LA "DIGNIDAD HUMANA" Y LA "MORAL DE LA EMERGENCIA" EN AMÉRICA LATINA (*)

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Arturo Andrés Roig

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Preámbulo

Nuestra intención es la de rescatar una tradición moral que se ha desarrollado en América Latina desde los inicios de su cultura y a la que denominamos "moral de la emergencia". No se trata de una doctrina surgida al margen de los movimientos sociales, sino que ha sido fruto de ellos y quiénes la han expresado en sus escritos se han caracterizado, no por ser profesores universitarios o filósofos profesionales, sino antes que nada hombres de acción y, necesariamente, de palabra. Esa moral que aquí pretendemos mostrar en lo que sería su estructura teórica —cuestión que corre por nuestra cuenta— no es cosa del pasado, ni se ha oscurecido como consecuencia del clima mundial de "desencanto" que sopla en nuestros días. En cuanto forma de pensamiento "fuerte" es una "moral heroica" —como la caracterizó José Mariátegui— que constituye el espíritu del humanismo latinoamericano que viene expresándose de diversos modos claramente desde nuestro siglo XVIII. Y por cierto que esa moral muestra puntos de contacto con filosofías éticas contemporáneas. Dentro de las generadas en el mundo europeo podemos señalar la "ética del discurso" propuesta por los filósofos Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. De los caracteres de aquella tradición, del modo como la han expresado algunos de los hombres de acción que la asumieron, como asimismo de lo que sería su estructura teórica y de sus aproximaciones y también diferencias con la "ética del discurso", nos ocuparemos en la presente exposición.

 

La "ética del discurso" y nosotros

¿Tendría cabida dentro de nuestro pensamiento latinoamericano una "ética comunicativa", en particular si tenemos en cuenta las afirmaciones de Adela Cortina que subrayan lo que a su entender respondería a una alta especificidad nacional? ¿Responde, por otra parte, esa ética, a la necesidad sentida entre nosotros de defender y profundizar, con un pensar "fuerte'', el régimen de democracias que actualmente vivimos? A la primera cuestión responderemos, como por otra parte lo hace la misma Adela Cortina, mostrando ciertos aspectos que sin discusión hacen valioso, no por germano precisamente, el intento de la "ética comunicativa". No puede negarse que es meritorio el intento de desentrañar una racionalidad "que niega legitimidad a cualquier forma de dictadura" y que tiene como meta la construcción de una "democracia participativa" (Cortina 219, 220 y 225). En cuanto a la segunda cuestión deberíamos decir que el pensamiento latinoamericano tanto en las épocas de democracia, como en las de dictaduras, no ha dejado de ser, por un motivo o por el otro, un ejercicio "fuerte" del pensar, o por lo menos con esas pretensiones. La caducidad de las democracias no es, por lo demás, cosa de hoy, ni exclusiva de América Latina. No hace falta, en efecto, remitirse a la agitada historia de Atenas, para saberlo: basta con recordar el nazismo alemán y el franquismo español, para saber lo que han sido hace no mucho esos "países de democracia un tanto arraigada" de la que nos habla la misma autora que acabamos de mencionar.

Para responder, pues, a la pregunta inicial deberíamos averiguar cuáles son las condiciones nuestras que han favorecido, en general, respuestas que en nada podríamos relacionar con lo que el actual bizantinismo italiano ha denominado por intermedio de uno de sus voceros como pensiero debole. Para eso deberíamos señalar los aspectos salientes de lo que desde la constitución de un pensamiento latinoamericano (1) ha caracterizado a los momentos de emergencia. No podremos dejar de referimos de modo muy amplio, a lo que queremos decir con la categoría de "emergencia" y en qué medida es posible hablar de una cierta continuidad de planteos en lo que se refiere a la moral. No es difícil captar la presencia de un pensamiento ético y de formas de praxis que le acompañan dentro del desarrollo del pensar en América Latina cuya filosofía se ocupa precisamente, tal como la hemos definido, de los "modos de objetivación" de un sujeto, a través de los cuales se autorreconoce y se autoafirma como tal, sin olvidar que esos "modos de objetivación" son, por cierto, históricos y no siempre se ha logrado, a través de ellos, una afirmación de sujetividad plena. Más aun, diríamos que esa afirmación ha sido y es altamente defectiva, a tal extremo que nos vemos obligados a exponer nuestro pensamiento como sucesivos "comienzos" y "recomienzos", como una búsqueda de "huellas", o como una serie de "emergencias". Todo esto que apretadamente estamos tratando de dibujar, nos ofrece un marco socio-histórico que no es evidentemente semejante al que ha generado en Europa el nacimiento de una "ética discursiva" o una "ética de la comunicación". Sin pretender restarle los méritos que tiene y todos aquellos aspectos que nos la hace atrayente, no cabe duda alguna que las "comunidades de comunicación" no dejan de ser un producto de época y difícilmente se las podría equiparar al accionar de nuestros sectores sociales "emergentes". Lo que decimos no apunta, sin embargo, a subrayar incompatibilidades, ni menos aun a declarar una suerte de incomunicación de tipo culturalista, sino a poner de manifiesto que una posible recepción de esta nueva filosofía moral, será importante para nosotros siempre que nos ayude a repensarnos a nosotros mismos en cuanto sujetos surgidos de una realidad socio-histórica específica que ha generado respuestas ética desde las cuales únicamente se la podrá recibir de modo creador.

