APUNTES SOBRE ÉTICA Y CIENCIA SOCIAL. A VUELTAS CON LA CUESTIÓN DEL COMPROMISO

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Luis de la Corte Ibáñez

Universidad Autónoma de Madrid

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PRIMERA PARTE:

COMPROMISO Y CIENCIA SOCIAL: ELEMENTOS PARA UNA DEFINICIÓN DEL PROBLEMA.

 

Deberíamos obtener, si fuésemos sensatos, la certidumbre de una existencia mejor y la esperanza de alcanzarla por el ejercicio cotidiano de nuestra voluntad.

Charles Baudelaire

 Introducción

      Se ha hablado con frecuencia del carácter “comprometido” de ciertos pensadores, artistas o escritores para destacar en ellos una actitud crítica o inconformista respecto al mundo que les rodea o un esfuerzo público y continuado por orientar su misma actividad según determinados valores morales, generalmente vinculados también a un ideal de sociedad. Así, por ejemplo, hoy en España, la idea del compromiso del intelectual ha vuelto a ser reivindicada, después de muchos años de olvido, como una obligación cívica exigida por la situación conflictiva en el País Vasco[1], como bien explica la profesora de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, Edurne Uriarte: “Sin quererlo, ETA le ha dado un nuevo contenido a esta palabra (compromiso). El compromiso vuelve a tener sentido  en el País Vasco, y lo tiene en forma de lucha, cada vez más decidida y unitaria, de los intelectuales contra ETA...Cuando un grupo de asesinos aterroriza  a la sociedad y mata a quienes disienten de su proyecto totalitario, no caben las distancias ni los puntos intermedios. Sólo cabe combatir a los asesinos. A eso se le llama compromiso intelectual, y en el País Vasco ha vuelto a renacer” (Uriarte, 2001).

            Después de leer estas líneas queda claro, no sólo el sentido que otorgamos aquí al término “compromiso” sino asimismo a la palabra -“intelectual”- a la que aquél viene asociado, digamos, por definición. Como vio hace muchos años José Luis Aranguren, la noción del intelectual admite dos acepciones. Desde el punto de vista sociológico, intelectual es toda aquella persona que desempeña un oficio basado en el empleo de la inteligencia y/o en la creación y la promoción de la cultura. Frente a esta primera acepción Aranguren preferirá, sin embargo, una concepción del intelectual “en sentido moral” la cual haría referencia a aquellos profesionales de la inteligencia que, exigiéndose a sí mismos algo más que la necesaria “profesionalidad”, adoptaran una posición crítica respecto al sistema social establecido y sus contradicciones.

            No es ocioso recordar que cuando Aranguren hablaba de ese “compromiso” con la sociedad solía considerar a los “cultivadores de las ciencias sociales” como un grupo de trabajadores intelectuales que “forzosamente” deberían asumir el sentido moral de su ocupación. ¿Podría hablarse entonces de “compromiso” en la ciencia social?. Esta es la cuestión de la que nos vamos a ocupar en adelante. Para hacerlo comenzaremos delimitando una definición tentativa del concepto de “compromiso”. A partir de ahí, nuestra reflexión discurrirá acerca de las posibilidades reales en las que el compromiso de una persona o un grupo de personas con unos valores e ideales concretos podría llegar a impregnar su actividad como científicos sociales. En resumen, este texto se propone los siguientes objetivos fundamentales: (1) afrontar la cuestión polémica sobre si, en efecto, el compromiso del científico social es o no posible o incluso deseable; (2) ofrecer una cierta propuesta moral que pueda guiar el desarrollo de cualquier ciencia social, (3) realizar una descripción mínima de las vías que consideramos hoy pertinentes para realizar esa misma  propuesta o cualquier otro forma de compromiso desde el ámbito de la ciencia social. 

            Sorprendentemente, nociones tales como las de compromiso u otras parecidas, es decir, nociones de carácter moral, no han gozado de excesiva aceptación en el ámbito general de las ciencias. Por eso, dos primeras cuestiones a las que habremos de responder son las de si, tal y como muchos científicos y pensadores ilustres han supuesto, la ciencia es y deba ser una actividad “libre de valores”, por utilizar una expresión bastante frecuente. Por supuesto, a estas alturas el lector habrá anticipado nuestra oposición a esta concepción de la ciencia, ya que de considerarla cierta seguramente no valdría la pena seguir escribiendo pero le pedimos que no sea impaciente y atienda a nuestros argumentos; después de todo, no basta con tener una opinión para que esta pueda considerarse como razonable sino que siempre es necesario fundamentarla, dotarla de argumentos que la sostengan, justo lo que pretendemos hacer aquí. Antes de iniciar esa labor de “fundamentación”, no obstante, es necesario precisar en qué sentido concreto vamos a hablar y vamos estudiar este asunto del compromiso.

 

El punto de vista moral.

Desde luego, no deben ya quedar dudas respecto a cuál es el único punto de vista desde el que podríamos encarar la cuestión del compromiso y la ciencia social: el punto de vista de la moral. En términos más técnicos podríamos afirmar que reflexionar sobre el compromiso implica entrar en el terreno de la Etica, una disciplina generalmente vinculada a la Filosofía, aunque de creciente orientación interdisciplinar. ¿Acaba con esto las ambigüedades?. Realmente no, porque para hablar de Etica habría que precisar qué se entiende por tal cosa y cuál sea su objeto de estudio, cuestiones sobre las que no existe un consenso unánime entre los propios expertos.

            En primer lugar, hay que precisar qué se entiende por moral. El ámbito de lo moral tiene diversos niveles. Como explicó Xavier Zubiri hace muchos años, lo moral puede definirse en un principio como un atributo del hombre que le distingue de entrada respecto a las otras formas de vida existentes. A diferencia de los animales, cuyo comportamiento se encuentra determinado por la interacción entre sus capacidades biológicas y los estímulos del medio, este ajustamiento perfecto al entorno desaparece en el caso de los seres humanos quienes, por causa de su misma evolución biológica (sobre todo cerebral), gozan de una parcial libertad respecto a los estímulos, viéndose así en la obligación de “hacerse cargo” de su situación real y determinar por sí mismos cuál deba ser la respuesta adecuada. Con todo esto queremos decir, ni más ni menos, que el hombre es el único animal que para actuar, para vivir, necesita “justificar” sus acciones (su vida, en definitiva), esto es, tomar opción por lo que estime como “justo” o “bueno” y a rehuir lo que considere como “malo” o “injustificable”. Es también por esto que se suele decir que las acciones, que la  vida que tienen un “sentido” y, como dice Aranguren, <<ese sentido de la vida es precisamente lo que llamamos moral>> (Aranguren, 1994, p. 184).

            Desde este punto de vista, por tanto, no habría acción humana a-moral, excepción hecha de aquellas conductas de carácter reactivo que resultan absolutamente incontrolables o ajenas a nuestra voluntad y que, en ocasiones, nos reducen al nivel de complejidad de las especies animales inferiores[2]. Esta sería, siguiendo a Zubiri, la “moral como estructura”, expresión con la que se pretende subrayar el carácter constitutivamente moral de la vida humana. Es de especial interés añadir aquí que la estructura moral se especifica a través de actos, pero también del encadenamiento de estos en forma de caracteres, hábitos y formas de vida, los cuales son igualmente susceptibles de valoración moral.

            En un segundo nivel, lo moral hace referencia a ciertos contenidos normativos y valorativos que dotan a la acción humana de la inevitable “justificación” a la que aludíamos hace un momento. Es la “moral como contenido”, la cual trata de especificar la naturaleza del “bien” y del “mal”, de lo “justo” y lo “injusto”, en suma, de lo moral y lo “inmoral”. Ahora bien, el contenido de la moral procede de fuentes diversas (“inclinaciones” naturales, tradiciones culturales y religiosas, imposiciones sociales, etc.) que, al menos en principio, se nos imponen por razones de su vigencia social. Sobre tal “imposición” aún cabría superponer una tercera dimensión de la moral, a la que llamaríamos “moral como actitud”, que nacería de un cierto inconformismo con los contenidos de la moral recibida o impuesta  dando lugar a una deliberación racional primeramente orientada a la crítica de la moral vigente y, luego, a la justificación racional de una nueva “propuesta” moral. Sólo al llegar a este tercer nivel, habríamos entrado en el espacio de la ética o la llamada “razón práctica”.

            Como puede comprobarse, para que la ética sea posible hay que dar por supuesto que el hombre es un ser libre, dotado de razón y responsable de sus actos. La razón hace posible la autonomía moral, es decir, la libertad de decidir, más allá de coacciones de todo tipo, cuáles deban ser las normas, valores o principios morales de hayan de orientar nuestra conducta y los hábitos y formas de vida de deban derivarse de aquéllas. Dada su legítima pretensión de explicar las acciones humanas en términos de causas y leyes, de determinaciones más o menos universales, los científicos sociales han sido siempre especialmente reticentes a asumir como real el hecho de la autonomía moral (tal vez sea esta una de las razones por las que siempre nos ha resultado tan difícil abordar el tema de las relaciones entre ética y ciencia social). Pero es importante insistir en que una concepción absolutamente determinista del fenómeno humano que negase la frágil pero siempre posible capacidad del hombre para superar impulsos biológicos y coacciones sociales y de obrar según criterios libremente asumidos supone una perspectiva antropológica incompatible con la Etica. Al fin y al cabo, si toda experiencia humana estuviera determinada de antemano de nada serviría reflexionar sobre lo que sería bueno que hiciéramos o dejáramos de hacer pues nuestras acciones seguirían siendo independientes de nuestros pensamientos y deseos[3]. El determinismo absoluto podría actuar como un ácido capaz de disolver toda noción de responsabilidad personal y colectiva, entregándonos a la pasividad o a la indolencia y transformándonos a nuestros propios ojos en marionetas de un supuesto destino inescrutable, ya sea de carácter “natural” o “divino”[4].

Como bien ha demostrado la propia ciencia social en sus investigaciones sobre las llamadas profecías autocumplidas, la creencia en la irreversibilidad del destino o en los inescrutables designios de un cierto dios o de la propia naturaleza “realiza” el determinismo que dichas creencias anuncian. Por el contrario, como afirma Fernando Savater, el propósito de toda reflexión moral sólo se justifica, precisamente, como un “rechazo a la indiferencia”, es decir, a la idea de que el mundo es (sólo) lo que es y de que al ser humano (únicamente) le corresponde dejarse llevar por las leyes naturales, históricas, sociales o psicológicas. En este sentido, insiste también este mismo autor, se vuelve imprescindible asumir que el primer requisito para “ser moral” es “tener mucha moral”, o sea, creer en la posibilidad de elegir con algún grado de libertad lo que se quiere hacer.

            ¿Cuáles son las implicaciones que este punto de vista moral conlleva a la hora de analizar el fenómeno social de la ciencia? Por supuesto, fuera de tal perspectiva no sería realmente lícito pensar que el científico tuviera oportunidad alguna de subvertir las presiones de la naturaleza, la sociedad o la historia, entidades encargadas de dar dirección y sentido a las dinámicas de producción, distribución y consumo del conocimiento científico. Y no han faltado, en efecto, insignes pensadores y científicos que se hayan atrevido a explicar tales dinámicas como la consecuencia necesaria e inevitable de la natural pasión humana por el conocimiento, las exigencias evolutivas de nuestra especie o el despliegue inevitable de la razón en la historia. Sin obligarnos a negar la importante porción de verdad que pueda contener tales explicaciones sobre el desarrollo y la evolución de la ciencia, la adopción del punto de vista moral nos forzaría a incluir en el análisis de tales procesos el supuesto mismo de la “autonomía moral” de las personas que, en cuanto profesionales de la ciencia, la hacen posible. Se trataría, en último término, de tomar en cuenta la posibilidad  de que el científico asumiera como responsabilidad suya las consecuencias sociales de su profesión, tanto en lo que concierne al desarrollo del conocimiento como a su aplicación. Puesto en esa tesitura sería entonces cuando el científico estaría en condiciones de reflexionar sobre cuál debiera ser el tipo de valores y proyectos morales con respecto a los cuales querría “comprometer” su propia actividad. Por tanto, un auténtico compromiso sólo podría tener lugar una vez que el científico alcanzase una cierta madurez moral, aquello a lo que Kant se refería al hablar del tránsito de una conciencia moral heterónoma, basada en la tradición, la costumbre y la obediencia a la autoridad, a una conciencia moral autónoma sostenida fundamentalmente sobre la razón, es decir, sobre la asunción reflexiva y libre de coacciones de una determinada propuesta moral. A esta condición autónoma de una cierta perspectiva moral la podemos contemplar también como la primera “virtud moral” a la que algunos autores se han referido con la palabra “autenticidad”.

Ahora bien, reconocer en la figura del científico el modelo de un sujeto potencialmente autónomo y responsable, de un “sujeto moral” en sentido fuerte, no puede llevarnos al extremo de negar su inevitable inserción en una red de múltiples relaciones sociales y la influencia de esa red en sus propias opciones y decisiones prácticas. Como demuestran la Historia y la Sociología de la ciencia, la mediación institucional de la actividad científica resulta insoslayable, no solamente como posible fuente de conflictos morales entre los proyectos de la institución y los del propio científico, sino antes que eso, como verdadera condición de la existencia de la ciencia.  En consecuencia, cualquier reflexión moral en torno al fenómeno da la ciencia, habrá de atender a dos dimensiones: (1) la del científico como individuo dentro de una institución y (2) la de la institución como conjunto de individuos implicados en un proyecto (que, a su vez, debe remitirnos a las relaciones de esta clase instituciones con otras de naturaleza social diversa: políticas, económicas, militares, etc.). Ambas dimensiones pueden y deben ser concebidas como lugares en los que se concreta la condición constitutivamente moral de la práctica científica en todos sus niveles. De ahora en adelante, por tanto, cuando hablemos del (posible) compromiso del científico estaremos refiriéndonos primariamente a cada científico como sujeto moral potencialmente autónomo pero también por extensión a los posibles grupos de científicos o a la comunidad científica en general en cuanto sujeto colectivo al que atribuimos la misma capacidad de la que goza el sujeto individual para orientar sus acciones de modo autónomo[5].

 

Ciencia y valor.

            Tradicionalmente la ciencia ha sido contrapuesta a otra clase de actividades que, como la de los negocios o la política, tienden a ser “interesadas” e “impuras”. La ciencia y el científico se han situado más allá del bien y del mal, especialmente del mal, debido en parte a la habitual connotación de “bondad moral” que ha acompañado siempre a la idea de “pureza” (Gracia, 1989) y en parte gracias a la asociación entre las nociones de ciencia y progreso que ha constituido una creencia fundamental de la cultura occidental, al menos desde tiempos del Renacimiento. No obstante, diversos análisis llevados a cabo en el ámbito de la Sociología, la Historia y la Filosofía de la ciencia han ido refutando estos dos mitos sobre la bondad moral de la ciencia y sobre su vinculación directa a un progreso seguro e inevitable.

La falacia de una ciencia pura, esto es, desinteresada podría empezar a cuestionarse, por ejemplo, a partir de las conocidas investigaciones realizadas por Robert K. Merton para revelarnos un supuesto “ethos” o moral de la ciencia, un preciso sistema de valores y normas (comunismo o comunalismo, universalismo, desinterés y escepticismo organizado) que regularían los procesos de investigación y producción del conocimiento al interior de las instituciones científicas. Aunque la observación de algunos de esos valores por parte de los científicos sea hoy más que discutible, la Sociología de la ciencia de Merton nos pone sobre aviso respecto a imposibilidad de seguir interpretando la dinámica de la investigación científica como un proceso totalmente ajeno a principios normativos. En realidad, y como es preceptivo respecto a cualquier rol socialmente instituido, la identidad del científico siempre ha estado definida por su “compromiso” con ciertas normas y valores.

De todos modos, las normas y valores que con menos reparos se reconocen como criterios que orientan el trabajo científico, así por ejemplo las señaladas por Merton, son las normas y valores directamente derivadas de aquellas exigencias metodológicas que sólo tratan de garantizar el estatuto propiamente científico de ese trabajo; normas y valores, en suma, que nada dicen respecto a la implicaciones sociales y morales de dicho conocimiento. En verdad, la perspectiva de autores como Merton aún parece instalada en la vieja concepción de la ciencia como theoría, es decir, como pura contemplación de la naturaleza y el mundo. Pero a pesar del fuerte arraigo que esta interpretación de la ciencia ha tenido en la tradición occidental lo ciertos es que, al menos desde el siglo XVII, comenzaría a arraigar una perspectiva alternativa u opuesta, suscrita ya en el Novum Organum de sir Francis Bacon. Por primera vez, Bacon pondrá en relación los conceptos de ciencia y poder hasta el punto de afirmar que una y otra vendrían a ser una misma cosa. Bacon deducirá de esto, por cierto, que el sentido del trabajo científico no podría encontrarse entonces en la mera creación de objetos de contemplación sino que, en congruencia con la moral cristiana, el científico debería usar su ciencia para <<mitigar la condición de la humanidad>>.

Sin duda, las reflexiones del canciller inglés en torno a la ciencia supusieron un progreso en la comprensión de la ciencia como una actividad humana más, susceptible, por tanto, de análisis moral. Pero lo cierto es que Bacon, quien dedicó su último libro a imaginar la utopía de una sociedad gobernada por principios científicos, fue uno de los primeros artífices del espíritu racionalista moderno que, si bien hizo posible el pleno desarrollo de la ciencia tal y como hoy se conoce, también ayudó a extender aquella desmesurada confianza en las bondades de la práctica científica que anestesió a los propios científicos respecto a las posibles repercusiones, a veces verdaderamente inmorales, de su trabajo.

No es de extrañar que fuese el gran sociólogo Max Weber, enormemente interesado en el estudio de la relación entre juicios de hecho y juicios de valor, uno de los pensadores que cambiara el optimismo moderno e ilustrado respecto a las evoluciones de la ciencia por un sombrío escepticismo. Que la ciencia y la técnica acabarán trayendo la felicidad a nuestro mundo, diría Weber al final de su vida, es un vaticinio que sólo puede seguir siendo sostenido por periodistas o por <<algunos niños grandes>> que ocupan cátedras.

Weber reconoció asimismo la influencia de los “valores pre-científicos” en la ciencia a la hora de elegir los objetivos de estudio: en un mundo que, después de Kant, no podía concebirse sino como un infinito caos de fenómenos, la necesidad de optar entre ellos se haría inevitable y es indudable que serían los valores vigentes en cada contexto social e histórico los que determinarían dicha selección. De este modo, Weber anticipó con su habitual agudeza una de las principales ideas que los sociólogos del conocimiento explotarían más tarde y que serviría también en parte para empezar a desechar la vieja concepción de una ciencia “pura”: el desarrollo del conocimiento científico no podrá entenderse nunca más como el mero resultado de la acumulación ininterrumpida de evidencias empíricas y la consiguiente evolución interna de teorías, conceptos y leyes. Habría que empezar a tomar muy en cuenta el pluralismo axiológico o moral que ya en la época del sociólogo alemán comenzaba a definir nuevas formas de relación social y de organización de la vida colectiva (ver Echeverría, 1995).

Finalmente, el reconocimiento de la falsa neutralidad de la ciencia y la técnica volverá a aparejarse en los filósofos de la Escuela de Frankfurt con un profundo sentimiento de decepción ante la trágica evolución de la historia moderna a la altura de mediados del siglo XX. La razón científica es definida por Horkheimer como “razón instrumental”, instrumento al servicio de una evolución social carente de conciencia crítica. Por su parte, Habermas hará decisivas precisiones de la relación entre conocimiento y valores humanos, renovando también para el análisis de la ciencia la noción marxiana de praxis. Dada la apertura del hombre al mundo de los valores, su capacidad par descubrir y/o crear diversos valores, aquél desarrollará ciertos “intereses”. El hombre actúa porque tiene un interés concreto y preciso para hacerlo. Pero sucede que, por una parte la ciencia constituye una cierta forma de acción, de praxis, mientras que por otra la misma praxis científica, en cuanto produce conocimiento, constituye un requisito indispensable para realizar otras clases de acción. Dicho de otro modo, Habermas, como mucho antes Bacon, se opone al enfoque contemplativo del conocimiento y la ciencia. Los procesos de producción del conocimiento buscan satisfacer diversos intereses humanos, de entre los cuales Habermas destaca un interés técnico-instrumental o de dominio de la naturaleza y un interés racional-emancipativo o de liberación respecto a diferentes formas de enajenación social que el propio filósofo alemán propone como interés primordial para orientar el desarrollo de una ciencia social crítica.

            En definitiva, el fecundo tema de la relación entre ciencia y valores ha dado mucho que pensar y hoy por hoy se admite en términos generales, no sólo que no existe ciencia libre de valores sino también que, pese a lo que opinaría por ejemplo Weber, los valores del científico siempre influyen en sus observaciones. En cualquier caso esta segunda dimensión de la cuestión nos debe preocupar bastante menos aquí, ya que nuestro tema no es tanto el de la objetividad de la ciencia, ciertamente dificultada por su carácter no neutral, como el de su vinculación a valores e intereses extra-científicos que determinen la elección de los problemas a investigar así como los usos que posteriormente se hagan del conocimiento disponible.

