EL PAPEL DE LA MUERTE EN LA VIDA PSÍQUICA

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FANNY BLANCK-CEREIJIDO

MARCELINO CEREIJIDO

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A lo largo de toda la historia, los seres humanos se han angustiado ante la certeza de que no podrán escapar de la muerte. Tanto para mitigar la angustia que produce dicha certeza y la ansiedad que emana del ignorar qué habrá de suceder después de la muerte, como para satisfacer su curiosidad acerca de ésta en sí y plantear estrategias que la pospongan, se fueron desarrollando civilizaciones, religiones, historias y leyendas. Los hombres se preguntaron: ¿Qué es la muerte? ¿Por qué también yo habré de morir? ¿El ser desaparece total y absolutamente... o hay un "Más Allá"? En el siglo V, Agustín de Hipona postuló en su libro La ciudad de Dios que dicha ciudad espera a los cristianos piadosos después de la muerte y quince siglos después sus ideas aún alientan a los creyentes. Por eso Montaigne opinaba: "El perpetuo trabajo de la vida es elaborar los fundamentos de la muerte." Pero, a pesar de haberse capacitado para hablar por teléfono de un continente a otro, girar por los cielos alrededor del planeta, hacer añicos un atolón con una bomba nuclear, cambiarse las válvulas del corazón por otras de material plástico y poder averiguar de qué murió Tutankamón hace tres mil años, el ser humano sigue siendo incapaz de vencer a la muerte.

Hay quien piensa que nuestro inconsciente no acepta la idea de la propia muerte. Creemos que sí concebimos nuestro fin, aunque nuestro inconsciente nos declare inmortales. En realidad, cuanto más débil se siente un sujeto, más cree en las fantasías de inmortalidad, que también lo protegen del dolor frente a la pérdida de los seres queridos. No es educado hablar de la muerte del otro, el que murió siempre era bueno, cuando muere un ser querido morimos con él. Frente al dolor por la idea de la propia muerte o la del ser amado, el hombre primitivo inventó los espíritus y por su culpabilidad los imaginó peligrosos. Las alteraciones físicas del muerto le sugirieron la división entre el cuerpo y el alma. Se consideró al alma como la más valiosa, ya que era la sobreviviente.

El mandamiento que dice "no matarás" aparece para negar el sentimiento de triunfo que el vivo tiene acerca del muerto, muestra el linaje agresivo de la humanidad, ya que no existiría una prohibición si no existiera el deseo de matar.

Desde la más remota antigüedad la elaboración de esa angustia se ha ido enriqueciendo con la meditación de poetas y filósofos, literatos y dramaturgos, y por supuesto, sin que en ella jacte la aportación del humor. Por ejemplo, dos rabinos, acostumbrados a charlar de sus curiosidades sobre el Más Allá, convienen en que el primero que muera regresará para contarle al otro cómo es la cosa. En un momento dado, uno fallece y cierta noche, golpetea en la ventana del otro: "¡Rabino Meyer, rabino Meyer! Soy Morris, ¿recuerda nuestro pacto? Pues bien, esto es de lo más aburrido. Comemos, comemos, comemos, todo el santo día. Al siguiente continuamos comiendo, comiendo, comiendo, y al otro día volvemos a lo mismo. Por ahí tenemos un rato de actividad sexual, pero luego continuamos comiendo, comiendo, comiendo." "¿Así que ése es el Más Allá?" comenta resignadamente el rabino Meyer." "¡No, qué Más Allá ni qué ocho cuartos! —prosigue el rabino Morris— Le hablo desde una llanura de Wisconsin: ¡Estos malditos me han reencarnado en un búfalo!"

Frente a este temor cuesta creer que haya situaciones en las que el ser humano tiende a morir por motivaciones psíquicas, si bien éstas suelen ser inconscientes. El suicidio es un ejemplo familiar de esta circunstancia. El hecho de que haya existido a lo largo de toda la historia, en personas de todas las condiciones sociales, de varias edades, de ambos sexos y distribuidas sobre la Tierra, indica que responde a una motivación esencial.