 

La "emergencia" como quiebra de totalidades opresivas

Todo comenzó para nosotros, abiertamente, en la segunda mitad del siglo XVIII, época turbulenta y rica en hechos que han decidido nuestra historia. Por cierto que en el mundo colonial la "mayoría de edad" proclamada por la Ilustración, como asimismo la "minoridad" y su "conciencia culposa" que implicaba, no jugaron un papel equivalente al de los países hegemónicos. No por ello estuvieron ausente, en cuanto que la modernidad dentro de la cual se planteó la cuestión de aquella "mayoría'' no fue un fenómeno exclusivo de Europa. Tuvimos, en efecto, nuestra Ilustración, desarrollada dentro de los marcos del mundo hispánico y, por cierto, bajo la relación "metrópoli-colonia". La presencia de aquella conciencia de "mayoría de edad" y su respectiva "culpa", no es prueba de que nuestros ideólogos hubieran leído a Kant, sino más bien, que el filósofo de Königsberg fue intérprete agudo de ese momento del despertar de nuevos sectores sociales, dentro de aquel marco amplio de la modernidad del que hemos hablado. Por lo demás, las líneas de manifestación de la "emergencia" no fueron las mismas en todas partes. Los movimientos de restauración la apagaron en casi toda Europa en el mismo siglo XVIII. Pensemos lo que fue, ya en el XIX, el paso del constitucionalismo de las Cortes de Cádiz al monarquismo absoluto de Fernando VII. A hechos como éste se ha de agregar el crecimiento de la voluntad colonialista europea, la que recién ha entrado en crisis en nuestro siglo XX como una de las consecuencias de la Segunda Postguerra. Aquella voluntad desconoció sistemáticamente las formas de "emergencia" del mundo colonizado. Podríamos decir que en los sucesivos "comienzos" y "recomienzos" del pensar latinoamericano, desde aquel siglo XVIII hasta nuestros días, se planteó de modo constante —dentro de las formulaciones de una particular antropología— la quiebra de totalidades opresivas que impedían las diversas formas de "emergencia". Por cierto que no estamos hablando del saber universitario, el que se ha caracterizado más por la repetición e imitación del saber europeo, que por lo creativo, sino en aquellos intelectuales nuestros, universitarios o no, en los que la originalidad no fue expresamente buscada, sino que fue fruto del encuentro con lo único que nos hace originales, la realidad. Y, por cierto, que, en líneas generales, mal podríamos caracterizar aquella quiebra de totalidades opresivas, como una cuestión exclusivamente moral. El hecho, dentro de los términos amplios de lo que podríamos considerar como una "antropología de la emergencia" fue moral, mas también y, por eso mismo, político, económico y en sus momentos más creadores, profundamente social.

La escala de valores sobre la que se organiza el pensamiento moral de ese complejo cuya larga tradición hemos señalado, se nos aparece subrayando el disenso de modo constante, en relación con un ejercicio vivo de la función utópica y una afirmación de alteridad como lo no comprendido en los marcos de una lógica imperante, expresada como resistencia.

Una de las primeras formas de disenso, visible de modo claro al entrar en crisis la antigua sociedad colonial, fue el enfrentamiento entre una "moral teológica" puesta al servicio de los sectores de poder y la necesidad de proponer nuevos universales sobre los cuales organizar la conducta humana de un modo no ajeno a formas de movilidad social y de cambios. Esto quedó expresado en lo que Ricaurte Soler (Soler) ha denominado "Catecismos americanos de la época independientes", los que siguiendo el estilo de los textos de moral teológica, expresaron los ideales de un "liberalismo emergente". Esta línea, que atravesó todo el siglo XIX y alcanzó, no sin variantes, hasta las primeras décadas del XX, tuvo su máxima expresión en el libro de Francisco Bilbao (1823-1865) titulado, con clara intención, EI Evangelio americano (1864) y su culminación con la obra de José Ingenieros (1877-1925) denominada elocuentemente Hacia una moral sin dogmas (1917), la que no podría ser entendida sin aquellos antecedentes (2).

