EL JUEGO DEL MERCADO (*)

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Marcos Mayer / Periodista y escritor  

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Los niños y la compra compulsiva

Considerados los reyes del consumo, los niños son los destinatarios perfectos del discurso publicitario que prescinde de todo artilugio semántico para ir directamente al grano del producto que se ofrece. No solo en los supermercados se bajan las góndolas para ponerlas a su altura, sino, además se los utiliza como modelos publicitarios integrándolos de esa manera al mercado de consumo más salvaje no ligado a ley racional alguna. Marcos Mayer, desarrolla en este capítulo esta temática que alerta sobre el consumo y los niños.

 

La acelerada construcción de la infancia como enorme mercado no se agota en el hecho de colocar más bajas las góndolas de los supermercados para permitir el acceso directo de los más pequeños a los objetos de consumo. Un reciente estudio realizado en las principales ciudades de Latinoamérica acerca de los hábitos de consumo de niños de entre 6 y 11 años proyecta consumos por más de 1.300 millones de dólares anuales. Incluso se trata de bajar la edad de afán consumista, o al menos de ingreso en el mundo de los objetos preferidos consumo: Telefónica de España (en alianza con la cadena de jugueterías Imaginarium, que también tiene su versión on line) se dispone a lanzar una línea de celulares especialmente pensada para niños que no saben leer, con sólo cuatro teclas. Obviamente no es un juguete, funciona para hablar. Claro que estos objetos que desvelan a los chicos pero también a sus padres, están en la frontera: sirven para comunicarse, pero incorporan accesorios tendientes a volverlos más atractivos: reproductores de músicas, máquinas de fotos, pequeñas cámaras de video y posibilidad de almacenamiento de distintos tipos de archivos. Son juguetes en un cierto sentido, pero también son mercancías con valor de uso y de cambio, dotadas de todo tipo de auras: su rango tecnológico, sus posibilidades de uso, las diferentes marcas y modelos. El niño que elige su celular ya se ha diplomado de cliente, es un integrante por derecho propio del mercado, ya no por su poder adquisitivo sino por sus conocimientos acerca de marcas y de modelos. No compra –o pretende comprar – lo que le habilita su capacidad de compra sino que va detrás del valor (y no por el precio) que exhibe el producto. De allí que los niños sean destinatarios casi perfectos del discurso publicitario, que en su caso prescinde de toda una serie de modulaciones discursivas. Para ellos no se reserva la ironía, rara vez aparece el humor y no se admiten segundas lecturas. De allí que los mensajes bordeen en algunos casos lo peligroso, como en cierta clase de alimentos: un postrecito promete ayudarlos a adquirir una mayor estatura, una marca de cereales se compromete a convertirlos en deportistas consumados. No es cuestión de ponerse demasiado enfático, pero estos discursos tienen algo en común con la promoción de otro tipo de adicciones, no pueden ser codificados más que de manera literal: los cereales garantizan el éxito deportivo, el postre infantil es la llave para dejar de ser bajito y no sufrir complejos.*

*Como los cerebros de los niños están todavía en desarrollo, ellos no pueden ajustarse, como los adultos, a los cada vez más rápidos cambios tecnológicos y culturales. Los chicos necesitan lo que todo ser humano en crecimiento requiere: comida fresca y poco procesada, en lugar de comida chatarra; juegos concretos y no entretenimientos sedentarios frente a una pantalla; experiencias de primera mano del mundo en el cual viven y relaciones con adultos de piel y hueso, no virtuales.” “También necesitan tiempo. En una veloz y ultra competitiva cultura como la nuestra se espera que los chicos ingresen en la escuela a una edad cada vez más temprana y que pasen por una batería de exámenes desde el nivel primario. Las fuerzas del mercado los empujan, además, a actuar y vestir como miniadultos y los exponen mediante la vía electrónica a contenidos que hasta hace poco se habrían considerado inaceptables”. Estos dos fragmentos pertenecen a una carta puesta en circulación por una serie de intelectuales y educadores europeos y norteamericanos. Lo cierto es que, aunque aquí se deje sólo una constancia del problema, la salud física de los niños está puesta en serio riesgo por el consumo de alimentos excesivos en grasa, azúcares, además de incorporarlos al mercado médico recetándoles remedios innecesarios como antidepresivos o diagnosticando síntomas de dudosa existencia como el de “ausencia de concentración” o “ hiperactividad”. Todo impulsado por las necesidades de ampliación del mercado que  experimenta la industria farmacéutica.