 

LAS PULSIONES

Cuando un animal tiene una motivación seguida de una conducta muy fundamental, que no necesariamente le haya sido enseñada, sino que, por así decir, le brota espontáneamente, se habla de instintos. Cuando los psicólogos observan que una serie de conductas parecen gobernadas por un principio común, sospechan que está operando algún instinto. Así, al constatar que en todas las circunstancias un perro da prioridad a salvar su pellejo, hablan de un "instinto de conservación".

En el caso de los seres humanos, en lugar de instintos se habla de pulsiones, porque están ligadas a la experiencia y deseos del sujeto. El sujeto depende del deseo para su vida mental; este deseo lo hace moverse para buscar satisfacción, y crea la noción de perspectiva y de futuro.

Freud describió la pulsión de vida como una tendencia a construir entidades más y más complejas, y reservó el nombre de pulsión de muerte para designar la tendencia a disolver complejidades y a destruir objetos o al mismo sujeto.

Cuidar y criar a un niño no acaba con su alimentación y aseo, sino que depende también de investirlo amorosamente y brindarle un sostén cálido y seguro. Sin embargo, es inevitable frustrarlo, pues tarde o temprano advertirá que la madre, que es lo más importante para él, ama al padre y no solamente a él y que busca en el padre una satisfacción que el niño no le puede dar. En ese momento ha aparecido una prohibición característica de las sociedades humanas, ya que no hay ni se tiene noticia de que haya habido alguna que haya permitido que los hijos procreen con los padres. Esta frustración de no ser todo para la madre no podrá satisfacerse nunca. El psicoanálisis atribuye una gran importancia a este corte que despierta un sentimiento de pérdida y una ansiedad que se convierte en un verdadero motor de la psiquis. Precisamente, las pérdidas introducen al niño en un proceso de simbolización que implica hablar y pensar, y lo impulsan a buscar eternamente algo que no ha de encontrar; sin embargo, lo llevan a crear proyectos humanos, tales como querer constituir una familia, crecer, desarrollar una ciencia, un arte, participar en la política, etcétera.

En el capítulo anterior, al ocuparnos de la reacción humana frente al envejecimiento, señalamos que el crecimiento del sujeto está mental y afectivamente basado en el investir, desear, abrazar ideales. Ahora, como preámbulo al enfrentamiento con la muerte, debemos ocuparnos de lo que sucede cuando predomina, en cambio, la pulsión de muerte. Bajo este predominio, los objetos parecen prescindibles, no hacen falta, pues no hay nada que se desee conseguir: reina la quietud, el desinterés y la desconexión con todo y con todos. La pulsión de muerte aparece entonces como un deseo de no desear. Se manifiesta en las depresiones severas, los suicidios, la psicosis, las angustias catastróficas, los miedos a la aniquilación, y los sentimientos de futilidad.

Uno de los mecanismos que tiene el sujeto para resolver semejante situación es proyectar lo malo afuera de sí mismo. Surge entonces la fantasía de que si se elimina al otro se elimina al Mal. El concepto de pulsión de muerte se liga entonces con el de agresividad; los semejantes no aparecen como posibles compañeros que pueden ser amados, sino que despiertan la tentación de agredirlos, martirizarlos, desposeerlos y explotarlos. Este mecanismo se invoca para explicar los orígenes de la destructividad y la agresión al prójimo, las paranoias, los odios y guerras entre las naciones. Las guerras, las matanzas, los homicidios, el Holocausto, son ejemplos extremos de estas situaciones. Se trata de eventos en los que el sadismo actúa con suprema eficiencia, considerando a los candidatos al exterminio como si fueran "nada", despojándolos de su investidura humana, convirtiéndolos en cosas indiferentes y no significativas. El mal es una afirmación de que el bien no tiene sentido y que se debe eliminar.