Otros se ocuparon de enfrentar las estructuras de dominación, acentuando los aspectos sociales, políticos y económicos, posiblemente como consecuencia de la pérdida de poder de los sectores que apoyaban sus derechos en la tradicional moral teológica derivada de la colonia española. Este enriquecimiento de perspectivas les permitió elaborar un pensamiento sumamente rico y perfilar algunos de los temas que terminarían siendo centrales dentro de lo que hemos denominado "moral emergente". El caso de Simón Rodríguez (1771-1854), autor de incuestionable fecundidad y genio, es posiblemente uno de los más importantes. "El hombre obrando para los demás —decía en 1830— debe obrar para sí; ni los ha de sacrificar, ni (ser sacrificado) por ellos", modo de expresar la necesidad de que los seres humanos no se consideren mutuamente como medios, sino como fines, todo ello apoyado, además, en una de las primeras formulaciones orgánicas de la problemática de las necesidades (Rodríguez I: 227; II: 312 y 378).

Más tarde, Eugenio María de Hostos (1839-1903), enfrentando a estructuras de dominación mucho más complejas, en una situación de tanta conflictividad como ha sido y es el Caribe, organizó su moral sobre una concepción del deber, única que permitía, a su juicio, elevarse por sobre móviles interesados que respondían a la situación de opresión nacional y social que padecían Santo Domingo y Puerto Rico. "El deber —decía— es la fuente de moralidad, único principio verdadero de la moral" (1888) y relacionaba su deberismo con la categoría de "dignidad humana", la que consiste —según sus palabras de aquel mismo año "en respetar en todos y hacer respetar en nosotros la alteza moral del hombre" (Hostos 127 y133).

En líneas generales los escritores nuestros que han militado en "momentos de emergencia", han llevado a cabo, como aspecto necesario de su militancia, un fenómeno al que hemos denominado "reordenamiento de los saberes y de las prácticas'', tanto respecto de saber teórico mundial como de las técnicas políticas. Esa tala implicó, a su vez, una resemantización de categorías que implican la necesidad de recreación del régimen categorial necesario para la construcción de una objetividad.

 

"Dignidad" y "necesidades" en José Martí

Un ejemplo en extremo complejo y fecundo de lo que venimos diciendo se dio en José Martí. En él se juntaron, en una la exigencia de quebrar tanto los universales opresores por los imperialismos, el español y el norteamericano y, el que derivaba de las formas impuestas por la cultura vestida de "universal", como los generados internamente dentro del sistema de opresión de los sectores campesinos, inspirados en aquellos. Emergencia nacional y emergencia social, como momentos inescindibles para la postulación de una ética universalista que ponía la inflexión de la mirada en los grupos humanos en los que la alteridad alcanzaba su máxima expresión. Había que crear, pues, como dijimos, categorías adecuadas a la situación vivida, en la que se daban como inescindibles topía y utopía. Una de ellas fue la que Martí acuñó con su expresión del "hombre natural" (Martí II: 480-487; Roig 1991: 281-285; Roig 1993: 164-181). Para lo que en este momento nos interesa destacar, el concepto de Martí nos resulta altamente significativo. Dentro de los marcos del discurso colonialista europeo, América, en particular "nuestra América", fue vista —con buenas o malas intenciones— fuera de la historia. Hegel cumplió con nosotros colocándonos en el capítulo previo al desarrollo de la Historia universal, en la geografía. Antes y movido por sentimientos anunciadores del romanticismo, Juan Jacobo Rousseau, con mirada de simpatía y no sin cierta compasión, nos había declarado "buenos salvajes''. Para ambos, el hombre americano, ya fuera ello ventajoso o desventajoso, era un ser "natural". Pues bien, con todos los riesgos del caso y frente a un programa "civilizatorio" que se movía dentro de los términos de una dura dialéctica de exclusión, José Martí echó mano del "hombre natural". Mas, ¿qué es en él tal categoría? No es el hombre "fuera de la historia", no es el bon sauvage, no es el lacrimoso Atala en medio de las selvas del Mississipi. Es la expresión de la conciencia moral enfrentada a las leyes establecidas, es el principio subversivo, que es a su vez corrosivo de la eticidad vigente. No se trata, sin embargo, de un filósofo, como tampoco de una moral individual. Es, sin más, el hombre ajeno a la ciudad, un campesino con una conciencia moral fruto de su sometimiento, de su explotación y de su miseria que a través de las grietas de su propia enajenación, surge con voz de protesta y de denuncia. "Viene el hombre natural —dice— indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada en los libros". Tales son las palabras de Martí en su célebre escrito "Nuestra América" (1891). En esa imagen que simboliza la emergencia de un continente, podemos leer cuál es su dialéctica. No es aquella en la que se pone el acento en el momento de la síntesis, en un proceso en el que los hombres de ''buena voluntad'' se asombran de que haya otros, de "mala voluntad", que no quieren integrarse y continúan ejerciendo, no la "negación de la negación", sino simplemente, la "negación". ¿Y quiénes son estos? Pues aquellos que a pesar de la garantía de universalidad que el Estado les ofrece, se mantienen al margen del mismo. El tema ya lo hemos abordado antes, justamente, para mostrar como la doctrina del concepto (Begriff) se quiebra en los textos mismos de los Grundlinien der Philosophie des Rechts (Roig 1981: 100-114).