 

La evolución social de la actividad científica y la necesidad del compromiso.

Para completar nuestra acometida contra la falacia de la neutralidad de la ciencia hay que tomar en cuenta la propia evolución de las ciencias a lo largo de los dos últimos siglos, propiciada en parte por el segundo mito asociado a dicha falacia: el mito del progreso[6]. Tal vez podríamos caracterizar esa evolución como un proceso de progresiva institucionalización de la ciencia; práctica social que ha ido ganando relevancia hasta el punto de llegar a alterar los sistemas de producción de bienes y servicios de las llamadas sociedades postindustriales en favor de la producción de conocimiento, básicamente científico.

Como ya advirtió Aranguren (1995) nuestras sociedades postindustriales se caracterizan por dos rasgos fundamentales. Desde el punto de vista económico, nuestras sociedades se han convertido en lo que llamamos “sociedades de consumo” y en sociedades tecnológicas, desde el punto de vista del conocimiento, al dar prioridad a sus dimensiones prácticas de control y manipulación del mundo, como ya mostraron los análisis de la Escuela de Frankfurt.

            De un lado, y desde el punto de vista de la sociedad de consumo, algunos autores han intentado explicar el proceso de producción y transformación del conocimiento científico mediante una analogía con las leyes del mercado que regulan la actividad económica en aquel tipo de sociedad (Danziger, 1990; Bourdieu, 1991; Rosa y otros, 1996). En este sentido habla Danziger de la existencia de una verdadera “economía política del saber” que permite entender cómo la actividad científica, ocupada hoy en una incesante dinámica de producción de conocimiento, responde a las leyes de un  mercado constituido por el conjunto de personas que actúan como potenciales consumidores de sus productos. Consumidores que, en consecuencia, determinan el valor simbólico de tales productos epistémicos dentro de ese mercado (es decir, su validez como conocimiento objetivo). Esto significa, en primer lugar, que las instituciones científicas se ven en alguna medida empujadas a orientar su actividad en función de las demandas generadas en el mercado al que pretendan destinar el producto de su trabajo. En consecuencia, los valores en alza dentro de ese mercado podrían acabar constituyéndose como los únicos valores que ocupasen al científico.

La siguiente cuestión a responder es: ¿quiénes son los principales consumidores del mercado simbólico de la ciencia? Conociéndolos a ellos, naturalmente, podríamos averiguar, no ya los intereses generales que persigue la investigación científica, en el sentido en que Habermas hablaba de intereses, sino incluso las demandas concretas, los problemas y las aspiraciones reales que determinan la dirección de la producción científica en uno u otro sentido. Y para responder a tan decisiva cuestión hemos de atender de nuevo a ese otro gran cambio que caracteriza a nuestras sociedades postindustriales.

            En realidad, el sentido original de toda producción tecnológica, es decir de toda aplicación del método y del conocimiento científico con fines instrumentales, ha de ser concebido desde un punto de vista social y antropológico. Por un lado, toda invención técnica constituye un fenómeno cultural, una estrategia específicamente humana satisfacer las necesidades bio-culturales de nuestra especie. Ahora bien, una vez que el hombre transforma la técnica en tecnología mediante la aplicación de conocimientos y métodos científicos a la solución de problemas prácticos, el proceso del desarrollo técnico se complica enormemente, al igual que le sucedió a la ciencia, institucionalizándose. Por otra parte, en la medida en que la creciente complementación entre ciencia básica y aplicada dado el hecho de que los propios avances tecnocientíficos comiencen a afectar a cuestiones tales como la seguridad y el poder de los Estados y el desarrollo económico de las naciones, se irán reforzando los fuertes lazos de dependencia entre las instituciones científicas y los poderes político y económico quienes actuarán de hecho, no sólo como los principales consumidores de los productos epistémicos y tecnológicos sino también como su inevitable fuente de financiación. Instalado en semejante escenario el científico que no se convierte él mismo en tecnólogo se transforma en muchos casos en asistente suyo, agravándose de ese modo su ya mencionada pérdida de iniciativa respecto a la formulación de objetivos para sus investigaciones.

Carlos París, un agudo filósofo español muy interesado en el estudio de las dimensiones sociales y antropológicas de la dinámica de producción científica, ha creído apropiado definir también la situación laboral del científico mediante el concepto marxiano de “alienación”, pues al fin y al cabo, tal concepto remite en verdad a ese peligro que siempre entraña cualquier proceso de división o especialización del trabajo: la pérdida de su sentido último y final (ver París, 1992, 1995). Pero tal vez haya sido un pensador bastante más conservador que el propio Marx como José Ortega y Gasset quien describió de modo más clarividente y conciso el perfil del nuevo hombre de ciencia, quien ha cambiado su rol de “sabio” por el de “obrero de la ciencia”. Así, en su famoso aunque polémico libro La rebelión de las masas, Ortega advierte con disgusto el doble sentido de “mecanización” y “especialización” que ha ido tomando el trabajo científico.  

Para los efectos de innumerables investigaciones –nos dice el filósofo madrileño- es posible dividir la ciencia en pequeños segmentos, encerrarse en uno y desentenderse de los demás. La firmeza y exactitud de los métodos permiten esta transitoria y práctica desarticulación del saber. Se trabaja con uno de esos métodos como con una máquina, y ni siquiera es forzoso para obtener abundantes resultados poseer ideas rigurosas sobre el sentido y fundamento de ellos. Así, la mayor parte de los científicos empujan el progreso general de la ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, como la abeja en la de su panal o como el pachón de asador en su cajón (Ortega, 1998, p. 218). 

            No hay duda de que este proceso de desindividuación del trabajo científico conlleva también, una disminución del sentido de responsabilidad del propio científico respecto a las implicaciones sociales de su trabajo y a los criterios y propuestas morales que le dan orientación. La ciencia se organiza como una burocracia al servicio de las instituciones políticas y del mercado, principales poderes que gestionan el orden social y determinan los problemas y propósitos que deban guiar el rumbo de la investigación y del desarrollo tecnológico. Y mientras, la despreocupación del científico sobre tales cuestiones encuentra legitimación en los ya comentados mitos sobre la pureza de la ciencia y el progreso, supuestos ambos insostenibles una vez conocidos ciertos acontecimientos históricos que obligan a la humanidad entera a reconocer los tremendos peligros que a veces entrañan los avances del conocimiento. Pensemos solamente en los de los campos de concentración de Auschwitz y Dachau o en la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. El sociólogo Edgar Morin señala que el aumento inaudito de conocimientos producido este siglo se ha acompañado en casi todo momento de una “ceguera característica” del investigador científico que ha hecho de su ocupación un inmejorable dispositivo para aportar al poder medios de muerte y opresión (Morin, 1984).

            Pese a todo, tampoco sería sensato dar por hecho que las directrices que el Estado, el mercado o ambos sigan imponiendo al trabajo científico en los próximos años generen efectos exclusivamente negativos (tomemos en cuenta, por ejemplo, los progresos de la medicina o en las facilidades que nos conceden muchos avances tecnológicos). Y ni siquiera podemos afirmar que el científico esté realmente legitimado para desatender las demandas de las mencionadas instituciones, dada su indudable capacidad para representar buena parte de las aspiraciones de las personas y los pueblos. Pero lo que hoy sí estamos en disposición de cuestionar es que los poderes políticos y económicos deban constituir las únicas voces con derecho o capacidad moralmente reconocidas para decidir cuáles hayan de constituir las verdaderas “demandas sociales” a las que la ciencia deba atender. Así pues, y a nuestro juicio, la necesidad de iniciar un debate sobre el compromiso viene dada por dos razones básicas. Primera, lo que podríamos llamar el estado de “inautenticidad” en que la sobre-institucionalización de la actividad científica suele instalar al científico. Este defecto de inautenticidad es preocupante, sobre todo, porque como bien explicó el psicólogo social Ignacio Martín-Baró: 

Quien se atrinchera en la negativa a optar conscientemente, sabe que sirve de hecho a aquellos bajo cuyo poder opera, es decir, a la clase dominante en cada sociedad, y ello no sólo en las aplicaciones prácticas de su quehacer, sino, más fundamentalmente, en la estructuración misma de su saber y operar científico (Martín-Baró, 1983a, p. 45). 

De donde resulta el segundo argumento para reactivar un cierto debate sobre la cuestión del compromiso social del científico: la creciente desconfianza que nos inspira el proceso de instrumentalización de la ciencia al servicio de los poderes fácticos, proceso que hoy sigue su curso sin que medie en él una reflexión suficiente y sostenida acerca de la legitimidad o la ilegitimidad moral de los propósitos a los que tales poderes traten de encauzar el trabajo científico.

El debate sobre el compromiso se ha iniciado hace ya algún tiempo en diversas disciplinas de entre las que naturalmente destacan aquellas que menos inconvenientes han mostrado a lo largo de toda su historia para reconocer su carácter no neutral, así por ejemplo, la economía o las medicina y las ciencias biológicas. El desarrollo de toda una nueva disciplina como la Bioética, específicamente orientada a la reflexión moral sobre las implicaciones éticas y sociales de las ciencias médicas y biológicas resulta, de hecho, un gran avance en la dirección que también nosotros quisiéramos seguir. Pero antes deberíamos ocuparnos de algunas peculiaridades de las propias ciencias sociales

 

El caso particular de las Ciencias sociales.

A diferencia de lo que inicialmente ocurría con las llamadas ciencias “duras”, los primeros y más ilustres científicos sociales jamás disimularon la vinculación de su trabajo a intereses puramente prácticos. Así, por ejemplo, la Ciencia Política surge para solventar el problema del ordenamiento de la sociedad mediante el ejercicio del poder del Estado, la Economía política nace para asegurar y promover el bienestar material de los ciudadanos y el incremento de las riqueza de las naciones, la Sociología es una respuesta intelectual ante los trastornos y transformaciones sociales generadas a consecuencia de las revoluciones políticas e industriales de principios del siglo XIX y, al menos en parte, la Psicología social nace gracias al fenómeno de las multitudes, otra nueva fuente de preocupaciones sociales y políticas que caracterizó el periodo que une el viejo XIX con el también ya concluido siglo XX. En el origen de cada una de estas disciplinas puede rastrearse alguna inquietud social a la que se pretendió dar respuesta y definición científicas sin que el abierto reconocimiento de esa preocupación o “interés” por parte del científico social fuera interpretado por éste como un obstáculo insalvable para alcanzar la tan anhelada objetividad igualmente científica.

Ahora bien, el hecho histórico de que los padres de la ciencia social concibieran a esta con una clara voluntad de servicio a la humanidad (lo cual nos permitiría hablar, entonces sí, del “compromiso del científico social”) no podía garantizar y no ha garantizado de hecho la pervivencia de esa vocación emancipatoria. Aun siendo mucho más escépticos respecto a los supuestos de la pureza de la ciencia y del progreso (supuestos que la propia investigación social ha permitido denunciar como mitos), también el sentido de responsabilidad de los científicos sociales respecto a la orientación y las repercusiones de su trabajo se ha visto disminuido en muchos casos. Probablemente este hecho haya de atribuirse sólo en parte a la especialización y profesionalización del trabajo y de las instituciones científicas y en parte también a una inquietud más particular de los científicos sociales por alcanzar las mismas cotas de rigor, precisión y solidez empírica que han caracterizado a las ciencias naturales, inquietud que con frecuencia se ha denominado “cientificista” y que ha servido para anteponer a cualquier consideración o interés de tipo social o extracientífico, un auténtico “compromiso” con el método científico mismo, concebido éste en la mayoría de las ocasiones a la imagen y semejanza del método científico-natural.

Lo cierto es que estos dos factores (profesionalización y “cientificismo”) a partir de los que hemos propuesto una primera explicación sobre el carácter insuficientemente comprometido de las ciencias sociales hemos sentado las bases que nos permitirían explicar también uno de los problemas fundamentales que actualmente aquejan a aquéllas. El problema al que nos referimos es el de la evidente fracturación que existe de hecho como consecuencia de la de la aceptación generalizada de aquella concepción del trabajo y del método científico que resulta más congruente con el celo cientificista y del enorme desarrollo que en las últimas décadas has experimentado diversas corrientes de investigación y trabajo aplicado. A consecuencia de esto, la mayoría de las ciencias sociales aparecen fracturadas en tres ámbitos de actividad diferentes. Así, de la separación tradicional entre investigación básica y trabajo aplicado surgen dos roles diferentes y dos enfoques epistemológicos, teóricos y metodológicos distintos que no siempre resultan fáciles de complementar. Así, los “aplicados” o los “técnicos” suelen reprochar en ocasiones el escaso sentido de la relevancia social que caracteriza al trabajo de los investigadores de laboratorio o encuesta -valga la simplificación-, mientras que estos últimos cuestionan el rigor con el que los primeros emplean a un nivel conceptual o técnico los conocimientos importados desde la ciencia básica.

Aunque a medida que la ciencia se transforma en tecnociencia o aspira a ello se va desdibujando la distinción entre las dos actividades que antes identificábamos con la investigación y aplicación del conocimiento (la investigación tiende a ser más aplicada, y las aplicaciones exigen una investigación más continuada), las evidentes dificultades que en muchos casos plantea la previsión de las posibilidades de aplicación del conocimiento procedente de la investigación básica, así como la pervivencia entre muchos científicos de una concepción de la ciencia como actividad absolutamente irreductible a sus aplicaciones prácticas, aún hacen útil en bastantes casos esta diferenciación clásica. Pese a todo, gran parte de los científicos sociales, ya ejerzan como investigadores o como técnicos comparten una misma idea respecto a cuál haya de ser el modo más apropiado en el que sus disciplinas debieran contribuir al desarrollo social y a la resolución de los problemas humanos. Conviene dejar bien claro a este respecto que esa perspectiva común sobre las relaciones entre ciencia y sociedad no es sino la resultante de una asunción directa e irreflexiva por parte de la ciencia social de los supuestos ontológicos, epistemológicos y metodológicos que tradicionalmente han definido a las ciencias naturales. Para el tema que nos ocupa habría que destacar de hecho dos supuestos de evidentes consecuencias sobre una concepción de: el naturalismo y el determinismo. Desde esta perspectiva, y tal y como sucede con la investigación sobre los objetos físicos, el conocimiento social no tendría consecuencias prácticas directas puesto que su generación no afectará al comportamiento del objeto estudiado. Ciertamente, tal enfoque naturalista y determinista no deja muchas opciones respecto al diseño de un modelo de aplicación del conocimiento científico social. Así, y desde el punto de vista del procedimiento, toda contribución de la ciencia social a la resolución de problemas humanos habría de concretarse en último término en alguna  “intervención” de tipo técnico sobre dichos problemas, del mismo modo en que se desarrollan las aplicaciones basadas en conocimientos procedentes de las ciencias naturales.

Por otra parte, y desde el punto de vista del análisis moral, esta concepción sobre la dimensión “aplicada” de la ciencia social deja fuera de sus atribuciones cualquier cuestionamiento crítico respecto al mundo sobre el que van a operar sus “intervenciones”. La conciencia moral del científico es una conciencia heterónoma, perfectamente ajustada a las directrices que provienen del ámbito extra-científico. Las obligaciones, exigencias y criterios que hayan de regular la actividad del científico, tanto en su papel de investigador como en el de técnico, quedan exclusivamente circunscritas a los estándares convencionales del rigor analítico y de la eficacia práctica. En suma, es fácil suponer entonces que en la mayoría de las ocasiones semejante perspectiva ayude a incumplir la primera condición que debiera caracterizar al proyecto de una “ciencia social comprometida”, según los términos en hemos ido definiendo en páginas anteriores dicho proyecto. En vez de activar el sentido de responsabilidad de cada institución científica y particularmente de cada científico respecto a las implicaciones éticas y sociales de su trabajo, tal perspectiva limitará de forma considerable el sentido que el científico mismo pueda atribuir a su actividad, reduciendo su definición a los términos de una ocupación profesional idéntica o similar a cualquiera otra. 

Como reacción ante la concepción anterior de las relaciones entre ciencia (social) y sociedad), surgirá un enfoque diferente que define el tercer escenario en que las propias ciencias sociales se desarrollan y que podríamos denominar como “perspectiva crítica”. Tradicionalmente la idea de una ciencia social crítica ha sido vinculada a la posición teórica y las investigaciones de la ya aludida Escuela de Frankfurt, cuyos autores acuñaron la expresión de “teoría crítica”. No obstante, aquí no hablaremos en principio de una “perspectiva crítica” para referirnos ni única ni principalmente a dicha escuela ni a ninguna otra. En definitiva, llamaremos perspectiva crítica a la de todos aquellos enfoques teóricos que hoy rechazan abiertamente el modelo de la ciencia natural como único modelo que deba orientar la investigación social y que, al asumir asimismo una posición crítica inicial respecto a la realidad social circundante, pretenden reintroducir en el ámbito de la propia ciencia social el mundo de los valores, exigiendo al científico social una mayor responsabilidad respecto a las consecuencias sociales de su trabajo[7]. En este sentido, puede decirse que tal perspectiva crítica trata de poner solución a los obstáculos que para el desarrollo de una ciencia social comprometida plantean las posiciones cientificistas adoptadas por buena parte de los investigadores y técnicos de las que hemos venido hablando en estas últimas páginas.

Pero la superación de los mencionados obstáculos no asegura tampoco la realización del proyecto de una ciencia social comprometida. Aunque las perspectivas críticas constituyen un avance y deben tomarse como modelo para hacer de la ciencia social un servicio consciente a la sociedad misma, no podemos terminar este apartado sin indicar que no todo lo que define la anterior concepción del conocimiento sostenida por investigadores y técnicos resulta prescindible o subordinable a nuestros afanes por moralizar la práctica científico social. Existe un riesgo igualmente grave que es inherente al proyecto de una ciencia social crítica y es el de la confusión de la propia actividad científica con otras formas de acción humana como la prédica moral o el mero activismo político. Es indispensable distinguir estas dos últimas ocupaciones, indudablemente necesarias en nuestro mundo, y los servicios que sólo la ciencia social puede y está en condiciones de rendir a la sociedad. Por supuesto, una vez superada la perspectiva cientificista y la asimilación irreflexiva del modelo científico-natural al quehacer científico social, el ejercicio de la crítica reaparece como una de las atribuciones de investigación y el análisis social, pero hemos de convenir que dicha tarea habrá de distinguirse en algo de otras formas de discurso crítico. Ante todo, la ciencia se caracteriza como dijo Zubiri, por su “voluntad de verdad”, por su capacidad para acumular y sistematizar experiencia y para extraer de ella una idea más precisa del mundo. El conocimiento es, por tanto, el objetivo primero de toda actividad científica, por mucho que luego hayamos de empeñarnos en reorientar el proceso de producción de conocimiento según ciertos objetivos prácticos y determinados propósitos morales. Pero las propias ciencias sociales enseñan que el ser humano es propenso en muchos casos a confundir sus deseos con la realidad y que incluso el científico tiende a caer en ese error. La historia entera del pensamiento social está repleta de ejemplos de ello y es evidente que ese riesgo se acentúa cuando se adopta una actitud deliberadamente crítica.

Por desgracia, la gran aceptación que en los últimos tiempos ha tenido el pensamiento “posmoderno” entre muchos científicos sociales de orientación crítica ha incrementado el riesgo del que hablamos. Sobre la base de las críticas epistemológicas a la noción convencional del conocimiento científico que la Filosofía y la Sociología del conocimiento han ido acumulando en las últimas décadas, los pensadores posmodernos han tomado como cierta (lo cual ya es paradójico en sí mismo) la imposibilidad de producir ninguna clase de conocimiento seguro, fiable o bien fundamentado. En congruencia con tal supuesto, los científicos sociales críticos apuntados al posmodernismo plantean una nueva orientación que siga aprovechando, no obstante, el prestigio y la credibilidad aún concedida a la ciencia por parte de los ciudadanos para, en nombre suyo, reforzar su dimensión crítica prescindiendo ya, eso sí, de las ataduras de la indagación empírica. Puesto que ya nadie debiera creer en la posibilidad de que la ciencia o cualquier otra forma de conocimiento aporte descripciones y explicaciones “verdaderas”, el propósito de esta nueva ciencia social posmoderna sería el de promocionar aquellas concepciones del ser humano y de las relaciones sociales que favoreciesen la construcción de una sociedad más deseable. Habríamos llegado entonces a una reivindicación deliberada para igualar de modo definitivo a la realidad con nuestros deseos y representaciones más inmediatas, convirtiendo de hecho a la propia ciencia en un nuevo género de ficción. Por supuesto, la ficción, las novelas, la poesía y el arte han demostrado con creces su alto valor crítico y todo el mundo debe reconocer la esperanza de cambio y de reforma moral del mundo que puede alentar en ellas pero, entonces, teniéndolas a ellas, no sabríamos decir para qué diablos hubiera de servir la ciencia. Naturalmente sabemos que la realidad es misteriosa, que muestra una recia resistencia a muchos de nuestros deseos. Como decía de nuevo Zubiri, la realidad es “poderosa” y cuando en vez de ayudarnos a cumplir nuestros propósitos ese poder se ha opuesto a ellos la única forma que el ser humano ha sido capaz de doblegar a la realidad ha sido gracias a su esfuerzo sostenido por arrancar una esquirla de verdad al misterio. De ahí surge toda voluntad de conocimiento y, desde luego, la propia ciencia. No es sólo que la ciencia social no pueda ejercer compromiso alguno con la sociedad si rechaza tal vocación de conocimiento sino que, de hecho, de ja de ser ciencia.