Los seres humanos interpretamos la realidad en términos de tiempo y espacio. Una vez que nos hemos ubicado en ella, que "captamos" un tiempo que "fluye" desde el pasado hacia el futuro, la experiencia nos dirá que en este futuro aguarda nuestra muerte. Desde los tiempos de los hombres de los cavernas, que mantenían "vivos" a sus muertos tiñéndoles los huesos de rojo, el dolor causado por esta visión de la muerte mueve a la mente a generar modelos e ideas que mitigan de alguna forma la angustia que genera la idea de morir. "Escapar a la muerte ha sido el núcleo de las religiones" (Unamuno, 1953). Las religiones dan por sentado que vendrán las deidades a premiar nuestra heroica muerte en combate llevándonos al Valhalla, a transportarnos en una barca por el Nilo, a reencarnamos en otros seres, a instalarnos en un paraíso.

Hoy las promesas místicas ya no resultan verosímiles y los modelos religiosos son menos eficaces para apaciguar la angustia. Es por eso que Macfarlane Burnet (1978) sostiene que tal vez el problema humano más importante es la actual remoción de todo apoyo científico y filosófico a la creencia de la persistencia personal después de la muerte. Aun aquéllos que no tienen creencias religiosas buscan perdurar a través de una identidad simbólica: cada persona desea que su nombre perdure en sus hijos, en sus obras, en su recuerdo: "Debemos plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro", reza la sabiduría popular. Hoy esa tendencia se refleja hasta en las invitaciones para dar la "Conferencia Fulano de Tal" en el Salón Mengano, del Instituto Zutano, del Centro Perengano, que ya no queda en la calle de los Sauces, sino en la Avenida comandante Tripudio González.

 

LA VOLUNTAD DE SEGUIR VIVIENDO

Del material revisado en este capítulo, y de lo dicho sobre el sentido de la vida en varias partes de este libro, queda claro que el seguir viviendo depende de cierta inserción biológica y psicológica en la realidad. La primera depende de la salud y la segunda de la voluntad de vivir, que son interdependientes. Desgraciadamente, las historias del soldado que corre a través de los campos y sólo muere cuando cumple la misión de anunciar la victoria en la batalla de Maratón, y de la madre abnegada que fallece ni bien salva del naufragio a su último hijo, han sido exageradamente explotadas en melodramas cursis que han desvirtuado esa circunstancia al nivel de mito. No es así. Para ilustrarlo, referiremos la historia de una anciana de 93 años, internada en un hospital de Florida (Robinson, 1995).

Pese a su demencia senil y a sus achaques, la mujer deambula por el hospital con vigor y aceptable interés, hasta que un análisis de rutina revela cierto grado de anemia y constipación. Ante la negativa de la paciente de prestarse al tratamiento, los médicos recurren a sujetarla con un chaleco de fuerza y correajes, y aplicarle una enema y una transfusión. La anciana lucha, muerde, patalea, hasta que, humillada, advirtiendo que está a merced de la voluntad ajena, cae en la cuenta de su decrepitud e impotencia. Entonces cede, se abandona y entra en un sopor que acaba rápidamente con su vida.

Por el contrario, la historia abunda en casos de prisioneros de campos de concentración que lograron sobrevivir al centrar su atención en la construcción de un objeto al cual le otorgaban un significado protector especial (véase Richmond, 1995), reunirse para recordar poesías, recreando una emoción estética compartida (véase Semprún, 1995), mirar las hojas de una palmera lejana, que asoma entre las crueles paredes de cemento de su prisión, volviendo a ver con la memoria imágenes muy bellas (véase Castillo, 1994). La revista Time del 25 de marzo de 1996 (p. 11) cuenta que el patriarca sudafricano de los bosquímanos, Regopstaan Kruiper, de 96 años, quien había entablado un juicio para que se les restituyeran sus tierras del Cabo San, murió horas después de enterarse de que, finalmente, se había hecho justicia a las ocho familias de su clan.