¿Por qué el "hombre natural" indignado y fuerte "derriba la justicia acumulada en los libros"? Pues, como lo dice a continuación Martí, porque a esa justicia no se la administra "en acuerdo con las necesidades del país''. Surge de este modo el tema de las "necesidades" que acompaña constantemente a lo que podríamos considerar como aspecto esencial dentro de la ética de la emergencia. Si continuamos leyendo el texto de Martí nos encontramos con que esas necesidades no son atendidas por el mismo motivo que no se considera valioso o digno conocerlas. Para eso ¿qué hemos de hacer? Pues, volvernos hacia nosotros mismos, ejercer una forma de reconocimiento de lo que nos negamos a reconocer. "La universidad europea —nos dice— ha de ceder a la universidad americana"; "Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es la nuestra"; "los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos"; "El vino, de plátano; y si sale agrio, nuestro vino! "...Los aforismos se suceden en el texto de modo denso. Con ellos, Martí, mediante el recurso a formas que se nos presentan casi como "actos de lenguaje", nos conmina a cumplir con la condición primera de todo saber y de toda moral, lo que hemos denominado a-priori antropológico, nuestra versión de aquella necesidad que es a la vez impulso (conatus) de "perseverar en el ser", que puede leerse en la Ética de Spinoza (III parte, Proposiciones VI y VII). ¿Quién, si no se tiene como valioso para sí mismo, ni considera valioso conocerse a sí mismo, puede llevar adelante un reordenamiento propio de los saberes y las prácticas? Aquel a-priori es una misma cosa con la afirmación de nuestra dignidad, la que únicamente es posible sobre el presupuesto de la dignidad de todo ser humano. José Martí expresó estos principios de modo luminoso:

"...porque si en las casas de mi patria —nos decía— me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental, que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre".

Se trata, pues, de una moral emergente que busca afirmar sus propios principios en un horizonte de universalidad y en la cual la "dignidad" —principio sin el cual los demás "bienes" se dan falaces e inseguros— es la necesidad primera, la forma por excelencia de toda necesidad humana que da sentido e introduce un criterio para la evaluación del universo de necesidades y de los abigarrados modos que la humanidad ha generado para satisfacerlas. Se trata de una "dignidad humana" plena y que es, por eso mismo, también nacional y continental. Es la dignidad como la entiende un hombre que se siente integrante de esta "nuestra América". "Dignidad" es entre nosotros palabra cargada de esperanza, con profundas raíces en nuestra cultura. Así lo entendió César Zumeta, el patriota venezolano, cuando aquella Cuba por la que luchó Martí, expulsados los españoles, fue ocupada por las tropas norteamericanas. "El duelo —decía en 1906— no es sólo de América, es de la dignidad humana" (Martí III: 9; Zumeta 53).

 

Caracteres de la "moral emergente"

¿Cómo podríamos caracterizar esta "moral emergente" que encontramos implícita o explícitamente presente en nuestra ya larga tradición? Podríamos entenderla como una dialéctica entre una subjetividad y una objetividad: dos niveles de la moral, de los cuales, el primero, ha jugado entre nosotros, en los momentos de emergencia, un papel irruptor respecto del segundo. Se trata de una subjetividad que, necesitada de un criterio para orientar su "duro trabajo" (die hart Arbeit) se apoya en una convicción moral centrada en aquel valor supremo, el de la dignidad humana. Una vez más, el pensamiento latinoamericano, en lo que muestra de verdaderamente creador, se nos aparece cuestionando el discurso colonialista. No se trata, pues, de una moral en la que el deber ser se nos presenta encadenado al ser, dentro de una visión que se niega a abrirse al futuro (3). Tampoco se trata de una moral en la que la persona es medida en relación con los predicados universales de lo bueno, por lo mismo que la dignidad —el hecho de que somos fines y no medios— y así hemos de evaluar a los demás si no queremos quedar reducidos inevitablemente a medios -es, en cada uno, lo irreductible. Idea reguladora a la que se han aferrado, sabiéndolo o no, los sectores emergentes en nuestra ya larga historia de luchas (4). Tal es el sentido que tiene nuestra aproximación al kantismo, tema que despertó el interés de nuestro amigo Gregor Sauerwald quien se preguntaba, a su vez, si aquel hacer una filosofía "desde Hegel y a pesar de Hegel" no sería fruto de una recepción de Kant en América Latina. Ahora le contestamos diciéndole que sí, pero que se trata, más que de tal cosa, de la persistencia de un clima espiritual generado por una tradición profunda de liberación que atraviesa toda la modernidad —la modernidad que debemos rescatar— y que ha adquirido entre nosotros un particular sentido. Por cierto que no olvidamos los momentos de oscurecimiento en aquellas circunstancias en las que montada una forma opresora de eticidad —precedida muchas veces de una destrucción, tal como lo denunció el Padre Las Casas— fueron ahogadas las protestas morales (5).