 

Condiciones de partida y elementos básicos para una ciencia social comprometida.  

Es hora de recapitular y completar la definición de lo que podría ser una ciencia social comprometida. En primer lugar, y como acabamos de plantear, conviene exigirle al científico que no confunda su actividad con ninguna otra. Toda actividad científica ha de constituirse como un intento por arrancar a la realidad alguna porción de verdad. Este fue el sentido original del esfuerzo humano por el conocimiento y es la única justificación posible que sigue existiendo para la ciencia: la indagación de la realidad y la búsqueda de su fundamento. En el caso más concreto de las denominadas “ciencias sociales”, esa necesaria “pasión por la realidad”, por emplear la expresión del gran historiador de la Sociología Robert Nisbett, ha sido igualmente decisiva para su nacimiento y debe seguir siéndolo en todo momento. Como científicos, antes de comprometernos con ninguna otra cosa, hemos de hacerlo con la realidad (social) inmediata, teniendo buen cuidado, por ejemplo, de no suplantarla por la “realidad virtual” de los “mercados simbólicos” o por los paradigmas de investigación, errores a los que no pocas veces parece impulsarnos el complejo mundo de la producción científica. Pensando en los problemas acuciantes de la realidad social centroamericana de los años ochenta (realidad no muy diferente de la actual), Martín-Baró a quien ya hicimos alusión en otro momento, hacía una recomendación a sus colegas que ilustra perfectamente la necesidad real de mantener esta primacía de realidad sobre el ámbito de las teorías y los paradigmas científicos: 

A los psicólogos sociales latinoamericanos nos hace falta un buen baño de realidad, pero de esa misma realidad que agobia y angustia a las mayorías populares. Por eso, a los estudiantes que me piden bibliografía cada vez que tienen que analizar un problema, les recomiendo que primero se dejen impactar por el problema mismo, que se embeban de la angustiosa realidad cotidiana que viven las mayorías salvadoreñas, y sólo después se pregunten acerca de los conceptos, teorías e instrumentos de análisis (Martín-Baró, 1987d, p. 262). 

Ahora bien, asumida su vocación de realidad ya hemos reconocido que eso no es todo. La ciencia, al igual que cualquier otra práctica social, está determinada por ciertos intereses sociales, económicos o políticos a cuya satisfacción se orientan los procesos de producción y distribución del propio conocimiento científico. La institucionalización progresiva que han experimentado todas las prácticas sociales ha convertido a la propia lógica de la investigación en un proceso puramente instrumental, en muchos casos ciego a los fines que persigue. Sabemos que esto no es bueno o malo en términos absolutos sino que será tan bueno o tan malo como de hecho lo sean aquellos fines para los que la ciencia se convierta en mero instrumento. No obstante, la experiencia indica que en verdad esos fines no han sido siempre los más razonables desde el punto de vista moral y que todo el conocimiento científico obtenido durante el pasado siglo ha hecho más bien poco por el desarrollo de un planeta más habitable, feliz y justo.

Como hemos visto, es la profesionalización de la ciencia (a la que hemos de agradecer buena parte de sus propios avances) la que hace posible, justifica de hecho la indiferencia del científico respecto a las implicaciones que tenga su trabajo más allá del ámbito del conocimiento. Esta sería, en síntesis, la antítesis del “compromiso”, de la que por otro lado se puede deducir las otras dos exigencias que han de plantearse para su realización. Así, en segundo lugar el compromiso del científico es imposible sin que medie una actitud “reflexiva” respecto a los intereses y fines a los que se aplica su actividad profesional. Comprometerse exige ante todo superar el estado de “falsa conciencia” en que se encuentra el científico que, en modo análogo a lo que según Marx ocurría con el proletario, aún no ha llegado a plantearse cuál es la verdadera función social que él mismo desempeña.

Naturalmente, el esfuerzo que puede implicar ese proceso de “toma de conciencia” ha de estar motivado por el propio científico, lo que significa que probablemente este no tendrá lugar a no ser que en realidad exista en él un interés real por las propias consecuencias sociales de su labor profesional. Por tanto, y como último requisito previo, el compromiso ha de presuponer también una cierta “actitud de servicio” del científico respecto a la sociedad o cuando menos una cierta inquietud moral por hacer de su trabajo, no sólo una forma de ganarse la vida, sino una actividad que facilite o influya de manera positiva en la vida de los demás.

En resumen, vocación de realidad, reflexividad y actitud de servicio son tres condiciones previas en cuya ausencia no puede darse la posibilidad de una ciencia social comprometida, sino como mucho una ciencia social sin compromiso o un compromiso no científico. Ahora bien, ni siquiera entonces está garantizada una verdadera posición comprometida por parte del científico social cuya restituida autonomía moral aun podría hacerle optar por seguir poniendo su trabajo, sus habilidades y conocimientos al servicio de los poderes establecidos, bien sea por resignación, por indiferencia (ahora conscientemente asumida) o por identificación plena con los intereses, valores y objetivos promovidos por dichas instancias de poder. Dicho de otra manera, tampoco la “autenticidad”, tal vez la primera virtud moral que cabría exigirle al científico, nos asegura su compromiso profesional e independiente respecto a ciertos valores e ideales morales concretos. Como advierte Victoria Camps (1983), no hay más fuente de la moral que la de la insatisfacción del hombre ante un mundo que no es perfecto pero que, al menos, podría ser mejor, más justo, más feliz. Así pues, el origen de todo verdadero compromiso no puede encontrarse en la mera relación entre hecho y valor, inherente a la estructura de la actividad científica, sino en una insatisfacción ante la realidad presente y respecto al papel que la ciencia ha desempeñado, por acción u omisión, en la compleja cadena de causas y efectos en que se anuda esa misma realidad. Y, ciertamente, nadie se atrevería a negar que los avances experimentados desde mediados del siglo XX hasta nuestros días en los más diversos ámbitos de la investigación científica y el espectacular desarrollo tecnológico no se han visto acompañados de un progreso suficiente en términos de relaciones humanas, justicia social o de un incremento más igualitario de la calidad de vida de la mayoría de las personas del planeta. Por el contrario, vivimos en un mundo en el que las dos terceras partes de sus habitantes sienten su futuro amenazado por el hambre o por diversas enfermedades derivadas de la malnutrición o de la falta de condiciones higiénico-sanitarias. Nuevas epidemias como las del SIDA y otras no tan nuevas incrementan a diario las tasas de mortalidad de muchas personas, especialmente las de las sociedades menos desarrolladas, al tiempo que comenzamos a prever futuros y muy graves problemas de salud que serán producidos por el progresivo deterioro ecológico en el que estamos inmersos y al que la ciencia no ha sido ajena. Subsisten aún numerosos sistemas de gobierno cuya soberanía real descansa única y asquerosamente en el poder de la fuerza, mientras que las cifras de denuncias sobre la infracción de los derechos humanos siguen siendo elevadas en todo el mundo, incluso en países que, como España, gozan de los beneficios de un sistema democrático y de un Estado de Derecho. El tráfico de armas sigue siendo uno de los negocios más solventes. La esclavitud persiste en algunos lugares en su versión tradicional en tanto que en otros contextos cobra nuevas formas (por ejemplo, el comercio con personas a través de la prostitución de adultos y niños). La religión sigue siendo en muchos casos un acicate para sostener enfrentamientos sin tregua entre los hombres  y un sistema simbólico que hace del sufrimiento humano premisa irrenunciable de sus más oscuras relaciones con lo trascendente. Persisten también desde hace ya demasiado tiempo los conflictos nacionalistas, ya sean expresados por acción de grupos terroristas o se manifiesten en forma de guerras civiles que bien pueden transformarse en guerras internacionales como ha acontecido en la pasada década en el ámbito de la antigua Yugoslavia o de algunas repúblicas exsoviéticas. Tampoco hemos sido capaces de eliminar el crimen organizado ni acabar con los focos de delincuencia que constituyen verdaderos agujeros negros en casi todas las ciudades del mundo[8].

            Como apunta el sociólogo Anthony Giddens (1994) resulta evidente, en definitiva, que el proyecto ilustrado fundado en la razón y la ciencia ha traído, según demuestra la historia, muy diferentes e “imprevistas consecuencias negativas”. Pero si el ideal ilustrado fue el de poner la vida al servicio de la razón, parece claro que, como ya dijo Ortega hace casi ochenta años, “el tema de nuestro tiempo” más bien debiera consistir en “ordenar el mundo desde el punto de vista de la vida humana”, haciendo de esta “un principio”, y “un derecho” (Ortega, 1947). Y, no obstante, tanto la historia como la propia realidad presente demuestra, en palabras del teólogo Hans Küng, <<que las deficiencias fundamentales de la ciencia y los grandes estragos de la técnica se eliminan con el simple recurso a más ciencia y más técnica, como (sin embargo) siguen pensando muchos artífices de la economía y la política>> (Küng, 1990, p. 40). El reconocimiento de todos estos hechos, el proyecto moral de convertir la vida en derecho inalienable y en principio que justifique las evoluciones de la razón (científica o no) son los principales argumentos que podemos aportar para reivindicar una ciencia social que, formando parte de un mundo en el que la reproducción y la dignidad de la vida humana no están aseguradas para una gran porción de sus habitantes, no pretenda seguir impasible ante tal realidad. Una ciencia social comprometida.

            Nuestra reflexión sobre el compromiso, no obstante, no ha hecho más que empezar. Dando por cierto que el compromiso es necesario o muy deseable conviene advertir que no existe una sola forma en la que el científico social pueda hacerlo real. Para esto habría que concretar la propuesta moral, los contenidos morales que definirían un compromiso razonable, esto es, asumible como propio por la misma comunidad científica y precisar después cuáles serían las posibilidades de su realización, es decir, el tipo de prácticas científicas que pudiera actualizar dicho compromiso. Como ya señalamos al principio, estos son los otros dos temas de discusión en torno a los cuales ha de versar un debate sobre la cuestión del compromiso (acabamos de concluir nuestra aportación al primero: su definición) y serán en consecuencia los problemas que abordaremos a continuación.

 

SEGUNDA PARTE:

INVITACIÓN A LA ÉTICA: PROPUESTAS PARA EL COMPROMISO

 

Introducción 

Volvamos al principio. Para pensar la cuestión del compromiso, dijimos entonces, era necesario que nos situáramos en el punto de vista de la moral. Recuperando la idea de Aranguren, el fenómeno moral se concretaría en tres dimensiones. Habría una “moral como estructura”, una “moral como contenido” y, por último, una “moral como actitud”. El acceso a este último nivel de la moral implicaría el desarrollo de un doble proceso reflexivo orientado al cuestionamiento de la moral establecida así como a la reformulación de algunos de sus contenidos o incluso a la elaboración de otros nuevos, lo que podríamos llamar una perspectiva moral autónoma.

Adoptar un cierto compromiso supone construir el proyecto moral que nos permita decidir en cada nueva situación cuál pueda ser la “mejor” posibilidad de acción de entre las varias que se nos presentan en nuestra actividad como científicos sociales, entendiendo aquélla en términos de un servicio a la vida humana. Por consiguiente, el compromiso plantea al científico un problema de razón práctica, tan diferente de la otra razón con la que está más acostumbrado a manejarse, y supone en ese sentido –tomando el título de un libro de Fernando Savater- una auténtica “invitación a la Ética”.

 

El “principio responsabilidad” y sus implicaciones morales 

Nuestro anterior análisis sobre la actual dinámica de la producción y la aplicación del conocimiento científico plantea la exigencia de promocionar una nueva ética de la responsabilidad[9], esto es, una ética que obligue al científico social a sopesar los posibles efectos políticos, sociales y humanos de su trabajo y que añada a sus habituales competencias intelectuales la obligación moral de prever el alcance de tales efectos. De hecho, esta es la perspectiva ética que aparece en la mayoría de los debates que abordan el problema de las relaciones entre Ética y ciencia. Las consecuencias mortales -para el hombre y también para el planeta- que ciertos avances científicos han producido durante el oscuro siglo XX han llevado a los filósofos morales y a los científicos a buscar una nueva forma de moral que planteara límites a las posibilidades de transformación de la realidad que esos avances han puesto en manos del hombre. Anticipándose a este tipo de problemas, Max Weber estableció una importante distinción entre las viejas tradiciones éticas a las que denominó “éticas de la convicción” y una nueva “ética de la responsabilidad” que debiera regir las acciones del político y el científico. Muchos años después otro pensador alemán,  el filósofo Hans Jonas, propondría la promulgación de un principio responsabilidad que, asumiendo la enorme potencia de acción y de transformación del mundo que caracteriza a nuestro tiempo, nos exhortara a subordinar cualquier práctica social, incluida la de la ciencia, a una consideración sostenida respecto a todas sus consecuencias previsibles (ver Muguerza, 1990).

El principio responsabilidad es, en efecto, la exigencia que se deriva de manera inevitable de la asunción consciente por parte de todo científico de lo que el psicólogo social Tomás Ibáñez (1992) ha denominado como el “carácter politizado del conocimiento social”. Esta dimensión “política” de la actividad científico social suele revelarse, según Ibáñez, en la capacidad que el propio conocimiento social muestra para inducir modificaciones en el entorno social, generalmente orientadas, eso sí, por las convenciones morales y políticas socialmente instituidas. Por esta misma razón, coincidirá Ibáñez con nosotros en la oportunidad de animar al científico social a una reflexión ética que le permita dotar de mayor autenticidad a su actividad técnica o investigadora, recurriendo a los criterios éticos y “políticos” que él considere legítimos para decidir cuál deban ser sus temas preferentes de estudio, el enfoque teórico y la metodología ideal, los resultados que deba o no deba divulgar e incluso quiénes hayan de constituir los potenciales usuarios de los conocimientos producidos. No obstante, terminará apuntando Ibáñez, y a cambio de esa libertad para determinar los valores y criterios morales que orienten su propio trabajo, será justo exigir al científico social plena responsabilidad por los posibles “efectos políticos” de aquél[10].

Ahora bien, como señala el filósofo Charles Taylor (1994), la actual exaltación de esta virtud moral que llamamos “autenticidad” suele interpretarse como reivindicación de un nuevo relativismo moral que ciertamente se va extendiendo a través de las sociedades y las culturas y que constituye la consecuencia inevitable de la propia evolución de las naciones hacia sistemas políticos democráticos asentados además sobre una base moral no religiosa o laica. Sin embargo, nuestra reivindicación del principio responsabilidad de Jonas no pretende acompañarse de la defensa de un total relativismo de valores en las ciencias sociales. De otro modo, nuestra invitación a la ética evadiría al científico social de la responsabilidad de justificar sus “compromisos” frente a la sociedad, empezando por la comunidad científica a la que pertenece y terminando por todas las personas cuyas vidas pudieran resultar afectadas por su trabajo. Cuando uno afirma que el científico social tiene derecho a tomar sus propias opciones políticas, ideológicas y morales a la hora de estudiar la parcela de la realidad de la que se ocupa su disciplina y de poner el producto de sus investigaciones a unos u otros fines, ha de poner ciertos límites infranqueables a esa afirmación de libertad, a no ser que considere que los experimentos del doctor Menguele resultan tan legítimos, por su alto sentido de la autenticidad, como cualquier otra práctica científica.

En efecto, la ética no es sólo fruto de la introspección sino, sobre todo, del diálogo. Ninguna perspectiva moral autónoma acaba su desarrollo en él ámbito individual sino que ella misma consiste en una “propuesta moral” que siempre busca confirmación social a través de la discusión sostenida y probablemente inacabable en que culmina y se refina toda actividad racional. Es, de hecho, a esta práctica intelectual que comprende la crítica de la moral establecida, la elaboración racional de propuestas morales alternativas y la confrontación de estas propuestas entre sí a lo que más rigurosamente podemos llamar razón práctica o, más genéricamente, Etica (Savater, 1982). Por tanto, exigir mayor responsabilidad moral a cada investigador, a cada técnico supone recordar también a toda la comunidad científica su deber moral de promover y participar en un diálogo abierto con los poderes públicos y privados de los que depende respecto a cuál haya de ser el sentido, el proyecto moral que pudiera justificar su propia actividad.

Indudablemente, no estamos ante una tarea fácil como lo demuestra el mismo hecho de que algunos filósofos de nuestro tiempo, sobre todo los más cercanos al pensamiento posmoderno, reconozcan haber abandonado toda esperanza acerca de fundamentar racionalmente una ética universal (ver Rorty, 1979; Bauman, 1993). Sin pretender subestimar los sesudos argumentos que estos autores aportan al debate ético contemporáneo, no podemos comulgar con su escepticismo moral. Si hubiéramos de creer a Wittgenstein cuando interpretó la ética como una de esas cuestiones sobre las que sería mejor “callarse”, habría sido necesario que los judíos que habitaron en los campos de concentración nazis o que los indígenas que han sido masacrados en toda América durante este siglo hubiesen callado respecto a tales atrocidades (ver Dussel, 1982). Pero como ha comentado la filósofa española Adela Cortina, bajo su apariencia ingeniosa, las posturas escépticas y relativistas resultan insostenibles allí donde la moral se concreta, en la vida cotidiana de las personas, sencillamente porque <<nadie puede actuar creyendo realmente que no existen unas opciones preferibles a otras, o que la maldad del asesinato y la tortura dependen de las diferentes culturas>> (Cortina, 1986, p. 32).

El siguiente epígrafe aporta nuestro personal intento de participación en ese debate hipotético que antes sugeríamos a través de la recuperación de ciertos elementos de lo que podemos llamar, con Alan Bullock (1980), la tradición humanista de Occidente. Al fin y al cabo, hasta filósofos como Richard Rorty, uno de los grandes críticos de los propósitos fundamentadores de la filosofía moderna, reconocen abiertamente que en ningún modo un problema intelectual de ese tipo debería excusar nuestra participación en la tarea de promover y promocionar en el mundo una auténtica cultura de los derechos humanos.

 

Humanismo para una ética de mínimos 

Allí donde el totalitarismo se ha instalado, la fuerza principal de resistencia que se ha movilizado contra él es la apelación al sujeto, la ética de la convicción, revista o no una forma religiosa, se llame Soljenitsin o Sajarov. Hace un siglo, Weber apelaba al triunfo de la ética de la responsabilidad sobre la ética de la convicción. Hoy, por el contrario, nuestra admiración se dirige a los que se niegan a ser buenos trabajadores, buenos ciudadanos, eficaces esclavos y que se han rebelado en nombre de una convicción religiosa o en nombre de los derechos del hombre (Touraine, 1993, p. 271). 

Estas palabras del sociólogo francés Alain Touraine nos advierten sobre la insuficiencia del principio responsabilidad como criterio para orientar la acción moral del científico. El hombre siempre ha necesitado una ética de la convicción o un mínimo de convicciones o principios que le permitiesen distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo mejor y lo peor y que le indicarán algún punto hacia el que orientar sus vidas. Lo que ha variado a lo largo de los tiempos ha sido, sin embargo, las fuentes morales de las que se han nutrido las convicciones éticas humanas. Tales fuentes morales guardan una relación estrecha con las propias definiciones del hombre que han surcado la historia del pensamiento occidental y que, siguiendo a Alan Bullock (1980), podemos resumir en tres. Los seres humanos se han concebido a sí mismos, primero, como seres creados por un ser aun superior, segundo, como meros sujetos de un orden natural o ejemplares de alguna “esencia” imposible de ignorar y, por último, como individuos soberanos respecto a sus propias vidas y al mundo en que habitan. A ese tercer punto de vista, nacido con el Renacimiento y consolidado en la época de la Ilustración, se le ha venido llamando Humanismo, (ver Savater, 1990).

El humanismo forzó un cambio decisivo en la perspectiva ética occidental, aunque dicho cambio no supusiera una ruptura con el tradicional supuesto de la propensión humana hacia el bien que Aristóteles concibió como justificación de la Etica, sino como una rectificación respecto a como definir lo bueno y lo malo. Intentemos explicar el sentido de esa rectificación atendiendo al problema del mal.