 

LA MUERTE EN LA HISTORIA PERSONAL

El modo de concebir la muerte va cambiando desde el niño al adulto. El comienzo del conocimiento de la muerte, alrededor de los dos años, coincide con el inicio de la capacidad de simbolización. Entre el primer y el tercer año de vida, la muerte equivale a "partir". El niño teme a los muertos, a su retorno y a su venganza, igual que los hombres primitivos. Para él, la muerte es siempre la muerte de otro. La noción de muerte personal aparece apenas entre el quinto y el noveno año de vida; alrededor de los diez la muerte es comprendida como una disolución corporal irreversible, de modo que de esa edad en adelante su concepción del niño ya es semejante a la del adulto (Meyer, 1975)

El idealismo juvenil se vincula, por un lado, con la negación de la muerte eventual y, por el otro, con la falta de reconocimiento de emociones agresivas, tanto en el joven como en los demás sujetos. Entre los 35 y los 40 años la noción de muerte se transforma de una idea abstracta en un problema personal (Jacques, 1965). La propia vida se reestructura en términos de tiempo por vivir y no a partir del nacimiento (Neugarten, 1970). Este proceso implica una dolorosa reelaboración, más madura, de la problemática humana en general, instante dramático que ha sido denominado "crisis de la edad media de la vida". Se admite y asume la existencia de limitaciones personales, la finitud de la vida propia y la de los seres queridos. Por ello, la patología más frecuente es la depresión: la conciencia de que el lapso por vivir se acorta, de que el tiempo transcurre de prisa. El miedo a la muerte aparece bajo la forma de temor a las enfermedades y a la vejez.

Así como para el niño la muerte es siempre la muerte de otro, para el adulto maduro la muerte de otro siempre refiere a la propia. Los jóvenes se alejan de los ancianos en virtud del temor y la culpa que inspiran la muerte y quienes están cerca de ella.

 

LA MUERTE EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

También los adultos han ido cambiando el modo de concebir la muerte desde la Antigüedad hasta nuestros días. Desde tiempos remotos, el hombre se ha negado a aceptar la muerte y el sexo como hechos de la naturaleza. La necesidad de mantener el orden social llevó a la comunidad a protegerse de estas fuerzas incontrolables. Así, el éxtasis amoroso y la agonía de la muerte fueron objeto de una normatividad que trató de encauzarlos. Por lo tanto, se comprende que el amor y la muerte constituyan puntos débiles del sistema social, en virtud de que en ambos fenómenos lo natural es tan intenso, que son considerados como transgresiones (Bataille, 1957). Surgen entonces los ritos como intentos de controlarlos en alguna medida: los rituales, las prohibiciones e incluso la forma de adorar a la muerte fueron objeto de celoso control a lo largo de los siglos. Los generales atenienses vencedores de los lacedemonios en las islas Arginusas fueron condenados a muerte por haber abandonado los cuerpos de los soldados caídos en combate. Este control sobre las normas dio al hombre cierta ilusión de estar controlando a la muerte en sí.

Una de las ilusiones más difundidas tenía como núcleo la negación a creer que la vida humana termine en el momento en que se produce la muerte biológica. Esta creencia es muy antigua, pues se encontraron dibujos y ofrendas en tumbas del periodo paleolítico. Así, a la mentalidad primitiva le era difícil imaginar que la muerte acabara totalmente con la actividad física y espiritual (Cassirer, 1951). Mientras que para la metafísica se debe probar la subsistencia del alma después de la muerte, en el discurso natural de la historia de los pueblos la relación es inversa: no se debía demostrar la inmortalidad sino la mortalidad. En cuanto a las épocas históricas, los restos hallados en cementerios cretenses y romanos indican que los muertos eran, a la vez, temidos y reverenciados; posiblemente dentro del universo pagano se les atribuían poderes mágicos y por ello se consideraban peligrosos.