Según un artículo aparecido en La Nación: “Hoy se calcula que en productos de consumo general, que van desde comestibles hasta electrodomésticos, los chicos tienen una incidencia del 40 por ciento. Algo que se refleja hasta en las góndolas de los principales supermercados, cada vez más bajas para estar “a la altura de los chicos”.
Especialistas del área confirman que la altura preferida en las góndolas durante los años 80 era de 1,60, estatura promedio de las amas de casa; en los 90, cuando la ida al supermercado se transformó en un paseo de compras familiar, bajó a 0,90”. Otro artículo del mismo diario cita a la especialista Betina Steinberg: “Cada vez son más los publicistas que quieren imágenes infantiles en sus productos. Antes los chicos sólo aparecían en productos infantiles; hoy están en todos los avisos”.
No existe nada que limite, entonces, la conformación del mercado infantil, ni prácticamente producto que quede fuera de él, aunque no sean los chicos sus consumidores directos, como ocurre con el caso de los automóviles. No faltan publicidades que apelen a los chicos para la compra de vehículos, en especial los de uso familiar, que por otra parte vienen equipados con elementos destinados a ellos, como los aparatos de DVD. La cuestión, aquí, de todos modos y para no alejarnos del eje marcado hasta ahora, es cómo se transforma un niño cuando se lo integra a un mercado. Por de pronto se le exige que tome decisiones propias de un adulto; en este caso, comprar cosas que en más de una ocasión –como es el ejemplo emblemático de los celulares (cuyas ventas en Argentina en un público entre 6 y 11 años creció 8 veces en tres años)- exigen inversiones de dinero relativamente importantes. Además, debe ser alguien capaz de diferenciar entre productos similares; a través de la publicidad y de las diversas ofertas se  le pide la adhesión a determinadas marcas. Marcas que acarrean signos no fáciles de decodificar pero que son adoptados por los chicos, como por ejemplo el prestigio. Una marca es mejor, más prestigiosa, da más lustre que otra, garantiza ciertos resultados: unas zapatillas Niké, por ejemplo, traen como correlato la idea de éxito deportivo.
En esta zona de la diferenciación de marcas, la ropa es otro aspecto sobre el que vale la pena reflexionar. Un padre elegiría la ropa de sus hijos basándose no sólo en cuestiones de gusto, sino también de durabilidad y precio. El chico elige de acuerdo con la moda, el impacto que pueden causar ciertas marcas entre sus compañeros de colegio y sus amigos.

Conformar criterios adultos
La segmentación del mercado infantil tiene como una de sus consecuencias que el chico o la chica ya no tome como referencia el atuendo de su padre o de su madre o el que ellos le proponen sino el de sus pares o lo que se le ofrece dentro de la publicidad o las vidrieras.
Aquí se produce una paradoja interesante. El niño debe adoptar criterios adultos para lograr formar parte de ese mercado donde es valorado, tanto en el sentido afectivo como económico del término. Pero, a su vez, debe seguir manteniendo actitudes infantiles para ocupar el segmento que le corresponde. Para decirlo de otra manera, es y no es un adulto, es y no es un niño. Con lo cual ser niño en ese mercado –ya hablaremos en un próximo capítulo de los que están fuera de cualquier mercado, convertidos en mercancía- es una situación tan ambivalente como incómoda. Lo notable es que esa inestabilidad es la que aparece cada vez con más frecuencia en el mundo de la representación, tal como se ha mostrado en páginas anteriores. Niños que no son del todo tales, presentados como modelos para otros niños. Chicos que a su vez han quedado convertidos en sujetos en permanente estado de deseo, porque el consumo que se les impone es aún más salvaje que el que se les propone a los adultos, justamente porque se trata de un consumo que se presenta como no ligado a ley racional alguna.
Quizás como complemento de esta situación, quienes ofrecen las mercancías que podrían consumir o hacer consumir los chicos, los colocan en situación de ser objetos de deseo. Se busca al niño para que consuma como niño y para que obligue al adulto a consumir. Pero para que ocupe ese lugar hay que involucrarlo en más de una dimensión. Ese deseo no es sólo el de captar su voluntad, su cuerpo también está en juego. No extraña entonces que se le pida que lo ofrezca, que lo sexualice.


* Extractado de
La infancia abusada. Pedofilia y sociedad, Marcos Mayer, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2009.

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