La determinación de lo que sea la maldad, su detección, puede entrañar un grave problema hermenéutico o de interpretación que, por ejemplo, podría forzarnos a deliberar en torno a los diversos significados que cada una de las personas implicadas en el episodio de un atentado terrorista atribuirían a semejante acontecimiento. Desde luego, la experiencia personal inmediata del sufrimiento físico o psicológico nos proporciona una primera evidencia respecto a lo que pueda constituir el mal. Sin embargo, tal evidencia no deja de ser exclusivamente personal, pues nadie puede sentir el dolor ajeno con la misma intensidad y fuerza con la que se experimenta el propio, lo cual se percibe con claridad cuando pensamos en las diferentes interpretaciones morales que el caso mencionado puede despertar en función de la “distancia” que el interpretante mantenga respecto a la víctima. Así, mientras el terrorista etarra que le descerraja dos tiros en la cabeza a un ciudadano del Estado español probablemente no hallaría maldad alguna en dicha acción, los familiares de la víctima no dudarían en condenar la crueldad injustificable de ese mismo acto.

            Ahora bien, a la hora de determinar la noción del mal conviene que planteemos la cuestión del modo apropiado, es decir, como un problema de razón práctica y no teórica, en la medida en que si bien creemos más razonable en el ejemplo anterior la interpretación de la víctima que la del verdugo, seguramente sería inexacto enjuiciar dicho conflicto de interpretaciones en términos de verdad o falsedad. Contra la vieja hipótesis de Sócrates, resulta francamente discutible que el problema de la moralidad pueda reducirse al problema de la verdad, o confundirse con él. A no ser que intentáramos una aproximación religiosa o metafísica de la ética, esto es, una ética que nos retrotrayese a un momento previo a la aparición del humanismo, cuando los hombres aún se creían en la obligación de subordinar su vida a un dogma religioso o a alguna concepción esencialista de la realidad y del mundo. Desde una perspectiva humanista, sin embargo, el problema del bien y del mal no parecen poder solucionarse hoy con definiciones últimas e inconcusas, religiosas o metafísicas, sino en todo caso mediante una deliberación racional continuada acerca de lo que, de cara a los intereses humanos, convendría considerar como bueno o malo[11]. Y no se trata tanto de rechazar toda propuesta moral que provenga de la metafísica o la religión como de valorar esas tradiciones en función de su servicio a la vida presente y futura. Este es el punto de vista del humanismo, aquel que devuelve al hombre al centro de todas las consideraciones y que lo convierte en criterio último de todas las decisiones morales. Por supuesto, el humanismo, en prolongación de otras anteriores, ha creado su propia tradición, su propia cultura y es a ella a la que queremos volver para dar orientación moral a unas disciplinas científicas, las llamadas ciencias sociales, las cuales, de hecho, constituyen uno de los inestimables frutos a los que dio origen el propio pensamiento humanista, junto a otros como el derecho y el arte modernos o la democracia y las constituciones creadas en los dos últimos siglos.

Naturalmente, la tradición humanista aporta antes que nada el mismo concepto de humanidad que hoy llega a nuestros oídos con fuertes connotaciones morales. Dicha noción ha servido para afirmar con mayor fuerza aún el valor incondicional del ser humano, de su libertad y de su dignidad como dimensiones irrenunciables de cualquier proyecto personal, social y político (Höffe, 1994). Además, como ha explicado Salvador Giner (1994), el humanismo se nutre de algunos principios morales procedentes de algunas tradiciones intelectuales anteriores como el de la “santidad de la vida humana”, que luego los pensadores de la Ilustración concretarían en la afirmación de esos dos valores básicos para cualquier código ético, la dignidad y la libertad. Sobre la base de la libertad y la dignidad humanas, es decir, desde una voluntad determinada a la realización óptima de tales valores, se plantean las diversas propuestas para una ética universal o “ética de mínimos” que Adela Cortina distingue de una “ética de máximos” (de la que más tarde diremos una palabra).

El primer y más valioso efecto de la afirmación de la dignidad humana es el reconocimiento de la propia humanidad en el otro, en los otros. El vehículo habitual para ese acto de identificación con el otro ha sido la compasión, sentimiento derivado de la piedad cristiana y reivindicado como virtud moral por el humanismo, constituido en muchos casos en motor de la acción humanitaria (aquella que se endereza a la erradicación del mal y del sufrimiento humanos) y sedimentado intelectualmente en el valor de la solidaridad (Savater, 1990). La importancia de este valor para configurar una ética de mínimos es también difícil de exagerar. Como ya afirmó el filósofo marxista Ernst Bloch (1980), ni las mismas carencias económicas ni las más infamantes opresiones políticas hubieran provocado transformación social alguna si los hombres que las protagonizaron no hubiera experimentado (en carne propia y ajena) ese sentimiento de dignidad herida que da origen a la solidaridad. La solidaridad constituye en suma el sentimiento piadoso o humanitario que se transfigura en valor por la invención o apropiación de la hermosa utopía de los derechos humanos.

La compasión, el reconocimiento del Otro como persona que es privada de las condiciones básicas para una vida digna y el apoyo a su derecho a denunciar tal denigración ha constituido el punto de partida de diversas propuestas éticas como, por ejemplo, las que hoy se identifican como “Eticas de la Liberación”, surgidas como reacción a las lamentables condiciones sociales, políticas y económicas en las que han vivido y siguen viviendo la mayoría de los ciudadanos del mundo iberoamericano (ver Höffe, 1994; Brackley, 1995; Dussel, 1998)[12]. Uno de los grandes méritos de estas éticas es su capacidad para poner de manifiesto como es la propia noción de dignidad, el reclamo de un derecho a una vida plena, la que propicia ese talante solidario y la que fomenta una primera noción de “justicia”, en cuanto “justicia subjetiva” o reconocimiento de lo que debiera ser una acción correcta, o más claramente, una acción justa. De aquí desprende el Humanismo su ideal de vida social que pasa, antes de nada, por la instauración de un sistema socio-jurídico que transforme esa primera forma de justicia subjetiva en una justicia objetiva, realizando así los ideales humanistas de la dignidad, la libertad y la solidaridad que han dado origen a las primeras democracias y a todas las declaraciones de los derechos del hombre y la mujer (Höffe, 1994); lo que Marina (1995) llamará el “orbe de los derechos”.

            El sentido de ese sistema socio-jurídico ideal, al que aspiran o deberían aspirar al menos los actuales estados democráticos, se cifra en la consecución de garantías que permitan a los ciudadanos el pleno desarrollo de sus potencialidades humanas, reconociendo de ese modo la inevitable disposición del hombre a su felicidad (ver Rawls, 1971, 1996). Sólo que, frente a la diversidad de proyectos y concepciones humanas sobre lo que pueda ser una vida buena (lo que Cortina llama las “éticas de máximos”), las atribuciones habituales de un sistema social de justicia se ocupan de una serie de necesidades universales humanas que, como hace John Rawls (1990), podemos llamar bienes primarios (o, en expresión cotidiana, “necesidades básicas”) y cuya satisfacción constituyen un requisito insalvable para la búsqueda personal y/o comunitaria de cualquier proyecto de vida feliz. Empezando por el propio respeto a la vida, ese sistema sólo cobra sentido en la medida en que se ordena a la eliminación de todos los obstáculos que impiden efectivamente la satisfacción generalizada de esos “bienes primarios”, obstáculos tales como la miseria, la explotación, la opresión política o la desigualdad de oportunidades de autorrealización y de trato jurídico, consideradas cada uno de esos obstáculos como “injusticias” que deben ser definitivamente erradicadas.

            Un matiz importante respecto al problema de la justicia que ha sido introducido por el humanismo tiene que ver con la afirmación de la relación estrecha que aquella guarda con la conquista de nuevos ámbitos y grados de libertad real. Aunque nuestra perspectiva de ciudadanos de una sociedad política y económicamente desarrollada nos lo haga sentir como un hecho cuasi-natural, lo cierto es que el sistema de derechos y libertades de los que disfrutamos en el primer mundo es el producto de un largo proceso histórico de liberación de diversas formas de injusticia instituida (Ellacuría, 1990)[13]. La percepción de esas injusticias hubiera sido imposible, por otra parte, si el pensamiento humanista no hubiera ido desarrollado toda una serie de argumentos y principios morales que una vez sirvieron a los hombres como criterios para verificar si, en efecto, los sistemas sociales imperantes cumplían o no unos ciertos mínimos éticos basados en la libertad y la dignidad humanas. De entre esos argumentos morales merecería la pena retener al menos los más importantes o significativos:

1)      La consideración del hombre como “fin en sí mismo” heredada de Kant.

2)      El rechazo a toda institución social que consienta o promueva la insatisfacción de las necesidades básicas de todos los individuos para los que rija tal institución (herencia de la tradición moral y política marxiana, hoy revitalizada por las éticas de la liberación).

3)      La obligación de someter toda decisión moral y/o política a la deliberación de los propios individuos que se verán afectados por dicho juicio o de tener en cuenta al menos sus necesidades e intereses personales (principio “discursivo” que forma parte central de las éticas del diálogo de Karl Otto Apel y de Jürgen Habermas).

 

Ética de mínimos, ética de máximos 

            Como acabamos de ver, la afirmación de la dignidad de todos los hombres y mujeres, base de una ética humanista y principio de una auténtica cultura de los derechos humanos mueve a la compasión y a la solidaridad y formula unas exigencias de justicia o deberes mínimos que deban ser satisfechos por cualquier sistema social.

Ciertamente, esa ética de mínimos o esos criterios de justicia son naturalmente insuficientes para orientar la actividad humana y requieren ser complementados mediante algún proyecto moral y/o político. A esa clase de proyectos, “proyectos de vida feliz”, nos referimos al hablar de las éticas de máximos. La historia entera de la humanidad ha constituido un incesante proceso de creación, implantación, y superación de otras tantas éticas de máximos o “modelos de humanidad posible” y de conflictos entre otras muchas de aquéllas (Savater, 1984; Giner, 1994) y es en parte por esto por lo que hablamos de ellas en plural.

Pero, por paradójico que parezca, ha sido esa misma historia la que ha puesto de manifiesto el enorme riesgo que muchos de esos proyectos ético-políticos representan para la propia humanidad (Touraine, 1993). El peligro, ha comentando Cortina, aparece siempre que se intenta imponer una ética de máximos como la única razonable o legítima. En esos casos (lo han denunciado, sobre todo, pensadores posmodernos como Françoise Lyotard [1995], y tal vez haya sido éste su máximo acierto) los “grandes relatos” de emancipación que prometen una vida feliz acaban ejecutando la función de impedir que los supuestos sujetos a emancipar opinen libremente y sobre el modelo de vida que el nuevo sistema alimenta e impone.

A esa indudable propensión de gobiernos y Estados -más acentuada en unos sistemas que en otros- a fomentar la heteronomía se opone, precisamente, el modelo de sujeto (modelo ideal) del humanismo: el del sujeto con capacidad de autorreflexión y libertad normativa de su propio destino (Savater, 1990) y cuya “esencia”, según Sartre (1963), sólo es el resultado de su capacidad para inventar o apropiarse libremente los valores que den sentido a su vida. Tal modelo nos lleva a recordar la constante tensión que los intereses de la sociedad o el grupo no pueden coincidir siempre y en toda medida con los del individuo (Camps, 1983; Touraine, 1993), al tiempo que afirma como forma superior de relación humana aquella que se funda en el respeto a las opiniones ajenas y en la disponibilidad a someter las propias opiniones y opciones vitales a la consideración del Otro. Modelo de sujeto y de relaciones humanas, en definitiva, que inspira el ideal de una sociedad democrática y de un Estado de Derecho y que permite al humanista plantear algunas restricciones más que razonables a los sistemas de gobierno y al Estado, limitando sus funciones a la persecución y el sostenimiento de una ética de mínimos y dejando en gran medida a los mismos ciudadanos la labor de formular y realizar en lo posible su propia ética de máximos.

Estas consideraciones tienen por supuesto implicaciones para una reflexión sobre la dimensión moral de la actividad científica. Si la perspectiva ética humanista asume y reivindica la libertad de las personas para escoger o formular su propia ética de máximos es indudable que ese derecho ha de asistir igualmente a los profesionales de la ciencia. De un lado, la prevención sobre el riesgo inherente a las éticas de máximos y la afirmación de la necesaria autonomía moral del ciudadano frente a tal tipo de proyectos morales y políticos proporciona un nuevo argumento para reivindicar una cierta autonomía del científico frente a  los criterios morales o políticos a los que los poderes establecidos quizá pretendan subordinar su trabajo. De otra parte, debe quedar claro que esa autonomía tampoco puede ser absoluta pues es evidente que aunque estemos legitimados para conceptuarla como una virtud moral imprescindible la misma posibilidad de que optemos libremente por los criterios morales políticos o religiosos que vayan a orientar nuestra actividad como científicos no anula el riesgo de que la ciencia social se convierte en herramienta de opresión o en acicate para la injusticia. Esta es la razón por la que, de hecho, la ética plantea la necesidad de unos mínimos universales de justicia (ética de mínimos) o, más concretamente, un conjunto de valores y reglas prácticas (reglas a las que desde hace siglos llamamos “normas morales”; ver Pieper, 1991) que limiten la libertad personal en favor de la libertad y el bien(estar) de todos.

Así, podríamos atrevernos incluso a entender el compromiso del científico (y/o los grupos de científicos) como la concreción de su personal actitud moral en dos dimensiones diferentes y complementarias. Compromiso primero con una ética de mínimos, inviolable e universal, común a todo su gremio (y al resto de los ciudadanos) y, posteriormente, compromiso opcional y variable con aquella ética de máximos que considere más oportuna. Esta perspectiva podría ofrecer una solución aproximada al problema que hoy se plantea en torno a la figura clásica del intelectual (Aranguren, 1995; Camps, 1983; Touraine, 1993; Abellán, 1994), figura o función social que tantas veces ha sido cuestionada por razón de su difícilmente evitable dependencia de los poderes políticos y económicos, aquellos mismos que crean el espacio público y las mismas condiciones de posibilidad para que el intelectual exista y ejerza como tal. En la medida en que el científico social asuma y respete esa ética mínima que quiere garantizar la vida digna de todos los seres humanos nada debiera impedirle (como no se le impide al ciudadano corriente de cualquier Estado democrático) que elija para orientar su trabajo el modelo de sociedad y el proyecto de vida personal que prefiera.

 

Ética de mínimos para la ciencia social: hacia una cultura de los derechos humanos 

      La exigencia de una ética de mínimos universal permite identificar un punto medio entre la tradicional actitud descomprometida del científico, de la que ya hemos hablado en la primera parte de este texto, y la disposición mucho menos frecuente a adoptar un compromiso total y definitivo. Un punto medio en el que podrían situarse aquellos otros científicos que, bien por motivos claramente egoístas, bien por estar convencidos de que los compromisos morales  han de tener lugar fuera de lo científico (por ejemplo, en lo político o en otros ámbitos de la vida social), aún sigan optando por esa orientación descomprometida en el marco de su profesión. En efecto, tal vez esta última actitud podría seguir siendo legítima en la medida en que hubiera una ética de mínimos que realmente funcionara como un mínimo exigible desde el punto de vista de la responsabilidad moral que todo científico estuviera obligado a asumir. Este es el sentido de los códigos deontológicos que tratan de imponerse desde hace ya algunos años en el ámbito de las diversas profesiones vinculadas al trabajo científico. No obstante, la fijación de códigos y reglas cuya infracción pudiera ser socialmente sancionada convierten el problema de la responsabilidad moral del profesional (en este caso el científico) en un asunto legal o jurídico. En muchos casos, la experiencia enseña que la consolidación de nuevas normas e instituciones orientadas a la instauración de determinados principios morales y políticos (así, los sistemas democráticos, las instituciones jurídicas o las constituciones) ha fomentado la ingenua ilusión de que ya todo estaba hecho y de que a partir de entonces los problemas se irían solucionando sin más (Cortina, 1990) cuando lo cierto es que la realización de los valores y los proyectos morales requiere, además del escrupuloso respecto a un conjunto de normas, un verdadero compromiso activo con tales valores y proyectos. Todo esto se hace aun más evidente cuando se especifican y analizan con cierto detalle los contenidos de esa ética de mínimos.

      Recuperando lo dicho en páginas anteriores hallamos diversas formas cada vez más concretas de precisar los ingredientes fundamentales para una ética de mínimos. Así, hemos identificado los contenidos de esa ética, primero, con aquellos valores fundamentales (solidaridad, justicia y autonomía) que configuran el actual “paradigma ético” de la cultura occidental (ver Rubio Carracedo 1996); segundo, con lo que John Rawls llama los “bienes primarios” que constituyen la base de toda justicia social en un sistema democrático[14]; y, tercero, con lo que Rorty denomina una cultura de los derechos humanos, hoy cristalizada en diversas instancias jurídicas de buena parte del mundo y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

            Es indudable, por ejemplo, que hoy por hoy, y pese a su extendida vigencia legal, los derechos humanos (civiles, políticos, sociales, económicos y culturales) no están totalmente garantizados en ninguna parte del mundo y que, en ciertos lugares o respecto a ciertas personas, son sistemáticamente infringidos. Por tanto, afirma Norberto Bobbio (1982), el problema actual respecto a los derechos humanos no es ya el de su fundamentación racional o el de su instauración jurídica sino el de su promoción política (de nuevo, en el sentido más amplio posible de la palabra “política”). En consecuencia, y en tanto que ingredientes fundamentales de un compromiso ético que creemos universalmente exigible a todas las personas, los derechos humanos deben ser considerados por los propios científicos no sólo como un límite cuyo trabajo no debe nunca invadir (en el sentido en que es exigible al psicólogo, volviendo al ejemplo anterior, que no emplee los conocimientos y recursos que su disciplina le proporciona para colaborar en prácticas tales como la tortura o los llamados “lavados de cerebro”) sino también como un ideal de vida a promocionar y un objetivo que debiera ser antepuesto, tanto en la investigación como en el desarrollo tecnológico, a otros intereses menos urgentes o generales. Cuáles sean los caminos por los que el científico social pudiera llegar a ejercer ese compromiso es la última cuestión que abordaremos en estas reflexiones nuestras.

 

TERCERA Y ÚLTIMA PARTE: 

Algunas posibilidades para una ciencia social comprometida.

 

Introducción

La primera condición sin la cual resulta imposible que el científico llegara a asumir un compromiso moral que de rumbo a su actividad es su esperanza en que tal compromiso sea realmente posible de realizar. Una vez más, parafraseando a Savater, para que el científico sea moral es preciso que antes “tenga mucha moral”. Seguramente por eso dijo Ortega alguna vez que la “ilusión” es el fundamento mismo de la moral, de la ética. ¿Cómo podríamos comprometernos con el ideal de una ciencia más humanista si no albergáramos la ilusión esperanzada de un mundo más justo y feliz para todos los hombres? Sin embargo, fue también Ortega quien advirtió que la ilusión corre siempre el peligro de transformarse en alucinación cuando el hombre la emplea para suplantar la realidad. La propensión del hombre moderno al subjetivismo, esa perspectiva intelectual que ha concedido absoluta prioridad metafísica y epistemológica a lo subjetivo frente a lo objetivo, ha sido culpable de una ética que con frecuencia ha sustituido la ilusión realista por la alucinación, la creación casi extática de ideales morales y/o políticos de imposible realización (en buena parte, las éticas de máximos de las que ya hemos hablado) y de consecuencias generalmente nocivas, ya sea por efecto de su imposición dogmática, ya por la misma desilusión moral a que ha conducido el fracaso real de tales proyectos. Por eso, ninguna propuesta ética, ningún compromiso moral que no tenga en cuenta las posibilidades concretas de su realización resultará completa o adecuada[15]. La asunción de un compromiso debiera ir acompañada de la generación de proyectos morales concretos que, en el caso preciso del científico, tienen que plantearse contando con la realidad que constituye su propia disciplina, el repertorio de posibilidades de acción. 

 

El proyecto de una ingeniería social           

La disyuntiva es clara; o nos quedamos sin hacer nada y dejamos que nos devore un futuro nefasto, tal vez catastrófico, o nos servimos de nuestros conocimientos sobre la conducta humana para crear un ambiente social en el que podamos llevar una vida productiva  y creadora sin malbaratar las posibilidades que los que han de seguirnos puedan tener para hacer lo mismo que nosotros. Y para empezar, no estaría del todo mal partir de algo como Walden Dos

Burrhus Frederik Skinner

 

De la “moderna” confianza en las posibilidades de la ciencia y la técnica para dominar a la naturaleza, esperanza que tanto ha hecho por el desarrollo y la profesionalización de la ciencia, proviene también la fe de muchos científicos sociales en una ingeniería social o una tecnología de la conducta que pudiera solventar problemas como los conflictos raciales y de clase, el paro, la organización de actividad política o la anorexia y la depresión. Aparecen así los diversos “perfiles profesionales” y los cuerpos de expertos destinados a estudiar cada problema concreto así como los programas y las técnicas oportunas para su detección, prevención o intervención. Sería absurdo negar aquí el potencial valor emancipativo de esta forma de generación y aplicación del conocimiento social que, emulando el ejemplo de las ciencias naturales, sirve de justificación a la distinción general entre ciencia básica y aplicada y que ha producido por otro lado la fragmentación de todas las disciplinas científicas –naturales y sociales- en diversas especialidades.