El cristianismo heredó esas creencias en la sobrevivencia del alma y las extendió hasta la eternidad (1 Ts: 4, 13-18). Para dicha doctrina, la muerte física es seguida de un reposo necesario para aguardar la resurrección en otro mundo diferente y superior a éste. Los muertos eran enterrados cerca de las tumbas de los santos para que éstos cuidaran su sueño, que podía ser perturbado si el muerto había sido impío, o si sus sobrevivientes lo traicionaban, caso en el cual, no pudiendo descansar, regresaría al mundo de los vivos. Para controlar los peligros del retorno, se instalaba a los muertos en el centro de la vida pública. Pero a pesar de esos rituales y de ser considerada como un fenómeno natural, la muerte se encontraba ligada a la desgracia y al mal. El cristianismo atribuía el sufrimiento, el pecado y la muerte en este mundo al pecado original (Génesis 3, 16-19). Aun en nuestros días, hay pensadores que consideran que la historia de nuestra civilización está moldeada por la constante presencia del mal en la naturaleza humana (véase Alberoni, 1984; Gómez Caffarena, 1993).

Desde la Antigüedad hasta la temprana Edad Media, la actitud dominante frente a la muerte era de espera tranquila, familiar y resignada. Aries (1981) la llama "muerte familiar o domada". En esa época, la aristocracia imponía tradiciones y creencias correspondientes a la Antigüedad. Aquel modo de concebir la muerte sigue reapareciendo tanto en la mente de campesinos descritos por Tolstoi, como en la de ancianos europeos de hoy en día. Incluye creer que la muerte es un hecho natural que acompaña la vida, que debe ser aceptada con resignación, pero que puede ser anunciada por presagios y fantasmas.

Los deseos y fantasías de este modelo de muerte se manifestaron a través de aspectos de la doctrina cristiana como la creencia en el más allá, el Juicio Final, el Paraíso y el Infierno. Puesto que en aquel entonces se tenía una concepción colectivista del destino humano, la muerte no era un drama individual, sino que involucraba a toda la comunidad.

A partir de los siglos XI y XII comenzaron a prevalecer los valores individuales y se debilitó el sistema comunitario. Cada persona daba mayor importancia a su concepción de sí misma y a su biografía. En ese contexto, la muerte cobró un sentido más dramático y personal; en los medios ricos e ilustrados comenzó a manifestarse un interés por las imágenes de descomposición de los cadáveres; en el rito mortuorio empezó a tener importancia el muerto como individuo que desaparece y no sólo como vehículo o expresión de la muerte en general. Aries (1975) denomina a esta situación "muerte propia" o "muerte del sí mismo".

Para atenuar el temor a esa muerte del sí mismo, se la empezó a representar en la pintura y el teatro (Juicio Divino) como una forma artística de negarla, poniendo a los muertos en idénticas situaciones que los vivos. Para ocultar la decadencia inevitable, en el rito fúnebre se pasó a cubrir el cadáver. Dado que la vida individual era mucho más valorada y dolía perderla, tomó forma el deseo de ser inmortal. En la segunda mitad de la Edad Media, el hombre consolidó la noción de que existe una división entre un cuerpo mortal y un alma inmortal. Esta noción fue aceptada cada vez más, hasta llegar a ser casi universal en el siglo XVII (Jankelevitch, 1966). Se concibió entonces un "Más Allá" que podía ser conquistado mediante rezos y misas. Como parte de esa importancia que cobraba lo individual, los testamentos se volvieron más elaborados para tener en cuenta a la descendencia.

El modelo de la "muerte del sí mismo" tuvo vigencia hasta el siglo XVIII. Sin embargo, ya a partir del siglo XVI hubo novedades y cambios profundos tanto en las costumbres como en la imaginación de la época. La muerte, de familiar y domesticada, se fue tornando violenta y salvaje; ya no era tan remota, se volvió fascinante y originó una curiosidad erotizada (Danza de la Muerte).

En el siglo XIX, el romanticismo, que exaltaba por igual las pasiones violentas y las emociones desbordadas, tuvo una visión dramática de la muerte, la consideró terrible pero hermosa y dejó de asociarla al mal. Aparecieron en escena el dolor y la desesperación frente a la muerte del otro, del ser amado, ya que cobraron importancia la familia nuclear y los sentimientos de sus miembros. La familia así entendida reemplazó a la comunidad tradicional. Junto con estos desplazamientos, se realzó la privacidad. La existencia del mal, la conexión entre muerte y pecado, y la plausibilidad de un Infierno empezaron a ponerse en duda. Los católicos, por referirnos a un grupo sensible a este proceso, empezaron a entender la idea de "Purgatorio" como instancia de purificación, al cabo de la cual la vida en el "Más Allá", en lugar del Sueño Tranquilo, deviene Gloria Eterna, en la que se reencontrarán aquellos que fueron separados por la muerte.

