les ofrece un sitio donde trabajar y dormir varios días a la semana, donde comer y trabar amistades. En el deseo de escalar algún peldaño en la escala social o en la distribución de oportunidades no advierten que son sometidos a un proceso de sumisión de características parecidas al que son sometidos los presos. Al menos, con el mismo desiderátum hegemónico. Ellos están para las tareas más duras y peligrosas y daría la impresión de que cualquier actividad placentera fuese una concesión de la autoridad.
Son víctimas instrumentales de un sistema que los impele como victimarios. Viven como absorbidos por la escenificación del simulacro, atentos a los subterfugios de los presos y los artilugios de la huida, sirviendo a sus superiores. Se los condiciona abusando de su escaso nivel educacional y no pocas veces intelectivo.
Ésa es la doble selectividad  que se opera en el sistema penal. Por un lado, reclusos provenientes de los estratos sociales más bajos y carecientes; por el otro, custodios de igual procedencia social. Todos cortados por las mismas tijeras.
Es una clara manipulación del sistema penal que se ha dado en llamar proceso de prisionización, que se conforma en definitiva mediante un breve pero persuasivo discurso-aprendizaje de carácter machista, omnipotente. El  rigor, el uniforme y el arma - al menos en el sistema penitenciario argentino - son atributos panaceístas para gente que reviste un menguado poder, pero poder al fin, contra otros que son sus iguales... Cuando castigan despiadadamente, parecería que castigaran lo que son por dentro.
El guardiacárcel, el que da la cara por estar en inmediación con los reclusos, suele creer, como pocos en la cárcel, que está prestando un servicio y que la sociedad espera mucho de él. Fallar es una traición al cuerpo penitenciario que los cobija. Palabras melifluas provenientes de los centros del poder. La Inquisición de todos los tiempos.
Ese discurso otras veces se recibe como un reflejo de la función, pero la arenga a la tropa hace que seres humillados por la vida, que nada tienen, ganen, tras el discurso machista, en autoestima, que se desgrana de la obtención de una pretensa estima social que se les miente. En el entresijo social, nadie repara en ellos (ni en los funcionarios).
Se usa al mismo sector para el control y para la punición que se efectúa en las cárceles. No se requieren grandes reflejos ni una inteligencia inhabitual para advertir, observando los grises ,edificios, los viejos muros y la estructura laberíntica de increíble fealdad de muchas cárceles, que constituyen la respuesta institucionalizada y gráfica del apremio ilegal.
Detrás de esos muros, los funcionarios que han pasado a ser la parte de la población estable de la cárcel muy difícilmente sean seres creativos, lanzados a ideas innovadoras y reformistas y mucho menos partidarios de crear nuevas estructuras. Suelen ser, con algunas elocuentes excepciones, cual sumidos por el medio, individuos mecánicos, de reacciones automáticas y, a menudo, duros, cerrados, temerosos, desconfiados y, cuando no, obesos de burocracia. Entre un enjambre de hechos que constituyen abusos de poder, existen en las cárceles algunos muy singulares. Por lo general los diseñan funcionarios desde arriba y los ejecutan sus cumplidores subalternos. Aunque existen guardiacárceles que se convierten en verdugos por propia iniciativa.
El personal de custodios y requisantes padece, por lo general, tristeza, soledad, desamparo, desarraigo y los mismos problemas de déficit educacional y sanitario que la mayoría de los presos. Viven sobre ascuas, en la zozobra. Nadie se ocupa seria y honestamente de ellos. Varias veces intenté hablarles. En vano, me encontré con un cerrado mutismo. Acaso no tengan nada que decir, que es decir mucho...
El personal superior, que milita en una clase más acomodada, trata por todos los medios a su alcance de no correr riesgos.En sus coloquios carcelarios se suelen mostrar como actores de severas situaciones carcelarias. Actores, en fin, sin conciencia de lo ingenuo. Enarbolan cierto heroísmo moral, pero en algún pliegue de su conciencia saben que no es así. Aunque existan muy elocuentes excepciones.
Esta situación se pone en evidencia cuando aparece el rostro circular, kafkiano, de un antiguo y triste litigio: las revueltas y motines cruentos. Allí “los negritos” desarrapados, de uno y otro lado de la reja, se juntan para matarse entre ellos... mientras, desde una tribuna, los oficiales observan las acciones con preocupación pero a la vez exentos de peligro.