Por supuesto, el proyecto de convertir a la ciencia social en una herramienta definitiva para “intervenir” los problemas sociales de modo parecido a como interviene el médico la enfermedad de sus pacientes ha contado con ilustres valedores entre los propios científicos sociales, deslumbrados muchos de ellos con el sueño de una sociedad tecnocrática, es decir, una sociedad regida por científicos, técnicos y expertos. Ese es el caso del autor de la cita con que iniciamos este epígrafe, el gran psicólogo norteamericano, Burrhus Frederik Skinner, quien en su libro Walden Dos trató de imaginar lo que sería el modelo de una comunidad ordenada según los principios de la Psicología conductista. Ciertamente tales deseos nos parecen exagerados e incluso tremendamente peligrosos pero, con todo y con ello, Skinner no hizo sino repetir el sueño que llevó a Thomas Hobbes a preconizar el diseño de una “física social” (la futura Ciencia Política) o que permitió a Saint-Simon o Comte sentar las bases para el proyecto de una nueva ciencia de la sociedad llamada Sociología. No obstante, esta concepción sobre el sentido práctico de las ciencias sociales entraña ciertos riesgos y limitaciones que necesitan ser tomados en cuenta, pues ya tenemos noticia de algunas de las tristes experiencias a las que nos han conducido en el pasado la misma confianza desmesurada en la bondad natural de las prácticas científicas de la que participaron y siguen participando hoy muchos de los partidarios de esta reducción de la ciencia social a tecnociencia. 

En el capítulo de los riesgos se encuentran dos primeros problemas al proyecto de una ingeniería social. De un lado, el problema de los intereses políticos y económicos que inspiran la aparición de cada uno de los roles de experto en los que se bifurca la ciencia profesional así como la realización de ciertas intervenciones y no otras o la evaluación de éstas en un sentido u otro. Resulta muy significativo que cuando Skinner intentó recrear en Walden Dos el supuesto de una comunidad regida por principios científicos manifestara abiertamente en la introducción a dicha novela su esperanza en un mundo en el que la misma ciencia sustituyera a la política, sin tomar en cuenta que la generación de los más avanzados conocimientos y tecnologías científicas exige el acceso a recursos de todo tipo: <<lo que se necesita no es un nuevo líder político ni un nuevo tiempo de gobierno sino un mayor conocimiento de la conducta humana y unas nuevas formas de aplicar ese conocimiento a la planificación de unas prácticas culturales>> (Skinner, 1987, p. 21). Sorprende que el propio Skinner no tomara muy en cuenta que el mismo proyecto tecnológico de ciencia social que él preconizaba, ciencia como tecnociencia, es aquel en el que más se profundiza la dependencia del científico respecto a los poderes establecidos y, por tanto, una mayor subordinación del trabajo de aquél a los objetivos que tales poderes persiguen. El científico deberá dar por supuesta, entonces, la legitimidad moral de esos objetivos y dejar a un lado sus propios criterios, obturando así la posibilidad de realizar sus propios compromisos morales, al menos, a ciertos niveles[16]. Por supuesto, ya sabemos que esta manera de entender el rol del científico-experto nos expone a consecuencias sociales y políticas no siempre positivas. Al anular sus propios criterios, su posible actitud crítica frente a las orientaciones del poder, el científico facilitará, en efecto, que éste incurra en equivocaciones a la hora de definir cuáles son los problemas y los retos que ha de afrontar la ciencia o cuáles las estrategias de solución más eficaces. A este riesgo hay que añadir una advertencia respecto a la natural propensión del poder, no tanto a equivocarse o a despreciar el criterio del científico, como a instrumentalizar la ciencia para perpetuarse a sí mismo o para sostener el orden social establecido en un mundo en el que, hasta donde nos alcanza el conocimiento, no se ha logrado aún ningún orden social (nacional o internacional) perfecto o totalmente justo[17].

            El segundo riesgo que encontramos al proyecto de una ingeniería social se deriva de la concepción del conocimiento o perspectiva epistemológica que le subyace. Según señala José Ramón Torregrosa (1996; ver también García, 1993; Mardones, 1994), este modelo tecnocrático sobre la aplicación del conocimiento científico a la resolución de problemas sociales y humanos puede y suele propiciar un tipo de relación experto-ciudadano moralmente muy discutible en el marco de una sociedad democrática. Como consecuencia más o menos previsible del recurso a modelos mecanicistas en el análisis y la explicación de la actividad humana, la intervención social suele centrarse en la manipulación de ciertas “leyes del comportamiento”, cosificando así al objeto de su intervención, negándole en definitiva su dimensión característica de auténtico “sujeto”. En la mayoría de los casos, los individuos que se convierten en “objetos” de una intervención (el término “objeto” es ya tremendamente ilustrativo) no encuentran oportunidad de hacer valer ante los expertos sus propias opiniones y deseos con relación al problema social del que ellos forman parte, lo cual abre la posibilidad de que la intervención tome carácter de explotación o dominación. Es aquí donde deberíamos  tomarnos más en serio las denuncias de Michel Foucault respecto a la posible función represiva que puedan ejercer los postulados científicos al servicio de los poderes instituidos.

Con su habitual agudeza, Foucault analizó con detalle en excelente servicio que la noción de “ley” ha prestado siempre al origen y el sostenimiento de diversas relaciones de poder. Quienes han ocupado la posición de ventaja en esas relaciones de poder han buscado siempre legitimar su posición apelando a alguna clase de leyes, de entre las cuáles han sido siempre las más eficaces aquellas que de algún modo se han vinculado a la noción de “verdad”. Tal vinculo fue inicialmente establecido mediante la postulación de leyes religiosas, leyes dictadas por Dios, aunque una vez “muerto Dios” (se entiende, muerto como fundamento de la sociedad civil), las dudas respecto a la posible arbitrariedad de las leyes civiles mismas disminuyo la propia eficacia de las leyes como herramienta del poder porque, después de todo, siempre podrían ser estas criticadas como leyes ilegítimas o injustas. La solución al problema vendría dada, sin embargo, una vez que se pudiera volver a dar un fundamento de verdad a las leyes que el poder siempre necesita para sostenerse como tal, oportunidad que sería brindada por la propia ciencia cuyas leyes no se promulgan ni nacen de la mera voluntad humana, sino que, al igual que las leyes religiosas, se revelan o, más bien, se descubren. En este sentido, las ciencias orientadas a descubrir las causas que “en verdad” determinan las relaciones humanas, las ciencias sociales (deterministas), podrían volver a fundamentar el poder, volviéndose imprescindibles para su consolidación[18]. Qué duda cabe de que la relación ciudadano-experto constituye una relación de poder, es decir, una relación no igualitaria, en la que es el experto el que cuenta con más posibilidades de control sobre el ciudadano en la medida en que tiene a las “leyes” científicas  de su parte y puede apelar a ellas como el sacerdote remite sus prédicas a las leyes de Dios.

Pese a todo, aún creemos que los riesgos que acabamos de plantear pueden ser evitados, siempre que el científicos social subordine los intereses económicos o políticos desde los que se promueven sus intervenciones a los intereses humanos de quienes serán objeto de aquéllas y siempre que se esfuerce por establecer un diálogo con sus “clientes” que atienda a las consideraciones y deseos de éstos y los tenga en cuenta a la hora de desarrollar la intervención misma. Las críticas de Foucault a los posibles usos perversos o ilegítimos de los postulados científicos nos avisan respecto a un peligro que es connatural a la propia ciencia, el peligro de tomar como verdaderos ciertos postulados falsos y nos hace sospechar respecto al carácter realmente científico de muchas afirmaciones que se presentan como tales con el propósito de otorgar legitimidad a alguna intervención social o política. No obstante, el que esos peligros existan no demuestra la falsedad de la leyes y los principios científicos, cuyo valor para transformar la realidad ha sido puesta de manifiesto a lo largo de todo este siglo, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales. En relación a esto, además, hay que admitir que el ideal de una relación completamente horizontal entre el experto o  el científico y la persona o comunidad que son objeto/sujeto de una intervención resulta extraordinariamente difícil de lograr en muchos casos. Lógicamente, el desconocimiento de aquél respecto a los aspectos científicos y técnicos de la intervención de la que es receptor le sitúa en un plano inferior a la hora de discutir con el experto sobre las implicaciones de la misma. De hecho, vivimos en una época en la que todos nos hemos acostumbrado a acudir a los expertos y a confiar en su buen criterio para solucionar una gran variedad de problemas de todo tipo, desde la reparación de un electrodoméstico hasta nuestra fobia a los aviones, y no hay razón para interpretar esa relación como alienante o inmoral.

En último término, hablar del proyecto de una ingeniería social y emitir un juicio moral general respecto a ese proyecto resulta imposible. La bondad de una intervención social tendrá que juzgarse según cada caso particular, atendiendo a los intereses a los que pretende satisfacer dicha intervención y a sus consecuencias previsibles y evaluando la adecuación de todo ello a los compromisos morales del propio científico-experto. Planteando ese compromiso sobre la base de la ética de mínimos antes esbozada, los científicos contamos además con el referente previamente establecido desde hace algunos años en el ámbito de la práctica médica donde la omnipresencia de los dilemas morales ha dado lugar a la Bioética o la ética médica y ha generado diversos propuesta metodológicas para tomar decisiones técnicas moralmente legítimas. Concretamente,  y de manera consensuada por los diversos expertos en la materia, la Bioética se ha dotado de tres principios éticos que deberían guiar tanto la investigación como las acciones médicas pero que de igual manera se pueden aplicar a la investigación y a la intervención social (Gracia, 1989). Esos tres principios son los siguientes:

·        Principio de beneficencia, el cual prohibe causar daños a las personas y obliga a proporcionarles los medios o cuidados oportunos y disponibles para recuperar su salud o garantizar unos niveles suficientes de bienestar físico, psicológico y social.

·        Principio de autonomía, que obliga a tomar en cuenta los deseos libremente expresados de las personas sobre las que pretende se intervenir y de proteger sus intereses en caso de que dichas personas no se encuentren en condiciones de expresar su voluntad o no dispongan de la capacidad intelectual o los conocimientos necesarios para decidir por sí mismos.

·        Principio de justicia, que exige tomar en seria consideración el problema de la distribución de los recursos económicos y humanos que la sociedad pone a disposición del experto para mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos o solucionar los conflictos y las tensiones sociales existentes. Este último principio afecta entre otras a las decisiones acerca de cuáles sean los problemas sociales cuya solución técnica resulte prioritaria[19]

Finalmente, antes hemos hablado no sólo de los riesgos que comprende el enfoque intervencionista sino también de ciertas limitaciones que son inherentes al mismo y que convendría no ignorar. Tal vez la más evidente de ellas es la que se deriva de la ya comentada perspectiva determinista que aún predomina en el lenguaje de las ciencias sociales por influencia del enfoque científico natural y de la importación de sus modelos de explicación reduccionista y mecanicista. Como ya se ha dicho, esos modelos cosifican los fenómenos sociales y humanos, despojándolos de buena parte de su realidad. El caso es analizar al hombre como cosa entre otras cosas -cosificarlo, pues-, como vio con clarividencia Lange a finales del siglo pasado. Releyendo a Kant, Lange recordaba al pujante materialismo del fin de siglo que la concepción de lo humano como cosa, como objeto de legalidades es, según  el propio Kant, una opción evidentemente útil para el científico pero no única para el hombre, que siempre cuenta con la posibilidad alternativa de contemplar al hombre en el ejercicio de su espontaneidad y su libertad (ver sobre esto Safranski, 1997). En todo caso, hoy resulta evidente que la explicación científica de los fenómenos humanos por causas puede y debe complementarse con la explicación por fines y motivos (Habermas, 1977; Secord, 1989; Paéz y otros, 1992; Mardones, 1994). Además, este carácter parcialmente indeterminado y autónomo de las acciones humanas nos lleva a aceptar la idea de que puedan darse casos en los que ninguna condición dada sea suficiente como para producir la conducta (individual o colectiva) deseada, lo cual plantea evidentes límites a la capacidad de predicción e intervención de las ciencias sociales (ver Ibáñez, 1990). Acaso es por eso que no hemos conocido aún ningún Walden Dos.

 

La dimensión productiva del conocimiento psicosocial. 

            Las dificultades que la propia naturaleza reflexiva e intencional de la acción humana plantea al proyecto de una ingeniería social no deben interpretarse en sentido exclusivamente negativo. De hecho, como ya dijo Alvin Gouldner (1972), las ciencias sociales puede y deben ayudar a las personas a transformar aquellas fuerzas inicialmente misteriosas que condicionan su propio comportamiento y sus vidas en mecanismos y leyes comprensibles y humanamente controlables, transfiriéndoles así  a ellas mismas la responsabilidad de conquistar nuevas cotas de libertad. Estos propósitos cobran aún mayor relevancia en el contexto de nuestro tiempo y de las sociedades postindustriales, democráticas y desarrolladas, en la medida en que, como ya planteaba Robert Lane (1966), son también “sociedades de conocimiento”. El atributo más característico de estas sociedades que Lane preveía en los años sesenta sería el elevado nivel de racionalidad de sus miembros, nunca antes conocido y constatado a través de tres hechos difíciles de rebatir:

a)      Que hoy los individuos indagan más que antes respecto a cuáles sean y hayan de ser sus creencias acerca de la naturaleza, la sociedad en la que viven y la propia condición humana.

b)      Que, como consecuencia de la elevación en los niveles educativos, esos mismos individuos tienden a guiarse con mayor frecuencia por reglas científicas de evidencia e inferencia.

c)      Que se va generalizando cada vez más la atención y el recurso a los conocimientos y las explicaciones de origen científico para ilustrar, modificar y realizar los propios valores y objetivos personales.

A partir de esas y otras características que identifican hoy a nuestras sociedades no resulta arriesgado afirmar la posibilidad de que el científico social pueda ejercer como auténtico agente social (sin necesidad de la mediación de una intervención o aplicación técnica) mediante la mera divulgación del conocimiento. Pero esta idea tampoco es nueva en la historia de la ciencia social. Como ya nos explicó Adorno en su Dialéctica negativa (1975), por poner un ejemplo, el interés fundamental que movió a Karl Marx a estudiar las leyes que regulaban el sistema de producción de las sociedades capitalistas de su época fue su intención de revocarlas, en la medida en que, como tales “leyes sociales” (y no “naturales”), sólo tendrían realidad en la medida en que actuaran sobre una sociedad inconsciente con respecto a esas mismas leyes. En sentido semejante nos han hablando después Michel Foucault (1972) del “carácter productivo de las ciencias sociales” o Anthony Giddens (1994) de la “naturaleza circular” del conocimiento social para advertir sobre una peculiaridad suya que aún no ha sido tomada muy en serio por los propios profesionales de la ciencia social: su tendencia a “producir” por sí mismos verdaderas alteraciones en los procesos que dichos conocimientos describen en tanto en cuanto estos sean suficientemente divulgados y asumidos por la sociedad.

            En definitiva, en tanto en cuanto reconozcamos la naturaleza causal de la conciencia humana, es decir, la capacidad del sujeto para actuar en una situación dada en función de su propia definición de la situación, podremos otorgar un último sentido emancipativo a la divulgación de los conocimientos producidos por su disciplina. Por otra parte, este supuesto de la reflexividad que, con Lamo de Espinosa (1990), consideramos imprescindible para todas las ciencias sociales no tiene porque sostenerse en términos absolutos. Bastaría con reconocer el valor causal de la conciencia humana y la posibilidad de alterar en algún grado el efecto de una situación dada mediante su redefinición a partir del conocimiento social. Y ciertamente algunos psicólogos y sociólogos han demostrado la realidad de este tipo de efectos, por ejemplo, en el caso de las llamadas “profecías autocumplidas” de Robert K. Merton (ver Lamo de Espinosa, 1990).

Hace ya algún tiempo el sociólogo John Seley (1963) enunciaba tres teoremas sobre la naturaleza reflexiva del conocimiento social que tal vez convenga recordar aquí:

a)      Teorema de la ciencia social como acción social. Todo lo que el científico social hace implica una cierta intervención en el mundo social que describe a través de esas acciones.

b)      Teorema de la interminabilidad. La descripción de una realidad en la que todo lo que se dice de ella pasa a formar parte de ella resulta interminable.

c)      Teorema de la libertad. Consecuentemente, el científico social no puede considerar la conducta humana como algo absolutamente determinado, en tanto que el conocimiento de las regularidades nomotéticas puede llegar a anular las mismas. 

Hay argumentos más que suficientes para apoyar una versión débil que justifique también el hecho de que estemos dedicando tanto espacio a este problema. Argumentos como el de que la noción de inteligencia que los seres humanos poseamos determinará el modo en que desarrollemos esos comportamientos que podemos definir como más o menos inteligentes (Marina, 1993) o como el de que el concepto que uno tiene de su propia identidad pasa a determinar y formar parte de su identidad “real” (Taylor, 1989), tal y como ponen de manifiesto las terapias cognitivas que hoy realizan los psicólogos clínicos. Lo que la afirmación foucaultiana del “carácter productivo” de las ciencias sociales nos permite vislumbrar son las posibles relaciones que el conocimiento creado por esas disciplinas puede entablar con la realidad que ellas estudian, como conocimiento y no tanto como aplicaciones de un conocimiento al diseño de acciones y productos concretos (tecnología).  

Pese a todo, algunas de las anteriores afirmaciones respecto a los efectos que puedan ser ocasionados por la divulgación del conocimiento científico social deberían acogerse con mucha prudencia. Este es el caso del tercer teorema postulado por Seley, “teorema de la libertad” y que guarda una relación estrecha con la polémica definición de Kenneth Gergen de la “Psicología social como historia” (Gergen, 1973). La tesis sostenida por este autor desde hace varias décadas es la de que en la medida en que el conocimiento que el psicólogo social produce llega a ser asimilado por la sociedad se estarán introduciendo modificaciones sobre la realidad que el psicólogo social estudia, lo cual dejará obsoleto el conocimiento obtenido. De esta forma, afirma Gergen, podría decirse que la Psicología social, es decir, sus contenidos, se convierten en pura y simple historia (historia de la Psicología y de los fenómenos sociales que aquella disciplina estudio)[20]. Afirmar en términos genéricos el carácter histórico del conocimiento científico social, otorgándole así una validez explicativa inevitablemente caduca, resulta muy arriesgado porque dicha afirmación conlleva alguna simplificación muy discutible como la de atribuir una naturaleza puramente cultural o convencional a cualquier fenómeno social o psicológico o la de exagerar el poder de la acción humana consciente (poder que nuestros propios estudios han puesto en entredicho).

Y, sin embargo, El conocimiento psicosocial, como dispositivo que proporciona –y promociona- “modelos de” la realidad al ser humano constituye una fuente mucho más amplia de posibilidades para el psicólogo social comprometido –desde nuestra propia idea del compromiso- que su capacidad de suministrar recetas y de justificar intervenciones (sin que vayamos nosotros aquí a negar estas otras utilidades). Como afirma Peter Berger: 

La realidad psicológica produce el modelo psicológico puesto que el segundo es una descripción empírica del primero. Pero la realidad psicológica, a su vez, es producida por el modelo psicológico, puesto que el último no sólo describe sino que define la primera, en el sentido creador de W.I. Thomas de que la situación definida como real por la sociedad será real en sus consecuencias (Berger, 1956, p. 34). 

 De lo que tratamos, por tanto, es de los efectos reales y potencialmente emancipativos que pueda acarrear la transformación de la Psicología social científica en “psicología social popular”, es decir, en principios explicativos del comportamiento asumidos por el sentido común o por grandes porciones de la población (la población más o menos culta de una sociedad determinada). Vamos a comentar brevemente ahora algunos de los diferentes aspectos implicados en este asunto desde tres puntos de vista muy diferentes y habitualmente contrapuestos entre sí sobre la valoración epistemológica del conocimiento social y psicológico que, a nuestro juicio, siguen siendo todos valiosos: el punto de vista realista, el punto de vista historicista y el punto de vista pragmatista.

 

El punto de vista realista: la voluntad de verdad de una psicología social emancipadora           

Resultaría absurdo a estas alturas plantear ninguna forma de un realismo ingenuo. Se trata únicamente de preservar un cierto realismo ontológico con relación a los fenómenos que la Psicología social intenta comprender. Como ya afirmaba Zubiri (1981/1984a) la voluntad de verdad del científico es la raíz de la propia ciencia en tanto que esfuerzo de apropiación de las posibilidades que lo real nos ofrece; todo lo demás, dice Zubiri, acaba siendo sofística. Es la propia realidad con su carácter enigmático la que nos “lanza” a buscar el fundamento radical de cada cosa y, como científicos, a “idear esbozos” que necesitamos contrastar con ella misma. El científico se convierte en tal sentido en “voz de la realidad” (Zubiri, 1984b, p. 104).