Hasta el siglo XIX, el que iba a morir lo sabía, tomaba sus disposiciones, se despedía de sus seres queridos y presidía, incluso por anticipado, la ceremonia de su muerte. Pero desde la primera mitad de nuestro siglo no sabía de manera explícita que iba a morir. La muerte comenzó a desaparecer de la vida pública, el duelo se rechazó; apareció una prohibición en torno a la muerte, semejante a la que se daba en otros momentos frente a la sexualidad. Hoy, la sociedad deja de participar en los rituales fúnebres, no sólo desinteresándose del moribundo, sino también abandonando al muerto a su familia. En los países industrializados domina una concepción que puede designarse "muerte invisible", que está llegando también a los países en desarrollo (Gorer, 1965). Esta conducta se debe al deseo de negar la existencia de la enfermedad y la muerte, a la incapacidad de tolerar la muerte del otro ya que se ve inminente la posibilidad de la propia muerte.

En nuestros días, la participación de la familia en la muerte se ve muy acotada, o desaparece casi del todo cuando el enfermo es hospitalizado (Thomas, 1983). Los adelantos de la medicina han dado popularidad al hospital como único sitio adecuado para el que va a morir; aunque el recurso de la hospitalización también se debe a que las familias actuales difícilmente pueden hacerse cargo del cuidado de un enfermo terminal. A ello se suma que el hospital coloca a la muerte fuera del hogar y permite mantenerla a distancia. En el medio hospitalario, la prolongación de la vida, aunque sea vegetativa, se vuelve un fin en si mismo, y el personal recurre a tratamientos que pueden conservarla en forma artificial durante días o semanas. En este caso, la muerte deja de ser un fenómeno natural y necesario: es una falla del sistema médico. En consecuencia la muerte no pertenece más al que va a morir ni a su familia: se encuentra organizada por una burocracia que la trata como algo que le pertenece (Horgan, 1996). El duelo también desaparece como práctica, los funerales se hacen breves y la cremación se vuelve frecuente.

Nuestra sociedad, mercantil y triunfalista, tiene pocos hábitos y actitudes compartidos. Sin embargo, se ha unificado en una respuesta de vergüenza frente a la muerte. Admitirla parecería aceptar un fracaso en el mandato social de ser felices y tener éxito. La muerte, de ser un hecho esencial en la existencia humana, pasa a ser un acontecimiento absurdo, padecido en la ignorancia y la pasividad: es una falla sin justificación, puesto que ya no se cree en la existencia del mal (que le daría sentido) ni en la sobrevivencia del alma (que la anularía). Esta pérdida de sentido hace que el temor a la muerte sea poco manejable, de la misma manera en que es penoso asumir las propias limitaciones y aceptar que sólo podemos sobrevivir en las identificaciones que nuestros hijos tengan con nosotros, en nuestras ideas, obras y enseñanzas.

 

DUELO

Vivir implica reconocer que las cosas de la vida son transitorias y que hemos de padecer una interminable sucesión de pérdidas: aceptar el hijo que la madre quiera al padre en lugar de ser todo para ella, la pérdida del pecho, dejar el hogar para asistir a la escuela, soportar que la madre atienda a un nuevo hermano, mudanzas, abandono de la escuela al graduarse y del hogar al casarse y, por supuesto, el fallecimiento de seres queridos, a lo que se une la dolorosa necesidad de admitir los propios defectos y errores. Una cierta aceptación de estas pérdidas hace posible el crecimiento y la vida. La labor psíquica de desprendimiento de los seres y situaciones amadas que han desaparecido se llama "duelo". Implica la rememoración y evocación del ser amado perdido y de los momentos pasados, la reactualización de las pérdidas y de las identificaciones con los muertos. Depende de la capacidad de retener un buen recuerdo, una buena imagen y muchas veces una identificación con los aspectos mejores del objeto perdido. También es necesario que se asuma el derecho a tener un destino diferente al que tenían los muertos amados, esto es, a seguir viviendo a pesar de que ellos han muerto. Cada situación nos pone en la disyuntiva de negar la pérdida y añorar lo pasado, o aceptar que es algo de la vida que ya pasó y enfocar entonces una situación nueva.