Si regresamos a la lectura de José Martí y a la ética que surge de su vida y sus escritos, veremos que la "dignidad" no aparece escindida de las necesidades, en cuanto que constituyen dos facetas que integran el conatus o impulso que nos mueve a mantenernos en nuestro ser. Hasta podríamos decir que, desde ese punto de vista, la dignidad misma es una necesidad, en cuanto que nuestro perseverar en el ser quiere serlo como seres humanos. Por otra parte, la dignidad juega como un principio ordenador y de sentido tanto de las necesidades, como de los modos de satisfacción de las mismas.

Y todavía tendríamos que señalar otros aspectos que se encuentran implicados en la palabra-símbolo que expresa nuestra convicción moral y que tienen que ver con la antropogénesis. Nos referimos al trabajo, otra de las necesidades del ser humano que únicamente adquiere su plenitud de sentido desde la dignidad. Esto nos permite dibujar una especie de "situación ideal de trabajo", de tanta importancia para nosotros como podría ser el de una "situación ideal de comunicación". Hugo Assmann nos ha dicho que: "E preciso encher de conteúdo a noçao de dignidade humana", esa dignidad resulta precisamente negada dentro del "discurso de las necesidades" elaborado por los tecnócratas del mundo neo-liberal. En él se coloca como prioritaria la necesidad de "subsistencia" o "sobrevivencia" y se desplaza la importancia del trabajo, es decir, de aquello desde lo cual únicamente puede constituirse toda antropogénesis, liberados de las múltiples formas de la alienación. Enrique Dussel nos ha mostrado, por su parte, como en Marx, el trabajo, en su momento subjetivo, es uno con la vida, lo que es expresado mediante la categoría de "trabajo vivo" (lebendige Arbeit). Lógicamente, la riqueza, tanto de esa subjetividad, como la del momento objetivo del trabajo, se salvan de la alienación y de la fetichización si al trabajador no se le ha negado su dignidad, ni se lo ha reducido a simple medio en vistas de la acumulación de capital. Y así como nosotros habíamos hablado de una "comunidad ideal de trabajo", aquí surge, como otra faz de esa misma realidad una "comunidad de vida", la que según palabras de Dussel es anterior a una "comunidad de lenguaje".

Assmann, por su parte, nos ha mostrado, además, cómo la lógica del capitalismo ha regresado a Hegel. En efecto, tal como lo ha probado Amelia Valcárcel, el filósofo alemán desplazó las necesidades hacia la subjetividad y valoró, por sobre ellas, como el mundo propiamente "cultural", a los "modos de satisfacción" de las mismas. Era una manera más de sumergir la persona en una eticidad opresiva que hacía innecesario hasta el enunciado de un principio moral. Pues bien, la actual lógica del mercado —la que rige sobre las conciencias individuales como la eticidad de nuestro tiempo— le ha quitado peso a las necesidades (needs) y se lo ha dado plenamente a los infinitos y hasta caprichosos "modos de satisfacción" (wants), propios de una sociedad de consumo. Afirmaciones de Assmann que no son contradictorias con lo que habíamos comentado antes, pues, reducir las necesidades a la sobrevivencia, es la parte del dircurso que interpela al "Mundo de los Dos Tercios", mientras que desplazarlas y poner delante los modos de satisfacción, tiene como interlocutor al consumidor del "Mundo del Primer Tercio", el de los países que detentan el poder mundial. En un sentido o en el otro lo que se ha hecho es quitarle a la vida humana el principio ordenador de toda existencia: la dignidad (6).

Problemática toda esta planteada ya por Marx en sus Manuscritos de 1844 en los que, con una clara referencia a la última fórmula del imperativo categórico kantiano nos decía que en una sociedad alienada cada individuo y sus necesidades, únicamente está para el otro, en la medida en que ambos se conviertan recíprocamente en medios (Marx 156; Heller; Rubel).

 

La "moral emergente" y la "teoría del discurso"

Otra cuestión cabría que tratáramos aquí: la del discurso. ¿Es ajena la "moral emergente", en sus actuales formulaciones, al lingüistic turn que ha invadido la totalidad de las ciencias humanas? Por cierto que no se ha de olvidar que esta moral no sólo ha sido objeto de formulaciones teóricas en estas últimas décadas, sino que es, además, una tradición de larga data manifestada a través de las más diversas vías expresivas. Se trata, pues, de un campo práctico y teórico con su propia historia y ha sido, justamente, en el intento de rescate de ésta, que se ha incorporado, como recurso de la Historia de las ideas, la "teoría del discurso". En forma apretada diríamos que mientras la "ética del discurso" se apoya en él desde el punto de vista del acto comunicativo para formular un principio ético, las investigaciones y formulaciones de la "moral de la emergencia" apuntan a la reconstrucción del mundo de voces que todo discurso nos transmite en cuanto integra un "universo discursivo" del cual es ineludiblemente expresión. El sistema de "discursos referidos" que teorizó Valentín Voloshinov, permite poner al descubierto la conflictividad social y mostrar el juego de "alusión-elusión" con el que se organizan los discursos hegemónicos. La "teoría crítica" y, junto con ella, la de las ideologías, constituyen parte ineludible de este instrumental metodológico. José Martí en "Nuestra América" nos había hablado de la importancia de la "lectura crítica", en la medida en que "la crítica es la salud".