            Y como el origen de todo conocimiento –distíngase de los “intereses” que lo guían, de los que hablaremos enseguida- está en la necesidad del ser humano, de uno o de muchos, de orientarse en la realidad, la voluntad de verdad del psicólogo social y las consecuencias de ésta tienen un potencial valor emancipatorio para la humanidad en tanto en cuanto pongan a nuestra disposición un “modelo (o modelos) de” la manera en la que nuestros pensamientos, sentimientos y acciones responden a ciertas regularidades (hipotéticas). En este sentido, nos oponemos a ciertas opiniones que pretenden que toda postulación de determinismos (leyes o causas ajenas al control del sujeto) sobre lo humano deba ser tachada de “antihumanista”, como afirma el propio Savater (1990) con quien hemos reconocido antes enormes “afinidades morales”.

            Como ya hemos denunciado anteriormente, los excesos de la visión determinista en las ciencias sociales, no tenemos reparo tampoco en recordar la necesidad de afirmar la libertad humana rebajando al mismo tiempo el alcance de esa noción. Podríamos interpretar incluso la propia historia de las ciencias sociales como un esfuerzo continuado del hombre occidental por ir alcanzando libertades mayores sobre los diversos determinantes de los procesos sociales y humanos, en el mismo sentido en el que las ciencias naturales nos han permitido aprovechar en nuestro beneficio nuestra condición de seres físicos y biológicos, sin anularla, y en el que hemos sido capaces de superar la tozuda ley de la gravedad y cruzar los océanos volando por encima de las nubes[21]. Aunque el psicólogo social siempre acabará encontrándose, a poco que piense a fondo sobre su objeto de estudio, con el dilema de dilucidar si las regularidades que encuentra en la acción humana son más parecidas a las leyes de la gravedad, es decir, inmodificables, o a las leyes del Derecho, esto es, de origen en convenciones humanas, y aunque deba aceptar los límites que la capacidad del mismo ser humano para autodeterminar su comportamiento plantea a todas esas regularidades, su actividad no tendría objeto si negara –absurdamente- la existencia de regularidad alguna.

            Abundando un poco más en el último problema, el del origen y la naturaleza de las regularidades comportamentales que la Psicología social intenta desvelar, se nos plantean dos maneras diversas de realizar ese propósito emancipativo. A partir de los propios contenidos que hasta la fecha ha aportado esta disciplina se pueden extraer dos conclusiones que ningún psicólogo social, por muy diferente que sea su opción teórica y metateórica, creemos que pueda negar:

a)      Que existen situaciones física y socialmente estructuradas cuyos efectos sobre el comportamiento no pueden ser desligados de cualquier deliberación acerca de las responsabilidades individuales de las personas en dichas situaciones (ver Ross y Nisbett, 1992; Fernández Dols, 1990). Contextos como los que plantearon artificialmente los experimentos de Asch, Sherif, Lewin, Milgram o Zimbardo o como los que actúan como escenario real de diversos comportamientos socialmente problemáticos (hospitales mentales, barrios marginales, instituciones militares y organizacionales, escenarios de un conflicto bélico o de muy diversos fenómenos de masas, sectas, situaciones de carencia de recursos básicos, etc.). En la medida en que el psicólogo social disponga de un conocimiento aproximado de los determinantes del comportamiento humano -en ciertas situaciones hipotéticas y reales- podrá ayudar a re-atribuir responsabilidades respecto a ciertos comportamientos problemáticos y, lo que es igual de importante, denunciar las peligrosas fuerzas que operan en tales situaciones sobre la conducta humana, con el fin de prevenirlas o atajarlas. Tal vez no haya otra manera de “liberarnos” de esas situaciones que la de no volver a repetirlas, como parece conveniente evitar que se vuelvan a dar cierta clase de situaciones como la que caracterizó a la de la propagación del nazismo en la Alemania de entre.

b)      Que muchas, si no la práctica totalidad de nuestras acciones están “socio-culturalmente mediadas”, como tan bien explicó Vygotski y que, por lo tanto, son consecuencia de un conjunto de interacciones y convenciones sociales cuya vigencia resulta necesario explicar por su valor para satisfacer alguna necesidad bio-cultural –sin sojuzgar la calidad moral de esa “necesidad”. En la medida en que esto sea así, los fenómenos psicosociales que determinan o condicionan el comportamiento humano (tales como los que identifican a la dinámica y los rasgos estructurales de un grupo o a la formación y el sostenimiento de distintas formas de emoción, creencias, valores, actitudes, prejuicios, estereotipos o representaciones sociales, o atribuciones, motivos, procesos de influencia, conductas altruistas y agresivas, fenómenos de masas, relaciones intergrupales, etc.) tienen su origen en construcciones sociales, es decir, en acciones apoyadas sobre la naturaleza parcialmente simbólica del ser humano y de todo fenómeno de origen social. En tal sentido, la Psicología social puede ofrecer pistas que permitan reinterpretar buena parte de esas regularidades de nuestras acciones que ella misma describe como pautas socio-culturalmente alterables. De donde resultaría que la dimensión simbólica y significativa de la acción humana vendría a constituir un lugar privilegiado para la intervención (reconceptualización) sobre las mismas regularidades que la Psicología social ha detectado en la realidad social que estudia (en el sentido del párrafo anterior). Al mismo tiempo, la reconceptualización de todas o algunas de esas determinaciones sobre nuestro comportamiento en términos de convenciones socio-culturalmente dadas permite reforzar la imagen del ser humano como sujeto creativo y constructor de sí mismo, esto es, capaz de autodeterminar grandes porciones de su comportamiento.

 

El punto de vista historicista           

Con esta expresión nos referimos a la necesidad de atender a la propia naturaleza histórica del conocimiento psicosocial sobre la que ya hemos hecho algún comentario en el apartado anterior y sobre la que hablamos también al tratar el asunto de las relaciones entre ciencia y valores al principio de este capítulo. Sin embargo, el conocimiento psicosocial no es histórico únicamente en cuanto que incorpora desde su génesis un conjunto de intereses o valores y supuestos intelectuales en la percepción del objeto que describe, sino también en el grado en que ese objeto descrito tiene una naturaleza histórica, forma parte de la historia.

Como también sabemos, una de las críticas más perseverantes que Martín-Baró dirige a su propia disciplina es precisamente la de su falta de sentido histórico. En la introducción a Acción e ideología se advierte al lector sobre esa falta: cuando la persona que vive en una realidad como la de El Salvador, tan diferente de aquella en la que la mayoría del conocimiento psicosocial ha sido producido, se acerca a un texto de psicología social siente que los aspectos más determinantes de su existencia y del mundo en que vive han sido completamente ignorados.

            Los condicionantes históricos de la acción humana constituyen ante todo, para Martín-Baró, límites sobre el alcance de los conocimientos producidos desde una perspectiva intelectual y desde unos intereses científicos, sociales o políticos concretos. Esto ha de tenerse presente, según él, tanto en la divulgación del conocimiento producido por otros autores como en la aquel otro que nosotros mismos podamos llegar a producir.

            Parece claro, por tanto, que una interpretación historicista de teorías y modelos ajenos exige la recuperación de las claves históricas que hicieron posible su formulación, es decir, (1) sus supuestos de partida, (2) los intereses que los hicieron posibles y, sobre todo, (3) las características de la realidad social concreta que esos conocimientos intentan explicar.

            Por otro lado, el compromiso del psicólogo social, que lo coloca ya en una determinada “historia” humana y que como actitud fundamentalmente solidaria le lleva a atender a problemas sociales igualmente concretos, exige una divulgación honesta de los conocimientos gestados desde esa misma actitud que haga explícitos los valores y supuestos metateóricos de los que parte. De acuerdo con Ignacio Martín-Baró: 

El compromiso crítico supone, ante todo, la aceptación de que las ciencias sociales no son asépticas, sino que involucran opciones de valor que no simplemente entran en el momento de aplicar nuestro conocimiento con una u otra finalidad, sino que configuran intrínsecamente el mismo saber(...)

Por ello, la objetividad del científico no estriba en buscar una asepsia absoluta (“la torre de marfil”), una imparcialidad total siempre ilusoria; la objetividad científica radica más bien en conocer los propios condicionamientos y en tomar partido por aquellos valores en los que se cree, sabiendo que se trata de una opción parcial y limitada (...)

Yo creo que el compromiso del científico social en Centroamérica hoy tiene que ser con las aspiraciones y luchas de las mayorías populares (...) Pero creo que el compromiso debe ser crítico. No hay que ser ingenuo frente a las limitaciones históricas que adquieren todos aquellos grupos y partidos que luchan por un pueblo y pretenden representar sus intereses. Sería un error de puritanismo académico el no vincular el compromiso a ninguna instancia histórica concreta debido a que toda instancia es quizás parcial e imperfecta; pero sería un error no menos grave el someterse en forma incondicionada a las exigencias de la disciplina partidista. Yo creo que el mejor aporte que puede hacer el científico social le exige una postura crítica, comprometida sí, pero sin perder la capacidad de criticar (Dobles, 1987, entrevista a I. Martín-Baró, p. 76).

 

El punto de vista pragmatista           

El valor que una teoría sobre la acción humana guarde para una Psicología social comprometida ha de tener que ver no sólo con su valor de verdad y con los intereses de los que parte sino también con el modo de percibir la realidad que esa teoría o modelo haga posible y, como dicen los construccionistas, con las “pautas de relación” (humana) que ella misma fomente. Como afirma Kenneth Gergen (1996), un lenguaje científico puede convertirse, a través de su divulgación social, de su incorporación al sentido común, en un “dispositivo pragmático” que vendrá a favorecer cierta concepción de la naturaleza humana y ciertos modos de relación. De hecho, la perspectiva construccionista que él mismo apoya se declara indiferente ante los otros dos aspectos del conocimiento psicosocial que hemos venido analizando –la verdad y los motivos que lo promueven.

            Lo que el psicólogo social que se compromete con un proyecto de sujeto y de sociedad concretos debe preguntarse desde este punto de vista que llamo “pragmatista” es: ¿cuáles son las ventajas que una u otra teoría aportan como formas de constituir el mundo, de interpretar la realidad? O, dicho de otro modo, ¿qué efectos sociales puede tener la adopción de la visión del hombre y la sociedad que una teoría (psicosocial) comporta?

            Si fuéramos construccionistas, la opción del psicólogo social comprometido por una u otra teoría sería fácil de tomar: aquella teoría que incorporase una noción de sujeto y de sociedad que se correspondiera con la que formula su mismo proyecto de sujeto y de sociedad sería la única adecuada. Pero el problema es que las posiciones construccionistas, sin más matices, propenden a la “imprudencia” en cuanto que exaltan la capacidad humana para alterar la realidad a partir de las propias “construcciones sociales” y tienden a ignorar la capacidad de la realidad para alterar o echar por tierra nuestras construcciones sociales más ingenuas.

            Hablamos de “imprudencia” por contraposición a la virtud moral clásica de la prudencia que podemos definir como “el sentido de la realidad” (Aranguren, 1958/1994). Desde ese punto de vista construccionista, Gergen (1989) afirma lo innecesario de someter a refutación empírica las teorías dado que la mera divulgación de una innovación teórica y su penetración en la cultura puede tener efectos directos sobre las prácticas sociales. Pero esta estrategia vendría a eliminar el principal criterio que permite distinguir al conocimiento científico de otras formas de conocimiento.

Cabe señalar también el peligro real de que este punto de vista pudiera contribuir a una irresponsable proliferación de teorías sobre lo humano que, con el pretexto de fomentar nuevas relaciones sociales (moralmente deseables) introdujeran de paso en la psicología popular concepciones absurdas, sin ninguna base real -y mucha base ideal- del ser humano. Del mismo modo que el físico no debería permitirse el lujo de divulgar una teoría que concibiese al hombre como un animal ajeno a las presiones de la gravedad para evitar estúpidos accidentes, el psicólogo social no debería, por ejemplo, negar los “efectos halo” o los sesgos de atribución simplemente porque rebajan nuestra idea del hombre como ser racional.

Desde luego, la crítica de Gergen y sus seguidores a la contrastación empírica se refiere únicamente al esquema clásico de investigación positivista y es mucho más fina en sus observaciones que todo esto, pero afirmaciones como las de que el futuro “investigador posmoderno” no debe estar sujeto a ninguna clase de observación y de que sus únicos límites para la innovación teórica están fijados por las convenciones del lenguaje (Gergen, 1989, p. 170) pueden convertir al psicólogo social en un émulo de Li Po, aquel poeta chino que murió ahogado tras una borrachera por querer abrazar el reflejo de la luna sobre el río. También podemos emborracharnos de teoría, como de sueños inalcanzables, pero recordémoslo una vez más: la realidad, también la del hombre, es ineludible, resistente y asombrosa, aunque sean ciertamente nuestras construcciones y perspectivas (también parte de esa realidad) las mejores herramientas de que disponemos para intervenir sobre la realidad, haciéndola inteligible.

Si hemos hecho tanto hincapié en la mediación socio-cultural del comportamiento humano –asunto del que nos vamos a ocupar inmediatamente después de este epígrafe- y hemos defendido además una versión débil del “efecto ilustración” del propio Gergen, no vamos a negar ahora la importancia del valor pragmático de las teorías científicas. Cada vez que el psicólogo social advierta en una teoría psicosocial el peligro de que ella misma oculte alguna porción irrenunciable de su propia idea sobre el funcionamiento humano y de que esa ocultación pueda influir negativamente sobre la psicología popular (como cuando criticamos a la visión conductista que la Psicología ha dado de la acción humana) estará en la obligación de señalar públicamente las limitaciones de la teoría misma, a fin de evitar una posible perversión en las relaciones humanas que la absolutización de esa teoría podría generar. En realidad, lo ideal sería que fueran aquellos que defienden y sostienen la teoría en cuestión los que señalaran esas limitaciones, pero seguramente esto es sólo un ideal...

Por consiguiente, una adecuada consideración de esa dimensión pragmática de las teorías científicas exige del psicólogo social que a la hora de decidir divulgar una teoría intente anticipar las ventajas y limitaciones que presenta, como conocimiento destinado a orientar relaciones humanas. Pero, por otro lado, las teorías deben mantener su carácter de “esbozos” (Zubiri) sobre la realidad, lo cual exige, antes que nada, un mínimo isomorfismo con ella. Desde luego podríamos construir las teorías que, a nuestro juicio, fomentaran el tipo de relaciones sociales que más nos interesasen y adornar luego esas teorías con ayuda de una auténtica “retórica de la verdad científica”. Nada habría que objetar en ello, si pensáramos, claro está, que la ciencia es sólo cuestión de retórica. Desde luego, no es esa nuestra opinión, ni lo fue tampoco la de Ignacio Martín-Baró, a pesar de su actitud crítica sobre el valor epistemológico del conocimiento psicosocial. El valor pragmático de una teoría debe ser tenido en cuenta, pero no puede constituir un criterio que permita decidir al psicólogo social sobre el sostenimiento o la refutación de teoría alguna. De otra manera, se estaría traicionando la voluntad de verdad que mueve al científico a investigar y que sigue dando sentido a la ciencia como forma de conocimiento.

Hasta la fecha, el hombre de la calle ha dado sentido a la actividad del científico por cuanto ésta podría ayudarle a comprender la realidad y, gracias a ello, a operar sobre ella en alguna medida. En este sentido, la caracterización weberiana de la ciencia como razón instrumental, que hemos criticado desde otro punto de vista, sí nos parece acertada porque resalta el valor de sus productos para mediar, con cierta fiabilidad, nuestras transacciones con el mundo. Desde luego, esto plantea el problema, del que ya nos hemos ocupado antes, de tener que subordinar la ciencia a un proyecto moral. Pero cuando se pretende negar el valor de una teoría psicosocial, no por su insuficiencia para reflejar aquella porción de la realidad que la ocupa, sino por su incongruencia con el proyecto moral por el que el psicólogo social opta, se está entrando a confundir el plano ontológico con el plano moral.

Podemos ilustrar esta problemática si recuperamos una polémica a la que ya nos hemos referido anteriormente: la aparente dicotomía entre determinismo y autonomía en las explicaciones psicosociales del comportamiento humano. Desde luego, resulta perfectamente legítimo, y así lo hemos defendido nosotros aquí, que, por ejemplo, nuestra disciplina preste un poco más de atención a aquellos fenómenos psicosociales en los que la acción humana manifieste un mayor grado de autonomía, tal y como muchos autores llevan tiempo reclamando –Martín-Baró entre ellos-, de manera que se compense esa imagen de autómata biológico o social que la Psicología en general viene exportando al sentido común. Pero esa postura llevada al extremo de la satanización de cualquier otro enfoque de lo psicosocial oculta, bajo su aparente compromiso moral con un sujeto y una sociedad más libres, todo un conjunto de problemas sociales y de relaciones moralmente cuestionables que se dan en la realidad social. Los psicólogos sociales, mejor que otros científicos sociales, no podemos dejar de reconocer lo ilusorio que resultaría fomentar en nuestras sociedades una imagen de la acción humana completamente libre de determinaciones de ningún tipo. Tan perjudicial resultaría volcar sobre la psicología popular tanto una como otra versión extrema de ese continuo explicativo (determinismo-autonomía). El problema implicado en ambos puntos de vista sobre lo humano, en cuanto a sus posibles efectos sobre la realidad social, afectaría de un modo u otro, siempre grave, a la distribución de responsabilidades que da sentido a una vida democrática.

Por ejemplo, la negación de fenómenos psicosociales como los lavados de cerebro que realizan sobre sus miembros diversas sectas y grupos terroristas y los procesos de sumisión, obediencia a la autoridad y categorización social que permiten la aparición de tales fenómenos, eliminaría el concepto de la responsabilidad intelectual de ciertos actos delictivos. Y, sin embargo, la opuesta afirmación tajante y excluyente de responsabilidades sociales –aun siendo éstas necesariamente relevantes y culposas- sobre otras individuales, que facilitaría decisiones tales como la de la exculpación de un asesino por una alusión a motivaciones políticas, podría crear una sociedad en la que cualquier individuo se sintiera impune ante la comisión de un acto moralmente reprobable[22].

El psicólogo social debe saber moverse entre ambos extremos de una realidad que siempre resulta compleja y que nunca es objetivable desde una sola teoría o punto de vista. La noción de agencialidad de la conducta humana, así como el conjunto de procesos psicosociales y de factores situacionales que plantean límites a la autonomía individual remiten a perspectivas de estudio que parten de supuestos diferentes sobre la acción pero que tienen pleno sentido en la realización de una psicología social comprometida porque pueden ofrecer respuestas a nuestros esfuerzos por contribuir a una vida digna, cuya consecución requiere la apelación a responsabilidades colectivas, y a una vida libre, que afirme también un conjunto de derechos, deberes y responsabilidades individuales.

De nuevo, el de Martín-Baró resulta ser un buen ejemplo de un punto de vista semejante al nuestro. En La violencia en Centroamérica: una visión psicosocial (1988?), Martín-Baró criticó duramente las leyes de punto final proclamadas en Argentina y Uruguay para eximir a los militares de esos países de sus delitos durante las dictaduras que ellos mismos apoyaron; y protestó también, como sabemos, contra aquellas “razones de Estado” que durante los años ochenta sirvieron para justificar numerosos actos violentos en toda Centroamérica. Martín-Baró afirmaba entonces la necesidad de salvaguardar las responsabilidades individuales en semejantes actos al tiempo que se buscase una definición de las responsabilidades colectivas tan amplia como la propia realidad histórica lo exigiera. En su opinión, los hallazgos que la psicología social había realizado sobre el efecto de la institucionalización de la violencia en contextos de simulación experimental, así como la propia historia de los conflictos bélicos de nuestro siglo planteaban al psicólogo social la exigencia de contribuir a la tarea de devolver a cada posible acto violento que se realizase en una sociedad justa su sentido y su responsabilidad, ya fuese, (a) favoreciendo una toma de conciencia sobre las responsabilidades colectivas, (b) analizando la estructura de ese tipo de conductas, (c) señalando cuáles serían las condiciones psicológicas óptimas para posibilitar la vivencia de responsabilidad de los propios actos de cada individuo y/o (d) orientando y asesorando acerca de adónde debieran dirigirse las sanciones sociales y cómo pudieran llevarse a cabo intervenciones educativas y correctivas al respecto. 

Cuando el psicólogo social comprometido exporte sus teorías al ámbito de la psicología popular, sabiendo que aquéllas pueden estar haciendo un énfasis muy superior sobre una u otra de esas alternativas extremas de interpretación del comportamiento humano, tendrá la obligación, según todo lo dicho, de señalar las limitaciones de su punto de vista, teniendo en cuenta que el carácter productivo del conocimiento psicosocial podría acabar asimilando la realidad a la teoría que intentaba explicarla, puesto que los individuos podrían organizar sus pautas dejándose guiar exclusivamente por el modelo de sujeto que la teoría transporta e ignorando aquellas otras dimensiones de la realidad del sujeto que el modelo no explica.