En casos muy excepcionales, cuando se produce la muerte de un funcionario de cierta jerarquía, los medios de comunicación lo reflejan de inmediato con gruesos títulos y fotografía de por medio. Esto se siente como una amenaza a todo el sistema, a la seguridad pública y su control. En cambio, la muerte habitual durante la refriega de uno o más guardiacárceles es como un accidente laboral, previsible por lo que se sabe entraña el encierro carcelario. Luego vendrán las condolencias a los deudos, el pago del sepelio, algunas flores y, en el mejor de los casos, el ascenso post mortem.
Es habitual que frente a errores y problemas o delitos que comprometen públicamente a la institución penitenciaria, los funcionarios velozmente den las explicaciones del caso para conocimiento de la opinión pública. Tienen a la mano al personal subalterno como chivos emisarios en quienes echar culpas y recomponer la imagen institucional. Basta con adjudicar lo ocurrido a la ignorancia, desapego, desatención, exceso o defecto de la tropa: frente a la muerte de compañeros fue imposible frenar la tropa que atacó y ocasionó la muerte de 40 reclusos... o, debido al momento emocional vivido, la tropa excedió (o no comprendió) las órdenes impartidas y, en consecuencia, la institución queda incólume y se reconstruye velozmente el sistema. Es más, se lo consolida. Los guardiacárceles no han sabido cumplimentar las eficientes órdenes recibidas o las han desobedecido abiertamente... Las jerarquías aparecen en cambio enarbolando su sentido moral (de apariencia moral), y regresan a su poder, en calma.

El tratamiento carcelario y la readaptación, meras palabras.

Con tan precarios y obsoletos medios y servicios, con reformatorios que deterioran la personalidad de niños y adolescentes, con cárceles cloacales y personal no idóneo, parece peculiarmente “humanesco” hablar de tratamiento penitenciario. Después que se ha victimizado a una enorme cantidad de menores y procesados en el encierro, despersonalizándolos y haciéndoles extraviar el sentido de la vida, pretender verificar sobre ellos, ya condenados, el llamado “tratamiento penitenciario resocializador”, al que se le atribuye efectos panaceísticos, linda con el desatino o la crueldad, aunque sirva a la buena fe de algunos y al empleo de otros y a la legitimación del sistema penal y del poder.
Tanto en México, Cuba o la Argentina, los epígonos del positivismo expresan que el tratamiento se basa en un estudio biológico y psicosocial del recluso. En varios países existen institutos de clasificación de delincuentes siguiendo la enseñanzas de Vervaek o de Di Tullio. Se hace biotipología con carácter interdisciplinario y se formulan dictámenes que se ponen en conocimiento del juez de la causa para que ordene libertades condicionales o, en su caso, para el juez de ejecución penal (Río de Janeiro, San Pablo) como pronóstico y tratamiento. Todo lo cual tropieza con otros aspectos insoslayables. Por un lado, resulta difícil efectuar un tratamiento o terapia en prisión, donde el individuo se siente constreñido por una represión diaria o no tiene qué comer o dónde dormir. En otros casos, ha pasado durante años en el encierro en calidad de procesado sin condena alguna. ¿Cómo efectuar una evaluación honrada de la situación? ¿Cómo apreciar a un individuo que ha vivido más cercano a las teorías del reflejo condicionado que a normas civilizadas de convivencia social?
En estos casos la ciencia parece ayudar a robustecer la falta de credibilidad, o se erige (quisiera creer que de un modo inconsciente) en una satrapía del poder y de la represión como respuesta institucionalizada.
El tratamiento es sumamente oneroso y sus pronósticos sobre la personalidad y situación futura de un individuo recuerdan a los futurólogos. En especial cuando hablan de “peligrosidad” sin especificar casi nunca si es carcelaria o delictiva; si se lo acusa de no atenerse las normas disciplinarias o si se refiere a una cruel delincuencia futura. Este etiquetamiento de alguien que ha vivido en un ambiente provocador de infortunios y desgracias, como lo es el carcelario, es una crueldad agregada al sistema, aunque los profesionales deban trabajar y se presenten a hacerlo de buena fe.
Es que, tanto los reclusos como los profesionales que los observan, que estudian y tejen diagnósticos y pronósticos con gente proveniente de la clase social más desposeída y necesitada, quedan absorbidos por la escenificación de un sistema de poder que los rebasa. El estudio dinámico sobre la personalidad en prisiones de máxima seguridad no pasa de ser discurso y quimera en el mejor de los casos. El tratamiento en prisiones tradicionales como las descriptas, según lo ha señalado Carlos Elbert, es como enseñar deportes en un ascensor.