Del mismo modo interesa reconstruir el régimen categorial vigente en un universo discursivo como es, por ejemplo, el que se montó sobre los opuestos de "civilización" versus "barbarie", así como las sucesivas resemantizaciones que las categorías muestran en el proceso histórico. A pesar de las diferencias epocales y de las diferentes posiciones teóricas, la "moral de la emergencia" se encuentra dentro del espíritu de lo que Eugenio María de Hostos denominó una "moral social". Nuestra lectura quiere ser una vía que asegure la transparencia del acto comunicativo, en cuanto que una "sospecha metódica", no incompatible con la buena fe, debe formar parte ineludiblemente, a nuestro juicio, de la argumentación. Y así como tampoco ignoramos el calor que pueden tener los aportes de las técnicas analíticas en lo que se refiere a la depuración del lenguaje, asimismo pensamos que no habría inconveniente en postular una "condición ideal de diálogo", la que no podría ser enunciada sin tener en cuenta lo que dijimos antes: una "condición ideal de trabajo", por lo mismo que no está probado que la "lógica del trabajo" sea necesariamente la de la llamada ratio technica (Roig "La teoría del discurso" y Roig 1982).

 

Compatibilidades entre la "moral emergente" y la "ética del discurso"

¿Es incompatible esta tradición moral latinoamericana con la "ética del discurso" tal como aparece formulada en Apel y Habermas? ¿Es incompatible con la crítica sostenida por los intelectuales que se sienten próximos a los planteos de aquellos filósofos, llevada adelante contra las formas diversas de ultrahistoricismo, relativismo culturalista, pragmatismo grosero, etnocentrismo y, en fin, irracionalismo? Desde ya diremos con la mayor franqueza y decisión, que no. En este momento no pretendemos señalar diferencias, sino coincidencias y ellas existen y, más aun, deberían ser profundizadas. Concluiremos refiriéndonos brevemente a algunas.

Si tenemos en cuenta la categoría difundida por el filósofo italiano Gianni Vattimo quien nos habla de un pensiero debole, no cabe duda que tanto la "moral emergente" —en todas sus formulaciones implícitas o explícitas— como, por su parte, la "ética del discurso", suponen, por el contrario, lo que podemos llamar un pensar fuerte. "Debilidad" y "fuerza" que no tienen que ver con la riqueza o pobreza del aparato teórico desarrollado, ni con lo que se entiende como "rigor", ni tampoco con una organización "sistemática" o "asistemática", sino con la presencia o ausencia de un referente universal que implique un compromiso, no por cierto metafísico, sino básicamente social. Siempre cabe, por cierto, la pregunta acerca de los alcances del no compromiso que practican estos post-modernos. Bien podría ser un modo encubierto de comprometerse con un mundo cuyo funcionamiento es asegurado mediante el anuncio de todo tipo de "muertes". Peligrosa "debilidad" que se sostiene paradojalmente en la fuerza con la que se ejerce la política filosófica puesta en juego, cuyo proyecto tiene como condición de su funcionamiento un desarme de las conciencias.

Los teóricos del pensiero debole han intentado encontrarse con sus clásicos mediante el ejercicio de una lectura estetizante. Esto les ha conducido a la rehabilitación más "funesta" —la expresión es de Apel— de las lecturas de Federico Nietzsche (7). Por su parte, Jacques Derrida ha expresado a su modo la tesis de la "debilidad", con su afirmación de que la auténtica responsabilidad sólo existe "en condiciones de total incertidumbre normativa". Con esto se piensa que podrá ser controlada una razón a la que se acusa de ser matriz de violencias. En la misma tónica, Jean Baudrillard habla con entusiasmo de los países de América Latina porque ve en ellos —dejándose llevar por las fantasías de un cuento de Borges— la contracara del mundo europeo, al que encuentra deplorablemente sometido a regulaciones y leyes. Un Continente, el nuestro, con países como Brasil y Argentina, en los que se supone que rige plenamente el azar en la conducta humana, a tal grado, que viviríamos algo así como el "paraíso de la incertidumbre". Pues bien, ni nuestra lectura de Nietzsche coincide con la mirada estetizante, ni nuestra vida se mueve dentro de la "incertidumbre normativa", en la que ponen su mirada tanto Derrida como Baudrillard (Apel 70; Baudrillard 125; Roig 1993: 111-118).

Con Derrida habíamos caído, por lo demás, en una trampa. Su relativización del logos que nos lo mostraba denunciando valientemente el "logocentrismo" europeo, resultaba ser la negación de todo logos. Es cierto que no se puede ya hablar impunemente de la "razón", sino de formas de racionalidad dentro de los límites de un historicismo. Pero ¿es posible llevar esa negación hasta un extremo tal que renunciemos, en virtud de un ultrahistoricismo, a toda racionalidad?