Este es el sentido que debería tener, a nuestro juicio, la adopción de un punto de vista pragmático con respecto a una teoría dada: atender a las limitaciones que esa teoría conlleva, tanto como a sus mejores virtudes, en lo que concierne a su valor para una psicología popular. Consecuentemente, esas limitaciones pueden servir para estimular la formulación y contrastación de nuevas teorías que exploren las faltas de las teorías ya disponibles.

Todo eso explica que hayamos reconocido como especialmente coherentes con nuestro propio proyecto moral una afinidad intelectual por todas aquellas teorías que, complementándose entre sí e inyectadas en nuestra cultura, puedan servir de guía en los tres ámbitos en los que la atribución de responsabilidades individuales y colectivas suponga un problema inaplazable: la moral, el derecho y la política[23]. El psicólogo social debe tomar una postura ecuánime a la hora de realizar una labor divulgativa que, como sí acierta a señalar el construccionismo, le convierte, acaso sin quererlo, en un agente de cambio social, al modificar las nociones de sentido común con las que los individuos guían y planifican sus interacciones sociales y atribuyen responsabilidades en relación con estas. Si el psicólogo social consigue aumentar de ese modo el conocimiento del ciudadano sobre las posibilidades y resistencias que caracterizan a las interacciones humanas, puede contribuir a aumentar también su autonomía y su capacidad de dirigir tales interacciones de manera más satisfactoria. 

Por último, el hecho de que diferentes supuestos de partida sobre nuestro objeto de estudio permitan alumbrar distintas facetas de lo humano no debe sustraernos de buscar su referencia a la realidad, puesto que ese es el motivo que nos lleva a investigar. Aunque para el físico la partícula se manifieste unas veces como onda y otras como corpúsculo jamás se atrevería éste a negar esa “voluntad de verdad” que debe presidir toda aproximación científica, por mucho que, como es más probable en el caso de las ciencias sociales, el destino final de sus teorías se aloje en la conciencia de los seres humanos. La principal función pragmática que el psicólogo social debe buscar que sus teorías ejerzan sobre el hombre de la calle es la de ampliar su sentido de la realidad, esto es, de las posibilidades y limitaciones que configuran lo humano.

 

La psicología social como dispositivo para la crítica cultural: la necesidad de un enfoque socio-cultural 

Cuatro elementos son esenciales para que se dé un influjo interpersonal: un sujeto, los otros, una acción concreta y un sistema o red de significaciones propio de una sociedad o grupo social (...) La psicología social estudia pues al comportamiento humano en la medida en que en que es significado y valorado, y en esta significación y valoración vincula a la persona con una sociedad concreta (Martín-Baró, 1983a, p.16). 

            Aunque hemos hecho un cierto esfuerzo por buscar en la obra de Ignacio Martín-Baró el constante contrapunto a nuestras observaciones para una ampliación de las posibilidades de “aplicación” de los contenidos y herramientas de la Psicología social, es indudable que esta última dimensión de la disciplina como dispositivo para la crítica cultural constituye la propuesta que vertebra toda esa voluminosa obra[24]. Como ya vimos, Blanco (1998) y nosotros mismos en esta tesis (estudio 3), hemos caracterizado el trabajo de Martín-Baró de acuerdo con los que fueron los tres propósitos que la guiaron: compromiso, desideologización y liberación. Si la ética de la liberación define ese compromiso, es la tarea desideologizadora la que puede implicar en su práctica profesional a este psicólogo social en la realización de tal compromiso. Volvamos a recordar en síntesis el enfoque de Martín-Baró.

            El concepto de ideología de Martín-Baró nos pone en relación, ya lo vimos en su momento, con aquel segundo aspecto del que decíamos antes que ocupaba a la psicología social como peculiar marco de interpretación de la acción humana (ver apartado 5.3): el de su mediación histórica y sociocultural. Mediante ese concepto reivindica también Martín-Baró la idea de un sujeto que actúa de manera significativa, con un sentido que restablece la vinculación de la actividad de individuos y grupos con las grandes coordenadas macrosociales que configuran su realidad social y, en líneas generales, con la cultura pública que caracteriza el lugar y el momento en que el sujeto tiene que realizar su vida. En un artículo programático titulado El papel del psicólogo en el contexto centroamericano (1985g), Martín-Baró explicaba la necesidad que la Psicología tenía de volver otra vez a “la conciencia” desde una perspectiva psicosocial, como la había concebido Durkheim, lo que supondría atender al conocimiento que los individuos de una sociedad tendrían de sí mismos en cuanto individuos y en cuanto miembros de una colectividad y protagonistas de los propios fenómenos sociales[25]. El objetivo, ya lo conocemos, la “conscientización”: según la idea original de Paulo Freire y, según vimos, toda la obra de Martín-Baró puede interpretarse en esa clave “conscientizadora”, o desideologizadora, ese interés por descubrir la verdad oculta tras nociones de sentido común como la idea del fatalismo que configuraba la identidad social del latinoamericano o el complejo machista que orientaba las relaciones sociales al interior de la familia o el mundo de aspiraciones y valores que portaban cada una de las clases sociales salvadoreñas. El concepto de ideología, al que a veces se refería también con la expresión “cultura dominante”, presentaba la virtualidad de conectar la concepción del mundo que portaban los salvadoreños con el orden social y, en definitiva, con el poder. En el caso de El Salvador, Martín-Baró demostró las evidentes funciones de sostenimiento de un orden social injusto y alienante que cumplía ese mundo del sentido común y, en tal coyuntura, la obligación de un psicólogo social comprometido con un ideal de vida digna que estaba muy lejos de cumplirse se planteaba con claridad meridiana: la crítica de la cultura dominante.

            Martín-Baró pone frente a los ojos del lector de sus textos –inicialmente, el ciudadano salvadoreño- todo el universo simbólico que da sentido a las formas de relación humana que se dan dentro de la sociedad salvadoreña, intentando hacerle ver qué consecuencias ocultas tiene su sostenimiento y reproducción a través de las prácticas sociales que configuran la vida cotidiana, y esperando que ese análisis suyo haga al lector más libre de aquellas convenciones sociales a las que él define como ideología porque la interpreta en términos marxistas de confrontación de intereses socio-políticos.

En efecto, en el fondo de todo pensamiento social crítico late la esperanza en la capacidad humana para reorganizar la propia acción a través de la relativización de aquellas estructuras de conocimiento y valoración que la cultura pública pone a nuestra disposición como estrategias o recursos para orientar nuestras vidas. Esa era la labor que anteriormente atribuimos a las ciencias sociales como posible aportación a la promoción de una cultura de los derechos humanos: la crítica de la cultura pública. Y en ese mismo sentido el ejemplo de Martín-Baró lo que nos está sugiriendo es la necesidad de recuperar para una Psicología social comprometida otro de los grandes legados de la tradición del pensamiento occidental que, siguiendo a  Salvador Giner (1994), podemos llamar el elemento socrático. Finalmente, el criterio fundamental para llegar a ejecutar esa crítica quedó señalado también: la consideración del hombre como fin en sí mismo, según el precepto kantiano o, en otra expresión que también hemos empleado en otro momento: la defensa de la vida, irrenunciablemente afirmada como principio y como derecho.

Nos remitimos entonces y por última vez a lo que ya se dijo en epígrafes anteriores sobre la dimensión intelectual –en el sentido moral y no sociológico del término (Aranguren, 1979/1995)- del psicólogo social; esto es, a la posibilidad de adoptar esa actitud crítica, socrática, que someta a cuestionamiento todas y cada una de las creencias sociales heredadas. Tomando como premisa la afirmación, desgraciadamente irrebatible por el momento, de que no existe ningún sistema social definitivamente perfecto ni totalmente justo, ese talante crítico constituye la mejor posibilidad del psicólogo social (cuya disciplina le aporta herramientas conceptuales mejorables pero útiles) para contrastar y denunciar la separación que pueda existir entre el orden social vigente y el orden moral que deseamos o deberíamos desear. La propuesta de Martín-Baró resulta aleccionadora, además, por cuanto evita una concepción ingenua de la cultura pública y de sus orígenes, remitiéndonos siempre a las relaciones de poder que esa cultura (o ideología) fomenta y ayuda a sostener.

De esta manera, la Psicología social constituye un dispositivo para la crítica cultural, lo cual, evidentemente, requiere primero que el psicólogo social esté dispuesto a reconocer una gran importancia de la cultura y los procesos de atribución de significado sobre la acción humana, probablemente mucho más significativa que la de otras determinaciones iniciales de orden biológico en la aparición y mantenimiento de nuestras formas de vida. Afortunadamente contamos con referentes teóricos de indudable solvencia para dar apoyo científico a esta perspectiva[26]. Y nuestra propia tradición occidental de pensamiento puso ya las bases para esa perspectiva también en las propuestas de autores como Wilhelm Dilthey o Max Weber (o incluso Ortega, aunque no haya sido suficientemente difundido) que apelaban a una explicación de la acción humana por referencia a su sentido y a su significación en el mundo de la cultura. En palabras de Sergei Moscovici (1972): 

El dominio adecuado de nuestra disciplina es el estudio de los procesos culturales que son responsables de la organización del conocimiento en la sociedad, del establecimiento de relaciones interindividuales en el contexto del entorno social y físico, de la formación de movimientos sociales, grupos, partidos, instituciones, a través de los cuales los hombres actúan e interaccionan, de la codificación del comportamiento interindividual e intergrupal que crea una realidad social con sus normas y valores, el oriegen del cual debe ser buscado en el contexto social (Moscovici, citado en Sarabia, 1983, p. 103)  

No se trata únicamente de explorar, en el sentido que Martín-Baró parecía sugerir líneas arriba, la trama de significados conscientes que dan sentido personal y social a las acciones de los individuos, sino de buscar en los fenómenos psicosociales mismos una última entrada al mundo de las construcciones culturales, de entender las normas, los motivos sociales (en la obra de Martín-Baró tenemos innumerables ejemplos de ello), y otro importante conjunto de esos fenómenos que estudiamos en nuestra disciplina mediante una referencia a la subjetividad humana, también desde el punto de vista de las “aplicaciones de la ciencia”, como pide, por ejemplo, José Ramón Torregrosa (1996).

Hay ventajas en esta forma de aproximación que, desde la consideración de las implicaciones morales de una práctica científica como la de la Psicología social, no pueden ser ignoradas y que podemos resumir así:

1)      Esta perspectiva permite introducir una mayor coherencia de las aportaciones psicosociales con aquellas otras disciplinas (Sociología, Antropología, Ciencia Política, Historia, etc.) que se atreven a ofrecer interpretaciones sobre aquellos problemas sociales y humanos que una actitud comprometida debe atender. Lo cual, desde luego, puede resultar de gran alivio para el ciudadano que intente acercarse a esas interpretaciones y que habitualmente sentirá que la psicología parece hablarle de “otra cosa” o de “nada más que”...

2)      La atención del psicólogo a la génesis de las construcciones culturales, es decir, a los mecanismos psicosociales que están en su origen y que facilitan su perdurabilidad le coloca en muchas ocasiones en una situación privilegiada para abordar los problemas sociales y humanos mediante una referencia a esas construcciones culturales, en la medida en que ese acercamiento no se queda en una labor de pura descripción sino que busca sus determinantes y sugiere, por tanto, modos de alterar o influir sobre ellos.

3)      Pese a mantener la obligación del psicólogo social a estudiar la acción humana en su relación con el contexto mediato e inmediato que sirve de escenario a la acción, lo cierto es que una aproximación socio-cultural facilita la recuperación de un modelo de sujeto activo, estructurado por sus determinaciones sociales pero, a la vez, creador de esas estructuras. Dicho de otro modo, la perspectiva socio-cultural permite, como afirma Pablo del Río (1996), abordar el cambio social, el gran escollo de las aproximaciones mecanicistas y funcionalistas a la explicación del comportamiento humano.

4)      Por último, un enfoque de este tipo permite poner en manos del propio ciudadano lego algunas de las claves que dirigen su acción y obturan sus posibilidades vitales, mediante el cuestionamiento de las premisas y convenciones sociales que le sirven como marco de interpretación de la realidad social y de su propia realidad. No otra cosa pretendía Martín-Baró al analizar los problemas sociales de El Salvador azotado por la guerra civil y por más de un siglo de historia de opresiones e injusticias sin cuento. Dotar de contenido histórico a los fenómenos psicosociales no significaba para él otra cosa que advertir cómo una sociedad salvadoreña en la que la sumisión a la autoridad no fuera un valor intocable o en la que la pobreza y el sufrimiento no se interpretaran como designio divino podría ser una sociedad más justa.

            No hace muchos años, un viejo conocido de la psicología norteamericana, Jerome Bruner (1991) señalaba el gran error que los psicólogos habían cometido al autoexcluirse de la comunidad natural de intelectuales y críticos de la cultura que habían dado a los Estados Unidos el resto de las ciencias sociales y humanas. En un contexto muy distinto hemos hallado el ejemplo de Ignacio Martín-Baró como una de esas excepciones a la denuncia de Bruner.

            Esta dimensión crítica de la Psicología social constituye, además, la opción idónea para su compromiso con un modelo ideal de sujeto y de sociedad o con cualquier otro valor social o político que el propio psicólogo considere legítimo, por conceder a éste la oportunidad de criticar la cultura establecida sin tener que separar esa labor de denuncia del ejercicio de su especialidad. Una crítica siempre legítima en una sociedad democrática, en la medida, claro está, en que se ajuste a la ética de mínimos de la que ya hemos hablado.

 

Concluyendo 

Cada cual “puede”, si quiere, prestar un servicio a la sociedad; más aun, ese servicio está ya previsto, hay un “sitio” en la comunidad para cada uno de nosotros, sitio que depende de dónde venimos y de a dónde vamos. Que no es por tanto un lugar quieto, sino una “misión” como  se decía altisonantemente, un puesto, función o papel que se configura en esa dialéctica del “vivir” y el “asistir” a la propia vida (que ese siempre vida con los demás)...

José Luis López Aranguren

 

            Iniciamos esta tesis anunciando nuestro propósito de explorar la llamada cuestión del compromiso pero, paradójicamente, aplazando una definición de ese fenómeno hasta el final del trabajo. Lo cierto es que la tesis perseguía dos propósitos, y no solamente uno: hablar del compromiso en las ciencias sociales y estudiar la obra de un autor ejemplarmente comprometido. Como nuestra intuición inicial sobre el compromiso, esa que luego hicimos explícita en este último capítulo, lo concebía como una forma de vida, antes que como una mera actitud, no tuvimos otro remedio que atender también a la vida de la que esa obra formaba parte. De ahí la posible justificación, quizá injustificable, de especificar nuestra idea de la vida y, por exigencias del personaje concreto que hizo esa vida, del fenómeno religioso en cuanto estilo peculiar de vida. Exploramos entonces una historia social y humana que nos queda un poco lejana a los científicos sociales españoles, la de El Salvador y la de un original y no demasiado conocido autor, como Ignacio Martín-Baró; y exploramos también la obra que se enmarca dentro de esas coordenadas socio-biográficas, estudiando sus contenidos y sus formas y, sobre todo, las trayectorias intelectuales que la atravesaron y que nos devuelven, admirablemente, a esos mismos referentes históricos y humanos.

            El ejemplo de Ignacio Martín-Baró, ejemplo de una moral vivida y no sólo esbozada en el borroso y traicionero espejo de las palabras, me pareció iluminador para el científico social de nuestras sociedades, no tanto por lo que aquella vida y aquella obra tuvieron de denuncia de un mundo ciertamente aborrecible y aún real, sino mucho más por lo que estas sociedades nuestras nos van dejando como sucio poso de su herencia: la pérdida de la confianza vital en nuestro quehacer como científicos sociales, la pérdida de la esperanza.   Un talante esperanzado a pesar de todo como el de Ignacio (no es casual la atención que este trabajo hemos prestado al fenómeno mismo de la esperanza), que yo creí ver reflejado en el rostro de quienes más le quisieron (sus colegas más cercanos, sus propios feligreses) y una obra y una vida que fueron realización completa de ese talante mismo constituían la mejor “base empírica” para demostrar que el compromiso sigue siendo posible aunque, desde luego, también arriesgado y, para algunos, odioso.

            Finalmente, hemos vuelto en este capítulo definitivo a la prometida deliberación sobre la cuestión del compromiso, intentando recuperar el sentido de la realidad, de nuestra realidad social postindustrial, democrática y desarrollada. Desde ese ángulo, una reflexión sobre el compromiso debía inspeccionar, sobre todo, las posibilidades reales del mismo en nuestras sociedades y en nuestra disciplina, la psicología social. De todas esas consideraciones hemos sacado en claro algunas ideas que sumariamente podemos explicitar así:

a)      El compromiso consiste, a nuestro juicio, en una forma de dar sentido a la propia actividad científica, en tanto ésta recupere o sostenga una disposición a preocuparse por los problemas y las contradicciones morales que caracterizan a la sociedad en la que esa actividad tiene lugar. No es sólo una actitud sino el reflejo de ésta en una actividad. Y en la medida en que sea una actitud que informa una actividad, ha de ser también una actitud moral, es decir, libremente asumida, a dos niveles posibles de compromiso, el personal de cada científico y el de una institución científica.

b)      La dinámica de producción de la tecnociencia en nuestras sociedades, muy condicionada por intereses de orden intelectual, político y económico que no siempre van a coincidir con el interés general de toda una sociedad, puede estar actuando como un potente somnífero para toda opción personalmente comprometida y eso exige, por tanto, una redefinición del sentido mismo de la actividad y de los productos de las ciencias sociales. Tentativamente, hemos definido ese sentido por referencia al carácter de esa actividad y de esos productos de fenómenos culturales y hemos planteado también un criterio de valoración de todo fenómeno cultural por su referencia a la vida humana, es decir, por un criterio de “función vital” cuyos contenidos, paradójicamente, son también objeto de una cultura o proyecto moral que proporcione significado y dirección (sentido) a la actividad del científico social.

c)      En consecuencia, la cuestión del compromiso plantea al científico social una invitación a la ética, es decir, a la participación en un diálogo moral con científicos, intelectuales y ciudadanos en general que tenga como objeto la propuesta y discusión de un proyecto moral que, como toda forma de reflexión moral, surja de la insatisfacción con lo que la sociedad y la vida humana son hoy, y que permita al propio científico social comprometerse. Yo mismo he ofrecido un esquema tentativo de lo que podría ser un proyecto moral asumible por el científico social, en la medida en que plantea, al tiempo que unos mínimos exigibles sin excepción y que co-implican a aquél en un servicio de apoyo a la vida humana y de crítica a los atentados que sobre ésta se cometen, unos máximos opinables y que dan cabida a las diferentes convicciones morales, religiosas y políticas consideradas como legítimas en una sociedad democrática.

d)      La indispensable adhesión del científico social, a través de esa ética de mínimos, al proyecto de una cultura de los derechos humanos remite además de hecho, según hemos concluido aquí, a una dimensión crítica que resulta inherente a su propia actividad (la crítica de la cultura pública establecida desde su relación con un criterio de respeto a la vida y a la dignidad humanas), tanto desde el punto de vista moral como desde la perspectiva de la misma tradición histórica de las ciencias sociales.

e)      Finalmente, hemos repasado las posibilidades que el psicólogo social tiene de realizar su compromiso, sea el que sea, atendiendo tanto al ámbito clásico en el que éste ha sido alojado, la intervención social, como a otras concepciones de lo aplicado que intentan superar al mismo tiempo la separación tajante entre psicología social básica y aplicada y los mismos límites y riesgos que presenta el proyecto de una ingeniería social que subyace a la perspectiva clásica de la ciencia aplicada. En este sentido, hemos denunciado la peligrosa dependencia que la intervención, en su dimensión más frecuente, guarda con respecto al poder político y económico, así como la falta de sentido democrático que a veces conlleva en la propia relación científico-cliente y las limitaciones que la naturaleza humana plantea a esa perspectiva intervencionista. Hemos reflexionado también sobre el valor que la investigación psicosocial, la producción y, sobre todo, la penetración de teorías psicosociales en la cultura pública pueda tener para un cierto propósito moral por parte del psicólogo social, y para su transformación en agente de cambio social y político. Desde diversas perspectivas, el carácter productivo del conocimiento psicosocial permite al psicólogo social aumentar las posibilidades del sujeto de superar las determinaciones que ordenan su comportamiento al interior de la sociedad y redistribuir el sistema de atribución de responsabilidades morales, legales y políticas que esa misma sociedad sostiene. Hemos reivindicado, por último, la dimensión crítica que la psicología social puede tomar, asumiendo que dicha dimensión abre un espacio idóneo para la realización del compromiso en nuestra disciplina, por cuanto permite al mismo psicólogo social enfrentarse a la realidad social desde las propias convicciones morales y políticas, sin necesidad de abandonar la atención debida a su particular objeto de estudio. Se ha asumido también que esa postura crítica debe pasar por la consideración, al menos parcial, de un enfoque psicosocial que enfatice el carácter socio-cultural e históricamente mediado de la acción humana, reivindicado también desde ciertos sectores de nuestra disciplina y desde una larga y valiosa tradición de pensamiento social. 