En ciertos sujetos, en cambio, parecería que lo único importante es lo que ya se perdió y que nada de lo existente tiene el menor significado. Se trata de personas que sufren procesos melancólicos: viudas que envejecen alabando al marido muerto, mientras pasan a su lado candidatos que podrían hacerlas felices. En su novela Sabbath's Theater, Philip Roth (1995) describe un personaje cuya madre, de ser alegre y emprendedora, se vuelve una muerta en vida cuando su hijo fallece en la segunda Guerra Mundial, con lo cual no sólo arruina su existencia, sino la de toda la familia. Uno de los motivos de su dolencia es no concebir una pérdida, no poder dar por perdido lo perdido, y hacerle eternos reclamos al destino.

Los ritos relacionados con la muerte abren un espacio para la expresión de la tristeza. El tipo de velatorio, el permanecer en casa durante un tiempo estipulado para recibir el pésame de amigos y familiares, la prohibición de asistir al panteón durante el primer mes, las ceremonias religiosas, dan un marco legalizado de corte en la vida cotidiana, que permite y favorece la elaboración del duelo.

Martin Heidegger argumenta que el Ser es un Ser-hacia-la-muerte (Sein zum Tode) y por eso el ser implica ansiedad.

Epicuro opinaba: "Cuando nosotros estamos, la muerte no está; y cuando la muerte está nosotros no estamos. Luego es irracional temerle a la muerte." El pensamiento de Lucrecio iba por esos mismos carriles: "Antes de nacer y después de morir, hubo y habrá una eternidad de nada... No se nos ocurriría temerle o lamentar no haber existido en esos eones que precedieron nuestro nacimiento; luego no hay razón para temerle a la comparable no existencia que seguirá a la muerte."

 

OTRAS COSMOVISIONES

Huelga decir que las consideraciones hechas hasta aquí describen en todo caso la historia de la muerte en la cultura occidental, pero si bien morir es una propiedad fundamental de todo ser humano, las culturas difieren en su visión. Se dice por ejemplo que el hombre del México antiguo no temía a la muerte sino a la vida, que le resultaba difícil, azarosa y llena de incertidumbres. A este conjunto de incertidumbre y fatalidad se le llamaba Tezcatlipoca, un verdadero demonio o dios de la desgracia. Mientras que para los cristianos la resurrección a un goce o a un sufrimiento eterno depende de haber llevado o no una vida piadosa, el mito mexicano, por el contrario, no aplaza el castigo para después de la muerte, sino que expone al hombre a la angustia durante su vida terrena. Este sentimiento asociado a la vida hacía que los mexicas llamaran al niño recién nacido "prisionero de la vida" (Westheim, 1983). La muerte ponía, por lo tanto, fin a una situación de dolor en la vida, concebida como una sucesión de catástrofes. La religión prometía una felicidad: la de morir para servir a los dioses; en consecuencia, la muerte era para ellos el principio de la existencia verdadera y Tláloc, dios de la lluvia, recibía en el paraíso terrenal a los que habían sufrido durante su vida. Ahí renacían, transformados en otros.