Dentro de la crítica al culturalismo se encuentra otra no menos sugerente afirmación de Apel respecto de la actitud que debemos adoptar frente a los maîtres-penseurs de nuestra época: Hegel, Marx, Nietzsche y Heidegger. ¿Debemos renunciar a discutirlos por cuanto ellos fueron expresión de su época? Planteo ciertamente insostenible desde todo punto de vista y al margen de lo que supone la tarea de relectura de los clásicos. Precisamente si lo son, es porque siempre una relectura es posible y, a su vez, si esto es así, es porque no hay una marca temporal absoluta que limite los alcances de un filosofar al tiempo de su nacimiento. El culturalismo, como ideología, acaba con la historicidad misma, es decir, acaba con el principio que hace que la historia pueda ser vivida como tal. Afirmar la historia y, junto con ella, afirmar la cultura, es abrir las puertas a formas de universalidad, en cuanto está en el hecho mismo histórico su potencia de trascendencia.

Frente al sentimiento de fracaso —es désenchantement— que envuelve a todos estos pensadores, debemos decir con Apel y desde nuestra tradición latinoamericana, en respuesta al anuncio del fin de los "relatos" lanzada por François Lyotard, que no se ha desvanecido el viejo ideal ilustrado de aquella comunidad cosmopolita en la que Kant soñara en su momento. Sí, por cierto y en esto el mensaje de Lyotard nos resulta válido, ha concluido definitivamente aquella fe en el "progreso" tal como se la vivió hasta no hace mucho, pero este hecho no supone la renuncia a la organización de nuestro discurso sobre la base de ideas reguladoras constitutivas de un humanismo. Dentro de aquella "moral emergente" latinoamericana, la "cosmópolis" ha jugado, precisamente, de modo constante, como ideal. Simón Rodríguez, Juan Bautista Alberdi, Juan Montalvo, Rubén Darío, Manuel Ugarte, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y tantos otros, son exponentes de esa tendencia. Se trata por cierto, de un cosmopolitismo y de una exigencia de universalidad que parte de una clara relación dialéctica con nuestras patrias, su gente y su mundo. Ideas reguladoras que no son ajenas, sino que expresan aquel a-priori antropológico, aquella afirmación de nosotros mismos como valiosos y, a su vez, esa nuestra convicción moral que nos impulsa al reconocimiento de la dignidad humana (Salomon 172-200; Roig 1981).

Las críticas que hace Apel al filósofo norteamericano Richard Rorty nos permiten señalar aun con más fuerza los interesantes puntos de contacto que tiene la posición teórica del filósofo alemán —y la política filosófica que incluye— con la línea del pensamiento latinoamericano que hemos trazado. En alguna ocasión habíamos expresado nuestro rechazo de lo que en el pragmatismo de Rorty sería lo equivalente a una "comunidad de comunicación", los "enclaves de libertad" de los que habla. Apel ataca, con toda razón, por su parte, los alcances etnocentristas de la doctrina del common sense que sostiene el pensador norteamericano, peligrosamente próximo —como el mismo Apel lo señala— a la tesis de Adolf Hitler del "sano sentir del pueblo" (Apel 102-103).

En fin, ¿vamos a aceptar esa "paralización de la conciencia ética" y ese "desarme de las conciencias" que acarrean las ideologías de los neo-conservadores, de los neo-liberales y de los pos-modernos? En la respuesta a esta inquietud de nuestros tiempos no tenemos ninguna duda que, más allá de las diferencias, compartimos, sin duda alguna, un frente común.

Concluiremos con unas palabras de un filósofo nuestro recientemente fallecido, Dante Polimeni, quien nos ha enunciado de modo elocuente el marco utópico —en el más pleno sentido del término— del humanismo que ansiamos para nuestra América, dentro de aquel ideal cosmopolita: "La utopía que defendemos —decía— no es un regreso a paraíso alguno. La visualizamos como una enérgica y fluida tensión entre lo real y lo posible, un espacio plural donde indios, negros y mestizos, ahora campesinos, obreros, marginales de nuestra América, puedan desarrollar sus culturas de un modo articulado con la sociedad plurilingüe y multiétnica. Frente al proyecto hegemónico de globalización, la utopía es la búsqueda profunda de la diversidad y lo común de los hijos de nuestra América, con el horizonte de la patria grande de Bolívar y Martí...". En estos palabras resuena, una vez más, esa larga tradición nuestra a la que hemos caracterizado como una "moral de la emergencia (Polimeni 31-32).

 

Notas

1. Para lo que entendemos como "pensamiento latinoamericano", cfr. nuestros libros Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México, F.C.E., 1981 y Rostro y filosofía de América Latina. Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, EDIUNC, 1993.