En definitiva, la cuestión del compromiso da para mucho más que una tesis y lo que esta misma tesis pretendía era contribuir únicamente a despertar de su letargo un viejo diálogo que nos lleve a formular alguna orientación moral válida y consensuada o consensuable que nos devuelva la esperanza que hoy creemos extraviada entre los últimos vagidos de la modernidad. En todo caso, ya sabemos que, como una vez dijo Jorge Luis Borges, el concepto de texto definitivo no puede corresponder sino a la religión o al cansancio. A pesar de que este texto nuestro se haya acercado a la esfera de lo religioso en más de una ocasión, su fin es debido, más bien, al cansancio. Aunque esta frase de aparente claudicación no hubiera gustado nada, pienso ahora, al incansable Nacho...  

¿Qué nos es lícito esperar, más aún, qué podemos esperar hoy los habitadores de este minúsculo planeta? ¿El holocausto nuclear? ¿La nivelación termodinámica? ¿El hormiguero orwelliano? ¿La <<patria>> que anuncia Bloch? ¿El término inexorablemente mortal de la pasión inútil que para Sartre es ser hombre? ¿Una vida transmortal que concede definitiva realidad a la fugaz vida terrena y otorgue sentido último a sus afanes? ¿La pura disolución en la mudez sin nombre del proceso cósmico? Que cada cual encuentre su respuesta, o que viva el duro trance de buscarla y no encontrarla. Algo, sin embargo, debe unirnos a todos, sea cualquiera el modo con que vamos esperando –o temiendo- lo que la vida nos traiga. Algo que para los hombres de voluntad no corrompida podría ser el atenimiento a esta modificación del imperativo kantiano: <<Vive y actúa como si de tu esfuerzo dependiese que se realice lo que esperas o desearías esperar>>. Durante lo que me quede de vida, así querría vivir yo (Laín, 1984, pp. vii-x)   

En un primer sentido, la mayoría de las trayectorias intelectuales entre las que se reparte la obra de Martín-Baró (estudio 3) –si no todas- realizan esa posibilidad en su ejercicio de denuncia de ciertas condiciones reales de existencia, como las condiciones de vivienda de muchos ciudadanos salvadoreños, o de ciertos fenómenos psicológicos que impiden la superación de esas condiciones “inhumanas”, como el fatalismo o los sesgos de una “religión del orden”. Martín-Baró realiza con plenitud ese “oficio del intelectual” que pedía Aranguren del mismo modo que podría hacerlo el economista que denuncia un determinado sistema financiero o el jurista que critica un ordenamiento jurídico discriminante para ciertos colectivos o grupos sociales: la crítica a las imperfecciones del sistema social, más allá de la ideología o de las posiciones legalistas que los sostienen.

Pero incluso analizando con un poco más de profundidad la propia estrategia que explica todas esas aproximaciones de Martín-Baró a la realidad salvadoreña (su argumento, en definitiva) podemos sintetizar la propia solución de nuestro autor al problema de las relaciones entre ciencia social y promoción de los derechos humanos a partir de un sólo objetivo: la crítica de la cultura pública imperante. Luego analizaremos más detalladamente la posibilidades que una disciplina como la Psicología social presenta de cara al desempeño de esa labor y cómo la obra de Martín-Baró resulta un ejemplo esclarecedor de las mismas, pero ahora interesa explicar, más ampliamente, en qué sentido es eso posible en el ámbito de las ciencia sociales, según puede aprenderse de Martín-Baró y según correspondería a una cultura de los derechos humanos como la que ahora se plantea.

Aquí el interrogante fundamental debe ser referido al criterio desde el cual el científico social pueda ejercer esa crítica sobre la vida social. La solución la encontramos en la misma cultura de los derechos humanos que el ideal de una ciencia comprometida busca promocionar. El principio fundacional de esa “cultura”, que nosotros hemos puesto en relación con la tradición del Humanismo occidental, puede identificarse, por ejemplo, con el segundo imperativo que Enmanuel Kant plasma en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Kant, 1785/1964) y que obliga a considerar al hombre como un “fin en sí mismo” y que, complementariamente, impide que cualquier ser humano pueda ser considerado únicamente “como un medio”[27]. Muguerza afirma el valor de ese imperativo kantiano para construir desde la Ética una “crítica de la legitimidad” (jurídica), esto es, para argumentar en contra de cualquier prescripción jurídica que se sitúe por encima de la condición del hombre como fin en sí mismo (en la manera en que podría ser objeto de denuncia, por ejemplo, la consolidación jurídica del apartheid del antiguo sistema legal sudafricano) (Muguerza, 1998).

Por nuestra parte, como científicos sociales podemos extender la noción de legitimidad al marco extrajurídico de la cultura pública (podríamos hablar, como bien sabemos, de una “legitimidad social” que antecede y sucede a la legitimidad jurídica y que, en términos negativos solía identificar Martín-Baró, siguiendo a Marx, mediante la noción de ideología) para apropiarnos también del segundo imperativo kantiano como criterio que articule la crítica sobre esa cultura pública, desde una posición de compromiso o, en su defecto, de respeto a una cultura de los derechos humanos y a nuestra ética de mínimos en la ciencia social. En este sentido, el científico social quedaría respaldado para promocionar la cultura de los derechos humanos de que hablamos a través de la denuncia de cualquier elemento vivo en la cultura pública que llevase a vulnerar de algún modo la condición del hombre como fin en sí mismo, ya fuese únicamente en el plano de las ideas o, por extensión en el ámbito de la acción. Puesto que la cultura pública constituye uno de los ingredientes básicos de la porción de realidad que ocupa a todas las ciencias sociales, esta dimensión crítica vendría a ser una consecuencia inmediata de la propia actividad científica, toda vez que ésta contara con esa ética de mínimos como marco de referencia (así como sucede en los casos más ilustres de nuestra tradición intelectual y en el ejemplo de los padres de la ciencia social).

Los ejemplos en la ciencia social no son tampoco escasos. Rawls (1998) recuerda desde un punto de vista parecido al nuestro los estudios realizados por Amartya Sen sobre las hambrunas de Bengala (1943), Etiopía (1972-1974), Sahel (1972-1973) y Bangladseh (1974) en los que su autor llegó a la conclusión de que este tipo de tragedias son producto no sólo, y ni siquiera fundamentalmente, de la carencia de alimentos sino de importantes fallas en la estructura política y social que son amparadas por una “cultura política pública” (la expresión, tan cercana a la noción de Barclay y Smith, es de Rawls) que justifica el sostenimiento de las instituciones corruptas y opresivas y que finalmente son responsables, en un perverso círculo vicioso, de esas mismas estructuras (ver Sen, 1981).

Pero también el “machismo”, el fatalismo, el punto de vista de la religión del orden, la doctrina de la “seguridad nacional”, la estigmatización de las políticas de izquierda o la polarización social son todos ellos piezas que componían la cultura pública salvadoreña que Martín-Baró sometió a análisis bajo el tamiz de su Psicología social y que vulneraban el “coto vedado” de los derechos humanos, de manera directa o indirecta, en la vida social salvadoreña. Por ejemplo, la consideración de la acción de rechazo al sistema político establecido como una rebelión ante los designios de Dios, es decir, como pecado, impedía o dificultaba en muchos casos la realización del derecho fundamental de asociación, puesto que un sector de la Iglesia salvadoreña denunciaba a las organizaciones populares en ese mismo sentido.

Por otro lado, una buena parte de la actividad de Martín-Baró se basó en la aportación de herramientas necesarias para garantizar el cumplimiento de un derecho igualmente básico en toda sociedad civil al que acertadamente se refiere el posmoderno Lyotard con la expresión derecho de interlocución (Lyotard, 1998). Efectivamente, los estudios de Martín-Baró sobre opinión pública, interpretados por el mismo en su dimensión desideologizadora y democratizadora, tuvieron como objetivo, según vimos anteriormente, el de conquistar un espacio en el que los viejos ideales democráticos y humanistas de la libertad de expresión y la “igualdad de palabra” -Lyotard- llegaran a realizarse, redefiniendo y ensanchando así el marco de la propia cultura pública de los salvadoreños. Precisamente porque los canales que garantizan habitualmente el derecho a la libre opinión y a la expresión de la misma estaban obturados en El Salvador, la cultura pública salvadoreña quedaba mucho más lejana de una verdadera cultura de los derechos humanos, dada la estrategia manipuladora de los medios de comunicación y del gobierno y la oligarquía, puesta también de manifiesto por Martín-Baró en sus trabajos. La crítica a la cultura pública, en este sentido, la realiza también Martín-Baró (la puede realizar el científico social) devolviendo su natural protagonismo al ciudadano al que le ha sido arrebatado su derecho de interlocución, su derecho a tomar partido en la construcción de esa opinión pública que ha sido secuestrada (que sigue siendo secuestrada tantas veces) en perjuicio de quienes son sus legítimos dueños. En suma, los trabajos de Martín-Baró sobre opinión pública ponen al descubierto la íntima y fundamental relación que existe -o debiera existir- entre el desarrollo de la democracia, más allá de las apariencias, y la actitud permanentemente crítica del intelectual y, en este caso preciso, del psicólogo social.  En relación con la cultura de los derechos humanos que venimos comentando, no faltan acreditadas opiniones que aseguren que la democratización real de una sociedad constituye el requisito imprescindible para garantizar el respeto de los derechos humanos y la condición necesaria para el impulso de políticas activas que puedan transformar el orden establecido en una sociedad bien ordenada, en el sentido de Rawls (ver Senn, 1995; UNICEF, 1996)[28]. Lógicamente, nadie que pase hambre o se sienta explotado y que tenga la posibilidad de expresarse libremente va a quedarse callado


Notas

[1] Como bien explica la profesora de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, “sin quererlo, ETA le ha dado un nuevo contenido a esta palabra (compromiso). El compromiso vuelve a tener sentido  en el País Vasco, y lo tiene en forma de lucha, cada vez más decidida y unitaria, de los intelectuales contra ETA...Cuando un grupo de asesinos aterroriza  a la sociedad y mata a quienes disienten de su proyecto totalitario, no caben las distancias ni los puntos intermedios. Sólo cabe combatir a los asesinos. A eso se le llama compromiso intelectual, y en el País Vasco ha vuelto a renacer” (Uriarte, 2001).

[2] No está de más reconocer que desde la Psicología esta clase de comportamientos se han considerado durante mucho tiempo la norma, más que la excepción en lo que respecta a la naturaleza humana misma, tal y como suponía el conductismo.

[3] La concepción determinista ha sido refutada con contundencia, tanto desde la Filosofía como desde las ciencias sociales en la medida en que todas ellas reconocen el valor causal de intenciones, motivos o valores conscientes.

[4] Tal es el modo en que el famoso sociólogo Anthony  Giddens explica como una de las últimas consecuencias de nuestro tiempo y de las sospechas modernas acerca de la autonomía del sujeto: <<El destino, un sentimiento de que las cosas seguirán en cualquier caso su propio curso, resurge en el mismo corazón de un mundo que supuestamente se caracteriza por el control racional de sus asuntos (1994, citado en Pinillos, 1997, p. 315)>>.

[5] Aunque no podemos extendernos ahora en este punto nuestra reflexión se planteará siempre orientada a la audiencia que configura la propia comunidad científico social por suponer la necesidad de que toda perspectiva moral deba ser elaborada como una propuesta cuyo objetivo primero ha de ser el diálogo con las personas cuya actividad se vería afectada por la implementación de dicha propuesta en términos de código moral.

[6] Como apunta Emilio Lamo de Espinosa (1998), la noción de progreso tiene tres vertientes, cada una de las cuales delimita un ámbito concreto de realización. Así, puede hablarse de progreso moral o ético, estético y de progreso del conocimiento. Conviene precisar que, aunque como científicos nos incumba de modo directo la cuestión del progreso del conocimiento (el cual -con Lamo- estimamos indudable), evidentemente es este trabajo usamos dicho término en su acepción moral.

[7] Es necesario advertir que no pretendemos en ningún caso identificar nuestra idea del compromiso del científico social con la adopción de estas perspectivas críticas, puesto que la actitud de compromiso ha de ser libremente adoptada por cada científico o grupo de científicos y ello implica la posibilidad de asumir proyectos morales y políticos bien diferentes de los que conllevan en la práctica los autodenominados enfoques críticos (inicialmente desarrollados sobre la base de una crítica marxiana de los sistemas sociales ordenados según la economía capitalista y actualmente vinculados en otros casos al pensamiento posmoderno y a las aportaciones de autores como Witgenstein o Foucault).

[8] Sobre estos y otros datos de la historia mundial de los últimos años puede verse, por ejemplo, el trabajo de García de Cortázar y Lorenzo Espinosa (1996)

[9] La expresión se la debemos a Max Weber (1919/1976) quien contrapone a ella otra forma de ética que él denomina como “ética de convicciones”, centrada en ideales antes que en consecuencias de la acción.

[10] Por supuesto, el sentido que Ibáñez parece dar aquí a la palabra “política” está más cerca de su acepción original que de la que hoy resulta corriente en su uso coloquial. Así, hablaríamos aquí de lo político para designar todo lo que concierne a la organización de la vida en sociedad sin olvidar en ningún caso que, de hecho, toda opción política siempre presupone, o al menos debe hacerlo, un punto de vista moral que ha de servirle de justificación última.

[11] Por supuesto, asumir esta perspectiva no implica negar las deudas que el propio  humanismo ha contraído con determinadas convicciones religiosas y metafísicas ni implica tampoco una oposición frontal a la Religión o la Metafísica en sí mismas, sino una subordinación de estas a las necesidades y las aspiraciones humanas, vistos los riesgos que conllevan las opciones contrarias (la supeditación del hombre a un dogma de fe o a una imagen esencialista del mismo que, en muchos casos, puede llegar a negar su misma condición moral).

[12] No sería inútil recordar aquí el caso más concreto de Ignacio Martín-Baró, psicólogo social que a partir de sus experiencias de investigación en El Salvador, desarrolladas en medio de una cruenta guerra civil, planteó el proyecto de una nueva Psicología que asumiera las directrices de las éticas y la teología de la liberación, es decir, una “Psicología de la liberación” cuya aportación peculiar radicara en la subordinación de su actividad a las necesidades y los problemas de las “mayorías populares” iberoamericanas que vivían en la pobreza y bajo la opresión de sistemas políticos autoritarios (Martín-Baró, 1998; De la Corte, 2001). 

[13] Esta afirmación de la libertad como principio fundamental de justicia es común a enfoques éticos diversos como el liberalismo político de John Rawls (1996), el republicanismo kantiano de Jürgen Habermas o, desde la perspectiva del mundo subdesarrollado, la ética de la liberación de Enrique Dussel (1998).

[14] La monumental Teoría de la justicia de John Rawls (1971), todo un clásico actual de la filosofía moral y del pensamiento político ha sido la causa de que acudiéramos al propio autor, cuyas matizaciones sobre la idea de una sociedad justa no podemos analizar aquí pero que constituyen una referencia inexcusable para pensar más a fondo todo lo que demasiado rápidamente venimos comentando en este epígrafe (un estudio interesante sobre la perspectiva de Rawls se puede encontrar en Vallespín (1998).

[15] Una explicación mucho más detallada de esta perspectiva sobre lo moral y su relación con “lo posible” ha de buscarse en la Ética de José Luis Aranguren (1958/1994), segunda parte, cap. 3, pp. 317-328

[16] Algunos comentarios sobre este problema en la consideración de ámbitos concretos como los de la realización de políticas públicas o la evaluación de programas pueden encontrarse, respectivamente, en Rodríguez y Ardid (1996) y Rebolloso y Morales (1996).

[17] Hemos de insistir una vez más que estos comentarios críticos respecto al poder no dan por supuesta una concepción abstracta y permanente de los poderes fácticos como encarnaciones naturales del mal o como inevitables fuentes de corrupción moral sino que provienen de la convicción de que el poder puede ejercerse con grados diversos de legitimidad o ilegitimidad y de que tales variaciones han de ser tenidas en cuenta en todo momento.  

[18] Una descripción clara y rigurosa de esta dimensión del pensamiento de Foucault puede verse en Ibáñez (1982).

[19] Estos principios éticos deben actuar como criterios para juzgar las consecuencias de las acciones del científico y estimar así la bondad relativa de cada una de ellas. Conviene advertir, pese a todo, que la aplicación de estos principios no está ausente de problemas. Existe la posibilidad, en efecto, de que esos principios entren en conflicto de tal manera que el intento del médico o el científico de ajustar las acciones a uno de ellos implique el incumplimiento de otro. Así, el principio de autonomía puede oponerse al de beneficencia (como cuando un plan de redestribución de puestos de trabajo en una empresa resulta rechazado por los miembros de aquélla), el de justicia al de autonomía (como cuando el Estado impone un programa para reducir el absentismo laboral en la administración pública) o también el de justicia al de beneficencia (por ejemplo, en el caso en el que ha de optarse por un programa de intervención en salud mental menos que llegue a menos personas a fin de hacer económicamente sostenible tal programa). En cualquier caso, parece indudable el valor orientativo de los tres principios bioéticos para el trabajo aplicado o de investigación, por mucho que no puedan eximir al científico de analizar cada caso de manera particular e incluso, en ocasiones, de conceder prioridad a alguno de esos principios sobre el resto (ver Gracia, 1989)..

[20] Como puede observarse, aunque Gergen se refiera de forma específica a la Psicología social sus afirmaciones pueden aplicarse al resto de las ciencias sociales.

[21] La relación que Martín-Baró establece entre una vieja psicología ocupada en tareas de liberación individual y su nueva propuesta sobre una psicología de la liberación (social) participa plenamente de esta visión parcial pero igualmente real de la historia de nuestra disciplina (ver, concretamente, Retos y perspectivas de la psicología latinoamericana, Martín-Baró, 1987?).

[22] Algunos comentarios relevantes a estos problemas pueden encontrarse, desde los dos puntos de vista opuestos sobre el sentido de la psicología social en Harré (1989) y Fernández Dols (1992).

[23] Los tres ámbitos que, según Adela Cortina (1990), han de verse afectados por la deliberación ética.

[24] Recuérdese lo dicho anteriormente sobre las posibles relaciones entre ciencias sociales y derechos humanos y sobre el modo en que recurrimos al caso de Martín-Baró para ilustrar la importancia que en ese mismo sentido podría tener una crítica de la cultura pública que estuviera fundamentada desde la ciencia social. Este comentario que ahora iniciamos se vuelve a referir a esa estrategia crítica centrándonos ya en el marco de la psicología social y volviendo de nuevo al ejemplo de Martín-Baró.

[25] Aunque, desde luego, Martín-Baró conocía el trabajo de Moscovici, al que recurrió asiduamente en relación a otros temas, no había profundizado demasiado en la parte de su obra que se ocupaba de las “representaciones sociales”. El auge que esa teoría cobraría años después en Iberoamérica no alcanzó a Martín-Baro. No obstante, según nos explicó su colaborador durante años, Carlos King (comunicación personal), que viajó a París para preparar su tesis sobre representaciones sociales, se mostró muy interesado ante éste por los pormenores de la teoría de Moscovici hasta el punto de manifestarle sus deseos de aplicarlo en el futuro al estudio de la ideología para intentar superar las deficiencias que las teorías sobre las actitudes sociales planteaban a ese respecto.

[26] Aunque, en conformidad con la opinión de Páez y otros (1992), otorguemos un especial valor en este sentido a la tradición socio-histórica (Vygotski, 1934/1973; Wertsch, 1991; Kozulin, 1994), hay que reconocer una gran variedad de aportaciones en nuestra disciplina al respecto, desde la más clásica perspectiva de los trabajos de Mead, Bartlett, Schutz, Asch, Heider o Sherif, pasando por tradición de estudio de las actitudes, creencias y valores, los puntos de vista de autores como Blumer, Stryker, Garfinkel, Harré, Moscovici o Bruner y muchos otros que no cabrían aquí. 

[27] Como ya ha sido anteriormente comentado, el segundo imperativo kantiano se corresponde de manera directa, a nuestro juicio, con la afirmación orteguiana de la vida como principio y como derecho que antes tomamos como criterio fundamental para la evaluación del grado de compromiso de la actividad del científico (la función vital del conocimiento).

[28] Precisamente, este pudo ser el gran error en que han caído aquel tipo de sistemas de gobierno que surgieron como consecuencia del triunfo de determinados movimientos de liberación y que, no obstante, no alcanzaron a transformar el nuevo orden en un verdadero sistema democrático. Como dice Senn (1995), allí donde no hay elecciones, ni partidos de oposición, ni foros donde la crítica pueda ser ejercida libre y públicamente, nada hay que temer de las consecuencias del fracaso de los proyectos políticos supuestamente emprendidos en favor de la transformación social. Las oleadas de hambre pueden acabar con millones de personas pero nunca matan a los reyes, a los gobernantes, a los generales o a los jefes de policía.

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