La atención psicológica, e incluso el llamado “tratamiento en el encierro”, teñido de criterios psicologistas, permite observar otro matiz. Un litigio antiguo enclavado en un lenguaje carcelario cristalizado. Es tradicional que tanto psiquiatras como psicólogos no sean apreciados por los reclusos  pues pertenecen al personal penitenciario y, por ende, son “policías” miembros del sistema. Se mueven, según este criterio, en zonas francas y fronterizas de la represión. En realidad, cuando se leen ciertos diagnósticos - que parecen sellos o tatuajes indelebles - en las historias criminológicas, cabría dar la razón a estas aserciones.
Este tipo de tratamiento tiene varios contradictores en países como México, Ecuador, Colombia, Brasil y la Argentina. En prisiones de los Estados Unidos se los sigue practicando a ultranza, aunque los resultados son insatisfactorios, pero hay un apego a ciertas pautas correccionalistas que aunque perimidas, cabe insistir, permiten el trabajo de gran cantidad de personas, algunas convencidas, otras con ganas de convencer.
Las críticas más salientes que recibe el tratamiento carcelario se centran en:
a)  La llamada “crisis del tratamiento” sobre la base de su onerosidad y el hecho concreto de los magros resultados obtenidos en cuanto a la reincidencia. Esas reincidencias indicarían la falencia de los Estados en el cumplimiento de las normas de fondo y de forma que deben instituir los establecimientos carcelarios, más que la del propio recluso.
b)  El tratamiento efectuado en lóbregas prisiones perpetúa a las relaciones sociales de dominación como reguladoras del conflicto. Legitima la privación de libertad como pena y al establecimiento que la adjetiva, dando a ese ámbito la función de la ejecución penal impuesta a todo el que no converja y encaje en el “deber ser” establecido. Ello impide o dificulta la posibilidad del reemplazo de la prisión clásica por penas alternativas y sustitutivas. O, en otras palabras, quienes se aferran al tratamiento provocan un vacío que es el de generar nuevas respuestas dirigidas a la despenalización de múltiples delitos o la consecución de un derecho penal mínimo.
c)  Los estados crean delincuentes, en el mejor de los casos por incuria y garrafal imprevisión - una suerte de abuso del poder por omisión -, para pretender luego intentar su readaptación a través del tratamiento. No está demostrado que los Estados tengan un serio y honesto interés en la tan mentada readaptación del delincuente, a juzgar por los depósitos de menores transgresores y de jóvenes en prisiones deleznables. Cuando se yuxtaponen normas represivas como respuesta al devenir de los actos humanos, desde lo dogmático o normativo, que suele implicar que se manipule a la ley penal y su ejecución, se extravía el drama del hombre. En todo caso, se trata de perfeccionar la técnica y no al hombre y darle calcárea legitimación al sistema de poder establecido.
d)  Desde el punto de vista de la operatividad del sistema, se señala que tanto el tratamiento carcelario como la denominada readaptación o resocialización constituyen una suerte de parche, una adenda y que es un absurdo. Al recluso le echan encima horas y horas de tratamiento en miras a la readaptación social. Tarde o temprano regresa a la sociedad liberado condicional o definitivamente; entonces, ¿adónde va a ir con su tratamiento el presunto readaptado? Pues, por razones más obvias que complicadas, a la misma sociedad que lo generó e hizo delincuente...
e)  Desde la criminología crítica se objeta, no sin razón, el tufillo a criminología antropológica y clínica que destila la ideología del tratamiento. En todo caso, señalan, al recluso habría que ayudarle a concientizar el porqué y el cómo de su marginación social y la incidencia de los controles sociales del poder sobre su delito y su culpa. El tomar contacto reflexivo sobre la situación, común a muchísimos reclusos, permitiría convertirlos en una suerte de agentes para el cambio social.
f)  El tratamiento, en especial el psíquico, ¿es obligatorio? Tal vez se centre en esta situación la crítica menos liviana. Los terapeutas, médicos psiquiatras y psicólogos saben que la esencia de un tratamiento está en la voluntariedad. De otro modo implica irrumpir violentamente sobre la privacidad, que constituye un trascendente derecho individual.
Ocurre, entretanto, que el resultado de un tratamiento, más allá de su borroso confín teórico debe, según la normativa de muchos países, ser conocido por jueces para decidir libertades condicionales y conmutación de penas, con lo que, en ocasiones muy a su pesar, el recluso no puede negarse. Su libertad está en juego.

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