2. En su obra La América en peligro (1862), Bilbao, en su lucha contra una religión fetichizada y una teología opresiva, nos plantea una moralidad de tipo kantiano que le permite impugnar a aquéllas: "...la virtud —nos dice— no puede ser católica, porque la virtud es el deber por el deber, y lo que se llama moralidad (de los católicos) ... es un cálculo, un cambio, un comercio de bienes temporales por espirituales y eternos..."(Puebla, Cajica, 1973, p. 279); un espíritu semejante puede verse en El Evangelio americano (1864), Buenos Aires, ed. América lee, 1943. Lógicamente que la "moral emergente" de José INGENIEROS y que puede verse en su escrito Hacia una moral sin dogmas. Lecciones sobre Emerson y el eticismo, (Buenos Aires, Talleres Gráficos Rosso, 1917) no se inspira en las mismas fuentes que Bilbao. Respecto de la lectura de Kant en Ingenieros, cfr. Jorge DOTTI. La letra gótica. Recepción de Kant en Argentina desde el romanticismo hasta el treinta. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1992, p. 131 y sgs.

3. G. W. F. HEGEL. Grundlinien der Philosophie des Rechts. Frankfurt, Suhrkamp, 1970, parágrafo 187. Por cierto que Hegel en ese texto nos dice que la "liberación" (Befreiung) consiste en el "duro trabajo" (die harte Arbeit) de la cultura (Bildung), es decir, la eticidad, contra "la mera subjetividad...", es decir, la "subjetividad" no incorporada al sistema, o que se niega a serlo. Lo que nosotros hacemos es poner la moral sobre sus pies.

4. La fórmula del imperativo categórico kantiano de la cual se infiere la idea reguladora de un "reino posible de fines", se centra en la categoría de "dignidad humana" ( Menschenwürde). ¿Se trata de un imperativo formal o material? Kant aconseja que en la lectura de las fórmulas nos remitamos siempre a la primera, en la que el formalismo es indiscutible. Sin embargo, tanto el "reino de los fines" como la "dignidad" en cuanto "horizonte de posibilidades" (no ajena de ninguna manera a lo utópico) dejan de ser puramente formales. De ahí la relación no accidental que se puede establecer entre "dignidad" y "necesidades". I. KANT Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Buenos Aires, Espasa Calpe, 1948, trad. de Manuel García Morente, cap. II, p. 83-100.

5. Gregor SAUERWALD. "¿Es América el eco del viejo mundo y reflejo de vida ajena?", en revista Cultura, Quito, vol. V, nº 14, 1982, p. 65; cfr. el mismo trabajo de Sauerwald "Zur Rezeption und Uberwindung Hegels in lateinamerikannischer Philosophie der Befreiung", en Hegel-Studien, Bonn, Band 20, 1985, p. 221-245 y Arturo Andrés ROIG. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, p. 50.

6. Hugo ASSMANN. "Análisis de las necesidades básicas", en Cuadernos de filosofía latinoamericana, Bogotá, Universidad de Santo Tomás, nº 3, 1980, p. 50-56; del mismo autor: "Exterioridade e dignidade humana (Nota sobre os bloqueios da solidaridade no mundo de hoje)", en Libertaçao, Revista de Filosofía, Campo Grande (Mato Grosso do Sul), Año II, nº1, p. 7-16; Enrique DUSSEL. "La introducción de la Transformación de la filosofía de K. O. Apel y la Filosofía de la liberación (Reflexiones desde una perspectiva latinoamericana)", en K. O. APEL, E. DUSSEL y R. FORNET-BETANCOURT. Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación. México, Siglo XXI, Iztapalapa, 1992, p. 83-95; Arturo Andrés ROIG "Posibilidad y necesidad del diálogo Norte-Sur. Palabras de un latinoamericano a sus amigos europeos", en Soziale Arbeit und internationale Enwicklung, Münster, Lip Verlag, 1992, p. 24-36; Amelia VALCARCEL. Hegel y la ética. Sobre la superación de la "mera moral". Barcelona, Anthopos, 1988, p. 277-295; Angelo PAPACHINI. "Una reflexión sobre el derecho a la vida y la dignidad humana desde América Latina", en Etica en América Latina. Bogotá, Universidad de Santo Tomás, 1991, p. 189-232.

7. En particular nos referimos al libro de Jürgen HABERMAS. Conciencia moral y acción comunicativa (1983), Barcelona, ed. Península, segunda edición 1991, obra en la que Habermas se suma a la temática de Apel, enriqueciéndola desde su punto de vista, con un trabajo incluido en la misma, titulado: "Etica del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación". Asimismo nos referimos a filósofos nuestros, entre ellos particularmente Ricardo MALIANDI y su obra Dejar la postmodernidad. La ética frente al irracionalismo actual. Buenos Aires, Editorial Almagesto, 1993.

 

* [Primera edición de Ética del poder y moralidad de la protesta. La moral latinoamericana de la emergencia, autorizada por Arturo Andrés Roig para el Proyecto Ensayo Hispánico, 2000. El libro está fechado en Mendoza (Argentina) en 1998. Edición preparada por José Luis Gómez-Martínez]
  

© José Luis Gómez-Martínez
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