Las diferencias entre las concepciones que tienen los distintos pueblos no son arbitrarias, sino que están ligadas con la geografía, el clima, a las relaciones sociales, el conflicto con otros pueblos, etc. Así, para Matos Moctezuma (1987) la concepción de los antiguos mesoamericanos se deriva del hecho de que la subsistencia depende de la muerte misma y de su imposición a otros grupos a través de la guerra. La temporada de secas era el momento en que los hombres iban a la guerra para apoderarse del producto del enemigo, cuyos graneros estaban llenos. También la forma de morir condicionaba el lugar al que iría el individuo después de la muerte. El ciclo guerrero tendría su culminación con el sacrificio de los cautivos en la fiesta de Panquetzaliztli, en honor de Huitzilopochtli. La muerte también tenía sus dominios; así, el norte lo regía el Tezcatlipoca Negro y su símbolo era el técpatl o cuchillo de sacrificio. Su reino era el mundo del mictlampa o lugar de los muertos y del frío.

Como la mayoría de las antiguas civilizaciones, los pueblos mesoamericanos tenían una concepción cíclica del tiempo. Nacimiento y muerte no eran principio y fin de un proceso irreversible, sino etapas de un ciclo y estaban íntimamente relacionados. Mircea Eliade se refiere a varios pueblos que practican rituales que corresponden simbólicamente al retorno al vientre materno (regressus ad uterum), con el fin de renacer hacia un nuevo estado de cosas. Como parte de esa concepción, Matos Moctezuma (1987) asocia el hecho de que el momento en que nace el niño ocurre cuando la menstruación se ha detenido en nueve ocasiones, con la costumbre de los antiguos pueblos de México de colocar el cuerpo muerto en la misma posición que se encontraba en el vientre materno y en el mismo ambiente de humedad. El interior del sarcófago de la tumba de Palenque tiene la forma de una matriz y estaba pintado de rojo. "Hemos encontrado —describe Matos Moctezuma— una estrecha relación vida-muerte que se manifiesta de la siguiente manera: el individuo al morir regresa al vientre materno, por lo que es necesario que recorra ocho pasos hasta llegar al noveno, que aquí se constituye en el vientre universal, la Tierra."

En la Introducción de este libro hemos subrayado que tanto la civilización occidental como las vertientes judeocristianas y grecorromanas que le dieron origen no adjudicaban papel alguno a la muerte en el proceso de la vida y la consideraban como su verdadera antípoda, una especie de antivida. Por el contrario, a través de todo el texto nos hemos esforzado en mostrar que la vida, tal como la vemos en cualquier punto y en cualquier escala de nuestra biosfera, desde los genes de la muerte hasta los ciclos ecológicos, no tendría la forma y propiedades que tiene de no ser por esa muerte que es parte de ella. Por eso resulta interesante que los antiguos mexicas tuvieran una visión dual, en la que vida-muerte forman un todo indivisible (López Austin, 1995; Matos Moctezuma, 1995), que constituye una concepción más acorde con la que está generando la ciencia hoy en día.

Las sociedades del África negra como la mandeka de Senegal, o los kikuyu de Kenia, dan más valor a los símbolos y tradiciones que a la rentabilidad y a los jóvenes que producen y consumen (Thomas, 1992). Los ancianos tienen un lugar importante y están incluidos en el círculo productivo, encargándose de trabajos que pueden llevarse a cabo en su condición física, tales como la cestería y la distribución de plantas medicinales. También se encargan de la educación de los niños en historia y genealogía, función que los convierte en personajes muy respetados e importantes, pues son depositarios de tradiciones y sabiduría. El cumplimiento de estas funciones ayuda a resguardarlos de deterioros seniles. De todos modos, la limitada tecnología de estos pueblos les permite agregar muy pocos años de senectud pues, como vimos en el capítulo III, la duración de la senectud depende de la capacidad que tiene una cultura de prever, compensar y resolver los problemas de salud. Esto se refleja en que pocos viejos sobreviven en esas culturas africanas.

Por una parte, estos escasos ancianos recuerdan más hechos pasados que las demás personas y, por otra, una se encuentran más cercanos a la muerte. A esto se agrega que tienen con ésta una mayor familiaridad y a veces la buscan, ya que creen que renacerán en el vientre de una mujer de su linaje. Sus funerales son fiestas importantes de la comunidad, la cual siente que es continuada por estos muertos que llevan los mensajes de los vivos a los antepasados.

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